Maradona, héroe y víctima de una nación – Gatopardo

Diego Armando Maradona, héroe y víctima de una nación

Todo ascenso al cielo de los ídolos proyecta en el suelo una larga sombra. Ninguno es la excepción, ni siquiera Maradona. Diego fue la nación argentina, el representante plebeyo y un gran futbolista. El amor incondicional de sus seguidores pronto se convirtió en una trampa que lo hundió en él mismo.

Tiempo de lectura: 17 minutos

Cuando el héroe del estadio es el héroe de la nación,
es que el país se ha quedado sin hombres.

Dante Panzeri

1.

Para hablar de Maradona conviene saber bien de quién se está hablando a fin de no incurrir en una interminable espiral de peligrosas sentencias. Existen, principalmente, dos Maradonas: el jugador y el exjugador. El primero está emparentado con el profesional; el segundo, con el personaje. El primero, dentro de la cancha, ponía en riesgo a los demás, a los oponentes; el segundo, fuera de la cancha, se ponía en riesgo a sí mismo. El jugador cargaba con el peso del personaje cuando entraba a la cancha, pero tras la primera gambeta se lo sacaba de encima. El personaje, en cambio, nunca pudo quitarse de encima el peso del jugador. Se retiró el 25 de octubre de 1997, en un Boca-River, siendo reemplazado en el segundo tiempo por Juan Román Riquelme. El Diego vivió 37 años, y Maradona 23, con todas sus implicaciones.

Fernando Signorini, su preparador físico en el Nápoles y en la Selección, un hombre que lo conoce como pocos y que lo acompañó en varias etapas de su vida, nombra con maestría la existencia de esas dos personalidades. “El problema que tiene Diego es Maradona”, decía. “Con el Diego iría hasta el fin del mundo, pero con Maradona ni a la esquina”.

Mientras Signorini planteaba de todas las maneras posibles la necesidad de proteger al Diego, en Argentina un gran porcentaje de paisanos le festejaba por igual sus aciertos y sus descalabros. No debe ser fácil ser el deportista más importante y más amado de la historia. No debe ser fácil saltar de la villa y su pobreza a la excéntrica abundancia y vivir rodeado de amores y aduladores que no solo te aplauden, saltando y moviendo la cola sin importar lo que hagas, sino que además llegan al punto de llamarte Dios.

En consecuencia, Diego Armando Maradona fue muriendo de a poco. Murió este 2020, aún en el Olimpo, ese lugar sin humanos donde las deidades se devoran a sí mismas.

2.

El Diego fue y será siempre el mejor jugador de la historia. Da igual que hayan existido Pelé o Zidane. Da igual. Da igual también que sea una cuestión de gustos o una cuestión subjetiva. Es más, por eso mismo, uno puede decir que fue el mejor y punto. A su lado Messi es un poroto veloz y Cristiano, un simple error en HD. El Diego fue un hombre que se movía como nadie, que dominaba la pelota, radiante, sonriente, sacando pecho y bailando reggae; que caminaba sin pisar el suelo, como levitando. Un hombre que avanzaba esquivando patadas criminales decididas a que pasara la pelota, pero no el jugador. Pasaban ambas, casi siempre. El Diego era el pequeño sudamericano que nos representaba a todos los demás. Nos hacía reírnos del poder, de los grandes, de los fuertes, a base de pura imaginación y esfuerzo. El Diego era nuestro David burlándose de Goliat, el que le hacía pito catalán; un tercermundista colándose en el primer mundo por las rejas del palacio.

Quienes lo seguíamos empezamos a confundir las reglas internas del juego, del fútbol, con las reglas de la geopolítica, y nos inventamos una ficción sumamente romántica sin otro origen que nuestros anhelos frustrados. El Diego era el mejor jugador del mundo hasta que su pueblo depositó en él todas sus expectativas. Lo convirtió en bandera, en ideología.

En 1982 Argentina perdió la guerra de las Malvinas contra los ingleses y quedó destruida, en plena dictadura militar. Meses atrás el ejército argentino había mandado a morir a miles de soldados para recuperar las islas, mientras que el pueblo llenaba la Plaza de Mayo y eufórico festejaba el discurso de Leopoldo Fortunato Galtieri, presidente de facto de la nación, anunciando la declaración de guerra a los ingleses. Todo por la patria, esa comunidad imaginada por la que tantos hombres y mujeres han perdido la vida.

Tras el golpe, el pueblo argentino imaginaba solo un posible acto de justicia: ganar el Mundial de 1986 y había un solo héroe capaz de lograrlo: Diego Armando Maradona. El 22 de junio de 1986 los pobres sudamericanos nos enfrentábamos contra los dueños de las Malvinas. Imperio versus colonia. Ese día, el monumental Estadio Azteca de la Ciudad de México nos daba la posibilidad de una venganza simbólica. En los papeles se jugaban los cuartos de final, pero en realidad era un duelo por la dignidad. Maradona amanecía dotado de todos los poderes del mundo, unos legales, otros no tanto. En un día como ese y con semejante peso en los hombros, hasta la trampa era legítima. El partido iba cero-cero y, tras una pelota que caía flotada en el área inglesa, Maradona se elevaba cual ángel de la justicia, se suspendía en el aire y antes que el portero Shilton llegara, tocaba la pelota con la picardía de un pueblo y metía el gol de la revancha. Minutos después agarraba la pelota detrás de mitad de cancha, comenzaba a correr dejando en el suelo a todos los ingleses que se encontraba a su paso y metía el mejor gol de la historia del fútbol. Una vez terminado el partido le preguntaron si había sido con la mano y él respondía que no, que había sido la mano de Dios. Ese día habíamos vengado las Malvinas. Era el fútbol como sublimación de la guerra por otros medios. El Diego pasaba a ser el héroe de la patria. De a poco comenzaba a convertirse en Maradona.

Sin embargo, en el terreno de lo simbólico todo suena inofensivo, pero no lo es tanto. Ahora, con la guerra perdida, los soldados muertos, traumados o tras haberse suicidado, nadie levanta la mano, nadie hace mea culpa y resulta que nadie estuvo en esa plaza ese día vitoreando a Galtieri. Pero a veces quedan los archivos fílmicos que nos refrescan la memoria. Durante el año 82, días antes de la Guerra, la televisión pública argentina realizó un programa especial de solidaridad con el Ejército Argentino llamado “Las 24 horas de Las Malvinas”, en el que dos conductores, Pinky y Cacho Fontana, llamaban de buena gana a la población a hacer donaciones para enviar a los soldados y juntar fuerzas para derrotar a los ingleses. Veinticuatro horas de brutales discursos patrióticos que gran parte de la población vio con buenos ojos. Habían pasado cuatro años del Mundial del 78, donde la patria fue una fiesta y había sido consumado el asesinato y desaparición de 30 mil personas, pero el pueblo seguía sin saber nada y se hacía presente en el programa para hacer sus donaciones. Así, en el desfile de la solidaridad patriótica, pasaron al aire un montón de artistas y deportistas sumamente queridos e idolatrados por el pueblo argentino, como Susana Rinaldi, Moria Casán, Gerardo Sofovich, Jorge Porcel, Alberto Olmedo, Tato Bores, Andrea del Boca, Libertad Lamarque, René Favaloro, Carlos Monzón, Carlos Reutemann, Daniel Passarella y Diego Armando Maradona a hacer su millonaria donación, porque la patria es primero.

Por eso, creo yo, es riesgoso dotar al fútbol de poderes ideológicos y geopolíticos, porque el fascismo nos puede florecer del lugar menos pensado. Por eso, esa idea tan extendida, y tan, pero tan citada en las últimas horas, de que ser campeones del mundo fue una alegría para el pueblo, de la cual hay que estar agradecidos, es una de las ideas más erróneas, más peligrosas y que más inadvertidas pasan.

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3.

Cuando era niño amaba locamente al Diego. Locamente. Cuando era adolescente iba por la vida con una camiseta que decía “Dios existe”, encima de la imagen del Diego festejando el gol contra los griegos de 1994. El Diego me parecía un ídolo antisistema.

Cuando tenía 15 años y vivía en Chile, Maradona fue invitado a un programa de la televisión que conducía Cecilia Bolocco, una chilena de ultraderecha que fuera esposa de Carlos Saúl Menem, ese señor que remató la Argentina. Y yo, preso de mi fanatismo adolescente, obligué a mis padres a conseguir entradas para ir de público al programa. Era uno de esos programas de conversación que se hacen en unos sillones que simulan un living y que tienen al público en mesitas, simulando estar en una velada romántica. Faltaba un minuto para el inicio del programa y yo estaba en la primera mesita de la primera fila con mi papá que, pobre, me acompaña a todos lados, momento en que aparece un hombre gigante vestido de seguridad y me dice que como no tengo corbata no puedo aparecer en la televisión, y me obliga a cambiarme a la última mesa del fondo. Entra Maradona, se sienta en el sillón y comienza el programa. Era el mejor Diego, o al menos la mejor versión del Diego adulto. Era un Diego maduro pero fresco. Una de esas tantas versiones de sí mismo que lograba traer a este mundo después de haber vivido desastres. Ese Diego resucitado, siempre con la sonrisa intacta y el ritmo bien instalado. Cuando el programa fue al primer corte y estábamos en la tanda de publicidad, yo me levanté de mi mesa de mierda del fondo del plató y corrí a toda velocidad hacia el Diego, esquivando mesas de gente encorbatada. Cuando estaba a dos o tres metros del Diego, apareció de la nada el gigante de la seguridad, me agarró por la cintura, me elevó por el aire y se dispuso a arrojarme hacia mi mesa, cuando se escuchó una voz milagrosa que con toda la calma del mundo dijo: “qué haces loco, déjalo al pibe”. En ese instante el gigante dio media vuelta conmigo colgado y me depositó lentamente en el suelo, momento en el que quedé parado frente al Diego que me miraba sonriente y esperaba que caminara hacia él. Así que di un par de pasos, incrédulo, le di la mano y le dije “gracias, Diego, sos un grande”, y él, con su sonrisa hermosa me dio la mano y me dijo “no, gracias a vos”.

Meses después se jugaba el Mundial de Estados Unidos 94. El Diego volvía nuevamente. Siempre estaba volviendo. Argentina jugaba al fútbol como pocos equipos se han visto. El primer partido en Estados Unidos lo jugaron contra Grecia y le dieron un bailongo de proporciones. En ese equipo estaban Batistuta, Caniggia, el Cholo y Redondo, entre otros. Entre ellos tocaron la pelotita en corto para que el Diego metiera un gol hermoso, de afuera del área, al ángulo, un gol que de solo imaginarlo me pone los pelos de punta y me produce una mezcla insoportable de alegría y tristeza. Un gol hermoso que gritamos todos y que el Diego festejó frente a esa cámara, inmortalizando ese rostro que luego yo llevara en mi camiseta, promoviendo la existencia del mismísimo Dios. Un gol que sucedió pocos minutos antes de que apareciera esa sospechosa señora gringa rubia de gesto sonriente y mejillas rosadas, y se lo llevara del brazo al más profundo de los infiernos. Tan seguro estaba el Diego de que todo estaba bien, que le sonrió también a la gringa y se fueron abrazados como dos tortolitos en su primera cita de amor silbando entre los pajaritos del prado. Nadie imaginaba que esa mujer obedecía a los más malignos designios del mafioso Grondona y que estaban a punto de retirar al Diego del fútbol. Le hicieron la prueba de doping y salió positivo por efedrina. Por un medicamento para el resfrío. La tristeza fue absoluta, el silencio nacional y la angustia eterna. El poder nos robó a nuestro Robin Hood. La injusticia era total. “Maradona jugaba al fútbol a pesar de las drogas y no por las drogas”, decía Galeano. Ese hecho convirtió al Diego en una víctima de la FIFA y en un rebelde que el poder quería eliminar. Sin embargo, Maradona nunca fue ese activista antisistema que sus amantes quieren convertir en bandera de la lucha anticapitalista. El Diego era cada vez más Maradona.

A los 17 años me fui a vivir a Argentina y fui a la Bombonera a verlo jugar, con su franja amarilla en el pelo, haciendo magia y besándose locamente con el pájaro Caniggia. Lo vi perderse penales y meter un gol de media cancha, creo, el último gol de su carrera y yo ahí, al lado. Me quise hacer la franja en el pelo y mi papás me mandaron a la mierda, generando una de las peleas adolescentes más desmesuradas que recuerde. El Diego fue lo más grande para mí cada uno de los días de la vida que jugó a la pelota, hasta que se retiró y se convirtió en Maradona.

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4.

Las reglas fuera de la cancha son muy diferentes a las de adentro. Son actividades que no se parecen en nada. El de afuera de la cancha, para empezar, no es un juego. Sin embargo, parecía como si hubiese cierta solución de continuidad, como si el jugador pudiese hacer un trasvase inequívoco de un terreno al otro. El hombre irreverente dentro de la cancha tenía que ser irreverente afuera también.

De a poco, el ídolo nacional, amado por todos, dejó de ser amado por unanimidad y comenzó a ser un parteaguas. En Argentina no querer a Maradona o incluso cuestionarlo, te sitúa inmediatamente en el sector de los gorilas y los antipopulares. Argentina, para quien no lo sepa, es un país peronista en donde todo aquel que no lo es, está equivocado. En Argentina, para el que no lo sepa, ser peronista es estar del lado del pueblo y el que no es peronista está, obviamente, en contra del pueblo, del lado de los malos, empresarios y oligarcas, etc. Sin embargo, en Argentina, cuando son los peronistas los que, por alguna extraña razón, tienen el poder y están del lado de los empresarios y los oligarcas, no importa. Se elimina la historia con goma de borrar y a otra cosa, mariposa. La memoria es selectiva. Así nos entendemos mejor. Maradona, entonces, era amado por todos menos por los que vivían equivocados. En ese país Maradona era el más fiel representante del pueblo y el que lo cuestionara, un facho que odiaba a los pobres y detestaba que las personas de procedencia popular tengan presencia pública.

Argentina es, en los papeles, un país laico, aunque en la realidad la cosa no funciona así. A decir de Julio Mafud, uno de los menos leídos de los grandes pensadores argentinos, Argentina es un país desarraigado. Su configuración histórica le provoca una falta, una ausencia. Primero estaban los indígenas pero fueron asesinados; después los gauchos, hombres y mujeres de cultura rural, con un estilo de vida pseudonómada, siempre arriba de un caballo; finalmente, el poblamiento europeo de mediados del siglo XX, esa migración que venía de los barcos. Es decir que si recapitulamos un poquito, no demasiado, con la dominación y destrucción de las culturas ancestrales, se pierde la raíz, luego, los gauchos deciden andar a caballo y nunca tocar el suelo y, finalmente, el resto viene de los barcos, es inmigrante y habita Buenos Aires adaptando sus culturas españolas e italianas a lo poco establecido que ahí había. La Argentina es, por tanto, una cultura construida en el aire. No tiene raíz, no tiene historia, no tiene sustento. Los argentinos nos creemos lo mejorcito que el mundo haya dado, pero no tenemos idea de quiénes somos. Esa ausencia de tierra firme y de historia en la cual contemplarse, esa falta de interlocutor histórico, ha generado la necesidad de inventar arraigos que nos den un poco de calma y un poco de sosiego en el medio de la nada. De ahí que el país aparentemente laico se haya tornado en país religioso, en el paraíso de las creencias paganas. Por eso desde adentro parece normal ser “maradoniano”, pero con solo alejarse unos kilómetros, comienza a hacer ruido tanto pensamiento místico.

Por otro lado, Argentina se ha ido configurando como un país de extremos. Un país de pensamiento dicotómico, donde todo siempre se piensa como si fuera un partido de fútbol. Siempre. O estás de un lado o estás del otro. La vida es un Boca-River, un Soda Stereo-Redonditos de Ricota, un Peronista-Gorila. Es un país donde la vida es vivida con altas dosis de gravedad y una neurosis que domina todos los terrenos. Un país de pasiones incontrolables. En el fútbol, en la música, en la política. Pasiones que llevan a grandes contradicciones y generan importantes niveles de violencia. Pasiones de las cuales se sienten orgullosos. En ese contexto surge una necesidad de ídolos que encarnen esas pasiones y sean banderas de esas necesidades. Ídolos que representen esos anhelos populares (sin importar el caudal de mierda que arrastre lo popular). En ese contexto, la figura extrema y contradictoria de Maradona no era tanto su responsabilidad como la de todos aquellos que, en su amor desenfrenado, lo ayudaron a convertirse en ese que hablaba de sí mismo en tercera persona y que estaba por encima de todo. Una persona entrañable, popular, que nunca renegó de su pasado y que siempre estuvo con los de abajo, pero que fue presa de las presiones que exigía ser él mismo. Ser Dios sería, sin duda, un problema para cualquiera de nosotros. Y fue ese pueblo pasional el que nunca lo protegió de la figura de ídolo que le fue asignada. ¿Qué culpa tenía él de nuestra necesidad de ídolos, de nuestro vacío, de nuestro amor a los caudillos, de nuestro afán de protección ante la intemperie de la realidad?

Ese hombre no fue tratado como un hombre y se quedó solo en olimpo de los Dioses. Maradona fue abandonado por amor.

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5.

Maradona comenzó a moverse en el terreno de las palabras. Los pies ya no servían para nada, pero resultó que estaba dotado de una inigualable picardía y una maravillosa imaginación, que en forma de grandes frases representaban algo de la sabiduría popular. Maradona manejaba al derecho y al revés las armas discursivas de la viveza criolla. El único problema es que la viveza criolla no es exactamente algo de qué enorgullecerse. Maradona, con toda su gracia e inteligencia creó el acervo de frases más utilizadas en Argentina, superando quizás el stock de refranes españoles y de proverbios chinos. Esa faceta lo elevó de nuevo y por otros medios a la deidad popular, al santo profano.

Maradona fue ese que dijo, me cortaron las piernas; la pelota no se mancha; más solo que Kung-Fu; ¿sabés qué jugador hubiera sido sin droga?; se le escapó la tortuga; yo nunca quise ser un ejemplo; yo me equivoqué y pagué; yo nací en un barrio privado: privado de luz, de agua, de teléfono y de gas; cuando entré al Vaticano y vi todo ese oro dejé de creer; gracias a la pelota le di alegría a la gente, con eso me basta y sobra; soy completamente zurdo: con el pie, con la mano, con la cabeza y con el corazón. Dijo todo eso y más. Y fue amado porque fue humilde. Porque siempre volvió a sus orígenes, pudiendo nadar y morir en oro. Y de tanto amor y tanto aplauso, lo inflaron hasta que se voló. Después se le agudizaron los problemas de salud y le empezó a patinar la bocha. Aparecieron los vacíos, los desatinos y las incoherencias, pero nadie dejó de aplaudir. Le aplaudían porque al Diego se le quiere en las buenas y en las malas, dicen. Pero claro, el halago no es la única manera de querer, es más, puede convertirse, parafraseando a Lezama Lima, en el laberinto del narcisista.

Así, el hombre rebelde, representante del pueblo, fue oficialista de todos los oficialismos, salvo, quizás, el del último Macri. Salió al balcón de la casa Rosada con Videla en el 79, tras el triunfo en el Mundial juvenil auspiciado por Coca-cola; donó sus milloncitos en el 82 con Galtieri; se abrazó en amor total con Alfonsín en el 83 y con De la Rúa antes de que se fuera en helicóptero; con Néstor y Cristina cada vez que se pudo y, por sobre todas las cosas, forjó una hermosa amistad con Menem, con besos y abrazos por doquier. Pero eso da igual porque nosotros no sabíamos en ese momento que ese peronista no era tan peronista y que nos iba a traicionar vendiendo el país entero al mejor postor a precio de chapa. Para eso tenemos la goma de borrar que nos ayuda a vivir en el imperio de nuestros recuerdos selectivos. El pueblo, que ya a esta altura no sabemos qué mierda es, quiere querer a Maradona y punto. ¿Y quién le va a impedir que lo haga?

Después se subió al Expreso del Alba, el tren que encabezaba la oposición a la Cumbre de las Américas y al ALCA, “alca alca, al carajo”, que iba camino a Mar del Plata, junto con Chávez, Evo, Kusturica, Semino, Bonasso, Silvio, Pérez Esquivel y un sinfín de entrañables personajes. Encabezó la nueva izquierda latinoamericana, para luego bailar con Gadafi y cartearse con Ahmadineyad, el presidente de Irán, uno de los países más autoritarios y homofóbicos de la tierra. Pero, claro, todo eso era para colaborar con la estrategia de los países no alineados. Era una movida antiimperialista. Todo vale en el mundo de la política. Todo vale para que las izquierdas existan, aunque dejen de serlo un poco. Eso sí, para conducir el programa De Zurda, le cobraba a Telesur toda la guita del mundo. Así yo también soy de izquierda como Víctor Hugo Morales.

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Mientras todo eso sucedía y la leyenda seguía creciendo, Maradona decidió ser Entrenador y el asuntito le salió bastante mal y un poco peor también, pero el pueblo lo amaba y le daba lo mismo porque el amor supera cualquier barrera. Fue DT de Deportivo Mandiyú y le fue como el reverendo, pero era comprensible porque era su primera experiencia; después se fue a Racing y también le fue como el reverendo, pero era comprensible porque era su segunda experiencia. Pero dicen que la tercera es la vencida.

Corría el 2008 y la Selección Argentina ya jugaba horrible. No tan horrible como jugaría en la siguiente década, pero horrible. Lejos habían quedado las joyas de Marcelo Bielsa y Pékerman. El equipo de Basile comenzaba a flaquear hasta que fue despedido, momento en que a algún genio se le ocurrió la brillante idea de que fuera Maradona, el mismo de Mandiyú y Racing, el que se hiciera cargo del equipo. Pero ¿por qué? Porque le iba a dar al equipo la motivación necesaria. La idea de la motivación se expandió como fuego en la paja a lo largo de todo el país y daba la sensación de que había unanimidad absoluta. ¿Para qué un país necesitaría una escuela de fútbol, una tradición o un entrenador con conocimiento de causa, si podían traer a uno que no entendía mucho del asunto, pero que los haría sentir la camiseta de verdad? El pensamiento mágico latinoamericano se hacía presente. Así que llegó Maradona, le entregaron un Ferrari y lo chocó en la primera esquina. Su selección fue un equipo realmente espantoso que fue al Mundial de casualidad y se regresó en octavos, momento en que comenzó la actitud más insensata de Maradona y sus frases empezaron a bajar un poquito la calidad. En una conferencia de prensa antes de ir a Sudáfrica, un periodista llamado Pasman, bastante nefasto por cierto, le cuestionó la calidad del juego de su equipo y Maradona le respondió la famosa frase, “la tenés adentro”, para luego rematar con la hermosa “que la sigan chupando”. A partir de ahí, todos adoptamos esos comentarios en nuestro lenguaje cotidiano.

En Argentina no se podía hablar de fútbol, solo de pasiones. Maradona duró muy poco al mando de la selección y a partir de ahí se dedicó a cuestionar al resto de los entrenadores que lo sucedieron. A Batista le dijo “cometero” (dícese de los entrenadores que le cobra a los jugadores para jugar), pero después resultó que Maradona fue el entrenador que más jugadores en la historia llamó a una Selección; a Sabella le dijo que hablaba inglés porque le sobraba tiempo, ya que como futbolista siempre había sido suplente del Beto Alonso; a Sampaoli, que era un ajedrecista y que jugando así no podía volver a la Argentina, y finalmente a Scaloni, que no podía dirigir ni el tráfico. Dicen que la mejor defensa es un buen ataque. Maradona se fortalecía como el paradigma del porteño canchero. Cada vez con menos gracia y menos capacidades, pero un poquito más violento. Y el pueblo le festejaba todo.

Un día Juan Román Riquelme, el último 10, decidió que se quería retirar, argumentando que ya no tenía nada que entregarle a Boca y que “se sentía vacío”. Ese pequeño acto de sensatez hizo aparecer machos y cancheros hasta debajo de las piedras. La fanfarronería porteña pobló la ciudad de Buenos Aires riéndose y burlándose de la supuesta debilidad de Román. Un acto de sinceridad es un suicidio en la selva de los machos que se las saben todas, envalentonados desde el sillón de su casa con la mujer que les lleva la cerveza fría. Ante la incipiente autocrítica de Román, aparecían salvadoras las carcajadas burlescas que nos impedían ver nuestras propias miserias. En ese momento apareció Maradona y le dijo, “si estás vacío, llenáte”. A la semana siguiente, la hinchada de Boca le cantó a Maradona en la Bombonera que se fuera a “la puta que lo parió” y se divorció, hasta nuevo aviso, de su héroe de toda la vida. El día siguiente, el “loco” Houseman le salía al cruce, defendiendo a Román y diciendo, Maradona “dice que tiene códigos pero es más vigilante que la 51°”, es decir, más soplón que una comisaría.

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Sergio Perez / Reuters.

7.

Maradona se fue a entrenar a Arabia Saudita. A la distancia lo veíamos cada vez más deteriorado. Cada vez le costaba más hablar. Por momentos la coherencia desaparecía por completo. Cada tanto en los medios aparecían muy lamentables noticias sobre peleas con su pareja y maltratos varios. Peleas, gritos y denuncias que lo dejaban muy mal parado y obligaban a recapitular sobre un pasado de actitudes machistas que en su momento pasaban desapercibidos, pero que en la actualidad ya no. Un largo recorrido por imágenes de su matrimonio con Claudia, de sus infidelidades, de sus recorridos nocturnos, de sus fotos en pelotas con prostitutas y, finalmente, la larga lista de hijos no reconocidos a lo largo de su haber; todas, actitudes muy emparentadas con la viveza criolla. Algunos lo definen como “un Dios demasiado humano”, lleno de contradicciones como las tenemos todos. O sea que primero lo endiosan y después lo consideran demasiado humano. Por mucho menos hubieran condenado a cualquier otro hombre. Cuestión que Maradona fue perdiendo la coherencia y sus fanáticos le festejaron su incapacidad hasta el último de los días.

El pasado 30 de octubre Maradona cumplía 60 años. Ese día fue su última aparición en público y fue la muestra más elocuente de cómo el amor mata. Alguien decidió que esa tarde se le celebraría su cumpleaños en el estadio de Gimnasia de la Plata, equipo al que dirigía. Maradona no podía caminar solo. Tuvo que ser llevado en andas a través de toda la cancha por dos ayudantes. Uno de cada brazo. Maradona, vestido con ropa deportiva auspiciada por YPF, no tenía nada que hacer ahí. Nunca un entrenador de fútbol entró a una cancha carente de todas sus capacidades motrices y mentales. ¿Por qué Maradona sí? Maradona no podía caminar, pero la hinchada estaba afuera del estadio tirando fuegos artificiales sin parar. Maradona no podía caminar, pero eso era una fiesta. Entre la AFA, los auspiciantes, los dirigentes y los hinchas, habían decidido que había que festejar y aplaudían, eufóricos, a su ídolo, a su héroe, al prisionero de su propio personaje.

8.

Estos últimos años me provocaban mucha tristeza. Había algo de decadencia en cada escena. Algo de falta de respeto, por él y por nosotros. Ahora que una parte de Diego Armando Maradona ya no está, el silencio y la tristeza me hace conectarme con ese primer Diego, con ese hombre hermoso, con ese artista, con esa sonrisa y con esos amagues. Ahora que ha cesado una parte patética del espectáctulo, puedo sentir nuevamente cierta forma de amor que me teletransporta a las mañanas de la infancia en que me iba de mi cama a la de mis padres y me tiraba al lado de Jorgito, mi viejo, que se preparaba para ver los partidos del Diego en el Nápoles, y vuelvo, entre tantas contradicciones, a sonreír otra vez.

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