“Los que nada deben”. El terror del régimen de excepción de Nayib Bukele
John Gibler
Fotografía de Miguel Tovar
Durante un año, Nayib Bukele ha buscado desmantelar las pandillas en El Salvador. Detenciones arbitrarias de jóvenes, torturas, celdas sobrepobladas y muertes a golpes son las historias detrás de las cifras de cero homicidios con las que se presume haber pacificado al país. Es el fin de las maras, dicen los videos oficiales. Las comunidades rurales, que nunca tuvieron pandillas, se han quedado solas y atemorizadas. Esta es la historia del acoso que ha vivido el pueblo de Guarjila.
Sola. Vacía. Tranquila está la colonia Montreal de San Salvador. Atravieso en silencio, una mañana de mayo de 2022, este territorio que, por muchos años, fue una colina impenetrable de la pandilla trasnacional Mara Salvatrucha 13 (MS-13), en el norte de la capital de El Salvador. Todo cambia pocos kilómetros más adelante, en la Calle A Mariona, donde hay miles de mujeres malviviendo en precarios campamentos portátiles: pedazos de cartón, bolsas de plástico, una que otra cobija, quizás un banquito de plástico para los niños. Todo extendido sobre la banqueta frente a los muros de La Esperanza, un nombre cínico que lleva el Centro Preventivo y de Cumplimiento de Penas. Construida en 1972, en el cantón de San Luis Mariona, a la cárcel más poblada de El Salvador la gente la llama así. Mariona, la prisión donde se torturaba a los presos políticos durante la guerra civil. Mariona, diseñada para ochocientos reos, pero con un promedio de cinco mil encerrados desde hace más de una década. Mariona, el escenario en 2004 de la peor masacre de presos en la historia del país. Mariona, rodeada por este campamento improvisado en mayo de 2022, a dos meses de que la asamblea legislativa declarara el “régimen de excepción” —a petición del presidente Nayib Bukele—, un agujero negro que ha devorado a los seres queridos de estas mujeres.
Duermen recargadas contra los muros, en portones de negocios cerrados, acostadas sobre cajas de cartón, bolsas de plástico o alguna mochila. De día se paran, caminan en círculos, se sientan y se vuelven a levantar. Miran siempre hacia los muros del penal. Veo a una mujer sola sentada en la banqueta sobre un colchón viejo y sucio. Me cuenta su historia: detuvieron a su hijo de veintitrés años hace poco más de un mes. Son una familia de pescadores. Él vendía papas fritas en la playa Arcos del Espino los fines de semana. Un día, al inicio del régimen, llegó la policía y se lo llevó, con papitas y todo, a las once de la mañana. “Me dijeron que lo agarraron por agrupación ilícita, pero así no son las cosas. Él no tiene tatuajes, andaba [de] short y playera”, asegura. Pocos metros adelante, un grupo de mujeres me llama con la mano y pregunta qué hago aquí. Al decir que soy periodista, me empiezan a contar, todas a la vez, de sus hijos detenidos. Pero una voz se impone: María Magdalena Sandoval de Arévalo sugiere orden.
“El día domingo 24 de abril [de 2022], a las cuatro de la mañana, tocaron la puerta los policías y solo me preguntaron a mí: ‘¿Con quién vive?’. Yo vivía con mi hijo, teniendo todos los papeles en regla. Salió del cuarto mi hijo. Le pusieron las esposas y se lo han traído. No nos dan ninguna explicación. Salen a mentirnos. Primero nos dijeron que había que esperar seis meses y luego salieron a decirnos ellos, los detectives, que ya no iban a salir”, dice María Magdalena y su voz se quiebra. La escucho y luego a otra mujer y luego a otra. Se forma una fila, el grupo alrededor sigue creciendo. Todas cuentan historias de hombres jóvenes detenidos en sus lugares de trabajo o mientras se desplazaban hacia ellos, o sacados de sus casas durante la madrugada. Todos tenían empleo y ninguno tatuajes, ellas insisten.
Verónica Escobar tiene a dos hijos presos, Elmer y Douglas. Los dos trabajan con mototaxis, uno es conductor y el otro, mecánico. Provienen del departamento de La Unión. Le pregunto por tatuajes, esa marca que ahora es sentencia porque muchos pandilleros se tatúan los números o las letras de sus pandillas. Me dice: “No tienen nada. Yo por eso ando poniendo la cara aquí, por mis hijos, porque sé lo que tengo. ¿Usted cree que, si fueran pandilleros, yo anduviera poniendo aquí la cara? No”.
Ana Molina Rodríguez viene de San Lorenzo, cerca de la frontera con Guatemala, donde ella y su esposo son campesinos. A las cinco de la mañana iban con su hijo a ordeñar sus vacas cuando la policía los paró. “Lo han detenido a él sin mediar palabra —dice—. Venimos y le dijimos que traemos los documentos de él. No lo permitieron. Cuando yo fui a la delegación, ¿qué fue lo que me dijeron?, que me callara de la boca, porque uno de padre era el último que [se] daba cuenta de lo que los hijos andaban haciendo”.
Escucho a muchas mujeres y a dos hombres más, familiares todos de jóvenes detenidos, hasta que se disuelve el grupo a mi alrededor. El audio de la grabación marca una hora y 52 minutos. Cuatro días después, las fuerzas federales llegarán a la madrugada con gas y toletes a desalojarlas. Arrasarán con el campamento.
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Guarjila es un pueblo que nació dos veces. De la primera nadie se acuerda, pero las ocho casas que por aquí había fueron destruidas en 1980, durante un bombardeo del Ejército. Esta fue una de tantas comunidades que sufrieron la política de “tierra arrasada” que desplazó a más de once mil campesinos hacia Honduras. “Había mucha injusticia en este país, por eso hubo guerra. El Gobierno hizo cosas horribles. Masacres. Fuimos a Honduras por miedo”, resume, en entrevista, un hombre que entonces tenía nueve años. La guerra civil salvadoreña (1980–1992) entre el Estado y una coalición de fuerzas guerrilleras, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), dejó más de 75 000 personas asesinadas, quince mil desaparecidas y más de un millón en el exilio. El país quedó en ruinas, “lleno de desempleados, lisiados, huérfanos y desquiciados”, escribió el antropólogo salvadoreño Juan José Martínez.
Guarjila volvió a nacer en 1987, cuando la guerrilla trajo de vuelta a los refugiados. “Si el Ejercito despobló esta región, nosotros la vamos a repoblar”, dijeron los dirigentes locales del FMLN. La Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados logró que el Ejército se retirara un poco, que la Iglesia católica aportara algunos granos y, apenas tres días después de su retorno, los refugiados empezaron a construir algunas champas —casas con palma y leña— y a limpiar la tierra para sembrar. “Aquí estaba desolado, no había nada de infraestructura, solo el Ejército esperándonos —dice otro hombre que pide que lo llame Andrés—. Estábamos en plena guerra. Vivíamos bajo bombardeos, ametrallamientos y combates. Salíamos a trabajar en grupos. Si uno salía solo, el Ejército lo agarraba y lo desaparecía. Pero en ese momento éramos bien unidos, había mucha solidaridad entre las familias”.
Después de la firma de los Acuerdos de Paz, en 1992, se regularizaron las tierras de los refugiados y se entregaron pequeños lotes a los excombatientes. Por muchos años, Guarjila mantuvo la fama de ser una comunidad unida y organizada, pero todo fue cambiando entre las heridas abiertas que dejó la guerra civil, los encantos del guaro, las drogas, la emigración y las remesas. Ahora tiene una población oficial de 2 200 personas, en su mayoría campesinos que fueron o son miembros del FMLN, la guerrilla convertida en partido. Este es uno de los únicos dos distritos del municipio de Chalatenango donde Nayib Bukele no ganó las elecciones de 2019. De hecho, aquí perdió brutalmente: 1 191 votos para el FMLN, contra 171 para Bukele y 33 para el partido Alianza Republicana Nacionalista.
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Llego a Guarjila en el mes de mayo de 2022, cuando lleva poco más de un mes el régimen de excepción, la suspensión de las garantías constitucionales por decreto. La propaganda política del FMLN está regada por el suelo de la plaza de la comunidad. Nayib Bukele y la Policía Nacional Civil celebran las cifras de las detenciones masivas: tres mil personas en tres días, cinco mil en una semana y más de veinticinco mil en un mes. En sus cuentas de Twitter publican fotografías de hombres tatuados, rendidos. Hay patrullajes y retenes por todas partes, incluso en las tranquilísimas calles de un pueblo como Guarjila. De día se ve a pocos jóvenes andar y, al caer la noche, no se mira a nadie.
Desde el inicio, Bukele dejó clara la lógica del régimen de excepción: “Todo arrestado irá a vivir el mismo régimen [dos comidas al día, dormir en el suelo sin sábanas ni colchonetas, sin insumos de limpieza personal] por treinta años”, escribió en redes sociales. Bajo esta nueva política, la única prueba en contra de una persona detenida es su propio arresto. Y aun así, la iniciativa ha sido ampliamente apoyada. Porque todos saben que las pandillas nacieron en Los Ángeles, California, durante la guerra civil salvadoreña y que la mayoría de sus integrantes fueron deportados después de la paz; que de regreso a casa las agrupaciones crecieron, que los pandilleros aterrorizaban a la gente, que andaban tatuados y armados, que extorsionaban, robaban, violaban, mataban a su antojo; algunos pocos decían que las pandillas ofrecían cierto sentido de pertenencia a la gente más marginada, y muchos otros las responsabilizaban de convertir a un país de 6.5 millones de habitantes en uno de los más homicidas del mundo. Por eso, muchos aplauden las cifras de los arrestos masivos y las imágenes que muestran rendidos a hombres semidesnudos y tatuados con los símbolos de las temidas pandillas.
El acoso en Guarjila inició con el arresto de ocho jóvenes que rondaban entre los dieciséis y los 35 años; el día que yo llegué a cubrir la situación se llevaron a otro más. La cuenta de Twitter @chalateplus, un medio con sede en Chalatenango, publica fotos de los detenidos custodiados por soldados, con textos como el del 21 de abril, que declara a cuatro chicos “miembros de la MS-13 que atemorizaban a los habitantes del cantón Guarjila de Chalatenango”.
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“Esos muchachos no le dan miedo a nadie. La verdad, aquí en Guarjila, no me da naditita de miedo. Yo nunca he visto a una persona pandillera, así declarada, que ande con tatuaje de esta pandilla u otra, que tenga eso de las letras, los números”.
Quien habla es Fanny Orellana, una mujer de veinticinco años, codirectora del programa de becas de la Tamarindo Foundation, un espacio comunitario creado en 1992 por John Giuliano, un jesuita neoyorquino que abandonó los hábitos y trabajó con los refugiados que llegaban a Tijuana, y luego se trasladó a El Salvador, donde buscó “acompañar a la gente en ese proceso revolucionario”, el de las guerrillas y la paz. Después de los Acuerdos, Giuliano apoyó a los jóvenes salvadoreños y consiguió fondos hasta construir una comunidad de formación integral con una cancha de hockey, otra de futbol, clases gratuitas de inglés, becas, préstamos para microempresarios locales, respaldo a grupos de mujeres y clases de equidad de género. En Guarjila todo el mundo conoce este espacio como “el Tamarindo” —por los árboles que sobrevivieron a los bombardeos del Ejército en la guerra civil—, donde ahora los niños pasan tiempo jugando y estudiando. De hecho, Fanny logró titularse en Trabajo Social gracias a una beca del Tamarindo. Cuando se graduó, regresó a Guarjila para ayudar a otros como ella. Precisamente, Fanny me enseña la foto de @chalateplus y luego me cuenta la historia de Marvin Dubón Guardado, un chico de dieciséis años, arrestado dos días antes, a las siete de la mañana, cuando iba a comprar pan por encargo de su abuela. La policía lo tuvo esposado bajo el sol durante horas y después alrededor de un árbol en la procuraduría en Chalatenango. Lo acusan de pandillero.
Vuelvo a mirar en @chalateplus la foto de los cuatro hombres detenidos. ¿Quiénes son? ¿Qué historia habría detrás de esta imagen, una entre tantas que se publican por todo el país? ¿Qué mostraría su contexto sobre el régimen de excepción? Pienso en Michel Foucault y sus precauciones de método: “Captar el poder en sus extremos, en sus últimos lineamientos, donde se vuelve capilar”.
Esa fotografía es un punto capilar del régimen de Nayib Bukele. Los cuatro hombres detenidos que aparecen en esta imagen con las manos esposadas hacia atrás, de izquierda a derecha, son Kevin Otoniel López, de veintinueve años; Jonathan Alexander Dubón, de diecinueve; José Samuel Alfaro, de 33, y Jesús Alexander Miranda, de dieciocho. Kevin Otoniel, el más alto, ve hacia abajo, su mirada está alerta, como si hubiera recibido un golpe o una amenaza. Jonathan Alexander baja la cabeza y cierra los ojos. José Samuel y Jesús Alexander miran de frente, resignados. Ninguno reta la cámara. Visten playeras, short, chanclas, pants, zapatos deportivos. No se les ve ningún tatuaje o emblema pandillero, pero los soldados enmascarados los flanquean con sus armas largas.
Decido ir a las casas de los cuatro, hablar con sus familias, algunos de sus empleadores, amigos y conocidos. Lo que surge es un retrato de jóvenes que trabajan y tienen aficiones distintas. Puede que alguno fume “un cigarrillo de los que dan risa” o “se va a tomar con sus amigos”, pero igual y ni eso. Entre ellos se conocían, como en todo pueblo pequeño, pero no formaban un grupo de amigos, ninguno es muy cercano a otro. Lo que los une es su captura el 21 de abril de 2022.
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Stela Cruz se mueve como si caminara por debajo del agua, el dolor en su rostro resiste todo esfuerzo por disimularlo. Ella es la madre de Kevin Otoniel López. El 21 de abril, Stela estaba trabajando en la clínica de Guarjila, encargada del área de estadística, cuando Kevin Otoniel le llamó para avisarle que había policías en la puerta de la casa y amenazaban con llevárselo. Stela regresó corriendo a tiempo solo para ver cuando lo subían a una patrulla. Desde entonces no ha podido verlo. Las autoridades le prometen audiencias, sin especificar fechas. “Las audiencias las están haciendo de manera virtual y con 150 o 200 detenidos. No tienes derechos a un abogado ni a nada”, asegura. El día de su arresto “estaba cocinando, ni le dio tiempo de almorzar”, dice desesperada.
Kevin Otoniel habla inglés y trabajó como intérprete para delegaciones de estudiantes de Estados Unidos que visitaban el Tamarindo. “Es increíblemente amable —dice John Giuliano, el fundador—, muy inteligente y respetuoso. No es ningún pinche terrorista”. El chico cantaba y tocaba el kazoo con un grupo de ska-punk local llamado Guarjila Alternativa Libertaria. Había empezado a estudiar la licenciatura en Inglés en la Universidad de El Salvador, pero la dejó durante la pandemia. Desde entonces trabajaba como jornalero, ayudaba a su mamá en la casa; le encantaba salir a caminar por los cerros y tomar fotografías con un dron.
Le pregunto a su madre si sabe en qué cárcel tienen detenido a Kevin Otoniel. “Cuando pregunté al abogado de la procuraduría, me dijo que el penal de Izalco está lleno, que todos los últimos casos han ido para Mariona —dice con la voz quebrada—. En las mismas queda uno, en la misma angustia. No resuelven nada”.
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La casa de Teresa tiene un pasillo bajo un techo de lámina que hace también de patio. Aquí detuvieron a su hijo Jonathan Alexander Dubón el mismo día que se llevaron a Kevin Otoniel López. Los policías también llamaron desde la reja, dijeron que habían visto a alguien corriendo por ahí. Jonathan Alexander estaba sentado en calzones y bajo la sombra, apenas había vuelto del trabajo, iba a comer. Se puso unos shorts y una playera y fue a la reja. Lo esposaron de inmediato, sin más explicaciones. “Los llevaron al parque. Les tomaron fotos y se fueron. No hemos sabido nada de él. Fui a la procuraduría para llevar los documentos del proyecto donde él trabaja y me dijeron que los tienen en Mariona”, dice Teresa, negando con la cabeza lo absurdo de la situación.
Jonathan Alexander tiene diecinueve años. Hasta ese día trabajaba en Mi Granja Guarjila, una microempresa de cultivo de hortalizas y cría de cerdos. Les iba bastante bien. Vendían sobre pedido, se agotaba la producción. “En 2019, Johnny tuvo intenciones de migrar —dice Marcos Antonio Rivera, presidente de la empresa—, pero conversando con el equipo de Mi Granja decidió quedarse. Soy testigo de cómo se ha ido escalando en tres años y medio de este proyecto. Se ve cuando un joven quiere superarse”. Jonathan Alexander le entró de lleno. Aplicó para una visa de trabajo de dos años, como aprendiz de carnicero en Canadá, donde podría estudiar y trabajar al mismo tiempo, con el viaje pagado. La embajada canadiense llamó a la casa el día después de su detención para informarle que se la habían otorgado.
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José Samuel Alfaro es el tercer joven, de izquierda a derecha, que aparece en la foto de @chalateplus. “Ya no aguanto la depresión que tengo. Yo no sé dónde está mi hijo. No he podido ir a ver. No tengo dinero para irlo a buscar y llevarle dinero. Lo sacaron del taller donde estaba trabajando, debajo del carro, sin darle ninguna explicación al dueño del taller. Adonde quieras, eso no es justo”, dice Julia Alfaro, su madre, quien habla con una mezcla de agotamiento, cólera y desesperación, sentada en una hamaca que se menea suavemente, mirando al suelo, tragando angustia.
Marlo Morales, dueño del taller Los Primos, donde José Samuel trabajaba de seis de la mañana a seis de la tarde, dice que el arresto ocurrió con prepotencia: “Dijeron que estábamos en régimen de excepción y que ellos tenían autoridad para entrar donde fuera”. Preguntaron quiénes tenían antecedentes penales, y José Samuel admitió que había estado preso por portación y tenencia de un arma en 2013, que había cumplido con su condena. “A él lo vamos a llevar, búsquenle en la cárcel”, dijo el policía.
José Samuel nació en un campamento de refugiados en Honduras, después de que sus padres fueron expulsados del país. Llegó a Guarjila de niño, durante la repoblación. Ha tenido muchos trabajos: campesino migrante en Estados Unidos, soldador y obrero de circo que va montando y desmontando el espectáculo, y portero del equipo de hockey del Tamarindo, que ganó un campeonato centroamericano. Llevaba dos años como aprendiz de mecánico y guardia nocturno en el taller Los Primos.
Julia llevó a las autoridades una carta firmada por abogados constatando que el chico había cumplido su sentencia previa y otra más de su empleador, pero no las quisieron recibir. Suplica que venga una comisión de derechos humanos a El Salvador para investigar a Nayib Bukele y su régimen. “No hay derechos humanos. Nada. Él ha quitado todos los derechos —dice, y baja la mirada—. El señor Bukele pidió a los jóvenes que votaran por él y mira las consecuencias, a todos los jóvenes los tiene atemorizados aquí en la comunidad, que ya no pueden ir ni a las tiendas”.
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Volvemos a la foto. Jesús Alexander Miranda, de dieciocho años, mira a la cámara. Ama las motos. Su madre pudo comprarle una con el dinero que le envió su padre, que trabaja como carpintero migrante en Estados Unidos. Apenas tuvo su moto, Jesús Alexander la desarmó. Por completo. Su madre casi se infartó. Tres meses estuvo intentando rearmarla pieza por pieza, viendo tutoriales en YouTube, hasta que pudo arrancarla de nuevo. Así aprendió la mecánica, y a sus dieciséis puso un taller de reparación en el patio de la casa de su abuela. Ahí llegó la policía ese fatídico 21 de abril, a las dos y media de la tarde. Le pidieron su identificación y él se la dio. Uno de los policías dijo: “Ya solo uno nos falta, completemos el viaje”. Sacaron al muchacho a la calle, y cuando su madre, Deisy Miranda de Serrano, les preguntó adónde lo llevaban, le respondieron: “Va a ir a declarar, ya vendrá, señora”.
Deisy, quien como muchas personas con familiares en Estados Unidos tiene un poco más de recursos, subió a su coche y siguió a los policías. Esperó afuera de la comisaría ese día y el posterior, sin recibir información. A las tres de la tarde del día siguiente, vio que subían a los detenidos a un autobús. Alguien le dijo que los llevaban a Mariona. No le dieron nada de información, pero a las siete de la noche publicaron la foto en @chalateplus. “Esas cosas horribles de que [los jóvenes] atemorizaban a la comunidad. No es cierto. No es cierto eso de ‘quien nada debe, nada teme’. Ahora esto es un ‘régimen de decepción’, porque deja a toda la familia llorando”, lamenta Deisy.
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En Guarjila dicen que no hay pandillas, pero sí hechos de violencia, como en cualquier lugar. Me cuentan de alguien que volvió de Estados Unidos a la comunidad hace un par de años y quiso controlar la venta de drogas; que mandó matar a tres jóvenes que vendían mariguana en su territorio, un crimen que quedó impune. Pero eso es muy distinto a hablar de pandilleros que atemorizan a una comunidad.
Alfredo Hernández, alcalde de Chalatenango, me dice que los padres son las últimas personas en saber qué hacen sus hijos. Admite que ese municipio es “de los que tienen más bajos índices de violencia”, pero aun así, desde su oficina decorada con fotografías de Nayib Bukele, defiende el régimen de excepción. La entrevista dura una media hora, durante la cual el alcalde juega con su bolígrafo y mira constantemente a una asesora que no levanta la mirada de su celular. Dice que esto es constitucional, que puede haber fallas porque “ningún proceso dirigido por humanos es perfecto”, que no importa si es un periodo difícil, si algunos tienen que “sacrificar” algunos meses de sus vidas encerrados, “se limpia el país”. Si el sistema funciona, “tendrían que lograr una condena en más de 90% [de los arrestos]”, pero “esperamos que la gente que no tenga nada que ver pueda comprobar su inocencia, ¿verdad?”.
Busco otras fuentes oficiales. María Chichilco, la legendaria comandante del FMLN que combatió en estas montañas y cañadas, retratada en el documental María’s story (La historia de María), hoy es miembro del gabinete de Bukele, primera ministra de Desarrollo Local. “Yo le voy a decir la verdad con todo el dolor de mi corazón: yo creo que este arriscón que le están dando es bueno, porque conozco hechos terribles”, dice en el patio de su casa con tono amable y hasta cariñoso. Habla de ejecuciones de pandilleros a personas pobres, de violencia imparable, y sopesa cuántos inocentes serán detenidos. “Debe haber. Habrá algunos que se van en río revuelto, ganancia de pescadores. Pero yo le voy a decir una cosa, la inmensa mayoría están un poquito tentaditos, hay algún lío, hay alguna alianza. El que no la deba saldrá, pero la inmensa mayoría la deben”.
No me convence su confianza en el proceso y busco hablar con alguien de la policía. Un detective se niega, pero luego accede un oficial que pide no revelar su nombre. Afirma que él no quiso ser policía. Fue guerrillero y su comandante lo mandó a enfilarse en la entonces nueva Policía Nacional Civil después de la firma de los Acuerdos de Paz. Conoce bien los operativos en todo Chalatenango y dice no saber que existan pandillas en Guarjila. A la pregunta de por qué los arrestan, si tienen una cuota que cumplir, responde sin rodeos: “Hay que agarrar a como cincuenta mil, creo. Sí hay una pequeña cuota: son veinticinco diarios, o treinta, algo así. Hay que llegar a una cantidad diariamente en cada departamento. Sí hay una cuota”.
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A mediados de mayo de 2022, semanas después de los arrestos, las calles de Guarjila están semivacías. Los niños y niñas caminan a la escuela de ida y vuelta sin detenerse a jugar en el parque o las canchas. Camino por toda la comunidad y vuelvo a visitar las casas de los jóvenes detenidos para preguntar si hay novedades. Sus familiares me reciben siempre con rostros desencajados de dolor y la respuesta es la misma: nada.
Julia Alfaro viene regresando de la procuraduría en San Salvador, donde le dijeron no saber de su hijo. Ella teme que lo desaparezcan. Y mientras cuenta eso, un hombre joven que no había visto antes sale de su cuarto y se sienta en el patio junto con nosotros. Se llama Hernán, es el hermano menor de José Samuel, tiene treinta años, es ayudante de albañil y padre de dos niñas. Relata cuánto le gusta el hockey a José Samuel y también pintarse el cabello, algo que en la procuraduría dijeron que era prueba de agrupación ilícita. Para Hernán, el régimen de excepción tiene un modo claro: “Los que vamos a pagar somos nosotros, de estos cantones, que somos pobres. Aquel que tiene posibilidad no lo va a sentir tanto, pero nosotros que somos pobrecitos sí lo vamos a sentir”, dice, y agrega que el régimen le da miedo, que no sale de su casa por miedo a que lo detengan, solo al trabajo; que le teme más a la policía que a los pandilleros. Y con razón: dos meses más tarde, en julio, la policía llegará por Hernán, lo sacará de su casa a las cuatro de la madrugada, ya despierto para ir al trabajo y a punto de desayunar.
Dos días después de este encuentro, en mi último día en Guarjila, paso por el Tamarindo a entrevistar a un grupo de mujeres que trabajan ahí, entre ellas a Noemí Alfaro Ayala.
Después voy a la casa de Stela Cruz, la mamá de Kevin Otoniel. Me dice que en la procuraduría le dijeron que no se preocupara, que en cuatro o cinco meses harán otra audiencia virtual y masiva en la que igual lo podrían condenar, dejarlo otros seis meses en la cárcel mientras lo siguen investigando o soltarlo. “Yo ya no veo las noticias porque me pongo mal. Están muriendo en las cárceles, están sacando muertos ya todas las noches”.
Vuelvo al Tamarindo más tarde y veo a Noemí hablando por celular, caminando en círculos, llorando. “¡Se llevaron a mi sobrino! —dice—, ¡ahorita!”. Salimos a toda velocidad. Adán Alfaro Cruz tiene veintiún años, un campesino nacido en Honduras, hijo de refugiados que llegó a Guarjila con su esposa y su bebé hace cuatro meses para ayudar a su padre en el campo. Atravesamos el pueblo a pie, casi corriendo. Le pregunto a Noemí qué le habían dicho en la llamada, pero está tan preocupada —su hijo adolescente también se encontraba en la casa de su hermano— que no puede articular más que “¡Se lo llevaron! Mi hijo está ahí también”.
Al llegar a la casa encontramos a Clemente, el padre de Adán, hablando con un vecino, aguantando el llanto. A las cuatro de la tarde entraron seis policías a la casa preguntando por Adán, pidiendo sus documentos. El chico les mostró su identificación hondureña y les dijo que había venido a ayudar a su padre. Un policía respondió que ya lo habían investigado, que era un gran pandillero, y se lo llevaron. Clemente dice que en la camioneta, con los soldados, vio a un hombre al que todos conocen: “Él es el que anda poniendo el dedo. Es un soplón”.
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Monitoreo la situación en El Salvador durante los siguientes meses. El 14 de julio de 2022, la policía salvadoreña y los soldados realizan una redada en Guarjila durante la madrugada y se llevan a diez personas, entre ellas a Hernán Alfaro, el hermano de José Samuel. John Giuliano, el fundador del Tamarindo, me llama preocupado; dos semanas después organiza un evento comunitario —en contra de las prohibiciones del régimen— con el obispo de Chalatenango, Oswaldo Escobar Aguilar, para escuchar a la comunidad. El obispo fue la única figura pública que en entrevista conmigo criticó a Nayib Bukele. Me dijo que el régimen de excepción está dirigido a la clase trabajadora, marginada, y que “si acaso debería de durar una semana. Si acaso”. Pero, en cambio, dura todo 2022 y sigue. Cada mes el poder legislativo extiende el régimen por otros treinta días, una maniobra anticonstitucional que los jueces puestos por Bukele permiten.
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Vuelvo a El Salvador. Es marzo de 2023 y Guarjila lleva once meses viviendo con miedo. Han sido detenidas veintiocho personas y, de ellas, solo ocho jóvenes recuperaron la libertad, aunque no en su totalidad: siete tienen los cargos vigentes, deben presentarse a firmar cada quince días ante las autoridades en Chalatenango o en San Salvador. Tres de los liberados estaban en la foto de @chalateplus; solo José Samuel sigue preso. Busco a los ocho liberados, quiero escucharlos. Algunos piden citar sus nombres; otros, anonimato, pero todos quieren contar lo que vivieron.
Anoto en mi libreta. Marvin Dubón Guardado fue arrestado a las siete de la mañana en su camino a la tienda. José Samuel Alfaro y Jesús Alexander Miranda, a las dos de la tarde en sus trabajos. A los demás los detuvieron en sus casas: a Kevin Otoniel López y Jonathan Alexander Dubón, a las dos de la tarde; a Adán Alfaro Cruz, a las cuatro, y a otros dos —que prefieren no ser nombrados—, entre las dos y tres de la madrugada del 14 de julio.
A todos los acusan de “agrupación ilícita”, de ser pandilleros. Les tomaron fotos. Muchas, “por puro gusto”, dice uno. Kevin Otoniel no quiso posar hasta que lo amenazaron y lo forzaron. A Jesús Alexander lo quisieron obligar a firmar una hoja con un testimonio falso: “Los policías dijeron que firmáramos tres hojas… Les dije que no la iba a firmar sin leerla. La leí y no, hombre, decía varias cosas que… no era. Que me habían agarrado en el parque con tres personas más, pandilleros, algo así, que éramos…, no me acuerdo…, éramos terroristas, decía. Y no era así. A mí me vinieron a sacar de la casa”. Relatan que los llevaron primero a diferentes cárceles cercanas. Marvin quedó en un centro de reclusión de menores de edad y los demás en Mariona: “Iban golpeando, maltratando… Todos los días sacan gente muerta, todos los días porque… ahí lo tratan peor que a un animal”, dice Adán. Esto era su bienvenida al infierno de Mariona.
Jesús Alexander recuerda: “Estando allá, todos agachados, nos sacaron del bus. Hicieron que nos fuéramos para adentro, pero hincados, corriendo como en una grava, un caliche así feo. Todos aquí de las rodillas bien reventadas, bastante sangre hubo, incluso algunos hasta el hueso se les veía. Y [cuando] llegamos, fue agarrarnos de piñata, golpearnos a todos. Nos metieron a quitarnos el pelo. Y saliendo de ahí, a garrotearnos a todos. A mí me dieron garrotazos en el lomo, y al último me dieron una patada aquí [señala sus costillas]. Y, puya, me costó bastante tiempo tomar con eso. Incluso yo no podía ir al baño debido a ese golpe”.
La llegada a Mariona fue brutal. Los recibían a gritos, nunca con menos insultos que un “¡Hijos de la gran puta!”. Avanzaban esposados en parejas. A los muchachos de la foto los llevaron al tercer nivel. Y en las celdas empezaba lo peor. “Cada vez que te bajabas de las gradas te daban un garrotazo… A mí, cabal, me pegaron aquí en la costilla y como por unos quince días no me podía acostar de ese lado. Solo del otro lado. Y aquí [señala la espalda] bien moreteada, como que con plumón lo habían hecho. Donde pasabas, así: garrotazo y garrotazo”, dice uno de los liberados.
“Llegamos y, todo ese día, nada de comida, nada de agua —dice Jesús Alexander—. Pasamos un mes y medio sin agua para bañarnos, solo traguitos en todo el día. Y la comida, la primera vez nos dieron unos macarrones, chucos eran. Comida ya ácida. Después nos movieron de sector. Allá era peor porque era donde estaba la mayor suciedad. Me salieron bastantes ronchas en el cuerpo. De hecho, todavía tengo algunas bolitas con pus. Y, puya, no nos dieron atención médica. Nada, nada. Allí todos muriéndose, y nada. Cabalito, en ese sector dos no había agua”. “Un vasito así de ocho onzas diario nos daban. Con el mismo vaso usted decidía beber agua o bañarse o lavar. Si usted se bebió las ocho onzas, ya no se lavó ni se bañó. Nada”, dice Adán. Aparece entonces otra parte del régimen: el negocio de la cárcel. Ante la falta de provisión de agua, alimentos y lo básico para la higiene personal, las familias deben comprar insumos y dejarlos en un buzón. Se conocen como “paquetes”, que entregan a guardias del penal. La madre de Jesús Alexander le compró varios, pero llegaban incompletos. “Esos paquetes se los robaban”, dice él.
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Los muchachos dicen que, en celdas diseñadas para sesenta personas, llegan a vivir entre 120 y 260. Mucho más apretados e incómodos que en las primeras fotografías de las cárceles salvadoreñas difundidas por el gobierno de Nayib Bukele, que mostraban a los presos sentados, semidesnudos, cuerpo a cuerpo, sin espacio ni para levantarse. Han sido los mismos presos quienes intentan poner algún tipo de orden: eligen un líder por celda para que defina quién duerme dónde y a qué hora, porque no hay espacio más que para hacerlo a ratos. Este decide también cómo se reparten agua y comida, evita peleas y mantiene la comunicación con los guardias. Todos relatan las golpizas que les dieron, pero nadie habla de un solo enfrentamiento entre los reos. Dicen que ni siquiera los pandilleros de verdad se metían con los demás presos. Y las riñas son imposibles: ante cualquier ruido, los guardias llegan a golpear y a echar gas.
“En la celda donde me llevaron había cuatro líneas de catres de tres niveles, nueve catres en cada línea. Dormíamos dos en cada uno, de pies a cabeza, también abajo y en los pasillos. Había personas que dormían en los baños, a ellos les dio más enfermedades, más infecciones en la piel. Nos dieron tortilla con frijoles y café con algo para bajar la energía sexual. Todos los días le echaban eso, tenía un sabor feo. En mi celda había 220 personas. Una vez vi cuando amarraron a uno con sus manos esposadas y lo golpearon con toletes. Fue una tortura. Cada día se morían entre ocho y diez personas, solo en nuestro sector”, dice un liberado que pide el anonimato.
Golpes. Sed. Hambre y enfermedades. A diario. “Cualquier cosita ahí y luego, luego a uno lo golpeaban. A los que llevaban tatuajes, no necesariamente de las pandillas, pero tatuajes artísticos, los golpeaban más. Porque de ese bus, que éramos cincuenta personas, a lo mucho una de esas era pandillero”, dice Jesús Alexander.
Golpizas, tortura, celdas sobrepobladas, sin agua, comida, medicinas ni atención médica. Carencia de defensoría legal. Enfermedades, robo de paquetes, tortura psicológica y muerte. Muerte a golpes. Muerte por desnutrición, deshidratación. Muertes negadas y ocultas en las cifras de cero homicidios que publica en Twitter el mismo Bukele: todo eso ha sido el régimen de excepción, tanto para los pandilleros de verdad como para miles de personas que nunca han formado parte de la MS-13 ni de Barrio 18-Revolucionarios ni de los Sureños, las otras pandillas grandes en El Salvador.
“Siempre estoy pensando en las personas adentro, sufriendo, inocentes. Así como sufrí, ellos están sufriendo. Y siempre estoy con el miedo, porque quien tiene el mando es la policía. Los civiles no tenemos derechos”, dice un joven que pide anonimato.
Marvin, el menor de edad que iba por el pan cuando lo detuvieron, vive aterrorizado. Semanas después de su liberación volvieron los policías: “Vinieron a las tres de la mañana. Me dijeron que me iban a detener de nuevo. Patearon la puerta y entraron con los fusiles. Uno me dio una patada con su bota militar gritando: ‘¡Levántate ya!’. Revisaron la casa. Hicieron una llamada y escuché que alguien dijo: ‘No, al menor no’. Esa misma noche se llevaron a tres personas de la comunidad. Uno falleció, otros siguen presos”.
Hoy no se huye de las maras, no se huye de las pandillas, se huye del Gobierno, dice Hortensia, la abuela de Marvin, quien lo mandó por el pan el día de su arresto.
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Va casi un año de régimen de excepción y Guarjila se recupera a pesar de las cicatrices. Algunos niños ya salen a jugar por la tarde, pero sigo encontrando negocios cerrados. El campeonato regional de futbol, que se juega en el Tamarindo, se canceló porque no había jóvenes suficientes para armar los equipos. Dicen que muchos habitantes han migrado por miedo. “No se van solo los jóvenes, en algunos casos la familia completa. Se ha ido mucha gente. Decían que se iban a Estados Unidos por el miedo de que andaba una lista que cargaba la policía”, explica Marleni Enrique, una líder comunitaria.
El de la lista es un rumor sobre el que escucho desde mi llegada: que la policía la tenía en sus celulares, que alguien en la comunidad la había hecho, un oreja. El Chilo, le dicen. Isidro Morales. Lo busco y pido hablar con él. “Mucha gente aquí en Guarjila cree que yo soy ese policía encubierto. Yo tengo muchos amigos que son policías, quizá por eso la gente cree que soy yo”, dice. Pero él, claro, lo niega. Le pregunto por aquella foto de @chalateplus del 21 de abril de 2022 y me interrumpe para decir los nombres y apellidos de los cuatro jóvenes. Y sigue: “La autoridad lo que hace es crear perfiles, y cuando ya los tienen perfilados tiene que haber alguien que tiene tiempo las veinticuatro horas para eso, cada movimiento de ellos, y, en el momento exacto, un telefonazo e ir directamente a traerlos. Porque los agarraron ahí en el parque, el parque central”.
En realidad, a José Samuel lo detuvieron en el taller Los Primos; a Jesús Alexander Miranda, en el taller de motos que tiene en el patio de la casa de su abuela, y a Kevin Otoniel y Jonathan Alexander los sacaron de sus casas, para luego juntar a los cuatro en el parque, ya esposados, antes de llevárselos. Jesús Alexander dijo que la policía intentó obligarlo a firmar una declaración diciendo que el arresto había sido en el parque. ¿Cómo sabía el hombre ese dato falso escrito en un documento de la policía?
Pregunto a mis fuentes, y un hombre que pide anonimato muestra la imagen de una lista escrita a mano que incluye nombres y supuestos alias de personas en Guarjila. Es la última lista que tiene la policía, dice. Varios nombres son de gente ya detenida o que migró. El primero que aparece es Cándido Rivera Rivera.
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Cándido Rivera Rivera, como muchos otros, estaba dormido cuando llegaron por él. Ocurrió el 1 de octubre a las dos de la madrugada. Entraron pateando la puerta y gritando insultos. Lo sacaron al patio. El ruido despertó a su madre, Alejandra. Cuando salió, vio que su hijo convulsionaba en el piso. Cándido tenía sesenta años, era diabético y sufría del corazón. Tenía una pequeña tienda con dos mesas que construyó en la parte de enfrente de su casa, sustento para su hogar y el de su madre. Creía que los golpes duros de la vida ya habían quedado en el pasado: combatió en la guerrilla, cumplió una condena en prisión por robo y trabajó años como migrante en Estados Unidos. Ya vivía tranquilo en Guarjila, al lado de su madre, una mujer que dice no saber bien su edad porque ya perdió la cuenta: “Pero, lo menos, tengo 85”.
Aún convulsionando, policías y soldados se llevaron a Cándido. Lo levantaron del suelo, lo cargaron en una patrulla y se fueron sin más. Esa mañana, su hijo, Geovany Dubón —un hombre alegre y carismático de 36 años que trabaja en el Tamarindo— fue a Chalatenango a preguntar por él. Informó a los policías que su papá era diabético y que necesitaba tomar su medicina. Estaba preocupado, pero no sorprendido con la detención, porque días antes habían visto su nombre escrito en la lista de personas acusadas de ser pandilleras. Geovany le recomendó a su padre salir del pueblo, pero no le hizo caso. Una vez detenido, el hijo iba a dejarle comida y medicinas a Chalatenango, pero después de una semana le dijeron que ya no fuera más, que su papá ya no estaba ahí. Nadie le supo decir dónde estaba. Llevaba días haciendo llamadas y llamadas para encontrar en qué cárcel estaba su padre cuando, un día por la madrugada, tocaron la puerta de su casa. Era la pareja de Cándido, que venía con su hijita de seis años. Estaban llorando. “Su papá murió”, le dijo.
“Y pues bien cabrón —dice Geovany—, porque no informan del hospital, no llama la policía, nada. De suerte, pues, la funeraria estaba ahí”. La autopsia arrojó que murió por una “deficiencia pulmonar” el 16 de octubre de 2022, el día en que Cándido cumplía 61 años. La familia nunca recibió ninguna llamada, carta o cualquier tipo de comunicación por parte de la fiscalía, la cárcel, el hospital informando su muerte. “Mi padre murió con el régimen. Eso pensamos nosotros, que el trato que le dieron lo mató”.
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Conozco a un joven que creció en una colonia controlada por la pandilla Barrio 18-Revolucionarios, al norte de San Salvador. Lo llamaré Iván. Su familia tenía primero una tienda de ropa y luego un local de comida, una pupusería que estaba en las cerradas y laberínticas calles del barrio. Les iba bien. El padre, que emigró a Estados Unidos, desde donde apoya económicamente a la familia, ya no volvió.
Un día, hace quince años, los pandilleros llegaron a la pupusería a cobrar la renta, eufemismo que usan las pandillas para nombrar la extorsión: cien dólares al mes, más de la mitad del sueldo mínimo. La familia pagó. Iván veía a los pandilleros de la colonia y pensaba que quería ser uno de ellos. Pero un día uno lo retó a una pelea. Los dos tenían quince años. Iván se negó; no quiso pelear. Un par de días después lo secuestraron, lo llevaron a un pequeño terreno baldío, lo rodearon y le dijeron que, por haber ofendido al pandillero que lo retó, lo iban a golpear entre todos durante un minuto. Un hombre intentó tirarlo al suelo, pero Iván resistió hasta que ese hombre sacó un cuchillo grande.
“Me dieron golpes todos como un minuto”, dice Iván mientras conduce por las calles de la colonia de su infancia. “Empecé a gritar que ya no aguantaba. Me dieron en las costillas para que descubriera la cara, que era como el premio para ellos. Al día siguiente no fui a la escuela. En todo el cuerpo tenía marcas de zapatos”.
Después, Iván empezó a ir a la iglesia porque “ellos respetaban bastante eso”. Otro día le llamó un tío pandillero desde la cárcel: “Me dijo: ‘Sabemos que vas a la iglesia. Está bueno. Pero si nos damos cuenta que solo vas para disimular, para que no nos metamos contigo, te vamos a matar’. Yo tenía el temor de que iban a llegar a sacarme de mi casa en la noche. Me quedé con esa psicosis a los quince años”. Iván siguió yendo a la iglesia. Un día, la pandilla mató a dos vecinos de su colonia. Al día siguiente llamaron por teléfono a su mamá pidiendo tres mil dólares o “los siguientes muertos íbamos a ser mi hermano y yo. Nos sacaron en taxi y nos fuimos”. La familia cerró la pupusería, dejó la casa y se refugió con familiares, pasaron a vivir a la deriva.
Ahora, pasando por estas calles de donde tuvo que huir, Iván habla de la violencia que vio en su infancia. “En San Salvador sufrías bastante, yo he visto a tanta gente morir así, enfrente. Llegaban con una pistola y ¡pa, pa, pa! Aquí mataron a los dos primos de mi esposa. ¿Ve a ese señor? Su hijo está preso y mataron a su esposa en la cárcel. A esa señora le mataron a sus hijos. Esa fue la panadería de la pandilla”. Cada calle, cada rincón, guarda memorias de miedo. Con tanta violencia alrededor, no es de sorprenderse que, cuando le pregunto a Iván su opinión de Nayib Bukele y el régimen de excepción, diga: “Eso es una gran alegría. Yo vi a la tía de mi esposa llorar por sus dos hijos el mismo día. Hoy en día entramos a esta colonia sin problema. Mi esposa y yo compramos una casa”.
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Vuelvo a Mariona. Es marzo de 2023, se cumple un año del régimen de excepción. Nayib Bukele lleva semanas celebrando la construcción de una nueva cárcel de máxima seguridad a la cual llamó Centro de Confinamiento del Terrorismo. Está en Tecoluca, San Vicente, a unos 75 kilómetros de la capital, y tiene capacidad para cuarenta mil reos. Según el Gobierno, ya trasladaron a unos dos mil presos de Mariona e Izalco al nuevo penal. Aquí, en Mariona, la policía ya desalojó ese campamento que era imagen viva de la desesperación generalizada, aunque esta sigue. Los puestos de víveres para presos se han colocado un poco más allá, en una esquina, en un estacionamiento y enfrente del portón de una iglesia. Las madres ya no acampan frente a los muros de La Esperanza, pero deambulan sobre la banqueta, angustiadas.
No llevo ni cinco minutos aquí cuando una mujer me pregunta qué hago. Apenas respondo, me empieza a contar: la policía sacó a su hijo Ernesto, de veintidós años, de su casa. Él es mecánico. En la procuraduría le dicen que debe esperar doce meses para que investiguen a su hijo. La madre se llama Ana y vende fruta. Gana apenas ocho dólares al día y ahora tiene que venir desde Cojutepeque —a cuarenta kilómetros— a comprar y entregar el paquete del que pende la vida de su hijo. Su gran esfuerzo puede ser en vano: “Los paquetes no se los están dando. Cada quince días vengo a meterle el paquete. Son sesenta dólares cada quince días. Él es mi único hijo, y desde que lo trajeron en septiembre no sé nada de él. Aquí no dan información de nada”, cuenta.
Es la misma historia y el mismo dolor: detenciones arbitrarias, falta de información y el negocio de los paquetes que desaparecen. Converso con una vecina del cantón San Luis Mariona, cuya casa le permite ver hacia adentro de una parte del penal. Puso su negocio de paquetes desde el inicio del régimen, llegó a ganar entre ochocientos y mil dólares por día hasta que fue desalojada junto a todo el campamento. Desde entonces la han vuelto a desalojar unas cinco veces. En su puesto actual muestra una especie de menú con diferentes precios de lo que llama “kit de paquete de régimen”. Van de 35 a 125 dólares. Ahora, dice, en un buen día vende 450 dólares y si le va mal, unos 150. Pero no por eso ve con buenos ojos la desgracia ajena que nutre su negocio.
“Estamos arruinados aquí en El Salvador. Se han metido a varios pandilleros, pero se han metido a más gente inocente que a mareros. Ha habido una injusticia: esta es la muerte en vivo”, dice cuando le pido su opinión. Ella, que vive apostada afuera, responde a los rumores de que sacan muertos de la cárcel: “Viera en la madrugada cómo salen las ambulancias de ahí —dice—. La tuberculosis está a la orden del día. Se escucha en la noche cómo gritan que tienen hambre, que están enfermos, que se están muriendo. Los sacan a las canchas y quien levanta la cabeza le dan toletazos. Esto es terrible, terrible. Les dan un trato de perro”.
Solos. Tranquilos están ahora los barrios antes controlados por las pandillas. Y por todo el país, comunidades rurales como Guarjila también se están quedando solas y atemorizadas. Así como Iván, y seguramente muchos otros, se quedó con miedo a que los pandilleros lo sacaran de su casa en la madrugada, ahora miles de jóvenes tienen miedo de que la policía y los soldados los saquen de sus casas en la madrugada para llevarlos al infierno. Así como la tía política de Iván lloró a sus dos hijos, al cierre de esta nota, Julia les llora todavía a sus dos hijos incomunicados en Mariona. Cambiar un terror por otro solo suma terror.
Esta historia se produjo con el apoyo de la Fundación Ford
Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».
JOHN GIBLER. Periodista independiente. Estudió Filosofía con Edwin B. Allaire en la Universidad de Texas, Estados Unidos. Entre otros libros, ha escrito México rebelde. Crónicas de poder e insurrección (Debate, 2011), Tzompaxtle. La fuga de un guerrillero (Tusquets, 2014), Una historia oral de la infamia. Los ataques contra los normalistas de Ayotzinapa (segunda edición, Sexto Piso, 2020) y La tierra de Vallejo. Un diario de viaje (Pepitas de Calabaza, 2022).
MIGUEL TOVAR. Ganador del World Press Photo Prize 2019, con el corto documental It’s mutilation: the police in Chile are blinding protesters (2019). Segundo lugar en el concurso fotográfico Harvard’s Spotlight: Eyes on COVID-19; nominado al premio Emmy 2020 y ganador del Premio Nacional de Periodismo de México en 2019 y 2021. Becario del Amazon Rainforest Journalism Fund del Centro Pulitzer (2021). Ha sido director de fotografía en el documental Los días de Ayotzinapa (Netflix, 2019) y en la ficción-documental Matar extraños (Nicolás Pereda, 2013). Fotógrafo en México para el documental Endangered (Loki Films/HBO, 2022) y para el largometraje de ficción Skin of sky (Andrea Bussmann, en proceso). Ha colaborado en producciones documentales de HBO, Vice, Al Jazeera y Ánima Films. Es cinematógrafo colaborador para The New York Times. Antes de trabajar en cine, fue fotoperiodista durante dieciséis años, en los cuales trabajó para Getty Images como editor en jefe para América Latina, Associated Press y Reforma.
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