Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

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El huracán Otis golpeó al famoso puerto turístico de Acapulco y lo devastó como ningún otro fenómeno meteorológico en su historia. Sus colonias y fraccionamientos quedaron aislados y devastados, a la sola merced de sus habitantes. A este colapso se agregó la falta de prevención de desastres, la tardía reacción de gobiernos en los tres niveles ante la emergencia y la prevalencia de un contrato social roto por la inseguridad. Estas son las voces de Acapulco que narran los días subsiguientes al desastre.

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Fotografía de
Realización de
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Traducción de
Fotografía de José Luis González/REUTERS. Se ven escombros y embarcaciones dañadas después del huracán Otis, en Acapulco, México, 1 de noviembre de 2023.

Acapulco, ciudad costera del estado de Guerrero, el primer y más reconocido destino turístico en el Pacífico mexicano, amaneció sin luz e incomunicada. Era el miércoles 25 de octubre y las primeras imágenes difundidas por las redes sociales mostraban, a cuentagotas, varios puntos de la Avenida Costera Miguel Alemán con árboles y palmeras, postes y espectaculares, derribados todos, así como edificios desnudados, convertidos en esqueletos por la fuerza del viento. En esta circunstancia está la ciudad entera, centro y periferias, no hay zona que no esté devastada. En esas primeras horas, nadie dimensionaba el nivel de destrucción provocado por el huracán Otis, durante la madrugada, que rompió el récord histórico de intensificación en México: en casi doce horas pasó de tormenta tropical a huracán de categoría cinco.

Un día antes, a las 19:00 horas del martes 24 de octubre, Yamilet Lara, una joven en sus treinta, habitante de Secsa II, una unidad habitacional de clase trabajadora que se ubica en la zona Diamante, reconocida por los desarrollos lujosos, se presentó a una cita programada en la estética. “Nos vamos a casar y teníamos las fechas para las fotos de preboda. Me fui a poner uñas porque dije, bueno, voy a arreglarme”, recuerda. Había acomodado toda la semana en torno a la sesión fotográfica, que sería el viernes en el municipio de Chilapa de Álvarez, en sus campos de flor de cempasúchil y terciopelo de esta temporada. Yamilet había escuchado que un huracán tocaría Acapulco por la noche y que sería de una categoría menor. Aunque, en realidad, desde las 18:00 horas, el Centro Nacional de Huracanes estadounidense y la Comisión Nacional de Agua habían anunciado el repentino incremento de Otis a categoría cuatro, calificándolo de “extremadamente peligroso” y anticipando que podría llegar a la categoría de riesgo máximo. “Nos confiamos mucho, la verdad, ese fue el error, nos confiamos demasiado”.

A veinte kilómetros, en el extremo norte de la bahía de Acapulco, internado en el mar, en una zona náutica conocida como La Aguada, Marlon Valdez, un marinero de veinticuatro años, velaba una de las embarcaciones de renta de la empresa para la que trabajaba. El dueño le había pedido que se encargara de cuidarla durante la tormenta, como capitán, junto a otro muchacho que fungió como marinero. Él y quienes estaban en el mar sí sabían lo que venía. “Es una tarea de años que considero que está mal, que es de cajón, no es de que si quieres o no. Tú, como marinero, es la obligación y la responsabilidad de cuidar tu embarcación y hundirte con ella”, dice. Esa noche, calcula que había casi cuarenta barcos solo en La Aguada y, por cada embarcación, de dos y hasta seis tripulantes para la vela. Pero en Acapulco hay más sectores donde se estacionan las embarcaciones: en el club de yates, en la marina, en la marina de Santa Lucía, en el club Performance, en Puerto Marques, en Las Boyas. Había miles de personas en el mar esa noche.

De regreso, al otro extremo de Acapulco, Yamilet salió de la estética a las 22:00 horas. Empezaba a llover y se escuchaban los ventarrones, la calle estaba sola, no había transporte, así que Yamilet se ofreció a llevar a la empleada de la estética a su casa. Poco después llegó a la suya, en donde estaban su mamá, María de los Santos, y su próximo esposo, Andrés. La lluvia continuaba y a las 23:00 se fue la luz. Platicaban con tranquilidad de los huracanes anteriores, de lo que habían vivido con Ingrid y Manuel en 2013, y con Paulina en 1997, de las diferencias entre uno y otro. “Estábamos platicando del Paulina, tratando de hacer ameno el silencio”, dice Yamilet. Abrieron las ventanas del segundo piso para que la presión del aire no las rompiera. “De repente, como a las 23:30, empiezan los ventarrones, empezaron, ya de verdad era imposible estar cerca de las ventanas.” La casa vibraba, se estremecía. Yamilet y Andrés decidieron resguardarse en el vestidor, María de los Santos se quedó con las mascotas en una habitación del primer piso.

En el mar, el huracán Otis entraba. Colocaron los fenders, unos globos que usan para evitar los golpes con otras embarcaciones. Los barcos eran arrastrados. Marlon prendió el motor y trató de avanzar a contracorriente. “De las 24:00 en adelante ya vi que estaba un poco fuera de nuestras manos”. Los cabos de otros barcos comenzaron a soltarse y uno golpeó el suyo, rompiendo el casco. Comenzó a hundirse. “Le marqué al dueño del barco para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala la altura del pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’. Me dijo: ‘¡corta los cabos y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’. Fue todo. Dije: ok. Colgué y seguí”. Pero era inevitable, Marlon y su marinero tuvieron que saltar al mar embravecido.

“Le marqué al dueño para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala el pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’, ‘¡corta y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’”.

No sabían en qué punto estaban. No tenían visibilidad, flotaban como podían entre escombros y diésel. Un objeto hirió al marinero. “Lo único que le decía era, ‘cúbrete la nuca y respira’ porque las olas nos hundían, nos iban revolcando”. Lograron agarrarse de algo que flotaba y se mantuvieron ahí hasta que escucharon el motor de otra embarcación, que estaba a unos diez metros de distancia. Marlon decidió tratar de alcanzarla. “Como yo traía a mi marinero, mi objetivo era llegar con él, siempre fue llegar con él. Cuando nos tiramos yo le dije, ‘si tú te quieres morir, yo no’, dije, ‘cuídame porque yo te voy a cuidar’, y él entendió, trató de nadar.” Llegaron. Marlon gritó por auxilio y, con ayuda de quienes estaban en ese barco, ambos subieron.

A la madrugada, la puerta que daba al balcón, en casa de Yamilet, explotó. “Fue el momento más impactante. Mi esposo y yo tenemos treinta años. Nuestra casa, pues, nos ha costado mucho. Es nuestra casita, nuestra primera casita y ojalá no sea la última, nuestro refugio, para nuestros animales, fue muy difícil de ver cómo todo se caía”. El viento volaba los objetos como en una licuadora. Hasta las 3:00 el aire bajó de intensidad y pudieron salir a la calle. Pronto comenzaron a auxiliar a los vecinos: árboles caídos que dejaron a unos atrapados dentro de su casa, el agua hasta el fondo que se les metió a la casa de otros. “Salimos y nos dimos cuenta de que todo estaba destruido, fue muy difícil procesar las imágenes, porque la noche anterior estaba todo bien, hace cinco horas estaba todo bien, y ahorita todo destruido”. Cuando llegó el amanecer, fue aún más impresionante ver el paisaje detrás de su casa, pegada a un manglar: donde antes había un amate y un terreno de vegetación frondosa, ahora había un llano. “Nos íbamos a casar el 2 de noviembre del año siguiente, pero pues por los gastos y eso yo creo que ya no se va a hacer”.

A la luz del día, Marlon ayudó a sus rescatistas a llevar el barco a un muelle. “Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. Eran las 7:00 horas, en tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.

Las primeras cifras

Los daños por el huracán Otis son incalculables. Hasta la noche del 31 de octubre, una semana después del desastre, las cifras preliminares de la Fiscalía General del Estado de Guerrero acumulaban 46 personas fallecidas y 58 desaparecidas. Un primer censo del Centro Logístico de Comando registró 604 embarcaciones desaparecidas. Y en una reunión de empresarios con representantes del gobierno, se habló de al menos doscientos marinos y capitanes no localizados.

El programa de observación satelital Copernicus detectó edificios dañados y destruidos en 7 321 hectáreas urbanizadas y 79 kilómetros de carreteras en el municipio de Acapulco por el huracán Otis. El impacto en la primera franja de tierra, donde está la zona hotelera, fue brutal. En los mapas satelitales las afectaciones más graves son evidentes en zonas altas de la bahía —un área conocida como anfiteatro—, donde se concentra 63% de los daños en construcciones de colonias populares de clase media baja y baja. Se estima que 71% de la población del municipio está potencialmente afectada, sin considerar la población flotante del área turística.

Por su parte, el sector privado ha calculado que 81% de la infraestructura afectada son viviendas, lo que implicará al menos dos años de trabajos de reconstrucción.

“Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. En tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.
La gente camina junto a escombros y árboles dañados después del huracán Otis, en Acapulco, México, 29 de octubre de 2023. Fotografía de Quetzalli Nicte / Reuters.

Una ciudad fantasma

“Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Por ejemplo, si yo tengo ventanas, te mando a hacer con tablaroca, cerrado, para prevenir todo eso. Pero como aquí es una ciudad que nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. Sí sabíamos más o menos la dimensión del problema que venía, pero no estábamos preparados para recibirlo”, dice Javier, un policía de Seguridad Pública del municipio que ha estado realizando recorridos hasta donde su patrulla ha podido pasar. “Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’ y es cierto, le digo que una película de esas de ciudad fantasma queda corta”.

Es el tercer día después del desastre, el viernes 27 de octubre por la mañana. Karla Santana, de veinticinco años, lleva en sus manos una lista de los empleados que se han presentado a trabajar. Está en la entrada de servicio del hotel Playa Suites, en un callejón de la zona turística. Ella trabaja en el área de Recursos Humanos, cuenta que la noche del huracán Otis estaban hospedados ahí una centena de turistas. Al amanecer, algunos fueron llevados a los albergues porque 97% de las habitaciones quedaron inhabitables, las piezas de la planta generadora de luz volaron y no contaban con alimentos suficientes en el almacén. Karla menciona que dejaron a los huéspedes en refugios de la colonia Farallón, del colegio La Salle, en la garita de la iglesia. Pero allí tampoco tenían condiciones para recibirlos, ni luz ni víveres, y varios regresaron al Playa Suites.

Karla vive en la periferia de Acapulco, en la colonia Luis Donaldo Colosio, una de las más afectadas, donde los afluentes de la Laguna de Tres Palos inundaron calles y casas y sus habitantes han sido quienes despejaron los caminos de escombros después del impacto de Otis. Pero ella no pudo estar ahí. Todo el miércoles se quedó atendiendo la emergencia en el Playa Suites y fue hasta la noche que caminó nueve kilómetros de subidas y bajadas hasta llegar a casa. “Nada más fui a ver a mi perro y a ver qué había pasado y me regresé”, dice. Volvió porque tiene un compromiso con su labor y con sus compañeros de trabajo, no por obligación. Desde entonces se dedicó a atender a los huéspedes que quedaban, que comenzaron a ser evacuados hasta el jueves por la noche en viajes humanitarios de autobús hasta la Ciudad de México. Hoy toma lista de los empleados que se han presentado, hasta este viernes dice que no saben nada del 60%, esto es cerca de 180 personas.

"Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Pero como aquí nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. No estábamos preparados para recibirlo”.

Del otro lado de la Avenida Costera, algunos empleados de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) se concentran en el Hotel Hacienda María Eugenia. Están echando a andar una planta de luz para instalar ahí un campamento para los trabajadores de la CFE. Llegaron a Acapulco desde el día uno, provenientes de varios estados de la República, pero recién están adaptando el lugar para descansar después de sus jornadas.

Otros que buscan dónde instalar su campamento es un grupo de la Guardia Nacional. En el edificio Nautilus, hablan con Edgar Badillo, el vigilante. Le preguntan por el administrador. Edgar les explica que ha estado ahí desde el huracán Otis, auxiliando a dos familias que se encontraban en los condominios, encargándose de la seguridad. Los soldados le dicen que están buscando donde instalarse y preguntan por las condiciones del edificio. “Es pérdida total”, responde, y los invita a verlo por ellos mismos. Entran al lobby y a recorren los primeros pisos, entre escombros. “Si logran limpiar al menos tendrán una planta de luz, si consiguen diésel para echarla a andar”.

El servicio eléctrico se interrumpió afectando a 513 524 usuarios, de los cuales 284 670 pertenecen al municipio de Acapulco. Al día siguiente del desastre por el huracán Otis, 1 320 electricistas se desplegaron para hacer frente a la emergencia; para el 27 de octubre se informó que ya eran 1 689 empleados abocados a las reparaciones. Hasta el 28, por la noche, esto fue evidente solo en la bahía principal donde está la zona naval militar. El resto de la ciudad y sus colonias permanecieron sin electricidad y en penumbras. Para el 31 de octubre, eran 2 900 electricistas en campo y 55% de los servicios quedaban restaurados en Acapulco. Pero al menos 156 000 usuarios seguían afectados.

Fueron noches en las que la caída del sol significó un toque de queda tácito. En las colonias del anfiteatro y en las periferias, durante el día las personas recorrían las calles andando a pie con relativa tranquilidad, pero la inseguridad llegaba con los atardeceres anaranjados de la costa del Pacífico. La recomendación general: resguárdense, no circulen de noche. A través de las ventanas sin vidrios y paredes derruidas se alcanzaban a ver las luces de velas y lámparas que anunciaban que alguien aún habitaba dentro. En los días posteriores al huracán, una luna llena y luminosa fungió sobre el puerto de Acapulco como el único faro.

"Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’".
Se ven escombros y embarcaciones dañadas tras el huracán Otis, en Acapulco, México, el 1 de noviembre de 2023. Fotografía de Jose Luis Gonzalez / Reuters. Las voces de Acapulco, luego del huracán Otis.

Reconectar la ciudad

Del servicio eléctrico depende el abastecimiento del agua potable, los servicios de telecomunicaciones, la refrigeración de alimentos perecederos, los sistemas de vigilancia y de aire acondicionado de una ciudad como Acapulco. Una población de 779 566 habitantes puede soportar tres días de calor, pero no de incomunicación después de un desastre natural.

Tres días después del huracán Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos. Fuera de Acapulco se crearon grupos de WhatsApp para compartir información e intentar localizar a quienes estaban dentro, que se preguntaban qué sabía el resto del mundo sobre lo que estaban viviendo. Como si se tratara de una fila para recibir una despensa, hay quienes se forman durante horas para cargar sus celulares en las plantas de luz de las televisoras, que estaban ahí cubriendo el desastre, con el objetivo de intentar enviar señales de vida a familiares. En la plaza del centro, mientras esperan su turno para conectar su teléfono a una de estas plantas, un joven, que dijo vivir detrás del Ayuntamiento, y Teresa Reyes, una mujer mayor, vecina del centro, platican. Ni él ni Teresa tiene agua para beber, ni siquiera para bañarse, han estado consiguiendo alimentos por donde pueden, pero en este momento su prioridad es cargar el celular y deciden hacer la fila, que les llevará horas.

—Ojalá que le llegue [el mensaje], porque no hay paso para allá, no se puede llegar. Le vamos a hablar a un vecino, a ver si se pueden comunicar— dice Teresa, quien explica que quiere avisar a sus hermanos y sobrinos que está bien. Unos están en la colonia El Coloso, de Acapulco; otros en San Diego, California.

Tres días después de Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos.

Durante tres días la mayoría de los caminos han estado bloqueados y los servicios de transporte públicos suspendidos. Entrar o salir de una zona a otra implica caminar por horas y atravesar calles bloqueadas por escombros, postes caídos sostenidos como con alfileres y cables enmarañados, árboles arrancados de raíz, vehículos volteados llantas arriba e infinidad de objetos arrastrados por la fuerza del viento. La ciudad se fracturó en zonas aisladas, una de la otra; no se puede llegar del interior a la costa y viceversa. De modo que habitantes de colonias populares quedaron a su suerte: lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia dinámica de devastación.

—En [el huracán] Paulina eran casetas telefónicas, uno tenía que estar, “oye, te acaban de marcar de aquí”. Ahorita mínimo cada uno tiene comunicación independiente. Pero, aun así, está imposible— recuerda el joven.
—Lo único que queremos es que sepan que estamos bien. Porque de lo que les están diciendo, lo que se está corriendo en las noticias, nosotros no sabemos, no tenemos comunicación, no tenemos el celular, no podemos ver nada, así que no podemos ni enterarnos de lo que dicen.

Un día después, el sábado 28 de octubre, en la zona Diamante, sobre el puente vehicular de Boulevard de las Naciones, decenas de personas llegan desde muy temprano para intentar comunicarse con el exterior. Se corrió la voz de que, en este lugar, agarra mejor la señal telefónica. La gente alza sus celulares hacia el cielo, esperando cacharla. Citlali Tenorio y Gabriel Galindo, residentes del fraccionamiento Las Gaviotas, de clase media, han logrado comunicarse con un familiar al que le enumeran una lista de víveres: alimentos no perecederos, agua, algunos medicamentos, químico para limpiar el agua de la alberca, dinero en efectivo. Estaban preparados para el huracán, tenían lámparas, enlatados, cosas que se sugiere tener en caso de emergencia. Pero solo les quedan alimentos para tres días más, los han estado compartiendo con sus vecinos. Además, son administradores de condominios, necesitan el efectivo para pagar a sus trabajadores.

—No es para tenerlo embolsado y guardarlo, no, [es] porque hay gente depende de nosotros ahorita—dice Gabriel.
—Ayer que nos comunicamos con mi hijo, para avisarles que estábamos bien, nos comentó que la ayuda está nada más en la Costera, que era la que estaba dañada y dijimos, y ¿nosotros?— se pregunta Citlali.
—La ayuda está muy lenta —añade Gabriel y recuerda otra experiencia inmediata.

En 2013, los huracanes Ingrid y Manuel que significaron uno de los desastres más destructivos de la historia del país.

—Al otro día, ya estaba instalado el albergue. Empezaron a sacar a la gente de aquí porque subió el agua dos metros. Ya estaba la comida […]. Y ahorita no hay nada, o sea el ejército está pero, ¿en dónde? Aquí en esta zona tú puedes ir a dar un recorrido en vehículo, no vas a ver un campamento militar de ayuda, de alimentación. No hay nada […]. La vez pasada, con el Manuel, quince días tardó en reconectarse la luz, pero no se destruyó tanto.
—Y ahorita tardó mucho en llegar la ayuda— insiste Citlali.
—[Aquella vez] también llegaron militares, resguardaron las tiendas y [se] estuvo vendiendo productos.
—Ahora es cuídate y sálvese quien pueda. Sí es deplorable ver que han saqueado todo, independientemente del daño que causó el huracán.
—No ha llegado ninguna comitiva, ningún camión que pudiera venirse para acá con una comida comunitaria o con ayuda, con despensa, no hay nada, nada— remata Gabriel.

En el puente se forma una doble fila de vehículos que brincan el camellón para circular en sentido contrario porque, en los carriles laterales, hay una enorme ceiba obstruyendo el paso. Hacia la playa, donde se alzan los edificios de departamentos de lujo, la Avenida Costera de las Palmas está desierta.

La ciudad se fracturó en zonas aisladas. Lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia devastación.
Familiares del difunto José Ramiro Castro García, quien murió durante el huracán Otis mientras trabajaba a bordo de un barco, caminan por el cementerio de El Palmar, en Acapulco, México, el 3 de noviembre de 2023. Fotografía de José Luis González / Reuters. Las voces de Acapulco por el huracán Otis.

Guardias creadas por acapulqueños

Los saqueos a comercios y el desabasto de víveres iniciaron a la mañana siguiente al desastre, a lo largo de todo Acapulco, y en algunas zonas se prolongaron hasta el primer fin de semana. La mañana del viernes 27 de octubre, en la zona costera, una joven que prefiere no dar su nombre, del servicio de vigilancia del centro comercial Galerías Diana, mira sin poder actuar. Ve cómo se llevan todo tipo de productos de la tienda departamental Liverpool, y otros establecimientos, ante la presencia de dos elementos de la Guardia Nacional, quienes tampoco intervienen. Cuenta que ha visto cómo en su colonia, Balcones al Mar, hacia Pie de la Cuesta, saquearon el Soriana y los Oxxos de Jardín Palmas. “Andaba ahí un pequeño grupo de gente de mafia, ahí cuidando esa gente. Tú te interpones nomás y ¡pam! Un balazo te va a callar”.

Al igual que esta vigilante, otros testimonios señalan a grupos del crimen organizado que llegan preparados con herramientas a llevarse el dinero de cajeros automáticos y cajas de seguridad de los negocios, que incitaban a la población a continuar el saqueo del resto de los productos y se perdían entre la multitud. “Parecían acciones organizadas, planeadas, no gentes improvisadas”, agrega un habitante del centro.

Esa noche, el camino de entrada y salida al puerto, límite de las colonias Renacimiento y Zapata, donde se encuentran las bodegas de la Central de Abastos de Acapulco, colapsó debido al caos provocado por multitudes que iban y venían cargando productos. Entre la gente que se llevaba lo que podía con sus manos, destacaban grupos coordinados, se movían juntos, cuidándose unos a otros de no ser fotografiados o grabados con un celular, iban a pie, en camionetas y escoltados por motocicletas. Los pocos elementos del ejército y de la Guardia Nacional que estaban en el lugar se limitaban a intentar liberar el tránsito vehicular.

La destrucción de edificios, incluidos los comercios, el desabasto de alimentos y un retardo en la ayuda humanitaria provocó que muchas familias salieran a buscar alimentos y gasolina, cuando ya no existía orden ni control para las ventas. “Fuimos a buscar víveres, la verdad, para sobrevivir porque ya no teníamos nada. A buscar arroz, frijol, lo necesario. No tenemos refri, teníamos carne de antes, pero pues ya no tenemos nada de luz y nos daba miedo que, pues, nos hiciera mal la carne”, cuenta un habitante de la colonia popular Leonardo Rodríguez Alcaine. En las gasolineras de la costera, las personas hacían fila para llenar galones por su cuenta.

Con el paso de los días, el temor de que proliferara la inseguridad provocó la organización de vecinos en varias partes de la ciudad. En la calle Sinaloa, de la colonia Progreso, el fotógrafo Daniel Ojeda documentó cómo los vecinos, con machetes y bates, montaban barricadas y brigadas de vigilancia nocturnas, para evitar robos a sus hogares. Con lavadoras, láminas y tinacos que el huracán Otis arrastró, bloqueaban la entrada a la calle y, por la noche, encendían fogatas alrededor de las que montaban la guardia.

Lo mismo sucedió en la calle Del Espanto, en la colonia Hornos Insurgentes. Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: están pendientes unos de las necesidades de otros, también fueron ellos mismos quieres liberaron la calle para dar paso a los vehículos, cortando árboles caídos con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias de vigilancia para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia. “El otro día vi a uno que anda por ahí, conocido pues, ya llevaba una bici chiquita, de niño, de la casa de la vecina, y que le grito, ‘¡Oye, eso no es tuyo, me lo dejas ahí! ¡Aquí entre vecinos nos estamos cuidando!’”. Estas guardias también las han hecho en su negocio, un local de ropa en la Avenida Universidad. Paloma, su hermana y su cuñado se turnan la vigilancia del comercio, pasan el día sentados en un viejo Volkswagen. A la par que cuidan su inversión que no quieren perder, echan un ojo a los negocios vecinos. Mientras platican, en la acera de enfrente un grupo de personas se han metido al local de una purificadora de agua y cargan una camioneta con garrafones. “Bueno, es agua, eso sí es algo que lo necesita la gente”, espeta.

En la calle Del Espanto, Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: liberaron la calle, cortando árboles con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia.

El desastre natural solo ha incrementado la inseguridad habitual de una ciudad que es considerada una de las más peligrosas del mundo. La última estadística pública sobre la percepción de la inseguridad en Acapulco mostró un alza de 67% a 76%, de marzo a junio de 2023.

A unos metros, en la Plaza Universidad, todos los locales habían sufrido algún daño por el desastre natural: vidrios rotos, destrozos causados por la fuerza del viento. Pero uno de ellos, Novias Sparks, de vestidos de novias, logró pasar el huracán Otis intacto hasta el sábado por la noche, cuando fue saqueado. Desde entonces, la dueña está también custodiando la entrada, en chanclas y short, inamovible. A la esquina, en otra plaza comercial de la Avenida Cuauhtémoc, otro grupo de pequeños locatarios ha depositado la seguridad a una familia que tiene una barbería, ellos dejaron su casa y están durmiendo en el local, montando guardias desde el día uno.

En apoyo a la emergencia, la Secretaría de la Defensa Nacional informó que, al 31 de octubre, se desplegaron 11 500 miembros del Ejército, Fuerza Aérea y Guardia Nacional para la distribución de despensas, agua potable, servicio de comedores, cocinas comunitarias, limpieza de caminos. En específico, son cinco mil miembros de la Guardia Nacional para “el control de las vías de comunicación” que proveen seguridad a 74 estaciones gasolineras, cuatro bodegas y veinte centros comerciales. Pero en esta zona, a unas cuadras de la Avenida Costera Miguel Alemán, como en todo Acapulco, fueron los vecinos y locatarios los primeros en reaccionar.

En la unidad habitacional Secsa II, con apenas ochenta casas, donde vive Yamilet y su familia, el sábado 28 de octubre, a cuatro días del huracán Otis, además de limpiar los escombros, han sacado una parrilla al estacionamiento y con la madera de los árboles caídos encienden una fogata en la que preparan el desayuno para varias familias. José, el vecino de la esquina, trata de encender la lumbre. Él ha enviado a su hija y esposa, lejos de Acapulco, con familiares y se ha quedado a cuidar la casa. María de los Santos, la mamá de Yamilet, saca de su despensa un paquete de huevos, son los últimos de la alacena. Mónica, la de al lado, trae queso. Varios aportan otros alimentos perecederos que temen se echen a perder en los refrigeradores que se quedaron sin luz. Así han sobrevivido durante días, actuando en comunidad.

Aún les preocupa la falta de agua, medicamentos y atención para los enfermos, y otras circunstancias que están más allá de sus manos. “Empieza a levantarse el polvo y nos vamos a enfermar, son heces fecales. Hacemos lo que podemos, nos ayudamos entre vecinos, tratamos de estar apoyándonos, pero pues sí hay cosas que nos sobrepasan demasiado”, dice Yamilet.

Son estas pequeñas iniciativas de organización vecinal las que dentro de la catástrofe aportan luz a los habitantes de una ciudad devastada.

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Fotografía de José Luis González/REUTERS. Se ven escombros y embarcaciones dañadas después del huracán Otis, en Acapulco, México, 1 de noviembre de 2023.

Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

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Tiempo de Lectura: 00 min

El huracán Otis golpeó al famoso puerto turístico de Acapulco y lo devastó como ningún otro fenómeno meteorológico en su historia. Sus colonias y fraccionamientos quedaron aislados y devastados, a la sola merced de sus habitantes. A este colapso se agregó la falta de prevención de desastres, la tardía reacción de gobiernos en los tres niveles ante la emergencia y la prevalencia de un contrato social roto por la inseguridad. Estas son las voces de Acapulco que narran los días subsiguientes al desastre.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Acapulco, ciudad costera del estado de Guerrero, el primer y más reconocido destino turístico en el Pacífico mexicano, amaneció sin luz e incomunicada. Era el miércoles 25 de octubre y las primeras imágenes difundidas por las redes sociales mostraban, a cuentagotas, varios puntos de la Avenida Costera Miguel Alemán con árboles y palmeras, postes y espectaculares, derribados todos, así como edificios desnudados, convertidos en esqueletos por la fuerza del viento. En esta circunstancia está la ciudad entera, centro y periferias, no hay zona que no esté devastada. En esas primeras horas, nadie dimensionaba el nivel de destrucción provocado por el huracán Otis, durante la madrugada, que rompió el récord histórico de intensificación en México: en casi doce horas pasó de tormenta tropical a huracán de categoría cinco.

Un día antes, a las 19:00 horas del martes 24 de octubre, Yamilet Lara, una joven en sus treinta, habitante de Secsa II, una unidad habitacional de clase trabajadora que se ubica en la zona Diamante, reconocida por los desarrollos lujosos, se presentó a una cita programada en la estética. “Nos vamos a casar y teníamos las fechas para las fotos de preboda. Me fui a poner uñas porque dije, bueno, voy a arreglarme”, recuerda. Había acomodado toda la semana en torno a la sesión fotográfica, que sería el viernes en el municipio de Chilapa de Álvarez, en sus campos de flor de cempasúchil y terciopelo de esta temporada. Yamilet había escuchado que un huracán tocaría Acapulco por la noche y que sería de una categoría menor. Aunque, en realidad, desde las 18:00 horas, el Centro Nacional de Huracanes estadounidense y la Comisión Nacional de Agua habían anunciado el repentino incremento de Otis a categoría cuatro, calificándolo de “extremadamente peligroso” y anticipando que podría llegar a la categoría de riesgo máximo. “Nos confiamos mucho, la verdad, ese fue el error, nos confiamos demasiado”.

A veinte kilómetros, en el extremo norte de la bahía de Acapulco, internado en el mar, en una zona náutica conocida como La Aguada, Marlon Valdez, un marinero de veinticuatro años, velaba una de las embarcaciones de renta de la empresa para la que trabajaba. El dueño le había pedido que se encargara de cuidarla durante la tormenta, como capitán, junto a otro muchacho que fungió como marinero. Él y quienes estaban en el mar sí sabían lo que venía. “Es una tarea de años que considero que está mal, que es de cajón, no es de que si quieres o no. Tú, como marinero, es la obligación y la responsabilidad de cuidar tu embarcación y hundirte con ella”, dice. Esa noche, calcula que había casi cuarenta barcos solo en La Aguada y, por cada embarcación, de dos y hasta seis tripulantes para la vela. Pero en Acapulco hay más sectores donde se estacionan las embarcaciones: en el club de yates, en la marina, en la marina de Santa Lucía, en el club Performance, en Puerto Marques, en Las Boyas. Había miles de personas en el mar esa noche.

De regreso, al otro extremo de Acapulco, Yamilet salió de la estética a las 22:00 horas. Empezaba a llover y se escuchaban los ventarrones, la calle estaba sola, no había transporte, así que Yamilet se ofreció a llevar a la empleada de la estética a su casa. Poco después llegó a la suya, en donde estaban su mamá, María de los Santos, y su próximo esposo, Andrés. La lluvia continuaba y a las 23:00 se fue la luz. Platicaban con tranquilidad de los huracanes anteriores, de lo que habían vivido con Ingrid y Manuel en 2013, y con Paulina en 1997, de las diferencias entre uno y otro. “Estábamos platicando del Paulina, tratando de hacer ameno el silencio”, dice Yamilet. Abrieron las ventanas del segundo piso para que la presión del aire no las rompiera. “De repente, como a las 23:30, empiezan los ventarrones, empezaron, ya de verdad era imposible estar cerca de las ventanas.” La casa vibraba, se estremecía. Yamilet y Andrés decidieron resguardarse en el vestidor, María de los Santos se quedó con las mascotas en una habitación del primer piso.

En el mar, el huracán Otis entraba. Colocaron los fenders, unos globos que usan para evitar los golpes con otras embarcaciones. Los barcos eran arrastrados. Marlon prendió el motor y trató de avanzar a contracorriente. “De las 24:00 en adelante ya vi que estaba un poco fuera de nuestras manos”. Los cabos de otros barcos comenzaron a soltarse y uno golpeó el suyo, rompiendo el casco. Comenzó a hundirse. “Le marqué al dueño del barco para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala la altura del pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’. Me dijo: ‘¡corta los cabos y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’. Fue todo. Dije: ok. Colgué y seguí”. Pero era inevitable, Marlon y su marinero tuvieron que saltar al mar embravecido.

“Le marqué al dueño para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala el pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’, ‘¡corta y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’”.

No sabían en qué punto estaban. No tenían visibilidad, flotaban como podían entre escombros y diésel. Un objeto hirió al marinero. “Lo único que le decía era, ‘cúbrete la nuca y respira’ porque las olas nos hundían, nos iban revolcando”. Lograron agarrarse de algo que flotaba y se mantuvieron ahí hasta que escucharon el motor de otra embarcación, que estaba a unos diez metros de distancia. Marlon decidió tratar de alcanzarla. “Como yo traía a mi marinero, mi objetivo era llegar con él, siempre fue llegar con él. Cuando nos tiramos yo le dije, ‘si tú te quieres morir, yo no’, dije, ‘cuídame porque yo te voy a cuidar’, y él entendió, trató de nadar.” Llegaron. Marlon gritó por auxilio y, con ayuda de quienes estaban en ese barco, ambos subieron.

A la madrugada, la puerta que daba al balcón, en casa de Yamilet, explotó. “Fue el momento más impactante. Mi esposo y yo tenemos treinta años. Nuestra casa, pues, nos ha costado mucho. Es nuestra casita, nuestra primera casita y ojalá no sea la última, nuestro refugio, para nuestros animales, fue muy difícil de ver cómo todo se caía”. El viento volaba los objetos como en una licuadora. Hasta las 3:00 el aire bajó de intensidad y pudieron salir a la calle. Pronto comenzaron a auxiliar a los vecinos: árboles caídos que dejaron a unos atrapados dentro de su casa, el agua hasta el fondo que se les metió a la casa de otros. “Salimos y nos dimos cuenta de que todo estaba destruido, fue muy difícil procesar las imágenes, porque la noche anterior estaba todo bien, hace cinco horas estaba todo bien, y ahorita todo destruido”. Cuando llegó el amanecer, fue aún más impresionante ver el paisaje detrás de su casa, pegada a un manglar: donde antes había un amate y un terreno de vegetación frondosa, ahora había un llano. “Nos íbamos a casar el 2 de noviembre del año siguiente, pero pues por los gastos y eso yo creo que ya no se va a hacer”.

A la luz del día, Marlon ayudó a sus rescatistas a llevar el barco a un muelle. “Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. Eran las 7:00 horas, en tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.

Las primeras cifras

Los daños por el huracán Otis son incalculables. Hasta la noche del 31 de octubre, una semana después del desastre, las cifras preliminares de la Fiscalía General del Estado de Guerrero acumulaban 46 personas fallecidas y 58 desaparecidas. Un primer censo del Centro Logístico de Comando registró 604 embarcaciones desaparecidas. Y en una reunión de empresarios con representantes del gobierno, se habló de al menos doscientos marinos y capitanes no localizados.

El programa de observación satelital Copernicus detectó edificios dañados y destruidos en 7 321 hectáreas urbanizadas y 79 kilómetros de carreteras en el municipio de Acapulco por el huracán Otis. El impacto en la primera franja de tierra, donde está la zona hotelera, fue brutal. En los mapas satelitales las afectaciones más graves son evidentes en zonas altas de la bahía —un área conocida como anfiteatro—, donde se concentra 63% de los daños en construcciones de colonias populares de clase media baja y baja. Se estima que 71% de la población del municipio está potencialmente afectada, sin considerar la población flotante del área turística.

Por su parte, el sector privado ha calculado que 81% de la infraestructura afectada son viviendas, lo que implicará al menos dos años de trabajos de reconstrucción.

“Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. En tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.
La gente camina junto a escombros y árboles dañados después del huracán Otis, en Acapulco, México, 29 de octubre de 2023. Fotografía de Quetzalli Nicte / Reuters.

Una ciudad fantasma

“Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Por ejemplo, si yo tengo ventanas, te mando a hacer con tablaroca, cerrado, para prevenir todo eso. Pero como aquí es una ciudad que nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. Sí sabíamos más o menos la dimensión del problema que venía, pero no estábamos preparados para recibirlo”, dice Javier, un policía de Seguridad Pública del municipio que ha estado realizando recorridos hasta donde su patrulla ha podido pasar. “Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’ y es cierto, le digo que una película de esas de ciudad fantasma queda corta”.

Es el tercer día después del desastre, el viernes 27 de octubre por la mañana. Karla Santana, de veinticinco años, lleva en sus manos una lista de los empleados que se han presentado a trabajar. Está en la entrada de servicio del hotel Playa Suites, en un callejón de la zona turística. Ella trabaja en el área de Recursos Humanos, cuenta que la noche del huracán Otis estaban hospedados ahí una centena de turistas. Al amanecer, algunos fueron llevados a los albergues porque 97% de las habitaciones quedaron inhabitables, las piezas de la planta generadora de luz volaron y no contaban con alimentos suficientes en el almacén. Karla menciona que dejaron a los huéspedes en refugios de la colonia Farallón, del colegio La Salle, en la garita de la iglesia. Pero allí tampoco tenían condiciones para recibirlos, ni luz ni víveres, y varios regresaron al Playa Suites.

Karla vive en la periferia de Acapulco, en la colonia Luis Donaldo Colosio, una de las más afectadas, donde los afluentes de la Laguna de Tres Palos inundaron calles y casas y sus habitantes han sido quienes despejaron los caminos de escombros después del impacto de Otis. Pero ella no pudo estar ahí. Todo el miércoles se quedó atendiendo la emergencia en el Playa Suites y fue hasta la noche que caminó nueve kilómetros de subidas y bajadas hasta llegar a casa. “Nada más fui a ver a mi perro y a ver qué había pasado y me regresé”, dice. Volvió porque tiene un compromiso con su labor y con sus compañeros de trabajo, no por obligación. Desde entonces se dedicó a atender a los huéspedes que quedaban, que comenzaron a ser evacuados hasta el jueves por la noche en viajes humanitarios de autobús hasta la Ciudad de México. Hoy toma lista de los empleados que se han presentado, hasta este viernes dice que no saben nada del 60%, esto es cerca de 180 personas.

"Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Pero como aquí nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. No estábamos preparados para recibirlo”.

Del otro lado de la Avenida Costera, algunos empleados de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) se concentran en el Hotel Hacienda María Eugenia. Están echando a andar una planta de luz para instalar ahí un campamento para los trabajadores de la CFE. Llegaron a Acapulco desde el día uno, provenientes de varios estados de la República, pero recién están adaptando el lugar para descansar después de sus jornadas.

Otros que buscan dónde instalar su campamento es un grupo de la Guardia Nacional. En el edificio Nautilus, hablan con Edgar Badillo, el vigilante. Le preguntan por el administrador. Edgar les explica que ha estado ahí desde el huracán Otis, auxiliando a dos familias que se encontraban en los condominios, encargándose de la seguridad. Los soldados le dicen que están buscando donde instalarse y preguntan por las condiciones del edificio. “Es pérdida total”, responde, y los invita a verlo por ellos mismos. Entran al lobby y a recorren los primeros pisos, entre escombros. “Si logran limpiar al menos tendrán una planta de luz, si consiguen diésel para echarla a andar”.

El servicio eléctrico se interrumpió afectando a 513 524 usuarios, de los cuales 284 670 pertenecen al municipio de Acapulco. Al día siguiente del desastre por el huracán Otis, 1 320 electricistas se desplegaron para hacer frente a la emergencia; para el 27 de octubre se informó que ya eran 1 689 empleados abocados a las reparaciones. Hasta el 28, por la noche, esto fue evidente solo en la bahía principal donde está la zona naval militar. El resto de la ciudad y sus colonias permanecieron sin electricidad y en penumbras. Para el 31 de octubre, eran 2 900 electricistas en campo y 55% de los servicios quedaban restaurados en Acapulco. Pero al menos 156 000 usuarios seguían afectados.

Fueron noches en las que la caída del sol significó un toque de queda tácito. En las colonias del anfiteatro y en las periferias, durante el día las personas recorrían las calles andando a pie con relativa tranquilidad, pero la inseguridad llegaba con los atardeceres anaranjados de la costa del Pacífico. La recomendación general: resguárdense, no circulen de noche. A través de las ventanas sin vidrios y paredes derruidas se alcanzaban a ver las luces de velas y lámparas que anunciaban que alguien aún habitaba dentro. En los días posteriores al huracán, una luna llena y luminosa fungió sobre el puerto de Acapulco como el único faro.

"Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’".
Se ven escombros y embarcaciones dañadas tras el huracán Otis, en Acapulco, México, el 1 de noviembre de 2023. Fotografía de Jose Luis Gonzalez / Reuters. Las voces de Acapulco, luego del huracán Otis.

Reconectar la ciudad

Del servicio eléctrico depende el abastecimiento del agua potable, los servicios de telecomunicaciones, la refrigeración de alimentos perecederos, los sistemas de vigilancia y de aire acondicionado de una ciudad como Acapulco. Una población de 779 566 habitantes puede soportar tres días de calor, pero no de incomunicación después de un desastre natural.

Tres días después del huracán Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos. Fuera de Acapulco se crearon grupos de WhatsApp para compartir información e intentar localizar a quienes estaban dentro, que se preguntaban qué sabía el resto del mundo sobre lo que estaban viviendo. Como si se tratara de una fila para recibir una despensa, hay quienes se forman durante horas para cargar sus celulares en las plantas de luz de las televisoras, que estaban ahí cubriendo el desastre, con el objetivo de intentar enviar señales de vida a familiares. En la plaza del centro, mientras esperan su turno para conectar su teléfono a una de estas plantas, un joven, que dijo vivir detrás del Ayuntamiento, y Teresa Reyes, una mujer mayor, vecina del centro, platican. Ni él ni Teresa tiene agua para beber, ni siquiera para bañarse, han estado consiguiendo alimentos por donde pueden, pero en este momento su prioridad es cargar el celular y deciden hacer la fila, que les llevará horas.

—Ojalá que le llegue [el mensaje], porque no hay paso para allá, no se puede llegar. Le vamos a hablar a un vecino, a ver si se pueden comunicar— dice Teresa, quien explica que quiere avisar a sus hermanos y sobrinos que está bien. Unos están en la colonia El Coloso, de Acapulco; otros en San Diego, California.

Tres días después de Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos.

Durante tres días la mayoría de los caminos han estado bloqueados y los servicios de transporte públicos suspendidos. Entrar o salir de una zona a otra implica caminar por horas y atravesar calles bloqueadas por escombros, postes caídos sostenidos como con alfileres y cables enmarañados, árboles arrancados de raíz, vehículos volteados llantas arriba e infinidad de objetos arrastrados por la fuerza del viento. La ciudad se fracturó en zonas aisladas, una de la otra; no se puede llegar del interior a la costa y viceversa. De modo que habitantes de colonias populares quedaron a su suerte: lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia dinámica de devastación.

—En [el huracán] Paulina eran casetas telefónicas, uno tenía que estar, “oye, te acaban de marcar de aquí”. Ahorita mínimo cada uno tiene comunicación independiente. Pero, aun así, está imposible— recuerda el joven.
—Lo único que queremos es que sepan que estamos bien. Porque de lo que les están diciendo, lo que se está corriendo en las noticias, nosotros no sabemos, no tenemos comunicación, no tenemos el celular, no podemos ver nada, así que no podemos ni enterarnos de lo que dicen.

Un día después, el sábado 28 de octubre, en la zona Diamante, sobre el puente vehicular de Boulevard de las Naciones, decenas de personas llegan desde muy temprano para intentar comunicarse con el exterior. Se corrió la voz de que, en este lugar, agarra mejor la señal telefónica. La gente alza sus celulares hacia el cielo, esperando cacharla. Citlali Tenorio y Gabriel Galindo, residentes del fraccionamiento Las Gaviotas, de clase media, han logrado comunicarse con un familiar al que le enumeran una lista de víveres: alimentos no perecederos, agua, algunos medicamentos, químico para limpiar el agua de la alberca, dinero en efectivo. Estaban preparados para el huracán, tenían lámparas, enlatados, cosas que se sugiere tener en caso de emergencia. Pero solo les quedan alimentos para tres días más, los han estado compartiendo con sus vecinos. Además, son administradores de condominios, necesitan el efectivo para pagar a sus trabajadores.

—No es para tenerlo embolsado y guardarlo, no, [es] porque hay gente depende de nosotros ahorita—dice Gabriel.
—Ayer que nos comunicamos con mi hijo, para avisarles que estábamos bien, nos comentó que la ayuda está nada más en la Costera, que era la que estaba dañada y dijimos, y ¿nosotros?— se pregunta Citlali.
—La ayuda está muy lenta —añade Gabriel y recuerda otra experiencia inmediata.

En 2013, los huracanes Ingrid y Manuel que significaron uno de los desastres más destructivos de la historia del país.

—Al otro día, ya estaba instalado el albergue. Empezaron a sacar a la gente de aquí porque subió el agua dos metros. Ya estaba la comida […]. Y ahorita no hay nada, o sea el ejército está pero, ¿en dónde? Aquí en esta zona tú puedes ir a dar un recorrido en vehículo, no vas a ver un campamento militar de ayuda, de alimentación. No hay nada […]. La vez pasada, con el Manuel, quince días tardó en reconectarse la luz, pero no se destruyó tanto.
—Y ahorita tardó mucho en llegar la ayuda— insiste Citlali.
—[Aquella vez] también llegaron militares, resguardaron las tiendas y [se] estuvo vendiendo productos.
—Ahora es cuídate y sálvese quien pueda. Sí es deplorable ver que han saqueado todo, independientemente del daño que causó el huracán.
—No ha llegado ninguna comitiva, ningún camión que pudiera venirse para acá con una comida comunitaria o con ayuda, con despensa, no hay nada, nada— remata Gabriel.

En el puente se forma una doble fila de vehículos que brincan el camellón para circular en sentido contrario porque, en los carriles laterales, hay una enorme ceiba obstruyendo el paso. Hacia la playa, donde se alzan los edificios de departamentos de lujo, la Avenida Costera de las Palmas está desierta.

La ciudad se fracturó en zonas aisladas. Lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia devastación.
Familiares del difunto José Ramiro Castro García, quien murió durante el huracán Otis mientras trabajaba a bordo de un barco, caminan por el cementerio de El Palmar, en Acapulco, México, el 3 de noviembre de 2023. Fotografía de José Luis González / Reuters. Las voces de Acapulco por el huracán Otis.

Guardias creadas por acapulqueños

Los saqueos a comercios y el desabasto de víveres iniciaron a la mañana siguiente al desastre, a lo largo de todo Acapulco, y en algunas zonas se prolongaron hasta el primer fin de semana. La mañana del viernes 27 de octubre, en la zona costera, una joven que prefiere no dar su nombre, del servicio de vigilancia del centro comercial Galerías Diana, mira sin poder actuar. Ve cómo se llevan todo tipo de productos de la tienda departamental Liverpool, y otros establecimientos, ante la presencia de dos elementos de la Guardia Nacional, quienes tampoco intervienen. Cuenta que ha visto cómo en su colonia, Balcones al Mar, hacia Pie de la Cuesta, saquearon el Soriana y los Oxxos de Jardín Palmas. “Andaba ahí un pequeño grupo de gente de mafia, ahí cuidando esa gente. Tú te interpones nomás y ¡pam! Un balazo te va a callar”.

Al igual que esta vigilante, otros testimonios señalan a grupos del crimen organizado que llegan preparados con herramientas a llevarse el dinero de cajeros automáticos y cajas de seguridad de los negocios, que incitaban a la población a continuar el saqueo del resto de los productos y se perdían entre la multitud. “Parecían acciones organizadas, planeadas, no gentes improvisadas”, agrega un habitante del centro.

Esa noche, el camino de entrada y salida al puerto, límite de las colonias Renacimiento y Zapata, donde se encuentran las bodegas de la Central de Abastos de Acapulco, colapsó debido al caos provocado por multitudes que iban y venían cargando productos. Entre la gente que se llevaba lo que podía con sus manos, destacaban grupos coordinados, se movían juntos, cuidándose unos a otros de no ser fotografiados o grabados con un celular, iban a pie, en camionetas y escoltados por motocicletas. Los pocos elementos del ejército y de la Guardia Nacional que estaban en el lugar se limitaban a intentar liberar el tránsito vehicular.

La destrucción de edificios, incluidos los comercios, el desabasto de alimentos y un retardo en la ayuda humanitaria provocó que muchas familias salieran a buscar alimentos y gasolina, cuando ya no existía orden ni control para las ventas. “Fuimos a buscar víveres, la verdad, para sobrevivir porque ya no teníamos nada. A buscar arroz, frijol, lo necesario. No tenemos refri, teníamos carne de antes, pero pues ya no tenemos nada de luz y nos daba miedo que, pues, nos hiciera mal la carne”, cuenta un habitante de la colonia popular Leonardo Rodríguez Alcaine. En las gasolineras de la costera, las personas hacían fila para llenar galones por su cuenta.

Con el paso de los días, el temor de que proliferara la inseguridad provocó la organización de vecinos en varias partes de la ciudad. En la calle Sinaloa, de la colonia Progreso, el fotógrafo Daniel Ojeda documentó cómo los vecinos, con machetes y bates, montaban barricadas y brigadas de vigilancia nocturnas, para evitar robos a sus hogares. Con lavadoras, láminas y tinacos que el huracán Otis arrastró, bloqueaban la entrada a la calle y, por la noche, encendían fogatas alrededor de las que montaban la guardia.

Lo mismo sucedió en la calle Del Espanto, en la colonia Hornos Insurgentes. Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: están pendientes unos de las necesidades de otros, también fueron ellos mismos quieres liberaron la calle para dar paso a los vehículos, cortando árboles caídos con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias de vigilancia para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia. “El otro día vi a uno que anda por ahí, conocido pues, ya llevaba una bici chiquita, de niño, de la casa de la vecina, y que le grito, ‘¡Oye, eso no es tuyo, me lo dejas ahí! ¡Aquí entre vecinos nos estamos cuidando!’”. Estas guardias también las han hecho en su negocio, un local de ropa en la Avenida Universidad. Paloma, su hermana y su cuñado se turnan la vigilancia del comercio, pasan el día sentados en un viejo Volkswagen. A la par que cuidan su inversión que no quieren perder, echan un ojo a los negocios vecinos. Mientras platican, en la acera de enfrente un grupo de personas se han metido al local de una purificadora de agua y cargan una camioneta con garrafones. “Bueno, es agua, eso sí es algo que lo necesita la gente”, espeta.

En la calle Del Espanto, Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: liberaron la calle, cortando árboles con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia.

El desastre natural solo ha incrementado la inseguridad habitual de una ciudad que es considerada una de las más peligrosas del mundo. La última estadística pública sobre la percepción de la inseguridad en Acapulco mostró un alza de 67% a 76%, de marzo a junio de 2023.

A unos metros, en la Plaza Universidad, todos los locales habían sufrido algún daño por el desastre natural: vidrios rotos, destrozos causados por la fuerza del viento. Pero uno de ellos, Novias Sparks, de vestidos de novias, logró pasar el huracán Otis intacto hasta el sábado por la noche, cuando fue saqueado. Desde entonces, la dueña está también custodiando la entrada, en chanclas y short, inamovible. A la esquina, en otra plaza comercial de la Avenida Cuauhtémoc, otro grupo de pequeños locatarios ha depositado la seguridad a una familia que tiene una barbería, ellos dejaron su casa y están durmiendo en el local, montando guardias desde el día uno.

En apoyo a la emergencia, la Secretaría de la Defensa Nacional informó que, al 31 de octubre, se desplegaron 11 500 miembros del Ejército, Fuerza Aérea y Guardia Nacional para la distribución de despensas, agua potable, servicio de comedores, cocinas comunitarias, limpieza de caminos. En específico, son cinco mil miembros de la Guardia Nacional para “el control de las vías de comunicación” que proveen seguridad a 74 estaciones gasolineras, cuatro bodegas y veinte centros comerciales. Pero en esta zona, a unas cuadras de la Avenida Costera Miguel Alemán, como en todo Acapulco, fueron los vecinos y locatarios los primeros en reaccionar.

En la unidad habitacional Secsa II, con apenas ochenta casas, donde vive Yamilet y su familia, el sábado 28 de octubre, a cuatro días del huracán Otis, además de limpiar los escombros, han sacado una parrilla al estacionamiento y con la madera de los árboles caídos encienden una fogata en la que preparan el desayuno para varias familias. José, el vecino de la esquina, trata de encender la lumbre. Él ha enviado a su hija y esposa, lejos de Acapulco, con familiares y se ha quedado a cuidar la casa. María de los Santos, la mamá de Yamilet, saca de su despensa un paquete de huevos, son los últimos de la alacena. Mónica, la de al lado, trae queso. Varios aportan otros alimentos perecederos que temen se echen a perder en los refrigeradores que se quedaron sin luz. Así han sobrevivido durante días, actuando en comunidad.

Aún les preocupa la falta de agua, medicamentos y atención para los enfermos, y otras circunstancias que están más allá de sus manos. “Empieza a levantarse el polvo y nos vamos a enfermar, son heces fecales. Hacemos lo que podemos, nos ayudamos entre vecinos, tratamos de estar apoyándonos, pero pues sí hay cosas que nos sobrepasan demasiado”, dice Yamilet.

Son estas pequeñas iniciativas de organización vecinal las que dentro de la catástrofe aportan luz a los habitantes de una ciudad devastada.

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Archivo Gatopardo

Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

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El huracán Otis golpeó al famoso puerto turístico de Acapulco y lo devastó como ningún otro fenómeno meteorológico en su historia. Sus colonias y fraccionamientos quedaron aislados y devastados, a la sola merced de sus habitantes. A este colapso se agregó la falta de prevención de desastres, la tardía reacción de gobiernos en los tres niveles ante la emergencia y la prevalencia de un contrato social roto por la inseguridad. Estas son las voces de Acapulco que narran los días subsiguientes al desastre.

Fotografía de José Luis González/REUTERS. Se ven escombros y embarcaciones dañadas después del huracán Otis, en Acapulco, México, 1 de noviembre de 2023.

Acapulco, ciudad costera del estado de Guerrero, el primer y más reconocido destino turístico en el Pacífico mexicano, amaneció sin luz e incomunicada. Era el miércoles 25 de octubre y las primeras imágenes difundidas por las redes sociales mostraban, a cuentagotas, varios puntos de la Avenida Costera Miguel Alemán con árboles y palmeras, postes y espectaculares, derribados todos, así como edificios desnudados, convertidos en esqueletos por la fuerza del viento. En esta circunstancia está la ciudad entera, centro y periferias, no hay zona que no esté devastada. En esas primeras horas, nadie dimensionaba el nivel de destrucción provocado por el huracán Otis, durante la madrugada, que rompió el récord histórico de intensificación en México: en casi doce horas pasó de tormenta tropical a huracán de categoría cinco.

Un día antes, a las 19:00 horas del martes 24 de octubre, Yamilet Lara, una joven en sus treinta, habitante de Secsa II, una unidad habitacional de clase trabajadora que se ubica en la zona Diamante, reconocida por los desarrollos lujosos, se presentó a una cita programada en la estética. “Nos vamos a casar y teníamos las fechas para las fotos de preboda. Me fui a poner uñas porque dije, bueno, voy a arreglarme”, recuerda. Había acomodado toda la semana en torno a la sesión fotográfica, que sería el viernes en el municipio de Chilapa de Álvarez, en sus campos de flor de cempasúchil y terciopelo de esta temporada. Yamilet había escuchado que un huracán tocaría Acapulco por la noche y que sería de una categoría menor. Aunque, en realidad, desde las 18:00 horas, el Centro Nacional de Huracanes estadounidense y la Comisión Nacional de Agua habían anunciado el repentino incremento de Otis a categoría cuatro, calificándolo de “extremadamente peligroso” y anticipando que podría llegar a la categoría de riesgo máximo. “Nos confiamos mucho, la verdad, ese fue el error, nos confiamos demasiado”.

A veinte kilómetros, en el extremo norte de la bahía de Acapulco, internado en el mar, en una zona náutica conocida como La Aguada, Marlon Valdez, un marinero de veinticuatro años, velaba una de las embarcaciones de renta de la empresa para la que trabajaba. El dueño le había pedido que se encargara de cuidarla durante la tormenta, como capitán, junto a otro muchacho que fungió como marinero. Él y quienes estaban en el mar sí sabían lo que venía. “Es una tarea de años que considero que está mal, que es de cajón, no es de que si quieres o no. Tú, como marinero, es la obligación y la responsabilidad de cuidar tu embarcación y hundirte con ella”, dice. Esa noche, calcula que había casi cuarenta barcos solo en La Aguada y, por cada embarcación, de dos y hasta seis tripulantes para la vela. Pero en Acapulco hay más sectores donde se estacionan las embarcaciones: en el club de yates, en la marina, en la marina de Santa Lucía, en el club Performance, en Puerto Marques, en Las Boyas. Había miles de personas en el mar esa noche.

De regreso, al otro extremo de Acapulco, Yamilet salió de la estética a las 22:00 horas. Empezaba a llover y se escuchaban los ventarrones, la calle estaba sola, no había transporte, así que Yamilet se ofreció a llevar a la empleada de la estética a su casa. Poco después llegó a la suya, en donde estaban su mamá, María de los Santos, y su próximo esposo, Andrés. La lluvia continuaba y a las 23:00 se fue la luz. Platicaban con tranquilidad de los huracanes anteriores, de lo que habían vivido con Ingrid y Manuel en 2013, y con Paulina en 1997, de las diferencias entre uno y otro. “Estábamos platicando del Paulina, tratando de hacer ameno el silencio”, dice Yamilet. Abrieron las ventanas del segundo piso para que la presión del aire no las rompiera. “De repente, como a las 23:30, empiezan los ventarrones, empezaron, ya de verdad era imposible estar cerca de las ventanas.” La casa vibraba, se estremecía. Yamilet y Andrés decidieron resguardarse en el vestidor, María de los Santos se quedó con las mascotas en una habitación del primer piso.

En el mar, el huracán Otis entraba. Colocaron los fenders, unos globos que usan para evitar los golpes con otras embarcaciones. Los barcos eran arrastrados. Marlon prendió el motor y trató de avanzar a contracorriente. “De las 24:00 en adelante ya vi que estaba un poco fuera de nuestras manos”. Los cabos de otros barcos comenzaron a soltarse y uno golpeó el suyo, rompiendo el casco. Comenzó a hundirse. “Le marqué al dueño del barco para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala la altura del pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’. Me dijo: ‘¡corta los cabos y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’. Fue todo. Dije: ok. Colgué y seguí”. Pero era inevitable, Marlon y su marinero tuvieron que saltar al mar embravecido.

“Le marqué al dueño para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala el pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’, ‘¡corta y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’”.

No sabían en qué punto estaban. No tenían visibilidad, flotaban como podían entre escombros y diésel. Un objeto hirió al marinero. “Lo único que le decía era, ‘cúbrete la nuca y respira’ porque las olas nos hundían, nos iban revolcando”. Lograron agarrarse de algo que flotaba y se mantuvieron ahí hasta que escucharon el motor de otra embarcación, que estaba a unos diez metros de distancia. Marlon decidió tratar de alcanzarla. “Como yo traía a mi marinero, mi objetivo era llegar con él, siempre fue llegar con él. Cuando nos tiramos yo le dije, ‘si tú te quieres morir, yo no’, dije, ‘cuídame porque yo te voy a cuidar’, y él entendió, trató de nadar.” Llegaron. Marlon gritó por auxilio y, con ayuda de quienes estaban en ese barco, ambos subieron.

A la madrugada, la puerta que daba al balcón, en casa de Yamilet, explotó. “Fue el momento más impactante. Mi esposo y yo tenemos treinta años. Nuestra casa, pues, nos ha costado mucho. Es nuestra casita, nuestra primera casita y ojalá no sea la última, nuestro refugio, para nuestros animales, fue muy difícil de ver cómo todo se caía”. El viento volaba los objetos como en una licuadora. Hasta las 3:00 el aire bajó de intensidad y pudieron salir a la calle. Pronto comenzaron a auxiliar a los vecinos: árboles caídos que dejaron a unos atrapados dentro de su casa, el agua hasta el fondo que se les metió a la casa de otros. “Salimos y nos dimos cuenta de que todo estaba destruido, fue muy difícil procesar las imágenes, porque la noche anterior estaba todo bien, hace cinco horas estaba todo bien, y ahorita todo destruido”. Cuando llegó el amanecer, fue aún más impresionante ver el paisaje detrás de su casa, pegada a un manglar: donde antes había un amate y un terreno de vegetación frondosa, ahora había un llano. “Nos íbamos a casar el 2 de noviembre del año siguiente, pero pues por los gastos y eso yo creo que ya no se va a hacer”.

A la luz del día, Marlon ayudó a sus rescatistas a llevar el barco a un muelle. “Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. Eran las 7:00 horas, en tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.

Las primeras cifras

Los daños por el huracán Otis son incalculables. Hasta la noche del 31 de octubre, una semana después del desastre, las cifras preliminares de la Fiscalía General del Estado de Guerrero acumulaban 46 personas fallecidas y 58 desaparecidas. Un primer censo del Centro Logístico de Comando registró 604 embarcaciones desaparecidas. Y en una reunión de empresarios con representantes del gobierno, se habló de al menos doscientos marinos y capitanes no localizados.

El programa de observación satelital Copernicus detectó edificios dañados y destruidos en 7 321 hectáreas urbanizadas y 79 kilómetros de carreteras en el municipio de Acapulco por el huracán Otis. El impacto en la primera franja de tierra, donde está la zona hotelera, fue brutal. En los mapas satelitales las afectaciones más graves son evidentes en zonas altas de la bahía —un área conocida como anfiteatro—, donde se concentra 63% de los daños en construcciones de colonias populares de clase media baja y baja. Se estima que 71% de la población del municipio está potencialmente afectada, sin considerar la población flotante del área turística.

Por su parte, el sector privado ha calculado que 81% de la infraestructura afectada son viviendas, lo que implicará al menos dos años de trabajos de reconstrucción.

“Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. En tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.
La gente camina junto a escombros y árboles dañados después del huracán Otis, en Acapulco, México, 29 de octubre de 2023. Fotografía de Quetzalli Nicte / Reuters.

Una ciudad fantasma

“Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Por ejemplo, si yo tengo ventanas, te mando a hacer con tablaroca, cerrado, para prevenir todo eso. Pero como aquí es una ciudad que nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. Sí sabíamos más o menos la dimensión del problema que venía, pero no estábamos preparados para recibirlo”, dice Javier, un policía de Seguridad Pública del municipio que ha estado realizando recorridos hasta donde su patrulla ha podido pasar. “Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’ y es cierto, le digo que una película de esas de ciudad fantasma queda corta”.

Es el tercer día después del desastre, el viernes 27 de octubre por la mañana. Karla Santana, de veinticinco años, lleva en sus manos una lista de los empleados que se han presentado a trabajar. Está en la entrada de servicio del hotel Playa Suites, en un callejón de la zona turística. Ella trabaja en el área de Recursos Humanos, cuenta que la noche del huracán Otis estaban hospedados ahí una centena de turistas. Al amanecer, algunos fueron llevados a los albergues porque 97% de las habitaciones quedaron inhabitables, las piezas de la planta generadora de luz volaron y no contaban con alimentos suficientes en el almacén. Karla menciona que dejaron a los huéspedes en refugios de la colonia Farallón, del colegio La Salle, en la garita de la iglesia. Pero allí tampoco tenían condiciones para recibirlos, ni luz ni víveres, y varios regresaron al Playa Suites.

Karla vive en la periferia de Acapulco, en la colonia Luis Donaldo Colosio, una de las más afectadas, donde los afluentes de la Laguna de Tres Palos inundaron calles y casas y sus habitantes han sido quienes despejaron los caminos de escombros después del impacto de Otis. Pero ella no pudo estar ahí. Todo el miércoles se quedó atendiendo la emergencia en el Playa Suites y fue hasta la noche que caminó nueve kilómetros de subidas y bajadas hasta llegar a casa. “Nada más fui a ver a mi perro y a ver qué había pasado y me regresé”, dice. Volvió porque tiene un compromiso con su labor y con sus compañeros de trabajo, no por obligación. Desde entonces se dedicó a atender a los huéspedes que quedaban, que comenzaron a ser evacuados hasta el jueves por la noche en viajes humanitarios de autobús hasta la Ciudad de México. Hoy toma lista de los empleados que se han presentado, hasta este viernes dice que no saben nada del 60%, esto es cerca de 180 personas.

"Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Pero como aquí nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. No estábamos preparados para recibirlo”.

Del otro lado de la Avenida Costera, algunos empleados de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) se concentran en el Hotel Hacienda María Eugenia. Están echando a andar una planta de luz para instalar ahí un campamento para los trabajadores de la CFE. Llegaron a Acapulco desde el día uno, provenientes de varios estados de la República, pero recién están adaptando el lugar para descansar después de sus jornadas.

Otros que buscan dónde instalar su campamento es un grupo de la Guardia Nacional. En el edificio Nautilus, hablan con Edgar Badillo, el vigilante. Le preguntan por el administrador. Edgar les explica que ha estado ahí desde el huracán Otis, auxiliando a dos familias que se encontraban en los condominios, encargándose de la seguridad. Los soldados le dicen que están buscando donde instalarse y preguntan por las condiciones del edificio. “Es pérdida total”, responde, y los invita a verlo por ellos mismos. Entran al lobby y a recorren los primeros pisos, entre escombros. “Si logran limpiar al menos tendrán una planta de luz, si consiguen diésel para echarla a andar”.

El servicio eléctrico se interrumpió afectando a 513 524 usuarios, de los cuales 284 670 pertenecen al municipio de Acapulco. Al día siguiente del desastre por el huracán Otis, 1 320 electricistas se desplegaron para hacer frente a la emergencia; para el 27 de octubre se informó que ya eran 1 689 empleados abocados a las reparaciones. Hasta el 28, por la noche, esto fue evidente solo en la bahía principal donde está la zona naval militar. El resto de la ciudad y sus colonias permanecieron sin electricidad y en penumbras. Para el 31 de octubre, eran 2 900 electricistas en campo y 55% de los servicios quedaban restaurados en Acapulco. Pero al menos 156 000 usuarios seguían afectados.

Fueron noches en las que la caída del sol significó un toque de queda tácito. En las colonias del anfiteatro y en las periferias, durante el día las personas recorrían las calles andando a pie con relativa tranquilidad, pero la inseguridad llegaba con los atardeceres anaranjados de la costa del Pacífico. La recomendación general: resguárdense, no circulen de noche. A través de las ventanas sin vidrios y paredes derruidas se alcanzaban a ver las luces de velas y lámparas que anunciaban que alguien aún habitaba dentro. En los días posteriores al huracán, una luna llena y luminosa fungió sobre el puerto de Acapulco como el único faro.

"Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’".
Se ven escombros y embarcaciones dañadas tras el huracán Otis, en Acapulco, México, el 1 de noviembre de 2023. Fotografía de Jose Luis Gonzalez / Reuters. Las voces de Acapulco, luego del huracán Otis.

Reconectar la ciudad

Del servicio eléctrico depende el abastecimiento del agua potable, los servicios de telecomunicaciones, la refrigeración de alimentos perecederos, los sistemas de vigilancia y de aire acondicionado de una ciudad como Acapulco. Una población de 779 566 habitantes puede soportar tres días de calor, pero no de incomunicación después de un desastre natural.

Tres días después del huracán Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos. Fuera de Acapulco se crearon grupos de WhatsApp para compartir información e intentar localizar a quienes estaban dentro, que se preguntaban qué sabía el resto del mundo sobre lo que estaban viviendo. Como si se tratara de una fila para recibir una despensa, hay quienes se forman durante horas para cargar sus celulares en las plantas de luz de las televisoras, que estaban ahí cubriendo el desastre, con el objetivo de intentar enviar señales de vida a familiares. En la plaza del centro, mientras esperan su turno para conectar su teléfono a una de estas plantas, un joven, que dijo vivir detrás del Ayuntamiento, y Teresa Reyes, una mujer mayor, vecina del centro, platican. Ni él ni Teresa tiene agua para beber, ni siquiera para bañarse, han estado consiguiendo alimentos por donde pueden, pero en este momento su prioridad es cargar el celular y deciden hacer la fila, que les llevará horas.

—Ojalá que le llegue [el mensaje], porque no hay paso para allá, no se puede llegar. Le vamos a hablar a un vecino, a ver si se pueden comunicar— dice Teresa, quien explica que quiere avisar a sus hermanos y sobrinos que está bien. Unos están en la colonia El Coloso, de Acapulco; otros en San Diego, California.

Tres días después de Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos.

Durante tres días la mayoría de los caminos han estado bloqueados y los servicios de transporte públicos suspendidos. Entrar o salir de una zona a otra implica caminar por horas y atravesar calles bloqueadas por escombros, postes caídos sostenidos como con alfileres y cables enmarañados, árboles arrancados de raíz, vehículos volteados llantas arriba e infinidad de objetos arrastrados por la fuerza del viento. La ciudad se fracturó en zonas aisladas, una de la otra; no se puede llegar del interior a la costa y viceversa. De modo que habitantes de colonias populares quedaron a su suerte: lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia dinámica de devastación.

—En [el huracán] Paulina eran casetas telefónicas, uno tenía que estar, “oye, te acaban de marcar de aquí”. Ahorita mínimo cada uno tiene comunicación independiente. Pero, aun así, está imposible— recuerda el joven.
—Lo único que queremos es que sepan que estamos bien. Porque de lo que les están diciendo, lo que se está corriendo en las noticias, nosotros no sabemos, no tenemos comunicación, no tenemos el celular, no podemos ver nada, así que no podemos ni enterarnos de lo que dicen.

Un día después, el sábado 28 de octubre, en la zona Diamante, sobre el puente vehicular de Boulevard de las Naciones, decenas de personas llegan desde muy temprano para intentar comunicarse con el exterior. Se corrió la voz de que, en este lugar, agarra mejor la señal telefónica. La gente alza sus celulares hacia el cielo, esperando cacharla. Citlali Tenorio y Gabriel Galindo, residentes del fraccionamiento Las Gaviotas, de clase media, han logrado comunicarse con un familiar al que le enumeran una lista de víveres: alimentos no perecederos, agua, algunos medicamentos, químico para limpiar el agua de la alberca, dinero en efectivo. Estaban preparados para el huracán, tenían lámparas, enlatados, cosas que se sugiere tener en caso de emergencia. Pero solo les quedan alimentos para tres días más, los han estado compartiendo con sus vecinos. Además, son administradores de condominios, necesitan el efectivo para pagar a sus trabajadores.

—No es para tenerlo embolsado y guardarlo, no, [es] porque hay gente depende de nosotros ahorita—dice Gabriel.
—Ayer que nos comunicamos con mi hijo, para avisarles que estábamos bien, nos comentó que la ayuda está nada más en la Costera, que era la que estaba dañada y dijimos, y ¿nosotros?— se pregunta Citlali.
—La ayuda está muy lenta —añade Gabriel y recuerda otra experiencia inmediata.

En 2013, los huracanes Ingrid y Manuel que significaron uno de los desastres más destructivos de la historia del país.

—Al otro día, ya estaba instalado el albergue. Empezaron a sacar a la gente de aquí porque subió el agua dos metros. Ya estaba la comida […]. Y ahorita no hay nada, o sea el ejército está pero, ¿en dónde? Aquí en esta zona tú puedes ir a dar un recorrido en vehículo, no vas a ver un campamento militar de ayuda, de alimentación. No hay nada […]. La vez pasada, con el Manuel, quince días tardó en reconectarse la luz, pero no se destruyó tanto.
—Y ahorita tardó mucho en llegar la ayuda— insiste Citlali.
—[Aquella vez] también llegaron militares, resguardaron las tiendas y [se] estuvo vendiendo productos.
—Ahora es cuídate y sálvese quien pueda. Sí es deplorable ver que han saqueado todo, independientemente del daño que causó el huracán.
—No ha llegado ninguna comitiva, ningún camión que pudiera venirse para acá con una comida comunitaria o con ayuda, con despensa, no hay nada, nada— remata Gabriel.

En el puente se forma una doble fila de vehículos que brincan el camellón para circular en sentido contrario porque, en los carriles laterales, hay una enorme ceiba obstruyendo el paso. Hacia la playa, donde se alzan los edificios de departamentos de lujo, la Avenida Costera de las Palmas está desierta.

La ciudad se fracturó en zonas aisladas. Lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia devastación.
Familiares del difunto José Ramiro Castro García, quien murió durante el huracán Otis mientras trabajaba a bordo de un barco, caminan por el cementerio de El Palmar, en Acapulco, México, el 3 de noviembre de 2023. Fotografía de José Luis González / Reuters. Las voces de Acapulco por el huracán Otis.

Guardias creadas por acapulqueños

Los saqueos a comercios y el desabasto de víveres iniciaron a la mañana siguiente al desastre, a lo largo de todo Acapulco, y en algunas zonas se prolongaron hasta el primer fin de semana. La mañana del viernes 27 de octubre, en la zona costera, una joven que prefiere no dar su nombre, del servicio de vigilancia del centro comercial Galerías Diana, mira sin poder actuar. Ve cómo se llevan todo tipo de productos de la tienda departamental Liverpool, y otros establecimientos, ante la presencia de dos elementos de la Guardia Nacional, quienes tampoco intervienen. Cuenta que ha visto cómo en su colonia, Balcones al Mar, hacia Pie de la Cuesta, saquearon el Soriana y los Oxxos de Jardín Palmas. “Andaba ahí un pequeño grupo de gente de mafia, ahí cuidando esa gente. Tú te interpones nomás y ¡pam! Un balazo te va a callar”.

Al igual que esta vigilante, otros testimonios señalan a grupos del crimen organizado que llegan preparados con herramientas a llevarse el dinero de cajeros automáticos y cajas de seguridad de los negocios, que incitaban a la población a continuar el saqueo del resto de los productos y se perdían entre la multitud. “Parecían acciones organizadas, planeadas, no gentes improvisadas”, agrega un habitante del centro.

Esa noche, el camino de entrada y salida al puerto, límite de las colonias Renacimiento y Zapata, donde se encuentran las bodegas de la Central de Abastos de Acapulco, colapsó debido al caos provocado por multitudes que iban y venían cargando productos. Entre la gente que se llevaba lo que podía con sus manos, destacaban grupos coordinados, se movían juntos, cuidándose unos a otros de no ser fotografiados o grabados con un celular, iban a pie, en camionetas y escoltados por motocicletas. Los pocos elementos del ejército y de la Guardia Nacional que estaban en el lugar se limitaban a intentar liberar el tránsito vehicular.

La destrucción de edificios, incluidos los comercios, el desabasto de alimentos y un retardo en la ayuda humanitaria provocó que muchas familias salieran a buscar alimentos y gasolina, cuando ya no existía orden ni control para las ventas. “Fuimos a buscar víveres, la verdad, para sobrevivir porque ya no teníamos nada. A buscar arroz, frijol, lo necesario. No tenemos refri, teníamos carne de antes, pero pues ya no tenemos nada de luz y nos daba miedo que, pues, nos hiciera mal la carne”, cuenta un habitante de la colonia popular Leonardo Rodríguez Alcaine. En las gasolineras de la costera, las personas hacían fila para llenar galones por su cuenta.

Con el paso de los días, el temor de que proliferara la inseguridad provocó la organización de vecinos en varias partes de la ciudad. En la calle Sinaloa, de la colonia Progreso, el fotógrafo Daniel Ojeda documentó cómo los vecinos, con machetes y bates, montaban barricadas y brigadas de vigilancia nocturnas, para evitar robos a sus hogares. Con lavadoras, láminas y tinacos que el huracán Otis arrastró, bloqueaban la entrada a la calle y, por la noche, encendían fogatas alrededor de las que montaban la guardia.

Lo mismo sucedió en la calle Del Espanto, en la colonia Hornos Insurgentes. Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: están pendientes unos de las necesidades de otros, también fueron ellos mismos quieres liberaron la calle para dar paso a los vehículos, cortando árboles caídos con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias de vigilancia para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia. “El otro día vi a uno que anda por ahí, conocido pues, ya llevaba una bici chiquita, de niño, de la casa de la vecina, y que le grito, ‘¡Oye, eso no es tuyo, me lo dejas ahí! ¡Aquí entre vecinos nos estamos cuidando!’”. Estas guardias también las han hecho en su negocio, un local de ropa en la Avenida Universidad. Paloma, su hermana y su cuñado se turnan la vigilancia del comercio, pasan el día sentados en un viejo Volkswagen. A la par que cuidan su inversión que no quieren perder, echan un ojo a los negocios vecinos. Mientras platican, en la acera de enfrente un grupo de personas se han metido al local de una purificadora de agua y cargan una camioneta con garrafones. “Bueno, es agua, eso sí es algo que lo necesita la gente”, espeta.

En la calle Del Espanto, Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: liberaron la calle, cortando árboles con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia.

El desastre natural solo ha incrementado la inseguridad habitual de una ciudad que es considerada una de las más peligrosas del mundo. La última estadística pública sobre la percepción de la inseguridad en Acapulco mostró un alza de 67% a 76%, de marzo a junio de 2023.

A unos metros, en la Plaza Universidad, todos los locales habían sufrido algún daño por el desastre natural: vidrios rotos, destrozos causados por la fuerza del viento. Pero uno de ellos, Novias Sparks, de vestidos de novias, logró pasar el huracán Otis intacto hasta el sábado por la noche, cuando fue saqueado. Desde entonces, la dueña está también custodiando la entrada, en chanclas y short, inamovible. A la esquina, en otra plaza comercial de la Avenida Cuauhtémoc, otro grupo de pequeños locatarios ha depositado la seguridad a una familia que tiene una barbería, ellos dejaron su casa y están durmiendo en el local, montando guardias desde el día uno.

En apoyo a la emergencia, la Secretaría de la Defensa Nacional informó que, al 31 de octubre, se desplegaron 11 500 miembros del Ejército, Fuerza Aérea y Guardia Nacional para la distribución de despensas, agua potable, servicio de comedores, cocinas comunitarias, limpieza de caminos. En específico, son cinco mil miembros de la Guardia Nacional para “el control de las vías de comunicación” que proveen seguridad a 74 estaciones gasolineras, cuatro bodegas y veinte centros comerciales. Pero en esta zona, a unas cuadras de la Avenida Costera Miguel Alemán, como en todo Acapulco, fueron los vecinos y locatarios los primeros en reaccionar.

En la unidad habitacional Secsa II, con apenas ochenta casas, donde vive Yamilet y su familia, el sábado 28 de octubre, a cuatro días del huracán Otis, además de limpiar los escombros, han sacado una parrilla al estacionamiento y con la madera de los árboles caídos encienden una fogata en la que preparan el desayuno para varias familias. José, el vecino de la esquina, trata de encender la lumbre. Él ha enviado a su hija y esposa, lejos de Acapulco, con familiares y se ha quedado a cuidar la casa. María de los Santos, la mamá de Yamilet, saca de su despensa un paquete de huevos, son los últimos de la alacena. Mónica, la de al lado, trae queso. Varios aportan otros alimentos perecederos que temen se echen a perder en los refrigeradores que se quedaron sin luz. Así han sobrevivido durante días, actuando en comunidad.

Aún les preocupa la falta de agua, medicamentos y atención para los enfermos, y otras circunstancias que están más allá de sus manos. “Empieza a levantarse el polvo y nos vamos a enfermar, son heces fecales. Hacemos lo que podemos, nos ayudamos entre vecinos, tratamos de estar apoyándonos, pero pues sí hay cosas que nos sobrepasan demasiado”, dice Yamilet.

Son estas pequeñas iniciativas de organización vecinal las que dentro de la catástrofe aportan luz a los habitantes de una ciudad devastada.

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Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

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Texto de
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Ilustración de
Traducción de
Fotografía de José Luis González/REUTERS. Se ven escombros y embarcaciones dañadas después del huracán Otis, en Acapulco, México, 1 de noviembre de 2023.

El huracán Otis golpeó al famoso puerto turístico de Acapulco y lo devastó como ningún otro fenómeno meteorológico en su historia. Sus colonias y fraccionamientos quedaron aislados y devastados, a la sola merced de sus habitantes. A este colapso se agregó la falta de prevención de desastres, la tardía reacción de gobiernos en los tres niveles ante la emergencia y la prevalencia de un contrato social roto por la inseguridad. Estas son las voces de Acapulco que narran los días subsiguientes al desastre.

Acapulco, ciudad costera del estado de Guerrero, el primer y más reconocido destino turístico en el Pacífico mexicano, amaneció sin luz e incomunicada. Era el miércoles 25 de octubre y las primeras imágenes difundidas por las redes sociales mostraban, a cuentagotas, varios puntos de la Avenida Costera Miguel Alemán con árboles y palmeras, postes y espectaculares, derribados todos, así como edificios desnudados, convertidos en esqueletos por la fuerza del viento. En esta circunstancia está la ciudad entera, centro y periferias, no hay zona que no esté devastada. En esas primeras horas, nadie dimensionaba el nivel de destrucción provocado por el huracán Otis, durante la madrugada, que rompió el récord histórico de intensificación en México: en casi doce horas pasó de tormenta tropical a huracán de categoría cinco.

Un día antes, a las 19:00 horas del martes 24 de octubre, Yamilet Lara, una joven en sus treinta, habitante de Secsa II, una unidad habitacional de clase trabajadora que se ubica en la zona Diamante, reconocida por los desarrollos lujosos, se presentó a una cita programada en la estética. “Nos vamos a casar y teníamos las fechas para las fotos de preboda. Me fui a poner uñas porque dije, bueno, voy a arreglarme”, recuerda. Había acomodado toda la semana en torno a la sesión fotográfica, que sería el viernes en el municipio de Chilapa de Álvarez, en sus campos de flor de cempasúchil y terciopelo de esta temporada. Yamilet había escuchado que un huracán tocaría Acapulco por la noche y que sería de una categoría menor. Aunque, en realidad, desde las 18:00 horas, el Centro Nacional de Huracanes estadounidense y la Comisión Nacional de Agua habían anunciado el repentino incremento de Otis a categoría cuatro, calificándolo de “extremadamente peligroso” y anticipando que podría llegar a la categoría de riesgo máximo. “Nos confiamos mucho, la verdad, ese fue el error, nos confiamos demasiado”.

A veinte kilómetros, en el extremo norte de la bahía de Acapulco, internado en el mar, en una zona náutica conocida como La Aguada, Marlon Valdez, un marinero de veinticuatro años, velaba una de las embarcaciones de renta de la empresa para la que trabajaba. El dueño le había pedido que se encargara de cuidarla durante la tormenta, como capitán, junto a otro muchacho que fungió como marinero. Él y quienes estaban en el mar sí sabían lo que venía. “Es una tarea de años que considero que está mal, que es de cajón, no es de que si quieres o no. Tú, como marinero, es la obligación y la responsabilidad de cuidar tu embarcación y hundirte con ella”, dice. Esa noche, calcula que había casi cuarenta barcos solo en La Aguada y, por cada embarcación, de dos y hasta seis tripulantes para la vela. Pero en Acapulco hay más sectores donde se estacionan las embarcaciones: en el club de yates, en la marina, en la marina de Santa Lucía, en el club Performance, en Puerto Marques, en Las Boyas. Había miles de personas en el mar esa noche.

De regreso, al otro extremo de Acapulco, Yamilet salió de la estética a las 22:00 horas. Empezaba a llover y se escuchaban los ventarrones, la calle estaba sola, no había transporte, así que Yamilet se ofreció a llevar a la empleada de la estética a su casa. Poco después llegó a la suya, en donde estaban su mamá, María de los Santos, y su próximo esposo, Andrés. La lluvia continuaba y a las 23:00 se fue la luz. Platicaban con tranquilidad de los huracanes anteriores, de lo que habían vivido con Ingrid y Manuel en 2013, y con Paulina en 1997, de las diferencias entre uno y otro. “Estábamos platicando del Paulina, tratando de hacer ameno el silencio”, dice Yamilet. Abrieron las ventanas del segundo piso para que la presión del aire no las rompiera. “De repente, como a las 23:30, empiezan los ventarrones, empezaron, ya de verdad era imposible estar cerca de las ventanas.” La casa vibraba, se estremecía. Yamilet y Andrés decidieron resguardarse en el vestidor, María de los Santos se quedó con las mascotas en una habitación del primer piso.

En el mar, el huracán Otis entraba. Colocaron los fenders, unos globos que usan para evitar los golpes con otras embarcaciones. Los barcos eran arrastrados. Marlon prendió el motor y trató de avanzar a contracorriente. “De las 24:00 en adelante ya vi que estaba un poco fuera de nuestras manos”. Los cabos de otros barcos comenzaron a soltarse y uno golpeó el suyo, rompiendo el casco. Comenzó a hundirse. “Le marqué al dueño del barco para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala la altura del pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’. Me dijo: ‘¡corta los cabos y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’. Fue todo. Dije: ok. Colgué y seguí”. Pero era inevitable, Marlon y su marinero tuvieron que saltar al mar embravecido.

“Le marqué al dueño para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala el pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’, ‘¡corta y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’”.

No sabían en qué punto estaban. No tenían visibilidad, flotaban como podían entre escombros y diésel. Un objeto hirió al marinero. “Lo único que le decía era, ‘cúbrete la nuca y respira’ porque las olas nos hundían, nos iban revolcando”. Lograron agarrarse de algo que flotaba y se mantuvieron ahí hasta que escucharon el motor de otra embarcación, que estaba a unos diez metros de distancia. Marlon decidió tratar de alcanzarla. “Como yo traía a mi marinero, mi objetivo era llegar con él, siempre fue llegar con él. Cuando nos tiramos yo le dije, ‘si tú te quieres morir, yo no’, dije, ‘cuídame porque yo te voy a cuidar’, y él entendió, trató de nadar.” Llegaron. Marlon gritó por auxilio y, con ayuda de quienes estaban en ese barco, ambos subieron.

A la madrugada, la puerta que daba al balcón, en casa de Yamilet, explotó. “Fue el momento más impactante. Mi esposo y yo tenemos treinta años. Nuestra casa, pues, nos ha costado mucho. Es nuestra casita, nuestra primera casita y ojalá no sea la última, nuestro refugio, para nuestros animales, fue muy difícil de ver cómo todo se caía”. El viento volaba los objetos como en una licuadora. Hasta las 3:00 el aire bajó de intensidad y pudieron salir a la calle. Pronto comenzaron a auxiliar a los vecinos: árboles caídos que dejaron a unos atrapados dentro de su casa, el agua hasta el fondo que se les metió a la casa de otros. “Salimos y nos dimos cuenta de que todo estaba destruido, fue muy difícil procesar las imágenes, porque la noche anterior estaba todo bien, hace cinco horas estaba todo bien, y ahorita todo destruido”. Cuando llegó el amanecer, fue aún más impresionante ver el paisaje detrás de su casa, pegada a un manglar: donde antes había un amate y un terreno de vegetación frondosa, ahora había un llano. “Nos íbamos a casar el 2 de noviembre del año siguiente, pero pues por los gastos y eso yo creo que ya no se va a hacer”.

A la luz del día, Marlon ayudó a sus rescatistas a llevar el barco a un muelle. “Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. Eran las 7:00 horas, en tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.

Las primeras cifras

Los daños por el huracán Otis son incalculables. Hasta la noche del 31 de octubre, una semana después del desastre, las cifras preliminares de la Fiscalía General del Estado de Guerrero acumulaban 46 personas fallecidas y 58 desaparecidas. Un primer censo del Centro Logístico de Comando registró 604 embarcaciones desaparecidas. Y en una reunión de empresarios con representantes del gobierno, se habló de al menos doscientos marinos y capitanes no localizados.

El programa de observación satelital Copernicus detectó edificios dañados y destruidos en 7 321 hectáreas urbanizadas y 79 kilómetros de carreteras en el municipio de Acapulco por el huracán Otis. El impacto en la primera franja de tierra, donde está la zona hotelera, fue brutal. En los mapas satelitales las afectaciones más graves son evidentes en zonas altas de la bahía —un área conocida como anfiteatro—, donde se concentra 63% de los daños en construcciones de colonias populares de clase media baja y baja. Se estima que 71% de la población del municipio está potencialmente afectada, sin considerar la población flotante del área turística.

Por su parte, el sector privado ha calculado que 81% de la infraestructura afectada son viviendas, lo que implicará al menos dos años de trabajos de reconstrucción.

“Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. En tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.
La gente camina junto a escombros y árboles dañados después del huracán Otis, en Acapulco, México, 29 de octubre de 2023. Fotografía de Quetzalli Nicte / Reuters.

Una ciudad fantasma

“Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Por ejemplo, si yo tengo ventanas, te mando a hacer con tablaroca, cerrado, para prevenir todo eso. Pero como aquí es una ciudad que nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. Sí sabíamos más o menos la dimensión del problema que venía, pero no estábamos preparados para recibirlo”, dice Javier, un policía de Seguridad Pública del municipio que ha estado realizando recorridos hasta donde su patrulla ha podido pasar. “Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’ y es cierto, le digo que una película de esas de ciudad fantasma queda corta”.

Es el tercer día después del desastre, el viernes 27 de octubre por la mañana. Karla Santana, de veinticinco años, lleva en sus manos una lista de los empleados que se han presentado a trabajar. Está en la entrada de servicio del hotel Playa Suites, en un callejón de la zona turística. Ella trabaja en el área de Recursos Humanos, cuenta que la noche del huracán Otis estaban hospedados ahí una centena de turistas. Al amanecer, algunos fueron llevados a los albergues porque 97% de las habitaciones quedaron inhabitables, las piezas de la planta generadora de luz volaron y no contaban con alimentos suficientes en el almacén. Karla menciona que dejaron a los huéspedes en refugios de la colonia Farallón, del colegio La Salle, en la garita de la iglesia. Pero allí tampoco tenían condiciones para recibirlos, ni luz ni víveres, y varios regresaron al Playa Suites.

Karla vive en la periferia de Acapulco, en la colonia Luis Donaldo Colosio, una de las más afectadas, donde los afluentes de la Laguna de Tres Palos inundaron calles y casas y sus habitantes han sido quienes despejaron los caminos de escombros después del impacto de Otis. Pero ella no pudo estar ahí. Todo el miércoles se quedó atendiendo la emergencia en el Playa Suites y fue hasta la noche que caminó nueve kilómetros de subidas y bajadas hasta llegar a casa. “Nada más fui a ver a mi perro y a ver qué había pasado y me regresé”, dice. Volvió porque tiene un compromiso con su labor y con sus compañeros de trabajo, no por obligación. Desde entonces se dedicó a atender a los huéspedes que quedaban, que comenzaron a ser evacuados hasta el jueves por la noche en viajes humanitarios de autobús hasta la Ciudad de México. Hoy toma lista de los empleados que se han presentado, hasta este viernes dice que no saben nada del 60%, esto es cerca de 180 personas.

"Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Pero como aquí nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. No estábamos preparados para recibirlo”.

Del otro lado de la Avenida Costera, algunos empleados de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) se concentran en el Hotel Hacienda María Eugenia. Están echando a andar una planta de luz para instalar ahí un campamento para los trabajadores de la CFE. Llegaron a Acapulco desde el día uno, provenientes de varios estados de la República, pero recién están adaptando el lugar para descansar después de sus jornadas.

Otros que buscan dónde instalar su campamento es un grupo de la Guardia Nacional. En el edificio Nautilus, hablan con Edgar Badillo, el vigilante. Le preguntan por el administrador. Edgar les explica que ha estado ahí desde el huracán Otis, auxiliando a dos familias que se encontraban en los condominios, encargándose de la seguridad. Los soldados le dicen que están buscando donde instalarse y preguntan por las condiciones del edificio. “Es pérdida total”, responde, y los invita a verlo por ellos mismos. Entran al lobby y a recorren los primeros pisos, entre escombros. “Si logran limpiar al menos tendrán una planta de luz, si consiguen diésel para echarla a andar”.

El servicio eléctrico se interrumpió afectando a 513 524 usuarios, de los cuales 284 670 pertenecen al municipio de Acapulco. Al día siguiente del desastre por el huracán Otis, 1 320 electricistas se desplegaron para hacer frente a la emergencia; para el 27 de octubre se informó que ya eran 1 689 empleados abocados a las reparaciones. Hasta el 28, por la noche, esto fue evidente solo en la bahía principal donde está la zona naval militar. El resto de la ciudad y sus colonias permanecieron sin electricidad y en penumbras. Para el 31 de octubre, eran 2 900 electricistas en campo y 55% de los servicios quedaban restaurados en Acapulco. Pero al menos 156 000 usuarios seguían afectados.

Fueron noches en las que la caída del sol significó un toque de queda tácito. En las colonias del anfiteatro y en las periferias, durante el día las personas recorrían las calles andando a pie con relativa tranquilidad, pero la inseguridad llegaba con los atardeceres anaranjados de la costa del Pacífico. La recomendación general: resguárdense, no circulen de noche. A través de las ventanas sin vidrios y paredes derruidas se alcanzaban a ver las luces de velas y lámparas que anunciaban que alguien aún habitaba dentro. En los días posteriores al huracán, una luna llena y luminosa fungió sobre el puerto de Acapulco como el único faro.

"Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’".
Se ven escombros y embarcaciones dañadas tras el huracán Otis, en Acapulco, México, el 1 de noviembre de 2023. Fotografía de Jose Luis Gonzalez / Reuters. Las voces de Acapulco, luego del huracán Otis.

Reconectar la ciudad

Del servicio eléctrico depende el abastecimiento del agua potable, los servicios de telecomunicaciones, la refrigeración de alimentos perecederos, los sistemas de vigilancia y de aire acondicionado de una ciudad como Acapulco. Una población de 779 566 habitantes puede soportar tres días de calor, pero no de incomunicación después de un desastre natural.

Tres días después del huracán Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos. Fuera de Acapulco se crearon grupos de WhatsApp para compartir información e intentar localizar a quienes estaban dentro, que se preguntaban qué sabía el resto del mundo sobre lo que estaban viviendo. Como si se tratara de una fila para recibir una despensa, hay quienes se forman durante horas para cargar sus celulares en las plantas de luz de las televisoras, que estaban ahí cubriendo el desastre, con el objetivo de intentar enviar señales de vida a familiares. En la plaza del centro, mientras esperan su turno para conectar su teléfono a una de estas plantas, un joven, que dijo vivir detrás del Ayuntamiento, y Teresa Reyes, una mujer mayor, vecina del centro, platican. Ni él ni Teresa tiene agua para beber, ni siquiera para bañarse, han estado consiguiendo alimentos por donde pueden, pero en este momento su prioridad es cargar el celular y deciden hacer la fila, que les llevará horas.

—Ojalá que le llegue [el mensaje], porque no hay paso para allá, no se puede llegar. Le vamos a hablar a un vecino, a ver si se pueden comunicar— dice Teresa, quien explica que quiere avisar a sus hermanos y sobrinos que está bien. Unos están en la colonia El Coloso, de Acapulco; otros en San Diego, California.

Tres días después de Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos.

Durante tres días la mayoría de los caminos han estado bloqueados y los servicios de transporte públicos suspendidos. Entrar o salir de una zona a otra implica caminar por horas y atravesar calles bloqueadas por escombros, postes caídos sostenidos como con alfileres y cables enmarañados, árboles arrancados de raíz, vehículos volteados llantas arriba e infinidad de objetos arrastrados por la fuerza del viento. La ciudad se fracturó en zonas aisladas, una de la otra; no se puede llegar del interior a la costa y viceversa. De modo que habitantes de colonias populares quedaron a su suerte: lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia dinámica de devastación.

—En [el huracán] Paulina eran casetas telefónicas, uno tenía que estar, “oye, te acaban de marcar de aquí”. Ahorita mínimo cada uno tiene comunicación independiente. Pero, aun así, está imposible— recuerda el joven.
—Lo único que queremos es que sepan que estamos bien. Porque de lo que les están diciendo, lo que se está corriendo en las noticias, nosotros no sabemos, no tenemos comunicación, no tenemos el celular, no podemos ver nada, así que no podemos ni enterarnos de lo que dicen.

Un día después, el sábado 28 de octubre, en la zona Diamante, sobre el puente vehicular de Boulevard de las Naciones, decenas de personas llegan desde muy temprano para intentar comunicarse con el exterior. Se corrió la voz de que, en este lugar, agarra mejor la señal telefónica. La gente alza sus celulares hacia el cielo, esperando cacharla. Citlali Tenorio y Gabriel Galindo, residentes del fraccionamiento Las Gaviotas, de clase media, han logrado comunicarse con un familiar al que le enumeran una lista de víveres: alimentos no perecederos, agua, algunos medicamentos, químico para limpiar el agua de la alberca, dinero en efectivo. Estaban preparados para el huracán, tenían lámparas, enlatados, cosas que se sugiere tener en caso de emergencia. Pero solo les quedan alimentos para tres días más, los han estado compartiendo con sus vecinos. Además, son administradores de condominios, necesitan el efectivo para pagar a sus trabajadores.

—No es para tenerlo embolsado y guardarlo, no, [es] porque hay gente depende de nosotros ahorita—dice Gabriel.
—Ayer que nos comunicamos con mi hijo, para avisarles que estábamos bien, nos comentó que la ayuda está nada más en la Costera, que era la que estaba dañada y dijimos, y ¿nosotros?— se pregunta Citlali.
—La ayuda está muy lenta —añade Gabriel y recuerda otra experiencia inmediata.

En 2013, los huracanes Ingrid y Manuel que significaron uno de los desastres más destructivos de la historia del país.

—Al otro día, ya estaba instalado el albergue. Empezaron a sacar a la gente de aquí porque subió el agua dos metros. Ya estaba la comida […]. Y ahorita no hay nada, o sea el ejército está pero, ¿en dónde? Aquí en esta zona tú puedes ir a dar un recorrido en vehículo, no vas a ver un campamento militar de ayuda, de alimentación. No hay nada […]. La vez pasada, con el Manuel, quince días tardó en reconectarse la luz, pero no se destruyó tanto.
—Y ahorita tardó mucho en llegar la ayuda— insiste Citlali.
—[Aquella vez] también llegaron militares, resguardaron las tiendas y [se] estuvo vendiendo productos.
—Ahora es cuídate y sálvese quien pueda. Sí es deplorable ver que han saqueado todo, independientemente del daño que causó el huracán.
—No ha llegado ninguna comitiva, ningún camión que pudiera venirse para acá con una comida comunitaria o con ayuda, con despensa, no hay nada, nada— remata Gabriel.

En el puente se forma una doble fila de vehículos que brincan el camellón para circular en sentido contrario porque, en los carriles laterales, hay una enorme ceiba obstruyendo el paso. Hacia la playa, donde se alzan los edificios de departamentos de lujo, la Avenida Costera de las Palmas está desierta.

La ciudad se fracturó en zonas aisladas. Lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia devastación.
Familiares del difunto José Ramiro Castro García, quien murió durante el huracán Otis mientras trabajaba a bordo de un barco, caminan por el cementerio de El Palmar, en Acapulco, México, el 3 de noviembre de 2023. Fotografía de José Luis González / Reuters. Las voces de Acapulco por el huracán Otis.

Guardias creadas por acapulqueños

Los saqueos a comercios y el desabasto de víveres iniciaron a la mañana siguiente al desastre, a lo largo de todo Acapulco, y en algunas zonas se prolongaron hasta el primer fin de semana. La mañana del viernes 27 de octubre, en la zona costera, una joven que prefiere no dar su nombre, del servicio de vigilancia del centro comercial Galerías Diana, mira sin poder actuar. Ve cómo se llevan todo tipo de productos de la tienda departamental Liverpool, y otros establecimientos, ante la presencia de dos elementos de la Guardia Nacional, quienes tampoco intervienen. Cuenta que ha visto cómo en su colonia, Balcones al Mar, hacia Pie de la Cuesta, saquearon el Soriana y los Oxxos de Jardín Palmas. “Andaba ahí un pequeño grupo de gente de mafia, ahí cuidando esa gente. Tú te interpones nomás y ¡pam! Un balazo te va a callar”.

Al igual que esta vigilante, otros testimonios señalan a grupos del crimen organizado que llegan preparados con herramientas a llevarse el dinero de cajeros automáticos y cajas de seguridad de los negocios, que incitaban a la población a continuar el saqueo del resto de los productos y se perdían entre la multitud. “Parecían acciones organizadas, planeadas, no gentes improvisadas”, agrega un habitante del centro.

Esa noche, el camino de entrada y salida al puerto, límite de las colonias Renacimiento y Zapata, donde se encuentran las bodegas de la Central de Abastos de Acapulco, colapsó debido al caos provocado por multitudes que iban y venían cargando productos. Entre la gente que se llevaba lo que podía con sus manos, destacaban grupos coordinados, se movían juntos, cuidándose unos a otros de no ser fotografiados o grabados con un celular, iban a pie, en camionetas y escoltados por motocicletas. Los pocos elementos del ejército y de la Guardia Nacional que estaban en el lugar se limitaban a intentar liberar el tránsito vehicular.

La destrucción de edificios, incluidos los comercios, el desabasto de alimentos y un retardo en la ayuda humanitaria provocó que muchas familias salieran a buscar alimentos y gasolina, cuando ya no existía orden ni control para las ventas. “Fuimos a buscar víveres, la verdad, para sobrevivir porque ya no teníamos nada. A buscar arroz, frijol, lo necesario. No tenemos refri, teníamos carne de antes, pero pues ya no tenemos nada de luz y nos daba miedo que, pues, nos hiciera mal la carne”, cuenta un habitante de la colonia popular Leonardo Rodríguez Alcaine. En las gasolineras de la costera, las personas hacían fila para llenar galones por su cuenta.

Con el paso de los días, el temor de que proliferara la inseguridad provocó la organización de vecinos en varias partes de la ciudad. En la calle Sinaloa, de la colonia Progreso, el fotógrafo Daniel Ojeda documentó cómo los vecinos, con machetes y bates, montaban barricadas y brigadas de vigilancia nocturnas, para evitar robos a sus hogares. Con lavadoras, láminas y tinacos que el huracán Otis arrastró, bloqueaban la entrada a la calle y, por la noche, encendían fogatas alrededor de las que montaban la guardia.

Lo mismo sucedió en la calle Del Espanto, en la colonia Hornos Insurgentes. Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: están pendientes unos de las necesidades de otros, también fueron ellos mismos quieres liberaron la calle para dar paso a los vehículos, cortando árboles caídos con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias de vigilancia para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia. “El otro día vi a uno que anda por ahí, conocido pues, ya llevaba una bici chiquita, de niño, de la casa de la vecina, y que le grito, ‘¡Oye, eso no es tuyo, me lo dejas ahí! ¡Aquí entre vecinos nos estamos cuidando!’”. Estas guardias también las han hecho en su negocio, un local de ropa en la Avenida Universidad. Paloma, su hermana y su cuñado se turnan la vigilancia del comercio, pasan el día sentados en un viejo Volkswagen. A la par que cuidan su inversión que no quieren perder, echan un ojo a los negocios vecinos. Mientras platican, en la acera de enfrente un grupo de personas se han metido al local de una purificadora de agua y cargan una camioneta con garrafones. “Bueno, es agua, eso sí es algo que lo necesita la gente”, espeta.

En la calle Del Espanto, Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: liberaron la calle, cortando árboles con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia.

El desastre natural solo ha incrementado la inseguridad habitual de una ciudad que es considerada una de las más peligrosas del mundo. La última estadística pública sobre la percepción de la inseguridad en Acapulco mostró un alza de 67% a 76%, de marzo a junio de 2023.

A unos metros, en la Plaza Universidad, todos los locales habían sufrido algún daño por el desastre natural: vidrios rotos, destrozos causados por la fuerza del viento. Pero uno de ellos, Novias Sparks, de vestidos de novias, logró pasar el huracán Otis intacto hasta el sábado por la noche, cuando fue saqueado. Desde entonces, la dueña está también custodiando la entrada, en chanclas y short, inamovible. A la esquina, en otra plaza comercial de la Avenida Cuauhtémoc, otro grupo de pequeños locatarios ha depositado la seguridad a una familia que tiene una barbería, ellos dejaron su casa y están durmiendo en el local, montando guardias desde el día uno.

En apoyo a la emergencia, la Secretaría de la Defensa Nacional informó que, al 31 de octubre, se desplegaron 11 500 miembros del Ejército, Fuerza Aérea y Guardia Nacional para la distribución de despensas, agua potable, servicio de comedores, cocinas comunitarias, limpieza de caminos. En específico, son cinco mil miembros de la Guardia Nacional para “el control de las vías de comunicación” que proveen seguridad a 74 estaciones gasolineras, cuatro bodegas y veinte centros comerciales. Pero en esta zona, a unas cuadras de la Avenida Costera Miguel Alemán, como en todo Acapulco, fueron los vecinos y locatarios los primeros en reaccionar.

En la unidad habitacional Secsa II, con apenas ochenta casas, donde vive Yamilet y su familia, el sábado 28 de octubre, a cuatro días del huracán Otis, además de limpiar los escombros, han sacado una parrilla al estacionamiento y con la madera de los árboles caídos encienden una fogata en la que preparan el desayuno para varias familias. José, el vecino de la esquina, trata de encender la lumbre. Él ha enviado a su hija y esposa, lejos de Acapulco, con familiares y se ha quedado a cuidar la casa. María de los Santos, la mamá de Yamilet, saca de su despensa un paquete de huevos, son los últimos de la alacena. Mónica, la de al lado, trae queso. Varios aportan otros alimentos perecederos que temen se echen a perder en los refrigeradores que se quedaron sin luz. Así han sobrevivido durante días, actuando en comunidad.

Aún les preocupa la falta de agua, medicamentos y atención para los enfermos, y otras circunstancias que están más allá de sus manos. “Empieza a levantarse el polvo y nos vamos a enfermar, son heces fecales. Hacemos lo que podemos, nos ayudamos entre vecinos, tratamos de estar apoyándonos, pero pues sí hay cosas que nos sobrepasan demasiado”, dice Yamilet.

Son estas pequeñas iniciativas de organización vecinal las que dentro de la catástrofe aportan luz a los habitantes de una ciudad devastada.

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Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

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El huracán Otis golpeó al famoso puerto turístico de Acapulco y lo devastó como ningún otro fenómeno meteorológico en su historia. Sus colonias y fraccionamientos quedaron aislados y devastados, a la sola merced de sus habitantes. A este colapso se agregó la falta de prevención de desastres, la tardía reacción de gobiernos en los tres niveles ante la emergencia y la prevalencia de un contrato social roto por la inseguridad. Estas son las voces de Acapulco que narran los días subsiguientes al desastre.

Acapulco, ciudad costera del estado de Guerrero, el primer y más reconocido destino turístico en el Pacífico mexicano, amaneció sin luz e incomunicada. Era el miércoles 25 de octubre y las primeras imágenes difundidas por las redes sociales mostraban, a cuentagotas, varios puntos de la Avenida Costera Miguel Alemán con árboles y palmeras, postes y espectaculares, derribados todos, así como edificios desnudados, convertidos en esqueletos por la fuerza del viento. En esta circunstancia está la ciudad entera, centro y periferias, no hay zona que no esté devastada. En esas primeras horas, nadie dimensionaba el nivel de destrucción provocado por el huracán Otis, durante la madrugada, que rompió el récord histórico de intensificación en México: en casi doce horas pasó de tormenta tropical a huracán de categoría cinco.

Un día antes, a las 19:00 horas del martes 24 de octubre, Yamilet Lara, una joven en sus treinta, habitante de Secsa II, una unidad habitacional de clase trabajadora que se ubica en la zona Diamante, reconocida por los desarrollos lujosos, se presentó a una cita programada en la estética. “Nos vamos a casar y teníamos las fechas para las fotos de preboda. Me fui a poner uñas porque dije, bueno, voy a arreglarme”, recuerda. Había acomodado toda la semana en torno a la sesión fotográfica, que sería el viernes en el municipio de Chilapa de Álvarez, en sus campos de flor de cempasúchil y terciopelo de esta temporada. Yamilet había escuchado que un huracán tocaría Acapulco por la noche y que sería de una categoría menor. Aunque, en realidad, desde las 18:00 horas, el Centro Nacional de Huracanes estadounidense y la Comisión Nacional de Agua habían anunciado el repentino incremento de Otis a categoría cuatro, calificándolo de “extremadamente peligroso” y anticipando que podría llegar a la categoría de riesgo máximo. “Nos confiamos mucho, la verdad, ese fue el error, nos confiamos demasiado”.

A veinte kilómetros, en el extremo norte de la bahía de Acapulco, internado en el mar, en una zona náutica conocida como La Aguada, Marlon Valdez, un marinero de veinticuatro años, velaba una de las embarcaciones de renta de la empresa para la que trabajaba. El dueño le había pedido que se encargara de cuidarla durante la tormenta, como capitán, junto a otro muchacho que fungió como marinero. Él y quienes estaban en el mar sí sabían lo que venía. “Es una tarea de años que considero que está mal, que es de cajón, no es de que si quieres o no. Tú, como marinero, es la obligación y la responsabilidad de cuidar tu embarcación y hundirte con ella”, dice. Esa noche, calcula que había casi cuarenta barcos solo en La Aguada y, por cada embarcación, de dos y hasta seis tripulantes para la vela. Pero en Acapulco hay más sectores donde se estacionan las embarcaciones: en el club de yates, en la marina, en la marina de Santa Lucía, en el club Performance, en Puerto Marques, en Las Boyas. Había miles de personas en el mar esa noche.

De regreso, al otro extremo de Acapulco, Yamilet salió de la estética a las 22:00 horas. Empezaba a llover y se escuchaban los ventarrones, la calle estaba sola, no había transporte, así que Yamilet se ofreció a llevar a la empleada de la estética a su casa. Poco después llegó a la suya, en donde estaban su mamá, María de los Santos, y su próximo esposo, Andrés. La lluvia continuaba y a las 23:00 se fue la luz. Platicaban con tranquilidad de los huracanes anteriores, de lo que habían vivido con Ingrid y Manuel en 2013, y con Paulina en 1997, de las diferencias entre uno y otro. “Estábamos platicando del Paulina, tratando de hacer ameno el silencio”, dice Yamilet. Abrieron las ventanas del segundo piso para que la presión del aire no las rompiera. “De repente, como a las 23:30, empiezan los ventarrones, empezaron, ya de verdad era imposible estar cerca de las ventanas.” La casa vibraba, se estremecía. Yamilet y Andrés decidieron resguardarse en el vestidor, María de los Santos se quedó con las mascotas en una habitación del primer piso.

En el mar, el huracán Otis entraba. Colocaron los fenders, unos globos que usan para evitar los golpes con otras embarcaciones. Los barcos eran arrastrados. Marlon prendió el motor y trató de avanzar a contracorriente. “De las 24:00 en adelante ya vi que estaba un poco fuera de nuestras manos”. Los cabos de otros barcos comenzaron a soltarse y uno golpeó el suyo, rompiendo el casco. Comenzó a hundirse. “Le marqué al dueño del barco para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala la altura del pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’. Me dijo: ‘¡corta los cabos y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’. Fue todo. Dije: ok. Colgué y seguí”. Pero era inevitable, Marlon y su marinero tuvieron que saltar al mar embravecido.

“Le marqué al dueño para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala el pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’, ‘¡corta y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’”.

No sabían en qué punto estaban. No tenían visibilidad, flotaban como podían entre escombros y diésel. Un objeto hirió al marinero. “Lo único que le decía era, ‘cúbrete la nuca y respira’ porque las olas nos hundían, nos iban revolcando”. Lograron agarrarse de algo que flotaba y se mantuvieron ahí hasta que escucharon el motor de otra embarcación, que estaba a unos diez metros de distancia. Marlon decidió tratar de alcanzarla. “Como yo traía a mi marinero, mi objetivo era llegar con él, siempre fue llegar con él. Cuando nos tiramos yo le dije, ‘si tú te quieres morir, yo no’, dije, ‘cuídame porque yo te voy a cuidar’, y él entendió, trató de nadar.” Llegaron. Marlon gritó por auxilio y, con ayuda de quienes estaban en ese barco, ambos subieron.

A la madrugada, la puerta que daba al balcón, en casa de Yamilet, explotó. “Fue el momento más impactante. Mi esposo y yo tenemos treinta años. Nuestra casa, pues, nos ha costado mucho. Es nuestra casita, nuestra primera casita y ojalá no sea la última, nuestro refugio, para nuestros animales, fue muy difícil de ver cómo todo se caía”. El viento volaba los objetos como en una licuadora. Hasta las 3:00 el aire bajó de intensidad y pudieron salir a la calle. Pronto comenzaron a auxiliar a los vecinos: árboles caídos que dejaron a unos atrapados dentro de su casa, el agua hasta el fondo que se les metió a la casa de otros. “Salimos y nos dimos cuenta de que todo estaba destruido, fue muy difícil procesar las imágenes, porque la noche anterior estaba todo bien, hace cinco horas estaba todo bien, y ahorita todo destruido”. Cuando llegó el amanecer, fue aún más impresionante ver el paisaje detrás de su casa, pegada a un manglar: donde antes había un amate y un terreno de vegetación frondosa, ahora había un llano. “Nos íbamos a casar el 2 de noviembre del año siguiente, pero pues por los gastos y eso yo creo que ya no se va a hacer”.

A la luz del día, Marlon ayudó a sus rescatistas a llevar el barco a un muelle. “Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. Eran las 7:00 horas, en tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.

Las primeras cifras

Los daños por el huracán Otis son incalculables. Hasta la noche del 31 de octubre, una semana después del desastre, las cifras preliminares de la Fiscalía General del Estado de Guerrero acumulaban 46 personas fallecidas y 58 desaparecidas. Un primer censo del Centro Logístico de Comando registró 604 embarcaciones desaparecidas. Y en una reunión de empresarios con representantes del gobierno, se habló de al menos doscientos marinos y capitanes no localizados.

El programa de observación satelital Copernicus detectó edificios dañados y destruidos en 7 321 hectáreas urbanizadas y 79 kilómetros de carreteras en el municipio de Acapulco por el huracán Otis. El impacto en la primera franja de tierra, donde está la zona hotelera, fue brutal. En los mapas satelitales las afectaciones más graves son evidentes en zonas altas de la bahía —un área conocida como anfiteatro—, donde se concentra 63% de los daños en construcciones de colonias populares de clase media baja y baja. Se estima que 71% de la población del municipio está potencialmente afectada, sin considerar la población flotante del área turística.

Por su parte, el sector privado ha calculado que 81% de la infraestructura afectada son viviendas, lo que implicará al menos dos años de trabajos de reconstrucción.

“Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. En tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.
La gente camina junto a escombros y árboles dañados después del huracán Otis, en Acapulco, México, 29 de octubre de 2023. Fotografía de Quetzalli Nicte / Reuters.

Una ciudad fantasma

“Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Por ejemplo, si yo tengo ventanas, te mando a hacer con tablaroca, cerrado, para prevenir todo eso. Pero como aquí es una ciudad que nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. Sí sabíamos más o menos la dimensión del problema que venía, pero no estábamos preparados para recibirlo”, dice Javier, un policía de Seguridad Pública del municipio que ha estado realizando recorridos hasta donde su patrulla ha podido pasar. “Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’ y es cierto, le digo que una película de esas de ciudad fantasma queda corta”.

Es el tercer día después del desastre, el viernes 27 de octubre por la mañana. Karla Santana, de veinticinco años, lleva en sus manos una lista de los empleados que se han presentado a trabajar. Está en la entrada de servicio del hotel Playa Suites, en un callejón de la zona turística. Ella trabaja en el área de Recursos Humanos, cuenta que la noche del huracán Otis estaban hospedados ahí una centena de turistas. Al amanecer, algunos fueron llevados a los albergues porque 97% de las habitaciones quedaron inhabitables, las piezas de la planta generadora de luz volaron y no contaban con alimentos suficientes en el almacén. Karla menciona que dejaron a los huéspedes en refugios de la colonia Farallón, del colegio La Salle, en la garita de la iglesia. Pero allí tampoco tenían condiciones para recibirlos, ni luz ni víveres, y varios regresaron al Playa Suites.

Karla vive en la periferia de Acapulco, en la colonia Luis Donaldo Colosio, una de las más afectadas, donde los afluentes de la Laguna de Tres Palos inundaron calles y casas y sus habitantes han sido quienes despejaron los caminos de escombros después del impacto de Otis. Pero ella no pudo estar ahí. Todo el miércoles se quedó atendiendo la emergencia en el Playa Suites y fue hasta la noche que caminó nueve kilómetros de subidas y bajadas hasta llegar a casa. “Nada más fui a ver a mi perro y a ver qué había pasado y me regresé”, dice. Volvió porque tiene un compromiso con su labor y con sus compañeros de trabajo, no por obligación. Desde entonces se dedicó a atender a los huéspedes que quedaban, que comenzaron a ser evacuados hasta el jueves por la noche en viajes humanitarios de autobús hasta la Ciudad de México. Hoy toma lista de los empleados que se han presentado, hasta este viernes dice que no saben nada del 60%, esto es cerca de 180 personas.

"Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Pero como aquí nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. No estábamos preparados para recibirlo”.

Del otro lado de la Avenida Costera, algunos empleados de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) se concentran en el Hotel Hacienda María Eugenia. Están echando a andar una planta de luz para instalar ahí un campamento para los trabajadores de la CFE. Llegaron a Acapulco desde el día uno, provenientes de varios estados de la República, pero recién están adaptando el lugar para descansar después de sus jornadas.

Otros que buscan dónde instalar su campamento es un grupo de la Guardia Nacional. En el edificio Nautilus, hablan con Edgar Badillo, el vigilante. Le preguntan por el administrador. Edgar les explica que ha estado ahí desde el huracán Otis, auxiliando a dos familias que se encontraban en los condominios, encargándose de la seguridad. Los soldados le dicen que están buscando donde instalarse y preguntan por las condiciones del edificio. “Es pérdida total”, responde, y los invita a verlo por ellos mismos. Entran al lobby y a recorren los primeros pisos, entre escombros. “Si logran limpiar al menos tendrán una planta de luz, si consiguen diésel para echarla a andar”.

El servicio eléctrico se interrumpió afectando a 513 524 usuarios, de los cuales 284 670 pertenecen al municipio de Acapulco. Al día siguiente del desastre por el huracán Otis, 1 320 electricistas se desplegaron para hacer frente a la emergencia; para el 27 de octubre se informó que ya eran 1 689 empleados abocados a las reparaciones. Hasta el 28, por la noche, esto fue evidente solo en la bahía principal donde está la zona naval militar. El resto de la ciudad y sus colonias permanecieron sin electricidad y en penumbras. Para el 31 de octubre, eran 2 900 electricistas en campo y 55% de los servicios quedaban restaurados en Acapulco. Pero al menos 156 000 usuarios seguían afectados.

Fueron noches en las que la caída del sol significó un toque de queda tácito. En las colonias del anfiteatro y en las periferias, durante el día las personas recorrían las calles andando a pie con relativa tranquilidad, pero la inseguridad llegaba con los atardeceres anaranjados de la costa del Pacífico. La recomendación general: resguárdense, no circulen de noche. A través de las ventanas sin vidrios y paredes derruidas se alcanzaban a ver las luces de velas y lámparas que anunciaban que alguien aún habitaba dentro. En los días posteriores al huracán, una luna llena y luminosa fungió sobre el puerto de Acapulco como el único faro.

"Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’".
Se ven escombros y embarcaciones dañadas tras el huracán Otis, en Acapulco, México, el 1 de noviembre de 2023. Fotografía de Jose Luis Gonzalez / Reuters. Las voces de Acapulco, luego del huracán Otis.

Reconectar la ciudad

Del servicio eléctrico depende el abastecimiento del agua potable, los servicios de telecomunicaciones, la refrigeración de alimentos perecederos, los sistemas de vigilancia y de aire acondicionado de una ciudad como Acapulco. Una población de 779 566 habitantes puede soportar tres días de calor, pero no de incomunicación después de un desastre natural.

Tres días después del huracán Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos. Fuera de Acapulco se crearon grupos de WhatsApp para compartir información e intentar localizar a quienes estaban dentro, que se preguntaban qué sabía el resto del mundo sobre lo que estaban viviendo. Como si se tratara de una fila para recibir una despensa, hay quienes se forman durante horas para cargar sus celulares en las plantas de luz de las televisoras, que estaban ahí cubriendo el desastre, con el objetivo de intentar enviar señales de vida a familiares. En la plaza del centro, mientras esperan su turno para conectar su teléfono a una de estas plantas, un joven, que dijo vivir detrás del Ayuntamiento, y Teresa Reyes, una mujer mayor, vecina del centro, platican. Ni él ni Teresa tiene agua para beber, ni siquiera para bañarse, han estado consiguiendo alimentos por donde pueden, pero en este momento su prioridad es cargar el celular y deciden hacer la fila, que les llevará horas.

—Ojalá que le llegue [el mensaje], porque no hay paso para allá, no se puede llegar. Le vamos a hablar a un vecino, a ver si se pueden comunicar— dice Teresa, quien explica que quiere avisar a sus hermanos y sobrinos que está bien. Unos están en la colonia El Coloso, de Acapulco; otros en San Diego, California.

Tres días después de Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos.

Durante tres días la mayoría de los caminos han estado bloqueados y los servicios de transporte públicos suspendidos. Entrar o salir de una zona a otra implica caminar por horas y atravesar calles bloqueadas por escombros, postes caídos sostenidos como con alfileres y cables enmarañados, árboles arrancados de raíz, vehículos volteados llantas arriba e infinidad de objetos arrastrados por la fuerza del viento. La ciudad se fracturó en zonas aisladas, una de la otra; no se puede llegar del interior a la costa y viceversa. De modo que habitantes de colonias populares quedaron a su suerte: lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia dinámica de devastación.

—En [el huracán] Paulina eran casetas telefónicas, uno tenía que estar, “oye, te acaban de marcar de aquí”. Ahorita mínimo cada uno tiene comunicación independiente. Pero, aun así, está imposible— recuerda el joven.
—Lo único que queremos es que sepan que estamos bien. Porque de lo que les están diciendo, lo que se está corriendo en las noticias, nosotros no sabemos, no tenemos comunicación, no tenemos el celular, no podemos ver nada, así que no podemos ni enterarnos de lo que dicen.

Un día después, el sábado 28 de octubre, en la zona Diamante, sobre el puente vehicular de Boulevard de las Naciones, decenas de personas llegan desde muy temprano para intentar comunicarse con el exterior. Se corrió la voz de que, en este lugar, agarra mejor la señal telefónica. La gente alza sus celulares hacia el cielo, esperando cacharla. Citlali Tenorio y Gabriel Galindo, residentes del fraccionamiento Las Gaviotas, de clase media, han logrado comunicarse con un familiar al que le enumeran una lista de víveres: alimentos no perecederos, agua, algunos medicamentos, químico para limpiar el agua de la alberca, dinero en efectivo. Estaban preparados para el huracán, tenían lámparas, enlatados, cosas que se sugiere tener en caso de emergencia. Pero solo les quedan alimentos para tres días más, los han estado compartiendo con sus vecinos. Además, son administradores de condominios, necesitan el efectivo para pagar a sus trabajadores.

—No es para tenerlo embolsado y guardarlo, no, [es] porque hay gente depende de nosotros ahorita—dice Gabriel.
—Ayer que nos comunicamos con mi hijo, para avisarles que estábamos bien, nos comentó que la ayuda está nada más en la Costera, que era la que estaba dañada y dijimos, y ¿nosotros?— se pregunta Citlali.
—La ayuda está muy lenta —añade Gabriel y recuerda otra experiencia inmediata.

En 2013, los huracanes Ingrid y Manuel que significaron uno de los desastres más destructivos de la historia del país.

—Al otro día, ya estaba instalado el albergue. Empezaron a sacar a la gente de aquí porque subió el agua dos metros. Ya estaba la comida […]. Y ahorita no hay nada, o sea el ejército está pero, ¿en dónde? Aquí en esta zona tú puedes ir a dar un recorrido en vehículo, no vas a ver un campamento militar de ayuda, de alimentación. No hay nada […]. La vez pasada, con el Manuel, quince días tardó en reconectarse la luz, pero no se destruyó tanto.
—Y ahorita tardó mucho en llegar la ayuda— insiste Citlali.
—[Aquella vez] también llegaron militares, resguardaron las tiendas y [se] estuvo vendiendo productos.
—Ahora es cuídate y sálvese quien pueda. Sí es deplorable ver que han saqueado todo, independientemente del daño que causó el huracán.
—No ha llegado ninguna comitiva, ningún camión que pudiera venirse para acá con una comida comunitaria o con ayuda, con despensa, no hay nada, nada— remata Gabriel.

En el puente se forma una doble fila de vehículos que brincan el camellón para circular en sentido contrario porque, en los carriles laterales, hay una enorme ceiba obstruyendo el paso. Hacia la playa, donde se alzan los edificios de departamentos de lujo, la Avenida Costera de las Palmas está desierta.

La ciudad se fracturó en zonas aisladas. Lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia devastación.
Familiares del difunto José Ramiro Castro García, quien murió durante el huracán Otis mientras trabajaba a bordo de un barco, caminan por el cementerio de El Palmar, en Acapulco, México, el 3 de noviembre de 2023. Fotografía de José Luis González / Reuters. Las voces de Acapulco por el huracán Otis.

Guardias creadas por acapulqueños

Los saqueos a comercios y el desabasto de víveres iniciaron a la mañana siguiente al desastre, a lo largo de todo Acapulco, y en algunas zonas se prolongaron hasta el primer fin de semana. La mañana del viernes 27 de octubre, en la zona costera, una joven que prefiere no dar su nombre, del servicio de vigilancia del centro comercial Galerías Diana, mira sin poder actuar. Ve cómo se llevan todo tipo de productos de la tienda departamental Liverpool, y otros establecimientos, ante la presencia de dos elementos de la Guardia Nacional, quienes tampoco intervienen. Cuenta que ha visto cómo en su colonia, Balcones al Mar, hacia Pie de la Cuesta, saquearon el Soriana y los Oxxos de Jardín Palmas. “Andaba ahí un pequeño grupo de gente de mafia, ahí cuidando esa gente. Tú te interpones nomás y ¡pam! Un balazo te va a callar”.

Al igual que esta vigilante, otros testimonios señalan a grupos del crimen organizado que llegan preparados con herramientas a llevarse el dinero de cajeros automáticos y cajas de seguridad de los negocios, que incitaban a la población a continuar el saqueo del resto de los productos y se perdían entre la multitud. “Parecían acciones organizadas, planeadas, no gentes improvisadas”, agrega un habitante del centro.

Esa noche, el camino de entrada y salida al puerto, límite de las colonias Renacimiento y Zapata, donde se encuentran las bodegas de la Central de Abastos de Acapulco, colapsó debido al caos provocado por multitudes que iban y venían cargando productos. Entre la gente que se llevaba lo que podía con sus manos, destacaban grupos coordinados, se movían juntos, cuidándose unos a otros de no ser fotografiados o grabados con un celular, iban a pie, en camionetas y escoltados por motocicletas. Los pocos elementos del ejército y de la Guardia Nacional que estaban en el lugar se limitaban a intentar liberar el tránsito vehicular.

La destrucción de edificios, incluidos los comercios, el desabasto de alimentos y un retardo en la ayuda humanitaria provocó que muchas familias salieran a buscar alimentos y gasolina, cuando ya no existía orden ni control para las ventas. “Fuimos a buscar víveres, la verdad, para sobrevivir porque ya no teníamos nada. A buscar arroz, frijol, lo necesario. No tenemos refri, teníamos carne de antes, pero pues ya no tenemos nada de luz y nos daba miedo que, pues, nos hiciera mal la carne”, cuenta un habitante de la colonia popular Leonardo Rodríguez Alcaine. En las gasolineras de la costera, las personas hacían fila para llenar galones por su cuenta.

Con el paso de los días, el temor de que proliferara la inseguridad provocó la organización de vecinos en varias partes de la ciudad. En la calle Sinaloa, de la colonia Progreso, el fotógrafo Daniel Ojeda documentó cómo los vecinos, con machetes y bates, montaban barricadas y brigadas de vigilancia nocturnas, para evitar robos a sus hogares. Con lavadoras, láminas y tinacos que el huracán Otis arrastró, bloqueaban la entrada a la calle y, por la noche, encendían fogatas alrededor de las que montaban la guardia.

Lo mismo sucedió en la calle Del Espanto, en la colonia Hornos Insurgentes. Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: están pendientes unos de las necesidades de otros, también fueron ellos mismos quieres liberaron la calle para dar paso a los vehículos, cortando árboles caídos con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias de vigilancia para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia. “El otro día vi a uno que anda por ahí, conocido pues, ya llevaba una bici chiquita, de niño, de la casa de la vecina, y que le grito, ‘¡Oye, eso no es tuyo, me lo dejas ahí! ¡Aquí entre vecinos nos estamos cuidando!’”. Estas guardias también las han hecho en su negocio, un local de ropa en la Avenida Universidad. Paloma, su hermana y su cuñado se turnan la vigilancia del comercio, pasan el día sentados en un viejo Volkswagen. A la par que cuidan su inversión que no quieren perder, echan un ojo a los negocios vecinos. Mientras platican, en la acera de enfrente un grupo de personas se han metido al local de una purificadora de agua y cargan una camioneta con garrafones. “Bueno, es agua, eso sí es algo que lo necesita la gente”, espeta.

En la calle Del Espanto, Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: liberaron la calle, cortando árboles con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia.

El desastre natural solo ha incrementado la inseguridad habitual de una ciudad que es considerada una de las más peligrosas del mundo. La última estadística pública sobre la percepción de la inseguridad en Acapulco mostró un alza de 67% a 76%, de marzo a junio de 2023.

A unos metros, en la Plaza Universidad, todos los locales habían sufrido algún daño por el desastre natural: vidrios rotos, destrozos causados por la fuerza del viento. Pero uno de ellos, Novias Sparks, de vestidos de novias, logró pasar el huracán Otis intacto hasta el sábado por la noche, cuando fue saqueado. Desde entonces, la dueña está también custodiando la entrada, en chanclas y short, inamovible. A la esquina, en otra plaza comercial de la Avenida Cuauhtémoc, otro grupo de pequeños locatarios ha depositado la seguridad a una familia que tiene una barbería, ellos dejaron su casa y están durmiendo en el local, montando guardias desde el día uno.

En apoyo a la emergencia, la Secretaría de la Defensa Nacional informó que, al 31 de octubre, se desplegaron 11 500 miembros del Ejército, Fuerza Aérea y Guardia Nacional para la distribución de despensas, agua potable, servicio de comedores, cocinas comunitarias, limpieza de caminos. En específico, son cinco mil miembros de la Guardia Nacional para “el control de las vías de comunicación” que proveen seguridad a 74 estaciones gasolineras, cuatro bodegas y veinte centros comerciales. Pero en esta zona, a unas cuadras de la Avenida Costera Miguel Alemán, como en todo Acapulco, fueron los vecinos y locatarios los primeros en reaccionar.

En la unidad habitacional Secsa II, con apenas ochenta casas, donde vive Yamilet y su familia, el sábado 28 de octubre, a cuatro días del huracán Otis, además de limpiar los escombros, han sacado una parrilla al estacionamiento y con la madera de los árboles caídos encienden una fogata en la que preparan el desayuno para varias familias. José, el vecino de la esquina, trata de encender la lumbre. Él ha enviado a su hija y esposa, lejos de Acapulco, con familiares y se ha quedado a cuidar la casa. María de los Santos, la mamá de Yamilet, saca de su despensa un paquete de huevos, son los últimos de la alacena. Mónica, la de al lado, trae queso. Varios aportan otros alimentos perecederos que temen se echen a perder en los refrigeradores que se quedaron sin luz. Así han sobrevivido durante días, actuando en comunidad.

Aún les preocupa la falta de agua, medicamentos y atención para los enfermos, y otras circunstancias que están más allá de sus manos. “Empieza a levantarse el polvo y nos vamos a enfermar, son heces fecales. Hacemos lo que podemos, nos ayudamos entre vecinos, tratamos de estar apoyándonos, pero pues sí hay cosas que nos sobrepasan demasiado”, dice Yamilet.

Son estas pequeñas iniciativas de organización vecinal las que dentro de la catástrofe aportan luz a los habitantes de una ciudad devastada.

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Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

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El huracán Otis golpeó al famoso puerto turístico de Acapulco y lo devastó como ningún otro fenómeno meteorológico en su historia. Sus colonias y fraccionamientos quedaron aislados y devastados, a la sola merced de sus habitantes. A este colapso se agregó la falta de prevención de desastres, la tardía reacción de gobiernos en los tres niveles ante la emergencia y la prevalencia de un contrato social roto por la inseguridad. Estas son las voces de Acapulco que narran los días subsiguientes al desastre.

Acapulco, ciudad costera del estado de Guerrero, el primer y más reconocido destino turístico en el Pacífico mexicano, amaneció sin luz e incomunicada. Era el miércoles 25 de octubre y las primeras imágenes difundidas por las redes sociales mostraban, a cuentagotas, varios puntos de la Avenida Costera Miguel Alemán con árboles y palmeras, postes y espectaculares, derribados todos, así como edificios desnudados, convertidos en esqueletos por la fuerza del viento. En esta circunstancia está la ciudad entera, centro y periferias, no hay zona que no esté devastada. En esas primeras horas, nadie dimensionaba el nivel de destrucción provocado por el huracán Otis, durante la madrugada, que rompió el récord histórico de intensificación en México: en casi doce horas pasó de tormenta tropical a huracán de categoría cinco.

Un día antes, a las 19:00 horas del martes 24 de octubre, Yamilet Lara, una joven en sus treinta, habitante de Secsa II, una unidad habitacional de clase trabajadora que se ubica en la zona Diamante, reconocida por los desarrollos lujosos, se presentó a una cita programada en la estética. “Nos vamos a casar y teníamos las fechas para las fotos de preboda. Me fui a poner uñas porque dije, bueno, voy a arreglarme”, recuerda. Había acomodado toda la semana en torno a la sesión fotográfica, que sería el viernes en el municipio de Chilapa de Álvarez, en sus campos de flor de cempasúchil y terciopelo de esta temporada. Yamilet había escuchado que un huracán tocaría Acapulco por la noche y que sería de una categoría menor. Aunque, en realidad, desde las 18:00 horas, el Centro Nacional de Huracanes estadounidense y la Comisión Nacional de Agua habían anunciado el repentino incremento de Otis a categoría cuatro, calificándolo de “extremadamente peligroso” y anticipando que podría llegar a la categoría de riesgo máximo. “Nos confiamos mucho, la verdad, ese fue el error, nos confiamos demasiado”.

A veinte kilómetros, en el extremo norte de la bahía de Acapulco, internado en el mar, en una zona náutica conocida como La Aguada, Marlon Valdez, un marinero de veinticuatro años, velaba una de las embarcaciones de renta de la empresa para la que trabajaba. El dueño le había pedido que se encargara de cuidarla durante la tormenta, como capitán, junto a otro muchacho que fungió como marinero. Él y quienes estaban en el mar sí sabían lo que venía. “Es una tarea de años que considero que está mal, que es de cajón, no es de que si quieres o no. Tú, como marinero, es la obligación y la responsabilidad de cuidar tu embarcación y hundirte con ella”, dice. Esa noche, calcula que había casi cuarenta barcos solo en La Aguada y, por cada embarcación, de dos y hasta seis tripulantes para la vela. Pero en Acapulco hay más sectores donde se estacionan las embarcaciones: en el club de yates, en la marina, en la marina de Santa Lucía, en el club Performance, en Puerto Marques, en Las Boyas. Había miles de personas en el mar esa noche.

De regreso, al otro extremo de Acapulco, Yamilet salió de la estética a las 22:00 horas. Empezaba a llover y se escuchaban los ventarrones, la calle estaba sola, no había transporte, así que Yamilet se ofreció a llevar a la empleada de la estética a su casa. Poco después llegó a la suya, en donde estaban su mamá, María de los Santos, y su próximo esposo, Andrés. La lluvia continuaba y a las 23:00 se fue la luz. Platicaban con tranquilidad de los huracanes anteriores, de lo que habían vivido con Ingrid y Manuel en 2013, y con Paulina en 1997, de las diferencias entre uno y otro. “Estábamos platicando del Paulina, tratando de hacer ameno el silencio”, dice Yamilet. Abrieron las ventanas del segundo piso para que la presión del aire no las rompiera. “De repente, como a las 23:30, empiezan los ventarrones, empezaron, ya de verdad era imposible estar cerca de las ventanas.” La casa vibraba, se estremecía. Yamilet y Andrés decidieron resguardarse en el vestidor, María de los Santos se quedó con las mascotas en una habitación del primer piso.

En el mar, el huracán Otis entraba. Colocaron los fenders, unos globos que usan para evitar los golpes con otras embarcaciones. Los barcos eran arrastrados. Marlon prendió el motor y trató de avanzar a contracorriente. “De las 24:00 en adelante ya vi que estaba un poco fuera de nuestras manos”. Los cabos de otros barcos comenzaron a soltarse y uno golpeó el suyo, rompiendo el casco. Comenzó a hundirse. “Le marqué al dueño del barco para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala la altura del pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’. Me dijo: ‘¡corta los cabos y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’. Fue todo. Dije: ok. Colgué y seguí”. Pero era inevitable, Marlon y su marinero tuvieron que saltar al mar embravecido.

“Le marqué al dueño para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala el pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’, ‘¡corta y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’”.

No sabían en qué punto estaban. No tenían visibilidad, flotaban como podían entre escombros y diésel. Un objeto hirió al marinero. “Lo único que le decía era, ‘cúbrete la nuca y respira’ porque las olas nos hundían, nos iban revolcando”. Lograron agarrarse de algo que flotaba y se mantuvieron ahí hasta que escucharon el motor de otra embarcación, que estaba a unos diez metros de distancia. Marlon decidió tratar de alcanzarla. “Como yo traía a mi marinero, mi objetivo era llegar con él, siempre fue llegar con él. Cuando nos tiramos yo le dije, ‘si tú te quieres morir, yo no’, dije, ‘cuídame porque yo te voy a cuidar’, y él entendió, trató de nadar.” Llegaron. Marlon gritó por auxilio y, con ayuda de quienes estaban en ese barco, ambos subieron.

A la madrugada, la puerta que daba al balcón, en casa de Yamilet, explotó. “Fue el momento más impactante. Mi esposo y yo tenemos treinta años. Nuestra casa, pues, nos ha costado mucho. Es nuestra casita, nuestra primera casita y ojalá no sea la última, nuestro refugio, para nuestros animales, fue muy difícil de ver cómo todo se caía”. El viento volaba los objetos como en una licuadora. Hasta las 3:00 el aire bajó de intensidad y pudieron salir a la calle. Pronto comenzaron a auxiliar a los vecinos: árboles caídos que dejaron a unos atrapados dentro de su casa, el agua hasta el fondo que se les metió a la casa de otros. “Salimos y nos dimos cuenta de que todo estaba destruido, fue muy difícil procesar las imágenes, porque la noche anterior estaba todo bien, hace cinco horas estaba todo bien, y ahorita todo destruido”. Cuando llegó el amanecer, fue aún más impresionante ver el paisaje detrás de su casa, pegada a un manglar: donde antes había un amate y un terreno de vegetación frondosa, ahora había un llano. “Nos íbamos a casar el 2 de noviembre del año siguiente, pero pues por los gastos y eso yo creo que ya no se va a hacer”.

A la luz del día, Marlon ayudó a sus rescatistas a llevar el barco a un muelle. “Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. Eran las 7:00 horas, en tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.

Las primeras cifras

Los daños por el huracán Otis son incalculables. Hasta la noche del 31 de octubre, una semana después del desastre, las cifras preliminares de la Fiscalía General del Estado de Guerrero acumulaban 46 personas fallecidas y 58 desaparecidas. Un primer censo del Centro Logístico de Comando registró 604 embarcaciones desaparecidas. Y en una reunión de empresarios con representantes del gobierno, se habló de al menos doscientos marinos y capitanes no localizados.

El programa de observación satelital Copernicus detectó edificios dañados y destruidos en 7 321 hectáreas urbanizadas y 79 kilómetros de carreteras en el municipio de Acapulco por el huracán Otis. El impacto en la primera franja de tierra, donde está la zona hotelera, fue brutal. En los mapas satelitales las afectaciones más graves son evidentes en zonas altas de la bahía —un área conocida como anfiteatro—, donde se concentra 63% de los daños en construcciones de colonias populares de clase media baja y baja. Se estima que 71% de la población del municipio está potencialmente afectada, sin considerar la población flotante del área turística.

Por su parte, el sector privado ha calculado que 81% de la infraestructura afectada son viviendas, lo que implicará al menos dos años de trabajos de reconstrucción.

“Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. En tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.
La gente camina junto a escombros y árboles dañados después del huracán Otis, en Acapulco, México, 29 de octubre de 2023. Fotografía de Quetzalli Nicte / Reuters.

Una ciudad fantasma

“Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Por ejemplo, si yo tengo ventanas, te mando a hacer con tablaroca, cerrado, para prevenir todo eso. Pero como aquí es una ciudad que nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. Sí sabíamos más o menos la dimensión del problema que venía, pero no estábamos preparados para recibirlo”, dice Javier, un policía de Seguridad Pública del municipio que ha estado realizando recorridos hasta donde su patrulla ha podido pasar. “Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’ y es cierto, le digo que una película de esas de ciudad fantasma queda corta”.

Es el tercer día después del desastre, el viernes 27 de octubre por la mañana. Karla Santana, de veinticinco años, lleva en sus manos una lista de los empleados que se han presentado a trabajar. Está en la entrada de servicio del hotel Playa Suites, en un callejón de la zona turística. Ella trabaja en el área de Recursos Humanos, cuenta que la noche del huracán Otis estaban hospedados ahí una centena de turistas. Al amanecer, algunos fueron llevados a los albergues porque 97% de las habitaciones quedaron inhabitables, las piezas de la planta generadora de luz volaron y no contaban con alimentos suficientes en el almacén. Karla menciona que dejaron a los huéspedes en refugios de la colonia Farallón, del colegio La Salle, en la garita de la iglesia. Pero allí tampoco tenían condiciones para recibirlos, ni luz ni víveres, y varios regresaron al Playa Suites.

Karla vive en la periferia de Acapulco, en la colonia Luis Donaldo Colosio, una de las más afectadas, donde los afluentes de la Laguna de Tres Palos inundaron calles y casas y sus habitantes han sido quienes despejaron los caminos de escombros después del impacto de Otis. Pero ella no pudo estar ahí. Todo el miércoles se quedó atendiendo la emergencia en el Playa Suites y fue hasta la noche que caminó nueve kilómetros de subidas y bajadas hasta llegar a casa. “Nada más fui a ver a mi perro y a ver qué había pasado y me regresé”, dice. Volvió porque tiene un compromiso con su labor y con sus compañeros de trabajo, no por obligación. Desde entonces se dedicó a atender a los huéspedes que quedaban, que comenzaron a ser evacuados hasta el jueves por la noche en viajes humanitarios de autobús hasta la Ciudad de México. Hoy toma lista de los empleados que se han presentado, hasta este viernes dice que no saben nada del 60%, esto es cerca de 180 personas.

"Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Pero como aquí nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. No estábamos preparados para recibirlo”.

Del otro lado de la Avenida Costera, algunos empleados de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) se concentran en el Hotel Hacienda María Eugenia. Están echando a andar una planta de luz para instalar ahí un campamento para los trabajadores de la CFE. Llegaron a Acapulco desde el día uno, provenientes de varios estados de la República, pero recién están adaptando el lugar para descansar después de sus jornadas.

Otros que buscan dónde instalar su campamento es un grupo de la Guardia Nacional. En el edificio Nautilus, hablan con Edgar Badillo, el vigilante. Le preguntan por el administrador. Edgar les explica que ha estado ahí desde el huracán Otis, auxiliando a dos familias que se encontraban en los condominios, encargándose de la seguridad. Los soldados le dicen que están buscando donde instalarse y preguntan por las condiciones del edificio. “Es pérdida total”, responde, y los invita a verlo por ellos mismos. Entran al lobby y a recorren los primeros pisos, entre escombros. “Si logran limpiar al menos tendrán una planta de luz, si consiguen diésel para echarla a andar”.

El servicio eléctrico se interrumpió afectando a 513 524 usuarios, de los cuales 284 670 pertenecen al municipio de Acapulco. Al día siguiente del desastre por el huracán Otis, 1 320 electricistas se desplegaron para hacer frente a la emergencia; para el 27 de octubre se informó que ya eran 1 689 empleados abocados a las reparaciones. Hasta el 28, por la noche, esto fue evidente solo en la bahía principal donde está la zona naval militar. El resto de la ciudad y sus colonias permanecieron sin electricidad y en penumbras. Para el 31 de octubre, eran 2 900 electricistas en campo y 55% de los servicios quedaban restaurados en Acapulco. Pero al menos 156 000 usuarios seguían afectados.

Fueron noches en las que la caída del sol significó un toque de queda tácito. En las colonias del anfiteatro y en las periferias, durante el día las personas recorrían las calles andando a pie con relativa tranquilidad, pero la inseguridad llegaba con los atardeceres anaranjados de la costa del Pacífico. La recomendación general: resguárdense, no circulen de noche. A través de las ventanas sin vidrios y paredes derruidas se alcanzaban a ver las luces de velas y lámparas que anunciaban que alguien aún habitaba dentro. En los días posteriores al huracán, una luna llena y luminosa fungió sobre el puerto de Acapulco como el único faro.

"Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’".
Se ven escombros y embarcaciones dañadas tras el huracán Otis, en Acapulco, México, el 1 de noviembre de 2023. Fotografía de Jose Luis Gonzalez / Reuters. Las voces de Acapulco, luego del huracán Otis.

Reconectar la ciudad

Del servicio eléctrico depende el abastecimiento del agua potable, los servicios de telecomunicaciones, la refrigeración de alimentos perecederos, los sistemas de vigilancia y de aire acondicionado de una ciudad como Acapulco. Una población de 779 566 habitantes puede soportar tres días de calor, pero no de incomunicación después de un desastre natural.

Tres días después del huracán Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos. Fuera de Acapulco se crearon grupos de WhatsApp para compartir información e intentar localizar a quienes estaban dentro, que se preguntaban qué sabía el resto del mundo sobre lo que estaban viviendo. Como si se tratara de una fila para recibir una despensa, hay quienes se forman durante horas para cargar sus celulares en las plantas de luz de las televisoras, que estaban ahí cubriendo el desastre, con el objetivo de intentar enviar señales de vida a familiares. En la plaza del centro, mientras esperan su turno para conectar su teléfono a una de estas plantas, un joven, que dijo vivir detrás del Ayuntamiento, y Teresa Reyes, una mujer mayor, vecina del centro, platican. Ni él ni Teresa tiene agua para beber, ni siquiera para bañarse, han estado consiguiendo alimentos por donde pueden, pero en este momento su prioridad es cargar el celular y deciden hacer la fila, que les llevará horas.

—Ojalá que le llegue [el mensaje], porque no hay paso para allá, no se puede llegar. Le vamos a hablar a un vecino, a ver si se pueden comunicar— dice Teresa, quien explica que quiere avisar a sus hermanos y sobrinos que está bien. Unos están en la colonia El Coloso, de Acapulco; otros en San Diego, California.

Tres días después de Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos.

Durante tres días la mayoría de los caminos han estado bloqueados y los servicios de transporte públicos suspendidos. Entrar o salir de una zona a otra implica caminar por horas y atravesar calles bloqueadas por escombros, postes caídos sostenidos como con alfileres y cables enmarañados, árboles arrancados de raíz, vehículos volteados llantas arriba e infinidad de objetos arrastrados por la fuerza del viento. La ciudad se fracturó en zonas aisladas, una de la otra; no se puede llegar del interior a la costa y viceversa. De modo que habitantes de colonias populares quedaron a su suerte: lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia dinámica de devastación.

—En [el huracán] Paulina eran casetas telefónicas, uno tenía que estar, “oye, te acaban de marcar de aquí”. Ahorita mínimo cada uno tiene comunicación independiente. Pero, aun así, está imposible— recuerda el joven.
—Lo único que queremos es que sepan que estamos bien. Porque de lo que les están diciendo, lo que se está corriendo en las noticias, nosotros no sabemos, no tenemos comunicación, no tenemos el celular, no podemos ver nada, así que no podemos ni enterarnos de lo que dicen.

Un día después, el sábado 28 de octubre, en la zona Diamante, sobre el puente vehicular de Boulevard de las Naciones, decenas de personas llegan desde muy temprano para intentar comunicarse con el exterior. Se corrió la voz de que, en este lugar, agarra mejor la señal telefónica. La gente alza sus celulares hacia el cielo, esperando cacharla. Citlali Tenorio y Gabriel Galindo, residentes del fraccionamiento Las Gaviotas, de clase media, han logrado comunicarse con un familiar al que le enumeran una lista de víveres: alimentos no perecederos, agua, algunos medicamentos, químico para limpiar el agua de la alberca, dinero en efectivo. Estaban preparados para el huracán, tenían lámparas, enlatados, cosas que se sugiere tener en caso de emergencia. Pero solo les quedan alimentos para tres días más, los han estado compartiendo con sus vecinos. Además, son administradores de condominios, necesitan el efectivo para pagar a sus trabajadores.

—No es para tenerlo embolsado y guardarlo, no, [es] porque hay gente depende de nosotros ahorita—dice Gabriel.
—Ayer que nos comunicamos con mi hijo, para avisarles que estábamos bien, nos comentó que la ayuda está nada más en la Costera, que era la que estaba dañada y dijimos, y ¿nosotros?— se pregunta Citlali.
—La ayuda está muy lenta —añade Gabriel y recuerda otra experiencia inmediata.

En 2013, los huracanes Ingrid y Manuel que significaron uno de los desastres más destructivos de la historia del país.

—Al otro día, ya estaba instalado el albergue. Empezaron a sacar a la gente de aquí porque subió el agua dos metros. Ya estaba la comida […]. Y ahorita no hay nada, o sea el ejército está pero, ¿en dónde? Aquí en esta zona tú puedes ir a dar un recorrido en vehículo, no vas a ver un campamento militar de ayuda, de alimentación. No hay nada […]. La vez pasada, con el Manuel, quince días tardó en reconectarse la luz, pero no se destruyó tanto.
—Y ahorita tardó mucho en llegar la ayuda— insiste Citlali.
—[Aquella vez] también llegaron militares, resguardaron las tiendas y [se] estuvo vendiendo productos.
—Ahora es cuídate y sálvese quien pueda. Sí es deplorable ver que han saqueado todo, independientemente del daño que causó el huracán.
—No ha llegado ninguna comitiva, ningún camión que pudiera venirse para acá con una comida comunitaria o con ayuda, con despensa, no hay nada, nada— remata Gabriel.

En el puente se forma una doble fila de vehículos que brincan el camellón para circular en sentido contrario porque, en los carriles laterales, hay una enorme ceiba obstruyendo el paso. Hacia la playa, donde se alzan los edificios de departamentos de lujo, la Avenida Costera de las Palmas está desierta.

La ciudad se fracturó en zonas aisladas. Lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia devastación.
Familiares del difunto José Ramiro Castro García, quien murió durante el huracán Otis mientras trabajaba a bordo de un barco, caminan por el cementerio de El Palmar, en Acapulco, México, el 3 de noviembre de 2023. Fotografía de José Luis González / Reuters. Las voces de Acapulco por el huracán Otis.

Guardias creadas por acapulqueños

Los saqueos a comercios y el desabasto de víveres iniciaron a la mañana siguiente al desastre, a lo largo de todo Acapulco, y en algunas zonas se prolongaron hasta el primer fin de semana. La mañana del viernes 27 de octubre, en la zona costera, una joven que prefiere no dar su nombre, del servicio de vigilancia del centro comercial Galerías Diana, mira sin poder actuar. Ve cómo se llevan todo tipo de productos de la tienda departamental Liverpool, y otros establecimientos, ante la presencia de dos elementos de la Guardia Nacional, quienes tampoco intervienen. Cuenta que ha visto cómo en su colonia, Balcones al Mar, hacia Pie de la Cuesta, saquearon el Soriana y los Oxxos de Jardín Palmas. “Andaba ahí un pequeño grupo de gente de mafia, ahí cuidando esa gente. Tú te interpones nomás y ¡pam! Un balazo te va a callar”.

Al igual que esta vigilante, otros testimonios señalan a grupos del crimen organizado que llegan preparados con herramientas a llevarse el dinero de cajeros automáticos y cajas de seguridad de los negocios, que incitaban a la población a continuar el saqueo del resto de los productos y se perdían entre la multitud. “Parecían acciones organizadas, planeadas, no gentes improvisadas”, agrega un habitante del centro.

Esa noche, el camino de entrada y salida al puerto, límite de las colonias Renacimiento y Zapata, donde se encuentran las bodegas de la Central de Abastos de Acapulco, colapsó debido al caos provocado por multitudes que iban y venían cargando productos. Entre la gente que se llevaba lo que podía con sus manos, destacaban grupos coordinados, se movían juntos, cuidándose unos a otros de no ser fotografiados o grabados con un celular, iban a pie, en camionetas y escoltados por motocicletas. Los pocos elementos del ejército y de la Guardia Nacional que estaban en el lugar se limitaban a intentar liberar el tránsito vehicular.

La destrucción de edificios, incluidos los comercios, el desabasto de alimentos y un retardo en la ayuda humanitaria provocó que muchas familias salieran a buscar alimentos y gasolina, cuando ya no existía orden ni control para las ventas. “Fuimos a buscar víveres, la verdad, para sobrevivir porque ya no teníamos nada. A buscar arroz, frijol, lo necesario. No tenemos refri, teníamos carne de antes, pero pues ya no tenemos nada de luz y nos daba miedo que, pues, nos hiciera mal la carne”, cuenta un habitante de la colonia popular Leonardo Rodríguez Alcaine. En las gasolineras de la costera, las personas hacían fila para llenar galones por su cuenta.

Con el paso de los días, el temor de que proliferara la inseguridad provocó la organización de vecinos en varias partes de la ciudad. En la calle Sinaloa, de la colonia Progreso, el fotógrafo Daniel Ojeda documentó cómo los vecinos, con machetes y bates, montaban barricadas y brigadas de vigilancia nocturnas, para evitar robos a sus hogares. Con lavadoras, láminas y tinacos que el huracán Otis arrastró, bloqueaban la entrada a la calle y, por la noche, encendían fogatas alrededor de las que montaban la guardia.

Lo mismo sucedió en la calle Del Espanto, en la colonia Hornos Insurgentes. Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: están pendientes unos de las necesidades de otros, también fueron ellos mismos quieres liberaron la calle para dar paso a los vehículos, cortando árboles caídos con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias de vigilancia para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia. “El otro día vi a uno que anda por ahí, conocido pues, ya llevaba una bici chiquita, de niño, de la casa de la vecina, y que le grito, ‘¡Oye, eso no es tuyo, me lo dejas ahí! ¡Aquí entre vecinos nos estamos cuidando!’”. Estas guardias también las han hecho en su negocio, un local de ropa en la Avenida Universidad. Paloma, su hermana y su cuñado se turnan la vigilancia del comercio, pasan el día sentados en un viejo Volkswagen. A la par que cuidan su inversión que no quieren perder, echan un ojo a los negocios vecinos. Mientras platican, en la acera de enfrente un grupo de personas se han metido al local de una purificadora de agua y cargan una camioneta con garrafones. “Bueno, es agua, eso sí es algo que lo necesita la gente”, espeta.

En la calle Del Espanto, Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: liberaron la calle, cortando árboles con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia.

El desastre natural solo ha incrementado la inseguridad habitual de una ciudad que es considerada una de las más peligrosas del mundo. La última estadística pública sobre la percepción de la inseguridad en Acapulco mostró un alza de 67% a 76%, de marzo a junio de 2023.

A unos metros, en la Plaza Universidad, todos los locales habían sufrido algún daño por el desastre natural: vidrios rotos, destrozos causados por la fuerza del viento. Pero uno de ellos, Novias Sparks, de vestidos de novias, logró pasar el huracán Otis intacto hasta el sábado por la noche, cuando fue saqueado. Desde entonces, la dueña está también custodiando la entrada, en chanclas y short, inamovible. A la esquina, en otra plaza comercial de la Avenida Cuauhtémoc, otro grupo de pequeños locatarios ha depositado la seguridad a una familia que tiene una barbería, ellos dejaron su casa y están durmiendo en el local, montando guardias desde el día uno.

En apoyo a la emergencia, la Secretaría de la Defensa Nacional informó que, al 31 de octubre, se desplegaron 11 500 miembros del Ejército, Fuerza Aérea y Guardia Nacional para la distribución de despensas, agua potable, servicio de comedores, cocinas comunitarias, limpieza de caminos. En específico, son cinco mil miembros de la Guardia Nacional para “el control de las vías de comunicación” que proveen seguridad a 74 estaciones gasolineras, cuatro bodegas y veinte centros comerciales. Pero en esta zona, a unas cuadras de la Avenida Costera Miguel Alemán, como en todo Acapulco, fueron los vecinos y locatarios los primeros en reaccionar.

En la unidad habitacional Secsa II, con apenas ochenta casas, donde vive Yamilet y su familia, el sábado 28 de octubre, a cuatro días del huracán Otis, además de limpiar los escombros, han sacado una parrilla al estacionamiento y con la madera de los árboles caídos encienden una fogata en la que preparan el desayuno para varias familias. José, el vecino de la esquina, trata de encender la lumbre. Él ha enviado a su hija y esposa, lejos de Acapulco, con familiares y se ha quedado a cuidar la casa. María de los Santos, la mamá de Yamilet, saca de su despensa un paquete de huevos, son los últimos de la alacena. Mónica, la de al lado, trae queso. Varios aportan otros alimentos perecederos que temen se echen a perder en los refrigeradores que se quedaron sin luz. Así han sobrevivido durante días, actuando en comunidad.

Aún les preocupa la falta de agua, medicamentos y atención para los enfermos, y otras circunstancias que están más allá de sus manos. “Empieza a levantarse el polvo y nos vamos a enfermar, son heces fecales. Hacemos lo que podemos, nos ayudamos entre vecinos, tratamos de estar apoyándonos, pero pues sí hay cosas que nos sobrepasan demasiado”, dice Yamilet.

Son estas pequeñas iniciativas de organización vecinal las que dentro de la catástrofe aportan luz a los habitantes de una ciudad devastada.

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Fotografía de José Luis González/REUTERS. Se ven escombros y embarcaciones dañadas después del huracán Otis, en Acapulco, México, 1 de noviembre de 2023.
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Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

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El huracán Otis golpeó al famoso puerto turístico de Acapulco y lo devastó como ningún otro fenómeno meteorológico en su historia. Sus colonias y fraccionamientos quedaron aislados y devastados, a la sola merced de sus habitantes. A este colapso se agregó la falta de prevención de desastres, la tardía reacción de gobiernos en los tres niveles ante la emergencia y la prevalencia de un contrato social roto por la inseguridad. Estas son las voces de Acapulco que narran los días subsiguientes al desastre.

Acapulco, ciudad costera del estado de Guerrero, el primer y más reconocido destino turístico en el Pacífico mexicano, amaneció sin luz e incomunicada. Era el miércoles 25 de octubre y las primeras imágenes difundidas por las redes sociales mostraban, a cuentagotas, varios puntos de la Avenida Costera Miguel Alemán con árboles y palmeras, postes y espectaculares, derribados todos, así como edificios desnudados, convertidos en esqueletos por la fuerza del viento. En esta circunstancia está la ciudad entera, centro y periferias, no hay zona que no esté devastada. En esas primeras horas, nadie dimensionaba el nivel de destrucción provocado por el huracán Otis, durante la madrugada, que rompió el récord histórico de intensificación en México: en casi doce horas pasó de tormenta tropical a huracán de categoría cinco.

Un día antes, a las 19:00 horas del martes 24 de octubre, Yamilet Lara, una joven en sus treinta, habitante de Secsa II, una unidad habitacional de clase trabajadora que se ubica en la zona Diamante, reconocida por los desarrollos lujosos, se presentó a una cita programada en la estética. “Nos vamos a casar y teníamos las fechas para las fotos de preboda. Me fui a poner uñas porque dije, bueno, voy a arreglarme”, recuerda. Había acomodado toda la semana en torno a la sesión fotográfica, que sería el viernes en el municipio de Chilapa de Álvarez, en sus campos de flor de cempasúchil y terciopelo de esta temporada. Yamilet había escuchado que un huracán tocaría Acapulco por la noche y que sería de una categoría menor. Aunque, en realidad, desde las 18:00 horas, el Centro Nacional de Huracanes estadounidense y la Comisión Nacional de Agua habían anunciado el repentino incremento de Otis a categoría cuatro, calificándolo de “extremadamente peligroso” y anticipando que podría llegar a la categoría de riesgo máximo. “Nos confiamos mucho, la verdad, ese fue el error, nos confiamos demasiado”.

A veinte kilómetros, en el extremo norte de la bahía de Acapulco, internado en el mar, en una zona náutica conocida como La Aguada, Marlon Valdez, un marinero de veinticuatro años, velaba una de las embarcaciones de renta de la empresa para la que trabajaba. El dueño le había pedido que se encargara de cuidarla durante la tormenta, como capitán, junto a otro muchacho que fungió como marinero. Él y quienes estaban en el mar sí sabían lo que venía. “Es una tarea de años que considero que está mal, que es de cajón, no es de que si quieres o no. Tú, como marinero, es la obligación y la responsabilidad de cuidar tu embarcación y hundirte con ella”, dice. Esa noche, calcula que había casi cuarenta barcos solo en La Aguada y, por cada embarcación, de dos y hasta seis tripulantes para la vela. Pero en Acapulco hay más sectores donde se estacionan las embarcaciones: en el club de yates, en la marina, en la marina de Santa Lucía, en el club Performance, en Puerto Marques, en Las Boyas. Había miles de personas en el mar esa noche.

De regreso, al otro extremo de Acapulco, Yamilet salió de la estética a las 22:00 horas. Empezaba a llover y se escuchaban los ventarrones, la calle estaba sola, no había transporte, así que Yamilet se ofreció a llevar a la empleada de la estética a su casa. Poco después llegó a la suya, en donde estaban su mamá, María de los Santos, y su próximo esposo, Andrés. La lluvia continuaba y a las 23:00 se fue la luz. Platicaban con tranquilidad de los huracanes anteriores, de lo que habían vivido con Ingrid y Manuel en 2013, y con Paulina en 1997, de las diferencias entre uno y otro. “Estábamos platicando del Paulina, tratando de hacer ameno el silencio”, dice Yamilet. Abrieron las ventanas del segundo piso para que la presión del aire no las rompiera. “De repente, como a las 23:30, empiezan los ventarrones, empezaron, ya de verdad era imposible estar cerca de las ventanas.” La casa vibraba, se estremecía. Yamilet y Andrés decidieron resguardarse en el vestidor, María de los Santos se quedó con las mascotas en una habitación del primer piso.

En el mar, el huracán Otis entraba. Colocaron los fenders, unos globos que usan para evitar los golpes con otras embarcaciones. Los barcos eran arrastrados. Marlon prendió el motor y trató de avanzar a contracorriente. “De las 24:00 en adelante ya vi que estaba un poco fuera de nuestras manos”. Los cabos de otros barcos comenzaron a soltarse y uno golpeó el suyo, rompiendo el casco. Comenzó a hundirse. “Le marqué al dueño del barco para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala la altura del pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’. Me dijo: ‘¡corta los cabos y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’. Fue todo. Dije: ok. Colgué y seguí”. Pero era inevitable, Marlon y su marinero tuvieron que saltar al mar embravecido.

“Le marqué al dueño para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala el pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’, ‘¡corta y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’”.

No sabían en qué punto estaban. No tenían visibilidad, flotaban como podían entre escombros y diésel. Un objeto hirió al marinero. “Lo único que le decía era, ‘cúbrete la nuca y respira’ porque las olas nos hundían, nos iban revolcando”. Lograron agarrarse de algo que flotaba y se mantuvieron ahí hasta que escucharon el motor de otra embarcación, que estaba a unos diez metros de distancia. Marlon decidió tratar de alcanzarla. “Como yo traía a mi marinero, mi objetivo era llegar con él, siempre fue llegar con él. Cuando nos tiramos yo le dije, ‘si tú te quieres morir, yo no’, dije, ‘cuídame porque yo te voy a cuidar’, y él entendió, trató de nadar.” Llegaron. Marlon gritó por auxilio y, con ayuda de quienes estaban en ese barco, ambos subieron.

A la madrugada, la puerta que daba al balcón, en casa de Yamilet, explotó. “Fue el momento más impactante. Mi esposo y yo tenemos treinta años. Nuestra casa, pues, nos ha costado mucho. Es nuestra casita, nuestra primera casita y ojalá no sea la última, nuestro refugio, para nuestros animales, fue muy difícil de ver cómo todo se caía”. El viento volaba los objetos como en una licuadora. Hasta las 3:00 el aire bajó de intensidad y pudieron salir a la calle. Pronto comenzaron a auxiliar a los vecinos: árboles caídos que dejaron a unos atrapados dentro de su casa, el agua hasta el fondo que se les metió a la casa de otros. “Salimos y nos dimos cuenta de que todo estaba destruido, fue muy difícil procesar las imágenes, porque la noche anterior estaba todo bien, hace cinco horas estaba todo bien, y ahorita todo destruido”. Cuando llegó el amanecer, fue aún más impresionante ver el paisaje detrás de su casa, pegada a un manglar: donde antes había un amate y un terreno de vegetación frondosa, ahora había un llano. “Nos íbamos a casar el 2 de noviembre del año siguiente, pero pues por los gastos y eso yo creo que ya no se va a hacer”.

A la luz del día, Marlon ayudó a sus rescatistas a llevar el barco a un muelle. “Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. Eran las 7:00 horas, en tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.

Las primeras cifras

Los daños por el huracán Otis son incalculables. Hasta la noche del 31 de octubre, una semana después del desastre, las cifras preliminares de la Fiscalía General del Estado de Guerrero acumulaban 46 personas fallecidas y 58 desaparecidas. Un primer censo del Centro Logístico de Comando registró 604 embarcaciones desaparecidas. Y en una reunión de empresarios con representantes del gobierno, se habló de al menos doscientos marinos y capitanes no localizados.

El programa de observación satelital Copernicus detectó edificios dañados y destruidos en 7 321 hectáreas urbanizadas y 79 kilómetros de carreteras en el municipio de Acapulco por el huracán Otis. El impacto en la primera franja de tierra, donde está la zona hotelera, fue brutal. En los mapas satelitales las afectaciones más graves son evidentes en zonas altas de la bahía —un área conocida como anfiteatro—, donde se concentra 63% de los daños en construcciones de colonias populares de clase media baja y baja. Se estima que 71% de la población del municipio está potencialmente afectada, sin considerar la población flotante del área turística.

Por su parte, el sector privado ha calculado que 81% de la infraestructura afectada son viviendas, lo que implicará al menos dos años de trabajos de reconstrucción.

“Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. En tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.
La gente camina junto a escombros y árboles dañados después del huracán Otis, en Acapulco, México, 29 de octubre de 2023. Fotografía de Quetzalli Nicte / Reuters.

Una ciudad fantasma

“Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Por ejemplo, si yo tengo ventanas, te mando a hacer con tablaroca, cerrado, para prevenir todo eso. Pero como aquí es una ciudad que nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. Sí sabíamos más o menos la dimensión del problema que venía, pero no estábamos preparados para recibirlo”, dice Javier, un policía de Seguridad Pública del municipio que ha estado realizando recorridos hasta donde su patrulla ha podido pasar. “Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’ y es cierto, le digo que una película de esas de ciudad fantasma queda corta”.

Es el tercer día después del desastre, el viernes 27 de octubre por la mañana. Karla Santana, de veinticinco años, lleva en sus manos una lista de los empleados que se han presentado a trabajar. Está en la entrada de servicio del hotel Playa Suites, en un callejón de la zona turística. Ella trabaja en el área de Recursos Humanos, cuenta que la noche del huracán Otis estaban hospedados ahí una centena de turistas. Al amanecer, algunos fueron llevados a los albergues porque 97% de las habitaciones quedaron inhabitables, las piezas de la planta generadora de luz volaron y no contaban con alimentos suficientes en el almacén. Karla menciona que dejaron a los huéspedes en refugios de la colonia Farallón, del colegio La Salle, en la garita de la iglesia. Pero allí tampoco tenían condiciones para recibirlos, ni luz ni víveres, y varios regresaron al Playa Suites.

Karla vive en la periferia de Acapulco, en la colonia Luis Donaldo Colosio, una de las más afectadas, donde los afluentes de la Laguna de Tres Palos inundaron calles y casas y sus habitantes han sido quienes despejaron los caminos de escombros después del impacto de Otis. Pero ella no pudo estar ahí. Todo el miércoles se quedó atendiendo la emergencia en el Playa Suites y fue hasta la noche que caminó nueve kilómetros de subidas y bajadas hasta llegar a casa. “Nada más fui a ver a mi perro y a ver qué había pasado y me regresé”, dice. Volvió porque tiene un compromiso con su labor y con sus compañeros de trabajo, no por obligación. Desde entonces se dedicó a atender a los huéspedes que quedaban, que comenzaron a ser evacuados hasta el jueves por la noche en viajes humanitarios de autobús hasta la Ciudad de México. Hoy toma lista de los empleados que se han presentado, hasta este viernes dice que no saben nada del 60%, esto es cerca de 180 personas.

"Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Pero como aquí nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. No estábamos preparados para recibirlo”.

Del otro lado de la Avenida Costera, algunos empleados de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) se concentran en el Hotel Hacienda María Eugenia. Están echando a andar una planta de luz para instalar ahí un campamento para los trabajadores de la CFE. Llegaron a Acapulco desde el día uno, provenientes de varios estados de la República, pero recién están adaptando el lugar para descansar después de sus jornadas.

Otros que buscan dónde instalar su campamento es un grupo de la Guardia Nacional. En el edificio Nautilus, hablan con Edgar Badillo, el vigilante. Le preguntan por el administrador. Edgar les explica que ha estado ahí desde el huracán Otis, auxiliando a dos familias que se encontraban en los condominios, encargándose de la seguridad. Los soldados le dicen que están buscando donde instalarse y preguntan por las condiciones del edificio. “Es pérdida total”, responde, y los invita a verlo por ellos mismos. Entran al lobby y a recorren los primeros pisos, entre escombros. “Si logran limpiar al menos tendrán una planta de luz, si consiguen diésel para echarla a andar”.

El servicio eléctrico se interrumpió afectando a 513 524 usuarios, de los cuales 284 670 pertenecen al municipio de Acapulco. Al día siguiente del desastre por el huracán Otis, 1 320 electricistas se desplegaron para hacer frente a la emergencia; para el 27 de octubre se informó que ya eran 1 689 empleados abocados a las reparaciones. Hasta el 28, por la noche, esto fue evidente solo en la bahía principal donde está la zona naval militar. El resto de la ciudad y sus colonias permanecieron sin electricidad y en penumbras. Para el 31 de octubre, eran 2 900 electricistas en campo y 55% de los servicios quedaban restaurados en Acapulco. Pero al menos 156 000 usuarios seguían afectados.

Fueron noches en las que la caída del sol significó un toque de queda tácito. En las colonias del anfiteatro y en las periferias, durante el día las personas recorrían las calles andando a pie con relativa tranquilidad, pero la inseguridad llegaba con los atardeceres anaranjados de la costa del Pacífico. La recomendación general: resguárdense, no circulen de noche. A través de las ventanas sin vidrios y paredes derruidas se alcanzaban a ver las luces de velas y lámparas que anunciaban que alguien aún habitaba dentro. En los días posteriores al huracán, una luna llena y luminosa fungió sobre el puerto de Acapulco como el único faro.

"Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’".
Se ven escombros y embarcaciones dañadas tras el huracán Otis, en Acapulco, México, el 1 de noviembre de 2023. Fotografía de Jose Luis Gonzalez / Reuters. Las voces de Acapulco, luego del huracán Otis.

Reconectar la ciudad

Del servicio eléctrico depende el abastecimiento del agua potable, los servicios de telecomunicaciones, la refrigeración de alimentos perecederos, los sistemas de vigilancia y de aire acondicionado de una ciudad como Acapulco. Una población de 779 566 habitantes puede soportar tres días de calor, pero no de incomunicación después de un desastre natural.

Tres días después del huracán Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos. Fuera de Acapulco se crearon grupos de WhatsApp para compartir información e intentar localizar a quienes estaban dentro, que se preguntaban qué sabía el resto del mundo sobre lo que estaban viviendo. Como si se tratara de una fila para recibir una despensa, hay quienes se forman durante horas para cargar sus celulares en las plantas de luz de las televisoras, que estaban ahí cubriendo el desastre, con el objetivo de intentar enviar señales de vida a familiares. En la plaza del centro, mientras esperan su turno para conectar su teléfono a una de estas plantas, un joven, que dijo vivir detrás del Ayuntamiento, y Teresa Reyes, una mujer mayor, vecina del centro, platican. Ni él ni Teresa tiene agua para beber, ni siquiera para bañarse, han estado consiguiendo alimentos por donde pueden, pero en este momento su prioridad es cargar el celular y deciden hacer la fila, que les llevará horas.

—Ojalá que le llegue [el mensaje], porque no hay paso para allá, no se puede llegar. Le vamos a hablar a un vecino, a ver si se pueden comunicar— dice Teresa, quien explica que quiere avisar a sus hermanos y sobrinos que está bien. Unos están en la colonia El Coloso, de Acapulco; otros en San Diego, California.

Tres días después de Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos.

Durante tres días la mayoría de los caminos han estado bloqueados y los servicios de transporte públicos suspendidos. Entrar o salir de una zona a otra implica caminar por horas y atravesar calles bloqueadas por escombros, postes caídos sostenidos como con alfileres y cables enmarañados, árboles arrancados de raíz, vehículos volteados llantas arriba e infinidad de objetos arrastrados por la fuerza del viento. La ciudad se fracturó en zonas aisladas, una de la otra; no se puede llegar del interior a la costa y viceversa. De modo que habitantes de colonias populares quedaron a su suerte: lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia dinámica de devastación.

—En [el huracán] Paulina eran casetas telefónicas, uno tenía que estar, “oye, te acaban de marcar de aquí”. Ahorita mínimo cada uno tiene comunicación independiente. Pero, aun así, está imposible— recuerda el joven.
—Lo único que queremos es que sepan que estamos bien. Porque de lo que les están diciendo, lo que se está corriendo en las noticias, nosotros no sabemos, no tenemos comunicación, no tenemos el celular, no podemos ver nada, así que no podemos ni enterarnos de lo que dicen.

Un día después, el sábado 28 de octubre, en la zona Diamante, sobre el puente vehicular de Boulevard de las Naciones, decenas de personas llegan desde muy temprano para intentar comunicarse con el exterior. Se corrió la voz de que, en este lugar, agarra mejor la señal telefónica. La gente alza sus celulares hacia el cielo, esperando cacharla. Citlali Tenorio y Gabriel Galindo, residentes del fraccionamiento Las Gaviotas, de clase media, han logrado comunicarse con un familiar al que le enumeran una lista de víveres: alimentos no perecederos, agua, algunos medicamentos, químico para limpiar el agua de la alberca, dinero en efectivo. Estaban preparados para el huracán, tenían lámparas, enlatados, cosas que se sugiere tener en caso de emergencia. Pero solo les quedan alimentos para tres días más, los han estado compartiendo con sus vecinos. Además, son administradores de condominios, necesitan el efectivo para pagar a sus trabajadores.

—No es para tenerlo embolsado y guardarlo, no, [es] porque hay gente depende de nosotros ahorita—dice Gabriel.
—Ayer que nos comunicamos con mi hijo, para avisarles que estábamos bien, nos comentó que la ayuda está nada más en la Costera, que era la que estaba dañada y dijimos, y ¿nosotros?— se pregunta Citlali.
—La ayuda está muy lenta —añade Gabriel y recuerda otra experiencia inmediata.

En 2013, los huracanes Ingrid y Manuel que significaron uno de los desastres más destructivos de la historia del país.

—Al otro día, ya estaba instalado el albergue. Empezaron a sacar a la gente de aquí porque subió el agua dos metros. Ya estaba la comida […]. Y ahorita no hay nada, o sea el ejército está pero, ¿en dónde? Aquí en esta zona tú puedes ir a dar un recorrido en vehículo, no vas a ver un campamento militar de ayuda, de alimentación. No hay nada […]. La vez pasada, con el Manuel, quince días tardó en reconectarse la luz, pero no se destruyó tanto.
—Y ahorita tardó mucho en llegar la ayuda— insiste Citlali.
—[Aquella vez] también llegaron militares, resguardaron las tiendas y [se] estuvo vendiendo productos.
—Ahora es cuídate y sálvese quien pueda. Sí es deplorable ver que han saqueado todo, independientemente del daño que causó el huracán.
—No ha llegado ninguna comitiva, ningún camión que pudiera venirse para acá con una comida comunitaria o con ayuda, con despensa, no hay nada, nada— remata Gabriel.

En el puente se forma una doble fila de vehículos que brincan el camellón para circular en sentido contrario porque, en los carriles laterales, hay una enorme ceiba obstruyendo el paso. Hacia la playa, donde se alzan los edificios de departamentos de lujo, la Avenida Costera de las Palmas está desierta.

La ciudad se fracturó en zonas aisladas. Lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia devastación.
Familiares del difunto José Ramiro Castro García, quien murió durante el huracán Otis mientras trabajaba a bordo de un barco, caminan por el cementerio de El Palmar, en Acapulco, México, el 3 de noviembre de 2023. Fotografía de José Luis González / Reuters. Las voces de Acapulco por el huracán Otis.

Guardias creadas por acapulqueños

Los saqueos a comercios y el desabasto de víveres iniciaron a la mañana siguiente al desastre, a lo largo de todo Acapulco, y en algunas zonas se prolongaron hasta el primer fin de semana. La mañana del viernes 27 de octubre, en la zona costera, una joven que prefiere no dar su nombre, del servicio de vigilancia del centro comercial Galerías Diana, mira sin poder actuar. Ve cómo se llevan todo tipo de productos de la tienda departamental Liverpool, y otros establecimientos, ante la presencia de dos elementos de la Guardia Nacional, quienes tampoco intervienen. Cuenta que ha visto cómo en su colonia, Balcones al Mar, hacia Pie de la Cuesta, saquearon el Soriana y los Oxxos de Jardín Palmas. “Andaba ahí un pequeño grupo de gente de mafia, ahí cuidando esa gente. Tú te interpones nomás y ¡pam! Un balazo te va a callar”.

Al igual que esta vigilante, otros testimonios señalan a grupos del crimen organizado que llegan preparados con herramientas a llevarse el dinero de cajeros automáticos y cajas de seguridad de los negocios, que incitaban a la población a continuar el saqueo del resto de los productos y se perdían entre la multitud. “Parecían acciones organizadas, planeadas, no gentes improvisadas”, agrega un habitante del centro.

Esa noche, el camino de entrada y salida al puerto, límite de las colonias Renacimiento y Zapata, donde se encuentran las bodegas de la Central de Abastos de Acapulco, colapsó debido al caos provocado por multitudes que iban y venían cargando productos. Entre la gente que se llevaba lo que podía con sus manos, destacaban grupos coordinados, se movían juntos, cuidándose unos a otros de no ser fotografiados o grabados con un celular, iban a pie, en camionetas y escoltados por motocicletas. Los pocos elementos del ejército y de la Guardia Nacional que estaban en el lugar se limitaban a intentar liberar el tránsito vehicular.

La destrucción de edificios, incluidos los comercios, el desabasto de alimentos y un retardo en la ayuda humanitaria provocó que muchas familias salieran a buscar alimentos y gasolina, cuando ya no existía orden ni control para las ventas. “Fuimos a buscar víveres, la verdad, para sobrevivir porque ya no teníamos nada. A buscar arroz, frijol, lo necesario. No tenemos refri, teníamos carne de antes, pero pues ya no tenemos nada de luz y nos daba miedo que, pues, nos hiciera mal la carne”, cuenta un habitante de la colonia popular Leonardo Rodríguez Alcaine. En las gasolineras de la costera, las personas hacían fila para llenar galones por su cuenta.

Con el paso de los días, el temor de que proliferara la inseguridad provocó la organización de vecinos en varias partes de la ciudad. En la calle Sinaloa, de la colonia Progreso, el fotógrafo Daniel Ojeda documentó cómo los vecinos, con machetes y bates, montaban barricadas y brigadas de vigilancia nocturnas, para evitar robos a sus hogares. Con lavadoras, láminas y tinacos que el huracán Otis arrastró, bloqueaban la entrada a la calle y, por la noche, encendían fogatas alrededor de las que montaban la guardia.

Lo mismo sucedió en la calle Del Espanto, en la colonia Hornos Insurgentes. Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: están pendientes unos de las necesidades de otros, también fueron ellos mismos quieres liberaron la calle para dar paso a los vehículos, cortando árboles caídos con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias de vigilancia para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia. “El otro día vi a uno que anda por ahí, conocido pues, ya llevaba una bici chiquita, de niño, de la casa de la vecina, y que le grito, ‘¡Oye, eso no es tuyo, me lo dejas ahí! ¡Aquí entre vecinos nos estamos cuidando!’”. Estas guardias también las han hecho en su negocio, un local de ropa en la Avenida Universidad. Paloma, su hermana y su cuñado se turnan la vigilancia del comercio, pasan el día sentados en un viejo Volkswagen. A la par que cuidan su inversión que no quieren perder, echan un ojo a los negocios vecinos. Mientras platican, en la acera de enfrente un grupo de personas se han metido al local de una purificadora de agua y cargan una camioneta con garrafones. “Bueno, es agua, eso sí es algo que lo necesita la gente”, espeta.

En la calle Del Espanto, Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: liberaron la calle, cortando árboles con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia.

El desastre natural solo ha incrementado la inseguridad habitual de una ciudad que es considerada una de las más peligrosas del mundo. La última estadística pública sobre la percepción de la inseguridad en Acapulco mostró un alza de 67% a 76%, de marzo a junio de 2023.

A unos metros, en la Plaza Universidad, todos los locales habían sufrido algún daño por el desastre natural: vidrios rotos, destrozos causados por la fuerza del viento. Pero uno de ellos, Novias Sparks, de vestidos de novias, logró pasar el huracán Otis intacto hasta el sábado por la noche, cuando fue saqueado. Desde entonces, la dueña está también custodiando la entrada, en chanclas y short, inamovible. A la esquina, en otra plaza comercial de la Avenida Cuauhtémoc, otro grupo de pequeños locatarios ha depositado la seguridad a una familia que tiene una barbería, ellos dejaron su casa y están durmiendo en el local, montando guardias desde el día uno.

En apoyo a la emergencia, la Secretaría de la Defensa Nacional informó que, al 31 de octubre, se desplegaron 11 500 miembros del Ejército, Fuerza Aérea y Guardia Nacional para la distribución de despensas, agua potable, servicio de comedores, cocinas comunitarias, limpieza de caminos. En específico, son cinco mil miembros de la Guardia Nacional para “el control de las vías de comunicación” que proveen seguridad a 74 estaciones gasolineras, cuatro bodegas y veinte centros comerciales. Pero en esta zona, a unas cuadras de la Avenida Costera Miguel Alemán, como en todo Acapulco, fueron los vecinos y locatarios los primeros en reaccionar.

En la unidad habitacional Secsa II, con apenas ochenta casas, donde vive Yamilet y su familia, el sábado 28 de octubre, a cuatro días del huracán Otis, además de limpiar los escombros, han sacado una parrilla al estacionamiento y con la madera de los árboles caídos encienden una fogata en la que preparan el desayuno para varias familias. José, el vecino de la esquina, trata de encender la lumbre. Él ha enviado a su hija y esposa, lejos de Acapulco, con familiares y se ha quedado a cuidar la casa. María de los Santos, la mamá de Yamilet, saca de su despensa un paquete de huevos, son los últimos de la alacena. Mónica, la de al lado, trae queso. Varios aportan otros alimentos perecederos que temen se echen a perder en los refrigeradores que se quedaron sin luz. Así han sobrevivido durante días, actuando en comunidad.

Aún les preocupa la falta de agua, medicamentos y atención para los enfermos, y otras circunstancias que están más allá de sus manos. “Empieza a levantarse el polvo y nos vamos a enfermar, son heces fecales. Hacemos lo que podemos, nos ayudamos entre vecinos, tratamos de estar apoyándonos, pero pues sí hay cosas que nos sobrepasan demasiado”, dice Yamilet.

Son estas pequeñas iniciativas de organización vecinal las que dentro de la catástrofe aportan luz a los habitantes de una ciudad devastada.

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Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

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El huracán Otis golpeó al famoso puerto turístico de Acapulco y lo devastó como ningún otro fenómeno meteorológico en su historia. Sus colonias y fraccionamientos quedaron aislados y devastados, a la sola merced de sus habitantes. A este colapso se agregó la falta de prevención de desastres, la tardía reacción de gobiernos en los tres niveles ante la emergencia y la prevalencia de un contrato social roto por la inseguridad. Estas son las voces de Acapulco que narran los días subsiguientes al desastre.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Acapulco, ciudad costera del estado de Guerrero, el primer y más reconocido destino turístico en el Pacífico mexicano, amaneció sin luz e incomunicada. Era el miércoles 25 de octubre y las primeras imágenes difundidas por las redes sociales mostraban, a cuentagotas, varios puntos de la Avenida Costera Miguel Alemán con árboles y palmeras, postes y espectaculares, derribados todos, así como edificios desnudados, convertidos en esqueletos por la fuerza del viento. En esta circunstancia está la ciudad entera, centro y periferias, no hay zona que no esté devastada. En esas primeras horas, nadie dimensionaba el nivel de destrucción provocado por el huracán Otis, durante la madrugada, que rompió el récord histórico de intensificación en México: en casi doce horas pasó de tormenta tropical a huracán de categoría cinco.

Un día antes, a las 19:00 horas del martes 24 de octubre, Yamilet Lara, una joven en sus treinta, habitante de Secsa II, una unidad habitacional de clase trabajadora que se ubica en la zona Diamante, reconocida por los desarrollos lujosos, se presentó a una cita programada en la estética. “Nos vamos a casar y teníamos las fechas para las fotos de preboda. Me fui a poner uñas porque dije, bueno, voy a arreglarme”, recuerda. Había acomodado toda la semana en torno a la sesión fotográfica, que sería el viernes en el municipio de Chilapa de Álvarez, en sus campos de flor de cempasúchil y terciopelo de esta temporada. Yamilet había escuchado que un huracán tocaría Acapulco por la noche y que sería de una categoría menor. Aunque, en realidad, desde las 18:00 horas, el Centro Nacional de Huracanes estadounidense y la Comisión Nacional de Agua habían anunciado el repentino incremento de Otis a categoría cuatro, calificándolo de “extremadamente peligroso” y anticipando que podría llegar a la categoría de riesgo máximo. “Nos confiamos mucho, la verdad, ese fue el error, nos confiamos demasiado”.

A veinte kilómetros, en el extremo norte de la bahía de Acapulco, internado en el mar, en una zona náutica conocida como La Aguada, Marlon Valdez, un marinero de veinticuatro años, velaba una de las embarcaciones de renta de la empresa para la que trabajaba. El dueño le había pedido que se encargara de cuidarla durante la tormenta, como capitán, junto a otro muchacho que fungió como marinero. Él y quienes estaban en el mar sí sabían lo que venía. “Es una tarea de años que considero que está mal, que es de cajón, no es de que si quieres o no. Tú, como marinero, es la obligación y la responsabilidad de cuidar tu embarcación y hundirte con ella”, dice. Esa noche, calcula que había casi cuarenta barcos solo en La Aguada y, por cada embarcación, de dos y hasta seis tripulantes para la vela. Pero en Acapulco hay más sectores donde se estacionan las embarcaciones: en el club de yates, en la marina, en la marina de Santa Lucía, en el club Performance, en Puerto Marques, en Las Boyas. Había miles de personas en el mar esa noche.

De regreso, al otro extremo de Acapulco, Yamilet salió de la estética a las 22:00 horas. Empezaba a llover y se escuchaban los ventarrones, la calle estaba sola, no había transporte, así que Yamilet se ofreció a llevar a la empleada de la estética a su casa. Poco después llegó a la suya, en donde estaban su mamá, María de los Santos, y su próximo esposo, Andrés. La lluvia continuaba y a las 23:00 se fue la luz. Platicaban con tranquilidad de los huracanes anteriores, de lo que habían vivido con Ingrid y Manuel en 2013, y con Paulina en 1997, de las diferencias entre uno y otro. “Estábamos platicando del Paulina, tratando de hacer ameno el silencio”, dice Yamilet. Abrieron las ventanas del segundo piso para que la presión del aire no las rompiera. “De repente, como a las 23:30, empiezan los ventarrones, empezaron, ya de verdad era imposible estar cerca de las ventanas.” La casa vibraba, se estremecía. Yamilet y Andrés decidieron resguardarse en el vestidor, María de los Santos se quedó con las mascotas en una habitación del primer piso.

En el mar, el huracán Otis entraba. Colocaron los fenders, unos globos que usan para evitar los golpes con otras embarcaciones. Los barcos eran arrastrados. Marlon prendió el motor y trató de avanzar a contracorriente. “De las 24:00 en adelante ya vi que estaba un poco fuera de nuestras manos”. Los cabos de otros barcos comenzaron a soltarse y uno golpeó el suyo, rompiendo el casco. Comenzó a hundirse. “Le marqué al dueño del barco para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala la altura del pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’. Me dijo: ‘¡corta los cabos y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’. Fue todo. Dije: ok. Colgué y seguí”. Pero era inevitable, Marlon y su marinero tuvieron que saltar al mar embravecido.

“Le marqué al dueño para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala el pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’, ‘¡corta y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’”.

No sabían en qué punto estaban. No tenían visibilidad, flotaban como podían entre escombros y diésel. Un objeto hirió al marinero. “Lo único que le decía era, ‘cúbrete la nuca y respira’ porque las olas nos hundían, nos iban revolcando”. Lograron agarrarse de algo que flotaba y se mantuvieron ahí hasta que escucharon el motor de otra embarcación, que estaba a unos diez metros de distancia. Marlon decidió tratar de alcanzarla. “Como yo traía a mi marinero, mi objetivo era llegar con él, siempre fue llegar con él. Cuando nos tiramos yo le dije, ‘si tú te quieres morir, yo no’, dije, ‘cuídame porque yo te voy a cuidar’, y él entendió, trató de nadar.” Llegaron. Marlon gritó por auxilio y, con ayuda de quienes estaban en ese barco, ambos subieron.

A la madrugada, la puerta que daba al balcón, en casa de Yamilet, explotó. “Fue el momento más impactante. Mi esposo y yo tenemos treinta años. Nuestra casa, pues, nos ha costado mucho. Es nuestra casita, nuestra primera casita y ojalá no sea la última, nuestro refugio, para nuestros animales, fue muy difícil de ver cómo todo se caía”. El viento volaba los objetos como en una licuadora. Hasta las 3:00 el aire bajó de intensidad y pudieron salir a la calle. Pronto comenzaron a auxiliar a los vecinos: árboles caídos que dejaron a unos atrapados dentro de su casa, el agua hasta el fondo que se les metió a la casa de otros. “Salimos y nos dimos cuenta de que todo estaba destruido, fue muy difícil procesar las imágenes, porque la noche anterior estaba todo bien, hace cinco horas estaba todo bien, y ahorita todo destruido”. Cuando llegó el amanecer, fue aún más impresionante ver el paisaje detrás de su casa, pegada a un manglar: donde antes había un amate y un terreno de vegetación frondosa, ahora había un llano. “Nos íbamos a casar el 2 de noviembre del año siguiente, pero pues por los gastos y eso yo creo que ya no se va a hacer”.

A la luz del día, Marlon ayudó a sus rescatistas a llevar el barco a un muelle. “Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. Eran las 7:00 horas, en tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.

Las primeras cifras

Los daños por el huracán Otis son incalculables. Hasta la noche del 31 de octubre, una semana después del desastre, las cifras preliminares de la Fiscalía General del Estado de Guerrero acumulaban 46 personas fallecidas y 58 desaparecidas. Un primer censo del Centro Logístico de Comando registró 604 embarcaciones desaparecidas. Y en una reunión de empresarios con representantes del gobierno, se habló de al menos doscientos marinos y capitanes no localizados.

El programa de observación satelital Copernicus detectó edificios dañados y destruidos en 7 321 hectáreas urbanizadas y 79 kilómetros de carreteras en el municipio de Acapulco por el huracán Otis. El impacto en la primera franja de tierra, donde está la zona hotelera, fue brutal. En los mapas satelitales las afectaciones más graves son evidentes en zonas altas de la bahía —un área conocida como anfiteatro—, donde se concentra 63% de los daños en construcciones de colonias populares de clase media baja y baja. Se estima que 71% de la población del municipio está potencialmente afectada, sin considerar la población flotante del área turística.

Por su parte, el sector privado ha calculado que 81% de la infraestructura afectada son viviendas, lo que implicará al menos dos años de trabajos de reconstrucción.

“Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. En tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.
La gente camina junto a escombros y árboles dañados después del huracán Otis, en Acapulco, México, 29 de octubre de 2023. Fotografía de Quetzalli Nicte / Reuters.

Una ciudad fantasma

“Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Por ejemplo, si yo tengo ventanas, te mando a hacer con tablaroca, cerrado, para prevenir todo eso. Pero como aquí es una ciudad que nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. Sí sabíamos más o menos la dimensión del problema que venía, pero no estábamos preparados para recibirlo”, dice Javier, un policía de Seguridad Pública del municipio que ha estado realizando recorridos hasta donde su patrulla ha podido pasar. “Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’ y es cierto, le digo que una película de esas de ciudad fantasma queda corta”.

Es el tercer día después del desastre, el viernes 27 de octubre por la mañana. Karla Santana, de veinticinco años, lleva en sus manos una lista de los empleados que se han presentado a trabajar. Está en la entrada de servicio del hotel Playa Suites, en un callejón de la zona turística. Ella trabaja en el área de Recursos Humanos, cuenta que la noche del huracán Otis estaban hospedados ahí una centena de turistas. Al amanecer, algunos fueron llevados a los albergues porque 97% de las habitaciones quedaron inhabitables, las piezas de la planta generadora de luz volaron y no contaban con alimentos suficientes en el almacén. Karla menciona que dejaron a los huéspedes en refugios de la colonia Farallón, del colegio La Salle, en la garita de la iglesia. Pero allí tampoco tenían condiciones para recibirlos, ni luz ni víveres, y varios regresaron al Playa Suites.

Karla vive en la periferia de Acapulco, en la colonia Luis Donaldo Colosio, una de las más afectadas, donde los afluentes de la Laguna de Tres Palos inundaron calles y casas y sus habitantes han sido quienes despejaron los caminos de escombros después del impacto de Otis. Pero ella no pudo estar ahí. Todo el miércoles se quedó atendiendo la emergencia en el Playa Suites y fue hasta la noche que caminó nueve kilómetros de subidas y bajadas hasta llegar a casa. “Nada más fui a ver a mi perro y a ver qué había pasado y me regresé”, dice. Volvió porque tiene un compromiso con su labor y con sus compañeros de trabajo, no por obligación. Desde entonces se dedicó a atender a los huéspedes que quedaban, que comenzaron a ser evacuados hasta el jueves por la noche en viajes humanitarios de autobús hasta la Ciudad de México. Hoy toma lista de los empleados que se han presentado, hasta este viernes dice que no saben nada del 60%, esto es cerca de 180 personas.

"Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Pero como aquí nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. No estábamos preparados para recibirlo”.

Del otro lado de la Avenida Costera, algunos empleados de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) se concentran en el Hotel Hacienda María Eugenia. Están echando a andar una planta de luz para instalar ahí un campamento para los trabajadores de la CFE. Llegaron a Acapulco desde el día uno, provenientes de varios estados de la República, pero recién están adaptando el lugar para descansar después de sus jornadas.

Otros que buscan dónde instalar su campamento es un grupo de la Guardia Nacional. En el edificio Nautilus, hablan con Edgar Badillo, el vigilante. Le preguntan por el administrador. Edgar les explica que ha estado ahí desde el huracán Otis, auxiliando a dos familias que se encontraban en los condominios, encargándose de la seguridad. Los soldados le dicen que están buscando donde instalarse y preguntan por las condiciones del edificio. “Es pérdida total”, responde, y los invita a verlo por ellos mismos. Entran al lobby y a recorren los primeros pisos, entre escombros. “Si logran limpiar al menos tendrán una planta de luz, si consiguen diésel para echarla a andar”.

El servicio eléctrico se interrumpió afectando a 513 524 usuarios, de los cuales 284 670 pertenecen al municipio de Acapulco. Al día siguiente del desastre por el huracán Otis, 1 320 electricistas se desplegaron para hacer frente a la emergencia; para el 27 de octubre se informó que ya eran 1 689 empleados abocados a las reparaciones. Hasta el 28, por la noche, esto fue evidente solo en la bahía principal donde está la zona naval militar. El resto de la ciudad y sus colonias permanecieron sin electricidad y en penumbras. Para el 31 de octubre, eran 2 900 electricistas en campo y 55% de los servicios quedaban restaurados en Acapulco. Pero al menos 156 000 usuarios seguían afectados.

Fueron noches en las que la caída del sol significó un toque de queda tácito. En las colonias del anfiteatro y en las periferias, durante el día las personas recorrían las calles andando a pie con relativa tranquilidad, pero la inseguridad llegaba con los atardeceres anaranjados de la costa del Pacífico. La recomendación general: resguárdense, no circulen de noche. A través de las ventanas sin vidrios y paredes derruidas se alcanzaban a ver las luces de velas y lámparas que anunciaban que alguien aún habitaba dentro. En los días posteriores al huracán, una luna llena y luminosa fungió sobre el puerto de Acapulco como el único faro.

"Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’".
Se ven escombros y embarcaciones dañadas tras el huracán Otis, en Acapulco, México, el 1 de noviembre de 2023. Fotografía de Jose Luis Gonzalez / Reuters. Las voces de Acapulco, luego del huracán Otis.

Reconectar la ciudad

Del servicio eléctrico depende el abastecimiento del agua potable, los servicios de telecomunicaciones, la refrigeración de alimentos perecederos, los sistemas de vigilancia y de aire acondicionado de una ciudad como Acapulco. Una población de 779 566 habitantes puede soportar tres días de calor, pero no de incomunicación después de un desastre natural.

Tres días después del huracán Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos. Fuera de Acapulco se crearon grupos de WhatsApp para compartir información e intentar localizar a quienes estaban dentro, que se preguntaban qué sabía el resto del mundo sobre lo que estaban viviendo. Como si se tratara de una fila para recibir una despensa, hay quienes se forman durante horas para cargar sus celulares en las plantas de luz de las televisoras, que estaban ahí cubriendo el desastre, con el objetivo de intentar enviar señales de vida a familiares. En la plaza del centro, mientras esperan su turno para conectar su teléfono a una de estas plantas, un joven, que dijo vivir detrás del Ayuntamiento, y Teresa Reyes, una mujer mayor, vecina del centro, platican. Ni él ni Teresa tiene agua para beber, ni siquiera para bañarse, han estado consiguiendo alimentos por donde pueden, pero en este momento su prioridad es cargar el celular y deciden hacer la fila, que les llevará horas.

—Ojalá que le llegue [el mensaje], porque no hay paso para allá, no se puede llegar. Le vamos a hablar a un vecino, a ver si se pueden comunicar— dice Teresa, quien explica que quiere avisar a sus hermanos y sobrinos que está bien. Unos están en la colonia El Coloso, de Acapulco; otros en San Diego, California.

Tres días después de Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos.

Durante tres días la mayoría de los caminos han estado bloqueados y los servicios de transporte públicos suspendidos. Entrar o salir de una zona a otra implica caminar por horas y atravesar calles bloqueadas por escombros, postes caídos sostenidos como con alfileres y cables enmarañados, árboles arrancados de raíz, vehículos volteados llantas arriba e infinidad de objetos arrastrados por la fuerza del viento. La ciudad se fracturó en zonas aisladas, una de la otra; no se puede llegar del interior a la costa y viceversa. De modo que habitantes de colonias populares quedaron a su suerte: lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia dinámica de devastación.

—En [el huracán] Paulina eran casetas telefónicas, uno tenía que estar, “oye, te acaban de marcar de aquí”. Ahorita mínimo cada uno tiene comunicación independiente. Pero, aun así, está imposible— recuerda el joven.
—Lo único que queremos es que sepan que estamos bien. Porque de lo que les están diciendo, lo que se está corriendo en las noticias, nosotros no sabemos, no tenemos comunicación, no tenemos el celular, no podemos ver nada, así que no podemos ni enterarnos de lo que dicen.

Un día después, el sábado 28 de octubre, en la zona Diamante, sobre el puente vehicular de Boulevard de las Naciones, decenas de personas llegan desde muy temprano para intentar comunicarse con el exterior. Se corrió la voz de que, en este lugar, agarra mejor la señal telefónica. La gente alza sus celulares hacia el cielo, esperando cacharla. Citlali Tenorio y Gabriel Galindo, residentes del fraccionamiento Las Gaviotas, de clase media, han logrado comunicarse con un familiar al que le enumeran una lista de víveres: alimentos no perecederos, agua, algunos medicamentos, químico para limpiar el agua de la alberca, dinero en efectivo. Estaban preparados para el huracán, tenían lámparas, enlatados, cosas que se sugiere tener en caso de emergencia. Pero solo les quedan alimentos para tres días más, los han estado compartiendo con sus vecinos. Además, son administradores de condominios, necesitan el efectivo para pagar a sus trabajadores.

—No es para tenerlo embolsado y guardarlo, no, [es] porque hay gente depende de nosotros ahorita—dice Gabriel.
—Ayer que nos comunicamos con mi hijo, para avisarles que estábamos bien, nos comentó que la ayuda está nada más en la Costera, que era la que estaba dañada y dijimos, y ¿nosotros?— se pregunta Citlali.
—La ayuda está muy lenta —añade Gabriel y recuerda otra experiencia inmediata.

En 2013, los huracanes Ingrid y Manuel que significaron uno de los desastres más destructivos de la historia del país.

—Al otro día, ya estaba instalado el albergue. Empezaron a sacar a la gente de aquí porque subió el agua dos metros. Ya estaba la comida […]. Y ahorita no hay nada, o sea el ejército está pero, ¿en dónde? Aquí en esta zona tú puedes ir a dar un recorrido en vehículo, no vas a ver un campamento militar de ayuda, de alimentación. No hay nada […]. La vez pasada, con el Manuel, quince días tardó en reconectarse la luz, pero no se destruyó tanto.
—Y ahorita tardó mucho en llegar la ayuda— insiste Citlali.
—[Aquella vez] también llegaron militares, resguardaron las tiendas y [se] estuvo vendiendo productos.
—Ahora es cuídate y sálvese quien pueda. Sí es deplorable ver que han saqueado todo, independientemente del daño que causó el huracán.
—No ha llegado ninguna comitiva, ningún camión que pudiera venirse para acá con una comida comunitaria o con ayuda, con despensa, no hay nada, nada— remata Gabriel.

En el puente se forma una doble fila de vehículos que brincan el camellón para circular en sentido contrario porque, en los carriles laterales, hay una enorme ceiba obstruyendo el paso. Hacia la playa, donde se alzan los edificios de departamentos de lujo, la Avenida Costera de las Palmas está desierta.

La ciudad se fracturó en zonas aisladas. Lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia devastación.
Familiares del difunto José Ramiro Castro García, quien murió durante el huracán Otis mientras trabajaba a bordo de un barco, caminan por el cementerio de El Palmar, en Acapulco, México, el 3 de noviembre de 2023. Fotografía de José Luis González / Reuters. Las voces de Acapulco por el huracán Otis.

Guardias creadas por acapulqueños

Los saqueos a comercios y el desabasto de víveres iniciaron a la mañana siguiente al desastre, a lo largo de todo Acapulco, y en algunas zonas se prolongaron hasta el primer fin de semana. La mañana del viernes 27 de octubre, en la zona costera, una joven que prefiere no dar su nombre, del servicio de vigilancia del centro comercial Galerías Diana, mira sin poder actuar. Ve cómo se llevan todo tipo de productos de la tienda departamental Liverpool, y otros establecimientos, ante la presencia de dos elementos de la Guardia Nacional, quienes tampoco intervienen. Cuenta que ha visto cómo en su colonia, Balcones al Mar, hacia Pie de la Cuesta, saquearon el Soriana y los Oxxos de Jardín Palmas. “Andaba ahí un pequeño grupo de gente de mafia, ahí cuidando esa gente. Tú te interpones nomás y ¡pam! Un balazo te va a callar”.

Al igual que esta vigilante, otros testimonios señalan a grupos del crimen organizado que llegan preparados con herramientas a llevarse el dinero de cajeros automáticos y cajas de seguridad de los negocios, que incitaban a la población a continuar el saqueo del resto de los productos y se perdían entre la multitud. “Parecían acciones organizadas, planeadas, no gentes improvisadas”, agrega un habitante del centro.

Esa noche, el camino de entrada y salida al puerto, límite de las colonias Renacimiento y Zapata, donde se encuentran las bodegas de la Central de Abastos de Acapulco, colapsó debido al caos provocado por multitudes que iban y venían cargando productos. Entre la gente que se llevaba lo que podía con sus manos, destacaban grupos coordinados, se movían juntos, cuidándose unos a otros de no ser fotografiados o grabados con un celular, iban a pie, en camionetas y escoltados por motocicletas. Los pocos elementos del ejército y de la Guardia Nacional que estaban en el lugar se limitaban a intentar liberar el tránsito vehicular.

La destrucción de edificios, incluidos los comercios, el desabasto de alimentos y un retardo en la ayuda humanitaria provocó que muchas familias salieran a buscar alimentos y gasolina, cuando ya no existía orden ni control para las ventas. “Fuimos a buscar víveres, la verdad, para sobrevivir porque ya no teníamos nada. A buscar arroz, frijol, lo necesario. No tenemos refri, teníamos carne de antes, pero pues ya no tenemos nada de luz y nos daba miedo que, pues, nos hiciera mal la carne”, cuenta un habitante de la colonia popular Leonardo Rodríguez Alcaine. En las gasolineras de la costera, las personas hacían fila para llenar galones por su cuenta.

Con el paso de los días, el temor de que proliferara la inseguridad provocó la organización de vecinos en varias partes de la ciudad. En la calle Sinaloa, de la colonia Progreso, el fotógrafo Daniel Ojeda documentó cómo los vecinos, con machetes y bates, montaban barricadas y brigadas de vigilancia nocturnas, para evitar robos a sus hogares. Con lavadoras, láminas y tinacos que el huracán Otis arrastró, bloqueaban la entrada a la calle y, por la noche, encendían fogatas alrededor de las que montaban la guardia.

Lo mismo sucedió en la calle Del Espanto, en la colonia Hornos Insurgentes. Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: están pendientes unos de las necesidades de otros, también fueron ellos mismos quieres liberaron la calle para dar paso a los vehículos, cortando árboles caídos con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias de vigilancia para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia. “El otro día vi a uno que anda por ahí, conocido pues, ya llevaba una bici chiquita, de niño, de la casa de la vecina, y que le grito, ‘¡Oye, eso no es tuyo, me lo dejas ahí! ¡Aquí entre vecinos nos estamos cuidando!’”. Estas guardias también las han hecho en su negocio, un local de ropa en la Avenida Universidad. Paloma, su hermana y su cuñado se turnan la vigilancia del comercio, pasan el día sentados en un viejo Volkswagen. A la par que cuidan su inversión que no quieren perder, echan un ojo a los negocios vecinos. Mientras platican, en la acera de enfrente un grupo de personas se han metido al local de una purificadora de agua y cargan una camioneta con garrafones. “Bueno, es agua, eso sí es algo que lo necesita la gente”, espeta.

En la calle Del Espanto, Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: liberaron la calle, cortando árboles con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia.

El desastre natural solo ha incrementado la inseguridad habitual de una ciudad que es considerada una de las más peligrosas del mundo. La última estadística pública sobre la percepción de la inseguridad en Acapulco mostró un alza de 67% a 76%, de marzo a junio de 2023.

A unos metros, en la Plaza Universidad, todos los locales habían sufrido algún daño por el desastre natural: vidrios rotos, destrozos causados por la fuerza del viento. Pero uno de ellos, Novias Sparks, de vestidos de novias, logró pasar el huracán Otis intacto hasta el sábado por la noche, cuando fue saqueado. Desde entonces, la dueña está también custodiando la entrada, en chanclas y short, inamovible. A la esquina, en otra plaza comercial de la Avenida Cuauhtémoc, otro grupo de pequeños locatarios ha depositado la seguridad a una familia que tiene una barbería, ellos dejaron su casa y están durmiendo en el local, montando guardias desde el día uno.

En apoyo a la emergencia, la Secretaría de la Defensa Nacional informó que, al 31 de octubre, se desplegaron 11 500 miembros del Ejército, Fuerza Aérea y Guardia Nacional para la distribución de despensas, agua potable, servicio de comedores, cocinas comunitarias, limpieza de caminos. En específico, son cinco mil miembros de la Guardia Nacional para “el control de las vías de comunicación” que proveen seguridad a 74 estaciones gasolineras, cuatro bodegas y veinte centros comerciales. Pero en esta zona, a unas cuadras de la Avenida Costera Miguel Alemán, como en todo Acapulco, fueron los vecinos y locatarios los primeros en reaccionar.

En la unidad habitacional Secsa II, con apenas ochenta casas, donde vive Yamilet y su familia, el sábado 28 de octubre, a cuatro días del huracán Otis, además de limpiar los escombros, han sacado una parrilla al estacionamiento y con la madera de los árboles caídos encienden una fogata en la que preparan el desayuno para varias familias. José, el vecino de la esquina, trata de encender la lumbre. Él ha enviado a su hija y esposa, lejos de Acapulco, con familiares y se ha quedado a cuidar la casa. María de los Santos, la mamá de Yamilet, saca de su despensa un paquete de huevos, son los últimos de la alacena. Mónica, la de al lado, trae queso. Varios aportan otros alimentos perecederos que temen se echen a perder en los refrigeradores que se quedaron sin luz. Así han sobrevivido durante días, actuando en comunidad.

Aún les preocupa la falta de agua, medicamentos y atención para los enfermos, y otras circunstancias que están más allá de sus manos. “Empieza a levantarse el polvo y nos vamos a enfermar, son heces fecales. Hacemos lo que podemos, nos ayudamos entre vecinos, tratamos de estar apoyándonos, pero pues sí hay cosas que nos sobrepasan demasiado”, dice Yamilet.

Son estas pequeñas iniciativas de organización vecinal las que dentro de la catástrofe aportan luz a los habitantes de una ciudad devastada.

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Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

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Fotografía de José Luis González/REUTERS. Se ven escombros y embarcaciones dañadas después del huracán Otis, en Acapulco, México, 1 de noviembre de 2023.
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El huracán Otis golpeó al famoso puerto turístico de Acapulco y lo devastó como ningún otro fenómeno meteorológico en su historia. Sus colonias y fraccionamientos quedaron aislados y devastados, a la sola merced de sus habitantes. A este colapso se agregó la falta de prevención de desastres, la tardía reacción de gobiernos en los tres niveles ante la emergencia y la prevalencia de un contrato social roto por la inseguridad. Estas son las voces de Acapulco que narran los días subsiguientes al desastre.

Acapulco, ciudad costera del estado de Guerrero, el primer y más reconocido destino turístico en el Pacífico mexicano, amaneció sin luz e incomunicada. Era el miércoles 25 de octubre y las primeras imágenes difundidas por las redes sociales mostraban, a cuentagotas, varios puntos de la Avenida Costera Miguel Alemán con árboles y palmeras, postes y espectaculares, derribados todos, así como edificios desnudados, convertidos en esqueletos por la fuerza del viento. En esta circunstancia está la ciudad entera, centro y periferias, no hay zona que no esté devastada. En esas primeras horas, nadie dimensionaba el nivel de destrucción provocado por el huracán Otis, durante la madrugada, que rompió el récord histórico de intensificación en México: en casi doce horas pasó de tormenta tropical a huracán de categoría cinco.

Un día antes, a las 19:00 horas del martes 24 de octubre, Yamilet Lara, una joven en sus treinta, habitante de Secsa II, una unidad habitacional de clase trabajadora que se ubica en la zona Diamante, reconocida por los desarrollos lujosos, se presentó a una cita programada en la estética. “Nos vamos a casar y teníamos las fechas para las fotos de preboda. Me fui a poner uñas porque dije, bueno, voy a arreglarme”, recuerda. Había acomodado toda la semana en torno a la sesión fotográfica, que sería el viernes en el municipio de Chilapa de Álvarez, en sus campos de flor de cempasúchil y terciopelo de esta temporada. Yamilet había escuchado que un huracán tocaría Acapulco por la noche y que sería de una categoría menor. Aunque, en realidad, desde las 18:00 horas, el Centro Nacional de Huracanes estadounidense y la Comisión Nacional de Agua habían anunciado el repentino incremento de Otis a categoría cuatro, calificándolo de “extremadamente peligroso” y anticipando que podría llegar a la categoría de riesgo máximo. “Nos confiamos mucho, la verdad, ese fue el error, nos confiamos demasiado”.

A veinte kilómetros, en el extremo norte de la bahía de Acapulco, internado en el mar, en una zona náutica conocida como La Aguada, Marlon Valdez, un marinero de veinticuatro años, velaba una de las embarcaciones de renta de la empresa para la que trabajaba. El dueño le había pedido que se encargara de cuidarla durante la tormenta, como capitán, junto a otro muchacho que fungió como marinero. Él y quienes estaban en el mar sí sabían lo que venía. “Es una tarea de años que considero que está mal, que es de cajón, no es de que si quieres o no. Tú, como marinero, es la obligación y la responsabilidad de cuidar tu embarcación y hundirte con ella”, dice. Esa noche, calcula que había casi cuarenta barcos solo en La Aguada y, por cada embarcación, de dos y hasta seis tripulantes para la vela. Pero en Acapulco hay más sectores donde se estacionan las embarcaciones: en el club de yates, en la marina, en la marina de Santa Lucía, en el club Performance, en Puerto Marques, en Las Boyas. Había miles de personas en el mar esa noche.

De regreso, al otro extremo de Acapulco, Yamilet salió de la estética a las 22:00 horas. Empezaba a llover y se escuchaban los ventarrones, la calle estaba sola, no había transporte, así que Yamilet se ofreció a llevar a la empleada de la estética a su casa. Poco después llegó a la suya, en donde estaban su mamá, María de los Santos, y su próximo esposo, Andrés. La lluvia continuaba y a las 23:00 se fue la luz. Platicaban con tranquilidad de los huracanes anteriores, de lo que habían vivido con Ingrid y Manuel en 2013, y con Paulina en 1997, de las diferencias entre uno y otro. “Estábamos platicando del Paulina, tratando de hacer ameno el silencio”, dice Yamilet. Abrieron las ventanas del segundo piso para que la presión del aire no las rompiera. “De repente, como a las 23:30, empiezan los ventarrones, empezaron, ya de verdad era imposible estar cerca de las ventanas.” La casa vibraba, se estremecía. Yamilet y Andrés decidieron resguardarse en el vestidor, María de los Santos se quedó con las mascotas en una habitación del primer piso.

En el mar, el huracán Otis entraba. Colocaron los fenders, unos globos que usan para evitar los golpes con otras embarcaciones. Los barcos eran arrastrados. Marlon prendió el motor y trató de avanzar a contracorriente. “De las 24:00 en adelante ya vi que estaba un poco fuera de nuestras manos”. Los cabos de otros barcos comenzaron a soltarse y uno golpeó el suyo, rompiendo el casco. Comenzó a hundirse. “Le marqué al dueño del barco para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala la altura del pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’. Me dijo: ‘¡corta los cabos y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’. Fue todo. Dije: ok. Colgué y seguí”. Pero era inevitable, Marlon y su marinero tuvieron que saltar al mar embravecido.

“Le marqué al dueño para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala el pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’, ‘¡corta y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’”.

No sabían en qué punto estaban. No tenían visibilidad, flotaban como podían entre escombros y diésel. Un objeto hirió al marinero. “Lo único que le decía era, ‘cúbrete la nuca y respira’ porque las olas nos hundían, nos iban revolcando”. Lograron agarrarse de algo que flotaba y se mantuvieron ahí hasta que escucharon el motor de otra embarcación, que estaba a unos diez metros de distancia. Marlon decidió tratar de alcanzarla. “Como yo traía a mi marinero, mi objetivo era llegar con él, siempre fue llegar con él. Cuando nos tiramos yo le dije, ‘si tú te quieres morir, yo no’, dije, ‘cuídame porque yo te voy a cuidar’, y él entendió, trató de nadar.” Llegaron. Marlon gritó por auxilio y, con ayuda de quienes estaban en ese barco, ambos subieron.

A la madrugada, la puerta que daba al balcón, en casa de Yamilet, explotó. “Fue el momento más impactante. Mi esposo y yo tenemos treinta años. Nuestra casa, pues, nos ha costado mucho. Es nuestra casita, nuestra primera casita y ojalá no sea la última, nuestro refugio, para nuestros animales, fue muy difícil de ver cómo todo se caía”. El viento volaba los objetos como en una licuadora. Hasta las 3:00 el aire bajó de intensidad y pudieron salir a la calle. Pronto comenzaron a auxiliar a los vecinos: árboles caídos que dejaron a unos atrapados dentro de su casa, el agua hasta el fondo que se les metió a la casa de otros. “Salimos y nos dimos cuenta de que todo estaba destruido, fue muy difícil procesar las imágenes, porque la noche anterior estaba todo bien, hace cinco horas estaba todo bien, y ahorita todo destruido”. Cuando llegó el amanecer, fue aún más impresionante ver el paisaje detrás de su casa, pegada a un manglar: donde antes había un amate y un terreno de vegetación frondosa, ahora había un llano. “Nos íbamos a casar el 2 de noviembre del año siguiente, pero pues por los gastos y eso yo creo que ya no se va a hacer”.

A la luz del día, Marlon ayudó a sus rescatistas a llevar el barco a un muelle. “Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. Eran las 7:00 horas, en tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.

Las primeras cifras

Los daños por el huracán Otis son incalculables. Hasta la noche del 31 de octubre, una semana después del desastre, las cifras preliminares de la Fiscalía General del Estado de Guerrero acumulaban 46 personas fallecidas y 58 desaparecidas. Un primer censo del Centro Logístico de Comando registró 604 embarcaciones desaparecidas. Y en una reunión de empresarios con representantes del gobierno, se habló de al menos doscientos marinos y capitanes no localizados.

El programa de observación satelital Copernicus detectó edificios dañados y destruidos en 7 321 hectáreas urbanizadas y 79 kilómetros de carreteras en el municipio de Acapulco por el huracán Otis. El impacto en la primera franja de tierra, donde está la zona hotelera, fue brutal. En los mapas satelitales las afectaciones más graves son evidentes en zonas altas de la bahía —un área conocida como anfiteatro—, donde se concentra 63% de los daños en construcciones de colonias populares de clase media baja y baja. Se estima que 71% de la población del municipio está potencialmente afectada, sin considerar la población flotante del área turística.

Por su parte, el sector privado ha calculado que 81% de la infraestructura afectada son viviendas, lo que implicará al menos dos años de trabajos de reconstrucción.

“Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. En tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.
La gente camina junto a escombros y árboles dañados después del huracán Otis, en Acapulco, México, 29 de octubre de 2023. Fotografía de Quetzalli Nicte / Reuters.

Una ciudad fantasma

“Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Por ejemplo, si yo tengo ventanas, te mando a hacer con tablaroca, cerrado, para prevenir todo eso. Pero como aquí es una ciudad que nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. Sí sabíamos más o menos la dimensión del problema que venía, pero no estábamos preparados para recibirlo”, dice Javier, un policía de Seguridad Pública del municipio que ha estado realizando recorridos hasta donde su patrulla ha podido pasar. “Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’ y es cierto, le digo que una película de esas de ciudad fantasma queda corta”.

Es el tercer día después del desastre, el viernes 27 de octubre por la mañana. Karla Santana, de veinticinco años, lleva en sus manos una lista de los empleados que se han presentado a trabajar. Está en la entrada de servicio del hotel Playa Suites, en un callejón de la zona turística. Ella trabaja en el área de Recursos Humanos, cuenta que la noche del huracán Otis estaban hospedados ahí una centena de turistas. Al amanecer, algunos fueron llevados a los albergues porque 97% de las habitaciones quedaron inhabitables, las piezas de la planta generadora de luz volaron y no contaban con alimentos suficientes en el almacén. Karla menciona que dejaron a los huéspedes en refugios de la colonia Farallón, del colegio La Salle, en la garita de la iglesia. Pero allí tampoco tenían condiciones para recibirlos, ni luz ni víveres, y varios regresaron al Playa Suites.

Karla vive en la periferia de Acapulco, en la colonia Luis Donaldo Colosio, una de las más afectadas, donde los afluentes de la Laguna de Tres Palos inundaron calles y casas y sus habitantes han sido quienes despejaron los caminos de escombros después del impacto de Otis. Pero ella no pudo estar ahí. Todo el miércoles se quedó atendiendo la emergencia en el Playa Suites y fue hasta la noche que caminó nueve kilómetros de subidas y bajadas hasta llegar a casa. “Nada más fui a ver a mi perro y a ver qué había pasado y me regresé”, dice. Volvió porque tiene un compromiso con su labor y con sus compañeros de trabajo, no por obligación. Desde entonces se dedicó a atender a los huéspedes que quedaban, que comenzaron a ser evacuados hasta el jueves por la noche en viajes humanitarios de autobús hasta la Ciudad de México. Hoy toma lista de los empleados que se han presentado, hasta este viernes dice que no saben nada del 60%, esto es cerca de 180 personas.

"Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Pero como aquí nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. No estábamos preparados para recibirlo”.

Del otro lado de la Avenida Costera, algunos empleados de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) se concentran en el Hotel Hacienda María Eugenia. Están echando a andar una planta de luz para instalar ahí un campamento para los trabajadores de la CFE. Llegaron a Acapulco desde el día uno, provenientes de varios estados de la República, pero recién están adaptando el lugar para descansar después de sus jornadas.

Otros que buscan dónde instalar su campamento es un grupo de la Guardia Nacional. En el edificio Nautilus, hablan con Edgar Badillo, el vigilante. Le preguntan por el administrador. Edgar les explica que ha estado ahí desde el huracán Otis, auxiliando a dos familias que se encontraban en los condominios, encargándose de la seguridad. Los soldados le dicen que están buscando donde instalarse y preguntan por las condiciones del edificio. “Es pérdida total”, responde, y los invita a verlo por ellos mismos. Entran al lobby y a recorren los primeros pisos, entre escombros. “Si logran limpiar al menos tendrán una planta de luz, si consiguen diésel para echarla a andar”.

El servicio eléctrico se interrumpió afectando a 513 524 usuarios, de los cuales 284 670 pertenecen al municipio de Acapulco. Al día siguiente del desastre por el huracán Otis, 1 320 electricistas se desplegaron para hacer frente a la emergencia; para el 27 de octubre se informó que ya eran 1 689 empleados abocados a las reparaciones. Hasta el 28, por la noche, esto fue evidente solo en la bahía principal donde está la zona naval militar. El resto de la ciudad y sus colonias permanecieron sin electricidad y en penumbras. Para el 31 de octubre, eran 2 900 electricistas en campo y 55% de los servicios quedaban restaurados en Acapulco. Pero al menos 156 000 usuarios seguían afectados.

Fueron noches en las que la caída del sol significó un toque de queda tácito. En las colonias del anfiteatro y en las periferias, durante el día las personas recorrían las calles andando a pie con relativa tranquilidad, pero la inseguridad llegaba con los atardeceres anaranjados de la costa del Pacífico. La recomendación general: resguárdense, no circulen de noche. A través de las ventanas sin vidrios y paredes derruidas se alcanzaban a ver las luces de velas y lámparas que anunciaban que alguien aún habitaba dentro. En los días posteriores al huracán, una luna llena y luminosa fungió sobre el puerto de Acapulco como el único faro.

"Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’".
Se ven escombros y embarcaciones dañadas tras el huracán Otis, en Acapulco, México, el 1 de noviembre de 2023. Fotografía de Jose Luis Gonzalez / Reuters. Las voces de Acapulco, luego del huracán Otis.

Reconectar la ciudad

Del servicio eléctrico depende el abastecimiento del agua potable, los servicios de telecomunicaciones, la refrigeración de alimentos perecederos, los sistemas de vigilancia y de aire acondicionado de una ciudad como Acapulco. Una población de 779 566 habitantes puede soportar tres días de calor, pero no de incomunicación después de un desastre natural.

Tres días después del huracán Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos. Fuera de Acapulco se crearon grupos de WhatsApp para compartir información e intentar localizar a quienes estaban dentro, que se preguntaban qué sabía el resto del mundo sobre lo que estaban viviendo. Como si se tratara de una fila para recibir una despensa, hay quienes se forman durante horas para cargar sus celulares en las plantas de luz de las televisoras, que estaban ahí cubriendo el desastre, con el objetivo de intentar enviar señales de vida a familiares. En la plaza del centro, mientras esperan su turno para conectar su teléfono a una de estas plantas, un joven, que dijo vivir detrás del Ayuntamiento, y Teresa Reyes, una mujer mayor, vecina del centro, platican. Ni él ni Teresa tiene agua para beber, ni siquiera para bañarse, han estado consiguiendo alimentos por donde pueden, pero en este momento su prioridad es cargar el celular y deciden hacer la fila, que les llevará horas.

—Ojalá que le llegue [el mensaje], porque no hay paso para allá, no se puede llegar. Le vamos a hablar a un vecino, a ver si se pueden comunicar— dice Teresa, quien explica que quiere avisar a sus hermanos y sobrinos que está bien. Unos están en la colonia El Coloso, de Acapulco; otros en San Diego, California.

Tres días después de Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos.

Durante tres días la mayoría de los caminos han estado bloqueados y los servicios de transporte públicos suspendidos. Entrar o salir de una zona a otra implica caminar por horas y atravesar calles bloqueadas por escombros, postes caídos sostenidos como con alfileres y cables enmarañados, árboles arrancados de raíz, vehículos volteados llantas arriba e infinidad de objetos arrastrados por la fuerza del viento. La ciudad se fracturó en zonas aisladas, una de la otra; no se puede llegar del interior a la costa y viceversa. De modo que habitantes de colonias populares quedaron a su suerte: lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia dinámica de devastación.

—En [el huracán] Paulina eran casetas telefónicas, uno tenía que estar, “oye, te acaban de marcar de aquí”. Ahorita mínimo cada uno tiene comunicación independiente. Pero, aun así, está imposible— recuerda el joven.
—Lo único que queremos es que sepan que estamos bien. Porque de lo que les están diciendo, lo que se está corriendo en las noticias, nosotros no sabemos, no tenemos comunicación, no tenemos el celular, no podemos ver nada, así que no podemos ni enterarnos de lo que dicen.

Un día después, el sábado 28 de octubre, en la zona Diamante, sobre el puente vehicular de Boulevard de las Naciones, decenas de personas llegan desde muy temprano para intentar comunicarse con el exterior. Se corrió la voz de que, en este lugar, agarra mejor la señal telefónica. La gente alza sus celulares hacia el cielo, esperando cacharla. Citlali Tenorio y Gabriel Galindo, residentes del fraccionamiento Las Gaviotas, de clase media, han logrado comunicarse con un familiar al que le enumeran una lista de víveres: alimentos no perecederos, agua, algunos medicamentos, químico para limpiar el agua de la alberca, dinero en efectivo. Estaban preparados para el huracán, tenían lámparas, enlatados, cosas que se sugiere tener en caso de emergencia. Pero solo les quedan alimentos para tres días más, los han estado compartiendo con sus vecinos. Además, son administradores de condominios, necesitan el efectivo para pagar a sus trabajadores.

—No es para tenerlo embolsado y guardarlo, no, [es] porque hay gente depende de nosotros ahorita—dice Gabriel.
—Ayer que nos comunicamos con mi hijo, para avisarles que estábamos bien, nos comentó que la ayuda está nada más en la Costera, que era la que estaba dañada y dijimos, y ¿nosotros?— se pregunta Citlali.
—La ayuda está muy lenta —añade Gabriel y recuerda otra experiencia inmediata.

En 2013, los huracanes Ingrid y Manuel que significaron uno de los desastres más destructivos de la historia del país.

—Al otro día, ya estaba instalado el albergue. Empezaron a sacar a la gente de aquí porque subió el agua dos metros. Ya estaba la comida […]. Y ahorita no hay nada, o sea el ejército está pero, ¿en dónde? Aquí en esta zona tú puedes ir a dar un recorrido en vehículo, no vas a ver un campamento militar de ayuda, de alimentación. No hay nada […]. La vez pasada, con el Manuel, quince días tardó en reconectarse la luz, pero no se destruyó tanto.
—Y ahorita tardó mucho en llegar la ayuda— insiste Citlali.
—[Aquella vez] también llegaron militares, resguardaron las tiendas y [se] estuvo vendiendo productos.
—Ahora es cuídate y sálvese quien pueda. Sí es deplorable ver que han saqueado todo, independientemente del daño que causó el huracán.
—No ha llegado ninguna comitiva, ningún camión que pudiera venirse para acá con una comida comunitaria o con ayuda, con despensa, no hay nada, nada— remata Gabriel.

En el puente se forma una doble fila de vehículos que brincan el camellón para circular en sentido contrario porque, en los carriles laterales, hay una enorme ceiba obstruyendo el paso. Hacia la playa, donde se alzan los edificios de departamentos de lujo, la Avenida Costera de las Palmas está desierta.

La ciudad se fracturó en zonas aisladas. Lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia devastación.
Familiares del difunto José Ramiro Castro García, quien murió durante el huracán Otis mientras trabajaba a bordo de un barco, caminan por el cementerio de El Palmar, en Acapulco, México, el 3 de noviembre de 2023. Fotografía de José Luis González / Reuters. Las voces de Acapulco por el huracán Otis.

Guardias creadas por acapulqueños

Los saqueos a comercios y el desabasto de víveres iniciaron a la mañana siguiente al desastre, a lo largo de todo Acapulco, y en algunas zonas se prolongaron hasta el primer fin de semana. La mañana del viernes 27 de octubre, en la zona costera, una joven que prefiere no dar su nombre, del servicio de vigilancia del centro comercial Galerías Diana, mira sin poder actuar. Ve cómo se llevan todo tipo de productos de la tienda departamental Liverpool, y otros establecimientos, ante la presencia de dos elementos de la Guardia Nacional, quienes tampoco intervienen. Cuenta que ha visto cómo en su colonia, Balcones al Mar, hacia Pie de la Cuesta, saquearon el Soriana y los Oxxos de Jardín Palmas. “Andaba ahí un pequeño grupo de gente de mafia, ahí cuidando esa gente. Tú te interpones nomás y ¡pam! Un balazo te va a callar”.

Al igual que esta vigilante, otros testimonios señalan a grupos del crimen organizado que llegan preparados con herramientas a llevarse el dinero de cajeros automáticos y cajas de seguridad de los negocios, que incitaban a la población a continuar el saqueo del resto de los productos y se perdían entre la multitud. “Parecían acciones organizadas, planeadas, no gentes improvisadas”, agrega un habitante del centro.

Esa noche, el camino de entrada y salida al puerto, límite de las colonias Renacimiento y Zapata, donde se encuentran las bodegas de la Central de Abastos de Acapulco, colapsó debido al caos provocado por multitudes que iban y venían cargando productos. Entre la gente que se llevaba lo que podía con sus manos, destacaban grupos coordinados, se movían juntos, cuidándose unos a otros de no ser fotografiados o grabados con un celular, iban a pie, en camionetas y escoltados por motocicletas. Los pocos elementos del ejército y de la Guardia Nacional que estaban en el lugar se limitaban a intentar liberar el tránsito vehicular.

La destrucción de edificios, incluidos los comercios, el desabasto de alimentos y un retardo en la ayuda humanitaria provocó que muchas familias salieran a buscar alimentos y gasolina, cuando ya no existía orden ni control para las ventas. “Fuimos a buscar víveres, la verdad, para sobrevivir porque ya no teníamos nada. A buscar arroz, frijol, lo necesario. No tenemos refri, teníamos carne de antes, pero pues ya no tenemos nada de luz y nos daba miedo que, pues, nos hiciera mal la carne”, cuenta un habitante de la colonia popular Leonardo Rodríguez Alcaine. En las gasolineras de la costera, las personas hacían fila para llenar galones por su cuenta.

Con el paso de los días, el temor de que proliferara la inseguridad provocó la organización de vecinos en varias partes de la ciudad. En la calle Sinaloa, de la colonia Progreso, el fotógrafo Daniel Ojeda documentó cómo los vecinos, con machetes y bates, montaban barricadas y brigadas de vigilancia nocturnas, para evitar robos a sus hogares. Con lavadoras, láminas y tinacos que el huracán Otis arrastró, bloqueaban la entrada a la calle y, por la noche, encendían fogatas alrededor de las que montaban la guardia.

Lo mismo sucedió en la calle Del Espanto, en la colonia Hornos Insurgentes. Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: están pendientes unos de las necesidades de otros, también fueron ellos mismos quieres liberaron la calle para dar paso a los vehículos, cortando árboles caídos con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias de vigilancia para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia. “El otro día vi a uno que anda por ahí, conocido pues, ya llevaba una bici chiquita, de niño, de la casa de la vecina, y que le grito, ‘¡Oye, eso no es tuyo, me lo dejas ahí! ¡Aquí entre vecinos nos estamos cuidando!’”. Estas guardias también las han hecho en su negocio, un local de ropa en la Avenida Universidad. Paloma, su hermana y su cuñado se turnan la vigilancia del comercio, pasan el día sentados en un viejo Volkswagen. A la par que cuidan su inversión que no quieren perder, echan un ojo a los negocios vecinos. Mientras platican, en la acera de enfrente un grupo de personas se han metido al local de una purificadora de agua y cargan una camioneta con garrafones. “Bueno, es agua, eso sí es algo que lo necesita la gente”, espeta.

En la calle Del Espanto, Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: liberaron la calle, cortando árboles con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia.

El desastre natural solo ha incrementado la inseguridad habitual de una ciudad que es considerada una de las más peligrosas del mundo. La última estadística pública sobre la percepción de la inseguridad en Acapulco mostró un alza de 67% a 76%, de marzo a junio de 2023.

A unos metros, en la Plaza Universidad, todos los locales habían sufrido algún daño por el desastre natural: vidrios rotos, destrozos causados por la fuerza del viento. Pero uno de ellos, Novias Sparks, de vestidos de novias, logró pasar el huracán Otis intacto hasta el sábado por la noche, cuando fue saqueado. Desde entonces, la dueña está también custodiando la entrada, en chanclas y short, inamovible. A la esquina, en otra plaza comercial de la Avenida Cuauhtémoc, otro grupo de pequeños locatarios ha depositado la seguridad a una familia que tiene una barbería, ellos dejaron su casa y están durmiendo en el local, montando guardias desde el día uno.

En apoyo a la emergencia, la Secretaría de la Defensa Nacional informó que, al 31 de octubre, se desplegaron 11 500 miembros del Ejército, Fuerza Aérea y Guardia Nacional para la distribución de despensas, agua potable, servicio de comedores, cocinas comunitarias, limpieza de caminos. En específico, son cinco mil miembros de la Guardia Nacional para “el control de las vías de comunicación” que proveen seguridad a 74 estaciones gasolineras, cuatro bodegas y veinte centros comerciales. Pero en esta zona, a unas cuadras de la Avenida Costera Miguel Alemán, como en todo Acapulco, fueron los vecinos y locatarios los primeros en reaccionar.

En la unidad habitacional Secsa II, con apenas ochenta casas, donde vive Yamilet y su familia, el sábado 28 de octubre, a cuatro días del huracán Otis, además de limpiar los escombros, han sacado una parrilla al estacionamiento y con la madera de los árboles caídos encienden una fogata en la que preparan el desayuno para varias familias. José, el vecino de la esquina, trata de encender la lumbre. Él ha enviado a su hija y esposa, lejos de Acapulco, con familiares y se ha quedado a cuidar la casa. María de los Santos, la mamá de Yamilet, saca de su despensa un paquete de huevos, son los últimos de la alacena. Mónica, la de al lado, trae queso. Varios aportan otros alimentos perecederos que temen se echen a perder en los refrigeradores que se quedaron sin luz. Así han sobrevivido durante días, actuando en comunidad.

Aún les preocupa la falta de agua, medicamentos y atención para los enfermos, y otras circunstancias que están más allá de sus manos. “Empieza a levantarse el polvo y nos vamos a enfermar, son heces fecales. Hacemos lo que podemos, nos ayudamos entre vecinos, tratamos de estar apoyándonos, pero pues sí hay cosas que nos sobrepasan demasiado”, dice Yamilet.

Son estas pequeñas iniciativas de organización vecinal las que dentro de la catástrofe aportan luz a los habitantes de una ciudad devastada.

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Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

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El huracán Otis golpeó al famoso puerto turístico de Acapulco y lo devastó como ningún otro fenómeno meteorológico en su historia. Sus colonias y fraccionamientos quedaron aislados y devastados, a la sola merced de sus habitantes. A este colapso se agregó la falta de prevención de desastres, la tardía reacción de gobiernos en los tres niveles ante la emergencia y la prevalencia de un contrato social roto por la inseguridad. Estas son las voces de Acapulco que narran los días subsiguientes al desastre.

Acapulco, ciudad costera del estado de Guerrero, el primer y más reconocido destino turístico en el Pacífico mexicano, amaneció sin luz e incomunicada. Era el miércoles 25 de octubre y las primeras imágenes difundidas por las redes sociales mostraban, a cuentagotas, varios puntos de la Avenida Costera Miguel Alemán con árboles y palmeras, postes y espectaculares, derribados todos, así como edificios desnudados, convertidos en esqueletos por la fuerza del viento. En esta circunstancia está la ciudad entera, centro y periferias, no hay zona que no esté devastada. En esas primeras horas, nadie dimensionaba el nivel de destrucción provocado por el huracán Otis, durante la madrugada, que rompió el récord histórico de intensificación en México: en casi doce horas pasó de tormenta tropical a huracán de categoría cinco.

Un día antes, a las 19:00 horas del martes 24 de octubre, Yamilet Lara, una joven en sus treinta, habitante de Secsa II, una unidad habitacional de clase trabajadora que se ubica en la zona Diamante, reconocida por los desarrollos lujosos, se presentó a una cita programada en la estética. “Nos vamos a casar y teníamos las fechas para las fotos de preboda. Me fui a poner uñas porque dije, bueno, voy a arreglarme”, recuerda. Había acomodado toda la semana en torno a la sesión fotográfica, que sería el viernes en el municipio de Chilapa de Álvarez, en sus campos de flor de cempasúchil y terciopelo de esta temporada. Yamilet había escuchado que un huracán tocaría Acapulco por la noche y que sería de una categoría menor. Aunque, en realidad, desde las 18:00 horas, el Centro Nacional de Huracanes estadounidense y la Comisión Nacional de Agua habían anunciado el repentino incremento de Otis a categoría cuatro, calificándolo de “extremadamente peligroso” y anticipando que podría llegar a la categoría de riesgo máximo. “Nos confiamos mucho, la verdad, ese fue el error, nos confiamos demasiado”.

A veinte kilómetros, en el extremo norte de la bahía de Acapulco, internado en el mar, en una zona náutica conocida como La Aguada, Marlon Valdez, un marinero de veinticuatro años, velaba una de las embarcaciones de renta de la empresa para la que trabajaba. El dueño le había pedido que se encargara de cuidarla durante la tormenta, como capitán, junto a otro muchacho que fungió como marinero. Él y quienes estaban en el mar sí sabían lo que venía. “Es una tarea de años que considero que está mal, que es de cajón, no es de que si quieres o no. Tú, como marinero, es la obligación y la responsabilidad de cuidar tu embarcación y hundirte con ella”, dice. Esa noche, calcula que había casi cuarenta barcos solo en La Aguada y, por cada embarcación, de dos y hasta seis tripulantes para la vela. Pero en Acapulco hay más sectores donde se estacionan las embarcaciones: en el club de yates, en la marina, en la marina de Santa Lucía, en el club Performance, en Puerto Marques, en Las Boyas. Había miles de personas en el mar esa noche.

De regreso, al otro extremo de Acapulco, Yamilet salió de la estética a las 22:00 horas. Empezaba a llover y se escuchaban los ventarrones, la calle estaba sola, no había transporte, así que Yamilet se ofreció a llevar a la empleada de la estética a su casa. Poco después llegó a la suya, en donde estaban su mamá, María de los Santos, y su próximo esposo, Andrés. La lluvia continuaba y a las 23:00 se fue la luz. Platicaban con tranquilidad de los huracanes anteriores, de lo que habían vivido con Ingrid y Manuel en 2013, y con Paulina en 1997, de las diferencias entre uno y otro. “Estábamos platicando del Paulina, tratando de hacer ameno el silencio”, dice Yamilet. Abrieron las ventanas del segundo piso para que la presión del aire no las rompiera. “De repente, como a las 23:30, empiezan los ventarrones, empezaron, ya de verdad era imposible estar cerca de las ventanas.” La casa vibraba, se estremecía. Yamilet y Andrés decidieron resguardarse en el vestidor, María de los Santos se quedó con las mascotas en una habitación del primer piso.

En el mar, el huracán Otis entraba. Colocaron los fenders, unos globos que usan para evitar los golpes con otras embarcaciones. Los barcos eran arrastrados. Marlon prendió el motor y trató de avanzar a contracorriente. “De las 24:00 en adelante ya vi que estaba un poco fuera de nuestras manos”. Los cabos de otros barcos comenzaron a soltarse y uno golpeó el suyo, rompiendo el casco. Comenzó a hundirse. “Le marqué al dueño del barco para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala la altura del pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’. Me dijo: ‘¡corta los cabos y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’. Fue todo. Dije: ok. Colgué y seguí”. Pero era inevitable, Marlon y su marinero tuvieron que saltar al mar embravecido.

“Le marqué al dueño para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala el pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’, ‘¡corta y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’”.

No sabían en qué punto estaban. No tenían visibilidad, flotaban como podían entre escombros y diésel. Un objeto hirió al marinero. “Lo único que le decía era, ‘cúbrete la nuca y respira’ porque las olas nos hundían, nos iban revolcando”. Lograron agarrarse de algo que flotaba y se mantuvieron ahí hasta que escucharon el motor de otra embarcación, que estaba a unos diez metros de distancia. Marlon decidió tratar de alcanzarla. “Como yo traía a mi marinero, mi objetivo era llegar con él, siempre fue llegar con él. Cuando nos tiramos yo le dije, ‘si tú te quieres morir, yo no’, dije, ‘cuídame porque yo te voy a cuidar’, y él entendió, trató de nadar.” Llegaron. Marlon gritó por auxilio y, con ayuda de quienes estaban en ese barco, ambos subieron.

A la madrugada, la puerta que daba al balcón, en casa de Yamilet, explotó. “Fue el momento más impactante. Mi esposo y yo tenemos treinta años. Nuestra casa, pues, nos ha costado mucho. Es nuestra casita, nuestra primera casita y ojalá no sea la última, nuestro refugio, para nuestros animales, fue muy difícil de ver cómo todo se caía”. El viento volaba los objetos como en una licuadora. Hasta las 3:00 el aire bajó de intensidad y pudieron salir a la calle. Pronto comenzaron a auxiliar a los vecinos: árboles caídos que dejaron a unos atrapados dentro de su casa, el agua hasta el fondo que se les metió a la casa de otros. “Salimos y nos dimos cuenta de que todo estaba destruido, fue muy difícil procesar las imágenes, porque la noche anterior estaba todo bien, hace cinco horas estaba todo bien, y ahorita todo destruido”. Cuando llegó el amanecer, fue aún más impresionante ver el paisaje detrás de su casa, pegada a un manglar: donde antes había un amate y un terreno de vegetación frondosa, ahora había un llano. “Nos íbamos a casar el 2 de noviembre del año siguiente, pero pues por los gastos y eso yo creo que ya no se va a hacer”.

A la luz del día, Marlon ayudó a sus rescatistas a llevar el barco a un muelle. “Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. Eran las 7:00 horas, en tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.

Las primeras cifras

Los daños por el huracán Otis son incalculables. Hasta la noche del 31 de octubre, una semana después del desastre, las cifras preliminares de la Fiscalía General del Estado de Guerrero acumulaban 46 personas fallecidas y 58 desaparecidas. Un primer censo del Centro Logístico de Comando registró 604 embarcaciones desaparecidas. Y en una reunión de empresarios con representantes del gobierno, se habló de al menos doscientos marinos y capitanes no localizados.

El programa de observación satelital Copernicus detectó edificios dañados y destruidos en 7 321 hectáreas urbanizadas y 79 kilómetros de carreteras en el municipio de Acapulco por el huracán Otis. El impacto en la primera franja de tierra, donde está la zona hotelera, fue brutal. En los mapas satelitales las afectaciones más graves son evidentes en zonas altas de la bahía —un área conocida como anfiteatro—, donde se concentra 63% de los daños en construcciones de colonias populares de clase media baja y baja. Se estima que 71% de la población del municipio está potencialmente afectada, sin considerar la población flotante del área turística.

Por su parte, el sector privado ha calculado que 81% de la infraestructura afectada son viviendas, lo que implicará al menos dos años de trabajos de reconstrucción.

“Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. En tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.
La gente camina junto a escombros y árboles dañados después del huracán Otis, en Acapulco, México, 29 de octubre de 2023. Fotografía de Quetzalli Nicte / Reuters.

Una ciudad fantasma

“Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Por ejemplo, si yo tengo ventanas, te mando a hacer con tablaroca, cerrado, para prevenir todo eso. Pero como aquí es una ciudad que nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. Sí sabíamos más o menos la dimensión del problema que venía, pero no estábamos preparados para recibirlo”, dice Javier, un policía de Seguridad Pública del municipio que ha estado realizando recorridos hasta donde su patrulla ha podido pasar. “Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’ y es cierto, le digo que una película de esas de ciudad fantasma queda corta”.

Es el tercer día después del desastre, el viernes 27 de octubre por la mañana. Karla Santana, de veinticinco años, lleva en sus manos una lista de los empleados que se han presentado a trabajar. Está en la entrada de servicio del hotel Playa Suites, en un callejón de la zona turística. Ella trabaja en el área de Recursos Humanos, cuenta que la noche del huracán Otis estaban hospedados ahí una centena de turistas. Al amanecer, algunos fueron llevados a los albergues porque 97% de las habitaciones quedaron inhabitables, las piezas de la planta generadora de luz volaron y no contaban con alimentos suficientes en el almacén. Karla menciona que dejaron a los huéspedes en refugios de la colonia Farallón, del colegio La Salle, en la garita de la iglesia. Pero allí tampoco tenían condiciones para recibirlos, ni luz ni víveres, y varios regresaron al Playa Suites.

Karla vive en la periferia de Acapulco, en la colonia Luis Donaldo Colosio, una de las más afectadas, donde los afluentes de la Laguna de Tres Palos inundaron calles y casas y sus habitantes han sido quienes despejaron los caminos de escombros después del impacto de Otis. Pero ella no pudo estar ahí. Todo el miércoles se quedó atendiendo la emergencia en el Playa Suites y fue hasta la noche que caminó nueve kilómetros de subidas y bajadas hasta llegar a casa. “Nada más fui a ver a mi perro y a ver qué había pasado y me regresé”, dice. Volvió porque tiene un compromiso con su labor y con sus compañeros de trabajo, no por obligación. Desde entonces se dedicó a atender a los huéspedes que quedaban, que comenzaron a ser evacuados hasta el jueves por la noche en viajes humanitarios de autobús hasta la Ciudad de México. Hoy toma lista de los empleados que se han presentado, hasta este viernes dice que no saben nada del 60%, esto es cerca de 180 personas.

"Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Pero como aquí nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. No estábamos preparados para recibirlo”.

Del otro lado de la Avenida Costera, algunos empleados de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) se concentran en el Hotel Hacienda María Eugenia. Están echando a andar una planta de luz para instalar ahí un campamento para los trabajadores de la CFE. Llegaron a Acapulco desde el día uno, provenientes de varios estados de la República, pero recién están adaptando el lugar para descansar después de sus jornadas.

Otros que buscan dónde instalar su campamento es un grupo de la Guardia Nacional. En el edificio Nautilus, hablan con Edgar Badillo, el vigilante. Le preguntan por el administrador. Edgar les explica que ha estado ahí desde el huracán Otis, auxiliando a dos familias que se encontraban en los condominios, encargándose de la seguridad. Los soldados le dicen que están buscando donde instalarse y preguntan por las condiciones del edificio. “Es pérdida total”, responde, y los invita a verlo por ellos mismos. Entran al lobby y a recorren los primeros pisos, entre escombros. “Si logran limpiar al menos tendrán una planta de luz, si consiguen diésel para echarla a andar”.

El servicio eléctrico se interrumpió afectando a 513 524 usuarios, de los cuales 284 670 pertenecen al municipio de Acapulco. Al día siguiente del desastre por el huracán Otis, 1 320 electricistas se desplegaron para hacer frente a la emergencia; para el 27 de octubre se informó que ya eran 1 689 empleados abocados a las reparaciones. Hasta el 28, por la noche, esto fue evidente solo en la bahía principal donde está la zona naval militar. El resto de la ciudad y sus colonias permanecieron sin electricidad y en penumbras. Para el 31 de octubre, eran 2 900 electricistas en campo y 55% de los servicios quedaban restaurados en Acapulco. Pero al menos 156 000 usuarios seguían afectados.

Fueron noches en las que la caída del sol significó un toque de queda tácito. En las colonias del anfiteatro y en las periferias, durante el día las personas recorrían las calles andando a pie con relativa tranquilidad, pero la inseguridad llegaba con los atardeceres anaranjados de la costa del Pacífico. La recomendación general: resguárdense, no circulen de noche. A través de las ventanas sin vidrios y paredes derruidas se alcanzaban a ver las luces de velas y lámparas que anunciaban que alguien aún habitaba dentro. En los días posteriores al huracán, una luna llena y luminosa fungió sobre el puerto de Acapulco como el único faro.

"Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’".
Se ven escombros y embarcaciones dañadas tras el huracán Otis, en Acapulco, México, el 1 de noviembre de 2023. Fotografía de Jose Luis Gonzalez / Reuters. Las voces de Acapulco, luego del huracán Otis.

Reconectar la ciudad

Del servicio eléctrico depende el abastecimiento del agua potable, los servicios de telecomunicaciones, la refrigeración de alimentos perecederos, los sistemas de vigilancia y de aire acondicionado de una ciudad como Acapulco. Una población de 779 566 habitantes puede soportar tres días de calor, pero no de incomunicación después de un desastre natural.

Tres días después del huracán Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos. Fuera de Acapulco se crearon grupos de WhatsApp para compartir información e intentar localizar a quienes estaban dentro, que se preguntaban qué sabía el resto del mundo sobre lo que estaban viviendo. Como si se tratara de una fila para recibir una despensa, hay quienes se forman durante horas para cargar sus celulares en las plantas de luz de las televisoras, que estaban ahí cubriendo el desastre, con el objetivo de intentar enviar señales de vida a familiares. En la plaza del centro, mientras esperan su turno para conectar su teléfono a una de estas plantas, un joven, que dijo vivir detrás del Ayuntamiento, y Teresa Reyes, una mujer mayor, vecina del centro, platican. Ni él ni Teresa tiene agua para beber, ni siquiera para bañarse, han estado consiguiendo alimentos por donde pueden, pero en este momento su prioridad es cargar el celular y deciden hacer la fila, que les llevará horas.

—Ojalá que le llegue [el mensaje], porque no hay paso para allá, no se puede llegar. Le vamos a hablar a un vecino, a ver si se pueden comunicar— dice Teresa, quien explica que quiere avisar a sus hermanos y sobrinos que está bien. Unos están en la colonia El Coloso, de Acapulco; otros en San Diego, California.

Tres días después de Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos.

Durante tres días la mayoría de los caminos han estado bloqueados y los servicios de transporte públicos suspendidos. Entrar o salir de una zona a otra implica caminar por horas y atravesar calles bloqueadas por escombros, postes caídos sostenidos como con alfileres y cables enmarañados, árboles arrancados de raíz, vehículos volteados llantas arriba e infinidad de objetos arrastrados por la fuerza del viento. La ciudad se fracturó en zonas aisladas, una de la otra; no se puede llegar del interior a la costa y viceversa. De modo que habitantes de colonias populares quedaron a su suerte: lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia dinámica de devastación.

—En [el huracán] Paulina eran casetas telefónicas, uno tenía que estar, “oye, te acaban de marcar de aquí”. Ahorita mínimo cada uno tiene comunicación independiente. Pero, aun así, está imposible— recuerda el joven.
—Lo único que queremos es que sepan que estamos bien. Porque de lo que les están diciendo, lo que se está corriendo en las noticias, nosotros no sabemos, no tenemos comunicación, no tenemos el celular, no podemos ver nada, así que no podemos ni enterarnos de lo que dicen.

Un día después, el sábado 28 de octubre, en la zona Diamante, sobre el puente vehicular de Boulevard de las Naciones, decenas de personas llegan desde muy temprano para intentar comunicarse con el exterior. Se corrió la voz de que, en este lugar, agarra mejor la señal telefónica. La gente alza sus celulares hacia el cielo, esperando cacharla. Citlali Tenorio y Gabriel Galindo, residentes del fraccionamiento Las Gaviotas, de clase media, han logrado comunicarse con un familiar al que le enumeran una lista de víveres: alimentos no perecederos, agua, algunos medicamentos, químico para limpiar el agua de la alberca, dinero en efectivo. Estaban preparados para el huracán, tenían lámparas, enlatados, cosas que se sugiere tener en caso de emergencia. Pero solo les quedan alimentos para tres días más, los han estado compartiendo con sus vecinos. Además, son administradores de condominios, necesitan el efectivo para pagar a sus trabajadores.

—No es para tenerlo embolsado y guardarlo, no, [es] porque hay gente depende de nosotros ahorita—dice Gabriel.
—Ayer que nos comunicamos con mi hijo, para avisarles que estábamos bien, nos comentó que la ayuda está nada más en la Costera, que era la que estaba dañada y dijimos, y ¿nosotros?— se pregunta Citlali.
—La ayuda está muy lenta —añade Gabriel y recuerda otra experiencia inmediata.

En 2013, los huracanes Ingrid y Manuel que significaron uno de los desastres más destructivos de la historia del país.

—Al otro día, ya estaba instalado el albergue. Empezaron a sacar a la gente de aquí porque subió el agua dos metros. Ya estaba la comida […]. Y ahorita no hay nada, o sea el ejército está pero, ¿en dónde? Aquí en esta zona tú puedes ir a dar un recorrido en vehículo, no vas a ver un campamento militar de ayuda, de alimentación. No hay nada […]. La vez pasada, con el Manuel, quince días tardó en reconectarse la luz, pero no se destruyó tanto.
—Y ahorita tardó mucho en llegar la ayuda— insiste Citlali.
—[Aquella vez] también llegaron militares, resguardaron las tiendas y [se] estuvo vendiendo productos.
—Ahora es cuídate y sálvese quien pueda. Sí es deplorable ver que han saqueado todo, independientemente del daño que causó el huracán.
—No ha llegado ninguna comitiva, ningún camión que pudiera venirse para acá con una comida comunitaria o con ayuda, con despensa, no hay nada, nada— remata Gabriel.

En el puente se forma una doble fila de vehículos que brincan el camellón para circular en sentido contrario porque, en los carriles laterales, hay una enorme ceiba obstruyendo el paso. Hacia la playa, donde se alzan los edificios de departamentos de lujo, la Avenida Costera de las Palmas está desierta.

La ciudad se fracturó en zonas aisladas. Lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia devastación.
Familiares del difunto José Ramiro Castro García, quien murió durante el huracán Otis mientras trabajaba a bordo de un barco, caminan por el cementerio de El Palmar, en Acapulco, México, el 3 de noviembre de 2023. Fotografía de José Luis González / Reuters. Las voces de Acapulco por el huracán Otis.

Guardias creadas por acapulqueños

Los saqueos a comercios y el desabasto de víveres iniciaron a la mañana siguiente al desastre, a lo largo de todo Acapulco, y en algunas zonas se prolongaron hasta el primer fin de semana. La mañana del viernes 27 de octubre, en la zona costera, una joven que prefiere no dar su nombre, del servicio de vigilancia del centro comercial Galerías Diana, mira sin poder actuar. Ve cómo se llevan todo tipo de productos de la tienda departamental Liverpool, y otros establecimientos, ante la presencia de dos elementos de la Guardia Nacional, quienes tampoco intervienen. Cuenta que ha visto cómo en su colonia, Balcones al Mar, hacia Pie de la Cuesta, saquearon el Soriana y los Oxxos de Jardín Palmas. “Andaba ahí un pequeño grupo de gente de mafia, ahí cuidando esa gente. Tú te interpones nomás y ¡pam! Un balazo te va a callar”.

Al igual que esta vigilante, otros testimonios señalan a grupos del crimen organizado que llegan preparados con herramientas a llevarse el dinero de cajeros automáticos y cajas de seguridad de los negocios, que incitaban a la población a continuar el saqueo del resto de los productos y se perdían entre la multitud. “Parecían acciones organizadas, planeadas, no gentes improvisadas”, agrega un habitante del centro.

Esa noche, el camino de entrada y salida al puerto, límite de las colonias Renacimiento y Zapata, donde se encuentran las bodegas de la Central de Abastos de Acapulco, colapsó debido al caos provocado por multitudes que iban y venían cargando productos. Entre la gente que se llevaba lo que podía con sus manos, destacaban grupos coordinados, se movían juntos, cuidándose unos a otros de no ser fotografiados o grabados con un celular, iban a pie, en camionetas y escoltados por motocicletas. Los pocos elementos del ejército y de la Guardia Nacional que estaban en el lugar se limitaban a intentar liberar el tránsito vehicular.

La destrucción de edificios, incluidos los comercios, el desabasto de alimentos y un retardo en la ayuda humanitaria provocó que muchas familias salieran a buscar alimentos y gasolina, cuando ya no existía orden ni control para las ventas. “Fuimos a buscar víveres, la verdad, para sobrevivir porque ya no teníamos nada. A buscar arroz, frijol, lo necesario. No tenemos refri, teníamos carne de antes, pero pues ya no tenemos nada de luz y nos daba miedo que, pues, nos hiciera mal la carne”, cuenta un habitante de la colonia popular Leonardo Rodríguez Alcaine. En las gasolineras de la costera, las personas hacían fila para llenar galones por su cuenta.

Con el paso de los días, el temor de que proliferara la inseguridad provocó la organización de vecinos en varias partes de la ciudad. En la calle Sinaloa, de la colonia Progreso, el fotógrafo Daniel Ojeda documentó cómo los vecinos, con machetes y bates, montaban barricadas y brigadas de vigilancia nocturnas, para evitar robos a sus hogares. Con lavadoras, láminas y tinacos que el huracán Otis arrastró, bloqueaban la entrada a la calle y, por la noche, encendían fogatas alrededor de las que montaban la guardia.

Lo mismo sucedió en la calle Del Espanto, en la colonia Hornos Insurgentes. Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: están pendientes unos de las necesidades de otros, también fueron ellos mismos quieres liberaron la calle para dar paso a los vehículos, cortando árboles caídos con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias de vigilancia para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia. “El otro día vi a uno que anda por ahí, conocido pues, ya llevaba una bici chiquita, de niño, de la casa de la vecina, y que le grito, ‘¡Oye, eso no es tuyo, me lo dejas ahí! ¡Aquí entre vecinos nos estamos cuidando!’”. Estas guardias también las han hecho en su negocio, un local de ropa en la Avenida Universidad. Paloma, su hermana y su cuñado se turnan la vigilancia del comercio, pasan el día sentados en un viejo Volkswagen. A la par que cuidan su inversión que no quieren perder, echan un ojo a los negocios vecinos. Mientras platican, en la acera de enfrente un grupo de personas se han metido al local de una purificadora de agua y cargan una camioneta con garrafones. “Bueno, es agua, eso sí es algo que lo necesita la gente”, espeta.

En la calle Del Espanto, Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: liberaron la calle, cortando árboles con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia.

El desastre natural solo ha incrementado la inseguridad habitual de una ciudad que es considerada una de las más peligrosas del mundo. La última estadística pública sobre la percepción de la inseguridad en Acapulco mostró un alza de 67% a 76%, de marzo a junio de 2023.

A unos metros, en la Plaza Universidad, todos los locales habían sufrido algún daño por el desastre natural: vidrios rotos, destrozos causados por la fuerza del viento. Pero uno de ellos, Novias Sparks, de vestidos de novias, logró pasar el huracán Otis intacto hasta el sábado por la noche, cuando fue saqueado. Desde entonces, la dueña está también custodiando la entrada, en chanclas y short, inamovible. A la esquina, en otra plaza comercial de la Avenida Cuauhtémoc, otro grupo de pequeños locatarios ha depositado la seguridad a una familia que tiene una barbería, ellos dejaron su casa y están durmiendo en el local, montando guardias desde el día uno.

En apoyo a la emergencia, la Secretaría de la Defensa Nacional informó que, al 31 de octubre, se desplegaron 11 500 miembros del Ejército, Fuerza Aérea y Guardia Nacional para la distribución de despensas, agua potable, servicio de comedores, cocinas comunitarias, limpieza de caminos. En específico, son cinco mil miembros de la Guardia Nacional para “el control de las vías de comunicación” que proveen seguridad a 74 estaciones gasolineras, cuatro bodegas y veinte centros comerciales. Pero en esta zona, a unas cuadras de la Avenida Costera Miguel Alemán, como en todo Acapulco, fueron los vecinos y locatarios los primeros en reaccionar.

En la unidad habitacional Secsa II, con apenas ochenta casas, donde vive Yamilet y su familia, el sábado 28 de octubre, a cuatro días del huracán Otis, además de limpiar los escombros, han sacado una parrilla al estacionamiento y con la madera de los árboles caídos encienden una fogata en la que preparan el desayuno para varias familias. José, el vecino de la esquina, trata de encender la lumbre. Él ha enviado a su hija y esposa, lejos de Acapulco, con familiares y se ha quedado a cuidar la casa. María de los Santos, la mamá de Yamilet, saca de su despensa un paquete de huevos, son los últimos de la alacena. Mónica, la de al lado, trae queso. Varios aportan otros alimentos perecederos que temen se echen a perder en los refrigeradores que se quedaron sin luz. Así han sobrevivido durante días, actuando en comunidad.

Aún les preocupa la falta de agua, medicamentos y atención para los enfermos, y otras circunstancias que están más allá de sus manos. “Empieza a levantarse el polvo y nos vamos a enfermar, son heces fecales. Hacemos lo que podemos, nos ayudamos entre vecinos, tratamos de estar apoyándonos, pero pues sí hay cosas que nos sobrepasan demasiado”, dice Yamilet.

Son estas pequeñas iniciativas de organización vecinal las que dentro de la catástrofe aportan luz a los habitantes de una ciudad devastada.

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Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

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Ilustración de
Traducción de
Fotografía de José Luis González/REUTERS. Se ven escombros y embarcaciones dañadas después del huracán Otis, en Acapulco, México, 1 de noviembre de 2023.
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El huracán Otis golpeó al famoso puerto turístico de Acapulco y lo devastó como ningún otro fenómeno meteorológico en su historia. Sus colonias y fraccionamientos quedaron aislados y devastados, a la sola merced de sus habitantes. A este colapso se agregó la falta de prevención de desastres, la tardía reacción de gobiernos en los tres niveles ante la emergencia y la prevalencia de un contrato social roto por la inseguridad. Estas son las voces de Acapulco que narran los días subsiguientes al desastre.

Acapulco, ciudad costera del estado de Guerrero, el primer y más reconocido destino turístico en el Pacífico mexicano, amaneció sin luz e incomunicada. Era el miércoles 25 de octubre y las primeras imágenes difundidas por las redes sociales mostraban, a cuentagotas, varios puntos de la Avenida Costera Miguel Alemán con árboles y palmeras, postes y espectaculares, derribados todos, así como edificios desnudados, convertidos en esqueletos por la fuerza del viento. En esta circunstancia está la ciudad entera, centro y periferias, no hay zona que no esté devastada. En esas primeras horas, nadie dimensionaba el nivel de destrucción provocado por el huracán Otis, durante la madrugada, que rompió el récord histórico de intensificación en México: en casi doce horas pasó de tormenta tropical a huracán de categoría cinco.

Un día antes, a las 19:00 horas del martes 24 de octubre, Yamilet Lara, una joven en sus treinta, habitante de Secsa II, una unidad habitacional de clase trabajadora que se ubica en la zona Diamante, reconocida por los desarrollos lujosos, se presentó a una cita programada en la estética. “Nos vamos a casar y teníamos las fechas para las fotos de preboda. Me fui a poner uñas porque dije, bueno, voy a arreglarme”, recuerda. Había acomodado toda la semana en torno a la sesión fotográfica, que sería el viernes en el municipio de Chilapa de Álvarez, en sus campos de flor de cempasúchil y terciopelo de esta temporada. Yamilet había escuchado que un huracán tocaría Acapulco por la noche y que sería de una categoría menor. Aunque, en realidad, desde las 18:00 horas, el Centro Nacional de Huracanes estadounidense y la Comisión Nacional de Agua habían anunciado el repentino incremento de Otis a categoría cuatro, calificándolo de “extremadamente peligroso” y anticipando que podría llegar a la categoría de riesgo máximo. “Nos confiamos mucho, la verdad, ese fue el error, nos confiamos demasiado”.

A veinte kilómetros, en el extremo norte de la bahía de Acapulco, internado en el mar, en una zona náutica conocida como La Aguada, Marlon Valdez, un marinero de veinticuatro años, velaba una de las embarcaciones de renta de la empresa para la que trabajaba. El dueño le había pedido que se encargara de cuidarla durante la tormenta, como capitán, junto a otro muchacho que fungió como marinero. Él y quienes estaban en el mar sí sabían lo que venía. “Es una tarea de años que considero que está mal, que es de cajón, no es de que si quieres o no. Tú, como marinero, es la obligación y la responsabilidad de cuidar tu embarcación y hundirte con ella”, dice. Esa noche, calcula que había casi cuarenta barcos solo en La Aguada y, por cada embarcación, de dos y hasta seis tripulantes para la vela. Pero en Acapulco hay más sectores donde se estacionan las embarcaciones: en el club de yates, en la marina, en la marina de Santa Lucía, en el club Performance, en Puerto Marques, en Las Boyas. Había miles de personas en el mar esa noche.

De regreso, al otro extremo de Acapulco, Yamilet salió de la estética a las 22:00 horas. Empezaba a llover y se escuchaban los ventarrones, la calle estaba sola, no había transporte, así que Yamilet se ofreció a llevar a la empleada de la estética a su casa. Poco después llegó a la suya, en donde estaban su mamá, María de los Santos, y su próximo esposo, Andrés. La lluvia continuaba y a las 23:00 se fue la luz. Platicaban con tranquilidad de los huracanes anteriores, de lo que habían vivido con Ingrid y Manuel en 2013, y con Paulina en 1997, de las diferencias entre uno y otro. “Estábamos platicando del Paulina, tratando de hacer ameno el silencio”, dice Yamilet. Abrieron las ventanas del segundo piso para que la presión del aire no las rompiera. “De repente, como a las 23:30, empiezan los ventarrones, empezaron, ya de verdad era imposible estar cerca de las ventanas.” La casa vibraba, se estremecía. Yamilet y Andrés decidieron resguardarse en el vestidor, María de los Santos se quedó con las mascotas en una habitación del primer piso.

En el mar, el huracán Otis entraba. Colocaron los fenders, unos globos que usan para evitar los golpes con otras embarcaciones. Los barcos eran arrastrados. Marlon prendió el motor y trató de avanzar a contracorriente. “De las 24:00 en adelante ya vi que estaba un poco fuera de nuestras manos”. Los cabos de otros barcos comenzaron a soltarse y uno golpeó el suyo, rompiendo el casco. Comenzó a hundirse. “Le marqué al dueño del barco para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala la altura del pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’. Me dijo: ‘¡corta los cabos y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’. Fue todo. Dije: ok. Colgué y seguí”. Pero era inevitable, Marlon y su marinero tuvieron que saltar al mar embravecido.

“Le marqué al dueño para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala el pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’, ‘¡corta y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’”.

No sabían en qué punto estaban. No tenían visibilidad, flotaban como podían entre escombros y diésel. Un objeto hirió al marinero. “Lo único que le decía era, ‘cúbrete la nuca y respira’ porque las olas nos hundían, nos iban revolcando”. Lograron agarrarse de algo que flotaba y se mantuvieron ahí hasta que escucharon el motor de otra embarcación, que estaba a unos diez metros de distancia. Marlon decidió tratar de alcanzarla. “Como yo traía a mi marinero, mi objetivo era llegar con él, siempre fue llegar con él. Cuando nos tiramos yo le dije, ‘si tú te quieres morir, yo no’, dije, ‘cuídame porque yo te voy a cuidar’, y él entendió, trató de nadar.” Llegaron. Marlon gritó por auxilio y, con ayuda de quienes estaban en ese barco, ambos subieron.

A la madrugada, la puerta que daba al balcón, en casa de Yamilet, explotó. “Fue el momento más impactante. Mi esposo y yo tenemos treinta años. Nuestra casa, pues, nos ha costado mucho. Es nuestra casita, nuestra primera casita y ojalá no sea la última, nuestro refugio, para nuestros animales, fue muy difícil de ver cómo todo se caía”. El viento volaba los objetos como en una licuadora. Hasta las 3:00 el aire bajó de intensidad y pudieron salir a la calle. Pronto comenzaron a auxiliar a los vecinos: árboles caídos que dejaron a unos atrapados dentro de su casa, el agua hasta el fondo que se les metió a la casa de otros. “Salimos y nos dimos cuenta de que todo estaba destruido, fue muy difícil procesar las imágenes, porque la noche anterior estaba todo bien, hace cinco horas estaba todo bien, y ahorita todo destruido”. Cuando llegó el amanecer, fue aún más impresionante ver el paisaje detrás de su casa, pegada a un manglar: donde antes había un amate y un terreno de vegetación frondosa, ahora había un llano. “Nos íbamos a casar el 2 de noviembre del año siguiente, pero pues por los gastos y eso yo creo que ya no se va a hacer”.

A la luz del día, Marlon ayudó a sus rescatistas a llevar el barco a un muelle. “Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. Eran las 7:00 horas, en tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.

Las primeras cifras

Los daños por el huracán Otis son incalculables. Hasta la noche del 31 de octubre, una semana después del desastre, las cifras preliminares de la Fiscalía General del Estado de Guerrero acumulaban 46 personas fallecidas y 58 desaparecidas. Un primer censo del Centro Logístico de Comando registró 604 embarcaciones desaparecidas. Y en una reunión de empresarios con representantes del gobierno, se habló de al menos doscientos marinos y capitanes no localizados.

El programa de observación satelital Copernicus detectó edificios dañados y destruidos en 7 321 hectáreas urbanizadas y 79 kilómetros de carreteras en el municipio de Acapulco por el huracán Otis. El impacto en la primera franja de tierra, donde está la zona hotelera, fue brutal. En los mapas satelitales las afectaciones más graves son evidentes en zonas altas de la bahía —un área conocida como anfiteatro—, donde se concentra 63% de los daños en construcciones de colonias populares de clase media baja y baja. Se estima que 71% de la población del municipio está potencialmente afectada, sin considerar la población flotante del área turística.

Por su parte, el sector privado ha calculado que 81% de la infraestructura afectada son viviendas, lo que implicará al menos dos años de trabajos de reconstrucción.

“Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. En tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.
La gente camina junto a escombros y árboles dañados después del huracán Otis, en Acapulco, México, 29 de octubre de 2023. Fotografía de Quetzalli Nicte / Reuters.

Una ciudad fantasma

“Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Por ejemplo, si yo tengo ventanas, te mando a hacer con tablaroca, cerrado, para prevenir todo eso. Pero como aquí es una ciudad que nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. Sí sabíamos más o menos la dimensión del problema que venía, pero no estábamos preparados para recibirlo”, dice Javier, un policía de Seguridad Pública del municipio que ha estado realizando recorridos hasta donde su patrulla ha podido pasar. “Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’ y es cierto, le digo que una película de esas de ciudad fantasma queda corta”.

Es el tercer día después del desastre, el viernes 27 de octubre por la mañana. Karla Santana, de veinticinco años, lleva en sus manos una lista de los empleados que se han presentado a trabajar. Está en la entrada de servicio del hotel Playa Suites, en un callejón de la zona turística. Ella trabaja en el área de Recursos Humanos, cuenta que la noche del huracán Otis estaban hospedados ahí una centena de turistas. Al amanecer, algunos fueron llevados a los albergues porque 97% de las habitaciones quedaron inhabitables, las piezas de la planta generadora de luz volaron y no contaban con alimentos suficientes en el almacén. Karla menciona que dejaron a los huéspedes en refugios de la colonia Farallón, del colegio La Salle, en la garita de la iglesia. Pero allí tampoco tenían condiciones para recibirlos, ni luz ni víveres, y varios regresaron al Playa Suites.

Karla vive en la periferia de Acapulco, en la colonia Luis Donaldo Colosio, una de las más afectadas, donde los afluentes de la Laguna de Tres Palos inundaron calles y casas y sus habitantes han sido quienes despejaron los caminos de escombros después del impacto de Otis. Pero ella no pudo estar ahí. Todo el miércoles se quedó atendiendo la emergencia en el Playa Suites y fue hasta la noche que caminó nueve kilómetros de subidas y bajadas hasta llegar a casa. “Nada más fui a ver a mi perro y a ver qué había pasado y me regresé”, dice. Volvió porque tiene un compromiso con su labor y con sus compañeros de trabajo, no por obligación. Desde entonces se dedicó a atender a los huéspedes que quedaban, que comenzaron a ser evacuados hasta el jueves por la noche en viajes humanitarios de autobús hasta la Ciudad de México. Hoy toma lista de los empleados que se han presentado, hasta este viernes dice que no saben nada del 60%, esto es cerca de 180 personas.

"Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Pero como aquí nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. No estábamos preparados para recibirlo”.

Del otro lado de la Avenida Costera, algunos empleados de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) se concentran en el Hotel Hacienda María Eugenia. Están echando a andar una planta de luz para instalar ahí un campamento para los trabajadores de la CFE. Llegaron a Acapulco desde el día uno, provenientes de varios estados de la República, pero recién están adaptando el lugar para descansar después de sus jornadas.

Otros que buscan dónde instalar su campamento es un grupo de la Guardia Nacional. En el edificio Nautilus, hablan con Edgar Badillo, el vigilante. Le preguntan por el administrador. Edgar les explica que ha estado ahí desde el huracán Otis, auxiliando a dos familias que se encontraban en los condominios, encargándose de la seguridad. Los soldados le dicen que están buscando donde instalarse y preguntan por las condiciones del edificio. “Es pérdida total”, responde, y los invita a verlo por ellos mismos. Entran al lobby y a recorren los primeros pisos, entre escombros. “Si logran limpiar al menos tendrán una planta de luz, si consiguen diésel para echarla a andar”.

El servicio eléctrico se interrumpió afectando a 513 524 usuarios, de los cuales 284 670 pertenecen al municipio de Acapulco. Al día siguiente del desastre por el huracán Otis, 1 320 electricistas se desplegaron para hacer frente a la emergencia; para el 27 de octubre se informó que ya eran 1 689 empleados abocados a las reparaciones. Hasta el 28, por la noche, esto fue evidente solo en la bahía principal donde está la zona naval militar. El resto de la ciudad y sus colonias permanecieron sin electricidad y en penumbras. Para el 31 de octubre, eran 2 900 electricistas en campo y 55% de los servicios quedaban restaurados en Acapulco. Pero al menos 156 000 usuarios seguían afectados.

Fueron noches en las que la caída del sol significó un toque de queda tácito. En las colonias del anfiteatro y en las periferias, durante el día las personas recorrían las calles andando a pie con relativa tranquilidad, pero la inseguridad llegaba con los atardeceres anaranjados de la costa del Pacífico. La recomendación general: resguárdense, no circulen de noche. A través de las ventanas sin vidrios y paredes derruidas se alcanzaban a ver las luces de velas y lámparas que anunciaban que alguien aún habitaba dentro. En los días posteriores al huracán, una luna llena y luminosa fungió sobre el puerto de Acapulco como el único faro.

"Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’".
Se ven escombros y embarcaciones dañadas tras el huracán Otis, en Acapulco, México, el 1 de noviembre de 2023. Fotografía de Jose Luis Gonzalez / Reuters. Las voces de Acapulco, luego del huracán Otis.

Reconectar la ciudad

Del servicio eléctrico depende el abastecimiento del agua potable, los servicios de telecomunicaciones, la refrigeración de alimentos perecederos, los sistemas de vigilancia y de aire acondicionado de una ciudad como Acapulco. Una población de 779 566 habitantes puede soportar tres días de calor, pero no de incomunicación después de un desastre natural.

Tres días después del huracán Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos. Fuera de Acapulco se crearon grupos de WhatsApp para compartir información e intentar localizar a quienes estaban dentro, que se preguntaban qué sabía el resto del mundo sobre lo que estaban viviendo. Como si se tratara de una fila para recibir una despensa, hay quienes se forman durante horas para cargar sus celulares en las plantas de luz de las televisoras, que estaban ahí cubriendo el desastre, con el objetivo de intentar enviar señales de vida a familiares. En la plaza del centro, mientras esperan su turno para conectar su teléfono a una de estas plantas, un joven, que dijo vivir detrás del Ayuntamiento, y Teresa Reyes, una mujer mayor, vecina del centro, platican. Ni él ni Teresa tiene agua para beber, ni siquiera para bañarse, han estado consiguiendo alimentos por donde pueden, pero en este momento su prioridad es cargar el celular y deciden hacer la fila, que les llevará horas.

—Ojalá que le llegue [el mensaje], porque no hay paso para allá, no se puede llegar. Le vamos a hablar a un vecino, a ver si se pueden comunicar— dice Teresa, quien explica que quiere avisar a sus hermanos y sobrinos que está bien. Unos están en la colonia El Coloso, de Acapulco; otros en San Diego, California.

Tres días después de Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos.

Durante tres días la mayoría de los caminos han estado bloqueados y los servicios de transporte públicos suspendidos. Entrar o salir de una zona a otra implica caminar por horas y atravesar calles bloqueadas por escombros, postes caídos sostenidos como con alfileres y cables enmarañados, árboles arrancados de raíz, vehículos volteados llantas arriba e infinidad de objetos arrastrados por la fuerza del viento. La ciudad se fracturó en zonas aisladas, una de la otra; no se puede llegar del interior a la costa y viceversa. De modo que habitantes de colonias populares quedaron a su suerte: lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia dinámica de devastación.

—En [el huracán] Paulina eran casetas telefónicas, uno tenía que estar, “oye, te acaban de marcar de aquí”. Ahorita mínimo cada uno tiene comunicación independiente. Pero, aun así, está imposible— recuerda el joven.
—Lo único que queremos es que sepan que estamos bien. Porque de lo que les están diciendo, lo que se está corriendo en las noticias, nosotros no sabemos, no tenemos comunicación, no tenemos el celular, no podemos ver nada, así que no podemos ni enterarnos de lo que dicen.

Un día después, el sábado 28 de octubre, en la zona Diamante, sobre el puente vehicular de Boulevard de las Naciones, decenas de personas llegan desde muy temprano para intentar comunicarse con el exterior. Se corrió la voz de que, en este lugar, agarra mejor la señal telefónica. La gente alza sus celulares hacia el cielo, esperando cacharla. Citlali Tenorio y Gabriel Galindo, residentes del fraccionamiento Las Gaviotas, de clase media, han logrado comunicarse con un familiar al que le enumeran una lista de víveres: alimentos no perecederos, agua, algunos medicamentos, químico para limpiar el agua de la alberca, dinero en efectivo. Estaban preparados para el huracán, tenían lámparas, enlatados, cosas que se sugiere tener en caso de emergencia. Pero solo les quedan alimentos para tres días más, los han estado compartiendo con sus vecinos. Además, son administradores de condominios, necesitan el efectivo para pagar a sus trabajadores.

—No es para tenerlo embolsado y guardarlo, no, [es] porque hay gente depende de nosotros ahorita—dice Gabriel.
—Ayer que nos comunicamos con mi hijo, para avisarles que estábamos bien, nos comentó que la ayuda está nada más en la Costera, que era la que estaba dañada y dijimos, y ¿nosotros?— se pregunta Citlali.
—La ayuda está muy lenta —añade Gabriel y recuerda otra experiencia inmediata.

En 2013, los huracanes Ingrid y Manuel que significaron uno de los desastres más destructivos de la historia del país.

—Al otro día, ya estaba instalado el albergue. Empezaron a sacar a la gente de aquí porque subió el agua dos metros. Ya estaba la comida […]. Y ahorita no hay nada, o sea el ejército está pero, ¿en dónde? Aquí en esta zona tú puedes ir a dar un recorrido en vehículo, no vas a ver un campamento militar de ayuda, de alimentación. No hay nada […]. La vez pasada, con el Manuel, quince días tardó en reconectarse la luz, pero no se destruyó tanto.
—Y ahorita tardó mucho en llegar la ayuda— insiste Citlali.
—[Aquella vez] también llegaron militares, resguardaron las tiendas y [se] estuvo vendiendo productos.
—Ahora es cuídate y sálvese quien pueda. Sí es deplorable ver que han saqueado todo, independientemente del daño que causó el huracán.
—No ha llegado ninguna comitiva, ningún camión que pudiera venirse para acá con una comida comunitaria o con ayuda, con despensa, no hay nada, nada— remata Gabriel.

En el puente se forma una doble fila de vehículos que brincan el camellón para circular en sentido contrario porque, en los carriles laterales, hay una enorme ceiba obstruyendo el paso. Hacia la playa, donde se alzan los edificios de departamentos de lujo, la Avenida Costera de las Palmas está desierta.

La ciudad se fracturó en zonas aisladas. Lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia devastación.
Familiares del difunto José Ramiro Castro García, quien murió durante el huracán Otis mientras trabajaba a bordo de un barco, caminan por el cementerio de El Palmar, en Acapulco, México, el 3 de noviembre de 2023. Fotografía de José Luis González / Reuters. Las voces de Acapulco por el huracán Otis.

Guardias creadas por acapulqueños

Los saqueos a comercios y el desabasto de víveres iniciaron a la mañana siguiente al desastre, a lo largo de todo Acapulco, y en algunas zonas se prolongaron hasta el primer fin de semana. La mañana del viernes 27 de octubre, en la zona costera, una joven que prefiere no dar su nombre, del servicio de vigilancia del centro comercial Galerías Diana, mira sin poder actuar. Ve cómo se llevan todo tipo de productos de la tienda departamental Liverpool, y otros establecimientos, ante la presencia de dos elementos de la Guardia Nacional, quienes tampoco intervienen. Cuenta que ha visto cómo en su colonia, Balcones al Mar, hacia Pie de la Cuesta, saquearon el Soriana y los Oxxos de Jardín Palmas. “Andaba ahí un pequeño grupo de gente de mafia, ahí cuidando esa gente. Tú te interpones nomás y ¡pam! Un balazo te va a callar”.

Al igual que esta vigilante, otros testimonios señalan a grupos del crimen organizado que llegan preparados con herramientas a llevarse el dinero de cajeros automáticos y cajas de seguridad de los negocios, que incitaban a la población a continuar el saqueo del resto de los productos y se perdían entre la multitud. “Parecían acciones organizadas, planeadas, no gentes improvisadas”, agrega un habitante del centro.

Esa noche, el camino de entrada y salida al puerto, límite de las colonias Renacimiento y Zapata, donde se encuentran las bodegas de la Central de Abastos de Acapulco, colapsó debido al caos provocado por multitudes que iban y venían cargando productos. Entre la gente que se llevaba lo que podía con sus manos, destacaban grupos coordinados, se movían juntos, cuidándose unos a otros de no ser fotografiados o grabados con un celular, iban a pie, en camionetas y escoltados por motocicletas. Los pocos elementos del ejército y de la Guardia Nacional que estaban en el lugar se limitaban a intentar liberar el tránsito vehicular.

La destrucción de edificios, incluidos los comercios, el desabasto de alimentos y un retardo en la ayuda humanitaria provocó que muchas familias salieran a buscar alimentos y gasolina, cuando ya no existía orden ni control para las ventas. “Fuimos a buscar víveres, la verdad, para sobrevivir porque ya no teníamos nada. A buscar arroz, frijol, lo necesario. No tenemos refri, teníamos carne de antes, pero pues ya no tenemos nada de luz y nos daba miedo que, pues, nos hiciera mal la carne”, cuenta un habitante de la colonia popular Leonardo Rodríguez Alcaine. En las gasolineras de la costera, las personas hacían fila para llenar galones por su cuenta.

Con el paso de los días, el temor de que proliferara la inseguridad provocó la organización de vecinos en varias partes de la ciudad. En la calle Sinaloa, de la colonia Progreso, el fotógrafo Daniel Ojeda documentó cómo los vecinos, con machetes y bates, montaban barricadas y brigadas de vigilancia nocturnas, para evitar robos a sus hogares. Con lavadoras, láminas y tinacos que el huracán Otis arrastró, bloqueaban la entrada a la calle y, por la noche, encendían fogatas alrededor de las que montaban la guardia.

Lo mismo sucedió en la calle Del Espanto, en la colonia Hornos Insurgentes. Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: están pendientes unos de las necesidades de otros, también fueron ellos mismos quieres liberaron la calle para dar paso a los vehículos, cortando árboles caídos con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias de vigilancia para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia. “El otro día vi a uno que anda por ahí, conocido pues, ya llevaba una bici chiquita, de niño, de la casa de la vecina, y que le grito, ‘¡Oye, eso no es tuyo, me lo dejas ahí! ¡Aquí entre vecinos nos estamos cuidando!’”. Estas guardias también las han hecho en su negocio, un local de ropa en la Avenida Universidad. Paloma, su hermana y su cuñado se turnan la vigilancia del comercio, pasan el día sentados en un viejo Volkswagen. A la par que cuidan su inversión que no quieren perder, echan un ojo a los negocios vecinos. Mientras platican, en la acera de enfrente un grupo de personas se han metido al local de una purificadora de agua y cargan una camioneta con garrafones. “Bueno, es agua, eso sí es algo que lo necesita la gente”, espeta.

En la calle Del Espanto, Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: liberaron la calle, cortando árboles con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia.

El desastre natural solo ha incrementado la inseguridad habitual de una ciudad que es considerada una de las más peligrosas del mundo. La última estadística pública sobre la percepción de la inseguridad en Acapulco mostró un alza de 67% a 76%, de marzo a junio de 2023.

A unos metros, en la Plaza Universidad, todos los locales habían sufrido algún daño por el desastre natural: vidrios rotos, destrozos causados por la fuerza del viento. Pero uno de ellos, Novias Sparks, de vestidos de novias, logró pasar el huracán Otis intacto hasta el sábado por la noche, cuando fue saqueado. Desde entonces, la dueña está también custodiando la entrada, en chanclas y short, inamovible. A la esquina, en otra plaza comercial de la Avenida Cuauhtémoc, otro grupo de pequeños locatarios ha depositado la seguridad a una familia que tiene una barbería, ellos dejaron su casa y están durmiendo en el local, montando guardias desde el día uno.

En apoyo a la emergencia, la Secretaría de la Defensa Nacional informó que, al 31 de octubre, se desplegaron 11 500 miembros del Ejército, Fuerza Aérea y Guardia Nacional para la distribución de despensas, agua potable, servicio de comedores, cocinas comunitarias, limpieza de caminos. En específico, son cinco mil miembros de la Guardia Nacional para “el control de las vías de comunicación” que proveen seguridad a 74 estaciones gasolineras, cuatro bodegas y veinte centros comerciales. Pero en esta zona, a unas cuadras de la Avenida Costera Miguel Alemán, como en todo Acapulco, fueron los vecinos y locatarios los primeros en reaccionar.

En la unidad habitacional Secsa II, con apenas ochenta casas, donde vive Yamilet y su familia, el sábado 28 de octubre, a cuatro días del huracán Otis, además de limpiar los escombros, han sacado una parrilla al estacionamiento y con la madera de los árboles caídos encienden una fogata en la que preparan el desayuno para varias familias. José, el vecino de la esquina, trata de encender la lumbre. Él ha enviado a su hija y esposa, lejos de Acapulco, con familiares y se ha quedado a cuidar la casa. María de los Santos, la mamá de Yamilet, saca de su despensa un paquete de huevos, son los últimos de la alacena. Mónica, la de al lado, trae queso. Varios aportan otros alimentos perecederos que temen se echen a perder en los refrigeradores que se quedaron sin luz. Así han sobrevivido durante días, actuando en comunidad.

Aún les preocupa la falta de agua, medicamentos y atención para los enfermos, y otras circunstancias que están más allá de sus manos. “Empieza a levantarse el polvo y nos vamos a enfermar, son heces fecales. Hacemos lo que podemos, nos ayudamos entre vecinos, tratamos de estar apoyándonos, pero pues sí hay cosas que nos sobrepasan demasiado”, dice Yamilet.

Son estas pequeñas iniciativas de organización vecinal las que dentro de la catástrofe aportan luz a los habitantes de una ciudad devastada.

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Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

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El huracán Otis golpeó al famoso puerto turístico de Acapulco y lo devastó como ningún otro fenómeno meteorológico en su historia. Sus colonias y fraccionamientos quedaron aislados y devastados, a la sola merced de sus habitantes. A este colapso se agregó la falta de prevención de desastres, la tardía reacción de gobiernos en los tres niveles ante la emergencia y la prevalencia de un contrato social roto por la inseguridad. Estas son las voces de Acapulco que narran los días subsiguientes al desastre.

Acapulco, ciudad costera del estado de Guerrero, el primer y más reconocido destino turístico en el Pacífico mexicano, amaneció sin luz e incomunicada. Era el miércoles 25 de octubre y las primeras imágenes difundidas por las redes sociales mostraban, a cuentagotas, varios puntos de la Avenida Costera Miguel Alemán con árboles y palmeras, postes y espectaculares, derribados todos, así como edificios desnudados, convertidos en esqueletos por la fuerza del viento. En esta circunstancia está la ciudad entera, centro y periferias, no hay zona que no esté devastada. En esas primeras horas, nadie dimensionaba el nivel de destrucción provocado por el huracán Otis, durante la madrugada, que rompió el récord histórico de intensificación en México: en casi doce horas pasó de tormenta tropical a huracán de categoría cinco.

Un día antes, a las 19:00 horas del martes 24 de octubre, Yamilet Lara, una joven en sus treinta, habitante de Secsa II, una unidad habitacional de clase trabajadora que se ubica en la zona Diamante, reconocida por los desarrollos lujosos, se presentó a una cita programada en la estética. “Nos vamos a casar y teníamos las fechas para las fotos de preboda. Me fui a poner uñas porque dije, bueno, voy a arreglarme”, recuerda. Había acomodado toda la semana en torno a la sesión fotográfica, que sería el viernes en el municipio de Chilapa de Álvarez, en sus campos de flor de cempasúchil y terciopelo de esta temporada. Yamilet había escuchado que un huracán tocaría Acapulco por la noche y que sería de una categoría menor. Aunque, en realidad, desde las 18:00 horas, el Centro Nacional de Huracanes estadounidense y la Comisión Nacional de Agua habían anunciado el repentino incremento de Otis a categoría cuatro, calificándolo de “extremadamente peligroso” y anticipando que podría llegar a la categoría de riesgo máximo. “Nos confiamos mucho, la verdad, ese fue el error, nos confiamos demasiado”.

A veinte kilómetros, en el extremo norte de la bahía de Acapulco, internado en el mar, en una zona náutica conocida como La Aguada, Marlon Valdez, un marinero de veinticuatro años, velaba una de las embarcaciones de renta de la empresa para la que trabajaba. El dueño le había pedido que se encargara de cuidarla durante la tormenta, como capitán, junto a otro muchacho que fungió como marinero. Él y quienes estaban en el mar sí sabían lo que venía. “Es una tarea de años que considero que está mal, que es de cajón, no es de que si quieres o no. Tú, como marinero, es la obligación y la responsabilidad de cuidar tu embarcación y hundirte con ella”, dice. Esa noche, calcula que había casi cuarenta barcos solo en La Aguada y, por cada embarcación, de dos y hasta seis tripulantes para la vela. Pero en Acapulco hay más sectores donde se estacionan las embarcaciones: en el club de yates, en la marina, en la marina de Santa Lucía, en el club Performance, en Puerto Marques, en Las Boyas. Había miles de personas en el mar esa noche.

De regreso, al otro extremo de Acapulco, Yamilet salió de la estética a las 22:00 horas. Empezaba a llover y se escuchaban los ventarrones, la calle estaba sola, no había transporte, así que Yamilet se ofreció a llevar a la empleada de la estética a su casa. Poco después llegó a la suya, en donde estaban su mamá, María de los Santos, y su próximo esposo, Andrés. La lluvia continuaba y a las 23:00 se fue la luz. Platicaban con tranquilidad de los huracanes anteriores, de lo que habían vivido con Ingrid y Manuel en 2013, y con Paulina en 1997, de las diferencias entre uno y otro. “Estábamos platicando del Paulina, tratando de hacer ameno el silencio”, dice Yamilet. Abrieron las ventanas del segundo piso para que la presión del aire no las rompiera. “De repente, como a las 23:30, empiezan los ventarrones, empezaron, ya de verdad era imposible estar cerca de las ventanas.” La casa vibraba, se estremecía. Yamilet y Andrés decidieron resguardarse en el vestidor, María de los Santos se quedó con las mascotas en una habitación del primer piso.

En el mar, el huracán Otis entraba. Colocaron los fenders, unos globos que usan para evitar los golpes con otras embarcaciones. Los barcos eran arrastrados. Marlon prendió el motor y trató de avanzar a contracorriente. “De las 24:00 en adelante ya vi que estaba un poco fuera de nuestras manos”. Los cabos de otros barcos comenzaron a soltarse y uno golpeó el suyo, rompiendo el casco. Comenzó a hundirse. “Le marqué al dueño del barco para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala la altura del pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’. Me dijo: ‘¡corta los cabos y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’. Fue todo. Dije: ok. Colgué y seguí”. Pero era inevitable, Marlon y su marinero tuvieron que saltar al mar embravecido.

“Le marqué al dueño para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala el pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’, ‘¡corta y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’”.

No sabían en qué punto estaban. No tenían visibilidad, flotaban como podían entre escombros y diésel. Un objeto hirió al marinero. “Lo único que le decía era, ‘cúbrete la nuca y respira’ porque las olas nos hundían, nos iban revolcando”. Lograron agarrarse de algo que flotaba y se mantuvieron ahí hasta que escucharon el motor de otra embarcación, que estaba a unos diez metros de distancia. Marlon decidió tratar de alcanzarla. “Como yo traía a mi marinero, mi objetivo era llegar con él, siempre fue llegar con él. Cuando nos tiramos yo le dije, ‘si tú te quieres morir, yo no’, dije, ‘cuídame porque yo te voy a cuidar’, y él entendió, trató de nadar.” Llegaron. Marlon gritó por auxilio y, con ayuda de quienes estaban en ese barco, ambos subieron.

A la madrugada, la puerta que daba al balcón, en casa de Yamilet, explotó. “Fue el momento más impactante. Mi esposo y yo tenemos treinta años. Nuestra casa, pues, nos ha costado mucho. Es nuestra casita, nuestra primera casita y ojalá no sea la última, nuestro refugio, para nuestros animales, fue muy difícil de ver cómo todo se caía”. El viento volaba los objetos como en una licuadora. Hasta las 3:00 el aire bajó de intensidad y pudieron salir a la calle. Pronto comenzaron a auxiliar a los vecinos: árboles caídos que dejaron a unos atrapados dentro de su casa, el agua hasta el fondo que se les metió a la casa de otros. “Salimos y nos dimos cuenta de que todo estaba destruido, fue muy difícil procesar las imágenes, porque la noche anterior estaba todo bien, hace cinco horas estaba todo bien, y ahorita todo destruido”. Cuando llegó el amanecer, fue aún más impresionante ver el paisaje detrás de su casa, pegada a un manglar: donde antes había un amate y un terreno de vegetación frondosa, ahora había un llano. “Nos íbamos a casar el 2 de noviembre del año siguiente, pero pues por los gastos y eso yo creo que ya no se va a hacer”.

A la luz del día, Marlon ayudó a sus rescatistas a llevar el barco a un muelle. “Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. Eran las 7:00 horas, en tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.

Las primeras cifras

Los daños por el huracán Otis son incalculables. Hasta la noche del 31 de octubre, una semana después del desastre, las cifras preliminares de la Fiscalía General del Estado de Guerrero acumulaban 46 personas fallecidas y 58 desaparecidas. Un primer censo del Centro Logístico de Comando registró 604 embarcaciones desaparecidas. Y en una reunión de empresarios con representantes del gobierno, se habló de al menos doscientos marinos y capitanes no localizados.

El programa de observación satelital Copernicus detectó edificios dañados y destruidos en 7 321 hectáreas urbanizadas y 79 kilómetros de carreteras en el municipio de Acapulco por el huracán Otis. El impacto en la primera franja de tierra, donde está la zona hotelera, fue brutal. En los mapas satelitales las afectaciones más graves son evidentes en zonas altas de la bahía —un área conocida como anfiteatro—, donde se concentra 63% de los daños en construcciones de colonias populares de clase media baja y baja. Se estima que 71% de la población del municipio está potencialmente afectada, sin considerar la población flotante del área turística.

Por su parte, el sector privado ha calculado que 81% de la infraestructura afectada son viviendas, lo que implicará al menos dos años de trabajos de reconstrucción.

“Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. En tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.
La gente camina junto a escombros y árboles dañados después del huracán Otis, en Acapulco, México, 29 de octubre de 2023. Fotografía de Quetzalli Nicte / Reuters.

Una ciudad fantasma

“Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Por ejemplo, si yo tengo ventanas, te mando a hacer con tablaroca, cerrado, para prevenir todo eso. Pero como aquí es una ciudad que nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. Sí sabíamos más o menos la dimensión del problema que venía, pero no estábamos preparados para recibirlo”, dice Javier, un policía de Seguridad Pública del municipio que ha estado realizando recorridos hasta donde su patrulla ha podido pasar. “Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’ y es cierto, le digo que una película de esas de ciudad fantasma queda corta”.

Es el tercer día después del desastre, el viernes 27 de octubre por la mañana. Karla Santana, de veinticinco años, lleva en sus manos una lista de los empleados que se han presentado a trabajar. Está en la entrada de servicio del hotel Playa Suites, en un callejón de la zona turística. Ella trabaja en el área de Recursos Humanos, cuenta que la noche del huracán Otis estaban hospedados ahí una centena de turistas. Al amanecer, algunos fueron llevados a los albergues porque 97% de las habitaciones quedaron inhabitables, las piezas de la planta generadora de luz volaron y no contaban con alimentos suficientes en el almacén. Karla menciona que dejaron a los huéspedes en refugios de la colonia Farallón, del colegio La Salle, en la garita de la iglesia. Pero allí tampoco tenían condiciones para recibirlos, ni luz ni víveres, y varios regresaron al Playa Suites.

Karla vive en la periferia de Acapulco, en la colonia Luis Donaldo Colosio, una de las más afectadas, donde los afluentes de la Laguna de Tres Palos inundaron calles y casas y sus habitantes han sido quienes despejaron los caminos de escombros después del impacto de Otis. Pero ella no pudo estar ahí. Todo el miércoles se quedó atendiendo la emergencia en el Playa Suites y fue hasta la noche que caminó nueve kilómetros de subidas y bajadas hasta llegar a casa. “Nada más fui a ver a mi perro y a ver qué había pasado y me regresé”, dice. Volvió porque tiene un compromiso con su labor y con sus compañeros de trabajo, no por obligación. Desde entonces se dedicó a atender a los huéspedes que quedaban, que comenzaron a ser evacuados hasta el jueves por la noche en viajes humanitarios de autobús hasta la Ciudad de México. Hoy toma lista de los empleados que se han presentado, hasta este viernes dice que no saben nada del 60%, esto es cerca de 180 personas.

"Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Pero como aquí nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. No estábamos preparados para recibirlo”.

Del otro lado de la Avenida Costera, algunos empleados de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) se concentran en el Hotel Hacienda María Eugenia. Están echando a andar una planta de luz para instalar ahí un campamento para los trabajadores de la CFE. Llegaron a Acapulco desde el día uno, provenientes de varios estados de la República, pero recién están adaptando el lugar para descansar después de sus jornadas.

Otros que buscan dónde instalar su campamento es un grupo de la Guardia Nacional. En el edificio Nautilus, hablan con Edgar Badillo, el vigilante. Le preguntan por el administrador. Edgar les explica que ha estado ahí desde el huracán Otis, auxiliando a dos familias que se encontraban en los condominios, encargándose de la seguridad. Los soldados le dicen que están buscando donde instalarse y preguntan por las condiciones del edificio. “Es pérdida total”, responde, y los invita a verlo por ellos mismos. Entran al lobby y a recorren los primeros pisos, entre escombros. “Si logran limpiar al menos tendrán una planta de luz, si consiguen diésel para echarla a andar”.

El servicio eléctrico se interrumpió afectando a 513 524 usuarios, de los cuales 284 670 pertenecen al municipio de Acapulco. Al día siguiente del desastre por el huracán Otis, 1 320 electricistas se desplegaron para hacer frente a la emergencia; para el 27 de octubre se informó que ya eran 1 689 empleados abocados a las reparaciones. Hasta el 28, por la noche, esto fue evidente solo en la bahía principal donde está la zona naval militar. El resto de la ciudad y sus colonias permanecieron sin electricidad y en penumbras. Para el 31 de octubre, eran 2 900 electricistas en campo y 55% de los servicios quedaban restaurados en Acapulco. Pero al menos 156 000 usuarios seguían afectados.

Fueron noches en las que la caída del sol significó un toque de queda tácito. En las colonias del anfiteatro y en las periferias, durante el día las personas recorrían las calles andando a pie con relativa tranquilidad, pero la inseguridad llegaba con los atardeceres anaranjados de la costa del Pacífico. La recomendación general: resguárdense, no circulen de noche. A través de las ventanas sin vidrios y paredes derruidas se alcanzaban a ver las luces de velas y lámparas que anunciaban que alguien aún habitaba dentro. En los días posteriores al huracán, una luna llena y luminosa fungió sobre el puerto de Acapulco como el único faro.

"Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’".
Se ven escombros y embarcaciones dañadas tras el huracán Otis, en Acapulco, México, el 1 de noviembre de 2023. Fotografía de Jose Luis Gonzalez / Reuters. Las voces de Acapulco, luego del huracán Otis.

Reconectar la ciudad

Del servicio eléctrico depende el abastecimiento del agua potable, los servicios de telecomunicaciones, la refrigeración de alimentos perecederos, los sistemas de vigilancia y de aire acondicionado de una ciudad como Acapulco. Una población de 779 566 habitantes puede soportar tres días de calor, pero no de incomunicación después de un desastre natural.

Tres días después del huracán Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos. Fuera de Acapulco se crearon grupos de WhatsApp para compartir información e intentar localizar a quienes estaban dentro, que se preguntaban qué sabía el resto del mundo sobre lo que estaban viviendo. Como si se tratara de una fila para recibir una despensa, hay quienes se forman durante horas para cargar sus celulares en las plantas de luz de las televisoras, que estaban ahí cubriendo el desastre, con el objetivo de intentar enviar señales de vida a familiares. En la plaza del centro, mientras esperan su turno para conectar su teléfono a una de estas plantas, un joven, que dijo vivir detrás del Ayuntamiento, y Teresa Reyes, una mujer mayor, vecina del centro, platican. Ni él ni Teresa tiene agua para beber, ni siquiera para bañarse, han estado consiguiendo alimentos por donde pueden, pero en este momento su prioridad es cargar el celular y deciden hacer la fila, que les llevará horas.

—Ojalá que le llegue [el mensaje], porque no hay paso para allá, no se puede llegar. Le vamos a hablar a un vecino, a ver si se pueden comunicar— dice Teresa, quien explica que quiere avisar a sus hermanos y sobrinos que está bien. Unos están en la colonia El Coloso, de Acapulco; otros en San Diego, California.

Tres días después de Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos.

Durante tres días la mayoría de los caminos han estado bloqueados y los servicios de transporte públicos suspendidos. Entrar o salir de una zona a otra implica caminar por horas y atravesar calles bloqueadas por escombros, postes caídos sostenidos como con alfileres y cables enmarañados, árboles arrancados de raíz, vehículos volteados llantas arriba e infinidad de objetos arrastrados por la fuerza del viento. La ciudad se fracturó en zonas aisladas, una de la otra; no se puede llegar del interior a la costa y viceversa. De modo que habitantes de colonias populares quedaron a su suerte: lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia dinámica de devastación.

—En [el huracán] Paulina eran casetas telefónicas, uno tenía que estar, “oye, te acaban de marcar de aquí”. Ahorita mínimo cada uno tiene comunicación independiente. Pero, aun así, está imposible— recuerda el joven.
—Lo único que queremos es que sepan que estamos bien. Porque de lo que les están diciendo, lo que se está corriendo en las noticias, nosotros no sabemos, no tenemos comunicación, no tenemos el celular, no podemos ver nada, así que no podemos ni enterarnos de lo que dicen.

Un día después, el sábado 28 de octubre, en la zona Diamante, sobre el puente vehicular de Boulevard de las Naciones, decenas de personas llegan desde muy temprano para intentar comunicarse con el exterior. Se corrió la voz de que, en este lugar, agarra mejor la señal telefónica. La gente alza sus celulares hacia el cielo, esperando cacharla. Citlali Tenorio y Gabriel Galindo, residentes del fraccionamiento Las Gaviotas, de clase media, han logrado comunicarse con un familiar al que le enumeran una lista de víveres: alimentos no perecederos, agua, algunos medicamentos, químico para limpiar el agua de la alberca, dinero en efectivo. Estaban preparados para el huracán, tenían lámparas, enlatados, cosas que se sugiere tener en caso de emergencia. Pero solo les quedan alimentos para tres días más, los han estado compartiendo con sus vecinos. Además, son administradores de condominios, necesitan el efectivo para pagar a sus trabajadores.

—No es para tenerlo embolsado y guardarlo, no, [es] porque hay gente depende de nosotros ahorita—dice Gabriel.
—Ayer que nos comunicamos con mi hijo, para avisarles que estábamos bien, nos comentó que la ayuda está nada más en la Costera, que era la que estaba dañada y dijimos, y ¿nosotros?— se pregunta Citlali.
—La ayuda está muy lenta —añade Gabriel y recuerda otra experiencia inmediata.

En 2013, los huracanes Ingrid y Manuel que significaron uno de los desastres más destructivos de la historia del país.

—Al otro día, ya estaba instalado el albergue. Empezaron a sacar a la gente de aquí porque subió el agua dos metros. Ya estaba la comida […]. Y ahorita no hay nada, o sea el ejército está pero, ¿en dónde? Aquí en esta zona tú puedes ir a dar un recorrido en vehículo, no vas a ver un campamento militar de ayuda, de alimentación. No hay nada […]. La vez pasada, con el Manuel, quince días tardó en reconectarse la luz, pero no se destruyó tanto.
—Y ahorita tardó mucho en llegar la ayuda— insiste Citlali.
—[Aquella vez] también llegaron militares, resguardaron las tiendas y [se] estuvo vendiendo productos.
—Ahora es cuídate y sálvese quien pueda. Sí es deplorable ver que han saqueado todo, independientemente del daño que causó el huracán.
—No ha llegado ninguna comitiva, ningún camión que pudiera venirse para acá con una comida comunitaria o con ayuda, con despensa, no hay nada, nada— remata Gabriel.

En el puente se forma una doble fila de vehículos que brincan el camellón para circular en sentido contrario porque, en los carriles laterales, hay una enorme ceiba obstruyendo el paso. Hacia la playa, donde se alzan los edificios de departamentos de lujo, la Avenida Costera de las Palmas está desierta.

La ciudad se fracturó en zonas aisladas. Lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia devastación.
Familiares del difunto José Ramiro Castro García, quien murió durante el huracán Otis mientras trabajaba a bordo de un barco, caminan por el cementerio de El Palmar, en Acapulco, México, el 3 de noviembre de 2023. Fotografía de José Luis González / Reuters. Las voces de Acapulco por el huracán Otis.

Guardias creadas por acapulqueños

Los saqueos a comercios y el desabasto de víveres iniciaron a la mañana siguiente al desastre, a lo largo de todo Acapulco, y en algunas zonas se prolongaron hasta el primer fin de semana. La mañana del viernes 27 de octubre, en la zona costera, una joven que prefiere no dar su nombre, del servicio de vigilancia del centro comercial Galerías Diana, mira sin poder actuar. Ve cómo se llevan todo tipo de productos de la tienda departamental Liverpool, y otros establecimientos, ante la presencia de dos elementos de la Guardia Nacional, quienes tampoco intervienen. Cuenta que ha visto cómo en su colonia, Balcones al Mar, hacia Pie de la Cuesta, saquearon el Soriana y los Oxxos de Jardín Palmas. “Andaba ahí un pequeño grupo de gente de mafia, ahí cuidando esa gente. Tú te interpones nomás y ¡pam! Un balazo te va a callar”.

Al igual que esta vigilante, otros testimonios señalan a grupos del crimen organizado que llegan preparados con herramientas a llevarse el dinero de cajeros automáticos y cajas de seguridad de los negocios, que incitaban a la población a continuar el saqueo del resto de los productos y se perdían entre la multitud. “Parecían acciones organizadas, planeadas, no gentes improvisadas”, agrega un habitante del centro.

Esa noche, el camino de entrada y salida al puerto, límite de las colonias Renacimiento y Zapata, donde se encuentran las bodegas de la Central de Abastos de Acapulco, colapsó debido al caos provocado por multitudes que iban y venían cargando productos. Entre la gente que se llevaba lo que podía con sus manos, destacaban grupos coordinados, se movían juntos, cuidándose unos a otros de no ser fotografiados o grabados con un celular, iban a pie, en camionetas y escoltados por motocicletas. Los pocos elementos del ejército y de la Guardia Nacional que estaban en el lugar se limitaban a intentar liberar el tránsito vehicular.

La destrucción de edificios, incluidos los comercios, el desabasto de alimentos y un retardo en la ayuda humanitaria provocó que muchas familias salieran a buscar alimentos y gasolina, cuando ya no existía orden ni control para las ventas. “Fuimos a buscar víveres, la verdad, para sobrevivir porque ya no teníamos nada. A buscar arroz, frijol, lo necesario. No tenemos refri, teníamos carne de antes, pero pues ya no tenemos nada de luz y nos daba miedo que, pues, nos hiciera mal la carne”, cuenta un habitante de la colonia popular Leonardo Rodríguez Alcaine. En las gasolineras de la costera, las personas hacían fila para llenar galones por su cuenta.

Con el paso de los días, el temor de que proliferara la inseguridad provocó la organización de vecinos en varias partes de la ciudad. En la calle Sinaloa, de la colonia Progreso, el fotógrafo Daniel Ojeda documentó cómo los vecinos, con machetes y bates, montaban barricadas y brigadas de vigilancia nocturnas, para evitar robos a sus hogares. Con lavadoras, láminas y tinacos que el huracán Otis arrastró, bloqueaban la entrada a la calle y, por la noche, encendían fogatas alrededor de las que montaban la guardia.

Lo mismo sucedió en la calle Del Espanto, en la colonia Hornos Insurgentes. Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: están pendientes unos de las necesidades de otros, también fueron ellos mismos quieres liberaron la calle para dar paso a los vehículos, cortando árboles caídos con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias de vigilancia para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia. “El otro día vi a uno que anda por ahí, conocido pues, ya llevaba una bici chiquita, de niño, de la casa de la vecina, y que le grito, ‘¡Oye, eso no es tuyo, me lo dejas ahí! ¡Aquí entre vecinos nos estamos cuidando!’”. Estas guardias también las han hecho en su negocio, un local de ropa en la Avenida Universidad. Paloma, su hermana y su cuñado se turnan la vigilancia del comercio, pasan el día sentados en un viejo Volkswagen. A la par que cuidan su inversión que no quieren perder, echan un ojo a los negocios vecinos. Mientras platican, en la acera de enfrente un grupo de personas se han metido al local de una purificadora de agua y cargan una camioneta con garrafones. “Bueno, es agua, eso sí es algo que lo necesita la gente”, espeta.

En la calle Del Espanto, Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: liberaron la calle, cortando árboles con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia.

El desastre natural solo ha incrementado la inseguridad habitual de una ciudad que es considerada una de las más peligrosas del mundo. La última estadística pública sobre la percepción de la inseguridad en Acapulco mostró un alza de 67% a 76%, de marzo a junio de 2023.

A unos metros, en la Plaza Universidad, todos los locales habían sufrido algún daño por el desastre natural: vidrios rotos, destrozos causados por la fuerza del viento. Pero uno de ellos, Novias Sparks, de vestidos de novias, logró pasar el huracán Otis intacto hasta el sábado por la noche, cuando fue saqueado. Desde entonces, la dueña está también custodiando la entrada, en chanclas y short, inamovible. A la esquina, en otra plaza comercial de la Avenida Cuauhtémoc, otro grupo de pequeños locatarios ha depositado la seguridad a una familia que tiene una barbería, ellos dejaron su casa y están durmiendo en el local, montando guardias desde el día uno.

En apoyo a la emergencia, la Secretaría de la Defensa Nacional informó que, al 31 de octubre, se desplegaron 11 500 miembros del Ejército, Fuerza Aérea y Guardia Nacional para la distribución de despensas, agua potable, servicio de comedores, cocinas comunitarias, limpieza de caminos. En específico, son cinco mil miembros de la Guardia Nacional para “el control de las vías de comunicación” que proveen seguridad a 74 estaciones gasolineras, cuatro bodegas y veinte centros comerciales. Pero en esta zona, a unas cuadras de la Avenida Costera Miguel Alemán, como en todo Acapulco, fueron los vecinos y locatarios los primeros en reaccionar.

En la unidad habitacional Secsa II, con apenas ochenta casas, donde vive Yamilet y su familia, el sábado 28 de octubre, a cuatro días del huracán Otis, además de limpiar los escombros, han sacado una parrilla al estacionamiento y con la madera de los árboles caídos encienden una fogata en la que preparan el desayuno para varias familias. José, el vecino de la esquina, trata de encender la lumbre. Él ha enviado a su hija y esposa, lejos de Acapulco, con familiares y se ha quedado a cuidar la casa. María de los Santos, la mamá de Yamilet, saca de su despensa un paquete de huevos, son los últimos de la alacena. Mónica, la de al lado, trae queso. Varios aportan otros alimentos perecederos que temen se echen a perder en los refrigeradores que se quedaron sin luz. Así han sobrevivido durante días, actuando en comunidad.

Aún les preocupa la falta de agua, medicamentos y atención para los enfermos, y otras circunstancias que están más allá de sus manos. “Empieza a levantarse el polvo y nos vamos a enfermar, son heces fecales. Hacemos lo que podemos, nos ayudamos entre vecinos, tratamos de estar apoyándonos, pero pues sí hay cosas que nos sobrepasan demasiado”, dice Yamilet.

Son estas pequeñas iniciativas de organización vecinal las que dentro de la catástrofe aportan luz a los habitantes de una ciudad devastada.

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Fotografía de José Luis González/REUTERS. Se ven escombros y embarcaciones dañadas después del huracán Otis, en Acapulco, México, 1 de noviembre de 2023.

Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

Las voces de Acapulco. Los días después del desastre

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El huracán Otis golpeó al famoso puerto turístico de Acapulco y lo devastó como ningún otro fenómeno meteorológico en su historia. Sus colonias y fraccionamientos quedaron aislados y devastados, a la sola merced de sus habitantes. A este colapso se agregó la falta de prevención de desastres, la tardía reacción de gobiernos en los tres niveles ante la emergencia y la prevalencia de un contrato social roto por la inseguridad. Estas son las voces de Acapulco que narran los días subsiguientes al desastre.

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Acapulco, ciudad costera del estado de Guerrero, el primer y más reconocido destino turístico en el Pacífico mexicano, amaneció sin luz e incomunicada. Era el miércoles 25 de octubre y las primeras imágenes difundidas por las redes sociales mostraban, a cuentagotas, varios puntos de la Avenida Costera Miguel Alemán con árboles y palmeras, postes y espectaculares, derribados todos, así como edificios desnudados, convertidos en esqueletos por la fuerza del viento. En esta circunstancia está la ciudad entera, centro y periferias, no hay zona que no esté devastada. En esas primeras horas, nadie dimensionaba el nivel de destrucción provocado por el huracán Otis, durante la madrugada, que rompió el récord histórico de intensificación en México: en casi doce horas pasó de tormenta tropical a huracán de categoría cinco.

Un día antes, a las 19:00 horas del martes 24 de octubre, Yamilet Lara, una joven en sus treinta, habitante de Secsa II, una unidad habitacional de clase trabajadora que se ubica en la zona Diamante, reconocida por los desarrollos lujosos, se presentó a una cita programada en la estética. “Nos vamos a casar y teníamos las fechas para las fotos de preboda. Me fui a poner uñas porque dije, bueno, voy a arreglarme”, recuerda. Había acomodado toda la semana en torno a la sesión fotográfica, que sería el viernes en el municipio de Chilapa de Álvarez, en sus campos de flor de cempasúchil y terciopelo de esta temporada. Yamilet había escuchado que un huracán tocaría Acapulco por la noche y que sería de una categoría menor. Aunque, en realidad, desde las 18:00 horas, el Centro Nacional de Huracanes estadounidense y la Comisión Nacional de Agua habían anunciado el repentino incremento de Otis a categoría cuatro, calificándolo de “extremadamente peligroso” y anticipando que podría llegar a la categoría de riesgo máximo. “Nos confiamos mucho, la verdad, ese fue el error, nos confiamos demasiado”.

A veinte kilómetros, en el extremo norte de la bahía de Acapulco, internado en el mar, en una zona náutica conocida como La Aguada, Marlon Valdez, un marinero de veinticuatro años, velaba una de las embarcaciones de renta de la empresa para la que trabajaba. El dueño le había pedido que se encargara de cuidarla durante la tormenta, como capitán, junto a otro muchacho que fungió como marinero. Él y quienes estaban en el mar sí sabían lo que venía. “Es una tarea de años que considero que está mal, que es de cajón, no es de que si quieres o no. Tú, como marinero, es la obligación y la responsabilidad de cuidar tu embarcación y hundirte con ella”, dice. Esa noche, calcula que había casi cuarenta barcos solo en La Aguada y, por cada embarcación, de dos y hasta seis tripulantes para la vela. Pero en Acapulco hay más sectores donde se estacionan las embarcaciones: en el club de yates, en la marina, en la marina de Santa Lucía, en el club Performance, en Puerto Marques, en Las Boyas. Había miles de personas en el mar esa noche.

De regreso, al otro extremo de Acapulco, Yamilet salió de la estética a las 22:00 horas. Empezaba a llover y se escuchaban los ventarrones, la calle estaba sola, no había transporte, así que Yamilet se ofreció a llevar a la empleada de la estética a su casa. Poco después llegó a la suya, en donde estaban su mamá, María de los Santos, y su próximo esposo, Andrés. La lluvia continuaba y a las 23:00 se fue la luz. Platicaban con tranquilidad de los huracanes anteriores, de lo que habían vivido con Ingrid y Manuel en 2013, y con Paulina en 1997, de las diferencias entre uno y otro. “Estábamos platicando del Paulina, tratando de hacer ameno el silencio”, dice Yamilet. Abrieron las ventanas del segundo piso para que la presión del aire no las rompiera. “De repente, como a las 23:30, empiezan los ventarrones, empezaron, ya de verdad era imposible estar cerca de las ventanas.” La casa vibraba, se estremecía. Yamilet y Andrés decidieron resguardarse en el vestidor, María de los Santos se quedó con las mascotas en una habitación del primer piso.

En el mar, el huracán Otis entraba. Colocaron los fenders, unos globos que usan para evitar los golpes con otras embarcaciones. Los barcos eran arrastrados. Marlon prendió el motor y trató de avanzar a contracorriente. “De las 24:00 en adelante ya vi que estaba un poco fuera de nuestras manos”. Los cabos de otros barcos comenzaron a soltarse y uno golpeó el suyo, rompiendo el casco. Comenzó a hundirse. “Le marqué al dueño del barco para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala la altura del pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’. Me dijo: ‘¡corta los cabos y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’. Fue todo. Dije: ok. Colgué y seguí”. Pero era inevitable, Marlon y su marinero tuvieron que saltar al mar embravecido.

“Le marqué al dueño para decirle que ya no podía salvarlo. Le marqué con el agua aquí”, dice y señala el pecho. “Me dijo: ‘¡corta los cabos que se están golpeando!’, ‘¡corta y trata’, ‘si ves que ya no puedes, brinca, pero aguanta, por favor!’”.

No sabían en qué punto estaban. No tenían visibilidad, flotaban como podían entre escombros y diésel. Un objeto hirió al marinero. “Lo único que le decía era, ‘cúbrete la nuca y respira’ porque las olas nos hundían, nos iban revolcando”. Lograron agarrarse de algo que flotaba y se mantuvieron ahí hasta que escucharon el motor de otra embarcación, que estaba a unos diez metros de distancia. Marlon decidió tratar de alcanzarla. “Como yo traía a mi marinero, mi objetivo era llegar con él, siempre fue llegar con él. Cuando nos tiramos yo le dije, ‘si tú te quieres morir, yo no’, dije, ‘cuídame porque yo te voy a cuidar’, y él entendió, trató de nadar.” Llegaron. Marlon gritó por auxilio y, con ayuda de quienes estaban en ese barco, ambos subieron.

A la madrugada, la puerta que daba al balcón, en casa de Yamilet, explotó. “Fue el momento más impactante. Mi esposo y yo tenemos treinta años. Nuestra casa, pues, nos ha costado mucho. Es nuestra casita, nuestra primera casita y ojalá no sea la última, nuestro refugio, para nuestros animales, fue muy difícil de ver cómo todo se caía”. El viento volaba los objetos como en una licuadora. Hasta las 3:00 el aire bajó de intensidad y pudieron salir a la calle. Pronto comenzaron a auxiliar a los vecinos: árboles caídos que dejaron a unos atrapados dentro de su casa, el agua hasta el fondo que se les metió a la casa de otros. “Salimos y nos dimos cuenta de que todo estaba destruido, fue muy difícil procesar las imágenes, porque la noche anterior estaba todo bien, hace cinco horas estaba todo bien, y ahorita todo destruido”. Cuando llegó el amanecer, fue aún más impresionante ver el paisaje detrás de su casa, pegada a un manglar: donde antes había un amate y un terreno de vegetación frondosa, ahora había un llano. “Nos íbamos a casar el 2 de noviembre del año siguiente, pero pues por los gastos y eso yo creo que ya no se va a hacer”.

A la luz del día, Marlon ayudó a sus rescatistas a llevar el barco a un muelle. “Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. Eran las 7:00 horas, en tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.

Las primeras cifras

Los daños por el huracán Otis son incalculables. Hasta la noche del 31 de octubre, una semana después del desastre, las cifras preliminares de la Fiscalía General del Estado de Guerrero acumulaban 46 personas fallecidas y 58 desaparecidas. Un primer censo del Centro Logístico de Comando registró 604 embarcaciones desaparecidas. Y en una reunión de empresarios con representantes del gobierno, se habló de al menos doscientos marinos y capitanes no localizados.

El programa de observación satelital Copernicus detectó edificios dañados y destruidos en 7 321 hectáreas urbanizadas y 79 kilómetros de carreteras en el municipio de Acapulco por el huracán Otis. El impacto en la primera franja de tierra, donde está la zona hotelera, fue brutal. En los mapas satelitales las afectaciones más graves son evidentes en zonas altas de la bahía —un área conocida como anfiteatro—, donde se concentra 63% de los daños en construcciones de colonias populares de clase media baja y baja. Se estima que 71% de la población del municipio está potencialmente afectada, sin considerar la población flotante del área turística.

Por su parte, el sector privado ha calculado que 81% de la infraestructura afectada son viviendas, lo que implicará al menos dos años de trabajos de reconstrucción.

“Estaba preocupado por otra embarcación, donde estaba mi mejor amigo, que es como mi hermano. Ya cuando salí de ahí fui a reconocer cuerpos para ver si no estaba muerto”. En tierra contó siete cuerpos sobre el muelle. “[Eran] personas que conocía, que había saludado antes”.
La gente camina junto a escombros y árboles dañados después del huracán Otis, en Acapulco, México, 29 de octubre de 2023. Fotografía de Quetzalli Nicte / Reuters.

Una ciudad fantasma

“Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Por ejemplo, si yo tengo ventanas, te mando a hacer con tablaroca, cerrado, para prevenir todo eso. Pero como aquí es una ciudad que nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. Sí sabíamos más o menos la dimensión del problema que venía, pero no estábamos preparados para recibirlo”, dice Javier, un policía de Seguridad Pública del municipio que ha estado realizando recorridos hasta donde su patrulla ha podido pasar. “Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’ y es cierto, le digo que una película de esas de ciudad fantasma queda corta”.

Es el tercer día después del desastre, el viernes 27 de octubre por la mañana. Karla Santana, de veinticinco años, lleva en sus manos una lista de los empleados que se han presentado a trabajar. Está en la entrada de servicio del hotel Playa Suites, en un callejón de la zona turística. Ella trabaja en el área de Recursos Humanos, cuenta que la noche del huracán Otis estaban hospedados ahí una centena de turistas. Al amanecer, algunos fueron llevados a los albergues porque 97% de las habitaciones quedaron inhabitables, las piezas de la planta generadora de luz volaron y no contaban con alimentos suficientes en el almacén. Karla menciona que dejaron a los huéspedes en refugios de la colonia Farallón, del colegio La Salle, en la garita de la iglesia. Pero allí tampoco tenían condiciones para recibirlos, ni luz ni víveres, y varios regresaron al Playa Suites.

Karla vive en la periferia de Acapulco, en la colonia Luis Donaldo Colosio, una de las más afectadas, donde los afluentes de la Laguna de Tres Palos inundaron calles y casas y sus habitantes han sido quienes despejaron los caminos de escombros después del impacto de Otis. Pero ella no pudo estar ahí. Todo el miércoles se quedó atendiendo la emergencia en el Playa Suites y fue hasta la noche que caminó nueve kilómetros de subidas y bajadas hasta llegar a casa. “Nada más fui a ver a mi perro y a ver qué había pasado y me regresé”, dice. Volvió porque tiene un compromiso con su labor y con sus compañeros de trabajo, no por obligación. Desde entonces se dedicó a atender a los huéspedes que quedaban, que comenzaron a ser evacuados hasta el jueves por la noche en viajes humanitarios de autobús hasta la Ciudad de México. Hoy toma lista de los empleados que se han presentado, hasta este viernes dice que no saben nada del 60%, esto es cerca de 180 personas.

"Tengo 51 años y nunca en mi vida habíamos vivido esto. Hay ciudades que les pegan los ciclones, huracanes, tornados, y ya se preparan, tienen esa experiencia. Pero como aquí nunca nos había pegado [un huracán] así, nadie se esperó esto. No estábamos preparados para recibirlo”.

Del otro lado de la Avenida Costera, algunos empleados de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) se concentran en el Hotel Hacienda María Eugenia. Están echando a andar una planta de luz para instalar ahí un campamento para los trabajadores de la CFE. Llegaron a Acapulco desde el día uno, provenientes de varios estados de la República, pero recién están adaptando el lugar para descansar después de sus jornadas.

Otros que buscan dónde instalar su campamento es un grupo de la Guardia Nacional. En el edificio Nautilus, hablan con Edgar Badillo, el vigilante. Le preguntan por el administrador. Edgar les explica que ha estado ahí desde el huracán Otis, auxiliando a dos familias que se encontraban en los condominios, encargándose de la seguridad. Los soldados le dicen que están buscando donde instalarse y preguntan por las condiciones del edificio. “Es pérdida total”, responde, y los invita a verlo por ellos mismos. Entran al lobby y a recorren los primeros pisos, entre escombros. “Si logran limpiar al menos tendrán una planta de luz, si consiguen diésel para echarla a andar”.

El servicio eléctrico se interrumpió afectando a 513 524 usuarios, de los cuales 284 670 pertenecen al municipio de Acapulco. Al día siguiente del desastre por el huracán Otis, 1 320 electricistas se desplegaron para hacer frente a la emergencia; para el 27 de octubre se informó que ya eran 1 689 empleados abocados a las reparaciones. Hasta el 28, por la noche, esto fue evidente solo en la bahía principal donde está la zona naval militar. El resto de la ciudad y sus colonias permanecieron sin electricidad y en penumbras. Para el 31 de octubre, eran 2 900 electricistas en campo y 55% de los servicios quedaban restaurados en Acapulco. Pero al menos 156 000 usuarios seguían afectados.

Fueron noches en las que la caída del sol significó un toque de queda tácito. En las colonias del anfiteatro y en las periferias, durante el día las personas recorrían las calles andando a pie con relativa tranquilidad, pero la inseguridad llegaba con los atardeceres anaranjados de la costa del Pacífico. La recomendación general: resguárdense, no circulen de noche. A través de las ventanas sin vidrios y paredes derruidas se alcanzaban a ver las luces de velas y lámparas que anunciaban que alguien aún habitaba dentro. En los días posteriores al huracán, una luna llena y luminosa fungió sobre el puerto de Acapulco como el único faro.

"Todas las colonias ni una se salvó. Tengo conocidos para allá, para las periferias, que el agua les llegó aquí [y señala hasta la cintura]. Mi mamá está en Estados Unidos. Dice que allá, todo mundo está así de que ‘Acapulco se perdió’".
Se ven escombros y embarcaciones dañadas tras el huracán Otis, en Acapulco, México, el 1 de noviembre de 2023. Fotografía de Jose Luis Gonzalez / Reuters. Las voces de Acapulco, luego del huracán Otis.

Reconectar la ciudad

Del servicio eléctrico depende el abastecimiento del agua potable, los servicios de telecomunicaciones, la refrigeración de alimentos perecederos, los sistemas de vigilancia y de aire acondicionado de una ciudad como Acapulco. Una población de 779 566 habitantes puede soportar tres días de calor, pero no de incomunicación después de un desastre natural.

Tres días después del huracán Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos. Fuera de Acapulco se crearon grupos de WhatsApp para compartir información e intentar localizar a quienes estaban dentro, que se preguntaban qué sabía el resto del mundo sobre lo que estaban viviendo. Como si se tratara de una fila para recibir una despensa, hay quienes se forman durante horas para cargar sus celulares en las plantas de luz de las televisoras, que estaban ahí cubriendo el desastre, con el objetivo de intentar enviar señales de vida a familiares. En la plaza del centro, mientras esperan su turno para conectar su teléfono a una de estas plantas, un joven, que dijo vivir detrás del Ayuntamiento, y Teresa Reyes, una mujer mayor, vecina del centro, platican. Ni él ni Teresa tiene agua para beber, ni siquiera para bañarse, han estado consiguiendo alimentos por donde pueden, pero en este momento su prioridad es cargar el celular y deciden hacer la fila, que les llevará horas.

—Ojalá que le llegue [el mensaje], porque no hay paso para allá, no se puede llegar. Le vamos a hablar a un vecino, a ver si se pueden comunicar— dice Teresa, quien explica que quiere avisar a sus hermanos y sobrinos que está bien. Unos están en la colonia El Coloso, de Acapulco; otros en San Diego, California.

Tres días después de Otis, hay acapulqueños que no saben nada del exterior y en el exterior no han podido saber mucho de ellos, salvo la generalidad de lo que transmiten las noticias.  La desconexión telefónica y de internet provocaron desinformación y caos.

Durante tres días la mayoría de los caminos han estado bloqueados y los servicios de transporte públicos suspendidos. Entrar o salir de una zona a otra implica caminar por horas y atravesar calles bloqueadas por escombros, postes caídos sostenidos como con alfileres y cables enmarañados, árboles arrancados de raíz, vehículos volteados llantas arriba e infinidad de objetos arrastrados por la fuerza del viento. La ciudad se fracturó en zonas aisladas, una de la otra; no se puede llegar del interior a la costa y viceversa. De modo que habitantes de colonias populares quedaron a su suerte: lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia dinámica de devastación.

—En [el huracán] Paulina eran casetas telefónicas, uno tenía que estar, “oye, te acaban de marcar de aquí”. Ahorita mínimo cada uno tiene comunicación independiente. Pero, aun así, está imposible— recuerda el joven.
—Lo único que queremos es que sepan que estamos bien. Porque de lo que les están diciendo, lo que se está corriendo en las noticias, nosotros no sabemos, no tenemos comunicación, no tenemos el celular, no podemos ver nada, así que no podemos ni enterarnos de lo que dicen.

Un día después, el sábado 28 de octubre, en la zona Diamante, sobre el puente vehicular de Boulevard de las Naciones, decenas de personas llegan desde muy temprano para intentar comunicarse con el exterior. Se corrió la voz de que, en este lugar, agarra mejor la señal telefónica. La gente alza sus celulares hacia el cielo, esperando cacharla. Citlali Tenorio y Gabriel Galindo, residentes del fraccionamiento Las Gaviotas, de clase media, han logrado comunicarse con un familiar al que le enumeran una lista de víveres: alimentos no perecederos, agua, algunos medicamentos, químico para limpiar el agua de la alberca, dinero en efectivo. Estaban preparados para el huracán, tenían lámparas, enlatados, cosas que se sugiere tener en caso de emergencia. Pero solo les quedan alimentos para tres días más, los han estado compartiendo con sus vecinos. Además, son administradores de condominios, necesitan el efectivo para pagar a sus trabajadores.

—No es para tenerlo embolsado y guardarlo, no, [es] porque hay gente depende de nosotros ahorita—dice Gabriel.
—Ayer que nos comunicamos con mi hijo, para avisarles que estábamos bien, nos comentó que la ayuda está nada más en la Costera, que era la que estaba dañada y dijimos, y ¿nosotros?— se pregunta Citlali.
—La ayuda está muy lenta —añade Gabriel y recuerda otra experiencia inmediata.

En 2013, los huracanes Ingrid y Manuel que significaron uno de los desastres más destructivos de la historia del país.

—Al otro día, ya estaba instalado el albergue. Empezaron a sacar a la gente de aquí porque subió el agua dos metros. Ya estaba la comida […]. Y ahorita no hay nada, o sea el ejército está pero, ¿en dónde? Aquí en esta zona tú puedes ir a dar un recorrido en vehículo, no vas a ver un campamento militar de ayuda, de alimentación. No hay nada […]. La vez pasada, con el Manuel, quince días tardó en reconectarse la luz, pero no se destruyó tanto.
—Y ahorita tardó mucho en llegar la ayuda— insiste Citlali.
—[Aquella vez] también llegaron militares, resguardaron las tiendas y [se] estuvo vendiendo productos.
—Ahora es cuídate y sálvese quien pueda. Sí es deplorable ver que han saqueado todo, independientemente del daño que causó el huracán.
—No ha llegado ninguna comitiva, ningún camión que pudiera venirse para acá con una comida comunitaria o con ayuda, con despensa, no hay nada, nada— remata Gabriel.

En el puente se forma una doble fila de vehículos que brincan el camellón para circular en sentido contrario porque, en los carriles laterales, hay una enorme ceiba obstruyendo el paso. Hacia la playa, donde se alzan los edificios de departamentos de lujo, la Avenida Costera de las Palmas está desierta.

La ciudad se fracturó en zonas aisladas. Lo mismo se escucha en El Coloso, La Sabana, Renacimiento y Emiliano Zapata, a la salida de la autopista a Chilpancingo; como en Puerto Marqués y Playa Diamante, al sur; y Pie de la Cuesta, al norte. Cada zona vivió su propia devastación.
Familiares del difunto José Ramiro Castro García, quien murió durante el huracán Otis mientras trabajaba a bordo de un barco, caminan por el cementerio de El Palmar, en Acapulco, México, el 3 de noviembre de 2023. Fotografía de José Luis González / Reuters. Las voces de Acapulco por el huracán Otis.

Guardias creadas por acapulqueños

Los saqueos a comercios y el desabasto de víveres iniciaron a la mañana siguiente al desastre, a lo largo de todo Acapulco, y en algunas zonas se prolongaron hasta el primer fin de semana. La mañana del viernes 27 de octubre, en la zona costera, una joven que prefiere no dar su nombre, del servicio de vigilancia del centro comercial Galerías Diana, mira sin poder actuar. Ve cómo se llevan todo tipo de productos de la tienda departamental Liverpool, y otros establecimientos, ante la presencia de dos elementos de la Guardia Nacional, quienes tampoco intervienen. Cuenta que ha visto cómo en su colonia, Balcones al Mar, hacia Pie de la Cuesta, saquearon el Soriana y los Oxxos de Jardín Palmas. “Andaba ahí un pequeño grupo de gente de mafia, ahí cuidando esa gente. Tú te interpones nomás y ¡pam! Un balazo te va a callar”.

Al igual que esta vigilante, otros testimonios señalan a grupos del crimen organizado que llegan preparados con herramientas a llevarse el dinero de cajeros automáticos y cajas de seguridad de los negocios, que incitaban a la población a continuar el saqueo del resto de los productos y se perdían entre la multitud. “Parecían acciones organizadas, planeadas, no gentes improvisadas”, agrega un habitante del centro.

Esa noche, el camino de entrada y salida al puerto, límite de las colonias Renacimiento y Zapata, donde se encuentran las bodegas de la Central de Abastos de Acapulco, colapsó debido al caos provocado por multitudes que iban y venían cargando productos. Entre la gente que se llevaba lo que podía con sus manos, destacaban grupos coordinados, se movían juntos, cuidándose unos a otros de no ser fotografiados o grabados con un celular, iban a pie, en camionetas y escoltados por motocicletas. Los pocos elementos del ejército y de la Guardia Nacional que estaban en el lugar se limitaban a intentar liberar el tránsito vehicular.

La destrucción de edificios, incluidos los comercios, el desabasto de alimentos y un retardo en la ayuda humanitaria provocó que muchas familias salieran a buscar alimentos y gasolina, cuando ya no existía orden ni control para las ventas. “Fuimos a buscar víveres, la verdad, para sobrevivir porque ya no teníamos nada. A buscar arroz, frijol, lo necesario. No tenemos refri, teníamos carne de antes, pero pues ya no tenemos nada de luz y nos daba miedo que, pues, nos hiciera mal la carne”, cuenta un habitante de la colonia popular Leonardo Rodríguez Alcaine. En las gasolineras de la costera, las personas hacían fila para llenar galones por su cuenta.

Con el paso de los días, el temor de que proliferara la inseguridad provocó la organización de vecinos en varias partes de la ciudad. En la calle Sinaloa, de la colonia Progreso, el fotógrafo Daniel Ojeda documentó cómo los vecinos, con machetes y bates, montaban barricadas y brigadas de vigilancia nocturnas, para evitar robos a sus hogares. Con lavadoras, láminas y tinacos que el huracán Otis arrastró, bloqueaban la entrada a la calle y, por la noche, encendían fogatas alrededor de las que montaban la guardia.

Lo mismo sucedió en la calle Del Espanto, en la colonia Hornos Insurgentes. Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: están pendientes unos de las necesidades de otros, también fueron ellos mismos quieres liberaron la calle para dar paso a los vehículos, cortando árboles caídos con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias de vigilancia para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia. “El otro día vi a uno que anda por ahí, conocido pues, ya llevaba una bici chiquita, de niño, de la casa de la vecina, y que le grito, ‘¡Oye, eso no es tuyo, me lo dejas ahí! ¡Aquí entre vecinos nos estamos cuidando!’”. Estas guardias también las han hecho en su negocio, un local de ropa en la Avenida Universidad. Paloma, su hermana y su cuñado se turnan la vigilancia del comercio, pasan el día sentados en un viejo Volkswagen. A la par que cuidan su inversión que no quieren perder, echan un ojo a los negocios vecinos. Mientras platican, en la acera de enfrente un grupo de personas se han metido al local de una purificadora de agua y cargan una camioneta con garrafones. “Bueno, es agua, eso sí es algo que lo necesita la gente”, espeta.

En la calle Del Espanto, Paloma, una de las vecinas, cuenta que desde el principio se organizaron: liberaron la calle, cortando árboles con machete, acarreando losas, láminas, tinacos, cargándolos entre varios. Realizan guardias para proveerse seguridad, se van turnando por horarios, por familia.

El desastre natural solo ha incrementado la inseguridad habitual de una ciudad que es considerada una de las más peligrosas del mundo. La última estadística pública sobre la percepción de la inseguridad en Acapulco mostró un alza de 67% a 76%, de marzo a junio de 2023.

A unos metros, en la Plaza Universidad, todos los locales habían sufrido algún daño por el desastre natural: vidrios rotos, destrozos causados por la fuerza del viento. Pero uno de ellos, Novias Sparks, de vestidos de novias, logró pasar el huracán Otis intacto hasta el sábado por la noche, cuando fue saqueado. Desde entonces, la dueña está también custodiando la entrada, en chanclas y short, inamovible. A la esquina, en otra plaza comercial de la Avenida Cuauhtémoc, otro grupo de pequeños locatarios ha depositado la seguridad a una familia que tiene una barbería, ellos dejaron su casa y están durmiendo en el local, montando guardias desde el día uno.

En apoyo a la emergencia, la Secretaría de la Defensa Nacional informó que, al 31 de octubre, se desplegaron 11 500 miembros del Ejército, Fuerza Aérea y Guardia Nacional para la distribución de despensas, agua potable, servicio de comedores, cocinas comunitarias, limpieza de caminos. En específico, son cinco mil miembros de la Guardia Nacional para “el control de las vías de comunicación” que proveen seguridad a 74 estaciones gasolineras, cuatro bodegas y veinte centros comerciales. Pero en esta zona, a unas cuadras de la Avenida Costera Miguel Alemán, como en todo Acapulco, fueron los vecinos y locatarios los primeros en reaccionar.

En la unidad habitacional Secsa II, con apenas ochenta casas, donde vive Yamilet y su familia, el sábado 28 de octubre, a cuatro días del huracán Otis, además de limpiar los escombros, han sacado una parrilla al estacionamiento y con la madera de los árboles caídos encienden una fogata en la que preparan el desayuno para varias familias. José, el vecino de la esquina, trata de encender la lumbre. Él ha enviado a su hija y esposa, lejos de Acapulco, con familiares y se ha quedado a cuidar la casa. María de los Santos, la mamá de Yamilet, saca de su despensa un paquete de huevos, son los últimos de la alacena. Mónica, la de al lado, trae queso. Varios aportan otros alimentos perecederos que temen se echen a perder en los refrigeradores que se quedaron sin luz. Así han sobrevivido durante días, actuando en comunidad.

Aún les preocupa la falta de agua, medicamentos y atención para los enfermos, y otras circunstancias que están más allá de sus manos. “Empieza a levantarse el polvo y nos vamos a enfermar, son heces fecales. Hacemos lo que podemos, nos ayudamos entre vecinos, tratamos de estar apoyándonos, pero pues sí hay cosas que nos sobrepasan demasiado”, dice Yamilet.

Son estas pequeñas iniciativas de organización vecinal las que dentro de la catástrofe aportan luz a los habitantes de una ciudad devastada.

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