La noche de los caballos: el rescate equino más grande de América del Sur
Diego Fernández Romeral
Fotografía de Anita Pouchard Serra
En 2019, más de setecientos caballos abandonados, desnutridos, agusanados, a punto de morir, fueron hallados en un campo de la provincia de Buenos Aires. El rescate de caballos más grande de América Latina dio lugar a un juicio que sería un hito en el derecho animal. La investigación descubrió una trama de mafias, hurto de ganado y exportaciones millonarias. Este reportaje es finalista del Premio Gabo 2024, en las categorías de Fotografía y Texto.
Desde el camino de tierra se alcanza a ver la hilera de cadáveres. Es una mañana helada, por debajo de los 7 °C. Las costillas les atraviesan la piel. Al menos ocho caballos muertos que llevan días ahí, pudriéndose cerca del alambrado. La escarcha adherida a sus lomos y al pasto reseco. En los estómagos abiertos por las aves de rapiña crece una oscuridad cavernosa. La bruma esconde el resto del campo, que se adivina inmenso. Detrás de árboles sin hojas aparecen y desaparecen caballos que son un puñado de huesos. Fantasmas entre la niebla.
Una mujer se acerca hacia la pesada cerca de madera. Es una empleada municipal del partido de Ezeiza, un territorio boscoso al sur del Gran Buenos Aires que se ramifica alrededor del aeropuerto más grande y moderno de Argentina. Llegó hasta ese camino de tierra por una llamada hecha desde La Providencia Resort & Country Club, un inmenso barrio privado. “Hay un olor nauseabundo en el aire”, le dijeron. Una angosta y profunda zanja es lo único que separa el campo de ese country, un feudo amurallado con canchas de tenis y dos lagos artificiales, donde las casas se venden por un millón de dólares. Tres jinetes la detienen antes de que empuje la cerca. No deben tener más de veinte años. “Este campo es de Onorato”, dicen. De sus mochilas asoman herramientas y machetes.
Es la mañana del 21 de agosto de 2019 y esa mujer, que escapa hacia la ruta, hace un llamado desde su teléfono celular: “Si me quedo, me matan. No sé qué hacen ahí adentro… Voy a dar tu nombre”. Al día siguiente, el camino de tierra es un hervidero de funcionarios, policías, gendarmes, periodistas, voluntarios de oenegés. Los helicópteros sobrevuelan la zona y las imágenes se filtran a la prensa. Manadas de caballos hambrientos caminan pisando esqueletos hundidos en el barro. El campo atravesado por un arroyo de cuerpos.
La cerca de madera se abre para el allanamiento judicial: un equipo de fiscales y veterinarios ingresa al campo. Caminan sobre lo que va a convertirse en la caída del clan de cuatreros —como se llama a los ladrones de ganado— más peligroso de Argentina. Una megacausa de maltrato animal sin precedentes en América Latina. Los despojos de un negocio millonario que conecta los barrios más empobrecidos del conurbano bonaerense con las principales empresas distribuidoras de carne de Europa. Cuatrocientas sesenta hectáreas que los medios van a llamar “el Campo del Horror”.
Al menos ocho caballos muertos que llevan días ahí, pudriéndose cerca del alambrado. En los estómagos abiertos por las aves de rapiña crece una oscuridad cavernosa. La bruma esconde el resto del campo, que se adivina inmenso. Detrás de árboles sin hojas aparecen y desaparecen caballos que son un puñado de huesos. Fantasmas entre la niebla.
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—Vas a pasar por una escuelita que te obliga a bajar la velocidad. Después aparece una curva y se abre un camino de tierra, que lo vas a reconocer porque hay un pino con la copa quemada. Ahí ya no vas a tener señal… Parece una secuencia mafiosa, ¿no?
La voz de Florencia Sampietro es la de una princesa endurecida. Al teléfono, sus palabras delicadas se van agolpando, se vuelven bruscas, hasta que se disuelven en una risa contenida. Tiene 34 años y es la presidenta del Centro de Rescate y Rehabilitación Equino (CRRE), una de las diez oenegés argentinas reconocidas por el Estado que se dedican a recuperar y cuidar caballos maltratados y abandonados. Las coordenadas llevan hacia un campo escondido en Magdalena, al este de la provincia de Buenos Aires, el viejo corazón de lo que alguna vez fue “el granero del mundo”. Lo que ahora crece en esta tierra húmeda y fértil, dirá Sampietro, es el cuatrerismo.
Es una mañana fría de mayo de 2023 y la ruta se interna en campo abierto. La escuela y el pino quemado aparecen solitarios, detenidos en el silencio rural. El camino de tierra está despejado. Unos siete kilómetros después se alcanza una cerca, de la que cuelga un cartel de madera tallada: “CRRE. Hospital y refugio de equinos descartados y abandonados”. Adentro se agrupa un puñado de construcciones rodeadas de árboles: dos galpones, una casita de paredes blancas, boxes dentro de los cuales hay caballos con las patas y las cabezas vendadas. En un claro hay una yegua recostada, el lomo cubierto con una manta violeta y dos cinchas que la cruzan por debajo. Sampietro y uno de los veterinarios del CRRE tiran con fuerza. Pesa más de cuatrocientos kilos.
—Dale, Guapa. No te hagas la vaga —dice Sampietro. La yegua relincha, hace un esfuerzo y se incorpora—. A ella la dejaron paralítica de un golpe. Logramos que camine, pero tiene dos vértebras fusionadas y no se puede parar sola. Les hacen lo que te imagines. Recuperamos caballos que les prendieron fuego, que los cortaron con hachas, los dejaron ciegos de pegarles con látigos llenos de clavos, los apuñalaron, los violaron. Son material de descarte. Los roban, los usan hasta que ya no sirven y los venden al frigorífico.
El pelo rubio de Sampietro se vuelve casi traslúcido en las puntas. Lo lleva atado con una cola que de a poco se irá desarmando. Los ojos son del color del trigo. Está vestida con un chaleco amplio y gastado, calzas negras, los borceguíes cubiertos de pasto mojado. A cada rato suena su teléfono celular. En ese número, la oenegé recibe las denuncias de caballos maltratados, los pedidos de rescate, las fotos y ubicaciones de caballos tirados en la ruta.
—Acá los cuatreros existieron desde siempre. La diferencia es que ahora son mafias. Trabajan con funcionarios que blanquean los caballos robados, con policías y políticos que los encubren. Antes era gente que capaz se robaba un caballo y lo faenaba ahí nomás porque no tenía para comer. Ahora es un negocio de exportación.
Sampietro abre una cerca de madera con un cartel que dice “Terapia intermedia”. Es un terreno amplio donde hay unos veinte caballos pastando. Una inmensa yegua blanca se separa de la manada. Le falta una de las patas traseras. Tiene en su lugar una funda negra que le envuelve el muslo y un tubo metálico que apoya contra el piso. Por lo menos la mitad de la manada lleva una de esas prótesis. Cuando caminan, los tubos ascienden y descienden como pistones que disparan un ruido chirriante.
—Ella es Nevada —la acaricia Sampietro—. Fue una de las últimas que sacamos del Campo del Horror.
En la mañana del 21 de agosto de 2019, la empleada municipal de Ezeiza que escapó hacia la ruta realizó una denuncia ante la Policía de la Provincia de Buenos Aires: un campo con un olor nauseabundo y caballos muertos. En la base de datos a la que tenía acceso figuraban todas las proteccionistas de animales que trabajaban en la zona. Hizo la denuncia con la identidad de una de ellas: la de Florencia Sampietro. Así comenzó el rescate de caballos más grande de América Latina.
«A ella la dejaron paralítica de un golpe. Logramos que camine, pero tiene dos vértebras fusionadas y no se puede parar sola. Les hacen lo que te imagines. Recuperamos caballos que les prendieron fuego, que los cortaron con hachas, los dejaron ciegos de pegarles con látigos llenos de clavos, los apuñalaron».
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Desde 2007, Argentina es el principal exportador de carne de caballo del mundo. El nuevo rey de un mercado que mueve quinientos millones de dólares al año, equivalente al patrimonio que le dejó Isabel II a la familia real británica. Fue un ascenso vertiginoso, en el que superó las marcas históricas de Mongolia, un país con más caballos que ciudadanos, y Bélgica, que controlaba el comercio en Europa. Ahora los principales importadores del mundo —Francia, Suiza, Rusia y Japón— se alimentan de la producción argentina. Un negocio de sesenta mil toneladas de carne anuales que crece sobre un enigma: en Argentina está prohibida la cría de caballos para el consumo humano.
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—El campo era tierra de nadie. Sin pasto. Sin agua. Los caballos caminaban zombis, llenos de parásitos, deshidratados. Encontrábamos potrillitos que trataban de tomar la teta de la madre muerta. El único arroyo que había estaba contaminado. Era una sensación constante de caos, de desborde absoluto.
Andrea López es una abogada de 38 años especializada en Derecho Animal. Una mujer delgada y pequeña, de ojos pardos y voz chispeante. Sentada en la terraza del edificio donde vive, en una nublada tarde de junio, enrolla un cigarrillo de tabaco y se acomoda el pelo negro en un rodete. Trabaja junto al CRRE en causas de maltrato animal desde marzo de 2017 y fue una de las primeras en entrar al Campo del Horror. Junto a Florencia Sampietro sacaron fotos y registraron a más de setecientos caballos: sesenta ya estaban muertos, más de 150 agonizaban. Al día siguiente, casi la mitad de los caballos que seguían con vida habían desaparecido.
—La policía nos dejó con un solo patrullero en ese campo inmenso, que no te alcanzaba un día entero para recorrerlo —dice López—. A la noche los cuatreros cortaron los alambrados y se llevaron cientos de caballos. Cada noche escuchábamos relinchar a los que se llevaban.
Durante los primeros días, una coalición de oenegés trabajó para asistir a los caballos enfermos y desnutridos. Consiguieron miles de fardos de pasto y alfalfa y decenas de piletas de lona para darles agua potable: un caballo consume, en promedio, diez kilos de forraje y cuarenta litros de agua por día. Se instalaron en una carpa en medio del campo. Levantaban con sogas a los caballos caídos, les limpiaban las heridas, los cubrían con mantas térmicas, les suministraban sueros, vitaminas, antibióticos. Construyeron un corral cerca de la entrada para protegerlos durante las noches. López era entrevistada en el horario central de la televisión argentina. Una placa en la pantalla decía: “El Campo del Horror. Cuatrocientos caballos desnutridos y abandonados”. Los periodistas le preguntaban: ¿qué establece la ley en un caso así?, ¿los animales son sujetos de derecho?, ¿quién está detrás de esto?
—La causa empezó a girar veinticuatro-siete. En términos judiciales, era lo mismo que tener un secuestro extorsivo masivo. Por la cantidad de víctimas y porque todos los minutos contaban para salvar esas vidas —explica López—. Pero nadie sabía qué hacer con esa cantidad de caballos. La fiscalía nos decía que no tenían adónde llevarlos y mucho menos recursos para alimentarlos. El Derecho Animal es una rama nueva, está lleno de zonas grises en la justicia. Al punto de que los mismos tipos que llevaron a los caballos a morirse de hambre aparecieron en el campo para reclamarlos.
Ahora los principales importadores del mundo —Francia, Suiza, Rusia y Japón— se alimentan de la producción argentina. Un negocio de sesenta mil toneladas de carne anuales que crece sobre un enigma: en Argentina está prohibida la cría de caballos para el consumo humano.
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En agosto de 1999 fue sancionada en Argentina la Ley 25.125, la cual establece que cada 20 de septiembre en el país se festeja el Día Nacional del Caballo, “a los efectos de celebrar la presencia y relevancia con que este animal acompañó a la organización histórica, económica y deportiva”, dice el artículo 1. La fecha elegida señala el final de lo que se consideró “la travesía del siglo”. El 20 de septiembre de 1928, el profesor y físico suizo Aimé Félix Tschiffely cubría la distancia entre Buenos Aires y Nueva York sobre el lomo de dos caballos criollos: Gato y Mancha. Durante más de tres años, recorrieron veintiún mil kilómetros y finalmente se pasearon junto al alcalde James Walker por la Quinta Avenida.
Los orígenes del caballo se rastrean hace sesenta millones de años. Su primer ancestro, un mamífero herbívoro del tamaño de una liebre —llamado Eohippus—, corría para defenderse de bestias y dinosaurios en lo que hoy es América del Norte. La dificultad para alimentarse hizo crecer su cuerpo y alcanzó las hojas de árboles más altos. Sus dedos se fueron transformando en cascos que le permitían huir más rápido. Durante cientos de miles de años, los caballos escaparon de lobos, tigres, linces y coyotes. Hace diez mil años cruzaron el estrecho de Bering y desaparecieron de América. Fueron perseguidos y cazados por el ser humano, que se alimentaba de ellos y se abrigaba con sus cueros, hasta que los pueblos nómades de Asia Central los domesticaron, hace cuatro mil años, cambiando el destino de la humanidad.
“En cierto sentido, la guerra fue creada por el caballo —escribió Ludovic Orlando, director del Centro de Antropología y Genética de Toulouse, en una extensa investigación sobre la domesticación del caballo publicada por la revista Science en octubre de 2021—. Resulta irónico que un animal tan dócil haya permitido el desarrollo de carros y caballería, sobre los que se levantaron imperios transcontinentales como el mongol, el romano y el persa”.
Tschiffely, fascinado por los caballos criollos que poblaban América tras la conquista europea, quería demostrar que eran los más fuertes y resistentes del planeta. Compró a Gato y Mancha en la Patagonia argentina y comenzó su largo viaje hacia Estados Unidos. Ochenta años después de aquella travesía, los esquivos pliegues de la historia iban a traicionarlo. La festividad a la que dio lugar su hazaña era el preámbulo de una larga cadena de atrocidades.
En octubre de 1999, a solo dos meses de los festejos por el primer Día Nacional del Caballo, un decreto del entonces presidente, Carlos Saúl Menem, habilitaba la faena irrestricta de caballos para consumo humano. “La prohibición de la matanza para faena de equinos […] constituye una traba para la expansión de la producción de la carne equina —señalaba el decreto—, cuyas exportaciones ocupan el segundo lugar en importancia dentro del conjunto de las carnes”.
En Argentina, hacía más de un siglo que estaba prohibida la faena de caballos. Ese animal que había permitido la independencia del continente, que formaba parte del mito de origen nacional —el gaucho errante que recorría la Pampa junto a su caballo—, que poblaba los relatos, las canciones, las pinturas, las estatuas, los manuales escolares, los almanaques y las calesitas del país, no se servía en la mesa.
Luego de una serie de movilizaciones organizadas por la Asociación para la Defensa de los Derechos del Animal —la primera oenegé del país que luchaba por el bienestar animal—, el Gobierno dio marcha atrás, pero solo con una parte del decreto. Desde ese momento, en Argentina está prohibida la cría de caballos para el consumo humano, pero es legal exportar su carne. Cuando el país se convirtió en el principal exportador de carne de caballo del mundo, la paradoja expuso el camino hacia el horror: ¿de dónde salen los caballos que terminan en el matadero?
Los orígenes del caballo se rastrean hace sesenta millones de años. Su primer ancestro, un mamífero herbívoro del tamaño de una liebre, corría para defenderse de bestias y dinosaurios en lo que hoy es América del Norte.
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No había pasado una semana del allanamiento cuando una camioneta 4 × 4 blanca se estacionó en el camino de tierra. El lugar estaba vigilado por un comando de la Superintendencia de Seguridad Rural de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, destinada a “prevenir y combatir los delitos de abigeato [robo de ganado], la caza furtiva, el hurto de agroquímicos y la pesca ilegal”, como se detalla en su página web. Dos hombres bajaron de la camioneta: uno era altísimo y de barba tupida; el otro, más pequeño, se cubría la cara con la visera de su gorra.
—Estos caballos son nuestros, nos los vamos a llevar —dijo el más alto.
—¿Son caballos robados? —preguntó el policía que hacía la guardia. —¿Vos sabés quién soy yo? Acá hay más de seiscientos caballos que son propiedad de mi papá. En esta zona tenemos más de cuatro mil.
—Los caballos están agonizando y se investiga si son robados —apuntó el policía.
—Lo que pasa es que en el invierno se vienen abajo y se mueren. Acá hay poco pasto, les estoy buscando un lugar mejor. Si quieren llévense algunos de los que se están muriendo —se defendió el hombre.
Se presentaron como Raulito y Jorgito Onorato. Dijeron que estaban ahí en representación de su padre, Raúl Onorato. Que en ese campo hacían acopio de caballos para venderlos al matadero. Que era un negocio legal y que algunas muertes estaban contempladas. Que su padre estaba registrado como acopiador en el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (Senasa), que regula la producción de alimentos en el país. Cuando el policía preguntó dónde estaba su padre, llamaron al abogado de la familia para saber qué debían responder. Raúl Onorato estaba preso.
Nacido el 30 de marzo de 1963, Raúl Onorato contaba con un copioso prontuario de delitos. En 1992 había sido detenido por lesiones en Lomas de Zamora, un inmenso partido al sur del Gran Buenos Aires, en el que se crio analfabeto y trabajó como cuidador de caballos en campos de hacendados. En 1994 fue acusado de robo doblemente agravado por lesiones. En 1996, por adulterar alimentos y medicamentos. En 2002, como jefe de una banda integrada por policías, funcionarios del Senasa y de la Municipalidad de Ezeiza, la cual se dedicaba a robar caballos de distintos haras —campos para la cría de animales— de la Policía de la Provincia de Buenos Aires. En noviembre de 2016, el Tribunal en lo Criminal N.º 3 de Mercedes, provincia de Buenos Aires, condenó a Onorato a cinco años y seis meses de prisión por “abigeato calificado y encubrimiento”. Durante la investigación se hicieron allanamientos en campos a su nombre en las localidades bonaerenses de Luis Guillón, Canning, Banfield, San Miguel, San Vicente y Monte Grande. La Superintendencia de Seguridad Rural secuestró un arsenal de armas de distintos calibres, municiones y centenares de caballos.
Raúl Onorato había levantado su imperio rural en el sur del Gran Buenos Aires. Cuando fue detenido, pagaba cincuenta dólares por caballo robado a bandas formadas en su mayoría por menores de edad. Luego “enfriaba” los caballos: los escondía en sus campos de acopio hasta que los dueños dejaran de buscarlos. Por último, pagaba coimas a funcionarios a cambio de los documentos que le permitían transportarlos y venderlos a los cuatro mataderos habilitados en la Argentina para exportar esa carne. Por cada caballo pagaban no menos de quinientos dólares. Cuando fue descubierto el Campo del Horror —uno de los tantos campos que manejaba—, los caballos que tenía acopiados le representaban una ganancia aproximada de trescientos mil dólares.
—En el momento que empezó la causa del Campo del Horror, a Onorato ya le habían dado la prisión domiciliaria. Digitaba la zona desde su casa. Descubrimos incluso que el campo no era suyo, era un terreno usurpado —dirá Andrea López—. El tipo tira los caballos y los deja que se reproduzcan durante meses y que se muera el que se muera. Total, cuando quiere manda a robar y arma el negocio de nuevo. En las autopsias se vio que la mayoría de los caballos se murieron de lo agusanados que estaban, y esa es la carne de exportación que se vende como gourmet en Europa.
“El tipo tira los caballos y los deja que se reproduzcan durante meses y que se muera el que se muera. En las autopsias se vio que la mayoría se murieron de lo agusanados que estaban, y esa es la carne que se vende como gourmet en Europa”.
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Cientos de vendas de colores cuelgan de los alambrados. Es una mañana soleada de junio y los voluntarios del CRRE aprovechan para secarlas: las heladas son constantes en esta zona. Unos treinta voluntarios cargan fardos de pasto y mezclan alfalfa y agua en tachos de plástico para los caballos que apenas pueden masticar. Su jornada empieza secando vendas y alimentando a los sesenta caballos que hoy viven en este campo escondido de casi cuarenta hectáreas.
—Nunca damos nuestra dirección. Casi todos los caballos refugiados que viven acá están judicializados —dice Naomi Majluf, una asistente veterinaria de veintiséis años, que coordina el equipo de adopciones del CRRE—. Fueron sacados a carreros o acopiadores por causas de maltrato animal. Y muchos se aparecieron acá para llevárselos. Tenemos que cuidarnos.
En un galpón de chapas y con olor a medicamentos está el área de terapia intensiva. Adentro hay dos boxes con malacates mecánicos —máquinas para sostener a los caballos de pie—, cientos de frascos en estantes y una larga pizarra blanca con el nombre de cada caballo y su tratamiento. Afuera del galpón hay ocho boxes de madera en los que duermen los caballos más viejos. Luego se extiende el campo de terapia intermedia, donde pastan y cabalgan los que están en la última etapa de recuperación. Los voluntarios se mueven, ordenados, entre las terapias: limpian prótesis, cambian el aserrín de los boxes, lavan a los caballos, les colocan gotas en los ojos, los vendan, les hacen fisioterapia. Detrás de los árboles que rodean las construcciones está el llamado Campo de Liberación, donde cabalga un puñado de caballos con prótesis en las patas.
—Ahí llegan los que ya pueden ser adoptados. Nosotros no funcionamos como santuario, los caballos no viven siempre acá —dice Majluf, que entró a la oenegé durante la causa del Campo del Horror—. Los amputados se pueden dar en adopción, pero no hay gente que se anime a llevarlos. Igual, el hecho de plantearnos que eso pueda suceder es porque las cosas cambiaron mucho desde que esto empezó.
A principios de 2007, apenas cumplió dieciocho años, Florencia Sampietro se mudó a la ciudad de La Plata. Dejaba atrás una familia desmembrada y una infancia de la que le resultaba imposible hablar. Se anotó en la Facultad de Ciencias Veterinarias de la Universidad Nacional de La Plata y comenzó a trabajar como voluntaria en una oenegé que, en los suburbios, asistía a los caballos de los carreros, usados principalmente en el conurbano bonaerense para juntar basura.
—Mi historia personal es bastante fea… —dice Sampietro—. A mí la vida me cambió cuando conocí a los caballos de carro. Me sentí muy identificada, porque el caballo es un animal que sufre en silencio. Nunca lloran. Tiran del carro en silencio hasta que se mueren.
Durante los años que se mantienen en pie, los caballos de carro cargan miles de kilos de metal, madera, plástico y chatarra. Recorren un promedio de ochenta kilómetros por día empujando una carga que triplica su peso. En esos barrios, Sampietro conoció familias que hacían dormir a los caballos dentro de sus casas porque eran lo más importante que tenían. Hombres que llegaban borrachos y los mataban a golpes. Niños que se enfermaban porque dormían sobre la misma tierra en la que los caballos dejaban su estiércol, para evitar que se los robaran.
—Es todo un círculo vicioso. Los cuatreros como Onorato les alquilan los caballos a las familias de los barrios más pobres y se quedan con la mitad de lo que juntan esas familias cada día —explica Sampietro—. También los alquilan para carreras ilegales, para domas. Cuando los caballos ya no sirven más, que quedan todos rotos y enfermos, los cuatreros se encargan de mandarlos al “tacho”, al frigorífico. Los caballos les valen tanto vivos como muertos.
En 2013, Sampietro fundó su propia oenegé, el CRRE. Tenía veintidós años y creía que el asfalto no era un lugar para morir. Dejó de ir a los barrios: quería sacar a los caballos de los carros. Una familia amiga le prestó un pequeño campo en Brandsen, Buenos Aires, y ella abrió un perfil de Facebook para contar las historias de aquellos a los que rescataba y pedir donaciones. Diez años después, la oenegé cuenta con doscientos voluntarios y un perfil de Instagram con más de sesenta mil seguidores. Recibe donaciones mensuales por treinta mil dólares para sostener las operaciones y los tratamientos, además de pagar el salario de tres veterinarios. Desde su creación, en el CRRE han recibido a más de 3 600 caballos.
—Todo era recrudo cuando arranqué. Me quedaba ahí sola en pleno invierno, sin reparo, con un animal todo abierto por las heridas —recuerda Sampietro—. Durante la causa del Campo del Horror nos echaron de Brandsen, tenían miedo de que les hicieran algo a ellos. Yo estaba desesperada. A través de las redes, una piba que nos seguía nos ofreció este campo. La causa nos hizo crecer a un ritmo que no sé cómo lo aguantamos. En esos meses perdimos años de vida.
«Mi historia personal es bastante fea… A mí la vida me cambió cuando conocí a los caballos de carro. Me sentí identificada, porque el caballo es un animal que sufre en silencio. Nunca lloran. Tiran del carro en silencio hasta que se mueren».
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“El caballo es la nueva tendencia gastronómica en París”, titulaba la BBC el 4 de marzo de 2013. Se trataba de una extensa crónica acerca de cómo los chefs más reconocidos de Francia —el tercer importador de carne de caballo del mundo— renovaban sus menús con esa carne que llegaba desde la vasta pampa argentina, a la que sus comensales calificaban como “tierna, sin grasa y llena de minerales”. El chef Bertrand Grébaut, incluido en la prestigiosa lista The World’s 50 Best Restaurants, causaba sensación en la Rue de Charonne del Distrito XI. En su restaurante Septime —“La quintaesencia de la nueva generación de restaurantes parisinos”, según la Guía Michelin— todas las semanas esculpía en vivo un corazón de caballo.
Ese mismo año, una coalición de oenegés europeas encabezada por la Animal Welfare Foundation (AWF), de Alemania, y Tierschutzbund Zürich (TSB), de Suiza, desembarcó en Argentina. “Viajamos alertados por organizaciones locales, para investigar sobre los caballos robados que terminan en la cadena de producción de carne para el mercado europeo —escribe por correo la activista suiza Sabrina Gurtner, líder de esa investigación que llegaría hasta el Parlamento Europeo con el objetivo de frenar la importación de carne de caballo desde Argentina—. Nos impactó la magnitud de la corrupción que encontramos dentro de la policía y el Senasa, y las maquinaciones criminales detrás de la industria de la carne de caballo”.
En París, frente al antiguo matadero de caballos en el Distrito XV, el dueño del restaurante Les Tontons aseguraba a la BBC: “Mi misión es decirle al mundo que usted puede sentarse en su carne (bajo la silla de montar) y comérsela también”. Los miembros de las tribus mongolas se comían sus propios caballos, recordaba. “Ya sé que los caballos son bellos y simpáticos y todo eso. Pero las vacas también lo serían si las dejáramos”. Una de sus clientas iba un poco más allá: “Comemos pollos, conejos que parecen de peluche y corderos bebés. ¿Cuál es la diferencia?”.
En octubre de 2017, un artículo publicado por Le Monde Diplomatique —basado en las investigaciones de la AWF y TSB— se hacía eco de la guerra abierta entre oenegés y las principales importadoras y distribuidoras de carne de Europa. Bajo el título “El triste destino de las yeguas criadas por su sangre hasta el agotamiento”, el artículo revelaba —con fotografías filtradas y testimonios— el origen de una amplia porción de la carne de caballo que se consumía en Francia: las “granjas de sangre”. En Argentina, un puñado de empresas encabezadas por los laboratorios Syntex, S. A. —que “elabora principios activos de origen biológico y semisintético para la industria farmacéutica humana y veterinaria”, como se aclara en su página web—, proveen a Europa de gonadotropina coriónica equina (eCG), una hormona que se extrae de yeguas embarazadas y se usa para inseminar cerdas y elevar su fertilidad. En su presentación en forma de polvo, vale un millón y medio de dólares por cada cien gramos. De acuerdo con las cifras de la Aduana Argentina, los laboratorios Syntex, S. A., exportan —solamente a Francia— tres kilogramos anuales.
“En las granjas de sangre de Argentina se preñan yeguas para extraerles al menos diez litros de sangre semanales, que contienen la hormona eCG. A los tres meses de gestación se les provoca un aborto manual y sin anestesias, para luego volver a preñarlas… hasta el agotamiento —señalaba Le Monde Diplomatique—. Al cabo de tres o cuatro años, aquellas yeguas que no han sobrevivido o que se han vuelto estériles son llevadas al matadero para alimentar el comercio de carne de caballo, especialmente a Francia”.
Nucleadas en torno a la Asociación Francesa Nacional Interprofesional del Ganado y de las Carnes (Interbev), las distribuidoras europeas de carne se defendieron: “Cada año, nuestros oponentes montan grandes campañas de publicidad para decirle a la gente que no coma caballo”, decía su presidente, Yves Berger. Y lanzaron el proyecto Respectful Life, cuyo objetivo, anunciaron, es el de “lograr que el sector industrial mejore el bienestar de los caballos dentro de la cadena de suministro de carne equina”. En el video de presentación, una manada de caballos galopa sobre un campo infinito. Con el sol en el horizonte, una melodramática voz en off recita: “Noble caballo argentino, símbolo fiel del gauchaje […], por portar tanta victoria, por tu estampa, por tu aliento, se te debe un monumento, en los campos de la gloria”.
“El caballo es la nueva tendencia gastronómica en París”, titulaba la BBC el 4 de marzo de 2013. Se trataba de una extensa crónica acerca de cómo los chefs más reconocidos de Francia —el tercer importador de carne de caballo del mundo— renovaban sus menús con esa carne que llegaba desde la vasta pampa argentina, a la que sus comensales calificaban como “tierna, sin grasa y llena de minerales”.
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Adentro del Campo del Horror, la teoría de la evolución volvía sobre sus pasos. Los voluntarios que recorrían esa tierra reseca llegaban a la misma conclusión: nada de lo que veían ahí estaba en los libros.
—Los caballos no te atacan, no está en su naturaleza. Y cuando tratábamos de acercarnos nos querían pasar por encima. Los que no tenían fuerza para estar parados nos tiraban a morder desde el piso —recuerda Naomi Majluf, la voluntaria encargada de las adopciones del CRRE—. Son animales que naturalmente son presa, y acá se mataban entre ellos por la comida y nos atacaban a nosotros por el pánico.
Tenían los muslos despellejados, quemados, la piel hecha jirones. En esa parte del cuerpo, a los caballos se les graba —con fuego o nitrógeno— la marca de su propietario. Después de robarlos, los cuatreros les destrozan esa piel, borran las marcas y graban la suya encima: los “planchan”.
—Había malones de caballos robados y ninguna forma de seguir ese rastro. Al campo todos los días llegaban personas buscando sus caballos. En la fiscalía se presentaron como trescientos —dice Florencia Sampietro—. Acá Senasa quiere aplicar el chip que se les pone en el cuello para identificarlos, pero nadie lo usa. Los caballos se venden y se compran de palabra. Después las personas van a denunciar y no tienen elementos. ¿Cómo encontrás un caballo si lo único que te queda es una foto?
En octubre de 2019, cuando llevaban dos meses en el lugar, los voluntarios se enfrentaron a su propia encrucijada. Los veterinarios del Senasa habían descubierto que la mayoría de los caballos tenían anemia infecciosa equina: un virus inmunodepresor —similar al VIH en los humanos— para el que no existe tratamiento. El campo debía quedar en una cuarentena indefinida. El ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires, Cristian Ritondo, junto a funcionarios del Senasa, citaron a Sampietro y Andrea López. Lo primero que les dijeron era algo que esperaban: “El Estado no tiene recursos para alimentar y tratar a estos animales”. Lo segundo les pareció irreal: “Si no se hacen cargo ustedes, los caballos vuelven a Onorato”.
—Hasta ese momento podíamos sacar o uno o dos caballos cada día. Era horrible. Elegíamos a los que tenían más posibilidades de vivir y los llevábamos al CRRE —recuerda Sampietro—. A los que se quedaban ya sabías que al otro día estaban muertos. No teníamos ni estructura, ni voluntarios, ni plata para hacernos cargo de todos los caballos. Pero firmamos igual.
Se convirtieron en “particulares damnificados” —una figura legal que les permitía presentarse como querellantes en un proceso penal— y los caballos quedaron bajo su custodia. Denunciaron a Raúl Onorato por los delitos de maltrato animal, usurpación de terreno y abigeato.
—Se convirtió en un mano a mano defendiendo a los caballos —dice la abogada López—. Íbamos contra leones, que además tenían el apoyo político.
Hasta ese momento, el intendente de Ezeiza, Alejandro Granados, aparecía casi todas las semanas en el Campo del Horror. Un hombre robusto y canoso, apodado “el Sheriff ” por sus anchos bigotes blancos y su discurso de mano dura. Gobernaba ese municipio de más de cien mil habitantes desde que se había creado, en octubre de 1994. Una de sus casas estaba en La Providencia Resort & Country Club. Granados recorría el lugar en un caballo silla argentino, una costosa raza deportiva. “Mientras yo esté acá, a ustedes no les va a pasar nada”, le decía a Sampietro. Desde que iniciaron la causa penal —en noviembre de 2019—, no volvieron a verlo. Para Sampietro, esa fue la primera señal del vínculo entre el intendente y los cuatreros. Unas noches después escucharon los primeros disparos.
«Había malones de caballos robados y ninguna forma de seguir ese rastro. Al campo todos los días llegaban personas buscando sus caballos. En la fiscalía se presentaron como trescientos. Acá Senasa quiere aplicar el chip que se les pone en el cuello para identificarlos, pero nadie lo usa. Los caballos se venden y se compran de palabra».
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Una yegua acelera el paso para dejar atrás al poni blanco que la persigue. Es un atardecer ventoso y el campo del CRRE se cubre de una neblina húmeda. La yegua, una zaina de ojos distantes llamada Esperanza, ya podría estar fuera del campo de terapia intermedia. Pero hace algunos años “hizo manada” con Lilu, un poni cuyos dueños le arrancaron los ojos porque se asustaba demasiado cuando tiraba del carro. Esperanza es su lazarillo y cada tanto se esconde porque quiere jugar o porque está cansada. Tiene la pata trasera izquierda amputada y camina con una de las prótesis que diseñan en el CRRE: ese tubo metálico que se mueve como un pistón chirriante. Esperanza es la yegua amputada más longeva del mundo.
—Cuando llegó tenía toda la pierna podrida. Se había enganchado en un alambrado siguiendo a la madre, que se la robaron unos cuatreros —recuerda Florencia Sampietro—. La operación fue mitad intuición, mitad soñarlo. Y mitad que era la única posibilidad que tenía para vivir. En ese momento estaba mal visto incluso entre las oenegés. ¿Cómo ibas a amputar un caballo? Era como experimentar con los animales. Pero yo pensaba: “Le corto eso, se cierra y va a vivir”.
En la facultad había conocido a un veterinario que podía ayudarla, Edgardo Di Salvo, que hablaba de la “medicina de trinchera”. Se trataba de “preservar la vida de los animales con las pocas opciones que se tengan”, recuerda Sampietro. Cuando le contó la historia de Esperanza, Di Salvo solo había hecho operaciones similares con perros y gatos. ¿Iba a sobrevivir amputado un animal de quinientos kilos?
—Había algunos casos muy aislados en el mundo, pero no existía como práctica médica —dirá unos días después por videollamada Di Salvo, sesenta años, veterinario de la Universidad Nacional de La Plata, docente y perito veterinario, de sonrisa afable y gestos iracundos—. Fuimos pioneros en Latinoamérica.
Unas semanas después de recibir a Esperanza, montaron un quirófano a cielo abierto en el campo del CRRE. Rodearon a la yegua con fardos, le pusieron colchonetas debajo, la anestesiaron y la acostaron bocarriba. Di Salvo le ligó la pata con una cámara de bicicleta esterilizada y la amputó por encima del corvejón (una articulación similar al tobillo humano). Cubrieron los huesos, los cartílagos, las articulaciones, los nervios y los vasos sanguíneos con piel —“como si fuese una bolsa de tabaco”—, y le formaron un muñón. La operación duró cuatro horas.
—Los popes de la facultad me decían que en un año o menos la yegua se moría —recuerda Di Salvo—. Esperanza lleva nueve años amputada. Abrió un capítulo necesario en una zona oscura de los libros de veterinaria, la posibilidad de realizar una intervención quirúrgica en caballos que no tienen un destino productivo.
Cuando la herida cicatrizó, la yegua apenas podía moverse. Eso era mucho más riesgoso que la operación. Un caballo no puede estar echado durante más de dos semanas: los intestinos se paralizan y, como su aparato digestivo no les permite vomitar, las vísceras explotan, los pulmones se llenan de sangre, el tejido grasoso desaparece y los huesos les abren la piel. Un vecino que tenía un tractor aceptó ir todos los días para levantar a la yegua amputada.
—Empezó a andar y galopaba sola. Yo pensaba que iba a vivir con tres patas —dice Sampietro—. Y fue más extraño todavía.
En contadas ocasiones, los voluntarios del CRRE organizan visitas: un hombre que llegó al campo se quedó observando a la yegua como a un espejismo. “Ella podría caminar como yo”, dijo, y les mostró su pierna amputada y su prótesis. Cuando volvió al campo, traía esqueletos de piernas ortopédicas que ya no usaba y un diseño para la yegua. Así se inició lo que Di Salvo llama “la saga de las amputaciones”. Hasta hoy, en el CRRE llevan hechas más de treinta. Caballos amputados que luego caminan y galopan gracias a prótesis hechas con caños de escape de motos, recubiertas con fibra de vidrio. En este campo escondido de Buenos Aires vive la mayor cantidad de caballos amputados del mundo.
—La más difícil de todas fue Nevada —dice Sampietro—. Tuvo una cirugía que para la medicina no existe.
Cuando lograron sacarla del Campo del Horror, esa yegua blanca e inmensa que ahora recorre el CRRE era un espectro. Estaba desnutrida, anémica, tenía tantos parásitos que, si le daban la dosis de antibióticos que necesitaba, podían matarla. Tardó dos años en recuperar su peso, más de seiscientos kilos. Una mañana, Nevada quiso escapar de los voluntarios y su pata se enredó con la soga que usaban para mantenerla quieta y darle las medicaciones. La caída terminó con una fractura expuesta que se infectó y nunca se curó. De a poco las bacterias la estaban comiendo. La operación era peligrosa por el peso y el lugar del corte: tenían que hacerlo apenas debajo de la rodilla. Las imágenes de esa operación, que se convirtió en un hito dentro del CRRE, llegaron hasta India. En 2022, The Backwater Sanctuary —una oenegé que rescata caballos y camellos en el estado de Karnataka— les pidió asistencia para una amputación. Sampietro y el equipo de veterinarios los guiaron por videollamada.
—Lo veíamos en vivo por el teléfono y yo les decía: “No, no, no”. La operación salió bien, y nos donaron un equipo de anestesia inhalatoria —dice Sampietro—. Hay algunos casos, en otras provincias del país, que amputaron padrillos purasangre para que sigan preñando yeguas. Hace poco nos escribieron de un país tipo Kazajistán. Pero si me preguntás por universidades o por una cuestión científica, nadie se interesó por lo que aprendimos. ¿Quién va a mantener vivo a un caballo que no genera dinero?
Esperanza podría estar fuera del campo de terapia intermedia. Pero hace algunos años “hizo manada” con Lilu, un poni cuyos dueños le arrancaron los ojos porque se asustaba demasiado cuando tiraba del carro. Esperanza es su lazarillo y cada tanto se esconde porque quiere jugar o está cansada.
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Las últimas estadísticas publicadas por la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca, en agosto de 2022, señalan que en Argentina viven 2.65 millones de caballos. Para las oenegés, el subregistro es enorme: hablan de más de cuatro millones. En el país no existen cifras oficiales sobre la cantidad de ejemplares que tienen marca de propiedad. Tampoco sobre los robados. Según un estudio hecho por la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires en 2017 —el más amplio hasta el momento—, apenas 30% están marcados. De los 250 000 que llegan a los frigoríficos cada año, solo 8% cuenta con papeles de sanidad. El resto de esos caballos —al menos para el Senasa— no tienen pasado.
“El sistema de trazabilidad en Argentina no es confiable, se basa únicamente en la honestidad de los acopiadores”, asegura la activista suiza Sabrina Gurtner. En el país, los acopiadores deben presentar cada año ante el Senasa una declaración jurada, en la que indican la cantidad de equinos que tienen en sus campos y el estado de salud de esos animales. “Senasa se siente únicamente responsable de controlar ese trámite y no hace una inspección real de la sanidad ni del marcado en los centros de acopio. Con este sistema, los acopiadores como Onorato pueden incorporar fácilmente caballos enfermos y robados a la cadena de alimentos”. Para un acopiador registrado, alcanza con enviar un correo electrónico para que sus animales estén en condiciones de entrar al frigorífico.
Desde la oficina de prensa del Senasa repiten que es imposible realizar una entrevista presencial para esta nota. Ofrecen a cambio algunas respuestas por correo electrónico, que llegan luego de dos meses. “Estamos muy ocupados con la gripe aviar”, se disculpa el jefe de prensa. Según el organismo, la industria de carne equina emplea en Argentina a mil familias de forma directa y a 1 500 de forma indirecta, con un beneficio de exportaciones para el país que ronda los setenta millones de dólares. “Senasa cuenta con personal propio dentro de cada uno de los frigoríficos —aclaran—. Toda la producción de carne equina se realiza bajo el Plan Nacional de Control de Residuos e Higiene en Alimentos, que se encuentra aprobado por los servicios sanitarios de la Unión Europea. Esta industria les da a los caballos descartados un final digno, convirtiéndolos en alimento inocuo bajo estrictos protocolos de bienestar animal”.
Apoyadas en oenegés locales, como el CRRE y la Fundación Franz Weber (FFW), las organizaciones europeas AWF y TSB desarrollaron una decena de documentales e informes en los que describen cómo esos protocolos no se cumplen. En octubre de 2020 publicaron el dossier “Problemas de trazabilidad y bienestar animal en la producción de carne de caballo en Argentina”, resultado de una investigación de más de diez años. En la portada hay una foto filtrada por peones de un centro de acopio. Al borde del río se levanta una montaña de caballos muertos, en estado de putrefacción. Carne y huesos apilados cuyo destino es el frigorífico.
A lo largo de más de 150 páginas, en el dossier se detallan las irregularidades en los principales centros de acopio en el país. También su relación directa con hombres como Raúl Onorato y Jorge “el Turco” Saap —referente del Festival de Doma de Jesús María, el más importante del país—, acusados y condenados en causas que incluyen lavado de dinero, tenencia de armas, abigeato y maltrato animal.
“Un gran porcentaje de los caballos que se consumen en Europa es provisto por el crimen organizado que opera en Argentina. Una parte de esos caballos son comprados en remates: caballos de tiro, de rodeo, de carreras, de polo, que han sido alimentados con productos prohibidos para animales destinados al consumo humano —señalan en el dossier, repleto de fotografías, imágenes satelitales, entrevistas y testimonios que sustentan las acusaciones—. Detrás llegan los caballos robados y enfermos que salen de los campos de acopio, donde no reciben atención veterinaria. Además del maltrato animal, el robo y la corrupción, estamos ante un serio problema de salud pública en Europa”.
Al igual que las vacas, los cerdos o los pollos que no son aptos para el consumo humano, los caballos que fueron faenados sin controles de sanidad abren su propio abanico de padecimientos. Transmiten con extrema facilidad parásitos, bacterias y enfermedades como la salmonelosis, la triquinosis y la brucelosis, que en humanos atacan las fibras musculares, el torrente sanguíneo o el sistema nervioso central. En casos más graves producen leptospirosis y tétanos. Todas pueden ser mortales.
Luego de un segundo correo al Senasa —que lleva adjuntas denuncias policiales, sentencias penales y fotografías—, el jefe de prensa hace llegar una última respuesta: “No consta a este Organismo, ni se ha recibido notificación al respecto, que el señor Onorato haya sido condenado o haya recaído condena firme sobre él. No nos consta ningún hecho puntual sobre el cual se pueda presumir la comisión de algún delito por parte de agentes o funcionarios del Senasa”.
Más tarde, envía un audio de WhatsApp:
—Mirá, podés seguir mandando datos y cosas, pero te van a responder lo mismo. Nosotros no tenemos la culpa de que se roben los caballos, los hagan mortadela y los vendan a Europa.
Las últimas estadísticas publicadas por la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca, en 2022, señalan que en Argentina viven 2.65 millones de caballos. Para las ONG, el subregistro es enorme: hablan de más de cuatro millones. En el país no existen cifras oficiales sobre la cantidad de ejemplares que tienen marca de propiedad. Tampoco sobre los robados.
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Los disparos iluminaban la noche. Para noviembre de 2019, los voluntarios del CRRE que seguían en el Campo del Horror se refugiaban en un pequeño corral cerca de la entrada —junto a más de trescientos caballos— y escuchaban inmóviles, cada vez más cerca, los estruendos que despedazaban el silencio rural. En uno de sus recorridos a través del campo, un hombre vestido de fajina le puso una pistola en la frente a uno de ellos: “Si no se van, los cuerpos tirados van a ser los de ustedes”. Para ese momento, los voluntarios habían hallado al propietario de una yegua robada dispuesto a testificar contra Onorato. Ese hombre recibía llamadas en las que le indicaban a qué jardín de infantes iban sus nietas y el horario en que salían. “Podemos agarrarlas cuando queramos”, decían antes de cortar.
—Si no nos íbamos de ahí, se iban a robar los caballos y nos iban a matar a todos —dice Florencia Sampietro.
La fiscal encargada del caso les aclaró que, si pretendían avanzar con una investigación por usurpación de terreno y abigeato, el caso podía tomar años. Además, producto de la misma investigación, no se les iba a permitir que sacaran a los caballos del campo, ya que serían parte de la evidencia. En cambio, una causa por maltrato animal podría ser expeditiva y los dejarían irse del lugar. Había una gran diferencia: la condena por usurpación y abigeato podía llegar a los dieciséis años de prisión; por maltrato animal, como máximo sería de un año.
—Fue un golpe terrible —dice la abogada Andrea López—. Llevamos un montón de informes, incluso del FBI, que considera como un delito grave la crueldad contra los animales, y lo vincula con casos de asesinos seriales como Ted Bundy, Jeffrey Dahmer y el Hijo de Sam. El delito contra animales es un precursor de delitos como la violencia contra las mujeres y el abuso infantil. Pero no nos dejaron avanzar.
—Tuvimos que decidir con la pistola en la cabeza —resume Sampietro.
En diciembre de 2019, la Unidad Funcional de Instrucción y Juicio N.º 1 de Ezeiza cerró la investigación por maltrato animal contra Raúl Onorato y sus dos hijos. Los tres declararon durante el proceso. “Todo lo que hice con los animales fue por su bien y no para su mal. Estoy consciente de que tenía tres potrillos tirados con vida y algunos caballos flacos, que no serían más de veinte o treinta, pero los restantes, a mi ojo, estaban en perfectas condiciones”, dijo Raulito Onorato. “Yo considero realmente que el problema de los caballos es ahora con las animalistas y no como los tenía yo. Más allá de que yo haya podido tener algún error, jamás fue a propósito”, aseguró Jorgito Onorato. Su padre, Raúl Onorato, fue el último en hablar: “Lo único que yo sé es que los caballos son míos. Después hay cosas que yo no las sé porque mis hijos no me cuentan por mis problemas de salud y que yo no puedo renegar. Mi salud vale más que todos los caballos que están ahí”.
Tres camiones de Gendarmería Nacional debían transportar a los caballos del Campo del Horror hacia el campo del CRRE. Habían llegado a ese acuerdo con la fiscalía, que desde ese momento se desentendía del asunto. Los camiones tenían inmensas cajas cerradas para que no se propagara la anemia infecciosa equina. Los sacaron durante el día y la noche: en cada camión apenas entraban veinte caballos.
—Eran bestias de seiscientos kilos, totalmente salvajes. Había que meterlos en una caja cerrada y nos cagaban a patadas —dice Sampietro—. Los de Senasa trataban de eutanasiar a los que tenían la anemia, los policías los querían arriar con picanas. Ya ni sé cómo salimos de ahí. Fueron siete días enteros, que para nosotros fueron como “crear el mundo”. Viajábamos por la ruta en camiones escoltados, ida y vuelta, ida y vuelta. Recién tomé dimensión en el último viaje, cuando un oficial me dijo: “Nunca pensamos que alguien le podía sacar los caballos a estos tipos”.
Los disparos iluminaban la noche. Para noviembre de 2019, los voluntarios del CRRE que seguían en el Campo del Horror se refugiaban en un pequeño corral cerca de la entrada —junto a más de trescientos caballos— y escuchaban inmóviles, cada vez más cerca, los estruendos que despedazaban el silencio rural.
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Desde el Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires, el jefe de prensa responde con evasivas al pedido de entrevista con oficiales de la Superintendencia de Seguridad Rural que hayan intervenido en el caso del Campo del Horror. Con el correr de las semanas, deja de responder los mensajes. El organismo fue creado en 2011 por Alejandro Granados, en un lapso en que le dejó la gobernación de Ezeiza a su hijo, Gastón, para ocupar el cargo de ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires. Desde ese momento, la Superintendencia de Seguridad Rural estableció destacamentos en las zonas de la provincia donde se registraban más denuncias de cuatrerismo, salvo en una: el partido de Ezeiza.
—Granados maneja Ezeiza como si fuera su estancia —dice Florencia Sampietro—. Con el historial delictivo de los Onorato, ¿cómo podían seguir operando en la zona? El Campo del Horror, que usurpó Onorato, era propiedad del country La Providencia. Me cuesta creer que el intendente no supiese lo que pasaba ahí adentro.
Comunicarse con la Municipalidad de Ezeiza resulta casi imposible. Los teléfonos que figuran en su página web suenan sin ser atendidos. Luego de varios meses, la secretaria personal de Alejandro Granados —una mujer llamada Alicia Zárate— asegura por correo electrónico que le hará llegar al intendente el pedido de entrevista, pero desde ese momento deja de responder los mensajes.
Los abogados de la familia Onorato dicen de forma tajante que sus clientes no tienen interés en dar entrevistas. Nunca hablaron con los medios de comunicación ni piensan hacerlo. En la localidad de Luis Guillón, la familia Onorato maneja la Granja Puqui, un negocio donde se venden corderos, vacas, chivos, lechones, pollos, gallinas y cabritos. Uno puede elegir a dedo el animal que le gusta y se faena al instante. Las llamadas a Puqui tampoco dan resultado: “Raúl Onorato no está disponible en este momento”, es lo único que responden.
—Olvidate —dice Sampietro—. ¿En qué país viste que la mafia dé entrevistas?
El recorrido de la investigación, sin embargo, abre una puerta inesperada: un excomisario de la Superintendencia de Seguridad Rural acepta una conversación telefónica, a cambio de mantener su identidad en reserva.
—Poco después del Campo del Horror apareció otro campo de Onorato, en la localidad de Transradio, muy cerca de Ezeiza. Tenía caballos muertos desde hacía meses. Los que estaban vivos eran desechos. Y la gente de alrededor, muy pobre, no lo denunciaba porque Onorato les alquilaba los caballos para que pudieran salir a juntar chatarra con los carros. Era una situación de usura terrible. Yo estaba ahí cuando llegó el abogado de Onorato, que se encerró con el jefe de Seguridad de la policía bonaerense. Salieron de la reunión y dijeron: “Listo, todo terminado”. Y no se hizo nada más. La connivencia viene desde muy arriba, está metida la policía, los políticos, el Senasa, los cuatreros. ¿Qué podés hacer contra eso?
Hasta el día de hoy, en las causas en las que se condenó a Raúl Onorato, solo un funcionario del Senasa fue imputado y condenado por “firmar irregularmente certificados sanitarios de ganado”.
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—Enfocarme en cuidar a los caballos y atenderlos a mí me salvó la vida —dice Florencia Sampietro, sentada dentro de la casita de paredes blancas que usan los voluntarios del CRRE, mientras ceba mate. Hoy se quedará durante la noche en el campo para hacer guardia—. En mi infancia yo sufrí el abuso de un padrastro y lo denuncié siendo más grande. Fue durante muchísimos años, pero igual los jueces, los fiscales, me pedían miles de cosas para demostrarlo. Era mucho más difícil que ahora. Mi familia se destruyó. Mi viejo nunca se recuperó. Él se echa la culpa de lo que me pasó. Y mi mamá siempre se castigó por no haberse dado cuenta. Ya no sé cuántas operaciones le hicieron para extirparle tumores. Y la persona que hizo lo que me hizo no terminó preso ni nada. Los caballos fueron mi remedio y, a la vez, fue la enfermedad. Porque también te olvidás de vos, de que vos importás. Yo aprendí todo sobre los caballos, pero nunca pude terminar la facultad. Todavía intento. Si yo fuese veterinaria, este lugar crecería mucho más. Me tomarían más en cuenta. Acá todos los voluntarios que llegan tienen su historia, casi siempre fea. A veces pienso que lo que nació de mi sufrimiento terminó siendo algo que les sirvió a otras personas. Y la mayoría somos mujeres. No digo que todas hayan pasado lo mismo, pero tampoco es una casualidad que estemos juntas acá. Hay momentos que estoy mirando por la ventana, y me acuerdo de lo que me hicieron y lo vivo otra vez. Y cuando estoy con los caballos… suena raro, pero yo siento que ya no me voy a acordar más.
“Los caballos fueron mi remedio y, a la vez, fue la enfermedad. Porque también te olvidás de vos, de que vos importás. Yo aprendí todo sobre los caballos, pero nunca pude terminar la facultad. Todavía intento. Si yo fuese veterinaria, este lugar crecería mucho más. Me tomarían más en cuenta”.
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En octubre de 2021, en Estrasburgo, Francia, el Parlamento Europeo publicó una serie de resoluciones titulada “Estrategias de la granja a la mesa, para un sistema alimentario justo, saludable y respetuoso con el medio ambiente”. La coalición de oenegés que denunciaba la ilegalidad y la corrupción detrás de la producción de carne de caballo en Argentina sumó a su presentación las imágenes y noticias del Campo del Horror. En el artículo 129 de las resoluciones firmadas por el Parlamento Europeo se lee: “No se garantiza la trazabilidad de los caballos de Argentina destinados al mercado de la Unión Europea, lo que implica riesgos para la seguridad alimentaria y el bienestar de los animales. Se pide a la Comisión que suspenda la importación de carne de caballo procedente de este país”.
En la Argentina, la pandemia de covid-19 dejó en pausa el proceso legal contra la familia Onorato en la causa del Campo del Horror. Recién en julio de 2022, luego de un juicio abreviado, Raúl Onorato y sus dos hijos fueron condenados a ocho meses de prisión en suspenso y a “concurrir a un curso o taller, una vez por año, respecto a los derechos de los animales”. Desde ese momento, las oenegés no supieron más de ellos. Florencia Sampietro cree que Raúl Onorato está muerto.
—En el juicio vimos a un tipo muy enfermo, era un viejito que no podías creer todo el daño que podía hacer —dice Sampietro—. Yo creo que ellos saben dónde estamos, pero ya no tienen poder.
El CRRE apeló la sentencia y, en mayo de 2023, le dieron el último golpe al clan de cuatreros más grande del país. La Cámara de Apelación y Garantías en lo Penal de Lomas de Zamora, provincia de Buenos Aires, inhabilitó a la familia Onorato para comercializar cualquier tipo de animales. El fallo se basó en la Declaración Universal de los Derechos de los Animales de 1977 y la Declaración de Cambridge sobre la Conciencia de 2012, en la que un prestigioso grupo de científicos —entre los que estaba el físico británico Stephen Hawking— aseguró que los animales no humanos tienen la misma base neurológica que da lugar a la conciencia. Experimentan los estados afectivos y poseen comportamientos intencionales, como los seres humanos. Los jueces establecieron que quienes estaban a cargo “desconocieron sus derechos esenciales como seres sintientes”.
—Esta sentencia, a partir de lo que fue el Campo del Horror, es un hito en el derecho argentino y en el derecho animal —asegura Andrea López—. Ahora los Onorato tienen que cerrar hasta la Granja Puqui. Y nosotros, a partir de causas de maltrato animal, podemos investigar e inhabilitar a cuatreros registrados en Senasa.
En el campo del CRRE ya es noche cerrada. Sampietro vigila a través de la ventana si algún caballo quedó suelto. Desde la casita de paredes blancas se alcanza a ver el tronco seco de un árbol repleto de herraduras. Son de todos los caballos que fueron atendidos y murieron en este campo.
—No sé si los animales tienen la capacidad del perdón. Pero acá llegan golpeados, torturados, raquíticos, sin una pata. Les queda solo el espíritu y a veces ni eso. Ver cómo después de haberlos alimentado, acariciado, te vienen a buscar, te hace sentir que no tenés nada por lo que quejarte —dice Sampietro—. Y los caballos terminan así por un “negocio”. Lo que veo en el negocio es la ira contra los animales, la codicia de empresas y cuatreros, la pereza de funcionarios, la avaricia y la soberbia de los que encubren todo esto, la gula de los que se sientan en un restaurante de lujo en Europa. Es un negocio que funciona con los siete pecados capitales.
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DIEGO FERNÁNDEZ ROMERAL. Buenos Aires, Argentina, 1984. Periodista y guionista. Escribe en los diarios Clarín y Página 12 y en las revistas latinoamericanas Gatopardo y Orsai. Desarrolla guiones e investigaciones periodísticas para las productoras audiovisuales Planta Alta y DL-Cine. Sus crónicas, reportajes y reseñas fueron publicados en revistas como Brando, Anfibia, Radar, Ñ y La Agenda. Fue becario de la Fundación Gabo, finalista del VI Premio Nuevas Plumas y del True Story Award. Su perfil sobre Hebe de Bonafini —líder de la Asociación Madres de Plaza de Mayo— fue traducido al noruego y publicado en la antología Cronica (editorial Camino Forlag). Cursó la licenciatura en Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires. Está trabajando en su primera novela, por la que ganó una primera mención en el premio Todos los Tiempos el Tiempo, destinado a trabajos en progreso.
ANITA POUCHARD SERRA. Fotógrafa franco-argentina radicada en Buenos Aires. Sus temas de trabajo giran alrededor de la identidad, la migración, el territorio y los derechos de las mujeres, con un enfoque transdisciplinario. Su trabajo personal ha sido apoyado, entre otros, por la Biblioteca Nacional de Francia, el Pulitzer Center, el National Geographic Society’s Emergency Fund, Open Society Foundations y la International Women’s Media Foundation. Ha trabajado para medios internacionales y argentinos. Expuso en Photoville, la Bienal de Sharjah 15 y la Biblioteca Nacional de Francia. Es docente y conferencista de narrativa visual y fotoperiodismo en Estados Unidos, México y Argentina.
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