Algo en la escritura de estos cuentos hace que sus lectores pongan pausa y presten atención. El crítico Jorge Téllez reseña este y otros aspectos del libro de Lilián López Camberos (Ciudad de México, 1986).
Algo que me gusta de leer libros que llevan ya un tiempo publicados es que uno no padece la publicidad que se arma alrededor de las novedades. Por ejemplo, llevo algunos meses esperando que se publiquen un par de novelas. Mientras eso sucede, hay que soplarse innumerables prólogos que incluyen: el anuncio inicial, la develación de la portada, el video donde una mano le da vuelta a las páginas del libro (book teaser, le llaman) y el otro video con una presentación animada en Power Point (book trailer), la playlist, la entrevista donde se comparte un fragmento, entre muchas otras cosas. Cuando por fin sale el bendito libro, todo el mundo se pone listo para compartir opiniones y entrevistas en redes sociales que les autores agradecerán afectadamente hasta que, por ahí de la presentación número cuarenta y tres, se acaba la vida natural del libro.
El libro de cuentos de Lilián López Camberos ha tenido otra vida y ha elegido otras rutas. No es ajeno a las becas ni a los premios: existe, al menos en parte, gracias al apoyo de la beca de Jóvenes Creadores del Fonca y, directamente, debido a que fue elegido en la Convocatoria para Narradoras de Habla Hispana, organizado por la editorial Dharma Books en 2018. Además de esto, ganó el Premio Bellas Artes de Cuento Hispanoamericano Nellie Campobello en 2021. Pero estos datos de Wikipedia esconden algo que me parece fundamental para explicar esta colección de cuentos: este libro es ajeno a la prisa. Y eso es lo más importante.
Escrito a lo largo de una década, como dice la autora en esta entrevista, el libro parece como suspendido en el tiempo, a tal grado que lo creería si me dijeran que salió ayer o que se publicó hace quince años. Esto pasa por dos cosas: por el tema en común de los cuentos y por la escritura. En su infinita sabiduría, el jurado dijo que el tema en común es el viaje. Y sí, en todos los cuentos los personajes viajan, pero también en todos los cuentos la gente se duerme y no por eso el libro se trata de cómo hacer mejor la siesta. Esto es lo que pasa cuando los jurados se ponen a hablar de literatura: dejan claro que son incapaces de leer más allá de la trama. Cuando los premios no están arreglados, las actas de jurado ofrecen excelentes descripciones tipo “le damos el premio de cuento a este libro de cuentos porque presenta una serie de cuentos que cuentan muchas cosas”.
Para mí, cada uno de los cuentos se hace la misma pregunta: ¿Se puede vivir en el presente? Las personajes siempre están de paso y eso hace que la realidad parezca estar siempre en otro lado, pero no sucede porque están viajando, sino porque los espacios que habitan no alcanzan para explicar la realidad: “Un hotel es inhumano porque borra, incesantemente, las huellas del cuerpo que lo ha habitado” (p. 97). Esos mismos espacios impiden que la individualidad de las personas se exprese más allá de reducciones legibles para otros. Por eso, por ejemplo, en “Este adiós no maquilla un hasta luego” (probablemente el título menos logrado de todos), los personajes que se hospedan en un hostal son apenas reconocibles por su nacionalidad: la mexicana, la colombiana, el chileno, etc. En muchos de los cuentos, quien viaja pierde no sólo la identidad, sino también la posibilidad de conocer a los demás, como sucede en “Diario de Ámsterdam”, un cuento en el que la protagonista trabaja para una empresa que se preocupa por crear “para los viajeros, una experiencia verdadera” (p. 126), a pesar de que queda claro que esto es imposible.
En los cuentos más impresionantes del libro, “Acapulco” y “La planta”, la pregunta sobre el presente viene en términos de cómo lidiar con la memoria: “Creo que yo sabía, cuando era niña, algo que olvidé” (p. 20) o “A veces pienso que los espacios de mi infancia son parte de un sueño, que recuerdo ese sueño a medias o lo escuché de otra persona” (p. 54). Dormir, viajar, alucinar, todas son experiencias que en los cuentos dan la impresión de estar viviendo realidades artificiales.
Estos dos cuentos me llevan al segundo punto: la escritura. Algo que Lilián López Camberos hace muy bien es escribir en una prosa que se niega a darle espacio al melodrama nostálgico que usualmente se contagia mediante un estilo sentencioso y un minimalismo narrativo. Las pocas veces que los cuentos ceden al párrafo corto, lo hacen para comunicar información casi anodina, común, que en el marco general del texto termina por convertirse en una cotidianeidad intrascendente, tipo:
“Dejamos de venir a Acapulco, creo, desde la vez que a mi papá le dio un calambre en la playa del Revolcadero.” (p. 13)
La prosa de los cuentos es descriptiva sin ser densa; gana por la acumulación y mezcla de atmósferas y tiempos más que por una enumeración de citas citables o de frases que aspiran a condensar el mensaje final de los textos. Al contrario, los párrafos crecen de manera sutil y constante, comunicando procesos más que conclusiones, como se puede ver en el inicio de “La planta”:
“Hay una presencia aquí que no estaba antes de la planta. La puse en el balcón de nuestro cuarto, donde le da el sol. Olvido y no olvido regarla, a veces la tengo seca y otras ahogada hasta el borde del platito. Abrir el cancel es problemático, entonces pasa el tiempo, me asomo y la encuentro quieta en su maceta; pero días después es otra planta, con retoños nacidos de su tierra húmeda, con pigmentaciones nuevas en los brotes más grandes, con heridas cuya causa ignoro: una hojita carcomida, un tallo seco de repente. Otros días es un amarillo que, de los bordes hacia dentro, va comiéndose lo verde. La planta nunca es la misma.” (p. 51)
En sus mejores momentos, este libro me recordó mucho a la Inés Arredondo de Río subterráneo (la referencia es obvia porque viene de epígrafe), pero también al Felisberto Hernández de Nadie encendía las lámparas y, para citar algo más reciente, a Lobo de Bibiana Camacho, sobre todo por la talentosa mezcla que hay entre lo sutil del estilo y la contundencia de la atmósfera que se crea.
Otra cosa que hay que notar es que, además de negarse a la nostalgia, los cuentos también le dan la espalda a la metáfora facilona tipo “planta = madre ausente”. El cuento “La planta”, además de tener el mejor final de todos los que hay en este libro, se podría leer como una contraescritura de Las batallas en el desierto, pero sin todo el halo cursi y afectado de la supuesta historia de amor y, más importante, sin pretender que la experiencia individual de la pérdida refleja o condensa los cambios políticos, económicos y sociales de una ciudad o de un país. Aquí lo que hay, más bien, es una experiencia individual que no hay necesidad de explicar.
Finalmente, hay en el libro una propuesta de lectura que invita a la pausa y a la contemplación. Este no es un libro que se mueve al ritmo de la coyuntura política, social, cultural, etc. No es un libro que los cintillos publicitarios describirían como “urgente”. Es una colección de cuentos que parece escrita más para la relectura que para una apurada recepción editorial. Leerla es quedar suspendido, sin trucos ni afectaciones, en un presente difícil de entender. Escribir sobre estos cuentos hace más fácil escapar del otro síndrome que nos aqueja en estos tiempos, cuando la reseña literaria ha sido restringida al mero uso publicitario. Más o menos lo que quiero decir es que Quisiera quedarme quieta no es un libro emocionante del tipo que vas a consumir en dos horas porque no puedes dejar de leerlo; lo que estoy diciendo es que es un libro increíblemente bien escrito que te obliga a poner pausa y a poner atención. Y hacen mucha falta libros así.
Lilián López Camberos. Quisiera quedarme quieta.
Dharma Books, 2020.