El secreto de La Central

El secreto de La Central

La industria del libro se desploma, dicen. Las humanidades, la literatura, la poesía no son rentables, dicen otros. Un negocio no puede sobrevivir si no se atienden las leyes del mercado. Etcétera. Ni se desploma, son rentables y aquí está la prueba de ello, una de las bibliotecas más emblemáticas de España.

Tiempo de lectura: 20 minutos

Uno de los dueños de las siete librerías La Central —cuatro en Barcelona, tres en Madrid— se llama Antonio Ramírez y está sacando de su bolsillo una llavecita dorada para meterla en una ranura que está sobre el número 2 del ascensor de la nueva sucursal madrileña, muy cerca de la Plaza de Callao. La llavecita permite acceder al tercer piso, que no está abierto al público. El ascensor sube y en esos pocos segundos se superponen fantasías: libros que nadie más ha visto destellando como dientes de oro. Pero ahí, en el tercer piso de La Central de Callao, no hay nada de eso.

Es un salón más parecido al aula de una escuela de idiomas sin inaugurar que al ático de una gran librería —mil doscientos metros cuadrados y setenta mil libros en exposición—. Hay una gran mesa de madera clara con sus sillas a juego, cajas de cartón por el suelo, algunas estanterías pobremente llenas y eso es todo. En una esquina, una mujer de pelo corto y rojizo, de cuclillas frente a una caja —¿clasifica?, ¿revisa?—, levanta la cabeza, saluda, comenta algo a Antonio acerca de una cita y desaparece en el ascensor. Falta un cuarto de hora para las cinco. Antonio se sienta, dice que Marta Ramoneda, la mujer de pelo rojo que acaba de deslizarse hacia abajo, es la copropietaria de todas las librerías. Luego dice que sólo tiene quince minutos. Pone su teléfono sobre la mesa con el reloj bien visible.

Antonio Ramírez tiene cincuenta y tres años y aparenta algo menos a pesar de su melena blanca y vaporosa. Ayudan la camisa gris, que usa por fuera, con las mangas dobladas como si estuviera a punto de lavar los platos. Ayudan también los vaqueros, la figura menuda, la nariz de estatua y las cejas negras sobre los ojos pequeños, oscuros. De él podríamos decir que es colombiano, pero sólo porque en su partida de nacimiento figura Antioquia como departamento natal y porque las calles de Medellín lo vieron ir al colegio y asistir un par de años a clases de Ingeniería, carrera que no soportó porque desde muy chico se le había metido un vicio por el que renunció con alegría, con una sensación de descanso, a todo lo demás: los libros. No escribirlos: leerlos, comprarlos y venderlos. No era, desde luego, lo que se esperaba de él.

—Yo nací en una familia donde todos eran de vocación técnica. Mi padre era médico, mis hermanos ingenieros. Muy pocos libros había en casa, pero por razones raras a mí me empezó a gustar mucho la lectura y creo que mi padre se dio cuenta de que no me podía ofrecer libros porque no había una biblioteca, así que cuando yo tenía quince o dieciséis años me dijo: «Te voy a hacer una cuenta en la librería, ve tú y escoge». Había una librería en el centro de Medellín, yo iba y me pasaba muchas horas porque no podía gastar más de una cantidad de dinero determinada, así que debía escoger bien: si compraba la colección de Alianza Bolsillo o la de Bruguera o no sé qué. Aprendí de adolescente el oficio del libro sin darme cuenta. Quizá lo habitual es que alguien te da lecturas en casa o en la de un tío que tiene una biblioteca fantástica. Yo no, yo entré al libro por su parte más comercial, yo la biblioteca me la fui haciendo a mí mismo, un poco a tientas, comprándola. Luego empecé a trabajar en una librería cuando ya estudiaba la carrera. Un poco por casualidad. Eso que eres estudiante y buscas un trabajo por las tardes. Tuve la suerte de que la librería no tenía mucho público y me dejaban en la parte de arriba. Como alguien haga eso aquí en La Central… Así que me pasaba la tarde leyendo. Luego me dejó de interesar la carrera de Ingeniería.

A los veinte años, el niño que negociaba consigo mismo para comprar libros, el estudiante de Ingeniería que quería dedicarse a otra cosa, el empleado que leía a escondidas en la segunda planta de una librería de Medellín, abandonó definitivamente la carrera y su país, Colombia. Emigró primero a México, donde trabajó —aprendió el oficio de librero siendo librero— en la librería El Juglar, y luego a España, donde se quedó. Mucha gente recuerda a Antonio como el buen librero de Laie, considerada la mejor librería de Barcelona hasta que en 1996, él mismo y su socia Marta, fundaron en esa ciudad La Companyia Central Llibretera, La Central, y rápidamente se convirtió en hito —parada, destino, fetiche— para los amantes del libro.

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