Perder la patria: El éxodo entre Haití y República Dominicana
Diego Cobo
Fotografía de Fran Afonso
En 2013, República Dominicana dejó sin nacionalidad a más de 200 mil ciudadanos. Miles de ellos malviven en campamentos en una tragedia humanitaria de la que casi no se habla.
Una noche calurosa del año 2000, el pastor Toussaint tuvo un sueño. Tomó las pocas pertenencias con las que vivía en Thiotte, la comunidad del sur de Haití en la que había nacido, muy cerca de la frontera con República Dominicana, caminó 40 kilómetros hacia el sur y se instaló en un terreno baldío conocido como Parc Cadeau: Parque Regalo. Toussaint sabía que tenía que estar en ese sitio al que lo había llevado un sueño, una tierra yerma a las afueras del pueblo fronterizo Anse-à-Pitres, y levantar una iglesia. Pero aún no sabía por qué.“No fui yo quien lo eligió, fue Dios”, dice, a la sombra del templo improvisado que levantó con sus manos. En Parc Cadeau el sol aplasta cualquier rastro de vida. Apenas se dejan ver unos arbustos conocidos como mezquites. El pastor evangelista, un hombre de piel color café y finas arrugas, comenzó a predicar ante los pocos feligreses que se acercaban a la iglesia. Al principio, llegaban desde las lomas cercanas y de Anse-à-Pitres; algunos lo hacían desde el otro lado de la frontera, desde República Dominicana. Y Toussaint realizaba sus prédicas en este lugar deshabitado.
Pero en junio de 2015 comenzaron a llegar más personas. Bajaban de las montañas y se instalaban en torno a la iglesia de madera y techo de palma. Venían también por el camino de tierra que comienza en la frontera y atraviesa Anse-à-Pitres, cargando con sus hijos y los fardos que la urgencia les había dado tiempo de armar.
—Empezaron a instalarse en este terreno —recuerda ahora Toussaint—. Esto estaba lleno, llenísimo de casas. Yo tuve miedo de tanta gente. Fui a ver al dueño del terreno de enfrente para ver si podían instalarse ahí.
Los nuevos habitantes eran haitianos desplazados que abandonaban en tromba la República Dominicana. Habían emigrado décadas atrás, llevados por sus padres y, a su vez, tenían hijos nacidos en Dominicana, el único país que conocían y que, a esas alturas, era su país. Pero ahora un complejo laberinto legal dificultaba su estadía y el pastor Toussaint, después de más de una década, entendió el significado de la revelación que había recibido en aquel sueño ya lejano.
Los desplazados comenzaron a montar pequeñas casas improvisadas con palos y maderas de árboles de los alrededores, arrancaron el plástico que impedía que los líquidos se filtraran en la tierra que cubría un vertedero instalado gracias a un proyecto de cooperación y, con eso, se cubrieron del sol y de la escasa lluvia.
CONTINUAR LEYENDO—Yo les ayudé y tuve problemas con la alcaldía de Anse-à-Pitres —dice Toussaint en criollo, en el campamento conocido como Parc Cadeau II—. Los jefes (las autoridades locales) me han amenazado de muerte porque no querían este problema aquí. Cuando el alcalde habló conmigo, me preguntó por qué había metido a esta gente. Pero yo le dije que esta tierra es de Dios y que la gente necesita estar aquí.
A pesar de que hay otros cuatro campos de desplazados en los alrededores, donde malviven cerca de 3,200 personas, la voz de socorro no ha llegado muy lejos. A finales de junio del 2015, la primera dama haitiana merodeó por la zona para conocer la situación, pero apenas dio una vuelta y regresó a Puerto Príncipe. Los gritos se escucharon más alto en noviembre, cuando una epidemia de cólera mató a más de 30 personas en estos campamentos. Pero pronto volvieron a apagarse. Ahora, en junio de 2016, hace más de seis meses que nadie trae comida.
* * *
Haití es uno de los países más pobres del planeta. El último Informe sobre Desarrollo Humano, publicado en el año 2015, lo situó en el número 163 de una lista de 188 países. La Republica Dominicana, el país vecino y con el que comparte esta isla del tamaño del estado de Zacatecas, estaba en el puesto 101. Mientras la renta per cápita de Haití es de apenas 829 dólares al año, la de Dominicana es de casi 6,400, según el Banco Mundial. La diferencia entre ambas naciones ha sido, desde el siglo XIX, motivo de la migración desde Haití hacia Dominicana.
Pero el retorno del que empezó a ser testigo el pastor en Parc Cadeau —66,000 personas durante el verano del 2015— tenía una lógica invertida, ya que ahora la población se desplazaba hacia el país más pobre: el motor ya no era la economía, sino el miedo.
Los primeros haitianos que abandonaron República Dominicana fueron quienes vivían en el límite con Haití: sólo tuvieron que cruzar una línea que, en las zonas remotas, es imaginaria: la frontera. Así nació Tête à l’Eau, el primero de todos los campamentos. Después vendrían Parc Cadeau II, donde Toussaint pronto se vio desbordado; Fond Jeanette; Savane Galata y Parc Cadeau I, donde vive Melane Gustavo, de 40 años, aunque los acentuados tendones del cuello y una sonrisa a medio completar le echan encima una década más.
—Allí trabajaba negociando. Yo vendía ropa y zapatos, tela nueva. Buenos negocios para manejar mi pesito. Mucho tiempo están amenazando, y después no puede pasar del 16: si va a estar más allá, te va a matar. Tú oyes lo que dicen, están hablando mal, no puedes quedarte.
Melane nació en Haití, pero a los diez años se trasladó, junto a sus padres, a República Dominicana, donde trabajaron en el campo. Allí creció, se casó y tuvo siete hijos. Al otro lado de estos campos resecos donde ahora vive, en el país que la acogió durante tres décadas, construyó una casa. Y de esa casa, ubicada en un pueblo dominicano llamado Aguas Negras, más allá de una línea que divide ambos países —a ratos imaginaria, otras veces un alambre de espino—, huyó el 15 de junio del 2015, al amanecer.
Pasado el mediodía, el aire hierve entre los pasillos de Parc Cadeau I, un campamento en el que viven 500 personas. Existe desde hace un año, y tiene un carácter mínimamente organizado: una escuela que también sirve de iglesia, parcelas divididas por alambre de espino donde los niños juegan con lo que encuentran, un líder religioso y unas casitas que a veces, incluso, llegan a tener un aspecto sólido, como si esta vida improvisada fuera a durar mucho tiempo, quizás años.
En el interior de su casa de adobe con rendijas por las que se cuela la luz, dos de los hijos de Melane reclaman atención mientras afuera se cuecen fideos en una olla. Melane aparta continuamente a sus hijos, que se enredan en la cama, para recordar que las amenazas antes de marcharse eran continuas: en la calle, en las tiendas, en la televisión, en las ondas radiofónicas.
—En la radio decían que todo el mundo estaba recogiendo. Pues yo también —tartamudea en criollo haitiano, su lengua materna, pisada por un castellano difícil, desde el colchón de espuma donde duerme junto a tres de sus siete hijos—. Decían que a ellos se los podía llevar el camión de inmigración y los chicos podían quedarse abandonados. Uno lo veía en las noticias: que no podías quedarte, que no podías caminar por la calle.
—Y si se hubiera quedado, ¿qué habría pasado?
—La gente que no tiene papeles, todita vino para acá. Después uno no tiene papeles, no puede. Mi marido me dijo: mejor pasar miseria que morir aquí.
Agarraron lo poco que tenían, cruzaron la frontera y se instalaron bajo una tienda que armaron con trozos de lona. Al día siguiente comenzaron a construir una de las viviendas más firmes del campamento. Aunque todos sus hijos nacieron en territorio dominicano, no tienen ningún tipo de documento que lo acredite: “Dominicanos no dar papeles”, sentencia.
—¿Los inscribió?
—No se puede.
—Pero, ¿fue a la oficina?
—No se puede.
—Pero, ¿ha ido?
—Nunca.
Sucede muchas veces: los padres —migrantes— se dedican a trabajar para conseguir un sustento. Al estar ocupados en el campo, vivir en lugares apartados y junto a compatriotas haitianos, muchas veces no hablan castellano y, así, no logran informarse.
* * *
El odio hacia los vecinos haitianos no es nuevo. La línea fronteriza entre Haití y República Dominicana está establecida por límites naturales —ríos que rayan de norte a sur la isla— y se hizo firme el 21 de enero de 1929. Ya por entonces un sentimiento antihaitiano recorría Dominicana, liderada por Rafael Trujillo, el dictador del que Mario Vargas Llosa escribió en La fiesta del Chivo, que “podía hacer que el agua se volviera vino y los panes se multiplicaran, si le daba en los cojones”. Durante una fiesta el 2 de octubre de 1937, en Dajabón, otro de los puntos fronterizos, Trujillo dio un discurso inflamado contra los haitianos que vivían en el país, acusándolos de robar ganado. Durante diez días, los militares barrieron Dominicana en episodios bautizados como la ‘masacre del perejil’. A los sospechosos de ser haitianos —su piel es más oscura— les exigían que pronunciaran la palabra “perejil”. Los haitianos, que hablan criollo, pasaban la ‘r’ por encima, sin pronunciarla, así que era fácil desenmascarar su ascendencia. Aunque no hay cifras exactas, se estima que se asesinaron entre 9,000 y 20,000 personas de esa nacionalidad. En los años noventa el gobierno llevó a cabo una oleada de expulsiones masivas de haitianos y, en la última década, la Junta Central Electoral (JCE) comenzó a negar —sin respaldo legal— los documentos a los descendientes de haitianos naci-dos en Dominicana. A los episodios históricos se sumaron los sectores nacionalistas, que volvieron a encender aquella hoguera.
En Santiago de los Caballeros, la segunda ciudad más grande de Dominicana, el 11 de febrero del 2015 mataron a un joven haitiano y colgaron su cadáver de un árbol del parque Ercilia Pepín. Apenas un mes más tarde, en la misma ciudad, asesinaron a otros dos. En abril, en Moca, una ciudad al norte del país, se apaleó a ciudadanos haitianos, se quemaron sus pertenencias y se saquearon sus casas. En las calles de Santo Domingo, la capital, se hicieron pintadas —“Fuera haitiano ilegal”— y manifestaciones clamando detener la “haitianización del país”. Los grupos nacionalistas empezaron a armar ruido: el diputado Marino Vinicio, líder de Fuerza Nacional Progresista, pidió detener la invasión haitiana y el Movimiento Patriótico Independiente amenazó de muerte a cuatro periodistas dominicanos, acusándolos de “traidores a la patria”.
—Todos estamos cansados y ya han cesado los llamados a matar: ellos juegan al olvido.
Juan Bolívar, que aún no se ha desanudado la corbata, está en su despacho de Tele Antillas, el canal donde presenta el matinal Uno+Uno. Bolívar es un periodista veterano, y uno de los referentes de la República Dominicana. El gobierno, ante las amenazas del Movimiento Patriótico, un partido ultranacionalista, le ofreció escolta policial, un chofer militar y un arma —en este orden—, pero él rechazó todo porque “era una manera de controlarme”. A cambio, pidió al gobierno que rechazara los llamados a matar de esos grupos extremistas. Pero no lo hicieron. Junto a otros tres periodistas, Bolívar convocó una rueda de prensa el 2 de febrero del 2015 para denunciar las amenazas vertidas por los ultranacionalistas la semana anterior durante dos actos que habían organizado en Santiago de los Caballeros y Azua. “Estamos llamando a que los traidores antidominicanos merecen la muerte: los Juan Bolívar, los Huchi Lora, los Cavada, merecen la muerte porque traicionan la patria dominicana”, dijo abiertamente uno de los asistentes ante una cámara de televisión.
En la rueda de prensa tomó la palabra Huchi Lora para acusar a los promotores, “agrupaciones minoritarias que pretenden crecer basadas en la promoción del odio y buscando conducir a la República Dominicana a mayúsculos conflictos y profundas dificultades”. Un año antes, el propietario de una empresa de publicidad había llevado a la imprenta del diario El Caribe el encargo de imprimir un millón de copias con la caricatura de Bolívar y Lora con los lemas “traidores a la patria” y “muerte a los traidores” para regar Santo Domingo desde una avioneta y un helicóptero. Los propietarios de la imprenta se enteraron y paralizaron la impresión, cuya factura ascendía a más de 8,000 dólares, un indicador de que la campaña de amenazas tenía un amplio respaldo: aquella empresa de publicidad había pagado en 2012 los avisos televisivos de la campaña electoral del partido nacionalista Fuerza Nacional Progresista. Así que Huchi Lora quiso ampliar el círculo de responsables.
Y dijo: “Preocupa que personalidades de alta jerarquía contribuyan a alentar el odio y la exclusión denunciando una supuesta trama contra la integridad de la patria”.
Bajo la Constitución que rigió al país hasta el año 2010, toda persona nacida en territorio dominicano tenía esa nacionalidad. Sólo había dos excepciones: los hijos de diplomáticos y personas en tránsito. La reforma constitucional en el año 2010 redujo el derecho a la nacionalidad únicamente a los hijos de los residentes legales: nacer en la República Dominicana ya no garantizaba la nacionalidad.
Tres años después, el Tribunal Constitucional ordenó a la Junta Central Electoral que aplicara aquella reforma de manera retroactiva y despojara de la nacionalidad a las personas que hubieran nacido en el país a partir de 1929. Aquella excepción para otorgar los derechos de ciudadanía, denominada “de tránsito” y cuya extensión eran un puñado de días, ahora era de 84 años.
De repente, 200,000 personas se quedaron sin patria: los descendientes de los emigrantes haitianos.
El 17 de junio de 2016 se cerró en Dominicana el plazo para inscribirse en el Plan Nacional de Regularización de Extranjeros (PNRE): la última oportunidad para que los extranjeros pudieran normalizar su situación legal.
En Dominicana, donde hay medio millón de inmigrantes —de una población de nueve millones— el 87% eran haitianos. Después de largas colas e inmensos obstáculos para entregar la documentación, del casi medio millón de haitianos lograron inscribirse apenas 260,000. Y explotó, entre ellos, el miedo a que los deportaran.
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—Los casos de deportaciones han aumentado un 300%, pero no podría explicar el motivo: los sacan del sector de Dominicana y los meten a la fuerza en el sector haitiano —explica el capitán Gustavo Hirsch en el barracón que hace de oficina de los cascos azules.
Desde el cuartel, instalado en el año 2004 en el marco de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah) en Anse-à-Pitres, llevan un registro de las deportaciones oficiales, muchas teñidas de irregularidades. Mientras la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) ha denunciado la expulsión de niños no acompañados o deportaciones al margen del convenio que firmaron los dos países en 1999, ACNUR ha estimado que 1,600 personas con derecho a la nacionalidad han sido expulsadas ilegalmente. Amnistía Internacional, por su parte, ha exigido la paralización de las deportaciones, ya que no estaban entregando a los afectados las órdenes de expulsión. Según ¿Dónde vamos a vivir?, un informe de esta organización publicado en junio, entre agosto del 2015 y mayo del 2016 han sido deportadas a Haití más de 40,000 personas de manera forzada. Más de 66,000 lo hicieron de manera ‘voluntaria’, como lo llamó el gobierno dominicano. Pero la razón de su partida ‘voluntaria’ era el miedo.
En las instalaciones de la policía de Naciones Unidas sólo se escucha el bramido del motor que refrigera el ambiente y la voz de Hirsch, que dice que a partir de febrero, momento en el que se producían dos o tres expulsiones diarias, los desplazamientos han aumentado.
La presencia de la policía en la frontera entre uno de los países más pobres del mundo y otro que los expulsa, no altera una convivencia tranquila. En los años de misión no ha habido muchos momentos críticos, a pesar de que en ese tiempo los vecinos han quemado un puesto de aduanas y arrancado de cuajo el portón metálico de la frontera. Al cuartel de los cascos azules tan sólo han llegado unas pedradas que partieron varios cristales.
Sin embargo, la crisis de los desplazados ha supuesto un problema añadido: la criminalidad. Al mediodía, mientras nuestro carro regresa de uno de los campamentos, nos cruzamos con dos todoterrenos con cascos azules, policías haitianos y el juez de paz, que persiguen a un grupo de personas que han robado unas motocicletas. Al regresar, el capitán explica que la “larga frontera, sin mayor vigilancia, favorece que se puedan efectuar robos”. Y muchos de esos criminales se ocultan en Parc Cadeau II.
La histórica situación difícil de Haití se ha visto agravada debido a la peor crisis alimentaria de los últimos tres lustros; al terremoto del año 2010, que se llevó la vida de 200,000 personas, y a una sequía que ha arrasado las tres últimas cosechas. Pero la vida en los campamentos es —si cabe— aún más miserable.
—Si queréis ir mañana a Parc Cadeau II, conviene que vengáis con nosotros.
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Al cruzar el puesto fronterizo en un Toyota desvencijado rumbo al campo de desplazados con peor fama, a Alexis Derache no le piden documentos. Los guardias dominicanos que se resguardan del sol debajo de un árbol abren los dos portones que custodian, un gesto que imitan los agentes haitianos. Alexis golpea el claxon en un gesto de agradecimiento y el carro enfila una carretera de piedra: lo primero que se ve es un campo de futbol donde están levantando el nuevo edificio de aduanas, después se atraviesa el pueblo de Anse-à-Pitres, de donde sale un camino polvoriento que se pierde en el horizonte.
Alexis es la persona que más de cerca conoce la crisis de las más de 3,000 personas varadas en los campamentos y una de las pocas que asiste a los desplazados, además del padre Thiote, el cura de la localidad de Anse-à-Pitres. En el mes de julio del 2015, tras el estallido de la crisis migratoria, escribió un reporte junto a los cascos azules que se envió a varias agencias de Naciones Unidas.
Días antes había visitado el campamento de Fond Jeanette, encaramado en las montañas, y se había alarmado por el estado de abandono de los migrantes. El líder del campamento le comentó que el alcalde les proveía de alimentos. Dos semanas después recibió una llamada: ya nadie llevaba comida. “Nos estamos muriendo de hambre”, le dijeron.
Aquel reporte escrito con urgencia hizo que la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) organizara una reunión en Anse-à-Pitres con el alcalde, pero no consiguieron ningún compromiso. Mientras, Alexis, que en el 2011 había fundado la Asociación Ayitimoun Yo —un orfanato con 45 menores— seguía el rastro del campamento, informando semanalmente a OCHA, llevando la comida que el exiguo presupuesto del orfanato les permitía, además de los 500 dólares que mensualmente les enviaba la Fundación por la Paz desde Estados Unidos para comprar comida.
Pero noviembre fue el mes en que el problema —por fin— saltó a la prensa. No fue porque cientos de personas vivieran en casas construidas con papeles de periódico y se estuvieran muriendo de hambre, sino porque había un brote de cólera. Se organizó una reunión de urgencia a la que acudieron, además de las autoridades locales, el embajador de Estados Unidos en Haití, OCHA, la Oficina para la Ayuda Humanitaria de la Comunidad Europea (ECHO) y una docena de ONG. Anse-à-Pitres ardía en movimiento.
—No estábamos invitados a la reunión, pero nos llevaron nuestros colegas de Fundación por la Paz —rememora ahora Alexis— y allí montamos un lío: pedimos la palabra y empezamos a contar la verdad, lo que estaba pasando. Como no teníamos nada que perder y no recibimos fondos ni subvenciones de ellos, conté todo: las fechas, quiénes estaban dando dinero, lo que hacíamos con el cura, una monja que también ayudaba. Y que los demás no estaban haciendo nada. No tenían ni idea de lo que estaba pasando.
Durante la crisis de cólera, en Anse-à-Pitres se empezó a correr el rumor de que los desplazados habían traído la enfermedad, recordando las peores pesadillas después del terremoto, cuando la epidemia se llevó la vida de 8,000 personas.
Pero el cólera desapareció, las organizaciones que habían trabajado en la emergencia finalizaron su trabajo y las más de 3,000 personas de los campamentos siguen viviendo entre los remolinos de polvo que el viento árido arranca de la tierra.
Esta parte deforestada de la antigua isla conocida como la Española está rodeada de un cinturón montañoso que asfixia la tierra y cuya manifestación más explícita es un clima reseco con unas temperaturas de infierno y unas precipitaciones escasas: si en Santo Domingo caen 1,447 litros por metro cuadrado al año y en Puerto Príncipe más de 2,500, en esta región llegan apenas a 514.
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Parc Cadeau II es uno de los campamentos más miserables de los cinco que motean la frontera. El terreno no da más de sí, por lo que los nuevos desplazados —que siguen llegando— se empiezan a instalar en los bordes de la carretera.
Los niños caminan desnudos con la desnutrición hinchando las barrigas, los ojos, las infecciones. En Parc Cadeau no hay ánimos para existir, pero Yilanda Yuseff despliega una sonrisa de dientes perfectos. Cristopher, el bebé de dos años que sostiene entre sus brazos, lleva más de veinte minutos ahogado en un llanto eterno.
—Hay mucho polvo —se queja la madre—, y no tenemos para llevarlo al hospital: no tengo cuartos.
Yilanda, 28 años, llegó al campamento el 15 de julio junto a sus cuatro hijos en una caminata de tres días desde Paraíso, una comunidad a la orilla de la carretera volcada al mar Caribe, a 85 kilómetros de la frontera. El miedo, como en el caso de sus compatriotas haitianos, había sustituido a la promesa de un futuro mejor: “Si yo tengo papel, yo vuelvo. Vuelvo sólo si tengo papel”. Naily, su niña de cuatro años, mira con indiferencia. Parc Cadeau II es el campamento más grande y viven aquí 1,000 personas. Los cascos azules alertan sobre los peligros que amenazan, pero es temprano y se respira cierta tranquilidad. Los robos, la delincuencia y las violaciones a menores, dicen, se producen al caer el sol.
Aquí armó su casa Andrés Jilien tras ser expulsado de Higüey. Andrés tiene 42 años y se ríe a carcajadas cuando habla, como si todo fuera un absurdo, y se empeña en que conozcamos el refugio que ha forrado con cartones, toallas y telas. Pero el sol fustiga demasiado y tras conocer su chamizo acabamos hablando debajo de uno de los pocos árboles que hay al otro lado de la carretera.
Tiene la cara delgadísima, que disimula con una gorra descolorida por el sol. Nació en la Provincia de El Seibo, en Haití. Ahora tiene seis hijos, un castellano atropellado y su esposa, muerta. A los cuatro años cruzó la frontera hacia Dominicana. El 14 de junio de 2015 salió temprano de casa para trabajar en la construcción. Agentes de inmigración le pidieron documentos y Andrés dijo que no tenía porque los tígueres, bandas de delincuentes, se los habían quitado. Les dijo que podían ir a buscar a su patrón, que iba a poder decirles que él iba a trabajar. Les dijo, también, que tenía seis muchachos en casa, un pequeño patio con gallinas, que pagaba 45 dólares de alquiler. Pero los policías sólo dijeron: “Usted no tiene papeles”.
—No discutí: subí a la guagua —recuerda—. Me trancaron dos o tres horas y volvimos a subir a la guagua a buscar a otra gente, para completar —continúa—. Yo dije: “Los hijos míos no los voy a dejar atrás”. Dieron permiso para ir a buscarlos, fuimos en la guagua. Ya vinieron juntos conmigo.
Un autocar de inmigración —vehículos escolares amarillos, revestidos
de rejas, que culebrean por las carreteras de la República Dominicana— fue a su casa. Recogió a sus hijos, fueron a ‘cazar’ a más personas sin papeles y pusieron rumbo al cuartel policial de Pedernales, 500 kilómetros de viaje. Y así fue como 38 años después Andrés volvió a ese suelo que no conoce con seis hijos que no tienen patria, puesto que jamás los registró en el país en el que nacieron; Haití les es ajeno. Lo único que ha conseguido, hasta ahora, es un carné haitiano donde se le identifica como “deportado”.
—Los muchachos nacieron en la casa, entonces no tienen papel, así que no se les puede declarar —explica Andrés—. No nacieron en el hospital, sino en el campo. Cuando nacen allí, no hay cuarto para pagar el pasaje y registrarlos.
Los hijos de Philomene Caristill, por ejemplo, dejaron de existir. La voz carrasposa de esta haitiana que llegó a la República Dominicana en 1991 cuenta cómo comenzó la huida inversa hacia Haití, el país en el que ella había nacido.
—Tuve que pagar 2,000 pesos para ir de Barahona a Pedernales con mis hijos: no hay cuartos para ir en guaga porque hay que pagar muchos a ellos [a la policía] porque no tienes documentos a ver si pasan conmigo.
Philomene tiene 40 años y un pañuelo alegre anudado a la cabeza que contrasta con la casa donde vive, remendada con andrajos que tiemblan con el viento. Un amplio vestido rosa rasgado por la mitad hace de pared, con cartones y una sábana que no llega hasta el suelo. Philomene cuenta la historia de su hijo —dientes blanquísimos, una camiseta dos o tres tallas más grande que la que le corresponde y la cara embadurnada de tierra—, cuando nació hace siete años en el hospital de Pedernales.
—Todavía no va a la escuela porque no tiene acta de nacimiento dominicana. Ellos no dan, no dan papeles: por envidia.
Cuando nació y pidió el certificado de nacimiento, lo único que recibió fue una cartilla de vacunación y unas palabras de la doctora que la atendió: “Usted tiene que tener la cédula dominicana para tener el acta”. Una práctica —la de negación de documentos— que ya en el año 2002 Human Right Watch (HRW) había denunciado. Entre una larga lista de exigencias, habían dicho que “los hospitales deben suministrar papeles de maternidad a todos los niños nacidos en sus centros, independientemente de si sus padres tienen o no tienen documentos” o “los funcionarios del registro civil dominicano no debe exigir a los padres de niños nacidos en la República Dominicana que presenten cédulas para obtener las actas de nacimiento de sus hijos”.
A la casa de Philomene llega el olor de la leña que humea para cocinar mientras tres de sus hijos están jugando dispersos. Señala a la hija que está junto a ella, una niña sonriente con las rodillas teñidas de polvo, y dice triste:
—Te puedes ir a Pedernales, y esa muchacha hablando, brbrbrbrbrbr, y aquí quedar callados.
En el trayecto entre la capital y la frontera con Haití —300 kilómetros que bordean la costa sur— hay seis controles de militares que suben al autocar, con bastante indiferencia, a pedir la documentación. A los haitianos siempre los amenaza el mismo vértigo: que la policía los encierre en el autobús y los expulse al otro lado de la frontera, donde “está el infierno negro. Sangre y hambre, miseria, pestes”, como escribió de Haití Eduardo Galeano.
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Cuando las más de 200,000 personas quedaron sin patria, las denuncias e informes de organizaciones internacionales se redoblaron. Hasta entonces eran prácticas informales, ajenas a la ley, pero la sentencia del año 2013 confirmó que la discriminación era algo más que una anécdota: se estaba respaldando desde el Estado. Así, en 2014 se puso en marcha la Ley de Naturalización, conocida oficialmente como Ley 169-14 que trató de remendar una situación humana insostenible.
La disposición para recuperar la nacionalidad dividió a los afectados, todos hijos de inmigrantes, en los grupos A y B. La diferencia era que los del grupo A eran hijos de inmigrantes con permisos de residencia y estaban inscritos en el Registro Civil. El grupo B, por su parte, era invisible: sus padres estaban de manera irregular en Dominicana y nunca habían estado inscritos en ningún registro. Del grupo A se creó una lista
de 55,000 personas, de las que 43,000 eran de ascendencia haitiana. A día de hoy, sólo han recuperado la nacionalidad unas 11,000.
“El tema no está resuelto. La ley no tuvo el impacto que se necesitaba”, opina Rosa Iris Diendomi, portavoz del Movimiento Reconocido, un grupo de activistas creado por los jesuitas que lucha por los derechos de los desnacionalizados.
En el salón del Centro Bonó, en la capital dominicana, Rosa Iris desmenuza las trampas de este trabalenguas que, al igual que la Ley de Regulación de Extranjeros, está plagada de obstáculos. Por eso, insiste, “estamos tratando de desmontar que el problema está resuelto”.
Desde fuera del país, hay voces recientes que también desmienten la eficacia de la ley. El alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, dijo estar preocupado por las deportaciones e hizo un llamamiento a “respetar los derechos básicos de todas las personas y evitar peligros de humillación” en un comunicado difundido el 17 de junio de 2015, el mismo día que terminó el plazo para acogerse al Plan de Regularización. Cinco días después, en su cuenta de Twitter, intensificó las críticas: “Las acciones de la República Dominicana contra los descendientes de haitianos son deplorables”. La Comunidad del Caribe (Caricom) pidió en un comunicado, el 24 de junio, que la Republica Dominicana se adhiriera a los principios de la comunidad para “no permitir que estas personas se queden sin Estado”; mientras que una delegación de la Organización de Estados Americanos (oea) viajó de urgencia y emitió un informe alertando sobre el peligro de que miles de personas se quedaran sin nacionalidad.
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El Observatorio de Migración y Desarrollo en el Caribe (OBMICA) sigue de cerca la crisis humanitaria desde antes de que se desbordara en junio del 2015. Aunque en esa fecha comenzó la emergencia, también comenzó una particular cuenta atrás.
—Parte del problema no son sólo las expatriaciones, sino cosas que hemos documentado: personas expatriadas por error, personas que no han podido llevar sus bienes, separación familiar, no se ha informado a las autoridades haitianas de lo que pasa o la inexistencia de órdenes de expulsión individuales —opina Bridget Wooding, directora del OBMICA, en la sede de la organización en Santo Domingo.
El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) es la agencia de Naciones Unidas encargada de dar asistencia legal y buscar solución para las personas apátridas, “aquellas que no son reconocida por ningún país como ciudadano”, según su propia definición.
En diciembre pasado, el ACNUR publicó el estudio Tendencias del Primer Semestre del 2015, donde se afirma que “se ha reducido su estimado de apátridas en el país de la cifra original de 210,000 personas a 133,770. La cifra original de 210,000 incluía a toda la primera generación de personas nacidas en República Dominicana de ascendencia haitiana. Y continuaba: “El ACNUR explica que la cifra de 133,770 no representa la totalidad de personas sin nacionalidad en el país y que por lo tanto podría ser considerablemente mayor”.
Bridget también cree que es difícil saber con exactitud la cifra de apátridas, sobre todo porque aquellos que la ley cataloga como grupo B están en una situación más vulnerable. “Su tendencia es retirarse aún más, ir más hacia la sombra. Hay que tratar de recuperar la confianza para hacerles ver que tienen el derecho a normalizar su situación”, opina la directora del observatorio, “pero es difícil en un país en que la gente, debido a la historia reciente, tiende a desconfiar”. Muchos de los huidos a Haití pertenecen a este grupo.
Pero la mayoría de las personas del grupo A viven al este de la República Dominicana, donde se instalaron sus padres años atrás. Desde el siglo XIX, grandes oleadas de haitianos migraron para trabajar en la industria azucarera. Los dos países firmaban acuerdos por los que se transfería la mano de obra haitiana y los braceros habitaban en comunidades en las que mantenían su lengua, sus costumbres, su cultura y su religión en terrenos ocupados conocidos como bateyes. “Éstos lugares son la más clara ilustración de por dónde va la realidad”, opina la activista y portavoz del Movimiento Reconocido.
En el batey Ulloa, al este de la República Dominicana, muy cerca de San Pedro de Macorís, las casas están hechas de planchas de hojalata, cinc y madera que, unidas y encajadas entre sí como un puzle, aguantan las embestidas del viento, las lluvias y las espirales de humo que desprende la quema de la caña de azúcar, que cae como si fuera nieve.
Tras un largo camino de tierra custodiado por inmensos campos de caña se llega a esta comunidad agrícola donde las calles son de tierra y los habitantes se quejan por las condiciones de sus casas. “La casa no sirve”, dice una vecina en su casa con el tejado agujereado, mientras da golpecitos a las paredes.
La disposición que arrebató la nacionalidad a miles de personas afectó con fuerza en estas comunidades rurales donde los haitianos llegaron con permisos de trabajo, primero se instalaron en barracones controlados por el Estado y después, al tiempo que levantaban sus propios hogares, fundaron una familia.
Yolanda Yambatis Franzua nació aquí hace 19 años, pero la sentencia del 2013 le quitó su nacionalidad. Forma parte del llamado grupo A: estaba inscrita en el Registro Civil y tiene acta de nacimiento.
En El Informe sobre la situación de los derechos humanos en la República Dominicana, que vio la luz el pasado mes de febrero, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos mostraba que las raíces del racismo estaban en “la intersección de diversas formas de discriminación hacia la población de ascendencia haitiana, por un lado basada en la resistencia a la negritud enraizada en la sociedad dominicana y por otro en el recado a la población haitiana mediante la ideología del antihaitianismo”.
—Tengo mi acta de nacimiento, soy dominicana, pero la decisión está en la mano de ellos. Yo cumplo con los requisitos, pero no me lo quieren dar —explica Yolanda en el patio de su casa ante la atenta mirada de sus padres y uno de sus hermanos—. No estoy trabajando porque ahora mismo, para trabajar, necesitas la cédula. Terminé los estudios en el 2013 y estoy esperando para trabajar: no he podido avanzar sin la cédula.
La Junta Central Electoral (JCE) es el órgano encargado de otorgar las cédulas para recuperar la nacionalidad, pero el Centro de Derechos Humanos Bonó denuncia la violación de un derecho que reconoció la Ley de Naturalización, debido a que hay obstáculos materiales y económicos para acceder a su documentación, además de que los funcionarios niegan los documentos.
La activista Rosa Iris Diendomi, de padres haitianos, cree que si del listado que publicó el gobierno sólo ha recuperado la nacionalidad una quinta parte, las personas que se quedaron fuera son muchas más. “Las personas afectadas por la sentencia van mucho más allá de las 55,000 que reconoció la ley”, lamenta, “pues de cada diez personas afectadas que acompañamos, sólo dos o tres están en ese listado”.
Yolanda está en esa lista, pero no dice que sus padres son haitianos: dice que “son extranjeros”. Y relata algunas de las dificultades que tiene a pesar de haber conseguido un documento en el que se lee “acta para fines de cédula”.
—Cuando voy a la JCE, me dan 15 días, a veces un mes. Mi caso se encuentra difícil. Cada vez que uno va, le cogen la copia y dicen que lo van a mandar a la capital. Ahora, si yo tengo un hijo no lo puedo declarar, va a estar como nadie en el país. Para trabajar se necesita cédula, para ir al médico, para estudiar… Para todo se necesita la cédula. Es un problema demasiado grande.
Yolanda vive junto a sus 10 hermanos y su padre Ginel, que llegó al batey Ulloa en 1989 y hasta el año 2004 tuvo un permiso de trabajo. Ahora enseña su cédula, caducada desde el año 2004, que espera renovar ahora —12 años después— si consigue reunir los 90,000 pesos de penalización, unos 2,000 dólares. Una tarea difícil para alguien que gana poco más de 30 dólares a la semana y alimenta a 11 hijos y dos nietos.
Ginel perdió su brazo izquierdo en 1976 en el fuego. Él lo atribuye a una posesión del demonio en una de las ceremonias de vudú haitiano. Así que tres años después se convirtió al cristianismo. Más tarde, en los cañaverales donde trabaja, donde termina el poblado, Ginel comienza a cortar la caña a un ritmo endiablado, con un solo brazo.
* * *
Ser apátrida es una enfermedad hereditaria, que pasa de padres a hijos. Y eso es algo que preocupa a Yuli Yendillen, de 23 años y vecina del batey Canutillo, una vieja comunidad azucarera situada a apenas dos kilómetros de Ulloa y donde unos chicos juegan al béisbol con palos improvisados y los adultos se reúnen, al atardecer, a jugar al dominó.
Yuli se ha quedado en casa esta tarde e interrumpe el baño a su hijo cuando llegan otras dos chicas que también se encuentran entre la nacionalidad y la nada, a pesar de que no conocen otro lugar que esta población enclavada entre inmensos campos de caña de azúcar que despeina el viento.
A la conversación en casa de Yuli, todas acuden con una carpeta de documentos en la mano con sus actas de nacimiento. Una vez Yuli estuvo a punto de conseguir su cédula de identidad. Incluso le hicieron la fotografía que aparecería en el carné, así que se fue a casa convencida. Pero aquel proceso se paralizó y lo único que tiene cinco años después es un documento donde se lee la fecha de entrega de su cédula de identidad: 28 de junio de 2011. Aún sigue esperando. Cuando nació su hijo Samuel, en el hospital dominicano, ella pidió el certificado de nacimiento pero se lo negaron.
—La condición es tener la cédula —dice en su casa, espartana pero impoluta, con las estancias divididas por cortinas y planchas de cinc—. Si no la tienes, no puedes inscribirte.
Un año después, junto a 27 jóvenes de San Pedro de Macorís, pusieron un recurso de amparo. El juzgado les dio la razón, pero la Junta Central Electoral lo denegó. Ahora su hijo está inscrito en el libro de extranjería, el registro donde se inscribe a los hijos de los inmigrantes que viven en el país de manera irregular. Pero Yuli, que nació aquí y estudió aquí y tiene el derecho de conseguir su nacionalidad, es dominicana. Y si ella es dominicana, su hijo también lo es.
Durante la Cumbre Ordinaria de Jefes de Estado y de Gobierno del Sistema de la Integración Centroamericana, celebrada en Guatemala a finales de junio del 2015, Danilo Medina, presidente de la República Dominicana, negó que su país fuera una fábrica de producir apátridas, llegando a afirmar que era “una campaña sucia y de descrédito” contra el país. “No aceptaremos tampoco el chantaje con acusaciones falsas”, dijo.
Las historias en casa de Yuli se van consumiendo al ritmo de la tarde. Sus vecinas guardan la documentación, se despiden del pequeño Samuel y abandonan la casa. La anfitriona recoge los vasos en los que ha servido gaseosa de naranja. El sol cae entre los cañaverales mientras Yuli sigue llamando a las puertas de su propia patria.
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