Frei Betto
Fraile dominico, brasileño y teólogo de la liberación.
Carlos Alberto Libanio Christo, Frei Betto.
El 19 de julio de 1980, en Managua, Carlos Alberto Libânio Christo, Frei Betto, y Luiz Inácio da Silva, Lula, asisten a la conmemoración del primer aniversario de la revolución sandinista. Por la noche, el padre Miguel d’Escoto, ministro de Relaciones Exteriores de Nicaragua, los lleva a la casa del escritor Sergio Ramírez, vicepresidente de la República. Es la fiesta de los VIP, a las celebraciones populares diurnas le sigue esta recepción íntima, aunque tumultuosa, en la que confraternizan los invitados internacionales con la nueva élite política nicaragüense. En algún momento de la noche, el tumulto íntimo se alebresta, vibra emocionado: Fidel Castro entra en escena. Saluda uno a uno a todos los presentes, estrecha las manos del teólogo de la liberación Frei Betto y del líder sindical Lula y se encierra en la biblioteca a atender asuntos trascendentes. Ésta es la insólita misión que la noche le depara al comandante: apaciguar a los empresarios que tienen miedo de la revolución. A las dos de la madrugada, Miguel d’Escoto avisa a los compañeros brasileños: «El comandante ya terminó la cola de empresarios, ¿quieren conversar con él?».
Frei Betto está exultante porque Nicaragua es un sueño realizado: la primera vez en la historia que los cristianos habían luchado al lado de los comunistas. ¡Y habían ganado! Es quizás esta felicidad la que le insufla la confianza para importunar al líder cubano:
Frei Betto: Comandante, ¿por qué el partido y el Estado en Cuba son confesionales?
Fidel: ¿Cómo confesionales? Somos ateos.
Frei Betto: Afirmar o negar la existencia de Dios es confesional y la modernidad exige partidos y estados laicos.
Madrugada adentro, conociendo la pésima relación que existía entre la Iglesia católica y la Revolución cubana, Frei Betto expone al comandante tres hipótesis:
La primera es que la revolución persigue a la Iglesia católica, si es así le presta un buen servicio al imperialismo, al capitalismo, que quieren probar la incompatibilidad entre cristianismo y revolución. La segunda es que la revolución es indiferente a la Iglesia católica, de ser así presta un buen servicio a la contrarrevolución interna, que usa a la Iglesia como trinchera de cuestionamiento de la revolución. La tercera es que la revolución es un ente político que tiene que buscar el diálogo y las buenas relaciones con todas las instituciones cubanas, incluyendo a la Iglesia. (Con tal de ser fiel a lo acontecido, el autor ha sacrificado el estilo al repetir seis veces la cacofónica palabra «revolución» en este párrafo. El compromiso con la verdad es un lastre. Disculpas del autor.)
A las seis de la mañana, las impertinencias de Frei Betto parecen haber calado hondo en la conciencia del comandante, quien se despide con una invitación: ¿Usted puede ayudar a reaproximarnos a la iglesia?
CONTINUAR LEYENDO«Me ven como si fuera un dinosaurio porque yo sigo defendiendo que la humanidad no tiene futuro fuera de una sociedad socialista», me dice Frei Betto la tarde del 2 de julio de 2012, casi treinta y dos años después; para ser exactos, treinta y un años y cincuenta semanas en los que, entre otras cosas, cayó el Muro de Berlín, «Gorbachov entregó la Unión Soviética al capitalismo» y «la izquierda teórica desapareció».
Habla de manera pausada y mastica cada frase razonada de manera cuidadosa o convocada ágilmente desde esa memoria en la que se almacena la historia de la izquierda revolucionaria de las últimas cuatro décadas. La lenta cadencia de su discurso me permitirá transcribir la entrevista con calma días más tarde; las pausas en su dicción marcarán mis pausas en la grabación.
Para un mexicano, todos los dinosaurios son priistas, por eso el apodo con el que la izquierda moderna califica a Frei Betto me deja descolocado. Puesto a especular, aventuro que si Frei Betto fuera un dinosaurio no sería un feroz, carnívoro, enorme y pesado tiranosaurio, ni tampoco un ágil y sangriento velociraptor. Frei Betto sería un titanosaurio lento, majestuoso, cuadrúpedo, herbívoro, de dientes planos y espatulados: un trigonosaurio, el saurópodo encontrado en la mina Caieira, cerca de Peirópolis, en Minas Gerais.
Estamos en el convento Santo Alberto Magno, sede de la orden de los dominicos en São Paulo, en el barrio clasemediero de Perdizes. Se trata de un terreno ajardinado con dos predios sobrios: la casa —donde se encuentran los pequeños cuartos de los frailes, la cocina, el comedor, salas de lectura y oración— y el salón en el que departimos, que parece servir como lugar de reuniones, entrevistas y capacitaciones. Al lado está la biblioteca, dos habitaciones repletas de libros más bien viejos —es obvio que su esplendor fue en los años ochenta—, de donde podría entresacarse, consultando por aquí y por allá, la obra completa de Leonardo Boff. Al fondo de todo hay un baño sin agua. (Aprovecho para disculparme de nuevo: no fue por mi anticlericalismo que dejé allí ese recuerdo de mi visita, ¿cómo iba a saber que no había agua? El autor promete no volver a disculparse y aclara que tanta culpa es por haber crecido en los Altos de Jalisco.)
Es la una de la tarde, y antes almorzamos junto con otros tres frailes en el comedor comunal, una mesa en «L» frente a una pequeña barra donde reposaba un modesto buffet: bisteces fritos con cebolla, arroz integral, frijoles, lechuga, tomate, agua y jugo de acerola. La comida no sabía a nada y, a pesar de que había saleros, pimienta, vinagre o aceite de oliva, me pareció que usarlos sería un gesto superfluo e irrespetuoso. Por supuesto, ni mi paladar ni mi estómago agradecieron el gesto ascético —y gratuito—. Frei Betto, al presentarme, ha explicado que soy mexicano, a lo que los frailes han respondido con exaltada emoción ensalsando la figura de fray Bartolomé de las Casas, quien da nombre a la provincia brasileña de los dominicos. Ha sido un almuerzo extraño, a la comida insípida se ha sumado una conversación desconcertante, ráfagas de preguntas y comentarios ininteligibles o fuera de contexto seguidos de silencios trabajados con mucho esfuerzo. Parece que por ahí no pasan muchos foráneos. Frei Betto no ha estado cómodo, más tarde me diría que acostumbra reunirse en restaurantes, «porque aquí no se puede hablar».
«Hoy muchos ex compañeros de la izquierda pueden ser burgueses sin culpa», insiste Frei Betto y me habla de su poema «Seqüestro da linguagem», en el que un izquierdista resignado acepta renunciar a la guerrilla, a los sueños revolucionarios, al socialismo, al trabajo por los pobres, todo sacrificado a cambio de la palabra «democracia». Los tres últimos versos del poema repiten lo que Frei Betto acaba de decirme y que es una de sus obsesiones actuales: la desaparición de la izquierda revolucionaria y la cooptación de sus ex camaradas por la democracia burguesa: Então, nasceu em mim, / A liberdade de ser burguês. / Sem culpa.
Carlos Alberto Libânio Christo nació en 1944 en Belo Horizonte, Minas Gerais. Su padre era un furibundo anticlerical que escribía crónicas para los periódicos locales. Su madre, que era una reconocida cocinera —autora de libros sobre gastronomía mineira—, militaba en la asociación progresista Ação Católica, en la que Carlos Alberto, Betto, hijo al fin y al cabo de una pareja dialéctica, iniciaría su activismo religioso, social y político desde la adolescencia. A los diecisiete años ya era el dirigente nacional juvenil, cargo que ocupó durante tres años en los que recorrió Brasil dos veces de punta a punta. Aunque Betto reconocía su vocación de escritor desde edad muy temprana —recuerda con cariño que un profesor le diagnosticó: «Usted no será escritor sólo si no quiere»—, ingresó en la facultad de Periodismo por modestia, porque creía que «eso de ser escritor era para genios».
El 1 de abril de 1964, cuando Betto tenía veinte años, un golpe militar instauró una dictadura que habría de perdurar un año más de los que había vivido hasta entonces, es decir, veintiún años, con cinco presidentes militares consecutivos, hasta 1985. Pero no nos adelantemos tanto en espera de sucesos dignos de reseñar, hace falta sólo avanzar dos meses, hasta junio de 1964, cuando Betto fue encarcelado por vez primera por un breve periodo de quince días.
Un año más tarde, Betto decidió entrar en la orden de los dominicos —los más progresistas de la Iglesia brasileña, muy cercanos a Ação Católica—, con el pensamiento de que la acción política y la acción religiosa son indisociables: «Desde el punto de vista ético y religioso, yo tengo el principio de Jesús: hay que estar al lado de los pobres. La cuestión de ser de izquierda no es una cuestión ni de marxismo ni de socialismo, es una cuestión de defensa de los derechos de los pobres».
«Entré a los dominicos para salir, entré para estar seguro de que esto no era lo mío», confiesa Frei Betto, con ese Frei antes del Betto que delata que no ha salido cuarenta y siete años después. Pero no nos adelantemos tanto-tanto, hasta este presente en que lo entrevisto, hasta este 2012 que resulta de sumar 1965 más cuarenta y siete, o sea, hasta esta actualidad en la que los jóvenes revolucionarios de entonces son socialdemócratas o dinosaurios. Basta con ir hasta 1969, época de dictaduras y de movimientos revolucionarios como Dios manda.
En 1969, decíamos, Carlos Alberto, Betto, que ya es Frei Betto, vivía en Pôrto Alegre, en el sureño estado de Rio Grande do Sul, donde realizaba acciones de apoyo al grupo guerrillero Ação Libertadora Nacional (ALN), de Carlos Marighella. Su contribución consistía en ayudar a escapar a los miembros de la organización en fuga a Uruguay o Argentina. Y ahora no es necesario ir ni siquiera un año hacia adelante: el mismo 1969, Frei Betto fue nuevamente encarcelado, pero esta vez no tuvo la fortuna de la brevedad, esta vez se quedaría encerrado por cuatro años.
Cuando tenía ocho años, Socorro Acioli escribió el Pipoqueiro João, la historia de un vendedor de palomitas —pipocas— que un día desaparece de manera misteriosa, justo como había sucedido con el pipoqueiro de su escuela. Alguien de su familia le hizo llegar el libro a Frei Betto, quien en respuesta le envió una carta en la que decía lo mucho que se había preocupado con la desaparición del pipoqueiro, pero que se había quedado tranquilo cuando al final lo habían encontrado. «Hasta ese momento nadie me había comentado nada sobre la anécdota del libro», me dice por teléfono Socorro, quien vive en Fortaleza, en el estado de Ceará, en el noreste brasileño. Socorro guardó la carta y se la mostró a Frei Betto más de diez años después, cuando estudiaba periodismo. Ella dice que gracias a esa carta se volvió escritora. Por intermediación de Frei Betto, además, acabaría escribiendo la biografía de fray Tito, un fraile cearense que también fue encarcelado y torturado y que acabó suicidándose. Fray Tito se convirtió en un símbolo de la brutalidad de la dictadura. Con el paso de los años, su relación con Frei Betto se estrecharía al grado de que él apadrinaría a su hija. «No hay manera de hablar de la dictadura brasileña sin hablar de Frei Betto —asegura Socorro—. Lo curioso vino cuando hicieron la película de Batismo de sangue. Frei Betto se volvió una especie de pop star. Recuerdo que la gente que sabía que yo lo conocía venía a hablarme como si lo que le había pasado fuera algo emocionante, digno de admiración». Batismo de sangue, publicada en 1983, es la novela en la que Frei Betto narra la resistencia de los frailes dominicos al régimen militar brasileño y que fue adaptada al cine en 2006 por el director Helvécio Ratton.
Frei Betto ha escrito más de cincuenta libros, que han sido publicados en más de veinte países. Ganó dos veces, en 1982 y en 2005, el Jabuti, el premio literario más prestigioso de Brasil. Se considera escritor compulsivo: «Si paso más de cuarenta y ocho horas sin escribir me siento mal». En su agenda de cada año bloquea ciento veinte días «sagrados» para la escritura y trabaja paralelamente en dos o tres libros. Una de sus fantasías es la de establecer un monasterio para escritores, un refugio al que puedan acudir los autores en busca de silencio y cuidados. «La creatividad exige un ocio silencioso», lamenta Frei Betto, quien no acaba de entender cómo se puede escribir en medio del fragor urbano y mediático.
Autor de memorias, ensayos, perfiles, crónicas y entrevistas, intenta ahora dedicarle más tiempo a la ficción, que es lo que realmente le gusta escribir, aunque para ello deba luchar contra «la camisa de fuerza de su intensa militancia política» y afrontar, de vez en cuando, la incomprensión de los lectores: «Mucha gente se sorprende de que siendo fraile escriba escenas eróticas, pero nadie me preguntó si yo degollé a una persona, como describí en Hotel Brasil«, dice riendo, en referencia a una novela policiaca en la que el método del asesino es la decapitación.
Le pido al escritor paulista Marçal Aquino, autor de novelas policiacas de gran éxito entre los lectores y la crítica, varias de ellas llevadas al cine, que me resuma la aportación literaria de Frei Betto: «Es un autor inquieto y combativo —me escribe Marçal en un correo electrónico—, dueño de una obra vasta y variada, cuyo punto central parece ser la búsqueda incansable de un sentido ético de la vida. Libros como Batismo de sangue y Cartas da prisão son documentos indispensables para la comprensión de un periodo de la historia reciente brasileña».
Además de la escritura de libros, Frei Betto publica seis columnas mensuales en diferentes revistas y periódicos y sobrevive de dar conferencias sobre ética, educación y «crisis de la modernidad». Los dominicos tienen que trabajar para sustentarse, la parte principal de sus ingresos la destinan a la orden y se reservan el resto para gastos personales.
No extraña, por tanto, que además sea un gran orador y que emita frases citables una detrás de otra. Reviso la transcripción de la entrevista para marcar las evidencias. «Jesús no se casó por una lógica ‘cheguevariana'». «El pueblo va a la iglesia y no le importa lo que dicen los curas, el pueblo se entiende directamente con Dios». «Gorbachov era un hombre enteramente equivocado». «Desde el punto de vista macro, en Brasil hoy no hay izquierda». «Wall Street significa la calle del muro, cayó el Muro de Berlín, pero mientras no caiga este otro muro, la humanidad no tiene futuro». «La publicidad es la catequesis del consumista». «Los ricos piden la salvación eterna. Los pobres piden vida en esta vida». «Hay pastores que pregonan que Jesús es el camino, pero están ahí para cobrar el peaje». «El proyecto que Jesús anuncia es un proyecto político».
Cada frase es un artículo en potencia. Estoy seguro de que ordeñaría veinte mil caracteres de cada una de estas frases. Frei Betto es el tipo de personaje que parece exigir la escritura de una reseña y no la de un perfil, un hombre hecho de palabras, como él mismo sugiere entre líneas: «Lo que de verdad me hace feliz es orar y escribir». Palabras y más palabras. Y cifras: «hay mil millones de personas en el mundo con hambre crónica», «en Brasil hay treinta y seis millones de personas en la miseria», «2% de los propietarios rurales tienen 50% de las tierras», «¡36%!, una de las cargas tributarias más altas del mundo», «en Rio 20 no fueron aprobados treinta mil millones para proyectos de desarrollo sustentable», «el G20 aprobó cuatrocientos treinta y seis mil millones para salvar al sistema financiero».
Los datos y las anécdotas fluyen junto con citas de libros o frases dichas por grandes personajes. ¿Qué es un dinosaurio si no un mecanismo de memoria contra el olvido?
De 1969 a 1973, mientras mis padres se casaban, tenían a mi hermano mayor, lo malcriaban con caprichos y por fin se decidían a procrearme a mí, me doy cuenta ahora, Frei Betto habitaba la cárcel de la dictadura brasileña, a la que dice haber sobrevivido gracias, «literalmente», a la literatura, a la escritura de cartas que considera que tuvieron un efecto terapéutico: «La prisión fue una experiencia muy rica. No guardo heridas, por el contrario, yo soy un antes y un después de la prisión. La prisión se metió mucho con mi subjetividad, con mis valores, la vida se hizo más fácil para mí, porque dejé de dar importancia a muchas cosas».
Habla de la tortura sin inmutarse visiblemente, orgulloso incluso de poder hacerlo sin derrumbarse: «Nunca tuve miedo del dolor, y no es por valentía, es por fatalismo. Yo sabía desde el primer momento que no tenía ninguna posibilidad de evitar que me hicieran sufrir, eso me dio tranquilidad». Para la escritura de la biografía de fray Tito, Socorro Acioli intentó entrevistar a varios frailes dominicos que vivieron la misma experiencia: «Frei Betto fue el único con el que pude hablar de manera tranquila, incluso con cierta frialdad. Otros frailes torturados no pueden hablar, hay quienes no aguantan, lloran. Él dice que es por las cartas que escribió, que fueron terapéuticas».
Sus cartas de la prisión fueron compiladas por una amiga, la novelista Maria Valéria Rezende, quien las envió a Italia, donde fueron publicadas por Mondadori y se convirtieron en un best seller. Cartas da prisão sólo fue publicado en Brasil en 1974, después de su liberación: «Fue el primer libro de un preso político publicado en Brasil —relata Frei Betto—. Se vendieron cinco mil ejemplares en nueve días, fue una locura, porque todo el mundo creía que la dictadura incautaría el libro».
La sugerencia unánime que recibió al salir de la prisión fue que abandonara el país, podía elegir cualquier convento del mundo, donde los dominicos, dice, «me recibirían con los brazos abiertos, yo era el pobre que había estado preso, que había sido torturado». Pero Frei Betto eligió quedarse e irse a vivir a una favela de la ciudad de Vitória, en el estado de Espírito Santo. Le siguieron cinco años de trabajo en las llamadas «comunidades eclesiásticas de base», el trabajo de la Iglesia al lado de los pobres, la actividad en el mundo real de la teología de la liberación.
En 1980 aconteció el encuentro con Fidel Castro en Managua, del que habrían de derivar múltiples visitas a Cuba para ayudar al restablecimiento de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. La cineasta cubana Rebeca Chávez filmó, en 1986, el documental Esa invencible esperanza, en el que da cuenta de este delicado proceso: «Primero tuve las noticias que llegaban de la Nicaragua sandinista —escribe Rebeca en un testimonio que me envía por correo electrónico desde La Habana—. Allí aparece Frei Betto. Estamos en los años ochenta. Los cubanos vivíamos en aquella tierra una segunda oportunidad, volvíamos a vivir nuestra propia vida pero algo diferente, con una distancia que objetivaba y permitía comparar lo vivido y lo que se vivía. Y allí Betto solucionaba, en su hacer, una contradicción entre creyentes y revolucionarios que parecía insalvable. Demostraba que era posible y necesario, que las conciencias podían seguir cada una su personal derrotero, pero libres de coincidir en puntos de interés. Milagro que permitía a muchos disfrutar de la espiritualidad sin mala conciencia».
Los dos frutos más visibles de este trabajo son el libro Fidel y la religión. Conversaciones con Frei Betto sobre el marxismo y la teología de la liberación, publicado en más de veinte lenguas y que vendió un millón de ejemplares sólo en Cuba, y la visita de Juan Pablo II a la isla en 1998, ¿1998?, ¡dieciocho años después! La Iglesia es lenta, ya se sabe, pensemos que apenas hace cuatro años se disculpó con Galileo, y la burocracia socialista no es un prodigio de velocidad. (Habría que comprobarlo en Jamaica.)
Pero volvamos atrás, o no nos adelantemos tanto-tanto-tanto, porque otra cosa relevante sucedió en los años ochenta: Frei Betto, reconocido por su trabajo en Cuba, fue llamado como asesor por los gobiernos de diferentes países socialistas. Entre 1980 y 1991, su peregrinar incluyó Rusia, Letonia, Estonia, Lituania —curiosamente, Frei Betto no dice: «Unión Soviética»—, Polonia, Checoslovaquia, Alemania Oriental y China: «China, en aquella época, imagínatelo, la China cerrada —dice y vuelve a asombrarse de haber visitado otro planeta—, la gente venía a vernos comer, se paraban alrededor de la mesa para ver cómo comíamos».
De aquella época recuerda que «en Europa del Este, por cada líder que conocía, yo sentía una gran amargura en el corazón, era la versión socialista de los políticos burgueses que yo conocía en Brasil. Eran oportunistas que querían el poder por el poder, no por principios». Y asegura que «felizmente, aquella propuesta del socialismo burocrático, autocrático, estalinista, fracasó».
Y ahora sí habremos de desplazarnos desvergonzadamente varios años, hasta 2003 y 2004, que fueron los años en que Frei Betto colaboró con el gobierno de Lula en Fome Zero, «hambre cero», el proyecto estatal para erradicar la hambruna en Brasil. Frei Betto abandonaría el gobierno por desavenencias con el partido de Lula, el Partido dos Trabalhadores (PT), un partido que a su juicio «cambió su proyecto de Brasil por un proyecto de poder».
Afonso Borges, mineiro como Frei Betto, es un agitador cultural que por medio del proyecto Sempre um Papo ha organizado más de cuatro mil quinientos eventos literarios por todo Brasil en los últimos veintiséis años. Su primer invitado fue Frei Betto, con quien mantiene una amistad cercana, al igual que con su familia. «Frei Betto es un pensador con los pies en el suelo —me dice Afonso—, una persona fuera de lo común, que ha vivido toda su vida en función del prójimo». Asegura que para Belo Horizonte, la ciudad donde ambos nacieron, es un orgullo tenerlo como hijo, pero que no es una personalidad que goce de unanimidad: «Es normal, porque permanentemente está expresando sus opiniones, a menudo controvertidas, además de que se le identifica como un hombre que estuvo siempre cerca de Lula».
En la sociedad brasileña, la valoración de la figura de Frei Betto resulta siempre obvia dependiendo de la ideología de quien la expresa: es venerado por los izquierdistas; respetado, temido y mirado con suspicacia por los socialdemócratas, y repudiado por los derechistas más conservadores. Entre los últimos destacan, por su virulencia, los ataques del periodista ultraconservador Olavo de Carvalho, quien acusa a Frei Betto de ser fake hasta en el nombre —por apellidarse Christo y no Cristo—, y lo apodó «broma del diablo» en uno de sus incendiarios programas de radio. (Y luego dicen que la «Ch» es muda: no sólo no es muda, sino que delata a los impostores enviados por el demonio.) A menudo este tipo de acusaciones se explican por la fobia de los derechistas a Fidel Castro y Lula, dos personajes que sirven como prisma a través del cual se analiza lo que hace o dice Frei Betto.
«Hay encuentros fortuitos que tejen lazos indelebles», escribe Frei Betto sobre el origen de su amistad con Lula en La mosca azul. Reflexión sobre el poder en Brasil, libro en el que disecciona al PT y al gobierno de Lula y en el que narra su primer encuentro, en enero de 1980, con el entonces líder sindical. Cuestionado sobre el ex presidente brasileño, que actualmente se recupera de un cáncer de laringe, Frei Betto intenta primero curarse en salud diciendo que para él es difícil separar al Lula-político del Lula-amigo y defiende que, a pesar de todo, los gobiernos de Lula y Dilma han sido los mejores de la democracia brasileña.
Sin embargo, su descontento con el rumbo que ha seguido el PT es público y lo manifiesta allí donde se planta: «Yo siempre le digo a los amigos que tengo en el PT: ustedes están equivocados, ustedes no están en el poder, ustedes están en el gobierno, el poder está en otra parte, no piensen que por estar en el gobierno están en el poder, abran los ojos, sólo hay una solución, que es no seguir priorizando esa gobernabilidad ‘por arriba’ y volver a sus orígenes populares, que fue lo que permitió que, en un país tan elitista como Brasil, un metalúrgico como Lula llegara a la presidencia». Y concluye, enfático, que al PT se le ha olvidado que «Lula llegó al poder como resultado de cuarenta años de trabajo popular».
La gobernabilidad «por arriba» hace referencia a las alianzas que el PT ha debido tejer en el Congreso con otros partidos y que han sido fuente constante de corrupción, incluyendo el famoso mensalão, que juzga actualmente a diversos colaboradores de Lula por pagar mensualidades a congresistas para comprar su apoyo y que es denominado por un sector de la prensa —no sin oportunismo político— «el mayor caso de corrupción de la historia de Brasil».
Pero a Frei Betto lo que más le inquieta es que los avances logrados en los últimos años se evaporen: «En Brasil hubo una reducción efectiva de la miseria gracias al gobierno de Lula, y ahora al gobierno de Dilma, pero no hubo un cambio estructural que garantice que ese proceso no se va a revertir». Se enerva e impacienta al hablar sobre la deriva del PT hacia la socialdemocracia, al explicar, como ejemplo, que el dinero que Brasil destina al mercado de capitales es mucho mayor que el que va a políticas sociales. «El camino de Brasil no es un camino definitivo, porque no se ha cambiado la estructura social del país, que es una estructura excluyente, desigual, injusta, elitista, esa estructura continúa. ¿Que el país mejoró? Mejoró, claro que mejoró, pero aún falta mucho para ser un país justo y sin miseria».
Quizás el carácter dinosáurico de Frei Betto surja de su vocación de permanencia, de su persistencia en las mismas causas, sean Cuba y Fidel, Lula y el PT, la izquierda revolucionaria o la pedagogía de Paulo Freire, a pesar de todo. El trigonosaurio erguido entre la nube de polvo del meteorito respira como si nada. Sin duda, la más conflictiva de estas permanencias es la suya propia dentro de la Iglesia, en la que continúa a pesar de la censura, de las reprimendas, de los castigos.
Al hablar de la iglesia mexicana ríe pícaramente al recordar que en 1992, cuando asistió a un congreso de teología de la liberación en Cuernavaca, intentaron prohibirle la entrada al país. Y que en otra ocasión, los sinarquistas quisieron reventar una de sus conferencias en una universidad mexicana al grito de «¡viva Cristo Rey!, ¡viva Cristo Rey!, ¡viva Cristo Rey!».
Es ésta la Iglesia en la que parece difícil que un religioso, que defiende que las mujeres tengan acceso al sacerdocio, que se acabe con el celibato obligatorio o que se asuma que la homosexualidad es tan natural como la heterosexualidad, pueda sentirse abrigado: «Dentro de la posmodernidad, la Iglesia, que es premoderna, está todavía más premoderna, volviendo a la clausura, volviendo a los movimientos de exagerado individualismo, salvación personal, una visión negativa del mundo, una visión de que el mundo está en crisis de valores, de que el mundo es enemigo de la Iglesia. La Iglesia, contrario al Concilio Vaticano II, mira al mundo como si el mundo fuera obra del diablo y ella fuera obra de Dios, y por lo tanto tiene que haber un conflicto, estamos volviendo a un nuevo maniqueísmo». Por eso le parece lógico el auge de las Iglesias evangélicas, a las que él critica sardónicamente acusándolas de «cristianismo prêt-à-porter«, Iglesias que prometen cura y prosperidad, «un lenguaje muy adecuado al capitalismo neoliberal».
«A la luz del Evangelio la Iglesia no tiene el derecho de tratar a nadie como homo o hetero, sino como hijo de Dios», escribió el año pasado en un artículo titulado «Los gays y la Biblia», que provocó una áspera polémica y le valió severas críticas de los sectores más conservadores de la Iglesia, mientras lo catapultaba a la fama dentro del movimiento gay, especialmente en Europa. Ante la agitación, el trigonosaurio repite impávido: «Donde hay amor, hay Dios».
Son las cinco de la tarde y estamos terminando después de cuatro horas de entrevista, interrumpida en varias ocasiones por el fotógrafo Duda Covett, quien argumentaba cambios de luz en la tarde paulistana que debían ser aprovechados. «Al intermediario le dicen gato —señala Frei Betto, explicando los mecanismos de la esclavitud moderna en las haciendas de Brasil—. Nunca ves dinero, siempre debes, teóricamente puedes irte, pero siempre y cuando saldes tu deuda. Si huyes, van atrás de ti, te agarran, te pegan…». La grabación recoge una última frase dicha como gran conclusión, mientras comenzamos a despedirnos: «Es brutal la desigualdad aquí, es brutal».
Antes de salir del convento, acompaño a Frei Betto a su habitación a buscar un ejemplar de Batismo de sangue, que quiere agregar a mi mochila, en la que ya reposan ocho libros. Me quedo en la puerta del cuarto y atisbo el interior: un espacio de cuatro o cinco metros cuadrados con una cama y una mesa de trabajo. Sobre la mesa hay una computadora portátil y una pila de libros. De hecho hay libros por todos lados. Una auténtica celda monacal, en versión posmoderna. También hace pensar en la cárcel, en una de esas prisiones confortables de los países nórdicos. A mitad del cuarto hay una maleta abierta llena a medias, es difícil concluir si Frei Betto acaba de volver de un viaje y todavía no deshizo la maleta o si viajará pronto y no ha terminado de prepararla. «Siempre tengo una maleta ahí —dice al adivinar mis especulaciones—, siempre estoy viajando». Frei Betto no encuentra el libro.
Vamos a un almacén a continuar la búsqueda. Es una pequeña bodega con estantes atiborrados de ejemplares en diferentes idiomas. Agarro libros al azar: una novela en italiano, el libro de entrevistas a Castro en holandés, varias novelas en español… «¿Prefieres una novela policiaca o una novela histórica?», le pregunta Frei Betto a Duda, mostrándole Hotel Brasil y Minas de Ouro, un libro en cada mano. «Histórica», responde Duda, y pierde puntos en mi simpatía. El Batismo de sangue no aparece. «Te lo mando por correo», me promete Frei Betto.
Salimos a la tarde eternamente gris de São Paulo. Cae la lluvia finísima que inventaron los paulistanos con el precioso nombre de garoa. Hablamos de comida mientras nos despedimos, la conversación más natural entre un mineiro y un mexicano. Nos decimos até mais y Frei Betto me aprieta el brazo derecho con cariño: «Cuando salga la revista, me la mandas». \\
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