Juego de pelota mixteco: de Oaxaca a California

Un juego de dos canchas

Pedro Hernández calza tenis Nike, trae un guante de cuero y porta una gorra que dice “Fresno”, pero no es un famoso beisbolista latino, sino un profesional del juego de pelota mixteco, un deporte que les permite a los indígenas mexicanos mantenerse conectados con sus tradiciones ancestrales y que se ha convertido en un símbolo de identidad para los 250 mil oaxaqueños desterrados que viven en Estados Unidos. Para algunos ideólogos estadounidenses, esto constituye todo un movimiento silencioso de reconquista, quizá porque la región donde juegan ya fue bautizada como “Oaxacalifornia”.

Tiempo de lectura: 14 minutos

El Tío Café posa la manopla maciza sobre la cancha. De la masa de cuero asoman los dedos morenos que tocan la tierra. Luego, levanta su carga y la dirige hacia su cabeza. Unta el polvo fino en las sienes. Es un breve ritual que practica para protegerse durante el combate de pelota mixteca. Esa mañana ardiente los dos quintetos indígenas que disputarán el partido se ajustan también las manoplas. El juego de raíces ancestrales se reñirá muy lejos de su pueblo de origen.

En el mismo suelo en donde se alzan Hollywood y el Golden Gate, el pelotero dará vida al deporte que olmecas, aztecas y mayas ejecutaron en otras modalidades con un simbolismo cósmico y guerrero.

“Es que al juego de pelota mixteca lo trae uno en la sangre”, dice el Tío Café, en realidad Pedro Hernández, jardinero de oficio, de trato plácido, bigote a la Ho Chi Minh y barriga bien puesta. Al terminar su ceremonia de preparación, el mixteco, nacido hace 48 años en un cerro de Nochixtlán (un pueblo de Oaxaca, un estado del suroeste mexicano), se yergue sobre la propiedad por la que se endeudó con 89 mil dólares con tal de establecer una cancha o pasajuego en Fresno, corazón de California. Es la lid dominical de rigor. Lleva unos tenis Nike. Él competirá con su equipo en su pasajuego, así como otro centenar de indígenas lo harán ese día en otros solares rentados del Valle de San Fernando, Santa Bárbara, Oxnard, San Diego, San José y Ocean Side.

Desafiante, el jugador soporta los seis kilos de la manopla con la que embestirá la pelota —del tamaño de una toronja— que pesa dos veces más que una de basquetbol. La rudeza del instrumento, que antes era simplemente una venda en la mano, se debe a que en los años treinta un carnicero de Oaxaca se astilló la palma de la mano e ideó protegerla con un pedazo de cuero. A su ocurrencia su hijo le agregó una docena de capas de piel gruesa de res, chivo y venado; la hermoseó con ojillos, clavos de gota y grecas coloridas. Ahora solo las confecciona el nieto del carnicero, Valentín Pacheco. Le toma un mes curtir los cueros y darles la forma de lo que parece el remate de la pata de un elefante. Incorporada la manopla, la pelota aumentó cinco veces su peso. Todavía hasta la década de los cincuenta estas se hacían con hule del árbol de Castilla, a la usanza prehispánica. Actualmente, Valentín Pacheco y Apolinar García las elaboran en Oaxaca con hule vulcanizado en moldes de metal.

La mayoría de los clientes de ambos artesanos están, sin embargo, en California. Son gente como Pedro Hernández, que han hecho florecer el juego no solo porque es un símbolo de identidad indígena, sino también, un elemento importante de la red social a la que pertenecen muchos inmigrantes documentados e indocumentados en Estados Unidos. Estas redes y estos signos de identidad no son bien recibidos. Para algunos ideólogos estadounidenses, como el académico Samuel Huntington, el bagaje cultural de los mexicanos y su resistencia a dominar el inglés son más peligrosos que un acto terrorista, pues representan un movimiento silencioso de reconquista. Piensan que los veintiséis millones de mexicoamericanos (más los que se acumulan cada año) y sus problemas para asimilarse al modo de vida angloamericano podrían partir en dos a la primera potencia mundial. Este es el miedo, por ejemplo, que respaldó la reciente aprobación de un muro fronterizo de mil doscientos kilómetros.

Para los integrantes del equipo de pelota es un gran orgullo coleccionar fotos del deporte que los mantiene unidos a las tradiciones mixtecas. Fotografía: Daniel Cásarez y Jorge Luis Plata.

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Cuando Pedro Hernández se hinca en su pasajuego y realiza su rito de inicio del partido, el baldío seco, enclavado entre Los Ángeles y San Francisco, se transforma simbólicamente en la sierra Mixteca que dejó hace tres décadas. “Es que cuando juego en mi cancha siento como si estuviera en cualquier parte de mi tierra”, dice el presidente de la Asociación de Pelota Mixteca en California Central y acordeón del cuarteto de Los Rayos del Norte. El pelotero tiene la fortuna de pertenecer a la mitad de la comunidad mixteca con residencia legal estadounidense, lo que le permite viajar a Oaxaca en avión para competir unas tres veces al año, así como organizar partidos binacionales en su pasajuego. En su cancha hay cuatro banderitas elevadas en cada extremo. Dos son mexicanas y dos estadounidenses. Son la prueba del torneo peleado semanas atrás. “Fue contra la selección de Oaxaca”, precisa, dado que él forma parte de la selección de Estados Unidos. Organiza el encuentro anualmente desde hace nueve años tras gestionar las visas deportivas de los jugadores —con apoyo del Consulado de México en Fresno— y solventar casi todos sus gastos. Perdió esa vez.

El indígena lleva la sangre ñuu savi o del “pueblo de la lluvia”. La etnia está asentada al suroeste de México, en parte de Puebla, en Guerrero y particularmente en Oaxaca, el estado de mayor expulsión indígena y el principal caleidoscopio cultural del país, asiento de dieciséis de sus 56 grupos autóctonos. Proviene de la sierra de la Mixteca Alta, y aunque ha perdido su lengua materna, sigue conectado a Nochixtlán. Vive en California y Oaxaca al mismo tiempo; es decir, es habitante de Oaxacalifornia, la “casa imaginaria” en la que convergen en el sentimiento por el pueblo abandonado y el de pertenencia a una comunidad flotante, como describe el sociólogo francés Yvon Le Bot.

A Oaxacalifornia le han dado vida más de 250 mil oaxaqueños desterrados, la mayoría indígenas mixtecos y zapotecos, a través de un movimiento —de ida y vuelta— de personas, objetos, dinero y tradiciones. Le Bot destaca la contribución hecha por artistas y artesanos reconocidos y anónimos que desde ambos lados de la frontera han creado esta “comunidad transnacional”. También son afamadas las cuarenta asociaciones oaxaqueñas que en California promueven costumbres culinarias, religiosas y festividades, como es el caso de la Guelaguetza, la fiesta indígena más famosa de México, celebrada en la ciudad de Oaxaca, Los Ángeles y Fresno. El juego mixteco en sus modalidades de pelota de hule y de esponja es otra expresión que se extiende; fue exportada en los setenta por los hermanos Bolaño, que eran jornaleros agrícolas, y ya se practica en siete pasajuegos del estado.

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Pedro Hernández es hijo del campesino Fidel Hernández, uno de los cinco millones de jornaleros agrícolas mexicanos que llegaron a Estados Unidos como parte del Programa Bracero, un acuerdo entre México y Estados Unidos por medio del cual trabajadores temporales viajaban al norte para cubrir la escasez de mano de obra estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial. El programa duró hasta 1964.

La primera vez que Pedro Hernández se fue al norte tenía quince años, un bigote ralo y dos hermanos radicados en California. Le pagó ciento cincuenta dólares a un traficante y traspuso sin dificultad los límites divisorios de Tijuana. “En los setenta era muy fácil pasar, nomás caminaba uno un poco el cerro y ya estaba del otro lado.” Cuidó ovejas por quince meses y con el dinero ahorrado regresó para ayudar a su padre en la milpa. Pero la ausencia de lluvia y la miseria creciente lo hicieron regresar de nuevo a California. Su hermano le enseñó a laborar como jardinero de casas residenciales y luego conoció a Estela Murrieta, hija de otro bracero, y tres años después se casó con ella. Pedro Hernández iba y venía de Estados Unidos a México para visitar a sus familiares y cruzaba constantemente la frontera de manera ilegal hasta que en los ochenta pudo legalizar su residencia. Estela es ciudadana estadounidense.

Otros mixtecos eligieron desplazarse hacia los campos fértiles del Valle de San Joaquín, al centro de California, considerado el granero de Estados Unidos. Conseguían trabajo como recolectores de uva o tomate, vivían en galerones insalubres al lado de los sembradíos y al finalizar las cosechas se regresaban a su tierra. Pero el periplo de estos inmigrantes se partió en 1994, cuando Estados Unidos comenzó a controlar la frontera con operativos policiacos como Guardián y Hold the Line. Pisar la línea se hizo temerario. Muchos indígenas decidieron entonces asentarse definitivamente en California, mandaron traer a sus familias y nutrieron a la comunidad exiliada.

Ahora hay más de cien mil mixtecos en el Golden State, 60 % de los cuales continúa en el campo. Pedro Hernández y los peloteros, por el contrario, pertenecen al grupo, cada vez mayor, que ha transitado con relativo éxito de la zona rural a la ciudad. Es que el American way of life necesita su mano de obra —de siete dólares la hora— para lucir jardines recortados y florecientes, y residencias limpias con acabados de moda.

Fernando Hernández, de quince años, hijo de Pedro, también tiene su guante. La familia pertenece a una comunidad que ha llevado la cultura mixteca a Estados Unidos. Fotografía: Daniel Cásarez y Jorge Luis Plata.

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En el pasajuego del Tío Café hay una reducida concurrencia debida en parte a los 42 grados centígrados de temperatura. Además, la complejidad del torneo, que solo entienden sus iniciados, hace que el juego no cuente con muchos espectadores; sin embargo, el fastidio producido por ambas circunstancias se rompe ante la primera descarga vulcanizada de la cancha. El juego es peligroso y ese es el tercer motivo por el que hay poco público. Yo soy la única mujer espectadora.

El pasajuego del Tío Café está en tres acres enmarcados por carros viejos y descompuestos, baldíos, casas semiabandonadas y un freeway distante en las afueras de Fresno. No se distingue a ningún vecino curioso. La práctica se  ejercita en territorios alejados para evitar víctimas de pelotazos fulminantes.   Como prueba, Eutimio Ignacio, quien funge como réferi o chacero, muestra la muñeca dislocada de su mano. “No hay otro deporte más fuerte que la pelota mixteca, porque un pelotazo lo fractura a uno, hasta lo llega a matar”, dice el chacero que, con la ayuda de una vara larga de carrizo, marca las jugadas con un complicado sistema de rayas en la tierra.

Nadie pierde de vista el esférico cuando el saque —el jugador encargado de sacar— lo bota en la piedra del extremo de la cancha y lo golpea con la manopla hacia el lado contrario, llamado resto. La bala de hule viaja con furia y debe ser contestada al aire o a un bote por los contrincantes. Pero si esta cruza disparada la frontera marcada con cal, todo mundo reaccionará como si hubieran lanzado una bomba. En alerta permanente, insolada, trato de comprender las reglas y el sistema de puntuación. Eutimio Ignacio me las explica, al igual que a los otros cuatro espectadores. No entiendo. Yo solo presencio cómo los deportistas alzan las manoplas con esfuerzo velado y castigan a la bola que el artesano tuvo la coquetería de adornar con el nombre de “Valentina” en letras rojas.

El partido finaliza cuando el anfitrión falla un lance. El combatiente derrotado surca con la mirada su llano. Ignora a Valentina, que quedó reventada al lado del pasajuego y camina con pena hacia su tribuna.

—¿Perdieron? —pregunto con inquina.
—No ganamos —responde a su manera, y finge concentración al destapar una Coca-Cola.

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Pedro se casó con Estela, primera generación estadounidense. Ella habla perfecto español e inglés. Los tres hijos mayores, Agustín, Michael y Hortensia, tienen estudios universitarios, trabajan y también son bilingües. Fernando, de quince años, entiende el español pero no lo habla, y los tres hermanos menores, Victoria, Maricela y Nico, solo se comunican en inglés.

En el cumpleaños número trece de Victoria se mezclan las voces de sus invitados en sendos idiomas. Pero la niña de ojos brillantes no intenta hablar en español porque se avergüenza de su pronunciación. Es que en su casa, a excepción de su  padre, todos se comunican en inglés. Cuando Estela Murrieta sale cargando su pastel iluminado, la familia no le canta “Las mañanitas” sino el “Happy Birthday”. Ella coloca el pastel florido en la mesa para que apague las velas.  Queda al lado de los demás platillos: carnitas de puerco, hot dogs, bisteces asados, ensalada de papas con huevo y aceitunas, chili beans, hot wings de pollo, arroz hecho en olla exprés y tortillas. Las bebidas son refrescos y cervezas Corona.

La estancia de la casa tiene un aire kitsch globalizado. El candil da luz a la sala con aire afrancesado, réplicas chinas de la virgen de Guadalupe, un conejo de Pascua, la botella de mezcal (bebida tradicional oaxaqueña), fotos familiares, flores artificiales, una montaña de juguetes de Nico y una corona de ajos colocada al lado de la puerta a manera de protección. La entrada de la casa estilo californiano es resguardada por un altar con la virgen María y san José. Las figuras de bulto están enmarcadas por un móvil en forma de cairel con la bandera estadounidense y por una maya de yerba santa. La planta se usa en la cocina oaxaqueña y como código de que la casa pertenece a Oaxacalifornia.

En plena fiesta, Pedro Hernández se sienta un rato a mi lado a compartir su historia y sus hazañas deportivas. Victoria, Maricela y Nico nos acompañan curiosos. Tras un momento se van los más pequeños. Victoria se queda y escucha a su padre con atención. No interrumpe, no pregunta nada, solo sigue la conversación con actitud inquisidora.

—¿Cómo ves a tu papá? —le pregunto para incluirla en la charla.
Excuse me? I don’t understand. I would like to speak Spanish —me responde apenada.

Cuando juega en Oaxaca, Pedro representa al equipo de Fresno y aprovecha para dejar flores en la tumba de su madre y visitar a familiares y amigos. Fotografía: Daniel Cásarez y Jorge Luis Plata.

Cuando juega en Oaxaca, Pedro Hernández representa al equipo de Fresno, y aprovecha para dejar flores en la tumba de su madre y visitar a familiares y amigos. Fotografía: Daniel Cásarez y Jorge Luis Plata.

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En un cerro de Magdalena Jaltepec, Nochixtlán, hay un fresno plantado por Fidel Hernández, padre del Tío Café, junto a la casita de adobe en la que creció su familia. Ahora la vivienda luce desamparada, pero el fresno quedó como recuerdo de su periodo de bracero. Entonces su esposa se quedaba al cuidado de tres hijas, cinco hijos, la milpa y los sembradíos de frijol. El árbol da la única sombra del terreno y creció como símbolo de los lazos entre ambos territorios, pues, finalmente, siete de sus ocho hijos, como Pedro, traspasaron la frontera para siempre.

Cuarenta y dos años después de extinto el programa Bracero, el campesino y más de diez mil jornaleros sobrevivientes aún demandan del gobierno mexicano un fondo estimado en quinientos millones de dólares que les fue descontado de sus salarios. “Ocho años fui bracero y no me han dado nada”, se queja el viejo macizo en Nochixtlán. En cambio, en la tierra de su hijo, tras la línea divisoria, hay varios monumentos puestos por la comunidad mexicana para hacer un homenaje a la contribución de los trabajadores agrícolas a la economía californiana. La estatua de Benito Juárez, el único presidente indígena de México, observa retadora a los automovilistas de Tulare Street, en Fresno. Un atlante de Tula, la copia de una escultura de la civilización tolteca del centro de México, la cuadruplica en tamaño y la acompaña en el parque central de la ciudad. Al Frente Indígena Oaxaqueño Binacional (FIOB) le tomó doce años lograr que la estatua del ilustre oaxaqueño se colocara en el centro anodino y marchito de la ciudad. En el costado de la estatua de Juárez hay dos lápidas en honor a los braceros mexicanos. El parque está sombreado por fresnos, los árboles que dieron su nombre al condado y a su capital por sobrevivir al clima extremo de lo que antes fue una región desértica.

El condado de Fresno es una muestra de la pujanza mexicoamericana. Cuarenta por ciento de sus ochocientos mil habitantes son mexicanos. Ahora que recorro su capital, tras quince años de ausencia, me sorprende el cambio de su paisaje y de su paisanaje: comerciantes mexicanos revitalizan el centro, las estaciones de radio en español se multiplicaron de dos a catorce, proliferan restaurantes y tiendas típicas, hay poblados, como Selma, prácticamente mexicanos y es posible hacer casi cualquier trámite en español.

Fresno también vivió su primero de mayo. En esa fecha, líderes migrantes del país convocaron a un paro laboral y de consumo para hacer sentir su peso económico en protesta por el proyecto de ley que convertía en criminales a once millones de indocumentados, más de la mitad de origen mexicano. En solidaridad, Pedro Hernández guardó su podadora y su familia se ausentó de las tiendas. Fue la marcha más concurrida en la historia de Fresno: veinte mil latinos, asiáticos y árabes recorrieron su centro y se unieron moralmente con los millones que se manifestaron en otras partes del país. Los indígenas oaxaqueños, sin embargo, ya habían salido a las calles en otras ocasiones para manifestarse en contra de las medidas antiinmigrantes. “Fuimos los primeros”, dice Rufino Domínguez, presidente del FIOB. “Los mixtecos empezamos con las marchas desde enero en protesta por la proposición de Bush y fuimos creciendo. Ese día, de los cien de seguridad que cuidamos la marcha, como setenta éramos oaxaqueños.”

Los mixtecos se fueron politizando desde los años cuarenta, cuando comenzaron a migrar, primero a los cañaverales de Veracruz, luego a los campos de Sinaloa, al norte de México, y después a los campos de San Quintín, Baja California. En California la etnia ha conformado una docena de organizaciones activistas. Su experiencia la distingue de otra migración oaxaqueña: la zapoteca, que si bien la supera en número en California, se ha incorporado al sector de servicios y pone énfasis en las actividades culturales por sobre las políticas.

La hora mixteca es prueba de lo anterior. Es el programa radial indígena de Radio Bilingüe que se hace en Fresno y tiene quizá la mayor cobertura en el continente. El éxito de la emisión, conducida por Filemón López y Genaro Lozano, consiste en abrir el micrófono para que voces en mixteco, zapoteco, triqui, purépecha y español viajen vía satélite a radiodifusoras públicas de Estados Unidos y de la red indígena de radios comunitarias en México. Una línea gratuita está abierta por una hora.

Mensajes van y vienen de Oregon, Alaska, Hawai, Nueva York y Washington a pueblos indígenas de Baja California, Puebla, Guerrero y Oaxaca. Radio Bilingüe estima que su audiencia es de sesenta mil mixtecos tan solo en California. Durante el programa, las líneas se saturan. Aunque los saludos proliferan, también hay mensajes estremecedores; son los de migrantes de pueblos sin servicio telefónico que avisan a los suyos que pasaron la frontera. Otras voces rastrean a familiares, a veces con éxito, a veces con dolor.

“En La hora mixteca nos ha llorado gente que pregunta por su familia, que saben que cruzaron la frontera pero no llegaron a su destino”, dice Filemón López. El gobierno mexicano estima que un mexicano muere en promedio cada día por ahogamiento, congelamiento, insolación o asesinato al intentar atravesar la franja limítrofe. Y el FIOB registró que sesenta mixtecos murieron en la línea en los últimos tres años. Los riesgos son ahora mayores, pues además del muro a edificarse, doce mil integrantes de la guardia nacional y de la patrulla fronteriza vigilarán la frontera provistos con tecnología de punta.

Eutimio Ignacio hizo su travesía hace un año. Su manopla fue transportada en el carro de un amigo y él caminó por día y medio por un cerro de Tijuana. El albañil de trato franco iba en un grupo guiado por un coyote, sorteando a la patrulla fronteriza. Tuvo temor por su vida, lo reconoce, pero dos motivos lo impulsaron a seguir. “Primero, la familia; y después, la pelota mixteca, porque yo quiero hacer un pasajuego para los jóvenes de mi pueblo”. Él hace pequeños arreglos de construcción en casas lujosas, lo que le permite enviar a su familia una cantidad de dinero que jamás imaginó tener: tres mil dólares mensuales. Aún así no desea vivir el “sueño americano”. Quiere regresar a su pueblo cuando ahorre lo suficiente para financiar la educación de sus hijos, pero desconoce si todavía encontrará aspirantes a ser peloteros en su ranchería. “Es que en mi comunidad, Nuevo Morelos, Nochixtlán, somos sesenta personas y de esas ya salimos treinta para acá”, dice.

Al equipo de Fresno no le fue nada bien en su última visita a Oaxaca: perdieron tres partidos amistosos, aunque se dieron gusto comiendo tortillas gigantes. Fotografía: Daniel Cásarez y Jorge Luis Plata.

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Hace algunos meses, Tío Café volvió a la sierra áspera en la que nació. Anduvo por donde está el fresno y se detuvo en la casa vacía de Magdalena Jaltepec. “Aquí mis hermanos y yo jugábamos con una pelota de esponja que mi papá nos compraba y le dábamos con el huarache”, dice. Regresó con su hijo Michael, su compañero de juego y defensa en su equipo, para reñir una revancha contra el equipo de Bajos de Chila, en el marco del torneo estatal celebrado el verano pasado. Llegó a Oaxaca una semana antes de su justa. Se instaló en la casa de su padre en Tecomatlán, llevó flores a la tumba de su madre, visitó a otros jugadores, comió tortillas gigantes llamadas tlayudas y perdió tres partidos amistosos.

Frente a su mirada se extendía un paquete montañoso con poblados de la Mixteca Alta. Es una región de contrastes. Había camionetas con placas “americanas”. La iglesia era restaurada con parte de los 25 mil millones de dólares de remesas que México recibió en 2006. Se edificaban casas estilo californiano y aumentaban los pasajuegos en abandono. Las canchas de tierra apisonada son delimitadas con cal y miden aproximadamente ciento veinte metros de largo por once metros de ancho. Los peloteros sufren cuando una desaparece de su pueblo.

“En Valdeflores somos tres mil habitantes y se fueron mil, se fueron los que jugaban porque no hay de donde vivir”, dijo el anciano Melitón Flores. “A mí me da una tristeza porque en Valdeflores ya no se juega la pelota mixteca y el campo que teníamos le donó su terreno al del futbol.” Cuando Pedro Hernández llegó finalmente a la capital oaxaqueña para enfrentar su disputa deportiva, la ciudad estaba en un conflicto radicalizado y reprimido por exigir la renuncia del gobernador Ulises Ruiz. Pero en el pasajuego ubicado detrás del estadio de futbol del Instituto Tecnológico solo había convivencia. El torneo reúne a viejos peloteros colocados a una distancia prudente o atrás de la alambrada que cerca la cancha. Tiraban cartas, bebían mezcal y cerveza. En el público había muchos deportistas que intercalan sus estancias entre California y Oaxaca, como Antonio Bolaños, o leyendas locales como Alfonso Reyes, del quinteto Los Ahijados.

Tres jóvenes locales completaban el equipo del jardinero. Vestían camisetas con la bandera estadounidense desde la que irrumpe un águila aguerrida. “Fresno” está escrito en sus gorras. Por el contrario, en el equipo rival había campesinos cacahuateros de la costa con camisetas de Tinacos Ecoplas. El chacero gritón, al que llaman Mano Loca, anunciaba una apuesta de quinientos pesos a Bajos de Chila. Nadie se arriesgó por Fresno.

Pedro Hernández entró al pasajuego, repitió su ritual con discreción y se convirtió en el jugador conocido como Tío Café debido al color de unos pants que alguna vez lució. Inicia la partida y minutos después se quebrantaban las normas deportivas tradicionales. A la usanza de los pueblos, saltaron al pasajuego cuatro equipos más del torneo, cada uno con su respectivo rival y su chacero. Se turnaban para hacer sus jugadas y luego se retiraban a los lados de la cancha. El combate múltiple provocó una andanada de cañonazos que me tienen alarmada.

“Una vez la pelota golpeó mi brazo y lo tronó como un carrizo”, dijo sin pudor Pablo Gil Santiago, coime o responsable del pasajuego. Los artilleros bombardearon el pasajuego sin tregua durante más de seis horas. Era la anarquía: los equipos entraban y salían, cambiaban su posición de saque a resto, los cinco chaceros gritaban sus diversas puntuaciones y había espectadores que peligrosamente se acercaban a los límites de la cancha. El Tío Café defendió su posición de delantero con más arrojo que habilidad. De pronto se confundió entre el medio centenar de jugadores y luego resurgió dando indicaciones a su equipo; pero resultó ganador, salió de la cancha hinchando el águila de su pecho. “El triunfo me sabe a gloria”, dijo por si hubiera dudas. Al finalizar el torneo, las jóvenes promesas deambulaban por la cancha. La mayoría quería vivir el desafío
de transgredir la frontera.


Nota: Esta crónica fue publicada por la revista Gatopardo originalmente en su versión impresa del año 2007.

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