La divina comedia de Lionel Messi
Para muchos de sus seguidores basta con ver a través de la ventanilla del camión a Lionel Messi. Unos cuantos privilegiados obtendrán un autógrafo, quizá el último de su etapa como jugador. Otros no dudarán en pagar miles de pesos o vivir un infierno por boletos que tal vez sean apócrifos.
Mucha gente cree que los héroes solo ganan,
pero los héroes también pierden.
Normalmente con mucha más frecuencia
de la que salen victoriosos.
Gay Talese
Primer círculo
Fue poco más de un año antes, también en Monterrey, cuando vi en televisión el momento en que Lionel Messi —ya con su aspecto de hombre maduro: barbado y de pelo corto— recibió el pase de Ángel Di María fuera del área, solo, en el espacio que debió cubrir Edson Álvarez —a quien Gerardo “Tata” Martino decidió no alinear, de hecho, se especuló que “entregó el partido”— y disparó raso, fuerte, al palo izquierdo, sin posibilidad alguna para Guillermo Ochoa; ambos disputaban su quinto mundial.
Quienes estábamos en aquella sala, en la casa de la tía Chole, permanecimos un momento en silencio. La selección mexicana tenía en sus manos la oportunidad de echar del Mundial de Qatar a los rivales más odiados. La selección argentina, (como siempre) una de las favoritas, para sorpresa del mundo había perdido su primer encuentro frente a Arabia Saudita y comprometió su pase a la siguiente ronda. No había mejor escenario para la venganza por el gol de Maxi Rodríguez en Alemania 2006, al menos en aquella ocasión los dirigidos por Ricardo La Volpe se murieron en la raya; en cambio, la selección de 2022 jugó con miedo y, de paso, cimentaron el camino para que luego de 36 años —la edad de Messi y la mía—, Argentina se llevara la copa por tercera vez. La primera de Messi, el máximo goleador de la historia de su selección, en su segunda final.
La noche de la eliminación mexicana, una raya más al tigre, yo asistiría a una fiesta de quince años regia. Vestí un clásico traje negro, camisa blanca, un pantalón que no me cerró —maldita panza—, más unas botas que Bióloga me prestó ante mi informalidad de no conseguir unos zapatos decentes. Yo lucía dos tres; ella, espectacular.
—Pareces Messi —mamá fue condescendiente con la selfie que me tomé con Bióloga y que envié al grupo familiar de WhatsApp.
—Messicano, dirás —reviró mi hermana.
—Ya valió madre, wey —lamentó uno de los primos cuando Messi, al minuto 87, asistió a Enzo Fernández para anotar el segundo tanto. Un golazo que dilapidó la más penosa actuación de México en mundiales.
***
—¿Crees que Messi le gane al Monterrey? —le pregunto por WhatsApp, poco más de un año después del Mundial de Qatar, a un compa con amplio criterio futbolístico. Estoy sentado en un café dentro de una de las librerías más bonitas de Ciudad Universitaria. Contemplo un atardecer acompañado del suave viento que deja esparcidas por el suelo las flores moradas de las jacarandas.
—No, no creo, la neta —tras leer su mensaje, compro un boleto en la página web de la misma línea cuyo camión, no soy de aviones y los vuelos más próximos eran carísimos, me dejó, meses antes, varado en la carretera durante cuatro horas cuando intenté asistir a una conferencia de Bruce Dickinson. Están muy cómodos y aprovecharé esa comodidad para este viaje.
Un par de días atrás, mi editor B.T. Mendoza, con la impaciencia que le caracteriza, me preguntó si tenía alguna crónica entre manos. Lo imagino vestido con la camisa con la que lo conocí, una muy a la Hunter S. Thompson: naranja y con palmeras. Con yucas. Bebe un whisky acompañado por un porro de cannabis indica para bajar el estrés y el mal humor que le provocan mis incursiones periodísticas. Tamborilea los dedos anchos frente a su computadora.
—Sí, pero dudo que te interese —tengo pocas esperanzas de obtener un sí.
—No dudes, cabrón.
Cuando supe que Messi visitaría Monterrey para enfrentar a los Rayados en el marco de la Copa de Campeones de la Concacaf, pensé: Messi es una especie de dios o de profeta que mueve a las multitudes. El mesías. Uno de los mejores de la historia, si no es que el mejor. Próximo a su retiro, es probable que no se le vuelva a ver en nuestro país nuevamente. Muchos se quedarán sin verlo.
—Me interesa —responde B.T. Mendoza—. Te confirmo en unas horas.
Solo hay un problema: no tengo idea de cómo hacerlo ni tengo boleto, mucho menos acreditación.
***
Una vez confirmado el boleto del camión en mi correo electrónico, le comento a Bióloga que partiré en la noche y le pido prestada su cámara, que me envíe el cargador de mi compu y una muda de calzoncillos a la Central Norte.
—¿No crees que todo esto es muy precipitado?
Lo es. Me habría gustado viajar con ella y con su familia, todos juntos en el estadio sentados sobre unas bellas gradas mientras nos embriagamos con unas chelas caras y gritamos el gol de La Pulga. No será posible porque además ellos le van a Tigres.
Una hora y media después estoy a las afueras de la Central del Norte. El taxista llega a los quince minutos y me entrega una bolsa verde con motivos de cactus que contiene, además de lo solicitado, una muda de calcetines, una playera limpia, un Yakult, una manzana, un termo con agua y mi camisa blanca de cactus. En el autobús escojo el mismo asiento solitario de la vez anterior. Aún si nos quedáramos varados en la carretera, pienso, ni siquiera eso me haría llegar tarde a encontrarme con Messi.
Segundo círculo
Cuando despierto, con el temor de estar varado a media autopista, ya es de día. Aún faltan cuatro horas para llegar, pero el camión avanza. En el trayecto culmino la lectura de Cuánto azul, de Percival Everett, también autor de Erasure, una novela que se adaptó para filmar American fiction, película ganadora del reciente Oscar a Mejor guion adaptado. Al menos le arrebató uno a Oppenheimer, de Chris Nolan. En alguna parte me golpea tan hondo que quiero llorar, pero los camiones no tienen sitio para arrojar el llanto que Hernán Casciari le robó a Messi. Es en aquella donde el protagonista, un pintor, reflexiona sobre los secretos de su vida. En una escena piensa que no hay cosa peor que casarse sin amar al otro, que es aún peor que matar a un hombre en un país desconocido. Y peor que guardárselo.
A la central de autobuses de Monterrey —como todas las terminales, o al menos en las que he estado— se llega por calles estrechas que suelen estar colmadas de basura, conformadas por hoteles de paso y fonditas de barrios maltrechos y cansinos viandantes. En autobús viajamos los pobres.
Me doy un momento para comprar un café, sentarme, respirar aire no tan contaminado y mirar las noticias: Messi llegó el día anterior y causó furor. Claro, es ahí a donde debo ir. Hacia el caos. Como buen periodista gonzo. En Google Maps averiguo cuánto tiempo es de la terminal al hotel donde se hospeda el Inter de Miami. Treinta minutos. Cotizo el viaje en Uber: baratito. Todo es cordial. Demasiado cordial para ser cierto.
Aquí en Monterrey también hay centroamericanos, chicas guapas y todo lo que confluye en las terminales de camiones. Al salir me topo con un bar en ruinas, abierto a mediodía solo para dos hombres que beben chelas de unos tarros. Me apetece acompañarlos: estamos a treinta grados. A las puertas de la piquera aguardan unos malandros y unas prostis.
—¿Sabe de qué se trata el juego? Usted sabe, usted sabe —uno de los hombres agita un cubilete y arroja los dados sobre una mesa improvisada cubierta por un blanco mantel.
—Chino, Chino, qué haces aquí tan solito —grita una de las mujeres, a quien ignoro. Quisiera voltear y ponerle un rostro, pero la sensación de alerta mueve mis pies. Me detengo a unos metros para fumar. No debería.
***
El chofer es un hombre canoso, güero y bigotón. Lleva puesta una gorra. Me pregunta si vivo en Monterrey. Prefiero no mentirle, soy de Ecatepec, en el Estado de México; quizá mi tono ñero lo disuada de querer aprovecharse de un chilango. No comprendo esa rivalidad de los del centro con los del norte del país. El hombre me mira por el retrovisor.
—Del Estado de México, eh…
—¿Y cómo ve el partido de esta noche?
—Ah, pues muy bien.
—¿Qué opina de que los visite Messi?
—No pues es todo un acontecimiento.
—Soy… fotógrafo. De hecho, vamos al hotel donde se hospeda. Vengo a reportear dicho acontecimiento.
—¿Y en dónde va a salir su reportaje? —le respondo con el nombre del medio.
—¿Es un periódico?
—Una revista.
—Ah, no la conocía.
—Y usted, ¿le va a Rayados?
—Si le digo la verdad, no me va a creer.
—Dígame.
—Le voy a las Chivas.
Entonces el hombre busca una estación de radio. Se encuentra con un reportero que habla desde afuera del hotel. Asegura que los aficionados ya están ahí congregándose. El conductor lanza una mirada cómplice por el retrovisor y sube el volumen. Conforme escuchamos el reporte nos acercamos a San Pedro Garza García, el municipio más próspero de toda América Latina. Ahí aguarda Messi en una habitación del hotel Quinta Real, de cinco estrellas. Mercedes y Teslas circulan casuales por el pequeño circuito que lo rodea.
Al ver que aún tengo oportunidad de hacerlo, le pregunto al hombre si me permite cambiarme. “Adelante, siéntase como en su casa”. Tan rápido como puedo me quito la playera y busco la camisa de cactus que me envió Bióloga. A través de la ventanilla unas pasajeras de una camioneta Mercedes observan mi escasa musculatura, las miró y se voltean indignadas mientras abotono la camisa. Listo, ahora sí parezco un periodista gonzo.
Tercer círculo
El periodista gonzo está en búsqueda del fracaso. Su labor, por lo tanto, no tiene repercusión social. Por el contrario, es indolente, absurdo e innecesario, así iniciaría mi manual gonzo para principiantes, el cual sería, en realidad, un antimanual. Afuera del hotel hay algunas personas. No son tantas como las del día anterior, aunque suficientes para fotografiar. Un cerco policial impide el paso a los visitantes y sus playeras del Inter, del Barcelona, de la selección argentina, todas con el dorsal 10 y el apellido Messi. El sol cae a plomo sobre todos. Me acerco a los fanáticos. El primero y más llamativo es un niño acompañado por su madre, originarios de Veracruz, pero sin boleto para entrar al estadio. Le pido permiso para tomarle una foto al niño.
—¿Cómo se llama él?
—Leo.
—¿Por Messi?
—No, este es Leonardo —la señora ríe.
A un costado de Leonardo, un par de jóvenes aguardan ansiosos recargados sobre la valla por la salida del astro argentino. Cuando les pido una foto, posan orgullosos de sus respectivas playeras de la selección argentina.
—¿Y van a ir al estadio?, ¿alcanzaron boleto?
—Yo sí —responde uno de ellos.
—¿Cuánto te costó?
—Tres mil, creo. Pero casi no alcanzo, luego luego se acabaron. A los cinco minutos.
—Yo no alcancé —dice el otro y sonríe, resignado—. Ni modo. Los revendedores se mancharon: el más barato lo quieren dar en 8 000.
Ambos jóvenes viven en Monterrey. Son aficionados a Rayados, pero están ahí por lo que el máximo astro de este deporte les representa. Lo siguen desde que eran niños. Sin haberles preguntado su nombre o edad, les doy las gracias y avanzo hacia otros dos que están a un par de metros. Estos llevan su playera del Inter de Miami, la rosa, el equipo del que es copropietario David Beckham, la pierna derecha más educada que se haya visto cobrar un tiro libre.
Ellos son Alberto y Alejandro, de 25 y 29 años, respectivamente. Vienen de Chihuahua. Ambos alcanzaron boleto, pero un par de amigos suyos no.
—Apenas y alcancé a comprar para mi carnal y para mí —dice Alejandro—. El sistema solo permitía comprar dos boletos por persona.
—Pero los revendedores se apañaron todo —interviene Alberto.
Les tomo una foto y luego me cuentan que poder ver a Messi en vivo es un sueño hecho realidad, afuera del hotel aunque sea un momento para que salude a sus aficionados.
—¿Y tú de dónde vienes? —me preguntan cuando saco mi libretita con el logo de la Ibero que Bióloga me regaló. Ahí apunto sus nombres y sus edades. No apuntaré muchas cosas más, aunque lo intente. Si fuese reportero del New Yorker, mi libreta estaría en la basura.
Les digo que vengo de Ecatepec. Se miran el uno al otro. Es en el Estado de México, les aseguro.
—¿Y esto dónde va a salir?
Hacen cara de extrañeza cuando les menciono el nombre de la revista y les pido que estén atentos a la publicación. Entonces, los policías o vigilantes o personal del hotel interrumpen para pedirnos que nos retiremos porque estorbamos a los autos que entran, aunque en ese momento no ha entrado ninguno.
—¡Solo puede estar aquí la gente de prensa! —grita un vigilante y me mira ansioso—. ¿Eres de prensa?
—¡Claro!
—¡Muéstrame tu identificación!
—¡No la traigo conmigo! —por alguna especie de nerviosismo, sonrío. El oficial me mira, suspicaz—. Mejor dígame, ¿cómo está Lionel?
—No cuento con esa información.
—¿No lo ha visto esta mañana?
—No.
—¿Lo vio ayer?
—No.
—¿Con qué información sí cuenta? —me responde con una mirada fría. Si pudiera, saltaría la valla que nos separa y me apretaría el cuello o me patearía las partes pudendas. O ambas.
***
Un hombre de apariencia extraña, aún más que la mía, con camisa de franela y la cabellera larga de atrás aunque una calva reluzca al frente, se acerca con celular en mano a entrevistar a los aficionados con una confianza envidiable. Una que quisiera yo. Camino hacia él. Conforme me acerco noto que es más alto de lo que aparentaba a la distancia.
—¿Eres reportero independiente?
—No —es enviado de un periódico capitalino. Cuando le menciono la revista, su rostro se descompone un poco, aunque en forma positiva: conoce perfectamente la publicación, será el primero y único que lo haga en Monterrey.
—¿Irás al estadio? ¿Estás acreditado? —le pregunto.
—Sí, por fortuna conozco a la gente de Rayados. Me echaron la mano. Estuvo muy perro, no acreditaron a todos —un poco de agua en medio del desierto. Le pido que me pase el teléfono de su contacto.
—Me da mucha pena, pero no puedo.
—Mira, yo soy un advenedizo. No cubro la fuente deportiva. En realidad no cubro nada. Estoy aquí casi por error. Solo necesito ese paro, por favor, para completar esta crónica. ¡Ni siquiera soy fotógrafo! —señalo la cámara que me cuelga en el pecho.
—Lo siento, amigo, no puedo
Su calva empieza a enrojecer, quizás por mi aventurada petición, quizás por el calor, quizás porque no lleva protección, una gorra como la mía. Quizás ambos estamos al borde de la insolación, pero él no pierde su chabacanería.
Cuarto círculo
Salgo corriendo de la plaza comercial hacia un Starbucks que vislumbré mientras estaba afuera, cuando conversé con Damián, un joven que lleva puesta una playera negra del Inter de Miami. Estaba en su hora de descanso; trabaja en la plaza frente al hotel, en una librería que jamás había escuchado, donde venden exclusivamente literatura juvenil. Él quería ir al partido, pero a los cinco minutos los boletos se habían terminado. Un revendedor que halló en Facebook parecía la mejor opción.
—¿Cuánto te pidió por él?
—3 000, pero no creo comprarlo.
Sin pedir nada me siento en una de las mesas y localizo un enchufe. Ahí conecto la computadora y el teléfono, con una pila que llevo de repuesto. Para ese momento ya hay cientos de personas afuera del hotel. Pinche B.T. Mendoza, ¿a quien chingados se le ocurre pedir fotos cuando en cualquier momento puede salir Messi? A riesgo de que roben la compu salgo del local para tomar fotos con el teléfono. Son deplorables. Las envío y regreso al café. Ahí siguen mis cosas. La red es menos inestable que en la plaza, pero inestable al fin. Logro descargar el software que me es familiar y empiezo a editar.
Volteo cada cinco segundos. Afuera el alboroto y una algarabía que había visto, tal vez, cuando el papa argentino visitó La Basílica de Guadalupe —quizá era menos con Francisco—. Selecciono y edito a toda velocidad. Guardo los archivos en el escritorio y los mando. Alrededor nadie se percata de mí: todos están mirando afuera. Podría irme sin haber consumido nada, pero el hambre y los nervios me hacen pedir un carísimo sándwich de claras con espinacas. Lo devoro. Mendoza ya tiene las fotos buenas en su correo.
Guardo mis tiliches. El partido inicia alrededor de las ocho, aún son las cinco de la tarde y puedo irme con calma. ¿A qué chingados vine? Aquí la atmósfera es electrizante y me la estoy perdiendo. Corro en dirección de uno de los dos camiones que están estacionados afuera del hotel. Este instante es de los que difícilmente se repiten. Ahí está un sujeto que a los 24 años se subió al podio que solo ocupaban Pelé y su compatriota Maradona, mientras yo intentaba publicar mi primer libro. Yo también quiero. También deseo ver a Messi aunque sea mal, de lejos y un solo momento. A eso vine.
“Una mañana una multitud vio a Messi bajar del cielo de Londres en helicóptero para aterrizar en Hackney Marshes, los prados del lado oeste de la ciudad. Unos niños que jugaban allí al futbol corrieron hacia el ídolo en cuanto lo vieron”, escribe otro Leo, Leonardo Faccio, en su libro Messi. “Messi compartió con ellos unos toques de balón y luego se subió a un coche para dirigirse al mercado de Hanbury, más conocido entre los londinenses como Spitalfields Market, una amplia zona comercial con ropa de diseño, productos de cultivo ecológico y restaurantes indios de moda. Todo el recorrido era parte de una campaña de publicidad. Messi iba a presentar el nuevo modelo de botas y el show promocional se llamó Catch him if you can. Consistía en que sus fans llegaran a tiempo para que el 10 en persona les regalara un par de botas. Pero el que no llegó a tiempo fue Messi. Las complicaciones del tráfico demoraron su llegada al tercer sitio donde debía aparecer. En Trafalgar Gardens, los jardines del municipio Tower Hamlets, algunos de sus fans insistieron en esperarlo, pero Messi estaba cansado, había viajado durante todo el día de un lado a otro de la ciudad, y al llegar no se molestó en acercarse a ellos. Sus seguidores solo pudieron ver a su ídolo tras las ventanillas de un coche”.
Casi a las seis y cuarto de la tarde finalmente se mueve el camión. “Messi, Messi”, vitorea la gente. Todos se arremolinan en torno al vehículo. A la distancia apunto con mi pequeño telefoto; más que francotirador, parezco competir con una carabina por un peluche en la feria de la vida. Me da para eso, pienso, solo es cosa de que asome la maldita cabeza. Un joven pasa a mi lado en sentido contrario y lo detengo para preguntarle si pudo ver a Messi.
—A través de la ventana, pero estaba saludándonos.
Con eso es suficiente para mí.
***
Otro reportero de la televisora local conversa con algunos de los aficionados, probablemente con los mismos con los que yo he conversado. Graba con su teléfono celular; su tono de voz, su físico y su desparpajo me recuerdan a Franco Escamilla, el cómico. Me acerco para fumar con él y le pregunto si acudirá el estadio.
—No, wey, yo ya me voy ahorita. No soy de la fuente.
—¿Y tus compañeros de la fuente están acreditados?
—Sí, wey, desde hace meses. ¿Tú no?
¡Que no! Quizá él me pueda ayudar con algún contacto. B.T. Mendoza quedó de averiguar si podría ayudarme con el número del encargado de prensa de Rayados. Nada.
—La verdad no, wey, pero creo que estos weyes —se refiere a sus compañeros de deportes— se acreditaron a través de la Concacaf.
Me despido del Escamilla reportero una vez que hemos intercambiado nuestros números. Una reportera de una televisora nacional ofrece su adelanto y cuando acaba me acerco a su camarógrafo con la esperanza de obtener algo que me ayude a entrar al estadio.
—No somos de la fuente, pero los de prensa son bien mamones. Tratan bien mal a los reporteros locales. Tanto la gente de Rayados como la de Tigres. Mira, en una de esas te acercas ahí al estadio y tienes suerte.
Los ánimos del camarógrafo me impulsan. Al llegar al estadio me aproximaré a la zona de prensa y conseguiré la entrada. Soy el rey de Ecatepec.
Quinto círculo
A esa hora el precio del Uber bien podría ser para llevarme hasta Nuevo Laredo. No puede ser. Volteo hacia un sitio de taxis que momentos antes estaba repleto, pero ya no hay ninguno. No, no puede ser. Con el tilichero a espaldas, camino hacia otra de las avenidas. Ahí solo hay más Teslas y Mercedes. Ningún taxi, acaso pasa algún camión del que desconozco su rumbo. Sigo hacia otra avenida. Nada de taxis, solo más tráfico. Google Maps indica que el camino en automóvil hacia el BBVA es de una hora. Es decir, apenas llegaría antes del pitido inicial. ¡Mierda! A caminar.
Tras cruzar un puente peatonal, el mapa indica seguir derecho, donde se vislumbra un túnel vehicular. Al acercarme noto que quienes avanzan por ahí son obreros, obreros de verdad, no como yo, que avanzan a paso veloz por el túnel donde el calor es infernal como lo es el ruido de los autos. La distancia es eterna hasta que vislumbramos la tenue luz del exterior y salimos a un barrio popular, antítesis del lado “bonito” regio. No hay manera de que aquí pase un taxi. Sin embargo, pasan llenos: vienen de donde vengo. No, Dios, no me abandones ahora. Confirmo su inexistencia cuando a mis espaldas un enorme pitbull suelto resguarda un taller mecánico. Lo único que me faltaba: que me ataque un pinche perro. Sus ojos no se apartan de mí, pero me deja continuar. Me detengo en la escalinata de una casa para descansar y fumar. No debería. Tranquilo, viejo. Vienes a ver lo que ocurre fuera del estadio. Si pudieras entrar al partido verías lo que todos ven a través de su televisión o teléfono. Se perderían de esto. Espero que baje la tarifa casi cien pesos. Son las ocho. Viéndolo bien, aún estás a tiempo.
Sexto círculo
“Una mañana de noviembre de 2010, Lionel Messi baja de un Porsche Cayenne y saluda con un leve movimiento de cabeza a los productores de un anuncio que lo esperaban en el Estadio Olímpico de Barcelona”, escribe Leonardo Faccio, en el libro que tuve en mis manos recién salió, la primera edición, hace más de diez años, en la cumbre de la crónica como el género literario de moda, cuando Lionel tenía 24 años y yo también. En esa ocasión el jugador argentino, narra el periodista, estaba lastimado de un pie y comprometió la filmación del comercial, que terminaron haciendo. “En la vida de un futbolista profesional como Messi hacer publicidad es un compromiso comercial tan o más rentable que jugar un partido. En 2010, por primera vez en la historia, los jugadores de un equipo de futbol cobran más que el equipo de beisbol New York Yankees, y Messi es el mejor pagado de ese plantel: había ganado treinta y tres millones de euros, de los que solo una tercera parte es su sueldo de futbolista”.
—Debe ser hermoso, ¿no? —me dice el conductor del segundo Uber que tomaré en el día, el que me llevará hacia el Estadio BBVA, una construcción que costó 200 millones de dólares. Él también tiene la edad de Messi y es aficionado a Rayados desde los 19 años, justo cuando iniciaba la leyenda de La Pulga—. Dedicarte a lo que te gusta y que además te paguen.
Un momento antes le he dicho que soy reportero. Un momento después, al ver sus conocimientos futbolísticos —que confronta con los míos porque, “al ser reportero, seguro sabes mucho de futbol”—, me corrijo y le digo que soy un simple escritor de ficciones. Un obrero de la palabra.
—Bueno, sí, pero a ellos les pagan millones —al notar que viste una playera de los Rayados, le pregunto si asistirá al partido.
—No, la verdad ya me iba a la casa a descansar.
—¿En algún momento consideraste ir?
—Como están las cosas, me pareció un lujo innecesario.
—¿Siempre es así de caro?
—No. Sí es caro, pero no tanto. Es por Messi.
Hay más tráfico del usual. Menciono que quizá sea por el partido, a lo que el chofer niega. Tal vez se deba a que la hora coincide con la salida de las empresas. Le cuento que vine a narrar las historias de gente como él, de gente que no irá, que no pudo o no quiso ir. Que no alcanzó boleto para ver al Messías. No había considerado que Monterrey era una ciudad como cualquier otra y que la hora ñaca ñaca, como le llamo a la hora del tránsito, es la misma en cualquiera.
—Por cierto, ¿tú de dónde eres? —me pregunta. Trago saliva.
—De… el Estado de México. De Ecatepec —procuro darle ñerez a mi entonación.
—Está muy cerca de la ciudad, ¿no?
En la radio transmiten los primeros minutos del partido. Hace unos días había dudas acerca de si Messi pisaría suelo mexicano para el encuentro de vuelta. No tuvo actividad en el partido disputado en Miami donde los rosas cayeron 2-1 con anotaciones de Maximiliano Meza y Jorge Rodríguez de Rayados. Tener al 10 en la cancha pintaba para una remontada.
—Espero que sí alcances a ver a los aficionados. Ya ves lo que dicen de los de acá de Monterrey: que nomás comemos carnita asada. Luego hay unos que se ponen ahí afuera del estadio a hacer su carnita asada y se echan unas cheves y todo —ojalá estén porque muero de hambre y no he tenido la oportunidad de comer bien—. Suerte. Eres el primer escritor que conozco. Ya te estaré leyendo. ¿Cómo dices que se llama la revista donde va a salir?
Séptimo círculo
—Yo te voy a decir lo que pongas en tu crónica —una aficionada regia, al parecer influencer, viene acompañada por su novio, ambos con la playera rosa de Miami. No alcanzaron boletos, cuestión que les apena y por eso al principio se rehúsan a que les tome una foto—. Pondrás que nueve de cada diez regios no alcanzó boleto por culpa de los malditos revendedores.
—¿Y qué piensan hacer ahora? ¿Esperarán para el segundo tiempo?
—No, ya dimos toda la vuelta al estadio y no encontramos nada bueno —responde él—. Están bien manchados, los boletos que costaban 1 200 te los venden en 12 000.
—Un revendedor sacó uno de 5 000 y un montón de gente se le fue encima. Pero también han estafado a varios, casi a todos. ¿De dónde dices que vienes? —pregunta la influencer y busca rápidamente en redes sociales—. No puede ser, tienen muchos followers. ¡Qué oso! Todos van a ver que no pudimos entrar al estadio.
Sobre la cancha Brandon Vázquez, delantero de Rayados, aprovecha una pifia del portero Drake Callender para anotar el primer gol de una noche de sequía para Messi. Lo mejor de un Barcelona que alguna vez lo conquistó todo, Sergio Busquets, Jordi Alba y Luis Suárez serán humillados por La Pandilla regia. Afuera, algunas decenas de personas aún intentan la hazaña de colarse al estadio. Entonces, le pregunto a la influencer si había más gente horas antes del partido.
—Sí, había cientos, no, miles de personas que fueron estafadas y no pudieron entrar.
No son los únicos. Por doquier corren aficionados que durante los noventa minutos del encuentro han buscado un boleto. Una chica se acerca desesperada a una zona del estacionamiento donde unos guardias no la dejan pasar si no porta entrada o brazalete.
—Me estafaron, el revendedor se pasó para allá y no regresó —la víctima señala hacia la zona restringida.
—¿Cómo era? —el encargado de vigilancia asume la seriedad digna de un agente ministerial ante los detalles que ella trata de ofrecer. Tanta teatralidad solo para responder el clásico: Uy, señorita, así va a estar muy difícil.
***
Apresurado rodeo el estadio que por su disposición me recuerda al Palacio de los Deportes, en la Ciudad de México, y aprovecho para retratar a Javier y Eugenio, padre e hijo. Se acercan a un tipo del que no logro recordar el nombre, aunque sí su camisa y pantalones tumbados al estilo cholo. Por su aspecto, resulta lógico preguntarle si revendía boletos, pero él también busca entradas. No me ve con buenos ojos cuando se entera que soy de Ecatepec. En corto le menciono a Javier que quizá sea mejor decir que soy de Querétaro.
—Es que eso ya es la ciudad, wey —interviene Eugenio, un joven de 27 años, sonriente aficionado de Rayados desde que su papá lo llevaba al viejo estadio del Tec de Monterrey cuando tenía seis años—. Pero no te agüites, nos caíste bien ahorita que te acercaste a pedirnos educadamente por la foto. Imagínate, wey, todos los años renuevo mi credencial del club, menos este y mira lo que pasó —la resignación no consigue borrarle la sonrisa—. Se pasan: vimos unos boletos en 24 000; el más barato, en 8 000. De hecho, estábamos pensando en armar la vaca entre todos para que mi papá pasara, aunque fuera él solo.
A pesar de su afición por el equipo de Monterrey y las decenas de anécdotas alrededor, esta noche a Javier solo le importa un jugador sobre la cancha. Ese que a los 36 años, quizá lo último de su carrera, aún pide el balón para rematar en el área, se frustra por las inconsistencias de su defensa y pide todos los tiros para intentar colocarla en el ángulo.
—Hoy, por primera vez, no vengo a ver a los Rayados. Sino a Messi. Imagínate, es el mejor jugador de futbol de la historia.
Al llegar a la explanada nos recibe un escenario distinto, en definitiva, a lo que me había imaginado: ningún regio montó parrillas y hieleras rebozadas con Tecates para la carnita asada; en su lugar, aficionados cabizbajos y estafados, otros a la espera de un milagro, de vencer en el trueque al revendedor y que casi regale el boleto.
Octavo círculo
El Estadio BBVA quizá podría renombrarse Jesús Gallardo, en honor al defensa mexicano que nulificó por completo la actuación del rosarino. Muchos esperaban gritar en sus adentros aunque fuera una anotación de Messi en territorio mexicano. En cambio, al minuto 64, Jordi Alba le reclama a sus defensas para que muevan la pelota al frente, el marcador global es de 4-1, aún sueñan con la remontada. Un pase errado que intercepta Gallardo en inmediaciones del área, luego Germán Berterame aprovecha el espacio para mandar un centro que es rematado por el propio Gallardo. El tercer gol detona un murmullo entre los aficionados. Después de todo, el mejor de todos los tiempos no es tan divino. Como en un coliseo romano, la tribuna desacraliza al 10 y se ensaña al grito de “Messi se la come”.
—Deberían dejarnos pasar ya. Che, no somos muchos, ni que fuéramos a reventar el graderío —se lamenta un argentino aficionado del Atlético Lanús que eligió Monterrey para vacacionar. Lo estafó un revendedor al que le entregó 1 500 de los 3 000 que le pedían por un boleto—. Nunca se apareció, pero no pasa nada. No es el fin del mundo.
Si está ahí, es por Messi. Señala su playera de la selección argentina con un dibujo que muestra a los gladiadores que junto a Messi levantaron la Copa Mundial.
—No me lo podía perder. Uno no se puede perder a Messi. Pero mirá, esto solo dice una cosa: los mexicanos no están listos, no están listos para organizar una Copa del Mundo.
En ese pequeño grupo de segregados, más parecido a un mal chiste, conviven unos chicos que viajaron desde Tamaulipas. De algún modo están de acuerdo con el hincha de Lanús.
—Los mexicanos somos bien pendejos. Hacemos cosas que no debemos con tal de estar cerca de un ídolo.
—¿Eres reportero? —interviene otro de los tamaulipecos.
—Algo así —le digo.
—¿Y dónde va a salir esto? —me pregunta como me preguntó la influencer; como me preguntó Eugenio y Javier. Como me lo han preguntado todos, menos aquel reportero semicalvo. ¡Gatopardo! Todos sacan sus teléfonos móviles. Algunos le dan “seguir” a la cuenta de Instagram. Ninguno de los tamaulipecos alcanzó boleto y pienso que quizá pueda unirme en el fracaso. Les pregunto por su plan.
—Nomás venimos al desmadre, a ver qué sale orita. Y más porque va a ganar el Monterrey. A ver si salen a festejar acá con nosotros.
Vislumbro las posibles fotos de la euforia que provoca bajar a un dios del olimpo futbolero: gritos desaforados, aficionados que ondean banderas de Rayados, que se arme la carnita asada porque un equipo de la zona fronteriza mexicana destronó a uno de los más grandes jugadores en la historia. Peda, excesos y guapísimas regias abarrotando la Macroplaza. En ese momento mi espalda exige que me siente y mi panza, que coma algo. No encuentro vendedores de hot dogs, pero sí a una cuadrilla que ofrece órdenes de tres burritos. Uno de ellos, santo vendedor que sacia mi hambre, apoyaba hasta la médula a Rayados… entonces conoció a Dios.
—¿Cómo dice?
—Antes yo era bien alcohólico, pero ya no —señala la camisa que lleva puesta, donde unas manos cruzadas son completadas con la frase “Cristo es amor”.
—¿Y fue en esa época que era fan de Rayados?
—Sí, hasta fui jugador —asegura—. Oiga, ¿de dónde viene usted?
Querétaro. Antes que ahonde en la ubicación exacta, le agradezco para alejarme. Me siento en una banqueta. Devoro uno de los burritos y me lleno. Guardo los otros dos en la bolsa. Uno a uno los asistentes abandonan el estadio como si se tratara de cualquier encuentro de la Liga MX. No muestran la euforia que imaginé. Mierda. O me retiro o no vuelvo a casa. El costo del Uber aún es aceptable. No lo será en los próximos diez minutos. Cruzo al otro lado de la avenida y un hombre solitario pasa ondeando la bandera de Rayados. Está solo, en la avenida sola. Le tomo una foto a una mano y con la otra sostengo mi teléfono. Sé que no saldrá muy bien.
El tercer Uber que tomo en el día llega. Echo un vistazo a la ruta en el móvil y me percato del nombre del conductor. No, no puede ser. Es un joven cachetón y carismático. Tiene algunas dificultades para salir de ese tramo: los oficiales de tránsito ya han cerrado algunas de las avenidas y poco a poco las personas a pie van llenando los espacios. Sigue sin ocurrir el aquelarre que imaginaba.
—¿Ya se va a su casa? ¿A dónde viaja? —pregunta al notar que voy a la terminal. —Querétaro. Oye, y te llamas así por…
—No —ataja y sonríe a través del retrovisor—. Me pusieron así por un amigo de mi papá, o eso me dijeron.
—¿Te enteraste de la visita de Messi?
—Sí, sí me enteré.
—¿Y no pensabas asistir al juego? ¿O no alcanzaste boletos? O…
—No, señor —interrumpe Diego Armando—. A mí ni siquiera me gusta el futbol.
SAMUEL SEGURA. Obrero de la palabra escrita. Ha publicado las novelas Metal y El sufrimiento de un hombre calvo, la novela gráfica Pandemonio, los libros de cuento Cada monstruo tiene su debilidad y ¡Horda! y otros relatos, además del poemario El corazón es un órgano destructor. Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la UNAM y el diplomado en Guion Cinematográfico del CCC. Becario del Fonca en Novela de la generación 2019-2020. Es baterista y letrista de Asedio, banda de metal con la que lleva más de quince años tocando.
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