Esperarás la tierra prometida: el éxodo haitiano en México
Celia Guerrero
Fotografía de Emilio Espejel
La comunidad haitiana que comenzó a formarse hace cinco años en Tijuana, en la frontera norte de México, y que parecía haberse asentado, ahora se disuelve. Su objetivo sigue vigente: cruzar la frontera y pedir asilo a la nación de Joe Biden. Luego de la inestabilidad política de Haití, el asesinato de su presidente y los desastres naturales que han azotado la isla caribeña, las nuevas olas de haitianos continúan llegando. Y aunque ahora se enfrentan a cambios en las políticas migratorias, el anhelo sigue siendo el mismo.
Adormilado, en chanclas y bermudas, Joseph Remy Julien lleva una cubeta a la toma de agua en una cocina construida al aire libre. Mientras espera a que el recipiente se llene, una mujer talla la ropa en un lavadero improvisado con una tarja de plástico sobre un banquillo de madera, un niño se cepilla los dientes junto a una vieja estufa que no funciona y, ahí mismo, otra mujer restriega la gran cazuela en la que cocinaron barbacoa estilo Guatemala, el día anterior, para las 150 personas que viven en este albergue para migrantes llamado Pequeña Haití. Poco antes de las siete de la mañana de este último domingo de junio, el ritual del aseo matutino ha comenzado.
Joseph Remy —o sólo Remy— no interactúa con el resto. Puede ser porque su español es incipiente o porque está medio dormido aún o simplemente porque no le interesa hacerlo. Cuando termina de llenar su cubeta, cede el turno al siguiente usuario, sortea un camino terroso y enlodado a un lado de la cocina —un laberinto de tendederos con ropa colgada— y se dirige a su habitación para asearse apartado del bullicio.
Este haitiano jovial pero tímido, que aparenta menos de sus 53 años, tiene cuatro hijos esperándolo en Haití, de donde huyó en 2016 a raíz de la crisis política. Migró a Brasil en busca de trabajo, donde vivió tres años, y cuando perdió ahí el empleo se fue a Ecuador. Después de un año y medio llegó a México, en abril de 2020, con la intención de pedir asilo en Estados Unidos. En Tapachula, Chiapas, cerca de la frontera sur, el gobierno le expidió una tarjeta de visitante por razones humanitarias y con ella cruzó el país hasta la frontera norte; en Tijuana, Baja California, tuvo que esperar un turno para iniciar el proceso de asilo y aguardar, conforme a la política migratoria implementada por la administración de Donald Trump y el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, el Protocolo de Protección a Migrantes (MPP, por sus siglas en inglés) o también conocido como protocolo “Quédate en México”. Pocos meses después, en julio de ese 2020 y en medio de una pandemia, su tarjeta de visitante expiró. Ahora Remy dice que sin ella nadie le da trabajo. Muestra la tarjeta vencida, abre los brazos y alza los hombros.
—Sin tarjeta no trabajo, no trabajo. Venden veinte, veinticinco mil pesos, permanente. Pero no trabajo, no trabajo— repite varias veces, en un español dificultoso, para explicar lo enredado de su situación: le han ofrecido regularizarlo por una cantidad de dinero que no tiene ni puede ahorrar, precisamente porque está desempleado.
Llegó en febrero de 2021 a este refugio fundado por migrantes haitianos hace cinco años, a cien metros de un templo cristiano, Embajadores de Jesús, en un terreno extendido sobre una colina. En un inicio pernoctó en un catre dentro de una de las dos bodegas de techos de lámina donde duermen, en cada una, entre setenta y cien personas. Compartió el espacio con connacionales y otros migrantes centroamericanos. Pero, conforme pasaron los meses, poco a poco los haitianos comenzaron a irse y las familias hondureñas, salvadoreñas y guatemaltecas que llegaban con el flujo de las caravanas ocuparon ambas naves y reconfiguraron los espacios en el albergue. Pronto pudo mudarse a uno de los cuartos de madera junto a la cocina. La migración centroamericana incrementó a partir de noviembre de 2018, año en que el Colegio de la Frontera Norte (El Colef) documentó la llegada de al menos seis mil personas en busca de asilo. Ahora ellos son mayoría en esta comunidad migrante.
Pequeña Haití es un albergue. La idea de levantarlo vino de un grupo de haitianos que llegó a Tijuana en 2016, atorado en su camino hacia Estados Unidos, y de Gustavo Banda, pastor del templo Embajadores de Jesús. Querían crear una colonia de viviendas en el terreno contiguo a la iglesia que ocupaban como un albergue. Construirían sus casas y crearían una pequeña Haití en el norte de México. Pero el proyecto de desarrollo se quedó en eso, una idea, y terminaron construyendo sólo unos cuantos cuartos y las dos bodegas, con las aportaciones monetarias y en especie que recibieron de la ciudadanía. A lo largo de cinco años las circunstancias migratorias se modificaron; en 2018 comenzaron a llegar los centroamericanos y, más recientemente, migrantes del interior de México. Pero los haitianos consiguieron trabajos que les permitieron rentar y dejaron de vivir ahí o se quedaron un par de años más y, aunque parecían haberse asentado, a la primera oportunidad decidieron irse.
Remy comparte cuarto con Benicais Cadilus, de 66 años, que viaja en solitario como él, y sus vecinos inmediatos son una pareja, Mirlene y Edmond Pasteur, de 38 y 41 respectivamente, con quienes habla el mismo idioma. Los cuatro son los últimos haitianos del lugar: unos desempleados, otros con trabajos inestables, no han podido regularizar su situación y no pueden pagar un lugar donde dormir.
—Los haitianos no viene a Tijuana, quiere ir a Estados Unidos— dice Remy.
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En la entrada hay un portón que anuncia: “La persona que no viva aquí, no puede pasar” y, sobre un montículo de tierra sostenido con llantas, se alza un letrero que anuncia: “Iglesia Embajadores de Jesús. Little Haiti. Ciudad de Dios”.
Primero se levantó el templo, un edificio rectangular de ladrillos de hormigón del largo de una cancha de fútbol, con techo alto de lámina y acabados modestos. Luego, en el terreno contiguo, se planeó construir el resto y comenzaron con un par de cuartos de madera que pretendían ser viviendas. El desarrollo no prosperó porque no consiguieron los permisos necesarios de Protección Civil, que calificó el terreno como inadecuado. Al final sólo lograron alzar esas habitaciones y los dos edificios detrás, que parecen almacenes. En la actualidad ambos espacios funcionan como dormitorios que hospedan a casi ochocientos migrantes de distintas nacionalidades.
Aunque al guglearlo se localiza aún como Pequeña Haití, Gustavo Banda ya se refiere a este lugar como Pequeña Centroamérica. Un hombre que se autodefine como misionero, académico del Departamento de Estudios Económicos de El Colef, alto, fornido y de actitud imponente, el pastor se mueve entre ambos albergues deteniéndose cada tanto para resolver alguna solicitud de sus huéspedes como el líder que es, dando órdenes a quienes lo apoyan a organizar la cotidianidad de este espacio, recibiendo donativos en especie o a integrantes de organizaciones altruistas que asisten a dar consultas médicas gratuitas, entre otros servicios para los migrantes.
Cuenta que estaba terminando de construir el templo cuando una amiga profeta de su congregación le dijo: “Las naciones van a llegar a este lugar”.
—La gente pensó que me había vuelto loco. Teníamos que construirlo, no sabía el motivo, pero teníamos que acabar. En el mundo le pueden llamar corazonada. Yo sabía que tenía que acabarlo —dice entre el bullicio de las familias que habitan en el templo.
Gustavo Banda vive con su familia en este barrio, Cañón del Alacrán, en el límite urbano de Tijuana, entre cerros terrosos, donde hace once años carecían de servicios básicos como luz, agua potable o drenaje y los pocos vecinos que había acumulaban su basura para que los cerdos pastaran. Ahora ya tienen servicios, aunque el drenaje es deficiente; la calle principal sigue sin pavimentar y se vuelve un canal de aguas negras cuando hay lluvia, mientras la basura y los cerdos, junto con el olor fétido, siguen ahí.
En ese cañón, con donaciones y aportaciones de los creyentes, terminó de alzar el templo en 2016. Pronto llegaron los migrantes: primero fueron los haitianos, luego los centroamericanos y ahora, también, paisanos que huyen de la violencia de México, lo que ha hecho que el espacio ha sido —y es hasta la fecha— ocupado como un dormitorio temporal para cientos de personas.
—Nadie pensó que se iba a convertir en un albergue. Pero llegó una migración de veintidós mil haitianos. Por cuestiones de Dios, diosidencias, llegaron a este lugar.
Pero los haitianos no llegaron por cuenta propia.
—Tuve un sueño en el que veía a un hombre moreno, no voy a decir que era haitiano, porque no lo sabía. Pero decía que yo tenía que ir a buscarlo, porque ese hombre hablaba mi idioma e iba a traerlos a todos.
Ese hombre, según lo dedujo, era un haitiano llamado Oseas —como uno de los primeros profetas del Antiguo Testamento, representativo de la misericordia de Dios y la esperanza para el futuro—, aunque eso lo supo tiempo después.
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El éxodo llegó a México en el segundo semestre de 2016. En septiembre, el Instituto Nacional de Migración (INM) reportó el ingreso de al menos quince mil extranjeros por la frontera sur. “El flujo de migrantes originarios de Haití era mayoritario y fue haciéndose cada vez mas importante, hasta representar 80% del flujo en diciembre de 2016”, indica el informe especial de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) y El Colef. De ellos, la mitad ingresó a Estados Unidos para solicitar protección y 3 400 se quedaron en Baja California: 75% en Tijuana y 25% en Mexicali. La Encuesta de Migrantes Albergados en Tijuana detectó que nueve de cada diez haitianos que llegaron a la ciudad fronteriza venían de Brasil, viajaron en autobús, avión, barco y a pie, atravesando de ocho a diez países en una travesía que duró, por lo menos, tres meses.
Organizaciones internacionales consideran el terremoto del 12 de enero de 2010, de magnitud de siete grados, como el origen de esta emigración masiva en la historia reciente de Haití. La isla ya tenía entonces el índice de desarrollo humano más bajo en América Latina y el Caribe y el desastre tan sólo aceleró su deterioro social y la inseguridad; el acceso a servicios educativos y de salud retrocedió, lo que provocó el desplazamiento forzado de 1.5 millones de personas, de acuerdo con la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). En los años posteriores algunos países adoptaron políticas de acogida humanitaria, como Brasil, que comenzó a emitir visas de trabajo para ellos con un mínimo de requisitos. Para finales de 2014 se estimó que el número de haitianos que vivía en Brasil era mayor a los cincuenta mil. Dos años después, la crisis económica en el país sudamericano que derivó en la destitución de su presidenta, Dilma Rousseff, y la pérdida de un gran número de empleos, detonó un nuevo éxodo migratorio hacia el norte del continente americano. Además, se sumó la suspensión del Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés) del gobierno estadounidense, que existía precisamente a raíz del terremoto y con el que los haitianos podían obtener permisos de trabajo. Su suspensión, a finales de la administración de Obama, reanudó las deportaciones de todo el que ingresara a su territorio de forma irregular.
El escenario se agravó aún más con dos torbellinos. Primero, el impacto del huracán Matthew en la isla, en octubre de 2016, que provocó la muerte de seiscientas personas y pérdidas económicas por 2 700 millones de dólares, equivalentes al 32% del PBI de Haití, según el reporte de la ONU. Y segundo, el que generó el inicio de la administración de Donald Trump, en enero de 2017, con un discurso antiinmigrante que terminó de concretar las condiciones adversas para disuadir a muchos en su intento de entrar a Estados Unidos y que, en vez, se asentaran en Tijuana, por lo menos hasta que fuera seguro cruzar.
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Un sábado por la tarde el pastor Gustavo Banda decidió ir al centro donde había escuchado que se reunían los migrantes haitianos. En ese momento el arribo de centenares de familias extranjeras ya era evidente en la ciudad y, en atención a su sueño, quiso invitarlos al templo. Recordando ese momento, “aquí de pronto un día, era septiembre, era octubre de 2016, amanecimos así, con un montón de personas, y te lo voy a decir así, negras, en la calle. Nadie sabíamos ni de dónde venían ni nada”, cuenta Soraya Vázquez, actual subdirectora de la organización Al Otro Lado, quien participó en el Comité Estratégico de Ayuda Humanitaria Tijuana, que buscó responder a esa primera ola migratoria.
Los centenares de migrantes, en su mayoría haitianos, pero también un buen número de africanos, se congregaban en la zona sur de la garita El Chaparral —en el paso fronterizo de San Ysidro—, a un kilómetro y medio de la frontera, en los alrededores del Desayunador Salesiano Padre Chava, el primer sitio donde la sociedad civil comenzó a atender las necesidades inmediatas de alimentación y refugio. El periódico El Universal reportó en octubre el descontento de algunos comerciantes de la zona, molestos porque los migrantes que dormían en la calle, frente a sus negocios, le daban una “mala imagen a sus locales”. Los dueños les gritaban: “¡Vete, negro!”. Sin embargo, en general hubo empatía y solidaridad de los tijuanenses, actitudes que, en parte, se construyeron gracias a una estrategia de información y luego, al trabajo de integración social realizado por el Comité Estratégico. Los migrantes llegaban con el oficio de salida del INM, desde Tapachula, a esperar su turno para solicitar asilo ante el gobierno estadounidense. El portal Animal Político publicó que, además de Tijuana y Mexicali, se trasladaron a San Luis Río Colorado, Sonora. Entonces se decía que la mayoría iba a la frontera con California porque en Arizona había “grupos racistas que los cazan”. El proceso de asilo, dada la cantidad de solicitudes, podía durar semanas o meses; en la espera las familias dormían a la intemperie, una situación que colocó la problemática en el centro de la atención social. “Estamos hablando de que aquí llegaron alrededor de dieciséis mil personas, en un momento en que obviamente la ciudad no tenía la infraestructura para atenderlos ni el gobierno, una estrategia”, explica Soraya Vázquez.
Así fue como surgieron albergues emergentes, como les llamaron, que eran iglesias o espacios no diseñados precisamente para esa función, con la intención de ayudar ante la emergencia humanitaria. Después del Desayunador, la iglesia Embajadores de Jesús fue el segundo espacio que alojó un mayor número de personas: más de trescientos, según reportaron la CNDH y El Colef. Gustavo Banda considera que su idea de invitar a los haitianos a su templo fue exitosa porque muchos de ellos, cuenta, eran cristianos —el segundo grupo religioso más fuerte de Haití— y estaban deseosos de asistir a un servicio. El primer día que los recibieron, el pastor y otros feligreses tuvieron que hacer varios viajes en camionetas para llevar a todos los interesados al templo Embajadores de Jesús.
—Pastor, asómese, porque tenemos un problema —me dicen.
—¿Cuál es el problema?
—Que ya trajimos las dos camionetas llenas de haitianos.
—Pos, qué suave, ¿no?
—No, el problema no es ése: es que hay más de mil y todos quieren venir a la iglesia.
Existía además otro problema: casi nadie hablaba español. Indagando, apareció nuevamente el destino. La excepción fue un haitiano que, antes de llegar a este país, había estado en República Dominicana, quien se ofreció a traducir el servicio al créole o criollo haitiano, un idioma que surgió del francés mezclado con lenguas africanas y que es la lengua oficial de Haití junto con el francés. El traductor se llamaba Oseas, el del sueño.
—Aquel hombre creo que predicó algo totalmente distinto, no le entendía. Porque predicó tan bien que todo mundo aplaudía. Se supone que yo predicaba y él traducía y fue un culto muy bonito.
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Atravesar diez países para llegar a un destino. Viajar por agua, por tierra, en autobús o en lancha; cruzar selvas que emanan el hedor de los cadáveres en descomposición de quienes no lograron terminar el camino; esconderte de autoridades y criminales en contenedores de basura; conocer lo mejor y lo peor de las personas a tu paso por sitios desconocidos: sin duda, una experiencia que forja a cualquiera.
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—Está largo, ¿quieres escucharlo? Es una historia largo — previene Ivenson Jasnel Dorne.
Ahora que Jasnel se ha asentado en Tijuana, luego de cruzar diez países de América Latina, que ha cumplido veintisiete años y se ha casado, mantiene una actitud positiva: sonríe constantemente, es bromista, carismático.
—Hola, ¿cómo está? ¡Aquí andamos! —saluda enérgico a la dueña mexicana del local de comida La Casita de Ale, que en realidad es su tía política.
Tenía veintitrés años. Había terminado una carrera en idiomas; era traductor voluntario, músico, daba clases de guitarra, arreglaba computadoras, pero no lograba reunir el ingreso suficiente para sobrevivir. Decidió dejar Haití, donde se quedaron su padre y sus hermanos. Aprovechó las facilidades que el gobierno brasileño daba a sus connacionales y solicitó una visa de trabajo, que al poco tiempo le otorgaron. Así que en Brasil inició el éxodo.
—No había oportunidad. Porque el país se quedó así desde [el terremoto y el huracán de] 2010 y pues mal organización del gobierno. Entonces el país se iba pa’bajo, mucho, y uno terminando su carrera, pues no podía trabajar. Entonces la solución es dejar el país —cuenta Jasnel.
De Brasil recuerda que la gente era muy relajada. De Perú, las motocicletas. De Ecuador, que era barato. De Colombia, que había más gente negra y eso le facilitó no ser detectado. De Panamá, el mayor de sus retos: la caminata de días, cruzando la selva que olía a muerto. De Costa Rica, el buen recibimiento de la gente. De Nicaragua, que fue el país que peor lo trató: no lo dejaron pasar y un coyote le cobró tres mil dólares para hacerlo. De Honduras, que le robaron y nadie hizo nada. De Guatemala, que pasó sin problemas. De México, la amabilidad con la que una familia lo acogió en Tapachula y el frío en la zona de La Rumorosa, en Tecate, poco antes de llegar a Tijuana, casi cinco meses después de iniciado el viaje.
—El camino que quiere llegar es Estados Unidos, pero el motivo es México porque México tiene frontera con Estados Unidos.
Llegó a la frontera bajacaliforniana el 4 de diciembre de 2016. La primera noche en la ciudad que ahora es su hogar durmió en la calle. Las autoridades mexicanas lo enviaron a un albergue; luego, las estadounidenses le dieron una fecha —28 de enero de 2017— para cruzar y solicitar asilo. Pero sería demasiado tarde: la nueva administración, la de Trump, le impidió pasar.
—Como no nos dejó cruzar, México empieza a ofrecernos oportunidades aquí. ¿Qué hace México? Migración en Baja California nos dieron papel. Nos dijeron: “Quédense aquí, aquí hay mucho trabajo, pueden quedar aquí, no hay ningún problema, pueden estudiar”. Y nos dieron un papel, era una tarjeta de visitante. Todos estamos buscando cómo integrarnos en la comunidad, pero lo más duro fue que cómo íbamos a trabajar si no sabíamos nada de idioma. No sabíamos nada.
Araceli Almaraz Alvarado, investigadora del departamento de Estudios Sociales de El Colef, identificó el idioma como una de las principales barreras para la integración de los haitianos a la ciudad y creó el proyecto Archivo Oral de Migración en el que estudiantes voluntarios dieron clases de español e inglés a los migrantes en los albergues, entre 2016 y 2017. Así fue como Jasnel y otros lograron aprender el idioma, lo cual facilitó su integración social, cultural y económica, considera la académica. Después de unos meses, Jasnel consiguió trabajo como maestro de francés, dejó de vivir en el albergue y, al cabo de tres años, recibió la residencia permanente. En junio de 2018, con recursos propios y desde casa, creó Radio Haitiano, una estación que se escucha por internet, dirigida a la comunidad inmigrante haitiana en esta ciudad. Es locutor, programa música y da noticias relacionadas con acontecimientos del Caribe e información sobre asuntos migratorios relevantes. Un año después se casó con una tijuanense y tuvo una hija, lo que terminó de enraizarlo a Tijuana.
—La vida nunca ha sido fácil. Lo más fácil sale caro. La vida es una lucha misma. Tienes que luchar para salir adelante. ¿Dónde estás?, ¿dónde vas a estar? y ¿a dónde quieres llegar? Cada vez que pienso en ese camino me dan más ganas de salir adelante con mi vida —reflexiona.
El joven haitiano se ha amoldado a lo que el país le ha ofrecido. Dentro de sus planes inmediatos no está dejar Tijuana. Ese “objetivo final” se reconfiguró desde que es esposo y papá de una niña de un año. Actualmente, quiere ahorrar para abrir un restaurante de comida haitiana que ofrezca el típico pollo frito con arroz, frijoles y ensalada distintivo de su gastronomía. También, dice, pronto realizará el trámite para la nacionalidad mexicana.
—Lo bueno de nosotros, los haitianos, es que nos adaptamos a donde estamos, hacemos lo que nos permitan hacer —dice Jasnel, con la convicción de alguien que se establece donde le permiten tener un hogar.
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Hay un salmo que Nathacha Augustin, de cuarenta años, repite en créole todas las noches para ayudarse a conciliar el sueño.
El que habita al abrigo del Altísimo
morará bajo la sombra del Omnipotente.
Diré yo a Jehová: “Esperanza mía y castillo mío”,
mi dios, en él confiaré.
Él te librará del lazo del cazador,
de la peste destructora.
Con sus plumas te cubrirá
y debajo de sus alas estarás seguro;
Escudo y adarga es su verdad.
Lo repite una y otra y otra vez hasta lograr difuminar la angustia y quedarse dormida dentro de la tienda de campaña en la que vive desde hace casi cinco meses, en el campamento El Chaparral, junto con Salomón, su pareja. Reza porque no es fácil descansar aquí, un asentamiento frente a la garita del mismo nombre, en plena pandemia; reza por las más de trescientas familias migrantes, nacionales y extranjeras, a la espera de una cita para entrar a Estados Unidos.
Es una tarde de junio de 2021. Los peatones cruzan sobre el río Tijuana por el puente conocido como El Chaparral, que conecta el final de la avenida Revolución, en la zona turística de la ciudad, con una explanada de un centro comercial en decadencia, prácticamente abandonado, y metros adelante, debajo de un puente de vehículos, empieza el campamento. Decenas de tiendas se alinean, una al lado de otra, en bloque, con tan sólo un pequeño pasillo que permite adentrarse zigzagueando al centro del lugar, donde el calor de la tarde —más los olores de la concentración de varios cientos de personas en condiciones de hacinamiento— no dejan espacio para tomar aire fresco. Quizás por eso un grupo de personas se reúne sobre el camellón de la calle José María Larroque, donde han colocado una mesa, un espejo y, en un extremo, han improvisado un pequeño salón de belleza. Un par de migrantes esperan para cortarse, raparse o trenzarse el pelo; en el otro extremo las mujeres cocinan y reparten comida. Se comunican en créole y no tienen mayor interacción con personas de otras nacionalidades. Los peligros en el lugar son constantes; las tiendas de campaña y las lonas con las que improvisan refugios sobre banquetas o a la mitad de la calle no prestan seguridad. La CNDH calculó que alrededor de tres mil personas vivían en El Chaparral en condiciones de hacinamiento, precarias, sin las medidas sanitarias suficientes para la mitigación del virus del covid-19. “La falta de alimentación […] ahonda su precaria condición. Tampoco se han instrumentado medidas efectivas y permanentes para prevenir la propagación del virus SARS-CoV-2. Especial atención merecen las niñas y niños, poco más de mil en ese lugar, pues algunos son enviados a pedir dinero a la línea de cruce fronterizo, mientras que otros son potenciales víctimas de abuso sexual y unos más, los lactantes, carecen de fórmulas lácteas para su alimentación”, publicó en junio de 2021.
Las personas que se asentaron aquí lo hicieron incentivadas por el rumor de que pronto abrirían la frontera terrestre, que se cerró el 21 de marzo de 2020, a raíz de la pandemia. El anuncio de que la administración de Joseph Biden pondría punto final al protocolo Quédate en México generó esta expectativa. A lo largo de dos años esta política migratoria se aplicó a más de 72 000 solicitantes de asilo, para que esperaran en México la resolución de sus casos. Biden la suspendió el primer día de su cargo, el 20 de enero de 2021, y comenzaron a ingresar a cuentagotas. Pero meses después, en agosto, la Corte Suprema de los Estados Unidos le ordenó al gobierno reinstaurarla.
—Cuando en Haití yo soy comerciante, yo vender mucho cosa. Viene un grupo de gobierno, yo hablar mal de ese partido, yo quiero entender a ese partido. Ellos pelear conmigo, ellos hacer un fuego con mi business. Ellos dicen: “Voy a matar yo”. Yo fui a Puerto Príncipe y ellos dicen cualquier lugar yo habitar, voy a matar —cuenta Nathacha, con muchas dificultades en su manejo del español, sobre los motivos que la llevaron a huir de su país.
Nathacha salió de Haití en octubre de 2017. Migró a Chile y sus cuatro hijos quedaron al cuidado de su hermana, mientras ella enviaba para su sustento el sueldo que recibía como jornalera en los campos de recolección de arándanos. Cuando esa oportunidad laboral terminó, Nathacha viajó a la frontera norte de México con la intención de solicitar asilo. Llegó el 30 de enero de 2021 y desde entonces, aunque lo ha intentado, no ha logrado conseguir trabajo. Tampoco ha podido tramitar la residencia temporal en México, porque no tiene dinero suficiente para pagar los derechos, que van de los cinco mil a los 9 800 pesos. Las opciones que le quedan implican vivir en un albergue o en este campamento y ha elegido lo segundo, porque considera que así será de las primeras personas que atienda el gobierno estadounidense.
Ella y otros haitianos en El Chaparral jamás han escuchado hablar de la existencia de Pequeña Haití. De hecho, de Tijuana, Nathacha sólo conoce el campamento y no tiene interés en conocer más. Habla muy poco español, lo aprendió cuando vivió en Chile. En Tijuana tiene una amiga connacional que la recibió y dentro de las relaciones que ha construido en su estadía está Salomón, su pareja actual, un haitiano que vivía en República Dominicana. En México no tiene a nadie más.
La tensión racial es una de las mayores preocupaciones para los haitianos del campamento. La convivencia se ha descompuesto entre quienes son “blancos” —como los nombran— y quienes no, los afrodescendientes. Se quejan de vivir discriminación porque algunas personas se han presentado como abogados de organizaciones y los han atendido a todos excepto a ellos. También han sucedido conatos de broncas por la ocupación y limpieza del espacio. En el lugar no hay ninguna autoridad que asuma la organización y tampoco hay vigilancia. Semanas antes de nuestra visita, la alcaldía de Tijuana retiró los baños públicos y una cocina comunitaria para incentivar el desalojo. Pero eso sólo empeoró todo y, contrario a lo esperado, los migrantes continúan llegando. Desde entonces, quienes pueden, pagan por comer y asearse en restaurantes y hoteles de los alrededores. Los demás improvisan.
La madrugada del 27 de junio de 2021, cuando la mayoría descansaba dentro de sus refugios, un grupo de hombres con el rostro cubierto atacó las casas de campaña.
—Gritaban: “¡Haitianos, haitianos! ¡Tienen un día para irse!”—dice Nathacha.
Los atacantes cortaron la malla de tela de su casa con un cuchillo, destruyeron sus cosas y la golpearon. Lo mismo cuentan otros de sus compatriotas que salieron huyendo esa misma mañana. “Me fui a dormir con cuatro amigas. Ya vendré. Si me pongo a esperar, esperaré a que los blancos empiecen a romper todas las chaparas haitianas, por eso no dormí”, escribió en un mensaje de WhatsApp Florence Nicolas, una haitiana de veintiocho años que salió, tras el ataque, dejando sus cosas en una tienda. Semanas después dejó Tijuana para vivir en otra ciudad norteña, en Monterrey, Nuevo León.
Luego del ataque, también Nathacha abandonó la ciudad. El 24 de julio llegó a Matamoros, Tamaulipas, donde a principios de septiembre los medios de comunicación calcularon el arribo masivo de unos dos mil haitianos que tenían la intención de cruzar por el Cruce Internacional Puerta de México. Ahí lleva un mes más de espera para que su situación migratoria se resuelva. Sabe que pueden pasar meses hasta que el gobierno estadounidense le permita la entrada y no quiere volver a la violencia y la precariedad que vivió en Tijuana. Continúa sin trabajo, pero la apoya su familia extendida desde Haití y Estados Unidos para pagar el hotel donde duerme ahora con su pareja, Salomón.
—En Tijuana no nos fue bien. A unos les va bien y a otros, no. A nosotros, no.
Sus esperanzas todavía están puestas en cruzar.
Antes de dormir continúa rezando el Salmo 91.
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La migración haitiana sigue por México. Activistas, defensores de derechos humanos y académicas entrevistadas para este reportaje coinciden en que han ocurrido varias olas y existen diferencias en cómo las autoridades mexicanas respondieron a cada una de ellas. “La migración nunca paró, pero sí ha habido diferentes etapas: primero [en 2016], cuando llegaron los primeros; después, los que siguieron llegando para reunificarse con sus familias e intentar cruzar. En Tapachula los haitianos recibían del inm un documento de salida por veinte días; en ese tiempo podían subir hasta Tijuana sin ser detenidos. Pero hubo un cambio en la política migratoria en 2019: dejaron de dar ese documento y aumentaron la militarización y las detenciones en Tapachula. Eso también se debió a las presiones de la administración de Trump”, dice Paulina Olvera, fundadora y directora de Espacio Migrante. Su opinión coincide con la de Soraya Vázquez, subdirectora de Al Otro Lado: “En México el ingreso y el tránsito no fue como está siendo ahora. No había esa represión ni esa idea de mantener a la gente en el sur. En realidad, les permitieron transitar”. Ahora, los haitianos enfrentan escenarios muy distintos.
En septiembre de 2021 volvió a ser noticia la represión con que las autoridades migratorias y la Guardia Nacional, retuvieron a los migrantes en Tapachula. En redes sociales y medios de comunicación se difundieron videos de las persecuciones y detenciones violentas, incluso a familias haitianas con niños.
Mientras, en el norte del país, con los cambios en las políticas del gobierno de Biden, con sus idas y vueltas, la incertidumbre no sólo recorre Tijuana; al cierre de esta edición, los medios reportaron el arribo masivo de haitianos también a Matamoros y Reynosa, en Tamaulipas, lo que provocó la saturación de albergues y la creación de nuevos campamentos en extrema precariedad. Luego llegaron también a Ciudad Acuña, Coahuila, con intención de cruzar a Del Río, Texas, donde fueron detenidos por las autoridades estadounidenses y las imágenes de jinetes de la Patrulla Fronteriza con látigos, persiguiendo a migrantes afrodescendientes, causaron un escándalo mediático.
El canciller mexicano, Marcelo Ebrard, dijo que conversaría con el secretario de Estado, Antony Blinken, para discutir el reciente flujo de haitianos. “Provienen de Brasil y de Chile, no de Haití, tienen condición de refugiados en esos países. No están solicitando ser refugiados en México, salvo un pequeño porcentaje. Lo que están pidiendo es que se les deje libre paso, prácticamente, hacia los Estados Unidos”, dijo en conferencia.
Esta es una crisis de antaño añadida al aumento continuo de la violencia e inestabilidad política en Haití después del asesinato del presidente Jovenel Moïse (ocurrido el 7 de julio) y a la migración forzada consecuencia de dos desastres naturales: el terremoto del 14 de agosto, que llegó a los siete grados, y la tormenta tropical Grace, que azotó la isla unos días después. Además del cruce fronterizo cerrado al tránsito no esencial por el covid-19, también ha repercutido “el cierre total de la mayoría de las formas de solicitar asilo de forma segura en los puertos de entrada de los Estados Unidos”, publicó el Comité de Bienvenida de California.
Para explicarlo, Vázquez enumera tres perfiles de migrantes atrapados en Tijuana: los que ya habían iniciado una solicitud de asilo y a quienes regresaron para que aguardaran en México bajo la política del MPP; los que fueron llegando y pretendían solicitar asilo, pero tuvieron que enlistarse para esperar turno; y a quienes aplicaron el Título 42, una orden sanitaria que prohíbe la entrada sin autorización a migrantes o solicitantes de asilo y que se ha usado durante la pandemia. Contra este último caso, el Título 42, las organizaciones de la sociedad civil están utilizando un argumento legal o excepción para intentar desbloquear la entrada de asilados. “[Con] esta excepción las personas pueden ingresar bajo una admisión humanitaria, como un parole. Se está haciendo a través de identificar el riesgo que está sufriendo la persona acá [en México]. Entonces, si tienes un problema de salud, si tienes una situación donde has sido víctima de delito acá, te sientes amenazado. El caso es que todo mundo califica: todos los migrantes están en un riesgo aquí. Todos”, dice Vázquez y explica que además de acreditar su vulnerabilidad, los migrantes deben tener a alguien que los reciba en Estados Unidos y continuar el litigio allá.
El trámite del parole humanitario como excepción al Título 42 ante el gobierno estadounidense lo están realizando abogados de organizaciones como Al Otro Lado a través de una encuesta en línea, pero su capacidad en limitada. Aún así están cruzando, a cuentagotas, los migrantes atorados en la frontera norte. Entre ellos, haitianos. “Están admitiendo 250 personas al día; nosotros hemos procesado 2 500. Entre ellas, haitianos, centroamericanos, otros países raros y mexicanos, sobre todo, michoacanos”, calcula Vázquez. De febrero a agosto de 2021 la organización ingresó 1 975 solicitudes para el parole humanitario de 5 901 personas. De éstas, 608 (10.3%) eran de origen haitiano.
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A Wilthene Pierre le han robado trece veces desde que inauguró, en 2018, su restaurante de comida típica haitiana, Kris Kabap, en la zona centro de Tijuana. El local es modesto: tres mesas de plástico con arreglos de flores artificiales al centro, el menú enmicado, una cocina reducida y desorganizada a la vista de los comensales. Quizá el mayor lujo sea la televisión. Aun así no dejan de saquearlo cada cierto tiempo, cuenta Wilthene, que no para de realizar sus tareas. Señala los hoyos en el techo del local por donde se han colado los ladrones y enumera las pérdidas: la televisión, los refrigeradores, las ollas, hasta refrescos le han robado. La comida que ofrece el restaurante es básica: pollo o cerdo fritos acompañados con arroz blanco, frijoles, plátano frito y una pequeña ensalada. El estilo haitiano tiene éxito, sobretodo entre la comunidad caribeña que no se acostumbra a los condimentos y picantes mexicanos. Hace un par de años este restaurante apareció en medios como un ejemplo de la integración económica y cultural exitosa de la comunidad haitiana en la ciudad. Notimex realizó un reportaje que replicaron varios medios locales: “Restaurante, oportunidad para haitianos varados en Tijuana”. Ahora, con los robos y la pandemia, para sostener el local, Wilthene tiene que reinvertir las pocas ganancias en la compraventa de fierro viejo, un negocio lucrativo en una ciudad que recibe la chatarra del país vecino. En la zona hay por lo menos siete restaurantes de comida haitiana fundados por haitianos. El más cercano al de Wilthene cambió de dueño hace unos meses porque quienes lo abrieron migraron a Estados Unidos.
Unos locales más delante está la peluquería Repondong Barbershop. El dueño anterior sostuvo el negocio durante tres años; hace un mes, antes de cruzar la frontera, se lo traspasó a Joseph Philogene, uno de sus empleados. Joseph, quien lleva viviendo en la ciudad cuatro años, dice que en algún momento lo traspasará a otro haitiano también, cuando logre cruzar. Además de los restaurantes, las peluquerías han sido de los negocios más prósperos de haitianos en Tijuana, cuenta Joseph. La razón es que en México no hay estilistas que sepan cortar y peinar el cabello rizado característico de las personas afrodescendientes. Este hombre de 33 años dice que el éxodo de sus connacionales se hace cada vez más evidente: a principios de 2021 solían atender a cien personas de lunes a domingo; ahora, a la semana, están llegando veinticinco.
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Tijuana logró ser un plan B para miles en su camino al norte, pero hubo factores que dieron pie a que dejara de serlo. De pronto, Tijuana se vació de haitianos. Las causas fueron, primero, la política discriminatoria y de acoso policiaco y militar hacia las personas afrodescendientes a lo largo de México, derivada en específico del despliegue de la Guardia Nacional en ciudades fronterizas en junio de 2019. “Un haitiano nos decía: ‘Ya tengo documentos aquí, pero iba saliendo de la fábrica donde trabajo con mis compañeros mexicanos y sólo a mí me detuvieron y me cuestionaron’. Obviamente es porque era una persona negra”, dice Paulina Olvera, de Espacio Migrante.
Después, en segundo lugar, vino la pandemia, que provocó una gran pérdida de empleos en toda la franja fronteriza y por igual. La prohibición de cruces esenciales por más de año y medio colapsó la economía transfronteriza. Las pérdidas económicas en comercios de la zona se estiman en 55 mil millones de dólares, según el Laboratorio de Análisis en Comercio, Economía y Negocios de la UNAM.
Finalmente, el 22 de mayo de 2021, el gobierno estadounidense reanudó el programa de protección temporal TPS para Haití. Esto significó nuevamente que había posibilidad de aplicar y no ser deportados y obtener permisos de trabajo allá; aunque sólo es aplicable a quienes cruzaron antes de la reanudación del TPS. “[Los haitianos] ya sabían que esto iba a suceder, que se iba a aprobar en algún momento, y cruzaron. Muchos que ya tenían una condición regular de estancia, que estaban superinstalados aquí, con un buen trabajo y demás, cruzaron, porque al final de cuentas su intención siempre fue estar en Estados Unidos”, explica Vázquez.
Pareciera que lo que se denominó socialmente como “Haitijuana” va en declive. En Pequeña Haití hubo familias que se establecieron durante tres años, algunas hasta tuvieron bebés, y en la primera oportunidad se fueron. El asentamiento de la comunidad en Tijuana, una de las ciudades más eclécticas por ser escenario de paso, no fue precisamente un arraigo. Porque lo que pasó en Pequeña Haití pasó también a lo largo de la ciudad. No fue un establecimiento real, sólo estrategias de supervivencia, planes de espera inteligentes.
—Hace dos años y medio un haitiano me dijo: ‘Si abren la frontera no se queda un sólo haitiano’. Y así está sucediendo —cuenta el pastor Banda—. El haitiano tiene una mentalidad de que quiere llegar a los Estados Unidos y tarde o temprano lo va a lograr.
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Como cada domingo, con tacones impecablemente blancos, saco y bolso de mano del mismo color, un vestido rojo ceñido, el cabello recogido en un chongo alto y, como detalle extra, un cubrebocas rojo, Mirlene espera a su esposo y a sus vecinos de Pequeña Haití para asistir a la iglesia bautista El Calvario, en el centro, para escuchar el culto en su idioma. Edmond sale del cuarto apresurado y termina de fajarse la camisa mientras aguardan a Remy y a Cadilus —que regresaron a su cuarto porque olvidaron sus mascarillas—. Al verlos ya todos reunidos, bien vestidos y apresurados, parece que el grupo va rumbo a una fiesta.
Mirlene, de 38 años, delgada, pequeña y de actitud dura, llegó a México hace seis meses, en diciembre de 2020. Vino de Brasil, donde vivió y trabajó durante dos años en una farmacéutica —en Haití estudió la licenciatura en Farmacología—, así que el empleo resultó ser una buena oportunidad. Edmond, por su parte, está en el país desde 2018, donde ha trabajado en maquilas. Después de varios años separados, con un nuevo gobierno estadounidense supuestamente más abierto, Mirlene decidió alcanzar a su marido para solicitar asilo juntos. Sin embargo, mientras aguardan, la situación económica los ha obligado a vivir en el albergue. Edmond no tiene un trabajo fijo ni gana lo suficiente para costear una renta y ella no puede conseguir un trabajo sin la residencia mexicana.
Hace dos meses que Mirlene comenzó a vender pan y café por las mañanas a los que se alojan en la iglesia Embajadores de Jesús; se le ocurrió también vender dulces, paletas, mazapanes, cacahuates: una idea de emprendimiento, porque aquí los niños superan en número a los adultos. A la entrada del cuarto donde Mirlene y Edmond duermen, todos los días se forma una fila de pequeños para comprar por lo menos un chicle por un peso, lo más barato del repertorio. Mirlene les indica con monosílabos para qué les alcanza y para qué no, y cuánto le deben por lo que eligen.
También recibe celulares para cargarlos en la conexión de electricidad dentro de su cuarto; tiene todo un sistema de fichas para reconocer a los dueños de los aparatos y cobra diez pesos por entregarlos con la batería al cien por ciento. Este último servicio, dice, no le deja ganancias, porque cada bimestre ella paga el recibo de la luz, pero son una de las dos familias que tienen este privilegio dentro de Pequeña Haití.
De su otra vida, en la otra Haití, Mirlene prefiere no hablar. Es una mujer reservada, cautelosa, podría parecer hosca. El único momento en el que parece bajar un poco la guardia y permitirse ser ella es cuando asiste a la iglesia.
El templo bautista El Calvario, en la colonia Azcona, realiza dos servicios los domingos: el primero, a las nueve de la mañana, en créole y lo preside un pastor haitiano. Mirlene cuenta que ésta es una de las dos iglesias de la ciudad que aún comparten sus instalaciones con pastores y fieles haitianos; la otra es la Primera Iglesia Bautista, que en su momento también fue albergue y ahora únicamente es un lugar de encuentro. El Calvario tiene una cancha de basquetbol, un patio frontal y una construcción modesta con capacidad para recibir a setenta personas y, al fondo, un pequeño escenario donde hay un atril con el mensaje: “Santifícalos en tu verdad. Tu palabra es verdad”.
En este último domingo de junio llegaron casi cincuenta haitianos afrodescendientes que viven en Tijuana. De pronto un grupo musical, acompañado por la voz de una mujer que hace los coros, ambienta la ceremonia religiosa en un subibaja emocional. Interpretan una primera canción en creóle con parsimonia. Luego un hombre recita una larga letanía y, para cuando termina, la música regresa con una melodía festiva con la que el público baila y aplaude, y culmina en un clímax, con el que todos parecen estar conectados. Se escuchan lamentos; varios más lloran.
—¡Alelouya!— les pide el guía de la ceremonia.
—¡Alelouya!—responde el público.
—¡Mèsi Seyè mwen! [Gracias señor].
—¡Mèsi Seyè mwen!—repiten.
Entre el público, mientras entona los cantos, escucha el sermón y repite las plegarias, Mirlene se coloca de espaldas mirando a la pared. Pareciera no querer saber nada de quienes la rodean y, por momentos, entra en una especie de trance. Aislada.
Sus compañeros del albergue también se transforman: se muestran alegres, festivos, pero luego vulnerables, apesadumbrados. Es un acto de intimidad y catarsis.
Esta comunidad, que se reúne cada ocho días y se disuelve al cabo de una hora, es la que más parece ser la auténtica Pequeña Haití. Volverán la semana siguiente, si no se resuelven sus plegarias, si la espera en Tijuana continúa.
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