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Una infancia detrás de la barda: las casas hogar en la Ciudad de México

Una infancia detrás de la barda: las casas hogar en la Ciudad de México

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
13
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06
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23
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Entrar a una casa hogar y tener cuidadoras y un espacio donde dormir, comer, jugar y hacer tareas, es como nacer otra vez. En México esta segunda oportunidad también es una moneda al aire. Existen centros de asistencia que no están preparados ni tienen las condiciones para acoger a niñas y niños que viven en riesgo o en la orfandad. Quienes los dirigen se sienten abandonados por el organismo público encargado de proteger a la niñez. Tan solo en CDMX, el padrón padece irregularidades e inercias difíciles de romper.

Antes de entrar a un internado, Rosalba dice que ella no existía. Su madre no tuvo oportunidad de tramitar su acta de nacimiento ni las de sus cinco hermanos, cuando nacieron en Oaxaca. Al llegar a la Ciudad de México, Rosalba tenía seis años y el internado era tutelado por monjas que tenían reglas muy distintas a las que ahora rigen el Instituto Alegrías. Las monjas, recuerda, eran expertas en ejercer su autoridad por medio de la culpa: culpa por dibujar en una libreta nueva, culpa por vestir prendas recién adquiridas, culpa por pensar en algún compañerito del colegio, culpa por dejar comida en los platos, culpa por disfrutar cualquier cosa.

Hace nueve años que el Instituto Alegrías dejó de ser regido por religiosas. Visto desde afuera, en el barrio San Andrés Tetepilco, alcaldía Iztapalapa, parece una fortaleza rodeada por una barda imponente y una malla ciclónica coronada con alambre de púas. Por dentro el espacio es amplio, casi cuatro mil metros cuadrados divididos en salones de estudio, dormitorios, área médica, comedor y jardín. Al lado de unos árboles y arbustos están las instalaciones de la dirección, desde donde Rosalba cuenta cómo vivió su vida de los seis a los dieciséis años. A diferencia de sus compañeras, que salían cada fin de semana con su familia, ella se quedaba con las monjas porque no tenía adónde ir. Tal vez, piensa, convivir tanto tiempo con las religiosas influyó en que, alguna vez, considerara el noviciado.

—Estaría en España ahorita —dice Rosalba que, de tan rápido que habla, se cansa. Si uno la escucha enumerar la rutina de antaño parece que habla de un internado militar. La cama tendida y estar bien peinada a las 5:30 a. m., después bajar a las instalaciones a hacer el aseo, sacudir los muebles, barrer el piso; incluso las niñas de kínder debían recoger la hojarasca. Al sonar la campana, a las 6:30 a. m., debían acudir al comedor a desayunar, para finalmente lavarse los dientes y salir rumbo a la escuela. Antes de cada alimento, desde luego, había que rezar. Fue tal el arraigo de la costumbre que, cuando estudió la carrera de Trabajo Social en la UNAM, sus compañeros la miraban extrañados cada que, antes de comer, entrelazaba sus manos y murmuraba rezos.

Es una mañana de febrero y el internado permanece en silencio porque las niñas salieron a sus respectivas escuelas. La mayoría asiste a colegios públicos y ocho lograron una beca en uno privado. Son las únicas horas tranquilas del día para Rosalba, de veintinueve años, la trabajadora social del Instituto Alegrías. Ella es la encargada de recibir a las niñas que ingresan al internado, el cual pide como condición indispensable que exista al menos una persona como red de apoyo. De hecho, cuando las familias desbaratan por completo y ya no hay quien reciba a la niña los fines de semana, la directora, Lourdes Prieto, llama a las oficinas del Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) —el organismo público que se encarga de proteger a los infantes, adolescentes y a la comunidad en riesgo— para que la reubiquen en un centro de asistencia de tiempo completo. Por eso, Rosalba debe indagar el perfil socioeconómico de cada familia, la razón por la cual una niña ingresa al internado y cuáles son sus necesidades físicas y psicológicas. A cualquier persona le abrumarían las historias que escucha, pero ella está acostumbrada.

Madres solteras con dobles jornadas de trabajo que no tienen tiempo para cuidar de sus hijas; tías que no tienen espacio en sus casas; abuelas que están cansadas de vigilar que no se escapen las nietas; familias que viven hacinadas en un local comercial sin baños, o pequeñas que corren peligro en casa porque sus madres padecen adicciones o tienen padres violentos.

El perfil psicológico de las niñas y adolescentes acogidas aquí también es similar: tendencias depresivas y baja autoestima, casi siempre generada por abuso sexual. Pocos profesionistas utilizan tanto lo aprendido en su carrera como Rosalba, pero también es cierto que la experiencia que ella tiene se remonta a su propia infancia.

—Es bien complicado decirle a un papá que no puede cuidar a su hijo. ¿Quién quiere escuchar eso? El primer filtro es convencerlos de que están haciendo lo mejor y que el internado es lo mejor que les pueden dar a sus hijos.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

Al hablar, Rosalba utiliza el masculino genérico para referirse a los tutores, pero, en realidad, de las 64 niñas y adolescentes que acogen, solo hay dos padres y un abuelo que se hacen responsables de recoger a sus niñas los viernes. Los centros de asistencia para menores de edad también son un escaparate para las desigualdades de género en el país. Ahí dentro se traducen en historias personales las estadísticas que indican que 40% de los hogares en la Ciudad de México están sostenidos por mujeres, o que 80% del trabajo de cuidados es realizado por ellas. Y un dato más: de los 58 centros de asistencia que existen en la capital del país, solo diez están dirigidos por hombres.

Hace veintitrés años, Rosalba fue criada por mujeres religiosas de la misma forma en que ahora ella procura a otras niñas. Piensa que la mejor decisión de su madre fue haberla confiado al internado, donde tuvo cuidadoras todos los días, un espacio donde dormir, comer, jugar con amigas y hacer tareas. Sin embargo, Rosalba se ve a sí misma como uno de los pocos casos de éxito de una “infancia institucionalizada”, término empleado para hablar de los niños a los que les falta mamá, papá o cualquier otra red de apoyo y que son ingresados en centros de asistencia.

Aunque la palabra para definir a estos centros varía en función de quien los dirige, en ocasiones se hacen llamar “albergues” y, la mayoría de las veces, “casas hogar”, como si se necesitara una redundancia para reafirmar la idea que los originó.

Un día a Rosalba le tocó recibir en esta oficina a una niña que a simple vista juzgó en mal estado, muy delgada y débil. Al entrevistar a la madre, cayó en cuenta de que se trataba de Juana, una excompañera.

—Juana siempre vivió el internado como un abandono. Quería estar con su mamá. Cuando éramos niñas le decíamos que se tranquilizara, que aquí [en el instituto] iba a estar bien. Ni siquiera terminó la secundaria. La sacaron antes y se puso a trabajar. Tres años después de irse se embarazó. El papá le prometió que iban a ser una familia, pero al poco tiempo la dejó —dice.

Desde que comenzó a trabajar en el Instituto Alegrías, hace cuatro años, ya son cinco hijas de excompañeras que Rosalba recibe con un mal sabor de boca. Ella sabe que el objetivo de estos centros nunca es perpetuar la misma suerte a través de generaciones, sino brindar herramientas para que, en el futuro, las niñas sean capaces de no repetir patrones. Pero, muchas veces, nacer en una familia rota es cargar con una cadena difícil de romper.

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Para los niños, entrar a una casa hogar es como nacer por segunda vez y, al igual que la primera, también es una moneda al aire. Son las autoridades del DIF —tanto de la capital como de cualquier entidad del país— quienes se encargan de canalizar a aquellos que viven en riesgo o en la orfandad al centro de asistencia que consideren pertinente. Así, desde un estado como Campeche, un niño como Eduardo puede llegar a Aldeas Infantiles, en el norte de la Ciudad de México, en un terreno enorme, con trece casas de dos pisos, cada una equipada con cocina, sala de televisión, tres cuartos y dos baños, donde viven entre cinco y siete menores de edad. En el jardín extenso, donde hay una cancha de futbol y columpios, Eduardo y otros amigos erigieron un gallinero con el que consiguen vender seis kilos de huevo cada fin de semana.

A sus veintiún años, Eduardo se convirtió en avicultor: sabe cuando las gallinas están listas para empollar, cuando ya están demasiado viejas, en qué parte vacunarlas, y detectar si están enfermas. En una de estas casas hay cuidadoras, como Lupita, quien desde hace trece años volcó su vida a despertar a los pequeños a las 5:00 a. m., prepararles el desayuno, acompañarlos hasta la puerta de la escuela y vigilar que hagan la tarea. Bajo su tutela han pasado diecisiete personas, como Fernando, un adolescente ducho en matemáticas que llegó con seis años. Recargado en la pared, él escucha atento la historia de Lupita y le sirve un vaso de agua si nota que su garganta está seca. Once años juntos en la misma casa hacen natural su despedida al salir rumbo a sus clases vespertinas en el Politécnico: “Adiós, mami”.

La otra cara de la moneda es llegar a una casa hogar donde no estén preparados con el personal adecuado para recibir a niños con ciertos perfiles psicológicos o que necesitan atención psiquiátrica. Por ejemplo, José Luis, un adolescente de Michoacán que a sus doce años padecía adicción a varias drogas. Él contaba que huyó de su casa después de haber disparado contra la entonces pareja de su madre porque la golpeaba. Salió rumbo a Oaxaca, donde fue ingresado a una casa hogar, pero al poco tiempo escapó debido a que su hermano mayor quería reclutarlo para trabajar con el narcotráfico. Al menos esa era la historia que narraba a los trabajadores del DIF. En 2019 llegó a la capital y solía dormir en los alrededores de Plaza Garibaldi, en el centro de la ciudad. Un día, desorientado por haber consumido algún solvente, un automóvil lo atropelló. Dado que nadie respondía por él, los médicos llamaron a las autoridades del DIF, quienes lo canalizaron a la Fundación Francisco de Asís. Ubicada en Iztapalapa, esta casa hogar privada recibe a población menor de edad y a personas hasta los cuarenta años. Su especialización es atender adicciones y funciona como un centro de desintoxicación, donde los usuarios pueden pernoctar hasta ser dados de alta.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

—Estuvo en el Hospital [General] La Villa internado un mes. Luego el DIF lo ingresa al Francisco [de Asís] por el tema del consumo. Hasta que un día me llamaron para decirme que estaba muy violento, que intentó agredir a alguien. Me enseñaron un pedazo de losa con el que supuestamente el chavo quería picarlos. Me lo llevé y platicando me dijo que no era cierto, que ellos lo habían amarrado de las manos y piernas, y le metieron un calcetín en la boca. A mí me correspondía ver por el adolescente y me lo llevé a la Agencia 59 para que declarara lo que tuviera que declarar. Ya no supe qué declaró. A José Luis el DIF lo llevó a otra casa hogar, Renacimiento, pero de ahí se escapó y nunca más volví a saber de él.

Quien habla de manera anónima, resguardando su identidad, es una extrabajadora del DIF que estuvo inscrita a la Procuraduría de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes. Durante tres años de servicio estuvo encargada de dar seguimiento a casos como el de José Luis que, para ella, ejemplifica una carencia común en los 875 centros de asistencia que existen en México, pues muchas veces no cuentan con el personal suficiente o no está especializado.

De hecho, la cantidad de personal que establece la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes solo se cumple en centros de cinco estados del país y no en la Ciudad de México, de acuerdo con un informe de 2019 de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Ese reporte coincide con la extrabajadora del DIF en que dicho personal carece de capacitación constante que tenga conocimiento de cómo tratar perfiles como el de José Luis, que creció en un contexto de violencia, con antecedentes criminales y cuyas adicciones han afectado su capacidad cognitiva. Hubo ocasiones, recuerda la extrabajadora, en que le era difícil saber si José Luis decía la verdad o si estaba inmerso en una anécdota rayana en el delirio. Ella no solo debía darle seguimiento a él, sino a otros cincuenta menores de edad, y, añade, cerca de veinte trabajadoras del DIF local estaban encargadas de 1 287 niñas y niños. Un promedio de 64 por cada trabajadora social, a quienes, por cierto, se les pagan seis mil pesos mensuales.

—Yo les daba seguimiento. Seguimiento médico, educativo, familiar, lo que requirieran. Pero depende del trabajo de las casas hogar. Hay algunas casas que llevan a los niños a sus citas psiquiátricas o médicas. Yo podía tener once casas, pero solo dos eran muy demandantes, porque muchas veces no cuentan con herramientas, personal, tiempo para llevar a cabo esas tareas. Hay casas hogar que no dan tratamiento psiquiátrico, y ahí es cuando nosotras dábamos el seguimiento —dice.

La Agencia 59, ubicada en la colonia Doctores, es el Ministerio Público encargado de investigar los delitos contra menores de edad, así como de proteger a quienes estén sin cuidados familiares. Se trata de un edificio cuya fachada es como cualquier otra oficina del gobierno, pero por dentro es quizá el peor lugar para que un menor de edad permanezca. Además de testificar, los niños deben pernoctar ahí hasta que su situación se resuelva. La extrabajadora del DIF entrevistada por Gatopardo lo describe como si fuera un pequeño reclusorio con camas viejas y habitaciones sucias, donde a veces duermen hacinados más de ochenta niños. Y refiere que, para sacarlos rápido de ahí, el DIF se apresura a resolver la situación de las víctimas y canalizarlas hacia alguna casa hogar. Sin embargo, explica, es común que los centros de asistencia terminen por devolverlas a la Agencia 59.

—No es lo mismo cuidar a un niño que ya cometió un asesinato y que además tiene adicciones. Las casas hogar necesitan ser más honestas en cuanto a reconocer que no tienen las herramientas para cuidar a un niño o niña con cierto perfil. Lo aceptan, y luego ya no pueden y lo regresan. Yo vi que regresaron [en su tiempo en el DIF] hasta cien niños. Nos pedían que los lleváramos a otra casa hogar. Imagínate el trauma que les causa eso.

Sin embargo, la gran cantidad de niños y la escasez de trabajadoras sociales provocan que algunas directoras de centros de asistencia se sientan abandonadas, pues pasan varios meses sin acudir a los centros. Aunque la Ley de Albergues Públicos y Privados para Niñas y Niños de la capital obliga a las secretarías locales a inspeccionar con periodicidad estos centros, tanto la Secretaría de Salud (Sedesa) como el DIF de la capital respondieron a Gatopardo, a través de una solicitud de información, que no tenían registro en sus archivos de dichas inspecciones, incluso a pesar de que la ley indica que la Sedesa es la responsable de emitir certificados de condición sanitaria a cada una de las casas hogar. Solo el Instituto de Atención a Poblaciones Prioritarias informó haber hecho setenta supervisiones en 2022. Pero no se entiende cómo realizaron setenta cuando el padrón de centros de asistencia de la Ciudad de México —cuya función es registrar a las fundaciones o asociaciones civiles que brindan el servicio— solo tiene detectadas 58 casas hogar, en las cuales están repartidos 846 niñas y 441 niños.

El mismo padrón padece algunas irregularidades. La primera es que ni siquiera está publicado en la página de la Secretaría de Inclusión y Bienestar Social (Sibiso), como ordena la ley local. La siguiente es la actualización: mientras el Instituto Alegrías otorga servicio a 64 niñas, el padrón señala que tienen 47. También está el caso del Internado Elisa Margarita Berruecos, cuya sede en la colonia Portales dejó de dar servicio desde febrero, y el padrón señala que ahí viven quince niñas. Otra irregularidad es que hay al menos tres casas hogar que confirmaron que actualmente acogen a varios menores de edad, pero no están en el padrón: Centro El Recobro, la Fundación Fraternidad sin Fronteras y la Fundación Francisco de Asís, la cual, según el DIF local, no tiene ninguna denuncia en su contra, a pesar de la historia de José Luis. La relación entre el DIF y las casas hogar se puede comprender con una metáfora:

—Es como los matrimonios —concluye la extrabajadora—, que cuando se pelean los que quedan en medio son los niños. Yo siempre he hablado de que debe haber una corresponsabilidad.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

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Una mañana de diciembre de 2022, tres policías tocaron la puerta de Sumando Por Ti, una casa hogar que se ubica en el sur de la Ciudad de México, con el estilo arquitectónico de una hacienda, cuartos amplios y un jardín generoso, que acoge a diecisiete niñas. Los policías entraron armados y con esposas, rompiendo el ambiente cotidiano de niñas que colorean en sus cuadernos o juegan en el trampolín. La directora, Ariadna Vázquez, recibió un citatorio por presunta trata de personas.

—Me puse a llorar, simplemente no lo podía creer.

El problema de Sumando Por Ti se remonta al año 2019, cuando tres adolescentes dentro de la casa hogar comenzaron el proceso de adopción con tres familias distintas. Sin embargo, al pasar de los años, el trámite se estancó como les sucede a muchos otros. A partir de 2014, las adopciones únicamente pueden ser gestionadas por el DIF; en ocasiones, debido al escaso personal y a la cantidad de protocolos, los procesos pueden tardar años en concluirse. Algunas organizaciones en favor de los niños, como Tejiendo Redes, han denunciado que ni siquiera existen datos de cuántas adopciones hay en México, mucho menos de cuánto tardan los procesos. En este contexto, el equipo de Sumando Por Ti, preocupado por que las niñas ya iban a cumplir la mayoría de edad, decidió presionar por la vía legal.

—Nos fuimos con juez federal. Le dijimos que las niñas llevaban tres años en proceso. El juez le ordenó al DIF que actuara, y el DIF dijo que no conocía los casos, aunque ellos habían hecho los exámenes psicológicos, fueron a sus casas [de los adoptantes] —dice Ariadna, quien acusa a la institución de querer obligar a los padres adoptantes a que firmaran una carta señalando que la casa hogar pretendía saltarse a las autoridades en el proceso de adopción—. Los papás se negaron porque así no sucedieron las cosas.

Sumando Por Ti es un centro de asistencia relativamente joven, con diez años de servicio. Atiende solo a niñas que han sufrido violencia y que están en riesgo de quedar en la calle. Hace algunos años, esta casa se vio obligada a regresar a una niña al DIF debido a que tenía problemas psiquiátricos. Padeció episodios en los que puso en riesgo la seguridad de las cuidadoras y de las demás niñas. Esto ocasionó también una discusión con las autoridades, que no comprendían por qué regresaban a la niña si la habían aceptado. Sin embargo, Ariadna se defiende diciendo que las autoridades nunca le informaron sobre las características psicológicas de la niña, algo que sucede con regularidad.

Han pasado cuatro meses desde la acusación de las autoridades, pero la casa hogar sigue operando con normalidad. Las niñas siguen yendo a la escuela y al regresar hacen sus tareas junto a las cuidadoras en la sala de computadoras. Sin embargo, a pesar de insistir varias veces, el DIF de la Ciudad de México y la Sibiso se negaron a hablar con Gatopardo respecto a este caso.

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En marzo de 2021, Eduardo Verduzco, de veinticuatro años, dejó sin palabras al público en una audiencia sobre menores de edad en centros de asistencia presidida por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Eduardo relató la serie de abusos que sufrió durante seis años en Michoacán, en el albergue La Gran Familia, dirigido por Rosa Verduzco: golpes, humillaciones, encierro, agresiones verbales, comida putrefacta, robo de identidad y abuso sexual. Fue hasta 2014 que la entonces Procuraduría General de la República desmanteló la casa hogar en la que más de cuatrocientos niños y niñas vivían en condiciones insalubres. Eduardo —que como cientos de personas (ahora mayores de edad) lleva el apellido de su victimaria— acusó también que hasta la fecha ninguna autoridad ha reparado el daño.

Seis meses después de que el caso de Mamá Rosa y su albergue se diera a conocer, se publicó a nivel federal la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes. Y quedó establecido el lineamiento para que menores de edad en riesgo fueran trasladados a centros de asistencia. Actualmente solo la Procuraduría de Protección o el DIF pueden decidir sobre el destino de niñas y niños, pues antes eran las casas hogar las que tramitaban las adopciones. Además, ninguna directora de estos centros puede darles su apellido a los usuarios, como pasó en el caso de Eduardo.

En aquella audiencia de 2021, la Relatora de los Derechos de la Niñez de la CIDH, Esmeralda Arosemena, insistió:

—Que no sea la primera respuesta ante la situación de dificultad de las familias quitarles a los niños y colocarlos en [casas] hogar. Institucionalizar [debe ser] el último recurso, y desinstitucionalizar lo más pronto posible.

De hecho, la Ley General también apoya esta idea de que los niños deben pasar el menor tiempo posible en los centros de asistencia. Sin embargo, no todos los especialistas en el tema piensan de la misma forma.

—Hay una ola de organizaciones y posturas que hablan de los centros de asistencia como el peor lugar para los niños. Lo entiendo: yo he trabajado tanto con víctimas de casas hogar como con víctimas del albergue Mamá Rosa, que fue un infierno. Pero no es que esté a favor de institucionalizar [las infancias], sino que los niños deben ejercer plenamente sus derechos. ¿De verdad vamos a sacralizar a las familias como el espacio ideal? Mientras las familias no estén fortalecidas, no son espacios seguros, y entonces qué tenemos: pues los centros de asistencia —dice Kirsha Carretero.

Carretero es una activista del equipo de Conexiones de BYDA, una organización a favor de los derechos de la niñez. Ella explica que la realidad de los centros de asistencia en México es diversa: algunos poseen condiciones privilegiadas; otros, carencias lamentables. Mientras que en uno monitorean con GPS a los niños cuando asisten a la escuela, en otros, la comida está en malas condiciones.

A partir de la nueva Ley General, los centros de asistencia promueven la “reintegración familiar” para que, en un futuro, niñas y niños regresen a sus familias, o bien, en caso de que no exista ninguna red familiar, tengan posibilidad de ser adoptados. En Aldeas Infantiles, por ejemplo, las familias biológicas que no han podido hacerse cargo de sus hijos se reúnen en las instalaciones del centro, siempre bajo vigilancia de alguna cuidadora. El problema es que, en esas visitas esporádicas, algunas horas son suficientes para estresar a los niños porque los padres o las madres suelen hacer promesas que no cumplen o les dan noticias que son difíciles de procesar a su edad. En el Instituto Alegrías, a mediados del año pasado, una niña de ocho años le dijo a la psicóloga que su hermano, de doce, la obligaba a actuar como en los videos que él veía en su teléfono. La psicóloga se dio cuenta de que la niña estaba siendo abusada sexualmente. La madre no quiso avisar a las autoridades por miedo a que algo le sucediera a su hijo.

A historias como estas se refiere Carretero cuando dice que muchas familias no están preparadas para recibir de vuelta a sus hijas e hijos:

—En la primera infancia tiene todo el sentido hacer lo necesario para que salgan de instituciones y vayan a vivir en familia. Pero a partir de los ocho años en adelante te das cuenta de que las posibilidades de que regresen a una familia son nulas. Para muchas niñas y niños es la única opción real de protección. Si estigmatizamos los centros, entonces romantizamos a las familias, que no siempre son espacios seguros —dice Carretero.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

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Belén era una mujer de veinte años, de baja estatura y tan delgada que parecía una adolescente. Desde los cuatro años creció en casas hogar en la Ciudad de México, por lo que al salir no tenía ninguna red de apoyo. Pronto terminó viviendo en las calles de la alcaldía Cuauhtémoc y el hambre la orilló a inhalar solventes. Al quedar embarazada, temía que su bebé, Arturo, viviera sus primeros meses en la calle. En el hospital consiguió que un centro de asistencia, Hogar Dulce Hogar, los aceptara a ella y a su hijo. Estuvieron ahí algunos meses hasta que, un día, Belén pidió permiso para salir por algunas horas. Se desconoce el tiempo que tardó en regresar, pero cuando lo hizo, la casa hogar ya había alertado al DIF por abandono. Las autoridades tomaron a Arturo y, sin decirle a Belén, lo canalizaron a otra institución. Desesperada, asistió a un evento público para madres en esta misma situación en el Zócalo y abordó al personal de El Caracol, una organización que apoya a personas en situación de calle.

Fue entonces cuando Alexia Moreno, coordinadora de El Caracol, una mujer con más de cinco años de experiencia apoyando a personas en situación de calle, conoció la historia de Belén. Lo primero que hicieron fue contactar al DIF para que informara a qué centro había enviado a Arturo, de apenas seis meses. Posteriormente, como lo hacen con las demás familias que apoyan, concertaron convivencias, es decir, algunas horas a la semana en las que mamá o papá pueden reunirse con sus hijos para platicar y jugar bajo la supervisión de las trabajadoras sociales.

Belén no exigía de vuelta a su hijo, estaba consciente de sus problemas. Solo quería que le permitieran ver a Arturo una vez a la semana. Sin embargo, dado que vivía en la calle y padecía adicción a los solventes, las autoridades estaban renuentes.

—A Belén le ponían muchos obstáculos para ver a su hijo. Siempre se esforzaba por dejar de consumir días antes de sus visitas. La amenazaban con que, si no llegaba a tiempo a las convivencias o con los materiales para jugar, ya no la iban a dejar ver a su hijo. Criminalizaban la maternidad de Belén —dice Moreno.

Para celebrar el cumpleaños número dos del pequeño Arturo, El Caracol logró convencer a la casa hogar de que pasara esa fecha junto a su madre en las instalaciones de la organización. Belén estaba emocionada, incluso invitó a varias amigas. Pero pocos días antes de la fecha se corrió el rumor de que estaba desaparecida. Pensaban que al menos sí llegaría a festejar a su hijo, pero no sucedió. Fue hasta un año después, en 2018, cuando las autoridades informaron que el cuerpo de Belén yacía en la fosa común. Lo único que supieron de ella fue que murió días antes del cumpleaños de Arturo y que fue hallada debajo de un puente en la alcaldía Tláhuac. De acuerdo con El Caracol, actualmente acompañan a dieciocho familias a las que las autoridades tampoco les permiten ver a sus hijas e hijos o que ni siquiera saben en qué casa hogar están viviendo.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

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Existe una casa hogar que prefiere mantener su ubicación con bajo perfil. Nada en su fachada anuncia su razón de ser. Lo prefieren así porque la discriminación a personas con VIH sigue siendo una constante. De hecho, la trabajadora social Irma Flores dice que, en un mundo ideal, esta casa no debería existir, que los niños y niñas con VIH que acogen deberían permanecer en cualquier otra casa hogar. Pero las cosas son distintas. Hace algunos meses, por ejemplo, desde Morelos llegó un niño de otro centro de asistencia en el que pasaba sus días solo y, por su condición, no jugaban con él.

La Casa de la Sal se creó en los pasillos estrechos del Hospital General de México. En la década de los ochenta, los pacientes enfermos de sida agonizaban solos en las habitaciones a las que ni los enfermeros querían entrar por el desconocimiento sobre el virus, el estigma, el miedo a infectarse. Rosa María Rivero, fundadora de esta casa hogar, decidió en cambio acompañarlos, brindarles algo de paz desde la tanatología. Porque eso era lo único que se podía hacer en los ochenta: esperar a que la enfermedad fuera irrevocable.

En esos años, antes de morir, un paciente que Rivero cuidó le donó su casa para que fuera refugio de personas en su misma situación. Pronto encontró que había otro problema aún más urgente: los menores de edad con VIH y sin cuidados familiares que eran rechazados por los centros de asistencia. Por eso, La Casa de la Sal también se propuso cuidar de ellos. Actualmente albergan a tres niños y tres adolescentes.

Entre ellos está Lucio, un adolescente de cabello muy corto y lentes, que baja las escaleras del segundo piso a paso lento, la misma velocidad con la que habla. Pero su voz ronca y de volumen bajo lo hace parecer de mayor edad. Se sienta algunos minutos en el sillón de una sala acogedora. Cerca de él está la trabajadora social, Irma, y en la cocina, también amplia, la señora que se ocupa de los quehaceres del hogar.

Lucio tiene diecisiete años y, aunque es tímido, en pocos minutos se acopla a la conversación. Él ha transitado por varias casas hogar, de Tamaulipas a Veracruz, para finalmente llegar a la Ciudad de México. La última en la que estuvo cerró por la falta de fondos económicos; cuando eso sucede, las autoridades reparten a los niños y niñas en distintas casas hogar. Los amigos que hizo Lucio se perdieron en ese reparto.

—No siento que tener VIH sea algo grave, solo hay que cuidarse. Nunca tuve problema con que los demás lo supieran, pero sé que no a todas las personas les puedes decir porque la gente hace malos comentarios de ti.

El patio divide la casa de las oficinas de la trabajadora social. Es tan espacioso que cuenta con caminadora eléctrica y un saco de boxeo.

—Para desestresarse —dice Irma.

En una de las paredes exteriores, Lucio dibujó con pintura un árbol en cuyas ramas están plasmadas las palmas de las manos de cada uno de los niños que han vivido en la casa. En otra pared también pintó un colibrí. Dibujar y cocinar son las habilidades que ha desarrollado a lo largo de su vida en distintas casas hogar. De hecho, en La Casa de la Sal lo apoyaron para que estudiara la carrera técnica de cocina.

Actualmente, a sus diecisiete, Lucio se encuentra en esa etapa complicada en la vida de los adolescentes institucionalizados: egresar de la casa hogar. Salir al mundo.

En general, los centros preparan a los adolescentes para el momento de partir. Los alientan a conseguir trabajos, les hacen saber lo que cuestan los insumos básicos y los electrodomésticos, los acompañan a visitar departamentos, los atienden psicológicamente. A diferencia de quienes crecieron en familias tradicionales, casi siempre ávidos de cortar el cordón entre ellos y su madre, los jóvenes institucionalizados a menudo experimentan un temor más profundo al verse en el límite de edad, que suelen ser los veinte. De hecho, es común que, al egresar, busquen un departamento cercano a la casa hogar, por el hecho de sentirse seguros.

Lucio ya tuvo su primera experiencia trabajando en un restaurante, pero no fue la mejor, se sintió abrumado y decidió renunciar. Está consciente de que debe abrirse camino y volver a intentarlo, ya no desde una cocina, cuenta, sino “desde abajo, como mesero”. Todavía no sabe dónde le gustaría vivir. Antes pensaba que se iría de la casa en cuanto cumpliera los dieciocho años. Ahora sabe que debe esperar porque allá afuera no tendrá a nadie para recordarle que debe tomar su medicina, prepararle la comida cuando no tenga ganas o acompañarlo cuando se sienta triste.

—Sí me da miedo irme a vivir yo solo, pero pienso que todo saldrá bien.

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Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».

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Entrar a una casa hogar y tener cuidadoras y un espacio donde dormir, comer, jugar y hacer tareas, es como nacer otra vez. En México esta segunda oportunidad también es una moneda al aire. Existen centros de asistencia que no están preparados ni tienen las condiciones para acoger a niñas y niños que viven en riesgo o en la orfandad. Quienes los dirigen se sienten abandonados por el organismo público encargado de proteger a la niñez. Tan solo en CDMX, el padrón padece irregularidades e inercias difíciles de romper.

Antes de entrar a un internado, Rosalba dice que ella no existía. Su madre no tuvo oportunidad de tramitar su acta de nacimiento ni las de sus cinco hermanos, cuando nacieron en Oaxaca. Al llegar a la Ciudad de México, Rosalba tenía seis años y el internado era tutelado por monjas que tenían reglas muy distintas a las que ahora rigen el Instituto Alegrías. Las monjas, recuerda, eran expertas en ejercer su autoridad por medio de la culpa: culpa por dibujar en una libreta nueva, culpa por vestir prendas recién adquiridas, culpa por pensar en algún compañerito del colegio, culpa por dejar comida en los platos, culpa por disfrutar cualquier cosa.

Hace nueve años que el Instituto Alegrías dejó de ser regido por religiosas. Visto desde afuera, en el barrio San Andrés Tetepilco, alcaldía Iztapalapa, parece una fortaleza rodeada por una barda imponente y una malla ciclónica coronada con alambre de púas. Por dentro el espacio es amplio, casi cuatro mil metros cuadrados divididos en salones de estudio, dormitorios, área médica, comedor y jardín. Al lado de unos árboles y arbustos están las instalaciones de la dirección, desde donde Rosalba cuenta cómo vivió su vida de los seis a los dieciséis años. A diferencia de sus compañeras, que salían cada fin de semana con su familia, ella se quedaba con las monjas porque no tenía adónde ir. Tal vez, piensa, convivir tanto tiempo con las religiosas influyó en que, alguna vez, considerara el noviciado.

—Estaría en España ahorita —dice Rosalba que, de tan rápido que habla, se cansa. Si uno la escucha enumerar la rutina de antaño parece que habla de un internado militar. La cama tendida y estar bien peinada a las 5:30 a. m., después bajar a las instalaciones a hacer el aseo, sacudir los muebles, barrer el piso; incluso las niñas de kínder debían recoger la hojarasca. Al sonar la campana, a las 6:30 a. m., debían acudir al comedor a desayunar, para finalmente lavarse los dientes y salir rumbo a la escuela. Antes de cada alimento, desde luego, había que rezar. Fue tal el arraigo de la costumbre que, cuando estudió la carrera de Trabajo Social en la UNAM, sus compañeros la miraban extrañados cada que, antes de comer, entrelazaba sus manos y murmuraba rezos.

Es una mañana de febrero y el internado permanece en silencio porque las niñas salieron a sus respectivas escuelas. La mayoría asiste a colegios públicos y ocho lograron una beca en uno privado. Son las únicas horas tranquilas del día para Rosalba, de veintinueve años, la trabajadora social del Instituto Alegrías. Ella es la encargada de recibir a las niñas que ingresan al internado, el cual pide como condición indispensable que exista al menos una persona como red de apoyo. De hecho, cuando las familias desbaratan por completo y ya no hay quien reciba a la niña los fines de semana, la directora, Lourdes Prieto, llama a las oficinas del Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) —el organismo público que se encarga de proteger a los infantes, adolescentes y a la comunidad en riesgo— para que la reubiquen en un centro de asistencia de tiempo completo. Por eso, Rosalba debe indagar el perfil socioeconómico de cada familia, la razón por la cual una niña ingresa al internado y cuáles son sus necesidades físicas y psicológicas. A cualquier persona le abrumarían las historias que escucha, pero ella está acostumbrada.

Madres solteras con dobles jornadas de trabajo que no tienen tiempo para cuidar de sus hijas; tías que no tienen espacio en sus casas; abuelas que están cansadas de vigilar que no se escapen las nietas; familias que viven hacinadas en un local comercial sin baños, o pequeñas que corren peligro en casa porque sus madres padecen adicciones o tienen padres violentos.

El perfil psicológico de las niñas y adolescentes acogidas aquí también es similar: tendencias depresivas y baja autoestima, casi siempre generada por abuso sexual. Pocos profesionistas utilizan tanto lo aprendido en su carrera como Rosalba, pero también es cierto que la experiencia que ella tiene se remonta a su propia infancia.

—Es bien complicado decirle a un papá que no puede cuidar a su hijo. ¿Quién quiere escuchar eso? El primer filtro es convencerlos de que están haciendo lo mejor y que el internado es lo mejor que les pueden dar a sus hijos.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

Al hablar, Rosalba utiliza el masculino genérico para referirse a los tutores, pero, en realidad, de las 64 niñas y adolescentes que acogen, solo hay dos padres y un abuelo que se hacen responsables de recoger a sus niñas los viernes. Los centros de asistencia para menores de edad también son un escaparate para las desigualdades de género en el país. Ahí dentro se traducen en historias personales las estadísticas que indican que 40% de los hogares en la Ciudad de México están sostenidos por mujeres, o que 80% del trabajo de cuidados es realizado por ellas. Y un dato más: de los 58 centros de asistencia que existen en la capital del país, solo diez están dirigidos por hombres.

Hace veintitrés años, Rosalba fue criada por mujeres religiosas de la misma forma en que ahora ella procura a otras niñas. Piensa que la mejor decisión de su madre fue haberla confiado al internado, donde tuvo cuidadoras todos los días, un espacio donde dormir, comer, jugar con amigas y hacer tareas. Sin embargo, Rosalba se ve a sí misma como uno de los pocos casos de éxito de una “infancia institucionalizada”, término empleado para hablar de los niños a los que les falta mamá, papá o cualquier otra red de apoyo y que son ingresados en centros de asistencia.

Aunque la palabra para definir a estos centros varía en función de quien los dirige, en ocasiones se hacen llamar “albergues” y, la mayoría de las veces, “casas hogar”, como si se necesitara una redundancia para reafirmar la idea que los originó.

Un día a Rosalba le tocó recibir en esta oficina a una niña que a simple vista juzgó en mal estado, muy delgada y débil. Al entrevistar a la madre, cayó en cuenta de que se trataba de Juana, una excompañera.

—Juana siempre vivió el internado como un abandono. Quería estar con su mamá. Cuando éramos niñas le decíamos que se tranquilizara, que aquí [en el instituto] iba a estar bien. Ni siquiera terminó la secundaria. La sacaron antes y se puso a trabajar. Tres años después de irse se embarazó. El papá le prometió que iban a ser una familia, pero al poco tiempo la dejó —dice.

Desde que comenzó a trabajar en el Instituto Alegrías, hace cuatro años, ya son cinco hijas de excompañeras que Rosalba recibe con un mal sabor de boca. Ella sabe que el objetivo de estos centros nunca es perpetuar la misma suerte a través de generaciones, sino brindar herramientas para que, en el futuro, las niñas sean capaces de no repetir patrones. Pero, muchas veces, nacer en una familia rota es cargar con una cadena difícil de romper.

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Para los niños, entrar a una casa hogar es como nacer por segunda vez y, al igual que la primera, también es una moneda al aire. Son las autoridades del DIF —tanto de la capital como de cualquier entidad del país— quienes se encargan de canalizar a aquellos que viven en riesgo o en la orfandad al centro de asistencia que consideren pertinente. Así, desde un estado como Campeche, un niño como Eduardo puede llegar a Aldeas Infantiles, en el norte de la Ciudad de México, en un terreno enorme, con trece casas de dos pisos, cada una equipada con cocina, sala de televisión, tres cuartos y dos baños, donde viven entre cinco y siete menores de edad. En el jardín extenso, donde hay una cancha de futbol y columpios, Eduardo y otros amigos erigieron un gallinero con el que consiguen vender seis kilos de huevo cada fin de semana.

A sus veintiún años, Eduardo se convirtió en avicultor: sabe cuando las gallinas están listas para empollar, cuando ya están demasiado viejas, en qué parte vacunarlas, y detectar si están enfermas. En una de estas casas hay cuidadoras, como Lupita, quien desde hace trece años volcó su vida a despertar a los pequeños a las 5:00 a. m., prepararles el desayuno, acompañarlos hasta la puerta de la escuela y vigilar que hagan la tarea. Bajo su tutela han pasado diecisiete personas, como Fernando, un adolescente ducho en matemáticas que llegó con seis años. Recargado en la pared, él escucha atento la historia de Lupita y le sirve un vaso de agua si nota que su garganta está seca. Once años juntos en la misma casa hacen natural su despedida al salir rumbo a sus clases vespertinas en el Politécnico: “Adiós, mami”.

La otra cara de la moneda es llegar a una casa hogar donde no estén preparados con el personal adecuado para recibir a niños con ciertos perfiles psicológicos o que necesitan atención psiquiátrica. Por ejemplo, José Luis, un adolescente de Michoacán que a sus doce años padecía adicción a varias drogas. Él contaba que huyó de su casa después de haber disparado contra la entonces pareja de su madre porque la golpeaba. Salió rumbo a Oaxaca, donde fue ingresado a una casa hogar, pero al poco tiempo escapó debido a que su hermano mayor quería reclutarlo para trabajar con el narcotráfico. Al menos esa era la historia que narraba a los trabajadores del DIF. En 2019 llegó a la capital y solía dormir en los alrededores de Plaza Garibaldi, en el centro de la ciudad. Un día, desorientado por haber consumido algún solvente, un automóvil lo atropelló. Dado que nadie respondía por él, los médicos llamaron a las autoridades del DIF, quienes lo canalizaron a la Fundación Francisco de Asís. Ubicada en Iztapalapa, esta casa hogar privada recibe a población menor de edad y a personas hasta los cuarenta años. Su especialización es atender adicciones y funciona como un centro de desintoxicación, donde los usuarios pueden pernoctar hasta ser dados de alta.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

—Estuvo en el Hospital [General] La Villa internado un mes. Luego el DIF lo ingresa al Francisco [de Asís] por el tema del consumo. Hasta que un día me llamaron para decirme que estaba muy violento, que intentó agredir a alguien. Me enseñaron un pedazo de losa con el que supuestamente el chavo quería picarlos. Me lo llevé y platicando me dijo que no era cierto, que ellos lo habían amarrado de las manos y piernas, y le metieron un calcetín en la boca. A mí me correspondía ver por el adolescente y me lo llevé a la Agencia 59 para que declarara lo que tuviera que declarar. Ya no supe qué declaró. A José Luis el DIF lo llevó a otra casa hogar, Renacimiento, pero de ahí se escapó y nunca más volví a saber de él.

Quien habla de manera anónima, resguardando su identidad, es una extrabajadora del DIF que estuvo inscrita a la Procuraduría de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes. Durante tres años de servicio estuvo encargada de dar seguimiento a casos como el de José Luis que, para ella, ejemplifica una carencia común en los 875 centros de asistencia que existen en México, pues muchas veces no cuentan con el personal suficiente o no está especializado.

De hecho, la cantidad de personal que establece la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes solo se cumple en centros de cinco estados del país y no en la Ciudad de México, de acuerdo con un informe de 2019 de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Ese reporte coincide con la extrabajadora del DIF en que dicho personal carece de capacitación constante que tenga conocimiento de cómo tratar perfiles como el de José Luis, que creció en un contexto de violencia, con antecedentes criminales y cuyas adicciones han afectado su capacidad cognitiva. Hubo ocasiones, recuerda la extrabajadora, en que le era difícil saber si José Luis decía la verdad o si estaba inmerso en una anécdota rayana en el delirio. Ella no solo debía darle seguimiento a él, sino a otros cincuenta menores de edad, y, añade, cerca de veinte trabajadoras del DIF local estaban encargadas de 1 287 niñas y niños. Un promedio de 64 por cada trabajadora social, a quienes, por cierto, se les pagan seis mil pesos mensuales.

—Yo les daba seguimiento. Seguimiento médico, educativo, familiar, lo que requirieran. Pero depende del trabajo de las casas hogar. Hay algunas casas que llevan a los niños a sus citas psiquiátricas o médicas. Yo podía tener once casas, pero solo dos eran muy demandantes, porque muchas veces no cuentan con herramientas, personal, tiempo para llevar a cabo esas tareas. Hay casas hogar que no dan tratamiento psiquiátrico, y ahí es cuando nosotras dábamos el seguimiento —dice.

La Agencia 59, ubicada en la colonia Doctores, es el Ministerio Público encargado de investigar los delitos contra menores de edad, así como de proteger a quienes estén sin cuidados familiares. Se trata de un edificio cuya fachada es como cualquier otra oficina del gobierno, pero por dentro es quizá el peor lugar para que un menor de edad permanezca. Además de testificar, los niños deben pernoctar ahí hasta que su situación se resuelva. La extrabajadora del DIF entrevistada por Gatopardo lo describe como si fuera un pequeño reclusorio con camas viejas y habitaciones sucias, donde a veces duermen hacinados más de ochenta niños. Y refiere que, para sacarlos rápido de ahí, el DIF se apresura a resolver la situación de las víctimas y canalizarlas hacia alguna casa hogar. Sin embargo, explica, es común que los centros de asistencia terminen por devolverlas a la Agencia 59.

—No es lo mismo cuidar a un niño que ya cometió un asesinato y que además tiene adicciones. Las casas hogar necesitan ser más honestas en cuanto a reconocer que no tienen las herramientas para cuidar a un niño o niña con cierto perfil. Lo aceptan, y luego ya no pueden y lo regresan. Yo vi que regresaron [en su tiempo en el DIF] hasta cien niños. Nos pedían que los lleváramos a otra casa hogar. Imagínate el trauma que les causa eso.

Sin embargo, la gran cantidad de niños y la escasez de trabajadoras sociales provocan que algunas directoras de centros de asistencia se sientan abandonadas, pues pasan varios meses sin acudir a los centros. Aunque la Ley de Albergues Públicos y Privados para Niñas y Niños de la capital obliga a las secretarías locales a inspeccionar con periodicidad estos centros, tanto la Secretaría de Salud (Sedesa) como el DIF de la capital respondieron a Gatopardo, a través de una solicitud de información, que no tenían registro en sus archivos de dichas inspecciones, incluso a pesar de que la ley indica que la Sedesa es la responsable de emitir certificados de condición sanitaria a cada una de las casas hogar. Solo el Instituto de Atención a Poblaciones Prioritarias informó haber hecho setenta supervisiones en 2022. Pero no se entiende cómo realizaron setenta cuando el padrón de centros de asistencia de la Ciudad de México —cuya función es registrar a las fundaciones o asociaciones civiles que brindan el servicio— solo tiene detectadas 58 casas hogar, en las cuales están repartidos 846 niñas y 441 niños.

El mismo padrón padece algunas irregularidades. La primera es que ni siquiera está publicado en la página de la Secretaría de Inclusión y Bienestar Social (Sibiso), como ordena la ley local. La siguiente es la actualización: mientras el Instituto Alegrías otorga servicio a 64 niñas, el padrón señala que tienen 47. También está el caso del Internado Elisa Margarita Berruecos, cuya sede en la colonia Portales dejó de dar servicio desde febrero, y el padrón señala que ahí viven quince niñas. Otra irregularidad es que hay al menos tres casas hogar que confirmaron que actualmente acogen a varios menores de edad, pero no están en el padrón: Centro El Recobro, la Fundación Fraternidad sin Fronteras y la Fundación Francisco de Asís, la cual, según el DIF local, no tiene ninguna denuncia en su contra, a pesar de la historia de José Luis. La relación entre el DIF y las casas hogar se puede comprender con una metáfora:

—Es como los matrimonios —concluye la extrabajadora—, que cuando se pelean los que quedan en medio son los niños. Yo siempre he hablado de que debe haber una corresponsabilidad.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

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Una mañana de diciembre de 2022, tres policías tocaron la puerta de Sumando Por Ti, una casa hogar que se ubica en el sur de la Ciudad de México, con el estilo arquitectónico de una hacienda, cuartos amplios y un jardín generoso, que acoge a diecisiete niñas. Los policías entraron armados y con esposas, rompiendo el ambiente cotidiano de niñas que colorean en sus cuadernos o juegan en el trampolín. La directora, Ariadna Vázquez, recibió un citatorio por presunta trata de personas.

—Me puse a llorar, simplemente no lo podía creer.

El problema de Sumando Por Ti se remonta al año 2019, cuando tres adolescentes dentro de la casa hogar comenzaron el proceso de adopción con tres familias distintas. Sin embargo, al pasar de los años, el trámite se estancó como les sucede a muchos otros. A partir de 2014, las adopciones únicamente pueden ser gestionadas por el DIF; en ocasiones, debido al escaso personal y a la cantidad de protocolos, los procesos pueden tardar años en concluirse. Algunas organizaciones en favor de los niños, como Tejiendo Redes, han denunciado que ni siquiera existen datos de cuántas adopciones hay en México, mucho menos de cuánto tardan los procesos. En este contexto, el equipo de Sumando Por Ti, preocupado por que las niñas ya iban a cumplir la mayoría de edad, decidió presionar por la vía legal.

—Nos fuimos con juez federal. Le dijimos que las niñas llevaban tres años en proceso. El juez le ordenó al DIF que actuara, y el DIF dijo que no conocía los casos, aunque ellos habían hecho los exámenes psicológicos, fueron a sus casas [de los adoptantes] —dice Ariadna, quien acusa a la institución de querer obligar a los padres adoptantes a que firmaran una carta señalando que la casa hogar pretendía saltarse a las autoridades en el proceso de adopción—. Los papás se negaron porque así no sucedieron las cosas.

Sumando Por Ti es un centro de asistencia relativamente joven, con diez años de servicio. Atiende solo a niñas que han sufrido violencia y que están en riesgo de quedar en la calle. Hace algunos años, esta casa se vio obligada a regresar a una niña al DIF debido a que tenía problemas psiquiátricos. Padeció episodios en los que puso en riesgo la seguridad de las cuidadoras y de las demás niñas. Esto ocasionó también una discusión con las autoridades, que no comprendían por qué regresaban a la niña si la habían aceptado. Sin embargo, Ariadna se defiende diciendo que las autoridades nunca le informaron sobre las características psicológicas de la niña, algo que sucede con regularidad.

Han pasado cuatro meses desde la acusación de las autoridades, pero la casa hogar sigue operando con normalidad. Las niñas siguen yendo a la escuela y al regresar hacen sus tareas junto a las cuidadoras en la sala de computadoras. Sin embargo, a pesar de insistir varias veces, el DIF de la Ciudad de México y la Sibiso se negaron a hablar con Gatopardo respecto a este caso.

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En marzo de 2021, Eduardo Verduzco, de veinticuatro años, dejó sin palabras al público en una audiencia sobre menores de edad en centros de asistencia presidida por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Eduardo relató la serie de abusos que sufrió durante seis años en Michoacán, en el albergue La Gran Familia, dirigido por Rosa Verduzco: golpes, humillaciones, encierro, agresiones verbales, comida putrefacta, robo de identidad y abuso sexual. Fue hasta 2014 que la entonces Procuraduría General de la República desmanteló la casa hogar en la que más de cuatrocientos niños y niñas vivían en condiciones insalubres. Eduardo —que como cientos de personas (ahora mayores de edad) lleva el apellido de su victimaria— acusó también que hasta la fecha ninguna autoridad ha reparado el daño.

Seis meses después de que el caso de Mamá Rosa y su albergue se diera a conocer, se publicó a nivel federal la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes. Y quedó establecido el lineamiento para que menores de edad en riesgo fueran trasladados a centros de asistencia. Actualmente solo la Procuraduría de Protección o el DIF pueden decidir sobre el destino de niñas y niños, pues antes eran las casas hogar las que tramitaban las adopciones. Además, ninguna directora de estos centros puede darles su apellido a los usuarios, como pasó en el caso de Eduardo.

En aquella audiencia de 2021, la Relatora de los Derechos de la Niñez de la CIDH, Esmeralda Arosemena, insistió:

—Que no sea la primera respuesta ante la situación de dificultad de las familias quitarles a los niños y colocarlos en [casas] hogar. Institucionalizar [debe ser] el último recurso, y desinstitucionalizar lo más pronto posible.

De hecho, la Ley General también apoya esta idea de que los niños deben pasar el menor tiempo posible en los centros de asistencia. Sin embargo, no todos los especialistas en el tema piensan de la misma forma.

—Hay una ola de organizaciones y posturas que hablan de los centros de asistencia como el peor lugar para los niños. Lo entiendo: yo he trabajado tanto con víctimas de casas hogar como con víctimas del albergue Mamá Rosa, que fue un infierno. Pero no es que esté a favor de institucionalizar [las infancias], sino que los niños deben ejercer plenamente sus derechos. ¿De verdad vamos a sacralizar a las familias como el espacio ideal? Mientras las familias no estén fortalecidas, no son espacios seguros, y entonces qué tenemos: pues los centros de asistencia —dice Kirsha Carretero.

Carretero es una activista del equipo de Conexiones de BYDA, una organización a favor de los derechos de la niñez. Ella explica que la realidad de los centros de asistencia en México es diversa: algunos poseen condiciones privilegiadas; otros, carencias lamentables. Mientras que en uno monitorean con GPS a los niños cuando asisten a la escuela, en otros, la comida está en malas condiciones.

A partir de la nueva Ley General, los centros de asistencia promueven la “reintegración familiar” para que, en un futuro, niñas y niños regresen a sus familias, o bien, en caso de que no exista ninguna red familiar, tengan posibilidad de ser adoptados. En Aldeas Infantiles, por ejemplo, las familias biológicas que no han podido hacerse cargo de sus hijos se reúnen en las instalaciones del centro, siempre bajo vigilancia de alguna cuidadora. El problema es que, en esas visitas esporádicas, algunas horas son suficientes para estresar a los niños porque los padres o las madres suelen hacer promesas que no cumplen o les dan noticias que son difíciles de procesar a su edad. En el Instituto Alegrías, a mediados del año pasado, una niña de ocho años le dijo a la psicóloga que su hermano, de doce, la obligaba a actuar como en los videos que él veía en su teléfono. La psicóloga se dio cuenta de que la niña estaba siendo abusada sexualmente. La madre no quiso avisar a las autoridades por miedo a que algo le sucediera a su hijo.

A historias como estas se refiere Carretero cuando dice que muchas familias no están preparadas para recibir de vuelta a sus hijas e hijos:

—En la primera infancia tiene todo el sentido hacer lo necesario para que salgan de instituciones y vayan a vivir en familia. Pero a partir de los ocho años en adelante te das cuenta de que las posibilidades de que regresen a una familia son nulas. Para muchas niñas y niños es la única opción real de protección. Si estigmatizamos los centros, entonces romantizamos a las familias, que no siempre son espacios seguros —dice Carretero.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

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Belén era una mujer de veinte años, de baja estatura y tan delgada que parecía una adolescente. Desde los cuatro años creció en casas hogar en la Ciudad de México, por lo que al salir no tenía ninguna red de apoyo. Pronto terminó viviendo en las calles de la alcaldía Cuauhtémoc y el hambre la orilló a inhalar solventes. Al quedar embarazada, temía que su bebé, Arturo, viviera sus primeros meses en la calle. En el hospital consiguió que un centro de asistencia, Hogar Dulce Hogar, los aceptara a ella y a su hijo. Estuvieron ahí algunos meses hasta que, un día, Belén pidió permiso para salir por algunas horas. Se desconoce el tiempo que tardó en regresar, pero cuando lo hizo, la casa hogar ya había alertado al DIF por abandono. Las autoridades tomaron a Arturo y, sin decirle a Belén, lo canalizaron a otra institución. Desesperada, asistió a un evento público para madres en esta misma situación en el Zócalo y abordó al personal de El Caracol, una organización que apoya a personas en situación de calle.

Fue entonces cuando Alexia Moreno, coordinadora de El Caracol, una mujer con más de cinco años de experiencia apoyando a personas en situación de calle, conoció la historia de Belén. Lo primero que hicieron fue contactar al DIF para que informara a qué centro había enviado a Arturo, de apenas seis meses. Posteriormente, como lo hacen con las demás familias que apoyan, concertaron convivencias, es decir, algunas horas a la semana en las que mamá o papá pueden reunirse con sus hijos para platicar y jugar bajo la supervisión de las trabajadoras sociales.

Belén no exigía de vuelta a su hijo, estaba consciente de sus problemas. Solo quería que le permitieran ver a Arturo una vez a la semana. Sin embargo, dado que vivía en la calle y padecía adicción a los solventes, las autoridades estaban renuentes.

—A Belén le ponían muchos obstáculos para ver a su hijo. Siempre se esforzaba por dejar de consumir días antes de sus visitas. La amenazaban con que, si no llegaba a tiempo a las convivencias o con los materiales para jugar, ya no la iban a dejar ver a su hijo. Criminalizaban la maternidad de Belén —dice Moreno.

Para celebrar el cumpleaños número dos del pequeño Arturo, El Caracol logró convencer a la casa hogar de que pasara esa fecha junto a su madre en las instalaciones de la organización. Belén estaba emocionada, incluso invitó a varias amigas. Pero pocos días antes de la fecha se corrió el rumor de que estaba desaparecida. Pensaban que al menos sí llegaría a festejar a su hijo, pero no sucedió. Fue hasta un año después, en 2018, cuando las autoridades informaron que el cuerpo de Belén yacía en la fosa común. Lo único que supieron de ella fue que murió días antes del cumpleaños de Arturo y que fue hallada debajo de un puente en la alcaldía Tláhuac. De acuerdo con El Caracol, actualmente acompañan a dieciocho familias a las que las autoridades tampoco les permiten ver a sus hijas e hijos o que ni siquiera saben en qué casa hogar están viviendo.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

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Existe una casa hogar que prefiere mantener su ubicación con bajo perfil. Nada en su fachada anuncia su razón de ser. Lo prefieren así porque la discriminación a personas con VIH sigue siendo una constante. De hecho, la trabajadora social Irma Flores dice que, en un mundo ideal, esta casa no debería existir, que los niños y niñas con VIH que acogen deberían permanecer en cualquier otra casa hogar. Pero las cosas son distintas. Hace algunos meses, por ejemplo, desde Morelos llegó un niño de otro centro de asistencia en el que pasaba sus días solo y, por su condición, no jugaban con él.

La Casa de la Sal se creó en los pasillos estrechos del Hospital General de México. En la década de los ochenta, los pacientes enfermos de sida agonizaban solos en las habitaciones a las que ni los enfermeros querían entrar por el desconocimiento sobre el virus, el estigma, el miedo a infectarse. Rosa María Rivero, fundadora de esta casa hogar, decidió en cambio acompañarlos, brindarles algo de paz desde la tanatología. Porque eso era lo único que se podía hacer en los ochenta: esperar a que la enfermedad fuera irrevocable.

En esos años, antes de morir, un paciente que Rivero cuidó le donó su casa para que fuera refugio de personas en su misma situación. Pronto encontró que había otro problema aún más urgente: los menores de edad con VIH y sin cuidados familiares que eran rechazados por los centros de asistencia. Por eso, La Casa de la Sal también se propuso cuidar de ellos. Actualmente albergan a tres niños y tres adolescentes.

Entre ellos está Lucio, un adolescente de cabello muy corto y lentes, que baja las escaleras del segundo piso a paso lento, la misma velocidad con la que habla. Pero su voz ronca y de volumen bajo lo hace parecer de mayor edad. Se sienta algunos minutos en el sillón de una sala acogedora. Cerca de él está la trabajadora social, Irma, y en la cocina, también amplia, la señora que se ocupa de los quehaceres del hogar.

Lucio tiene diecisiete años y, aunque es tímido, en pocos minutos se acopla a la conversación. Él ha transitado por varias casas hogar, de Tamaulipas a Veracruz, para finalmente llegar a la Ciudad de México. La última en la que estuvo cerró por la falta de fondos económicos; cuando eso sucede, las autoridades reparten a los niños y niñas en distintas casas hogar. Los amigos que hizo Lucio se perdieron en ese reparto.

—No siento que tener VIH sea algo grave, solo hay que cuidarse. Nunca tuve problema con que los demás lo supieran, pero sé que no a todas las personas les puedes decir porque la gente hace malos comentarios de ti.

El patio divide la casa de las oficinas de la trabajadora social. Es tan espacioso que cuenta con caminadora eléctrica y un saco de boxeo.

—Para desestresarse —dice Irma.

En una de las paredes exteriores, Lucio dibujó con pintura un árbol en cuyas ramas están plasmadas las palmas de las manos de cada uno de los niños que han vivido en la casa. En otra pared también pintó un colibrí. Dibujar y cocinar son las habilidades que ha desarrollado a lo largo de su vida en distintas casas hogar. De hecho, en La Casa de la Sal lo apoyaron para que estudiara la carrera técnica de cocina.

Actualmente, a sus diecisiete, Lucio se encuentra en esa etapa complicada en la vida de los adolescentes institucionalizados: egresar de la casa hogar. Salir al mundo.

En general, los centros preparan a los adolescentes para el momento de partir. Los alientan a conseguir trabajos, les hacen saber lo que cuestan los insumos básicos y los electrodomésticos, los acompañan a visitar departamentos, los atienden psicológicamente. A diferencia de quienes crecieron en familias tradicionales, casi siempre ávidos de cortar el cordón entre ellos y su madre, los jóvenes institucionalizados a menudo experimentan un temor más profundo al verse en el límite de edad, que suelen ser los veinte. De hecho, es común que, al egresar, busquen un departamento cercano a la casa hogar, por el hecho de sentirse seguros.

Lucio ya tuvo su primera experiencia trabajando en un restaurante, pero no fue la mejor, se sintió abrumado y decidió renunciar. Está consciente de que debe abrirse camino y volver a intentarlo, ya no desde una cocina, cuenta, sino “desde abajo, como mesero”. Todavía no sabe dónde le gustaría vivir. Antes pensaba que se iría de la casa en cuanto cumpliera los dieciocho años. Ahora sabe que debe esperar porque allá afuera no tendrá a nadie para recordarle que debe tomar su medicina, prepararle la comida cuando no tenga ganas o acompañarlo cuando se sienta triste.

—Sí me da miedo irme a vivir yo solo, pero pienso que todo saldrá bien.

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Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».

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Una infancia detrás de la barda: las casas hogar en la Ciudad de México

Una infancia detrás de la barda: las casas hogar en la Ciudad de México

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Entrar a una casa hogar y tener cuidadoras y un espacio donde dormir, comer, jugar y hacer tareas, es como nacer otra vez. En México esta segunda oportunidad también es una moneda al aire. Existen centros de asistencia que no están preparados ni tienen las condiciones para acoger a niñas y niños que viven en riesgo o en la orfandad. Quienes los dirigen se sienten abandonados por el organismo público encargado de proteger a la niñez. Tan solo en CDMX, el padrón padece irregularidades e inercias difíciles de romper.

Antes de entrar a un internado, Rosalba dice que ella no existía. Su madre no tuvo oportunidad de tramitar su acta de nacimiento ni las de sus cinco hermanos, cuando nacieron en Oaxaca. Al llegar a la Ciudad de México, Rosalba tenía seis años y el internado era tutelado por monjas que tenían reglas muy distintas a las que ahora rigen el Instituto Alegrías. Las monjas, recuerda, eran expertas en ejercer su autoridad por medio de la culpa: culpa por dibujar en una libreta nueva, culpa por vestir prendas recién adquiridas, culpa por pensar en algún compañerito del colegio, culpa por dejar comida en los platos, culpa por disfrutar cualquier cosa.

Hace nueve años que el Instituto Alegrías dejó de ser regido por religiosas. Visto desde afuera, en el barrio San Andrés Tetepilco, alcaldía Iztapalapa, parece una fortaleza rodeada por una barda imponente y una malla ciclónica coronada con alambre de púas. Por dentro el espacio es amplio, casi cuatro mil metros cuadrados divididos en salones de estudio, dormitorios, área médica, comedor y jardín. Al lado de unos árboles y arbustos están las instalaciones de la dirección, desde donde Rosalba cuenta cómo vivió su vida de los seis a los dieciséis años. A diferencia de sus compañeras, que salían cada fin de semana con su familia, ella se quedaba con las monjas porque no tenía adónde ir. Tal vez, piensa, convivir tanto tiempo con las religiosas influyó en que, alguna vez, considerara el noviciado.

—Estaría en España ahorita —dice Rosalba que, de tan rápido que habla, se cansa. Si uno la escucha enumerar la rutina de antaño parece que habla de un internado militar. La cama tendida y estar bien peinada a las 5:30 a. m., después bajar a las instalaciones a hacer el aseo, sacudir los muebles, barrer el piso; incluso las niñas de kínder debían recoger la hojarasca. Al sonar la campana, a las 6:30 a. m., debían acudir al comedor a desayunar, para finalmente lavarse los dientes y salir rumbo a la escuela. Antes de cada alimento, desde luego, había que rezar. Fue tal el arraigo de la costumbre que, cuando estudió la carrera de Trabajo Social en la UNAM, sus compañeros la miraban extrañados cada que, antes de comer, entrelazaba sus manos y murmuraba rezos.

Es una mañana de febrero y el internado permanece en silencio porque las niñas salieron a sus respectivas escuelas. La mayoría asiste a colegios públicos y ocho lograron una beca en uno privado. Son las únicas horas tranquilas del día para Rosalba, de veintinueve años, la trabajadora social del Instituto Alegrías. Ella es la encargada de recibir a las niñas que ingresan al internado, el cual pide como condición indispensable que exista al menos una persona como red de apoyo. De hecho, cuando las familias desbaratan por completo y ya no hay quien reciba a la niña los fines de semana, la directora, Lourdes Prieto, llama a las oficinas del Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) —el organismo público que se encarga de proteger a los infantes, adolescentes y a la comunidad en riesgo— para que la reubiquen en un centro de asistencia de tiempo completo. Por eso, Rosalba debe indagar el perfil socioeconómico de cada familia, la razón por la cual una niña ingresa al internado y cuáles son sus necesidades físicas y psicológicas. A cualquier persona le abrumarían las historias que escucha, pero ella está acostumbrada.

Madres solteras con dobles jornadas de trabajo que no tienen tiempo para cuidar de sus hijas; tías que no tienen espacio en sus casas; abuelas que están cansadas de vigilar que no se escapen las nietas; familias que viven hacinadas en un local comercial sin baños, o pequeñas que corren peligro en casa porque sus madres padecen adicciones o tienen padres violentos.

El perfil psicológico de las niñas y adolescentes acogidas aquí también es similar: tendencias depresivas y baja autoestima, casi siempre generada por abuso sexual. Pocos profesionistas utilizan tanto lo aprendido en su carrera como Rosalba, pero también es cierto que la experiencia que ella tiene se remonta a su propia infancia.

—Es bien complicado decirle a un papá que no puede cuidar a su hijo. ¿Quién quiere escuchar eso? El primer filtro es convencerlos de que están haciendo lo mejor y que el internado es lo mejor que les pueden dar a sus hijos.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

Al hablar, Rosalba utiliza el masculino genérico para referirse a los tutores, pero, en realidad, de las 64 niñas y adolescentes que acogen, solo hay dos padres y un abuelo que se hacen responsables de recoger a sus niñas los viernes. Los centros de asistencia para menores de edad también son un escaparate para las desigualdades de género en el país. Ahí dentro se traducen en historias personales las estadísticas que indican que 40% de los hogares en la Ciudad de México están sostenidos por mujeres, o que 80% del trabajo de cuidados es realizado por ellas. Y un dato más: de los 58 centros de asistencia que existen en la capital del país, solo diez están dirigidos por hombres.

Hace veintitrés años, Rosalba fue criada por mujeres religiosas de la misma forma en que ahora ella procura a otras niñas. Piensa que la mejor decisión de su madre fue haberla confiado al internado, donde tuvo cuidadoras todos los días, un espacio donde dormir, comer, jugar con amigas y hacer tareas. Sin embargo, Rosalba se ve a sí misma como uno de los pocos casos de éxito de una “infancia institucionalizada”, término empleado para hablar de los niños a los que les falta mamá, papá o cualquier otra red de apoyo y que son ingresados en centros de asistencia.

Aunque la palabra para definir a estos centros varía en función de quien los dirige, en ocasiones se hacen llamar “albergues” y, la mayoría de las veces, “casas hogar”, como si se necesitara una redundancia para reafirmar la idea que los originó.

Un día a Rosalba le tocó recibir en esta oficina a una niña que a simple vista juzgó en mal estado, muy delgada y débil. Al entrevistar a la madre, cayó en cuenta de que se trataba de Juana, una excompañera.

—Juana siempre vivió el internado como un abandono. Quería estar con su mamá. Cuando éramos niñas le decíamos que se tranquilizara, que aquí [en el instituto] iba a estar bien. Ni siquiera terminó la secundaria. La sacaron antes y se puso a trabajar. Tres años después de irse se embarazó. El papá le prometió que iban a ser una familia, pero al poco tiempo la dejó —dice.

Desde que comenzó a trabajar en el Instituto Alegrías, hace cuatro años, ya son cinco hijas de excompañeras que Rosalba recibe con un mal sabor de boca. Ella sabe que el objetivo de estos centros nunca es perpetuar la misma suerte a través de generaciones, sino brindar herramientas para que, en el futuro, las niñas sean capaces de no repetir patrones. Pero, muchas veces, nacer en una familia rota es cargar con una cadena difícil de romper.

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Para los niños, entrar a una casa hogar es como nacer por segunda vez y, al igual que la primera, también es una moneda al aire. Son las autoridades del DIF —tanto de la capital como de cualquier entidad del país— quienes se encargan de canalizar a aquellos que viven en riesgo o en la orfandad al centro de asistencia que consideren pertinente. Así, desde un estado como Campeche, un niño como Eduardo puede llegar a Aldeas Infantiles, en el norte de la Ciudad de México, en un terreno enorme, con trece casas de dos pisos, cada una equipada con cocina, sala de televisión, tres cuartos y dos baños, donde viven entre cinco y siete menores de edad. En el jardín extenso, donde hay una cancha de futbol y columpios, Eduardo y otros amigos erigieron un gallinero con el que consiguen vender seis kilos de huevo cada fin de semana.

A sus veintiún años, Eduardo se convirtió en avicultor: sabe cuando las gallinas están listas para empollar, cuando ya están demasiado viejas, en qué parte vacunarlas, y detectar si están enfermas. En una de estas casas hay cuidadoras, como Lupita, quien desde hace trece años volcó su vida a despertar a los pequeños a las 5:00 a. m., prepararles el desayuno, acompañarlos hasta la puerta de la escuela y vigilar que hagan la tarea. Bajo su tutela han pasado diecisiete personas, como Fernando, un adolescente ducho en matemáticas que llegó con seis años. Recargado en la pared, él escucha atento la historia de Lupita y le sirve un vaso de agua si nota que su garganta está seca. Once años juntos en la misma casa hacen natural su despedida al salir rumbo a sus clases vespertinas en el Politécnico: “Adiós, mami”.

La otra cara de la moneda es llegar a una casa hogar donde no estén preparados con el personal adecuado para recibir a niños con ciertos perfiles psicológicos o que necesitan atención psiquiátrica. Por ejemplo, José Luis, un adolescente de Michoacán que a sus doce años padecía adicción a varias drogas. Él contaba que huyó de su casa después de haber disparado contra la entonces pareja de su madre porque la golpeaba. Salió rumbo a Oaxaca, donde fue ingresado a una casa hogar, pero al poco tiempo escapó debido a que su hermano mayor quería reclutarlo para trabajar con el narcotráfico. Al menos esa era la historia que narraba a los trabajadores del DIF. En 2019 llegó a la capital y solía dormir en los alrededores de Plaza Garibaldi, en el centro de la ciudad. Un día, desorientado por haber consumido algún solvente, un automóvil lo atropelló. Dado que nadie respondía por él, los médicos llamaron a las autoridades del DIF, quienes lo canalizaron a la Fundación Francisco de Asís. Ubicada en Iztapalapa, esta casa hogar privada recibe a población menor de edad y a personas hasta los cuarenta años. Su especialización es atender adicciones y funciona como un centro de desintoxicación, donde los usuarios pueden pernoctar hasta ser dados de alta.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

—Estuvo en el Hospital [General] La Villa internado un mes. Luego el DIF lo ingresa al Francisco [de Asís] por el tema del consumo. Hasta que un día me llamaron para decirme que estaba muy violento, que intentó agredir a alguien. Me enseñaron un pedazo de losa con el que supuestamente el chavo quería picarlos. Me lo llevé y platicando me dijo que no era cierto, que ellos lo habían amarrado de las manos y piernas, y le metieron un calcetín en la boca. A mí me correspondía ver por el adolescente y me lo llevé a la Agencia 59 para que declarara lo que tuviera que declarar. Ya no supe qué declaró. A José Luis el DIF lo llevó a otra casa hogar, Renacimiento, pero de ahí se escapó y nunca más volví a saber de él.

Quien habla de manera anónima, resguardando su identidad, es una extrabajadora del DIF que estuvo inscrita a la Procuraduría de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes. Durante tres años de servicio estuvo encargada de dar seguimiento a casos como el de José Luis que, para ella, ejemplifica una carencia común en los 875 centros de asistencia que existen en México, pues muchas veces no cuentan con el personal suficiente o no está especializado.

De hecho, la cantidad de personal que establece la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes solo se cumple en centros de cinco estados del país y no en la Ciudad de México, de acuerdo con un informe de 2019 de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Ese reporte coincide con la extrabajadora del DIF en que dicho personal carece de capacitación constante que tenga conocimiento de cómo tratar perfiles como el de José Luis, que creció en un contexto de violencia, con antecedentes criminales y cuyas adicciones han afectado su capacidad cognitiva. Hubo ocasiones, recuerda la extrabajadora, en que le era difícil saber si José Luis decía la verdad o si estaba inmerso en una anécdota rayana en el delirio. Ella no solo debía darle seguimiento a él, sino a otros cincuenta menores de edad, y, añade, cerca de veinte trabajadoras del DIF local estaban encargadas de 1 287 niñas y niños. Un promedio de 64 por cada trabajadora social, a quienes, por cierto, se les pagan seis mil pesos mensuales.

—Yo les daba seguimiento. Seguimiento médico, educativo, familiar, lo que requirieran. Pero depende del trabajo de las casas hogar. Hay algunas casas que llevan a los niños a sus citas psiquiátricas o médicas. Yo podía tener once casas, pero solo dos eran muy demandantes, porque muchas veces no cuentan con herramientas, personal, tiempo para llevar a cabo esas tareas. Hay casas hogar que no dan tratamiento psiquiátrico, y ahí es cuando nosotras dábamos el seguimiento —dice.

La Agencia 59, ubicada en la colonia Doctores, es el Ministerio Público encargado de investigar los delitos contra menores de edad, así como de proteger a quienes estén sin cuidados familiares. Se trata de un edificio cuya fachada es como cualquier otra oficina del gobierno, pero por dentro es quizá el peor lugar para que un menor de edad permanezca. Además de testificar, los niños deben pernoctar ahí hasta que su situación se resuelva. La extrabajadora del DIF entrevistada por Gatopardo lo describe como si fuera un pequeño reclusorio con camas viejas y habitaciones sucias, donde a veces duermen hacinados más de ochenta niños. Y refiere que, para sacarlos rápido de ahí, el DIF se apresura a resolver la situación de las víctimas y canalizarlas hacia alguna casa hogar. Sin embargo, explica, es común que los centros de asistencia terminen por devolverlas a la Agencia 59.

—No es lo mismo cuidar a un niño que ya cometió un asesinato y que además tiene adicciones. Las casas hogar necesitan ser más honestas en cuanto a reconocer que no tienen las herramientas para cuidar a un niño o niña con cierto perfil. Lo aceptan, y luego ya no pueden y lo regresan. Yo vi que regresaron [en su tiempo en el DIF] hasta cien niños. Nos pedían que los lleváramos a otra casa hogar. Imagínate el trauma que les causa eso.

Sin embargo, la gran cantidad de niños y la escasez de trabajadoras sociales provocan que algunas directoras de centros de asistencia se sientan abandonadas, pues pasan varios meses sin acudir a los centros. Aunque la Ley de Albergues Públicos y Privados para Niñas y Niños de la capital obliga a las secretarías locales a inspeccionar con periodicidad estos centros, tanto la Secretaría de Salud (Sedesa) como el DIF de la capital respondieron a Gatopardo, a través de una solicitud de información, que no tenían registro en sus archivos de dichas inspecciones, incluso a pesar de que la ley indica que la Sedesa es la responsable de emitir certificados de condición sanitaria a cada una de las casas hogar. Solo el Instituto de Atención a Poblaciones Prioritarias informó haber hecho setenta supervisiones en 2022. Pero no se entiende cómo realizaron setenta cuando el padrón de centros de asistencia de la Ciudad de México —cuya función es registrar a las fundaciones o asociaciones civiles que brindan el servicio— solo tiene detectadas 58 casas hogar, en las cuales están repartidos 846 niñas y 441 niños.

El mismo padrón padece algunas irregularidades. La primera es que ni siquiera está publicado en la página de la Secretaría de Inclusión y Bienestar Social (Sibiso), como ordena la ley local. La siguiente es la actualización: mientras el Instituto Alegrías otorga servicio a 64 niñas, el padrón señala que tienen 47. También está el caso del Internado Elisa Margarita Berruecos, cuya sede en la colonia Portales dejó de dar servicio desde febrero, y el padrón señala que ahí viven quince niñas. Otra irregularidad es que hay al menos tres casas hogar que confirmaron que actualmente acogen a varios menores de edad, pero no están en el padrón: Centro El Recobro, la Fundación Fraternidad sin Fronteras y la Fundación Francisco de Asís, la cual, según el DIF local, no tiene ninguna denuncia en su contra, a pesar de la historia de José Luis. La relación entre el DIF y las casas hogar se puede comprender con una metáfora:

—Es como los matrimonios —concluye la extrabajadora—, que cuando se pelean los que quedan en medio son los niños. Yo siempre he hablado de que debe haber una corresponsabilidad.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

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Una mañana de diciembre de 2022, tres policías tocaron la puerta de Sumando Por Ti, una casa hogar que se ubica en el sur de la Ciudad de México, con el estilo arquitectónico de una hacienda, cuartos amplios y un jardín generoso, que acoge a diecisiete niñas. Los policías entraron armados y con esposas, rompiendo el ambiente cotidiano de niñas que colorean en sus cuadernos o juegan en el trampolín. La directora, Ariadna Vázquez, recibió un citatorio por presunta trata de personas.

—Me puse a llorar, simplemente no lo podía creer.

El problema de Sumando Por Ti se remonta al año 2019, cuando tres adolescentes dentro de la casa hogar comenzaron el proceso de adopción con tres familias distintas. Sin embargo, al pasar de los años, el trámite se estancó como les sucede a muchos otros. A partir de 2014, las adopciones únicamente pueden ser gestionadas por el DIF; en ocasiones, debido al escaso personal y a la cantidad de protocolos, los procesos pueden tardar años en concluirse. Algunas organizaciones en favor de los niños, como Tejiendo Redes, han denunciado que ni siquiera existen datos de cuántas adopciones hay en México, mucho menos de cuánto tardan los procesos. En este contexto, el equipo de Sumando Por Ti, preocupado por que las niñas ya iban a cumplir la mayoría de edad, decidió presionar por la vía legal.

—Nos fuimos con juez federal. Le dijimos que las niñas llevaban tres años en proceso. El juez le ordenó al DIF que actuara, y el DIF dijo que no conocía los casos, aunque ellos habían hecho los exámenes psicológicos, fueron a sus casas [de los adoptantes] —dice Ariadna, quien acusa a la institución de querer obligar a los padres adoptantes a que firmaran una carta señalando que la casa hogar pretendía saltarse a las autoridades en el proceso de adopción—. Los papás se negaron porque así no sucedieron las cosas.

Sumando Por Ti es un centro de asistencia relativamente joven, con diez años de servicio. Atiende solo a niñas que han sufrido violencia y que están en riesgo de quedar en la calle. Hace algunos años, esta casa se vio obligada a regresar a una niña al DIF debido a que tenía problemas psiquiátricos. Padeció episodios en los que puso en riesgo la seguridad de las cuidadoras y de las demás niñas. Esto ocasionó también una discusión con las autoridades, que no comprendían por qué regresaban a la niña si la habían aceptado. Sin embargo, Ariadna se defiende diciendo que las autoridades nunca le informaron sobre las características psicológicas de la niña, algo que sucede con regularidad.

Han pasado cuatro meses desde la acusación de las autoridades, pero la casa hogar sigue operando con normalidad. Las niñas siguen yendo a la escuela y al regresar hacen sus tareas junto a las cuidadoras en la sala de computadoras. Sin embargo, a pesar de insistir varias veces, el DIF de la Ciudad de México y la Sibiso se negaron a hablar con Gatopardo respecto a este caso.

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En marzo de 2021, Eduardo Verduzco, de veinticuatro años, dejó sin palabras al público en una audiencia sobre menores de edad en centros de asistencia presidida por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Eduardo relató la serie de abusos que sufrió durante seis años en Michoacán, en el albergue La Gran Familia, dirigido por Rosa Verduzco: golpes, humillaciones, encierro, agresiones verbales, comida putrefacta, robo de identidad y abuso sexual. Fue hasta 2014 que la entonces Procuraduría General de la República desmanteló la casa hogar en la que más de cuatrocientos niños y niñas vivían en condiciones insalubres. Eduardo —que como cientos de personas (ahora mayores de edad) lleva el apellido de su victimaria— acusó también que hasta la fecha ninguna autoridad ha reparado el daño.

Seis meses después de que el caso de Mamá Rosa y su albergue se diera a conocer, se publicó a nivel federal la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes. Y quedó establecido el lineamiento para que menores de edad en riesgo fueran trasladados a centros de asistencia. Actualmente solo la Procuraduría de Protección o el DIF pueden decidir sobre el destino de niñas y niños, pues antes eran las casas hogar las que tramitaban las adopciones. Además, ninguna directora de estos centros puede darles su apellido a los usuarios, como pasó en el caso de Eduardo.

En aquella audiencia de 2021, la Relatora de los Derechos de la Niñez de la CIDH, Esmeralda Arosemena, insistió:

—Que no sea la primera respuesta ante la situación de dificultad de las familias quitarles a los niños y colocarlos en [casas] hogar. Institucionalizar [debe ser] el último recurso, y desinstitucionalizar lo más pronto posible.

De hecho, la Ley General también apoya esta idea de que los niños deben pasar el menor tiempo posible en los centros de asistencia. Sin embargo, no todos los especialistas en el tema piensan de la misma forma.

—Hay una ola de organizaciones y posturas que hablan de los centros de asistencia como el peor lugar para los niños. Lo entiendo: yo he trabajado tanto con víctimas de casas hogar como con víctimas del albergue Mamá Rosa, que fue un infierno. Pero no es que esté a favor de institucionalizar [las infancias], sino que los niños deben ejercer plenamente sus derechos. ¿De verdad vamos a sacralizar a las familias como el espacio ideal? Mientras las familias no estén fortalecidas, no son espacios seguros, y entonces qué tenemos: pues los centros de asistencia —dice Kirsha Carretero.

Carretero es una activista del equipo de Conexiones de BYDA, una organización a favor de los derechos de la niñez. Ella explica que la realidad de los centros de asistencia en México es diversa: algunos poseen condiciones privilegiadas; otros, carencias lamentables. Mientras que en uno monitorean con GPS a los niños cuando asisten a la escuela, en otros, la comida está en malas condiciones.

A partir de la nueva Ley General, los centros de asistencia promueven la “reintegración familiar” para que, en un futuro, niñas y niños regresen a sus familias, o bien, en caso de que no exista ninguna red familiar, tengan posibilidad de ser adoptados. En Aldeas Infantiles, por ejemplo, las familias biológicas que no han podido hacerse cargo de sus hijos se reúnen en las instalaciones del centro, siempre bajo vigilancia de alguna cuidadora. El problema es que, en esas visitas esporádicas, algunas horas son suficientes para estresar a los niños porque los padres o las madres suelen hacer promesas que no cumplen o les dan noticias que son difíciles de procesar a su edad. En el Instituto Alegrías, a mediados del año pasado, una niña de ocho años le dijo a la psicóloga que su hermano, de doce, la obligaba a actuar como en los videos que él veía en su teléfono. La psicóloga se dio cuenta de que la niña estaba siendo abusada sexualmente. La madre no quiso avisar a las autoridades por miedo a que algo le sucediera a su hijo.

A historias como estas se refiere Carretero cuando dice que muchas familias no están preparadas para recibir de vuelta a sus hijas e hijos:

—En la primera infancia tiene todo el sentido hacer lo necesario para que salgan de instituciones y vayan a vivir en familia. Pero a partir de los ocho años en adelante te das cuenta de que las posibilidades de que regresen a una familia son nulas. Para muchas niñas y niños es la única opción real de protección. Si estigmatizamos los centros, entonces romantizamos a las familias, que no siempre son espacios seguros —dice Carretero.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

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Belén era una mujer de veinte años, de baja estatura y tan delgada que parecía una adolescente. Desde los cuatro años creció en casas hogar en la Ciudad de México, por lo que al salir no tenía ninguna red de apoyo. Pronto terminó viviendo en las calles de la alcaldía Cuauhtémoc y el hambre la orilló a inhalar solventes. Al quedar embarazada, temía que su bebé, Arturo, viviera sus primeros meses en la calle. En el hospital consiguió que un centro de asistencia, Hogar Dulce Hogar, los aceptara a ella y a su hijo. Estuvieron ahí algunos meses hasta que, un día, Belén pidió permiso para salir por algunas horas. Se desconoce el tiempo que tardó en regresar, pero cuando lo hizo, la casa hogar ya había alertado al DIF por abandono. Las autoridades tomaron a Arturo y, sin decirle a Belén, lo canalizaron a otra institución. Desesperada, asistió a un evento público para madres en esta misma situación en el Zócalo y abordó al personal de El Caracol, una organización que apoya a personas en situación de calle.

Fue entonces cuando Alexia Moreno, coordinadora de El Caracol, una mujer con más de cinco años de experiencia apoyando a personas en situación de calle, conoció la historia de Belén. Lo primero que hicieron fue contactar al DIF para que informara a qué centro había enviado a Arturo, de apenas seis meses. Posteriormente, como lo hacen con las demás familias que apoyan, concertaron convivencias, es decir, algunas horas a la semana en las que mamá o papá pueden reunirse con sus hijos para platicar y jugar bajo la supervisión de las trabajadoras sociales.

Belén no exigía de vuelta a su hijo, estaba consciente de sus problemas. Solo quería que le permitieran ver a Arturo una vez a la semana. Sin embargo, dado que vivía en la calle y padecía adicción a los solventes, las autoridades estaban renuentes.

—A Belén le ponían muchos obstáculos para ver a su hijo. Siempre se esforzaba por dejar de consumir días antes de sus visitas. La amenazaban con que, si no llegaba a tiempo a las convivencias o con los materiales para jugar, ya no la iban a dejar ver a su hijo. Criminalizaban la maternidad de Belén —dice Moreno.

Para celebrar el cumpleaños número dos del pequeño Arturo, El Caracol logró convencer a la casa hogar de que pasara esa fecha junto a su madre en las instalaciones de la organización. Belén estaba emocionada, incluso invitó a varias amigas. Pero pocos días antes de la fecha se corrió el rumor de que estaba desaparecida. Pensaban que al menos sí llegaría a festejar a su hijo, pero no sucedió. Fue hasta un año después, en 2018, cuando las autoridades informaron que el cuerpo de Belén yacía en la fosa común. Lo único que supieron de ella fue que murió días antes del cumpleaños de Arturo y que fue hallada debajo de un puente en la alcaldía Tláhuac. De acuerdo con El Caracol, actualmente acompañan a dieciocho familias a las que las autoridades tampoco les permiten ver a sus hijas e hijos o que ni siquiera saben en qué casa hogar están viviendo.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

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Existe una casa hogar que prefiere mantener su ubicación con bajo perfil. Nada en su fachada anuncia su razón de ser. Lo prefieren así porque la discriminación a personas con VIH sigue siendo una constante. De hecho, la trabajadora social Irma Flores dice que, en un mundo ideal, esta casa no debería existir, que los niños y niñas con VIH que acogen deberían permanecer en cualquier otra casa hogar. Pero las cosas son distintas. Hace algunos meses, por ejemplo, desde Morelos llegó un niño de otro centro de asistencia en el que pasaba sus días solo y, por su condición, no jugaban con él.

La Casa de la Sal se creó en los pasillos estrechos del Hospital General de México. En la década de los ochenta, los pacientes enfermos de sida agonizaban solos en las habitaciones a las que ni los enfermeros querían entrar por el desconocimiento sobre el virus, el estigma, el miedo a infectarse. Rosa María Rivero, fundadora de esta casa hogar, decidió en cambio acompañarlos, brindarles algo de paz desde la tanatología. Porque eso era lo único que se podía hacer en los ochenta: esperar a que la enfermedad fuera irrevocable.

En esos años, antes de morir, un paciente que Rivero cuidó le donó su casa para que fuera refugio de personas en su misma situación. Pronto encontró que había otro problema aún más urgente: los menores de edad con VIH y sin cuidados familiares que eran rechazados por los centros de asistencia. Por eso, La Casa de la Sal también se propuso cuidar de ellos. Actualmente albergan a tres niños y tres adolescentes.

Entre ellos está Lucio, un adolescente de cabello muy corto y lentes, que baja las escaleras del segundo piso a paso lento, la misma velocidad con la que habla. Pero su voz ronca y de volumen bajo lo hace parecer de mayor edad. Se sienta algunos minutos en el sillón de una sala acogedora. Cerca de él está la trabajadora social, Irma, y en la cocina, también amplia, la señora que se ocupa de los quehaceres del hogar.

Lucio tiene diecisiete años y, aunque es tímido, en pocos minutos se acopla a la conversación. Él ha transitado por varias casas hogar, de Tamaulipas a Veracruz, para finalmente llegar a la Ciudad de México. La última en la que estuvo cerró por la falta de fondos económicos; cuando eso sucede, las autoridades reparten a los niños y niñas en distintas casas hogar. Los amigos que hizo Lucio se perdieron en ese reparto.

—No siento que tener VIH sea algo grave, solo hay que cuidarse. Nunca tuve problema con que los demás lo supieran, pero sé que no a todas las personas les puedes decir porque la gente hace malos comentarios de ti.

El patio divide la casa de las oficinas de la trabajadora social. Es tan espacioso que cuenta con caminadora eléctrica y un saco de boxeo.

—Para desestresarse —dice Irma.

En una de las paredes exteriores, Lucio dibujó con pintura un árbol en cuyas ramas están plasmadas las palmas de las manos de cada uno de los niños que han vivido en la casa. En otra pared también pintó un colibrí. Dibujar y cocinar son las habilidades que ha desarrollado a lo largo de su vida en distintas casas hogar. De hecho, en La Casa de la Sal lo apoyaron para que estudiara la carrera técnica de cocina.

Actualmente, a sus diecisiete, Lucio se encuentra en esa etapa complicada en la vida de los adolescentes institucionalizados: egresar de la casa hogar. Salir al mundo.

En general, los centros preparan a los adolescentes para el momento de partir. Los alientan a conseguir trabajos, les hacen saber lo que cuestan los insumos básicos y los electrodomésticos, los acompañan a visitar departamentos, los atienden psicológicamente. A diferencia de quienes crecieron en familias tradicionales, casi siempre ávidos de cortar el cordón entre ellos y su madre, los jóvenes institucionalizados a menudo experimentan un temor más profundo al verse en el límite de edad, que suelen ser los veinte. De hecho, es común que, al egresar, busquen un departamento cercano a la casa hogar, por el hecho de sentirse seguros.

Lucio ya tuvo su primera experiencia trabajando en un restaurante, pero no fue la mejor, se sintió abrumado y decidió renunciar. Está consciente de que debe abrirse camino y volver a intentarlo, ya no desde una cocina, cuenta, sino “desde abajo, como mesero”. Todavía no sabe dónde le gustaría vivir. Antes pensaba que se iría de la casa en cuanto cumpliera los dieciocho años. Ahora sabe que debe esperar porque allá afuera no tendrá a nadie para recordarle que debe tomar su medicina, prepararle la comida cuando no tenga ganas o acompañarlo cuando se sienta triste.

—Sí me da miedo irme a vivir yo solo, pero pienso que todo saldrá bien.

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Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».

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Una infancia detrás de la barda: las casas hogar en la Ciudad de México

Una infancia detrás de la barda: las casas hogar en la Ciudad de México

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2023
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Entrar a una casa hogar y tener cuidadoras y un espacio donde dormir, comer, jugar y hacer tareas, es como nacer otra vez. En México esta segunda oportunidad también es una moneda al aire. Existen centros de asistencia que no están preparados ni tienen las condiciones para acoger a niñas y niños que viven en riesgo o en la orfandad. Quienes los dirigen se sienten abandonados por el organismo público encargado de proteger a la niñez. Tan solo en CDMX, el padrón padece irregularidades e inercias difíciles de romper.

Antes de entrar a un internado, Rosalba dice que ella no existía. Su madre no tuvo oportunidad de tramitar su acta de nacimiento ni las de sus cinco hermanos, cuando nacieron en Oaxaca. Al llegar a la Ciudad de México, Rosalba tenía seis años y el internado era tutelado por monjas que tenían reglas muy distintas a las que ahora rigen el Instituto Alegrías. Las monjas, recuerda, eran expertas en ejercer su autoridad por medio de la culpa: culpa por dibujar en una libreta nueva, culpa por vestir prendas recién adquiridas, culpa por pensar en algún compañerito del colegio, culpa por dejar comida en los platos, culpa por disfrutar cualquier cosa.

Hace nueve años que el Instituto Alegrías dejó de ser regido por religiosas. Visto desde afuera, en el barrio San Andrés Tetepilco, alcaldía Iztapalapa, parece una fortaleza rodeada por una barda imponente y una malla ciclónica coronada con alambre de púas. Por dentro el espacio es amplio, casi cuatro mil metros cuadrados divididos en salones de estudio, dormitorios, área médica, comedor y jardín. Al lado de unos árboles y arbustos están las instalaciones de la dirección, desde donde Rosalba cuenta cómo vivió su vida de los seis a los dieciséis años. A diferencia de sus compañeras, que salían cada fin de semana con su familia, ella se quedaba con las monjas porque no tenía adónde ir. Tal vez, piensa, convivir tanto tiempo con las religiosas influyó en que, alguna vez, considerara el noviciado.

—Estaría en España ahorita —dice Rosalba que, de tan rápido que habla, se cansa. Si uno la escucha enumerar la rutina de antaño parece que habla de un internado militar. La cama tendida y estar bien peinada a las 5:30 a. m., después bajar a las instalaciones a hacer el aseo, sacudir los muebles, barrer el piso; incluso las niñas de kínder debían recoger la hojarasca. Al sonar la campana, a las 6:30 a. m., debían acudir al comedor a desayunar, para finalmente lavarse los dientes y salir rumbo a la escuela. Antes de cada alimento, desde luego, había que rezar. Fue tal el arraigo de la costumbre que, cuando estudió la carrera de Trabajo Social en la UNAM, sus compañeros la miraban extrañados cada que, antes de comer, entrelazaba sus manos y murmuraba rezos.

Es una mañana de febrero y el internado permanece en silencio porque las niñas salieron a sus respectivas escuelas. La mayoría asiste a colegios públicos y ocho lograron una beca en uno privado. Son las únicas horas tranquilas del día para Rosalba, de veintinueve años, la trabajadora social del Instituto Alegrías. Ella es la encargada de recibir a las niñas que ingresan al internado, el cual pide como condición indispensable que exista al menos una persona como red de apoyo. De hecho, cuando las familias desbaratan por completo y ya no hay quien reciba a la niña los fines de semana, la directora, Lourdes Prieto, llama a las oficinas del Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) —el organismo público que se encarga de proteger a los infantes, adolescentes y a la comunidad en riesgo— para que la reubiquen en un centro de asistencia de tiempo completo. Por eso, Rosalba debe indagar el perfil socioeconómico de cada familia, la razón por la cual una niña ingresa al internado y cuáles son sus necesidades físicas y psicológicas. A cualquier persona le abrumarían las historias que escucha, pero ella está acostumbrada.

Madres solteras con dobles jornadas de trabajo que no tienen tiempo para cuidar de sus hijas; tías que no tienen espacio en sus casas; abuelas que están cansadas de vigilar que no se escapen las nietas; familias que viven hacinadas en un local comercial sin baños, o pequeñas que corren peligro en casa porque sus madres padecen adicciones o tienen padres violentos.

El perfil psicológico de las niñas y adolescentes acogidas aquí también es similar: tendencias depresivas y baja autoestima, casi siempre generada por abuso sexual. Pocos profesionistas utilizan tanto lo aprendido en su carrera como Rosalba, pero también es cierto que la experiencia que ella tiene se remonta a su propia infancia.

—Es bien complicado decirle a un papá que no puede cuidar a su hijo. ¿Quién quiere escuchar eso? El primer filtro es convencerlos de que están haciendo lo mejor y que el internado es lo mejor que les pueden dar a sus hijos.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

Al hablar, Rosalba utiliza el masculino genérico para referirse a los tutores, pero, en realidad, de las 64 niñas y adolescentes que acogen, solo hay dos padres y un abuelo que se hacen responsables de recoger a sus niñas los viernes. Los centros de asistencia para menores de edad también son un escaparate para las desigualdades de género en el país. Ahí dentro se traducen en historias personales las estadísticas que indican que 40% de los hogares en la Ciudad de México están sostenidos por mujeres, o que 80% del trabajo de cuidados es realizado por ellas. Y un dato más: de los 58 centros de asistencia que existen en la capital del país, solo diez están dirigidos por hombres.

Hace veintitrés años, Rosalba fue criada por mujeres religiosas de la misma forma en que ahora ella procura a otras niñas. Piensa que la mejor decisión de su madre fue haberla confiado al internado, donde tuvo cuidadoras todos los días, un espacio donde dormir, comer, jugar con amigas y hacer tareas. Sin embargo, Rosalba se ve a sí misma como uno de los pocos casos de éxito de una “infancia institucionalizada”, término empleado para hablar de los niños a los que les falta mamá, papá o cualquier otra red de apoyo y que son ingresados en centros de asistencia.

Aunque la palabra para definir a estos centros varía en función de quien los dirige, en ocasiones se hacen llamar “albergues” y, la mayoría de las veces, “casas hogar”, como si se necesitara una redundancia para reafirmar la idea que los originó.

Un día a Rosalba le tocó recibir en esta oficina a una niña que a simple vista juzgó en mal estado, muy delgada y débil. Al entrevistar a la madre, cayó en cuenta de que se trataba de Juana, una excompañera.

—Juana siempre vivió el internado como un abandono. Quería estar con su mamá. Cuando éramos niñas le decíamos que se tranquilizara, que aquí [en el instituto] iba a estar bien. Ni siquiera terminó la secundaria. La sacaron antes y se puso a trabajar. Tres años después de irse se embarazó. El papá le prometió que iban a ser una familia, pero al poco tiempo la dejó —dice.

Desde que comenzó a trabajar en el Instituto Alegrías, hace cuatro años, ya son cinco hijas de excompañeras que Rosalba recibe con un mal sabor de boca. Ella sabe que el objetivo de estos centros nunca es perpetuar la misma suerte a través de generaciones, sino brindar herramientas para que, en el futuro, las niñas sean capaces de no repetir patrones. Pero, muchas veces, nacer en una familia rota es cargar con una cadena difícil de romper.

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Para los niños, entrar a una casa hogar es como nacer por segunda vez y, al igual que la primera, también es una moneda al aire. Son las autoridades del DIF —tanto de la capital como de cualquier entidad del país— quienes se encargan de canalizar a aquellos que viven en riesgo o en la orfandad al centro de asistencia que consideren pertinente. Así, desde un estado como Campeche, un niño como Eduardo puede llegar a Aldeas Infantiles, en el norte de la Ciudad de México, en un terreno enorme, con trece casas de dos pisos, cada una equipada con cocina, sala de televisión, tres cuartos y dos baños, donde viven entre cinco y siete menores de edad. En el jardín extenso, donde hay una cancha de futbol y columpios, Eduardo y otros amigos erigieron un gallinero con el que consiguen vender seis kilos de huevo cada fin de semana.

A sus veintiún años, Eduardo se convirtió en avicultor: sabe cuando las gallinas están listas para empollar, cuando ya están demasiado viejas, en qué parte vacunarlas, y detectar si están enfermas. En una de estas casas hay cuidadoras, como Lupita, quien desde hace trece años volcó su vida a despertar a los pequeños a las 5:00 a. m., prepararles el desayuno, acompañarlos hasta la puerta de la escuela y vigilar que hagan la tarea. Bajo su tutela han pasado diecisiete personas, como Fernando, un adolescente ducho en matemáticas que llegó con seis años. Recargado en la pared, él escucha atento la historia de Lupita y le sirve un vaso de agua si nota que su garganta está seca. Once años juntos en la misma casa hacen natural su despedida al salir rumbo a sus clases vespertinas en el Politécnico: “Adiós, mami”.

La otra cara de la moneda es llegar a una casa hogar donde no estén preparados con el personal adecuado para recibir a niños con ciertos perfiles psicológicos o que necesitan atención psiquiátrica. Por ejemplo, José Luis, un adolescente de Michoacán que a sus doce años padecía adicción a varias drogas. Él contaba que huyó de su casa después de haber disparado contra la entonces pareja de su madre porque la golpeaba. Salió rumbo a Oaxaca, donde fue ingresado a una casa hogar, pero al poco tiempo escapó debido a que su hermano mayor quería reclutarlo para trabajar con el narcotráfico. Al menos esa era la historia que narraba a los trabajadores del DIF. En 2019 llegó a la capital y solía dormir en los alrededores de Plaza Garibaldi, en el centro de la ciudad. Un día, desorientado por haber consumido algún solvente, un automóvil lo atropelló. Dado que nadie respondía por él, los médicos llamaron a las autoridades del DIF, quienes lo canalizaron a la Fundación Francisco de Asís. Ubicada en Iztapalapa, esta casa hogar privada recibe a población menor de edad y a personas hasta los cuarenta años. Su especialización es atender adicciones y funciona como un centro de desintoxicación, donde los usuarios pueden pernoctar hasta ser dados de alta.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

—Estuvo en el Hospital [General] La Villa internado un mes. Luego el DIF lo ingresa al Francisco [de Asís] por el tema del consumo. Hasta que un día me llamaron para decirme que estaba muy violento, que intentó agredir a alguien. Me enseñaron un pedazo de losa con el que supuestamente el chavo quería picarlos. Me lo llevé y platicando me dijo que no era cierto, que ellos lo habían amarrado de las manos y piernas, y le metieron un calcetín en la boca. A mí me correspondía ver por el adolescente y me lo llevé a la Agencia 59 para que declarara lo que tuviera que declarar. Ya no supe qué declaró. A José Luis el DIF lo llevó a otra casa hogar, Renacimiento, pero de ahí se escapó y nunca más volví a saber de él.

Quien habla de manera anónima, resguardando su identidad, es una extrabajadora del DIF que estuvo inscrita a la Procuraduría de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes. Durante tres años de servicio estuvo encargada de dar seguimiento a casos como el de José Luis que, para ella, ejemplifica una carencia común en los 875 centros de asistencia que existen en México, pues muchas veces no cuentan con el personal suficiente o no está especializado.

De hecho, la cantidad de personal que establece la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes solo se cumple en centros de cinco estados del país y no en la Ciudad de México, de acuerdo con un informe de 2019 de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Ese reporte coincide con la extrabajadora del DIF en que dicho personal carece de capacitación constante que tenga conocimiento de cómo tratar perfiles como el de José Luis, que creció en un contexto de violencia, con antecedentes criminales y cuyas adicciones han afectado su capacidad cognitiva. Hubo ocasiones, recuerda la extrabajadora, en que le era difícil saber si José Luis decía la verdad o si estaba inmerso en una anécdota rayana en el delirio. Ella no solo debía darle seguimiento a él, sino a otros cincuenta menores de edad, y, añade, cerca de veinte trabajadoras del DIF local estaban encargadas de 1 287 niñas y niños. Un promedio de 64 por cada trabajadora social, a quienes, por cierto, se les pagan seis mil pesos mensuales.

—Yo les daba seguimiento. Seguimiento médico, educativo, familiar, lo que requirieran. Pero depende del trabajo de las casas hogar. Hay algunas casas que llevan a los niños a sus citas psiquiátricas o médicas. Yo podía tener once casas, pero solo dos eran muy demandantes, porque muchas veces no cuentan con herramientas, personal, tiempo para llevar a cabo esas tareas. Hay casas hogar que no dan tratamiento psiquiátrico, y ahí es cuando nosotras dábamos el seguimiento —dice.

La Agencia 59, ubicada en la colonia Doctores, es el Ministerio Público encargado de investigar los delitos contra menores de edad, así como de proteger a quienes estén sin cuidados familiares. Se trata de un edificio cuya fachada es como cualquier otra oficina del gobierno, pero por dentro es quizá el peor lugar para que un menor de edad permanezca. Además de testificar, los niños deben pernoctar ahí hasta que su situación se resuelva. La extrabajadora del DIF entrevistada por Gatopardo lo describe como si fuera un pequeño reclusorio con camas viejas y habitaciones sucias, donde a veces duermen hacinados más de ochenta niños. Y refiere que, para sacarlos rápido de ahí, el DIF se apresura a resolver la situación de las víctimas y canalizarlas hacia alguna casa hogar. Sin embargo, explica, es común que los centros de asistencia terminen por devolverlas a la Agencia 59.

—No es lo mismo cuidar a un niño que ya cometió un asesinato y que además tiene adicciones. Las casas hogar necesitan ser más honestas en cuanto a reconocer que no tienen las herramientas para cuidar a un niño o niña con cierto perfil. Lo aceptan, y luego ya no pueden y lo regresan. Yo vi que regresaron [en su tiempo en el DIF] hasta cien niños. Nos pedían que los lleváramos a otra casa hogar. Imagínate el trauma que les causa eso.

Sin embargo, la gran cantidad de niños y la escasez de trabajadoras sociales provocan que algunas directoras de centros de asistencia se sientan abandonadas, pues pasan varios meses sin acudir a los centros. Aunque la Ley de Albergues Públicos y Privados para Niñas y Niños de la capital obliga a las secretarías locales a inspeccionar con periodicidad estos centros, tanto la Secretaría de Salud (Sedesa) como el DIF de la capital respondieron a Gatopardo, a través de una solicitud de información, que no tenían registro en sus archivos de dichas inspecciones, incluso a pesar de que la ley indica que la Sedesa es la responsable de emitir certificados de condición sanitaria a cada una de las casas hogar. Solo el Instituto de Atención a Poblaciones Prioritarias informó haber hecho setenta supervisiones en 2022. Pero no se entiende cómo realizaron setenta cuando el padrón de centros de asistencia de la Ciudad de México —cuya función es registrar a las fundaciones o asociaciones civiles que brindan el servicio— solo tiene detectadas 58 casas hogar, en las cuales están repartidos 846 niñas y 441 niños.

El mismo padrón padece algunas irregularidades. La primera es que ni siquiera está publicado en la página de la Secretaría de Inclusión y Bienestar Social (Sibiso), como ordena la ley local. La siguiente es la actualización: mientras el Instituto Alegrías otorga servicio a 64 niñas, el padrón señala que tienen 47. También está el caso del Internado Elisa Margarita Berruecos, cuya sede en la colonia Portales dejó de dar servicio desde febrero, y el padrón señala que ahí viven quince niñas. Otra irregularidad es que hay al menos tres casas hogar que confirmaron que actualmente acogen a varios menores de edad, pero no están en el padrón: Centro El Recobro, la Fundación Fraternidad sin Fronteras y la Fundación Francisco de Asís, la cual, según el DIF local, no tiene ninguna denuncia en su contra, a pesar de la historia de José Luis. La relación entre el DIF y las casas hogar se puede comprender con una metáfora:

—Es como los matrimonios —concluye la extrabajadora—, que cuando se pelean los que quedan en medio son los niños. Yo siempre he hablado de que debe haber una corresponsabilidad.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

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Una mañana de diciembre de 2022, tres policías tocaron la puerta de Sumando Por Ti, una casa hogar que se ubica en el sur de la Ciudad de México, con el estilo arquitectónico de una hacienda, cuartos amplios y un jardín generoso, que acoge a diecisiete niñas. Los policías entraron armados y con esposas, rompiendo el ambiente cotidiano de niñas que colorean en sus cuadernos o juegan en el trampolín. La directora, Ariadna Vázquez, recibió un citatorio por presunta trata de personas.

—Me puse a llorar, simplemente no lo podía creer.

El problema de Sumando Por Ti se remonta al año 2019, cuando tres adolescentes dentro de la casa hogar comenzaron el proceso de adopción con tres familias distintas. Sin embargo, al pasar de los años, el trámite se estancó como les sucede a muchos otros. A partir de 2014, las adopciones únicamente pueden ser gestionadas por el DIF; en ocasiones, debido al escaso personal y a la cantidad de protocolos, los procesos pueden tardar años en concluirse. Algunas organizaciones en favor de los niños, como Tejiendo Redes, han denunciado que ni siquiera existen datos de cuántas adopciones hay en México, mucho menos de cuánto tardan los procesos. En este contexto, el equipo de Sumando Por Ti, preocupado por que las niñas ya iban a cumplir la mayoría de edad, decidió presionar por la vía legal.

—Nos fuimos con juez federal. Le dijimos que las niñas llevaban tres años en proceso. El juez le ordenó al DIF que actuara, y el DIF dijo que no conocía los casos, aunque ellos habían hecho los exámenes psicológicos, fueron a sus casas [de los adoptantes] —dice Ariadna, quien acusa a la institución de querer obligar a los padres adoptantes a que firmaran una carta señalando que la casa hogar pretendía saltarse a las autoridades en el proceso de adopción—. Los papás se negaron porque así no sucedieron las cosas.

Sumando Por Ti es un centro de asistencia relativamente joven, con diez años de servicio. Atiende solo a niñas que han sufrido violencia y que están en riesgo de quedar en la calle. Hace algunos años, esta casa se vio obligada a regresar a una niña al DIF debido a que tenía problemas psiquiátricos. Padeció episodios en los que puso en riesgo la seguridad de las cuidadoras y de las demás niñas. Esto ocasionó también una discusión con las autoridades, que no comprendían por qué regresaban a la niña si la habían aceptado. Sin embargo, Ariadna se defiende diciendo que las autoridades nunca le informaron sobre las características psicológicas de la niña, algo que sucede con regularidad.

Han pasado cuatro meses desde la acusación de las autoridades, pero la casa hogar sigue operando con normalidad. Las niñas siguen yendo a la escuela y al regresar hacen sus tareas junto a las cuidadoras en la sala de computadoras. Sin embargo, a pesar de insistir varias veces, el DIF de la Ciudad de México y la Sibiso se negaron a hablar con Gatopardo respecto a este caso.

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En marzo de 2021, Eduardo Verduzco, de veinticuatro años, dejó sin palabras al público en una audiencia sobre menores de edad en centros de asistencia presidida por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Eduardo relató la serie de abusos que sufrió durante seis años en Michoacán, en el albergue La Gran Familia, dirigido por Rosa Verduzco: golpes, humillaciones, encierro, agresiones verbales, comida putrefacta, robo de identidad y abuso sexual. Fue hasta 2014 que la entonces Procuraduría General de la República desmanteló la casa hogar en la que más de cuatrocientos niños y niñas vivían en condiciones insalubres. Eduardo —que como cientos de personas (ahora mayores de edad) lleva el apellido de su victimaria— acusó también que hasta la fecha ninguna autoridad ha reparado el daño.

Seis meses después de que el caso de Mamá Rosa y su albergue se diera a conocer, se publicó a nivel federal la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes. Y quedó establecido el lineamiento para que menores de edad en riesgo fueran trasladados a centros de asistencia. Actualmente solo la Procuraduría de Protección o el DIF pueden decidir sobre el destino de niñas y niños, pues antes eran las casas hogar las que tramitaban las adopciones. Además, ninguna directora de estos centros puede darles su apellido a los usuarios, como pasó en el caso de Eduardo.

En aquella audiencia de 2021, la Relatora de los Derechos de la Niñez de la CIDH, Esmeralda Arosemena, insistió:

—Que no sea la primera respuesta ante la situación de dificultad de las familias quitarles a los niños y colocarlos en [casas] hogar. Institucionalizar [debe ser] el último recurso, y desinstitucionalizar lo más pronto posible.

De hecho, la Ley General también apoya esta idea de que los niños deben pasar el menor tiempo posible en los centros de asistencia. Sin embargo, no todos los especialistas en el tema piensan de la misma forma.

—Hay una ola de organizaciones y posturas que hablan de los centros de asistencia como el peor lugar para los niños. Lo entiendo: yo he trabajado tanto con víctimas de casas hogar como con víctimas del albergue Mamá Rosa, que fue un infierno. Pero no es que esté a favor de institucionalizar [las infancias], sino que los niños deben ejercer plenamente sus derechos. ¿De verdad vamos a sacralizar a las familias como el espacio ideal? Mientras las familias no estén fortalecidas, no son espacios seguros, y entonces qué tenemos: pues los centros de asistencia —dice Kirsha Carretero.

Carretero es una activista del equipo de Conexiones de BYDA, una organización a favor de los derechos de la niñez. Ella explica que la realidad de los centros de asistencia en México es diversa: algunos poseen condiciones privilegiadas; otros, carencias lamentables. Mientras que en uno monitorean con GPS a los niños cuando asisten a la escuela, en otros, la comida está en malas condiciones.

A partir de la nueva Ley General, los centros de asistencia promueven la “reintegración familiar” para que, en un futuro, niñas y niños regresen a sus familias, o bien, en caso de que no exista ninguna red familiar, tengan posibilidad de ser adoptados. En Aldeas Infantiles, por ejemplo, las familias biológicas que no han podido hacerse cargo de sus hijos se reúnen en las instalaciones del centro, siempre bajo vigilancia de alguna cuidadora. El problema es que, en esas visitas esporádicas, algunas horas son suficientes para estresar a los niños porque los padres o las madres suelen hacer promesas que no cumplen o les dan noticias que son difíciles de procesar a su edad. En el Instituto Alegrías, a mediados del año pasado, una niña de ocho años le dijo a la psicóloga que su hermano, de doce, la obligaba a actuar como en los videos que él veía en su teléfono. La psicóloga se dio cuenta de que la niña estaba siendo abusada sexualmente. La madre no quiso avisar a las autoridades por miedo a que algo le sucediera a su hijo.

A historias como estas se refiere Carretero cuando dice que muchas familias no están preparadas para recibir de vuelta a sus hijas e hijos:

—En la primera infancia tiene todo el sentido hacer lo necesario para que salgan de instituciones y vayan a vivir en familia. Pero a partir de los ocho años en adelante te das cuenta de que las posibilidades de que regresen a una familia son nulas. Para muchas niñas y niños es la única opción real de protección. Si estigmatizamos los centros, entonces romantizamos a las familias, que no siempre son espacios seguros —dice Carretero.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

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Belén era una mujer de veinte años, de baja estatura y tan delgada que parecía una adolescente. Desde los cuatro años creció en casas hogar en la Ciudad de México, por lo que al salir no tenía ninguna red de apoyo. Pronto terminó viviendo en las calles de la alcaldía Cuauhtémoc y el hambre la orilló a inhalar solventes. Al quedar embarazada, temía que su bebé, Arturo, viviera sus primeros meses en la calle. En el hospital consiguió que un centro de asistencia, Hogar Dulce Hogar, los aceptara a ella y a su hijo. Estuvieron ahí algunos meses hasta que, un día, Belén pidió permiso para salir por algunas horas. Se desconoce el tiempo que tardó en regresar, pero cuando lo hizo, la casa hogar ya había alertado al DIF por abandono. Las autoridades tomaron a Arturo y, sin decirle a Belén, lo canalizaron a otra institución. Desesperada, asistió a un evento público para madres en esta misma situación en el Zócalo y abordó al personal de El Caracol, una organización que apoya a personas en situación de calle.

Fue entonces cuando Alexia Moreno, coordinadora de El Caracol, una mujer con más de cinco años de experiencia apoyando a personas en situación de calle, conoció la historia de Belén. Lo primero que hicieron fue contactar al DIF para que informara a qué centro había enviado a Arturo, de apenas seis meses. Posteriormente, como lo hacen con las demás familias que apoyan, concertaron convivencias, es decir, algunas horas a la semana en las que mamá o papá pueden reunirse con sus hijos para platicar y jugar bajo la supervisión de las trabajadoras sociales.

Belén no exigía de vuelta a su hijo, estaba consciente de sus problemas. Solo quería que le permitieran ver a Arturo una vez a la semana. Sin embargo, dado que vivía en la calle y padecía adicción a los solventes, las autoridades estaban renuentes.

—A Belén le ponían muchos obstáculos para ver a su hijo. Siempre se esforzaba por dejar de consumir días antes de sus visitas. La amenazaban con que, si no llegaba a tiempo a las convivencias o con los materiales para jugar, ya no la iban a dejar ver a su hijo. Criminalizaban la maternidad de Belén —dice Moreno.

Para celebrar el cumpleaños número dos del pequeño Arturo, El Caracol logró convencer a la casa hogar de que pasara esa fecha junto a su madre en las instalaciones de la organización. Belén estaba emocionada, incluso invitó a varias amigas. Pero pocos días antes de la fecha se corrió el rumor de que estaba desaparecida. Pensaban que al menos sí llegaría a festejar a su hijo, pero no sucedió. Fue hasta un año después, en 2018, cuando las autoridades informaron que el cuerpo de Belén yacía en la fosa común. Lo único que supieron de ella fue que murió días antes del cumpleaños de Arturo y que fue hallada debajo de un puente en la alcaldía Tláhuac. De acuerdo con El Caracol, actualmente acompañan a dieciocho familias a las que las autoridades tampoco les permiten ver a sus hijas e hijos o que ni siquiera saben en qué casa hogar están viviendo.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

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Existe una casa hogar que prefiere mantener su ubicación con bajo perfil. Nada en su fachada anuncia su razón de ser. Lo prefieren así porque la discriminación a personas con VIH sigue siendo una constante. De hecho, la trabajadora social Irma Flores dice que, en un mundo ideal, esta casa no debería existir, que los niños y niñas con VIH que acogen deberían permanecer en cualquier otra casa hogar. Pero las cosas son distintas. Hace algunos meses, por ejemplo, desde Morelos llegó un niño de otro centro de asistencia en el que pasaba sus días solo y, por su condición, no jugaban con él.

La Casa de la Sal se creó en los pasillos estrechos del Hospital General de México. En la década de los ochenta, los pacientes enfermos de sida agonizaban solos en las habitaciones a las que ni los enfermeros querían entrar por el desconocimiento sobre el virus, el estigma, el miedo a infectarse. Rosa María Rivero, fundadora de esta casa hogar, decidió en cambio acompañarlos, brindarles algo de paz desde la tanatología. Porque eso era lo único que se podía hacer en los ochenta: esperar a que la enfermedad fuera irrevocable.

En esos años, antes de morir, un paciente que Rivero cuidó le donó su casa para que fuera refugio de personas en su misma situación. Pronto encontró que había otro problema aún más urgente: los menores de edad con VIH y sin cuidados familiares que eran rechazados por los centros de asistencia. Por eso, La Casa de la Sal también se propuso cuidar de ellos. Actualmente albergan a tres niños y tres adolescentes.

Entre ellos está Lucio, un adolescente de cabello muy corto y lentes, que baja las escaleras del segundo piso a paso lento, la misma velocidad con la que habla. Pero su voz ronca y de volumen bajo lo hace parecer de mayor edad. Se sienta algunos minutos en el sillón de una sala acogedora. Cerca de él está la trabajadora social, Irma, y en la cocina, también amplia, la señora que se ocupa de los quehaceres del hogar.

Lucio tiene diecisiete años y, aunque es tímido, en pocos minutos se acopla a la conversación. Él ha transitado por varias casas hogar, de Tamaulipas a Veracruz, para finalmente llegar a la Ciudad de México. La última en la que estuvo cerró por la falta de fondos económicos; cuando eso sucede, las autoridades reparten a los niños y niñas en distintas casas hogar. Los amigos que hizo Lucio se perdieron en ese reparto.

—No siento que tener VIH sea algo grave, solo hay que cuidarse. Nunca tuve problema con que los demás lo supieran, pero sé que no a todas las personas les puedes decir porque la gente hace malos comentarios de ti.

El patio divide la casa de las oficinas de la trabajadora social. Es tan espacioso que cuenta con caminadora eléctrica y un saco de boxeo.

—Para desestresarse —dice Irma.

En una de las paredes exteriores, Lucio dibujó con pintura un árbol en cuyas ramas están plasmadas las palmas de las manos de cada uno de los niños que han vivido en la casa. En otra pared también pintó un colibrí. Dibujar y cocinar son las habilidades que ha desarrollado a lo largo de su vida en distintas casas hogar. De hecho, en La Casa de la Sal lo apoyaron para que estudiara la carrera técnica de cocina.

Actualmente, a sus diecisiete, Lucio se encuentra en esa etapa complicada en la vida de los adolescentes institucionalizados: egresar de la casa hogar. Salir al mundo.

En general, los centros preparan a los adolescentes para el momento de partir. Los alientan a conseguir trabajos, les hacen saber lo que cuestan los insumos básicos y los electrodomésticos, los acompañan a visitar departamentos, los atienden psicológicamente. A diferencia de quienes crecieron en familias tradicionales, casi siempre ávidos de cortar el cordón entre ellos y su madre, los jóvenes institucionalizados a menudo experimentan un temor más profundo al verse en el límite de edad, que suelen ser los veinte. De hecho, es común que, al egresar, busquen un departamento cercano a la casa hogar, por el hecho de sentirse seguros.

Lucio ya tuvo su primera experiencia trabajando en un restaurante, pero no fue la mejor, se sintió abrumado y decidió renunciar. Está consciente de que debe abrirse camino y volver a intentarlo, ya no desde una cocina, cuenta, sino “desde abajo, como mesero”. Todavía no sabe dónde le gustaría vivir. Antes pensaba que se iría de la casa en cuanto cumpliera los dieciocho años. Ahora sabe que debe esperar porque allá afuera no tendrá a nadie para recordarle que debe tomar su medicina, prepararle la comida cuando no tenga ganas o acompañarlo cuando se sienta triste.

—Sí me da miedo irme a vivir yo solo, pero pienso que todo saldrá bien.

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Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».

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Una infancia detrás de la barda: las casas hogar en la Ciudad de México

Una infancia detrás de la barda: las casas hogar en la Ciudad de México

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Entrar a una casa hogar y tener cuidadoras y un espacio donde dormir, comer, jugar y hacer tareas, es como nacer otra vez. En México esta segunda oportunidad también es una moneda al aire. Existen centros de asistencia que no están preparados ni tienen las condiciones para acoger a niñas y niños que viven en riesgo o en la orfandad. Quienes los dirigen se sienten abandonados por el organismo público encargado de proteger a la niñez. Tan solo en CDMX, el padrón padece irregularidades e inercias difíciles de romper.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Antes de entrar a un internado, Rosalba dice que ella no existía. Su madre no tuvo oportunidad de tramitar su acta de nacimiento ni las de sus cinco hermanos, cuando nacieron en Oaxaca. Al llegar a la Ciudad de México, Rosalba tenía seis años y el internado era tutelado por monjas que tenían reglas muy distintas a las que ahora rigen el Instituto Alegrías. Las monjas, recuerda, eran expertas en ejercer su autoridad por medio de la culpa: culpa por dibujar en una libreta nueva, culpa por vestir prendas recién adquiridas, culpa por pensar en algún compañerito del colegio, culpa por dejar comida en los platos, culpa por disfrutar cualquier cosa.

Hace nueve años que el Instituto Alegrías dejó de ser regido por religiosas. Visto desde afuera, en el barrio San Andrés Tetepilco, alcaldía Iztapalapa, parece una fortaleza rodeada por una barda imponente y una malla ciclónica coronada con alambre de púas. Por dentro el espacio es amplio, casi cuatro mil metros cuadrados divididos en salones de estudio, dormitorios, área médica, comedor y jardín. Al lado de unos árboles y arbustos están las instalaciones de la dirección, desde donde Rosalba cuenta cómo vivió su vida de los seis a los dieciséis años. A diferencia de sus compañeras, que salían cada fin de semana con su familia, ella se quedaba con las monjas porque no tenía adónde ir. Tal vez, piensa, convivir tanto tiempo con las religiosas influyó en que, alguna vez, considerara el noviciado.

—Estaría en España ahorita —dice Rosalba que, de tan rápido que habla, se cansa. Si uno la escucha enumerar la rutina de antaño parece que habla de un internado militar. La cama tendida y estar bien peinada a las 5:30 a. m., después bajar a las instalaciones a hacer el aseo, sacudir los muebles, barrer el piso; incluso las niñas de kínder debían recoger la hojarasca. Al sonar la campana, a las 6:30 a. m., debían acudir al comedor a desayunar, para finalmente lavarse los dientes y salir rumbo a la escuela. Antes de cada alimento, desde luego, había que rezar. Fue tal el arraigo de la costumbre que, cuando estudió la carrera de Trabajo Social en la UNAM, sus compañeros la miraban extrañados cada que, antes de comer, entrelazaba sus manos y murmuraba rezos.

Es una mañana de febrero y el internado permanece en silencio porque las niñas salieron a sus respectivas escuelas. La mayoría asiste a colegios públicos y ocho lograron una beca en uno privado. Son las únicas horas tranquilas del día para Rosalba, de veintinueve años, la trabajadora social del Instituto Alegrías. Ella es la encargada de recibir a las niñas que ingresan al internado, el cual pide como condición indispensable que exista al menos una persona como red de apoyo. De hecho, cuando las familias desbaratan por completo y ya no hay quien reciba a la niña los fines de semana, la directora, Lourdes Prieto, llama a las oficinas del Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) —el organismo público que se encarga de proteger a los infantes, adolescentes y a la comunidad en riesgo— para que la reubiquen en un centro de asistencia de tiempo completo. Por eso, Rosalba debe indagar el perfil socioeconómico de cada familia, la razón por la cual una niña ingresa al internado y cuáles son sus necesidades físicas y psicológicas. A cualquier persona le abrumarían las historias que escucha, pero ella está acostumbrada.

Madres solteras con dobles jornadas de trabajo que no tienen tiempo para cuidar de sus hijas; tías que no tienen espacio en sus casas; abuelas que están cansadas de vigilar que no se escapen las nietas; familias que viven hacinadas en un local comercial sin baños, o pequeñas que corren peligro en casa porque sus madres padecen adicciones o tienen padres violentos.

El perfil psicológico de las niñas y adolescentes acogidas aquí también es similar: tendencias depresivas y baja autoestima, casi siempre generada por abuso sexual. Pocos profesionistas utilizan tanto lo aprendido en su carrera como Rosalba, pero también es cierto que la experiencia que ella tiene se remonta a su propia infancia.

—Es bien complicado decirle a un papá que no puede cuidar a su hijo. ¿Quién quiere escuchar eso? El primer filtro es convencerlos de que están haciendo lo mejor y que el internado es lo mejor que les pueden dar a sus hijos.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

Al hablar, Rosalba utiliza el masculino genérico para referirse a los tutores, pero, en realidad, de las 64 niñas y adolescentes que acogen, solo hay dos padres y un abuelo que se hacen responsables de recoger a sus niñas los viernes. Los centros de asistencia para menores de edad también son un escaparate para las desigualdades de género en el país. Ahí dentro se traducen en historias personales las estadísticas que indican que 40% de los hogares en la Ciudad de México están sostenidos por mujeres, o que 80% del trabajo de cuidados es realizado por ellas. Y un dato más: de los 58 centros de asistencia que existen en la capital del país, solo diez están dirigidos por hombres.

Hace veintitrés años, Rosalba fue criada por mujeres religiosas de la misma forma en que ahora ella procura a otras niñas. Piensa que la mejor decisión de su madre fue haberla confiado al internado, donde tuvo cuidadoras todos los días, un espacio donde dormir, comer, jugar con amigas y hacer tareas. Sin embargo, Rosalba se ve a sí misma como uno de los pocos casos de éxito de una “infancia institucionalizada”, término empleado para hablar de los niños a los que les falta mamá, papá o cualquier otra red de apoyo y que son ingresados en centros de asistencia.

Aunque la palabra para definir a estos centros varía en función de quien los dirige, en ocasiones se hacen llamar “albergues” y, la mayoría de las veces, “casas hogar”, como si se necesitara una redundancia para reafirmar la idea que los originó.

Un día a Rosalba le tocó recibir en esta oficina a una niña que a simple vista juzgó en mal estado, muy delgada y débil. Al entrevistar a la madre, cayó en cuenta de que se trataba de Juana, una excompañera.

—Juana siempre vivió el internado como un abandono. Quería estar con su mamá. Cuando éramos niñas le decíamos que se tranquilizara, que aquí [en el instituto] iba a estar bien. Ni siquiera terminó la secundaria. La sacaron antes y se puso a trabajar. Tres años después de irse se embarazó. El papá le prometió que iban a ser una familia, pero al poco tiempo la dejó —dice.

Desde que comenzó a trabajar en el Instituto Alegrías, hace cuatro años, ya son cinco hijas de excompañeras que Rosalba recibe con un mal sabor de boca. Ella sabe que el objetivo de estos centros nunca es perpetuar la misma suerte a través de generaciones, sino brindar herramientas para que, en el futuro, las niñas sean capaces de no repetir patrones. Pero, muchas veces, nacer en una familia rota es cargar con una cadena difícil de romper.

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Para los niños, entrar a una casa hogar es como nacer por segunda vez y, al igual que la primera, también es una moneda al aire. Son las autoridades del DIF —tanto de la capital como de cualquier entidad del país— quienes se encargan de canalizar a aquellos que viven en riesgo o en la orfandad al centro de asistencia que consideren pertinente. Así, desde un estado como Campeche, un niño como Eduardo puede llegar a Aldeas Infantiles, en el norte de la Ciudad de México, en un terreno enorme, con trece casas de dos pisos, cada una equipada con cocina, sala de televisión, tres cuartos y dos baños, donde viven entre cinco y siete menores de edad. En el jardín extenso, donde hay una cancha de futbol y columpios, Eduardo y otros amigos erigieron un gallinero con el que consiguen vender seis kilos de huevo cada fin de semana.

A sus veintiún años, Eduardo se convirtió en avicultor: sabe cuando las gallinas están listas para empollar, cuando ya están demasiado viejas, en qué parte vacunarlas, y detectar si están enfermas. En una de estas casas hay cuidadoras, como Lupita, quien desde hace trece años volcó su vida a despertar a los pequeños a las 5:00 a. m., prepararles el desayuno, acompañarlos hasta la puerta de la escuela y vigilar que hagan la tarea. Bajo su tutela han pasado diecisiete personas, como Fernando, un adolescente ducho en matemáticas que llegó con seis años. Recargado en la pared, él escucha atento la historia de Lupita y le sirve un vaso de agua si nota que su garganta está seca. Once años juntos en la misma casa hacen natural su despedida al salir rumbo a sus clases vespertinas en el Politécnico: “Adiós, mami”.

La otra cara de la moneda es llegar a una casa hogar donde no estén preparados con el personal adecuado para recibir a niños con ciertos perfiles psicológicos o que necesitan atención psiquiátrica. Por ejemplo, José Luis, un adolescente de Michoacán que a sus doce años padecía adicción a varias drogas. Él contaba que huyó de su casa después de haber disparado contra la entonces pareja de su madre porque la golpeaba. Salió rumbo a Oaxaca, donde fue ingresado a una casa hogar, pero al poco tiempo escapó debido a que su hermano mayor quería reclutarlo para trabajar con el narcotráfico. Al menos esa era la historia que narraba a los trabajadores del DIF. En 2019 llegó a la capital y solía dormir en los alrededores de Plaza Garibaldi, en el centro de la ciudad. Un día, desorientado por haber consumido algún solvente, un automóvil lo atropelló. Dado que nadie respondía por él, los médicos llamaron a las autoridades del DIF, quienes lo canalizaron a la Fundación Francisco de Asís. Ubicada en Iztapalapa, esta casa hogar privada recibe a población menor de edad y a personas hasta los cuarenta años. Su especialización es atender adicciones y funciona como un centro de desintoxicación, donde los usuarios pueden pernoctar hasta ser dados de alta.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

—Estuvo en el Hospital [General] La Villa internado un mes. Luego el DIF lo ingresa al Francisco [de Asís] por el tema del consumo. Hasta que un día me llamaron para decirme que estaba muy violento, que intentó agredir a alguien. Me enseñaron un pedazo de losa con el que supuestamente el chavo quería picarlos. Me lo llevé y platicando me dijo que no era cierto, que ellos lo habían amarrado de las manos y piernas, y le metieron un calcetín en la boca. A mí me correspondía ver por el adolescente y me lo llevé a la Agencia 59 para que declarara lo que tuviera que declarar. Ya no supe qué declaró. A José Luis el DIF lo llevó a otra casa hogar, Renacimiento, pero de ahí se escapó y nunca más volví a saber de él.

Quien habla de manera anónima, resguardando su identidad, es una extrabajadora del DIF que estuvo inscrita a la Procuraduría de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes. Durante tres años de servicio estuvo encargada de dar seguimiento a casos como el de José Luis que, para ella, ejemplifica una carencia común en los 875 centros de asistencia que existen en México, pues muchas veces no cuentan con el personal suficiente o no está especializado.

De hecho, la cantidad de personal que establece la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes solo se cumple en centros de cinco estados del país y no en la Ciudad de México, de acuerdo con un informe de 2019 de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Ese reporte coincide con la extrabajadora del DIF en que dicho personal carece de capacitación constante que tenga conocimiento de cómo tratar perfiles como el de José Luis, que creció en un contexto de violencia, con antecedentes criminales y cuyas adicciones han afectado su capacidad cognitiva. Hubo ocasiones, recuerda la extrabajadora, en que le era difícil saber si José Luis decía la verdad o si estaba inmerso en una anécdota rayana en el delirio. Ella no solo debía darle seguimiento a él, sino a otros cincuenta menores de edad, y, añade, cerca de veinte trabajadoras del DIF local estaban encargadas de 1 287 niñas y niños. Un promedio de 64 por cada trabajadora social, a quienes, por cierto, se les pagan seis mil pesos mensuales.

—Yo les daba seguimiento. Seguimiento médico, educativo, familiar, lo que requirieran. Pero depende del trabajo de las casas hogar. Hay algunas casas que llevan a los niños a sus citas psiquiátricas o médicas. Yo podía tener once casas, pero solo dos eran muy demandantes, porque muchas veces no cuentan con herramientas, personal, tiempo para llevar a cabo esas tareas. Hay casas hogar que no dan tratamiento psiquiátrico, y ahí es cuando nosotras dábamos el seguimiento —dice.

La Agencia 59, ubicada en la colonia Doctores, es el Ministerio Público encargado de investigar los delitos contra menores de edad, así como de proteger a quienes estén sin cuidados familiares. Se trata de un edificio cuya fachada es como cualquier otra oficina del gobierno, pero por dentro es quizá el peor lugar para que un menor de edad permanezca. Además de testificar, los niños deben pernoctar ahí hasta que su situación se resuelva. La extrabajadora del DIF entrevistada por Gatopardo lo describe como si fuera un pequeño reclusorio con camas viejas y habitaciones sucias, donde a veces duermen hacinados más de ochenta niños. Y refiere que, para sacarlos rápido de ahí, el DIF se apresura a resolver la situación de las víctimas y canalizarlas hacia alguna casa hogar. Sin embargo, explica, es común que los centros de asistencia terminen por devolverlas a la Agencia 59.

—No es lo mismo cuidar a un niño que ya cometió un asesinato y que además tiene adicciones. Las casas hogar necesitan ser más honestas en cuanto a reconocer que no tienen las herramientas para cuidar a un niño o niña con cierto perfil. Lo aceptan, y luego ya no pueden y lo regresan. Yo vi que regresaron [en su tiempo en el DIF] hasta cien niños. Nos pedían que los lleváramos a otra casa hogar. Imagínate el trauma que les causa eso.

Sin embargo, la gran cantidad de niños y la escasez de trabajadoras sociales provocan que algunas directoras de centros de asistencia se sientan abandonadas, pues pasan varios meses sin acudir a los centros. Aunque la Ley de Albergues Públicos y Privados para Niñas y Niños de la capital obliga a las secretarías locales a inspeccionar con periodicidad estos centros, tanto la Secretaría de Salud (Sedesa) como el DIF de la capital respondieron a Gatopardo, a través de una solicitud de información, que no tenían registro en sus archivos de dichas inspecciones, incluso a pesar de que la ley indica que la Sedesa es la responsable de emitir certificados de condición sanitaria a cada una de las casas hogar. Solo el Instituto de Atención a Poblaciones Prioritarias informó haber hecho setenta supervisiones en 2022. Pero no se entiende cómo realizaron setenta cuando el padrón de centros de asistencia de la Ciudad de México —cuya función es registrar a las fundaciones o asociaciones civiles que brindan el servicio— solo tiene detectadas 58 casas hogar, en las cuales están repartidos 846 niñas y 441 niños.

El mismo padrón padece algunas irregularidades. La primera es que ni siquiera está publicado en la página de la Secretaría de Inclusión y Bienestar Social (Sibiso), como ordena la ley local. La siguiente es la actualización: mientras el Instituto Alegrías otorga servicio a 64 niñas, el padrón señala que tienen 47. También está el caso del Internado Elisa Margarita Berruecos, cuya sede en la colonia Portales dejó de dar servicio desde febrero, y el padrón señala que ahí viven quince niñas. Otra irregularidad es que hay al menos tres casas hogar que confirmaron que actualmente acogen a varios menores de edad, pero no están en el padrón: Centro El Recobro, la Fundación Fraternidad sin Fronteras y la Fundación Francisco de Asís, la cual, según el DIF local, no tiene ninguna denuncia en su contra, a pesar de la historia de José Luis. La relación entre el DIF y las casas hogar se puede comprender con una metáfora:

—Es como los matrimonios —concluye la extrabajadora—, que cuando se pelean los que quedan en medio son los niños. Yo siempre he hablado de que debe haber una corresponsabilidad.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

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Una mañana de diciembre de 2022, tres policías tocaron la puerta de Sumando Por Ti, una casa hogar que se ubica en el sur de la Ciudad de México, con el estilo arquitectónico de una hacienda, cuartos amplios y un jardín generoso, que acoge a diecisiete niñas. Los policías entraron armados y con esposas, rompiendo el ambiente cotidiano de niñas que colorean en sus cuadernos o juegan en el trampolín. La directora, Ariadna Vázquez, recibió un citatorio por presunta trata de personas.

—Me puse a llorar, simplemente no lo podía creer.

El problema de Sumando Por Ti se remonta al año 2019, cuando tres adolescentes dentro de la casa hogar comenzaron el proceso de adopción con tres familias distintas. Sin embargo, al pasar de los años, el trámite se estancó como les sucede a muchos otros. A partir de 2014, las adopciones únicamente pueden ser gestionadas por el DIF; en ocasiones, debido al escaso personal y a la cantidad de protocolos, los procesos pueden tardar años en concluirse. Algunas organizaciones en favor de los niños, como Tejiendo Redes, han denunciado que ni siquiera existen datos de cuántas adopciones hay en México, mucho menos de cuánto tardan los procesos. En este contexto, el equipo de Sumando Por Ti, preocupado por que las niñas ya iban a cumplir la mayoría de edad, decidió presionar por la vía legal.

—Nos fuimos con juez federal. Le dijimos que las niñas llevaban tres años en proceso. El juez le ordenó al DIF que actuara, y el DIF dijo que no conocía los casos, aunque ellos habían hecho los exámenes psicológicos, fueron a sus casas [de los adoptantes] —dice Ariadna, quien acusa a la institución de querer obligar a los padres adoptantes a que firmaran una carta señalando que la casa hogar pretendía saltarse a las autoridades en el proceso de adopción—. Los papás se negaron porque así no sucedieron las cosas.

Sumando Por Ti es un centro de asistencia relativamente joven, con diez años de servicio. Atiende solo a niñas que han sufrido violencia y que están en riesgo de quedar en la calle. Hace algunos años, esta casa se vio obligada a regresar a una niña al DIF debido a que tenía problemas psiquiátricos. Padeció episodios en los que puso en riesgo la seguridad de las cuidadoras y de las demás niñas. Esto ocasionó también una discusión con las autoridades, que no comprendían por qué regresaban a la niña si la habían aceptado. Sin embargo, Ariadna se defiende diciendo que las autoridades nunca le informaron sobre las características psicológicas de la niña, algo que sucede con regularidad.

Han pasado cuatro meses desde la acusación de las autoridades, pero la casa hogar sigue operando con normalidad. Las niñas siguen yendo a la escuela y al regresar hacen sus tareas junto a las cuidadoras en la sala de computadoras. Sin embargo, a pesar de insistir varias veces, el DIF de la Ciudad de México y la Sibiso se negaron a hablar con Gatopardo respecto a este caso.

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En marzo de 2021, Eduardo Verduzco, de veinticuatro años, dejó sin palabras al público en una audiencia sobre menores de edad en centros de asistencia presidida por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Eduardo relató la serie de abusos que sufrió durante seis años en Michoacán, en el albergue La Gran Familia, dirigido por Rosa Verduzco: golpes, humillaciones, encierro, agresiones verbales, comida putrefacta, robo de identidad y abuso sexual. Fue hasta 2014 que la entonces Procuraduría General de la República desmanteló la casa hogar en la que más de cuatrocientos niños y niñas vivían en condiciones insalubres. Eduardo —que como cientos de personas (ahora mayores de edad) lleva el apellido de su victimaria— acusó también que hasta la fecha ninguna autoridad ha reparado el daño.

Seis meses después de que el caso de Mamá Rosa y su albergue se diera a conocer, se publicó a nivel federal la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes. Y quedó establecido el lineamiento para que menores de edad en riesgo fueran trasladados a centros de asistencia. Actualmente solo la Procuraduría de Protección o el DIF pueden decidir sobre el destino de niñas y niños, pues antes eran las casas hogar las que tramitaban las adopciones. Además, ninguna directora de estos centros puede darles su apellido a los usuarios, como pasó en el caso de Eduardo.

En aquella audiencia de 2021, la Relatora de los Derechos de la Niñez de la CIDH, Esmeralda Arosemena, insistió:

—Que no sea la primera respuesta ante la situación de dificultad de las familias quitarles a los niños y colocarlos en [casas] hogar. Institucionalizar [debe ser] el último recurso, y desinstitucionalizar lo más pronto posible.

De hecho, la Ley General también apoya esta idea de que los niños deben pasar el menor tiempo posible en los centros de asistencia. Sin embargo, no todos los especialistas en el tema piensan de la misma forma.

—Hay una ola de organizaciones y posturas que hablan de los centros de asistencia como el peor lugar para los niños. Lo entiendo: yo he trabajado tanto con víctimas de casas hogar como con víctimas del albergue Mamá Rosa, que fue un infierno. Pero no es que esté a favor de institucionalizar [las infancias], sino que los niños deben ejercer plenamente sus derechos. ¿De verdad vamos a sacralizar a las familias como el espacio ideal? Mientras las familias no estén fortalecidas, no son espacios seguros, y entonces qué tenemos: pues los centros de asistencia —dice Kirsha Carretero.

Carretero es una activista del equipo de Conexiones de BYDA, una organización a favor de los derechos de la niñez. Ella explica que la realidad de los centros de asistencia en México es diversa: algunos poseen condiciones privilegiadas; otros, carencias lamentables. Mientras que en uno monitorean con GPS a los niños cuando asisten a la escuela, en otros, la comida está en malas condiciones.

A partir de la nueva Ley General, los centros de asistencia promueven la “reintegración familiar” para que, en un futuro, niñas y niños regresen a sus familias, o bien, en caso de que no exista ninguna red familiar, tengan posibilidad de ser adoptados. En Aldeas Infantiles, por ejemplo, las familias biológicas que no han podido hacerse cargo de sus hijos se reúnen en las instalaciones del centro, siempre bajo vigilancia de alguna cuidadora. El problema es que, en esas visitas esporádicas, algunas horas son suficientes para estresar a los niños porque los padres o las madres suelen hacer promesas que no cumplen o les dan noticias que son difíciles de procesar a su edad. En el Instituto Alegrías, a mediados del año pasado, una niña de ocho años le dijo a la psicóloga que su hermano, de doce, la obligaba a actuar como en los videos que él veía en su teléfono. La psicóloga se dio cuenta de que la niña estaba siendo abusada sexualmente. La madre no quiso avisar a las autoridades por miedo a que algo le sucediera a su hijo.

A historias como estas se refiere Carretero cuando dice que muchas familias no están preparadas para recibir de vuelta a sus hijas e hijos:

—En la primera infancia tiene todo el sentido hacer lo necesario para que salgan de instituciones y vayan a vivir en familia. Pero a partir de los ocho años en adelante te das cuenta de que las posibilidades de que regresen a una familia son nulas. Para muchas niñas y niños es la única opción real de protección. Si estigmatizamos los centros, entonces romantizamos a las familias, que no siempre son espacios seguros —dice Carretero.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

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Belén era una mujer de veinte años, de baja estatura y tan delgada que parecía una adolescente. Desde los cuatro años creció en casas hogar en la Ciudad de México, por lo que al salir no tenía ninguna red de apoyo. Pronto terminó viviendo en las calles de la alcaldía Cuauhtémoc y el hambre la orilló a inhalar solventes. Al quedar embarazada, temía que su bebé, Arturo, viviera sus primeros meses en la calle. En el hospital consiguió que un centro de asistencia, Hogar Dulce Hogar, los aceptara a ella y a su hijo. Estuvieron ahí algunos meses hasta que, un día, Belén pidió permiso para salir por algunas horas. Se desconoce el tiempo que tardó en regresar, pero cuando lo hizo, la casa hogar ya había alertado al DIF por abandono. Las autoridades tomaron a Arturo y, sin decirle a Belén, lo canalizaron a otra institución. Desesperada, asistió a un evento público para madres en esta misma situación en el Zócalo y abordó al personal de El Caracol, una organización que apoya a personas en situación de calle.

Fue entonces cuando Alexia Moreno, coordinadora de El Caracol, una mujer con más de cinco años de experiencia apoyando a personas en situación de calle, conoció la historia de Belén. Lo primero que hicieron fue contactar al DIF para que informara a qué centro había enviado a Arturo, de apenas seis meses. Posteriormente, como lo hacen con las demás familias que apoyan, concertaron convivencias, es decir, algunas horas a la semana en las que mamá o papá pueden reunirse con sus hijos para platicar y jugar bajo la supervisión de las trabajadoras sociales.

Belén no exigía de vuelta a su hijo, estaba consciente de sus problemas. Solo quería que le permitieran ver a Arturo una vez a la semana. Sin embargo, dado que vivía en la calle y padecía adicción a los solventes, las autoridades estaban renuentes.

—A Belén le ponían muchos obstáculos para ver a su hijo. Siempre se esforzaba por dejar de consumir días antes de sus visitas. La amenazaban con que, si no llegaba a tiempo a las convivencias o con los materiales para jugar, ya no la iban a dejar ver a su hijo. Criminalizaban la maternidad de Belén —dice Moreno.

Para celebrar el cumpleaños número dos del pequeño Arturo, El Caracol logró convencer a la casa hogar de que pasara esa fecha junto a su madre en las instalaciones de la organización. Belén estaba emocionada, incluso invitó a varias amigas. Pero pocos días antes de la fecha se corrió el rumor de que estaba desaparecida. Pensaban que al menos sí llegaría a festejar a su hijo, pero no sucedió. Fue hasta un año después, en 2018, cuando las autoridades informaron que el cuerpo de Belén yacía en la fosa común. Lo único que supieron de ella fue que murió días antes del cumpleaños de Arturo y que fue hallada debajo de un puente en la alcaldía Tláhuac. De acuerdo con El Caracol, actualmente acompañan a dieciocho familias a las que las autoridades tampoco les permiten ver a sus hijas e hijos o que ni siquiera saben en qué casa hogar están viviendo.

La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.
La vida de niñas y niños en las casas hogar de la Ciudad de México. Ilustraciones de Jimena Estíbaliz.

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Existe una casa hogar que prefiere mantener su ubicación con bajo perfil. Nada en su fachada anuncia su razón de ser. Lo prefieren así porque la discriminación a personas con VIH sigue siendo una constante. De hecho, la trabajadora social Irma Flores dice que, en un mundo ideal, esta casa no debería existir, que los niños y niñas con VIH que acogen deberían permanecer en cualquier otra casa hogar. Pero las cosas son distintas. Hace algunos meses, por ejemplo, desde Morelos llegó un niño de otro centro de asistencia en el que pasaba sus días solo y, por su condición, no jugaban con él.

La Casa de la Sal se creó en los pasillos estrechos del Hospital General de México. En la década de los ochenta, los pacientes enfermos de sida agonizaban solos en las habitaciones a las que ni los enfermeros querían entrar por el desconocimiento sobre el virus, el estigma, el miedo a infectarse. Rosa María Rivero, fundadora de esta casa hogar, decidió en cambio acompañarlos, brindarles algo de paz desde la tanatología. Porque eso era lo único que se podía hacer en los ochenta: esperar a que la enfermedad fuera irrevocable.

En esos años, antes de morir, un paciente que Rivero cuidó le donó su casa para que fuera refugio de personas en su misma situación. Pronto encontró que había otro problema aún más urgente: los menores de edad con VIH y sin cuidados familiares que eran rechazados por los centros de asistencia. Por eso, La Casa de la Sal también se propuso cuidar de ellos. Actualmente albergan a tres niños y tres adolescentes.

Entre ellos está Lucio, un adolescente de cabello muy corto y lentes, que baja las escaleras del segundo piso a paso lento, la misma velocidad con la que habla. Pero su voz ronca y de volumen bajo lo hace parecer de mayor edad. Se sienta algunos minutos en el sillón de una sala acogedora. Cerca de él está la trabajadora social, Irma, y en la cocina, también amplia, la señora que se ocupa de los quehaceres del hogar.

Lucio tiene diecisiete años y, aunque es tímido, en pocos minutos se acopla a la conversación. Él ha transitado por varias casas hogar, de Tamaulipas a Veracruz, para finalmente llegar a la Ciudad de México. La última en la que estuvo cerró por la falta de fondos económicos; cuando eso sucede, las autoridades reparten a los niños y niñas en distintas casas hogar. Los amigos que hizo Lucio se perdieron en ese reparto.

—No siento que tener VIH sea algo grave, solo hay que cuidarse. Nunca tuve problema con que los demás lo supieran, pero sé que no a todas las personas les puedes decir porque la gente hace malos comentarios de ti.

El patio divide la casa de las oficinas de la trabajadora social. Es tan espacioso que cuenta con caminadora eléctrica y un saco de boxeo.

—Para desestresarse —dice Irma.

En una de las paredes exteriores, Lucio dibujó con pintura un árbol en cuyas ramas están plasmadas las palmas de las manos de cada uno de los niños que han vivido en la casa. En otra pared también pintó un colibrí. Dibujar y cocinar son las habilidades que ha desarrollado a lo largo de su vida en distintas casas hogar. De hecho, en La Casa de la Sal lo apoyaron para que estudiara la carrera técnica de cocina.

Actualmente, a sus diecisiete, Lucio se encuentra en esa etapa complicada en la vida de los adolescentes institucionalizados: egresar de la casa hogar. Salir al mundo.

En general, los centros preparan a los adolescentes para el momento de partir. Los alientan a conseguir trabajos, les hacen saber lo que cuestan los insumos básicos y los electrodomésticos, los acompañan a visitar departamentos, los atienden psicológicamente. A diferencia de quienes crecieron en familias tradicionales, casi siempre ávidos de cortar el cordón entre ellos y su madre, los jóvenes institucionalizados a menudo experimentan un temor más profundo al verse en el límite de edad, que suelen ser los veinte. De hecho, es común que, al egresar, busquen un departamento cercano a la casa hogar, por el hecho de sentirse seguros.

Lucio ya tuvo su primera experiencia trabajando en un restaurante, pero no fue la mejor, se sintió abrumado y decidió renunciar. Está consciente de que debe abrirse camino y volver a intentarlo, ya no desde una cocina, cuenta, sino “desde abajo, como mesero”. Todavía no sabe dónde le gustaría vivir. Antes pensaba que se iría de la casa en cuanto cumpliera los dieciocho años. Ahora sabe que debe esperar porque allá afuera no tendrá a nadie para recordarle que debe tomar su medicina, prepararle la comida cuando no tenga ganas o acompañarlo cuando se sienta triste.

—Sí me da miedo irme a vivir yo solo, pero pienso que todo saldrá bien.

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Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».

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