Manuel Felguérez o el origen de lo moderno
Manuel Felguérez fue un grande de la plástica mexicana. Fue escultor, pintor, escenógrafo y miembro de la vanguardia mexicana conocida como la Generación de la Ruptura. Su muerte abre la puerta para examinar las tensiones y el legado de un grupo de artistas que comenzó a producir obra al tiempo que el país transitaba a la modernización del siglo XX.
En una conversación inédita que sostuvo con el curador de arte contemporáneo Cuauhtémoc Medina [1], Manuel Felguérez le contó que había incursionado en el muralismo no por el lado ideológico, “no en su parte formal ni estética, pero sí en su capacidad de hacerme existir dentro de una sociedad”. Felguérez produjo alrededor de cuarenta murales en 10 años y ciertamente le abrieron muchas puertas. También realizó una buena cantidad de arte público. Sin embargo, aún muchos no identifican que tal o cual escultura se trata de un trabajo suyo, porque seguimos pensando que el único arte público es el de los muralistas mexicanos.
Por eso, si vamos a la calle de Reforma de la Ciudad de México, específicamente al patio del Museo de Antropología, encontraremos que la celosía que rodea las ventanas del patio interior es de Felguérez. El arquitecto del museo, Pedro Ramírez Vázquez, lo invitó a participar en el proyecto luego de que su mural en el Cine Diana causara conmoción en el mundo del arte. Ramírez Vázquez quería rodear la parte alta del edificio con una celosía que hiciera alusión al arte maya. Entonces Felguérez diseñó unas serpientes geométricas que parecen ascender y descender del patio. Entonces tenía 31 años.
También es suya la barda del mismo museo que parece hecha de máscaras de hierro. Las máscaras se pueden ver como cráneos. Es un tzompantli geométrico de más de 400 metros de largo, Muro de calaveras, una pieza muy posterior que comenzó en 2009 y se completó en 2014, cuando el artista rondaba los 80 años.
A unas cuadras de allí está el mural Teorema Inmóvil. Se trata de una pieza de metal de 28 toneladas para conmemorar los 50 años del Auditorio Nacional. Además de los volúmenes y la geometría del objeto, impresiona el gesto porque parece estar colgado del muro. Un desafío para los ingenieros. “Por eso se llama teorema y su apellido es inmóvil”, dijo el artista a La Jornada poco después de la inauguración en septiembre de 2002.
De camino al centro de la ciudad, todavía sobre la avenida Reforma, dentro del jardín de esculturas del Museo de Arte Moderno, se puede ver El barco México 68, una escultura oval de lámina con figuras geométricas, que Felguérez originalmente concibió para la ruta de la amistad de las Olimpiadas de México 1968; pero debido al ambiente político y las protestas estudiantiles, muchos artistas decidieron no participar con alguna instancia gubernamental. En un principio, la obra no quería ser una escultura, sino un mural para colocarlo en un edificio de la Villa Olímpica. Terminó en este museo, y fue restaurada para celebrar los 90 años del autor.
En el otro extremo de Reforma, en la esquina con Avenida Juárez está la Fuente de la República, esa masa de agua rodeada por una estructura que tiene dos círculos de color chillante, y la Puerta 1808, una estructura de acero negro que da entrada a uno de los ejes históricos más importantes del país. Y si el lector quiere rematar su recorrido con una obra pública más de Felguérez, lo puede hacer en el patio de la Secretaría de Educación Pública, donde está Ecuación en Acero, inaugurada como parte de los festejos del Bicentenario, un mural y escultura a la vez que comparte espacio paradójicamente con los muralistas que la generación de Felguérez ignoró, la de Rivera, Orozco y Siquieros.
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En 2019, el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) de la UNAM organizó una exposición que enseñó al público tres momentos de la trayectoria del artista y, por extensión, su importancia como escultor, pintor, escenógrafo y miembro prominente de la vanguardia de arte mexicano de mediados de siglo llamada “Generación de la Ruptura”. Manuel Felguérez tenía 90 años. Murió un año después, a principios de junio de 2020. La exposición y su propia muerte han abierto la puerta para examinar las tensiones y el legado de un grupo de artistas que comenzó a producir su obra al mismo tiempo que el país experimentaba un proceso de modernización bajo un régimen de partido de Estado, que no supo entender las demandas de las clases medias expresadas por medio de sus estudiantes, un régimen que prefirió la represión y marcó el destino de una generación.
Manuel Felguérez nació en la Hacienda de Valparaíso, Zacatecas, el 12 de diciembre de 1928. Su padre fue un hacendado que tuvo que enfrentar los problemas de tierras de principios de siglo: revolución mexicana y reparto agrario. Cuando tenía 7 años, su padre viajó a la Ciudad de México para tratar algún asunto relacionado con la hacienda, pero murió repentinamente. Así, los Felguérez, es decir, su madre y sus dos hermanos, se mudaron a la Ciudad de México, donde la familia de la madre era dueña del Teatro Ideal.
Felguérez entró a estudiar al Colegio México, en la calle de Mérida, la escuela de los hermanos maristas donde estudiaban los niños de las clases medias y a la que también asistieron, por ejemplo, José Emilio Pacheco o Carlos Fuentes. Allí conoció al futuro escritor y cronista Jorge Ibargüengoitia, con quien mantuvo una amistad inquebrantable hasta su muerte. Hay numerosas entrevistas en YouTube, sobre todo a propósito de los 90 años del pintor, donde cuenta una historia que casi se ha hecho leyenda:
Él e Ibargüengoitia entran a los Scouts de México, una organización internacional que dice formar a los líderes del mañana, fortaleciendo el carácter de los jóvenes, inculcando el cumplimiento de sus deberes religiosos y patrióticos. (Hay, por cierto, un extraordinario cuento de Ibargüengoitia, “Falta de espíritu Scout”, donde ironiza todos estos valores). Unos años después del final de la Segunda Guerra Mundial, la organización Scout hace un encuentro internacional. A ninguno de los dos adolescentes les alcanza el dinero para inscribirse en la delegación mexicana, pero juntan dinero cómo pueden y realizan el viaje. Acampan a las afueras de la reunión, fuera de la delegación nacional, y eso les permite entrar en contacto con chicos de toda Europa. Usan sus recién adquiridas relaciones para realizar un viaje de cuatro meses. Es una Europa en ruinas, así que tiene pocos atractivos turísticos, excepto sus museos, iglesias y catedrales. Cuando entró a la catedral de Notre Dame, su esplendor gótico, sus vitrales y sus esculturas marcaron a Felguérez de por vida. Visitaron Roma y otras ciudades italianas. Entraron al Museo Británico, con su espléndida colección de arte de todas las épocas y civilizaciones. En Londres, mientras cruzaban el Támesis en un barco, bajó a su camarote por papel y lápiz, subió e hizo un dibujo inspirado en las obras de J.M.W. Turner, el famoso paisajista inglés del siglo XIX. Firmó el dibujo y se lo enseñó a Ibargüengoitia. “Mira”, le dijo, “ya soy pintor”.
En Londres, mientras cruzaban el Támesis en barco, hizo un dibujo inspirado en las obras de J.M.W. Turner, el famoso paisajista inglés. Firmó el dibujo y se lo enseñó a Ibargüengoitia. “Mira”, le dijo, “ya soy pintor”.
Felguérez regresó a México convencido de que quería ser artista y no doctor, como había anunciado antes a su familia. Entró a estudiar pintura a la Academia de San Carlos, pero el programa era tan elemental (y él ya había entrado en contacto con las grandes obras maestras del arte universal) que lo abandonó a los tres meses. De nuevo, volvió a juntar un poco de dinero y como pudo regresó a Francia, donde entró a la Academie de la Grande Chaumière, una escuela de vanguardia, donde estudió con Ossip Zadkine, el escultor de origen ruso, que había emigrado a Inglaterra y luego se había avecindado en París. Zadkine era un prominente escultor cubista.
En una de las entrevistas para la televisión a propósito de sus 90 años y la exposición en el MUAC, contó que mientras estaba residiendo en París fue a ver una exposición de escultores y que cuando vio una pieza del escultor Jean Arp, entendió la fuerza de abstraer el arte de su contenido anecdótico y se decidió por el abstraccionismo.
Regresó a México y se fue a vivir a Puerto Escondido, donde le prestaban unos hornos de pan para que en la noche hiciera unas esculturas abstractas de barro que un año más tarde expuso en el Instituto Francés de América Latina, uno de los centros culturales más importantes de la época. Fue la única vez que vendió todas las obras. Aquella muestra le valió también obtener una beca que lo regresó a París. Felguérez fue de nuevo con Zadkine. “Él me dijo, mira, tu ya tomaste tu camino”, dijo en la televisión. “Ya no estudies conmigo. Venme a ver los domingos, tomamos vino blanco y platicamos. Yo voy a hacer una carta que diga que nunca faltaste a clase y que fuiste un estupendo discípulo para que así te renueven la beca. ‘Y así sucedió y yo ya empecé a inventar mi propio estilo’”.
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Son los años cincuenta en México. En el ambiente cultural existe la idea de que hay un cambio generacional que es muy evidente en el ámbito de la pintura. Por un lado, estaban los viejos muralistas, con sus pinturas de gran formato que contaban la historia épica del pueblo mexicano; y por el otro, los jóvenes a quienes no les interesaba en lo más mínimo ese cuento nacionalista y querían más bien ser parte del mundo de la posguerra y sus vanguardias artísticas.
En su introducción al catálogo de la exposición Desafío a la estabilidad: procesos artísticos en México 1952-1967, organizada por el MUAC, la historiadora del arte Rita Eder explica que con frecuencia se ha identificado a esta época como de ruptura. La primera vez que aparece este concepto, escribe Eder, es en un ensayo de 1950 de Octavio Paz dedicado a la obra de Rufino Tamayo. La ruptura era con respecto a los valores de la pintura mural, su nacionalismo y representaciones. Pero el cambio no era organizado, sino que respondía a la necesidad de una “universalidad plástica, sin recurrir a la ideología”. En 1963, Paz escribe otro ensayo en el que revisa su idea con mayor radicalidad. Paz piensa que el nacionalismo y el espíritu de sistema “ambos son estériles y ambos convierten en desierto lo que tocan”. Es decir, la pelea se había vuelto contra las instituciones del Estado. Eder dice que, aunque Paz se refería tanto a la poesía, como al teatro o la novela, el termino Ruptura se asoció más con la plástica y “se convirtió en emblema para identificar a un conjunto amplio y diverso de pintores que se alejaron con brío de la vocación narrativa de lo mexicano en pintura para elaborar otros signos figurativos tensionados por una transformación de lo corporal y que elaboraron en forma mixta y diversa las posibilidades de la abstracción”.
Una exposición llamada Confrontación 66, marcó el momento más evidente de este enfrentamiento. Uno de sus protagonistas fue David Alfaro Siquieros. Se suponía que la exposición en Bellas Artes tendría que hacer un balance de las principales corrientes del arte en México, pero hubo todo un debate sobre por qué se favorecía tanto el arte abstracto. Dice Eder que Siqueiros, “este indudable innovador de las técnicas y materiales en el campo pictórico y autor de obras icónicas por su calidad e invención, libraba una lucha extemporánea, pero que tuvo una resonancia estridente en los medios, para sostener su batalla sobre lo que consideraba la verdadera función del arte y, por ende, la permanencia de los realismos”.
Era una lucha extemporánea, piensa Eder, porque todo había cambiado. Para comenzar, la traza urbana tenía sus rascacielos y edificios de nuevo diseño en colonias como el Pedregal de San Ángel y las esculturas urbanas como las Torres de Satélite que quedaban en medio de una vía que recorrían miles de coches. Apareció la televisión y la publicidad donde se veían apartamentos modernos y ropas de vanguardia. El cine se dedicaba a reflejar esos cambios. Políticamente, el gobierno había abandonado la retórica revolucionaria para abrazar la del desarrollismo y la modernización. Además, las instituciones culturales también dieron un paso adelante y el Estado mandó construir nuevos museos que son la imagen misma del progreso y la modernidad, como el de Antropología y el de Arte Moderno. Aparecieron nuevas zonas de intercambio internacional de modas, costumbres e ideas, como la Zona Rosa, donde se abrieron nuevas galerías que reflejaban la nueva pintura mexicana, alejada del rancio tufo oficial.
Estaban los jóvenes a quienes no les interesaba en lo más mínimo ese cuento nacionalista y querían más bien ser parte del mundo de la posguerra y sus vanguardias artísticas.
Siguiendo a Eder, el problema de las relaciones de las artes plásticas con el Estado es abordado en un famoso ensayo de José Luis Cuevas, llamado “La Cortina de Nopal”, “en el que el joven artista de escasos 22 años hace una denuncia de estos procesos burocráticos que coartaban a los artistas de ser exhibidos y reconocidos en los espacios oficiales”.
Juntos con todos estos fenómenos, “surgió una élite intelectual que propició la poesía, la narrativa, las artes visuales, el teatro, el cine independiente, la fotografía, la música, la danza, los programas radiofónicos y las revistas que contrariaron el imaginario de una identidad nacional basada en ideas establecidas y acríticas sobre la política, la sexualidad y la religión”, escribió Eder. Y uno de los protagonistas de esa élite intelectual fue Manuel Felguérez.
Pero las cosas desde dentro se veían de manera un poco más sencilla. Felguérez le dijo a Cuauhtémoc Medina: “No había conciencia de ruptura ni de crear un mundo nuevo, ni un nuevo México. Sí de la modernidad, de hacer más, de crear público, de hacer otro México diferente, pero sin pensar patrióticamente. Olvídate de la palabra México, más bien de movernos o de una sociedad en la que pudiéramos ser libres”
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Una de las características de este grupo era la colaboración entre distintas manifestaciones artísticas, o los “borramientos”, como le llamó el MUAC a esta manera de interactuar entre las artes. Estaba Poesía en Voz Alta, el festival anual de poesía que inició en 1956 en la Casa del Lago. Dirigido por Juan José Arreola, era una combinación entre teatro y poesía y artes plásticas en la que participaron todos los escritores, directores y artistas del momento. Estaba el Museo Experimental el Eco de 1952, el edificio que diseño Mathias Goertiz cuyo propósito era la unión del espacio, la escultura, la imagen. La arquitectura como escultura habitable.
Y estaba por supuesto, la extensa colaboración entre el director de teatro Alejandro Jodorowsky y Manuel Felguérez, entre otros artistas plásticos. Jodorowsky nació en Chile en 1929 y comenzó a escribir poesía en los años cuarenta, junto con Nicanor Parra y Enrique Lhin al mismo tiempo que se interesaba por el teatro, escribía su primera obra y ejecutaba actos improvisados de corte surrealista a los que llamó efímeros, y luego efímeros pánicos. En 1953 se mudó a París para estudiar pantomima con Éttiene Decroux, profesor de Marcel Marceau, y luego se unió a la compañía de éste, lo que le permitió viajar por todo el mundo. “Desde aquel momento no cesé mis actividades teatrales y poéticas”, escribió Jodorowsky en La danza de la realidad. “Contar todo lo que viví desde entonces sería motivo de otro libro. Marceau, porque su sostenedor de letreros se había enfermado, me pidió que, como favor especial, lo sustituyera durante la gira por México. Así lo hice. Me enamoré del país y allí me quedé fundando el Teatro de Vanguardia [que luego llamó Teatro Pánico] para montar cerca de cien espectáculos en diez años”.
En 1959, Jodorowsky le pidió a Fuelguérez que hiciera la escenografía de dos obras, una de Jean Tardieu y la otra de Eugene Ionesco. Luego, inició una serie de acciones escénicas, como las de París. Eran improvisaciones que daban entrada también al accidente y el azar. Felguérez también colaboró con estos happenings.
A esta colaboración le debemos una de las piezas más emblemáticas de Felguérez, La máquina del deseo de 1973, un objeto erotizado por una mujer desnuda que aparecía en la película La montaña sagrada.
Del otro lado, Jodorowsky participaba en las inauguraciones de los murales de Felguérez. El artista contó a Medina que en 1961 su amigo y arquitecto Leopoldo Gout iba a hacer el Cine Diana y que entre los dos convencieron al dueño para hacer un mural. “Desde el principio planeamos el muro”, dijo Felguérez, “que tenía treinta metros de largo por seis de alto. Pero había un problema ¿cómo íbamos a hacer un mural sin dinero?”. Un amigo de Felguérez que trabajaba en Aceros Ecatepec le regaló algo de chatarra. Fue a la fábrica a escoger piezas entre los cerros de desperdicio. Se llevó el material al cine y lo colocó en el piso repartiendo las piezas conforme iban a quedar colgadas. “Moviendo tantito una y echando otra con un gis y una raya, y cortando aquí, armé el mural en el piso a base de una combinatoria. Fue después lo que se llamó ensamblajes”, dijo Felguérez a Medina.
Para el día de la inauguración, Jodorowsky escribió una poesía sobre el mural, los actores repetían sus palabras, como un coro griego. Un músico, Mike Anzures, que había descubierto que el mural tenía resonancia, percutía el acero con unos palos creando un espectáculo sonoro. “Bueno, pues hizo mucho ruido el mural porque los de la operadora de teatros, que rentaban el cine, dijeron que era una mugre, un mugrero, que había que quitarlo y eso terminó ayudando al mural porque causó gran polémica […] Fue tal la publicidad que se le hizo en la prensa y tanta gente que intervino a favor que no quedó otra que dejarlo”, dijo Felguérez en la misma conversación. La pieza, llamada Mural de Hierro, se desmontó cuando el cine sufrió una remodelación y fue dividido en distintas salas. Pero luego la obra se recuperó y ahora es parte de la colección del MUAC.
No había conciencia de ruptura ni de crear un nuevo México. Sí de la modernidad, de hacer más, de crear público, pero sin pensar patrióticamente. Olvídate de la palabra México, más bien de movernos, de una sociedad en la que pudiéramos ser libres.
En 1963, Gelsen Glas, el hijo del dueño del deportivo Bahía, que estaba a un costado de la calzada Zaragoza, en lo que era entonces el límite de la ciudad, era poeta y estaba entusiasmado con la obra de Felguérez. Le propuso usar un muro de 100 metros de largo por cinco de alto que daba a la alberca para hacer un mural con algún motivo marítimo. Como de nuevo no había mucho dinero, a Felguérez se le ocurrió usar conchas de ostión recogidas en las marisquerías y luego encalarlas, para lograr un relieve de cerca de diez formas diferentes que se repetían a lo largo del muro, siguiendo su fórmula de la combinatoria geométrica.
Jodorowsky inauguró la pieza con otro efímero pánico. Dijo Felguérez a Medina: “[Jodorwsky] estaba feliz. Entonces se le ocurrió que iba a recitar Los cantos de Maldoror, de Lautréamont, e inventó todo un espectáculo en el que entraban los actores de teatro. Conseguimos con Xavier Francis un grupo de ballet y a una muchacha alemana que hacía cine abstracto, como aplicando manchitas de tinta china en el celuloide. Proyectamos sus cintas sobre el mural. Había danza, poesía, vestuario y el personaje central era Maldoror interpretado por Alejandro. Bajaba en un helicóptero y se descolgaba hasta una lanchita en el centro de la alberca. Ahí empezaba, en medio de bruma con hielo seco, recitando el poema con un micrófono”.
El día del estreno, hubo un ensayo dos horas antes. El helicóptero se desplomó y cayó en medio de la alberca. Las aspas no hirieron a nadie y el piloto pudo salir del agua como pudo. El espectáculo se llevó a cabo a las ocho de la noche, ante la presencia de tres mil personas que habían recorrido media ciudad para ver a un helicóptero hundido como un acto feliz del azar.
***
Se acercaban las Olimpiadas de México 1968. El Instituto de Bellas Artes se había propuesto organizar una magna exposición donde se presentarían las principales tendencias del arte en México que se llamaría Exposición Solar 68. Pilar García, historiadora del arte y escritora de la introducción del catálogo de la exposición Un arte sin tutela, Salón Independiente en México, 1968-1971, escribió que el circuito artístico oficial esperaba que por fin se pudieran limar las asperezas entre abstractos y figurativos de los años anteriores. Pero desde la convocatoria quedó claro que no iba a ser posible.
Un grupo de artistas, entre los que estaban Felguérez, Vicente Rojo, José Luis Cuevas y Brian Nissen tomaron distancia de la convocatoria por temor a que la exposición resultara una mezcolanza sin sentido, además de que tenían objeciones concretas sobre la manera en que se dividiría la exposición (habría un salón para la acuarela, por ejemplo, y ellos pensaban que ya había pasado el momento de dividir las artes plásticas en técnicas, pues los artistas podían recurrir a cualquiera de estas con toda libertad), sobre el hecho de que se otorgaría un premio (pues los premios sólo fomentaban el espíritu comercial del arte), y sobre el asunto de que la convocatoria era demasiado abierta, era necesario extender invitaciones personales a creadores de prestigio. Si no se cambiaban las bases, ellos se abstendrían de participar. El INBA hizo algunos cambios, pero eso no afectó su decisión.
El motivo escondido era político. Felguérez se lo confiesa a Pilar García en la entrevista para el catálogo de Trayectorias. “La justificación para rechazar al Estado no debía ser política —que era la verdad—”, dijo Felguérez en 2019, “sino que tenía que ser banal para no crear enemistad. No nos enfrentamos al Estado. Nos enfrentamos, pero lateralmente. Todo mundo tenía miedo de ir a la cárcel”, además de que había muchos extranjeros que podían ser expulsados del país.
Normalmente, los artistas de esa generación no actuaban como grupo, pero el movimiento de 1968 los unió. “Nos llamábamos Comité de Lucha de Artistas Intelectuales”, dijo Felguérez a García en la misma entrevista. “El mero mero era José Revueltas; además estaba Carlos Monsiváis. Yo estaba ahí por los artistas. Como parte de las acciones del comité, teníamos que inventar actividades para hacerlas en CU. En ese momento, la escultura de Miguel Alemán estaba protegida porque la habían vandalizado; nosotros aprovechamos para pintar las bardas. Los de arquitectura rápidamente nos consiguieron andamios y pintura. Cualquier pintor podía participar libremente. Por supuesto, invitamos a los amigos a que pintaran un pedazo del mural, el pedazo que quisieran: arriba, abajo, a la derecha, continuando el del vecino, cambiando el tema. Era pintura totalmente libre. Empezamos poco a poco, pero cada vez había más y más gente, se iba llenando. En una de las ocasiones que llegamos, ya estaba el ejército y no nos dejaron entrar. Así se perdieron para siempre las famosas láminas. A partir de ese acontecimiento se nos ocurrió el Salón Independiente”.
El Salón se convocó en agosto para abrirse en octubre. Fue una iniciativa de autogestión que, según Cuauhtémoc Medina, marcó la relación de los artistas de generaciones futuras frente al Estado. Las reuniones se hacían en lugares privados y se buscó un sitio no oficial para llevar a cabo el evento, originalmente el Museo Universitario de Ciencias y Artes de la UNAM, pero debido a la entrada del ejército del 17 de septiembre de 1968 a la universidad, los organizadores decidieron cambiar la sede al Centro Cultural Isidro Fabela. Con el paso del tiempo, el grupo disidente se extendió y a él se sumaron artistas de una generación anterior como Rufino Tamayo, Carlos Mérida y Leonora Carrington.
La matanza del 2 de octubre provocó una escisión. Tamayo y otros se retiraron porque sentían que se estaba politizando demasiado, lo que, según García, puso de manifiesto la tendencia del Salón Independiente. Finalmente, éste abrió el 15 de octubre de 1968 “con un sentido de independencia de las instituciones y libertad creativa”, escribió García. Los participantes colocaron una declaración de principios en la puerta: la libre expresión, la independencia de toda institución y la inclusión de artistas extranjeros.
Invitamos a los amigos a que pintaran un pedazo del mural. Era pintura totalmente libre. Empezamos poco a poco, pero cada vez había más y más gente. En una de las ocasiones, ya estaba el ejército y no nos dejaron entrar. A partir ahí se nos ocurrió el Salón Independiente.
Según García: “Lo que distinguirá a este Primer Salón Independiente es la actitud de desafío y reto a la institución, una postura antioficial y crítica frente a lo que se estaba haciendo que se consideraba como un acto de rebeldía y un gesto de avanzada frente al clima autoritario que se vivía”.
Los organizadores decidieron que iban a hacer un evento al año, así que para el de 1969 se constituyó una organización interna más sólida. Felguérez quedó como parte de la mesa directiva. Previo al Salón, hubo conferencias y se reiteraron las posturas contra el poder legitimador del INBA y, como protesta por el mal funcionamiento del Museo de Arte Moderno (pensaban que debía constituirse una colección propia con obras representativas de los artistas mexicanos y ser un centro de intercambio de ideas), algunos, Felguérez, Lilia Carrillo y Vicente Rojo, entre otros, retiraron sus cuadros del museo. Hubo un desfile de modas con diseños de los artistas para recaudar fondos y se invitaron a numerosos artistas extranjeros, que fueron hospedados en las casas de los organizadores. Esta vez el Salón sí se pudo abrir en la UNAM y a la inauguración asistió el rector Javier Barros Sierra. “En esta segunda presentación del Salón Independiente, el publico pudo constatar, de manera más contundente, la amplitud de opciones que ofrecía la plástica mexicana a finales de la década de los sesenta, pero también la aceptación de que gozaban esas tendencias”, escribió García.
Se realizó un tercer Salón en 1970, con un carácter más experimental, pero con el mismo espíritu de la autogestión y de libertad frente a las instituciones. Pero ya no se pudo celebrar un cuarto por las diferencias políticas de los participantes, que cada vez eran más evidentes. Oscilaban entre la protesta directa o la acción política disimulada. En todo caso, el Salón permitió prácticas artísticas inéditas y una actitud lúdica y transgresora que hizo historia.
***
En los setenta, Felguérez volvió a ponerse en el frente de la experimentación visual. Según cuenta a Pilar García en el catálogo Trayectorias, él era maestro en San Carlos, lo que significaba dedicarle una cantidad enorme de tiempo a las clases y a la reforma de la escuela, que pasaba de artes plásticas a artes visuales. Para darse un respiro, a Felguérez se le ocurrió pedir unas horas dedicadas a la investigación. Como él era parte del Consejo Técnico, intervino y les dieron diez horas a la semana. El resto de los maestros se molestó mucho, al grado de que pusieron mantas en la escuela que decían: “Maestros investigadores, maestros aviadores”. El Consejo quería quitarles esas horas por el ruido que había provocado. Rubén Bonifaz Nuño, entonces Coordinador de Humanidades de la Universidad Nacional los mandó llamar y, en vez de reprenderlos, les dijo que una escuela universitaria que se negara a la investigación no merecía ser llamada escuela. Los invitó a sumarse de tiempo completo. Felguérez pidió entrar al Instituto de Investigaciones Estéticas. Le exigieron llevar un programa de investigación: “Surgía otra vez el problema: ¿qué investigo?”, dijo Felguerez a García. “No creas que es tan fácil porque significa comprometerte. En ese momento comenzaba a tener cierto auge las computadoras en México y en el instituto de Matemáticas me dieron permiso para usar la computadora de la UNAM”, la única que había.
A Felguérez se le ocurrió un proyecto casi concebido por Borges. Pensó que como la geometría era parte de las matemáticas, podría usar la velocidad de cálculo de la máquina para producir imágenes plásticas. El asunto tardó más de lo esperado. Pasaron cuatro años antes de que llegaran las primeras pantallas a la UNAM. “Tuve que aprender el idioma de computación”, dijo “y cómo manipular las tarjetas. Además, empecé a estudiar una teoría sobre la composición de Óscar Olea, en la que se planteaba que el centro del cuadro tiene otras figuras alrededor para hacer una composición. Cada figura tiene un peso diferente; si unes todas las formas al centro con una línea imaginaria, se crea una especie de telaraña con la que puedes calcular el peso total. Cada figura la transferí a cartón, corté forma por forma. Con mi balanza de precisión las pesé y ya con eso saqué una fórmula”.
Pensé que iba a convertirme en un gran técnico en computación, pero a mí lo que me gustaba era ensuciarme las manos y el aguarrás. Sobre todo, la aventura que significa hacer un cuadro o una escultura: empiezas en blanco, sabes dónde empiezas, pero no dónde vas a acabar.
Entonces Felguérez recibió la beca Gugghenheim y se fue a Harvard, donde trabajó el sistema con un ingeniero de apellido Sasson y lo echaron a andar en la compañía donde él trabajaba, la American Electric Power. Lo probaron sobre un rollo de papel con una pluma de tinta china. “Este aparato comenzó a dibujar ideas de cuadros míos, uno cada once segundos” dijo Felguérez. “De esta manera yo tenía una producción infinita. La máquina era aleatoria. Los movimientos eran casuales, como la lotería, porque se dejaba libre cierta parte de la computadora para que jugara como quisiera, así que cada cosa que producía era diferente. ¿Cómo podía asegurarme que eran obras mías? Porque las ocho formas que usaba las puse yo, no podía salir algo diferente, además yo asigné la velocidad de giro”.
Felguérez usó esas imágenes para hacer esculturas, dibujos, litografías, pinturas. Es un gran momento del geometrismo internacional. Pilar García piensa que es un antecedente a la inteligencia artificial, al proyecto Flow Machine, por ejemplo, que ha desarrollado una red neuronal que ha aprendido a componer cantatas corales al estilo de Bach. No era el único artista que estaba tratando de sistematizar su producción. Vicente Rojo, por ejemplo, lo estaba haciendo también, la diferencia, escribe Cuauhtémoc Medina en su ensayo “Sistemas (más allá del llamado geometrismo mexicano)”, es que la máquina servía a Felguérez, no para anular la subjetividad, sino para aumentar la productividad del artista, automatizándola.
Como en la leyenda del Golem, la figura de arcilla creada para defender a los judíos que pronto se sale de control y provoca catástrofes, Felguérez quiso poner un alto a este experimento antes de que lo anulara. Un día le informaron que había salido una máquina sueca que podía combinar hasta 23 mil colores. “Esa aparición fue lo que me sacó de la computadora”, le dijo a García. “Pensé que si seguía en lo mismo, iba a convertirme en un gran técnico en computación, pero a mí lo que me gustaba era ensuciarme las manos, y el aguarrás. Sobre todo, la aventura que significa hacer un cuadro o una escultura: empiezas en blanco, sabes dónde empiezas, pero no dónde vas a acabar. Es una aventura; eso me hizo falta con la computadora”.
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Durante los siguientes años, Felguérez abandonó el geometrismo de La máquina estética y regresó a una pintura abstracta de gran formato. También se dedicó junto con su esposa Mercedes de Oteyza a sacar adelante el Museo Felguérez en la antigua cárcel de la ciudad de Zacatecas. La colección del museo tiene piezas suyas, pero también obras de muchos otros artistas abstractos que estuvieron dispuestos a donarlas. Se hizo además del hábito de celebrar cada década de su vida con una exposición.
Cuando estaba por cumplir los 90, un grupo de funcionarios, artistas, amigos y periodistas se reunieron en el Museo de Arte Moderno para mirar la restauración de El barco Mexico 68, la presentación del libro Manuel Felguérez, obra pública, el anuncio de su aparición en la serie documental sobre los grandes de Bellas Artes, que trata sobre los artistas ganadores de la Medalla de Bellas Artes y para celebrar su cumpleaños de manera anticipada. En aquella ocasión le cantaron las mañanitas y Felguérez dijo con su humor acostumbrado. “Es horrible tener 90 años, pero más horrible es no llegar”.
En diciembre de 2019, el MUAC abrió la exposición Trayectorias que se puede visitar todavía de manera virtual. En la conversación con García, la curadora, se puede atisbar lo que ha sido del artista en los últimos años. Recientemente había colgado una tela al óleo y acrílico de gran formato en el pasillo de las banderas de Naciones Unidas. En esta nueva etapa, pinta poniendo la tela de manera horizontal y deja gotear la pintura desde el recipiente, pero advierte que está regresando a pintar con pistola pues con la edad está cada vez más torpe y cada vez ve con más dificultad. García le preguntó sobre su pulsión por seguir creando. Felguérez contestó: Básicamente es lo que sería un concepto, que es como cuando dices, ‘Creo en Dios y pues ya ni modo’”.
El artista murió a mediados de 2020 por Covid-19. Todavía no ha habido el homenaje público que merece este grande de la plástica mexicana.
[1] “El espíritu de la fiesta. Conversación de Manuel Felguérez con Cuauhtémoc Medina”, (2006) inédita.
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