Los demonios andan sueltos
Javier Sancho Más
Fotografía de Carlos Herrera
Carta desde Nicaragua.
Lo que empezó como una protesta civil en Nicaragua se convirtió en una masacre. Entre abril y finales de julio, hubo más de 300 muertos y casi 2 000 heridos, junto con decenas de desaparecidos. Detrás de esta ola de violencia se encuentran Daniel Ortega y su familia, quienes se niegan a dejar el poder. El que hasta ahora se preciaba de ser el país más seguro de Centroamérica —pero el segundo más pobre de América Latina— se enfrenta a un futuro incierto. Así han sido las semanas más sangrientas en la historia reciente de varias ciudades del país, que recuerdan la cruenta dictadura de Somoza.
—¿No te da miedo? —le pregunto a Colocho, un estudiante de Medicina.
Colocho no se llama Colocho, pero así llaman aquí a los que tienen el pelo rizado, y ahora, entre ellos, todo son nombres en clave.
Hemos pasado dos barricadas y una inspección del vehículo de unos encapuchados, antes de poder entrar a la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN). Allí están atrincherados desde finales de abril decenas de compañeros, junto a Colocho. Le pregunto si no le da miedo porque por las tardes suelen recibir ataques de grupos armados que disparan desde camionetas y motos para intimidarlos.
—Claro que sí, brother. Tengo miedo a que me maten. Pero no a morir.
Tartamudea un poco al hablar pero tiene un truco para que no se note: expulsa las palabras juntas, fluidas en frases cortas mientras inspira y exhala.
—Si me matan, siento que me va a doler. Le tengo miedo al dolor. Pero no a morir, porque moriré por una buena causa.
—¿Qué causa?
—La de un país libre.
En esta facultad pública, que era un bastión del Frente Sandinista, di clases durante algunos años y nunca había oído hablar a los estudiantes así. Los compañeros de Colocho hacen un círculo mientras les pregunto y ellos contestan, levantando a ratos los ojos del celular. Y anoto palabras: “dignidad, patria, justicia, democracia”. Algunos las dicen incluso sin dejar de pulsar el teclado del celular. Esas palabras. De dónde les salen. Cómo se expresan de ese modo tan ingenuo y casi heroico. Y por qué me sorprende.
Nicaragua parecía adormecida. Las manifestaciones opositoras al gobierno no llegaban a ser multitudinarias. Daniel Ortega y su vicepresidenta y esposa, Rosario Murillo, habían logrado una aparente “paz social” mediante pactos, nunca claros, con el sector privado y las iglesias cristianas. Desde 2007, tras la vuelta al poder de Ortega, el Frente ha venido recibiendo el apoyo de Venezuela, cuya cooperación económica ha influido en la capacidad de movilización social del gobierno.
CONTINUAR LEYENDOHabía, sí, crímenes, corrupción y un control total de las instituciones del Estado. Ortega cambió la Constitución para permitir su reelección sine die, y apartó de un plumazo a cualquier líder de la oposición que pudiera hacerle sombra mediante todo tipo de artimañas semilegales. Además, el enriquecimiento y la enorme red de influencia de la familia Ortega-Murillo (con nueve hijos, incluidos los hijastros) abarca el control de la mayoría de los medios de comunicación, la distribución del petróleo y la energía, además de otras inversiones. La casa del partido es la casa del gobierno, y es la casa familiar de Ortega y Murillo. Por otro lado, se ha facilitado el acceso de la cúpula militar, incluyendo a oficiales en retiro, a la élite empresarial del país y al negocio de las maquilas.
Pero la macroeconomía iba bien, con un crecimiento anual por encima del 4%. El trabajo social del gobierno, con programas de Hambre Cero, Usura Cero, etc., garantizaban un apoyo popular considerable. Y las cifras de criminalidad eran las más bajas de la región. “El país más tranquilo de Centroamérica”. Y Dios bendecía al gobierno, de la mano del cardenal Obando, arzobispo emérito de Managua (fallecido este año), y un antiguo opositor durante la revolución sandinista que les ayudó a desembarazarse del problema de Zoilamérica, la hija de Murillo que acusó en 1998 a su padrastro, Ortega, de haberla violado desde joven.
El escándalo no tuvo mayores consecuencias. La inmunidad de Ortega (diputado de la oposición entonces), y una jueza que desestimó el caso, no ayudaron tanto a desactivar el asunto como la conversión cristiana del matrimonio de los Ortega-Murillo, conversión que bendijo el cardenal Obando y que vino acompañada de una reconciliación con Zoilamérica. Obando convirtió a los hasta entonces ateos Ortega y Murillo y los casó por el rito católico en 2005. Poco después, los sandinistas apoyaron la penalización del aborto terapéutico. Los Ortega ganaron las elecciones en 2006 y Zoilamérica retiró su demanda en 2008, cuando ya no había oportunidad de que prosperase. La reconciliación familiar con la hija duró hasta 2016, cuando tuvo que exiliarse a Costa Rica debido a los obstáculos impuestos por Rosario Murillo para que pudiese trabajar en Nicaragua, según se reflejó en una conversación que la propia Zoilamérica grabó y subió a las redes.
Habitualmente lejos de la atención mediática internacional, abril de este 2018 estaba destinado para que Nicaragua se pusiera de puntillas y pidiese la palabra en las páginas culturales del mundo hispanohablante. El 23 de abril, Sergio Ramírez sería el primer centroamericano en recibir el prestigioso Premio Cervantes.
Fuera de sus fronteras, a Nicaragua se la suele conocer por dos motivos: sus escritores (aquí se dice que “todo el mundo es poeta o hijo de poeta”), desde Rubén Darío a Ernesto Cardenal o Gioconda Belli; y sus boxeadores (desde Alexis Argüello a Román González “Chocolatito”). Tuvo también un jugador de béisbol que hizo un juego perfecto en Las Grandes Ligas (Denis Martínez). Y por supuesto, el país es un emblema para los nostálgicos de la revolución sandinista que derrocó la dictadura de Somoza y se enfrentó a la guerrilla financiada por Estados Unidos (La Contra) durante los años ochenta.
Pero la violencia se impuso y llevó al país a las primeras páginas. La última novela de Sergio Ramírez, Ya nadie llora por mí, publicada sólo unos meses antes de que nadie imaginase lo que iba a ocurrir, abre con una cita de Shakespeare. Es del acto V, escena 5 de Macbeth. Uno de los vigilantes avisa al tirano: “Me ha parecido que el bosque empezaba a moverse”. Se refería al bosque de Birnam. Las brujas profetizaron a Macbeth que seguiría en el poder si el bosque de Birnam no se movía. Él no pudo prever que el ejército de sus adversarios avanzaría más tarde camuflándose con ramas de los árboles de ese bosque.
El bosque empezaba a moverse en Nicaragua. En realidad, la causa que despertó las primeras protestas en Managua fue el incendio de la reserva natural Indio Maíz que se originó el 3 de abril, en el Caribe sur del país. Calcinó más de 5 000 hectáreas de bosque, según fuentes ambientalistas. Las imágenes del desastre, los medios de comunicación a quienes se impidió
acercarse, la falta de información sobre lo ocurrido, y la indolencia y lentitud del gobierno acabaron por soliviantar a cientos de jóvenes que, ante la falta de información, se convocaron espontáneamente con un hashtag que se viralizó: “#SOSIndioMaíz”. La protesta no llegó a ser muy fuerte
porque la policía de Ortega impidió que continuara.
La causa de la tierra y la defensa del medioambiente han sido el talón de Aquiles para el gobierno de Ortega, involucrado también en la venta de maderas preciosas. Pero sobre todo, ha generado gran descontento desde 2014, cuando uno de sus hijos, Laureano, a cargo de la promoción de inversiones extranjeras, trajo al país a un empresario chino. Wang Jing prometió construir un canal interoceánico con capacidad para barcos de mayor tonelaje que el recientemente modificado canal de Panamá. Un proyecto con el que Nicaragua, en palabras del presidente, alcanzaría “la tierra prometida”. La obra costaría 50 000 millones de dólares. Pero había varios problemas: conseguir el dinero; indemnizar a los miles de campesinos cuyas tierras estaban en la ruta del canal; y la destrucción del lago de Nicaragua, el mayor de Centroamérica, pero que en palabras de Ortega no importaba porque “ya estaba contaminado”. Se decretó una ley que concedía derechos totales sobre las tierras en la ruta del canal al empresario chino.
A día de hoy, el proyecto del canal y la empresa china se han esfumado, pero la ley aún no ha sido derogada y los campesinos se han seguido manifestando, guiados por Francisca Ramírez, una aguerrida líder comunitaria. Esos campesinos “anticanal” se unieron también a la protesta estudiantil que aconteció en el mismo mes de abril de este año.
El 18 de abril, poco después del incendio, se conoció el decreto presidencial sobre nuevos impuestos para la reforma de la Seguridad Social. Muchos jubilados salieron a las calles. Los grupos de choque de Ortega respondieron de inmediato como lo habían hecho años atrás contra los jubilados que reclamaban una pensión digna: a golpes. Cientos de jóvenes salieron a defender a los jubilados. Poco después, se unirían los campesinos. Ya habían empezado los disparos de la policía y de los grupos paramilitares afines al gobierno, y llegaron los primeros heridos y muertos (entre ellos un adolescente de 15 años, Álvaro Conrado; y un periodista, Ángel Gahona: ambos murieron frente a las cámaras de los teléfonos que emitieron cómo les disparaban, y cómo se desangraban después). Los manifestantes pedían “democracia real”, “libertad”, “justicia independiente”. Palabras que volvían, las mismas que habían llevado a la victoria a la revolución sandinista contra la dictadura de Somoza, años atrás. Tras los primeros muertos, el reclamo dio un paso más: “que se vaya Ortega”.
La cita de Shakespeare resultó profética, sobre todo porque los primeros objetos que la población marchó a derribar en Managua fueron los árboles de la vida, unas enormes construcciones metálicas inspiradas en los árboles de Gustav Klimt que Rosario Murillo instaló de a cientos por todo el país, pese a las críticas del costo desproporcionado (más de 20 000 dólares cada uno). El colombiano Héctor Abad Faciolince, en su visita al festival Centroamérica Cuenta de 2015, los calificó como “chabacanería pura”.
Ortega aceptó sentarse a una sesión de diálogo nacional con los opositores. Oyó por primera vez a estudiantes gritándole “asesino” a la cara, y aceptó la llegada de un equipo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (cidh) durante seis meses que se cumplirán a finales de año. Pero no detuvo la represión.
Colocho fue uno de los que se atrincheró en su facultad para defenderse de los disparos de la policía y de grupos parapoliciales. A partir de entonces, ya no hubo nombres verdaderos. Para comunicarse entre ellos todo eran apodos y mensajes por aplicaciones cifradas, como Signal, que puso de moda Edward Snowden.
Entre el 18 de abril y finales de julio, en tres meses se produjeron más de 300 muertos y casi 2 000 heridos, junto a decenas de desaparecidos y huidos de este país de poco más de 6 millones
de habitantes.
Un año antes, en fechas muy similares, entre abril y agosto, en Venezuela, con una población cinco veces mayor a la nicaragüense, las protestas más fuertes contra el gobierno de Maduro arrojaron un saldo de algo más de 120 personas muertas. Paulo Abrao, secretario de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que se desplazó a Nicaragua para acompañar la investigación e informar sobre las violaciones a los derechos humanos, calificó la acción del gobierno como “desproporcionada”. En el informe que la cidh presentó en junio sobre la crisis en el país, se resaltó “un patrón de heridas en cabeza, cuello, tórax y espaldas, por armas de fuego que apuntan a ejecuciones extrajudiciales”. Vilma Núñez, una veterana defensora de los derechos humanos en Nicaragua desde su juventud, considera que la actuación de Ortega es más perversa incluso que la del dictador Somoza.
Ya para el 23 de abril había cerca de 30 muertos. Lejos de allí, en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, el rey de España le cedía la palabra al galardonado con el Premio Cervantes. Sergio Ramírez, cuya vida había transcurrido entre la revolución y la literatura, subió con dificultad las gradas empinadas hacia la cátedra plateresca. A mediados de los setenta, Ramírez había dejado su carrera de escritor para involucrarse en la lucha sandinista. Después sería vicepresidente del gobierno revolucionario, con Daniel Ortega como presidente.
Pero a mediados de los noventa se separaría del Frente Sandinista y de Ortega porque éste se negaba a democratizar el partido.
Las maderas crujían a cada paso de él, vencido por la altura, edad y corpulencia. Al empezar, con la voz triste, rompió el protocolo del saludo a las autoridades y pidió permiso para dedicar el premio a los jóvenes que en su país estaban luchando “sin más armas que sus ideales para que Nicaragua vuelva a ser República”. Esa frase, “que Nicaragua vuelva a ser República” fue una de las más célebres pronunciada por uno de los héroes asesinados en el país durante la dictadura de Somoza, el periodista Pedro Joaquín Chamorro.
Muchos de quienes estaban presentes aún recordaban la caída de Somoza, en 1979. Y la última gran revolución del siglo XX, la única que llegó al poder en Centroamérica, con un apoyo social casi unánime. En la plaza de la catedral vieja de Managua, el 19 de julio de aquel año, se congregaron cientos de miles de personas. Subidos a un camión de bomberos entraron los dirigentes de la Junta de Reconstrucción. En las imágenes de entonces se distinguen a Violeta Chamorro, la viuda de Pedro Joaquín y presidenta una década después. Y también a Daniel Ortega y Sergio Ramírez, todos saludando con el signo de la victoria.
La revolución inspiró a muchos jóvenes de la época. El padre de Colocho fue uno de ellos. Se hizo médico para ayudar a la revolución sandinista. Y su hijo ha escuchado sus aventuras durante años. Por eso, se decantó por la carrera de Medicina y dejó de practicar su deporte favorito: el boxeo. Además, durante la secundaria se enroló de voluntario con la Cruz Roja. No militó nunca ni simpatizó con el partido del gobierno de Ortega y Murillo. El sandinismo del que le hablaba su padre era diferente. Tenía “mística”, dice. Y me vuelve a sorprender.
Estamos frente a frente, a mediados de mayo, junto a sus compañeros. En el recinto universitario hay un aire a campamento juvenil, a fiesta. Huelo marihuana, veo botellas de ron, preservativos. Todo es un desorden. Ya empieza a llover en Managua y el bochorno habitual se agiganta. Sin embargo, el puesto médico está impecable. Es algo improvisado y lo han instalado en el jardín de infancia que se construyó para los bebés de los trabajadores de la universidad. Decenas de muchachos cubiertos con pañoletas azules y blancas (la bandera del país) deambulan, cada uno con tareas diferentes: limpieza, cocina, defensa. Cuando se cruzan se saludan chocando manos, hombros, cabezas, todo con la efusión de una bienvenida o una despedida. Ya ha habido algunos heridos. Ya ha habido algunos muertos. Han aprendido a hablarse con sus apodos, muchos de animales: Perro, Oso, Gato, Chocoyo.
—Lo que ha hecho Daniel Ortega va contra nuestra dignidad —dice Colocho mientras muestra el dispensario médico donde él mismo ha atendido algunos
heridos—. Desde que volvió al poder en 2007, lo concentró en gran parte de su familia. Desvió el apoyo de los fondos de Venezuela. Cambió la Constitución para su propio beneficio. Monopolizó los poderes del Estado. Amordazó a los medios. Reprimió a los campesinos. Los que protestaban contra el canal interoceánico.
Fuera del puesto médico, otros muchachos me enseñan lo que tienen para defenderse de los ataques de francotiradores y policías. “Éstos son los caramelos”. Veo seis morteros de fabricación casera. Algunos cocteles molotov. Todo para hacer ruido y poco más.
Gabriel Guzmán es un cirujano bariátrico que se gana la vida con pacientes que sufren de obesidad. Atiende en uno de los hospitales privados de Managua. Durante los días de mayo en los que conversamos, apenas tiene pacientes. Con el clima de violencia, las consultas han bajado y, en realidad, la mayoría de las operaciones que se han hecho han sido por heridas de bala.
Guzmán recoge y lleva material médico de urgencia a un puesto de salud que han instalado en una iglesia de la ciudad de Masaya, a 30 kilómetros de la capital. Esa ciudad es otro símbolo de la revolución sandinista, donde sin embargo se han levantado decenas de barricadas a modo de protesta y de defensa contra las fuerzas del régimen de Ortega. Guzmán, con poco más de 30 años, es además profesor de Medicina en una universidad privada. “Los que me sacaron a la calle fueron mis propios estudiantes”, dice. “Si ellos se arriesgaban a ayudar médicamente a otros jóvenes heridos, cómo me podía quedar de brazos cruzados”. Guzmán habla muy rápido, seguro, como si supiera las preguntas de antemano. De familia sandinista, votó en las elecciones de 2006 por Daniel Ortega. “Creí que había que darle una oportunidad y ver si podía hacerse ahora, en paz, lo que no se pudo durante los ochenta por culpa de la guerra. Ahora sé que me equivoqué”.
Guzmán no tenía experiencia en operar heridas de bala. Tampoco su colega, Julio Villanueva, que atendió, en la sala de emergencia de otro hospital, en un solo día de abril, a 22 heridos. “Para eso no estábamos preparados”, dice Villanueva. Él era parte del equipo que recibió a uno de los primeros menores de edad víctimas de la violencia. Se llamaba Álvaro Conrado y tenía 15 años. Era un estudiante de secundaria al que hirieron de un balazo en el cuello mientras llevaba agua a los universitarios que se habían refugiado en la catedral de Managua. Las últimas horas de Álvaro se retransmitieron en redes sociales. Lo mostraron mientras lo llevaban a una clínica del sistema público que le negó la atención, y mientras lo trasladaban al hospital donde atendía Villanueva, ya casi sin vida. También se oyeron sus últimas palabras: “Me duele respirar”. Esa frase, en pocos días, se reprodujo en pancartas y camisetas como un símbolo de la angustia de los jóvenes: “Me duele respirar”.
En los hospitales públicos es más difícil conseguir información, datos. Pero un cirujano que trabaja en uno de ellos, Mario Sánchez, da una cifra que revela la magnitud de lo ocurrido en Managua entre los meses de abril y julio. “Aquí, antes recibíamos a cinco heridos graves por accidentes de tráfico diariamente, y a un herido de bala a la semana. Ahora, es exactamente al revés: cinco de bala diarios, y uno de tráfico”.
En otro hospital privado, el doctor Isaías Montealegre está atendiendo a un niño de 13 años. Acaba de venir de Masaya. Una bala le atravesó el abdomen. Y aun así sobrevivirá. “Ha tenido suerte”, dice Montealegre. El chaval no puede hablar mucho. Tiene hambre. Lleva dos días con suero. Es muy delgado, la piel color café tostado. Me mira como queriendo hablar. Pero es su padre, al lado de la cama, el que me dice que son de Masaya. El niño se llama Héctor. El padre le enseñó su oficio de zapatero. “Y me ayuda, sobre todo en Navidad, cuando hay más pedidos, y él no va al colegio por vacaciones”. Pido hablar con el muchacho. ¿Se puede? Miro al doctor y al padre. Dicen que sí. Y le pregunto por qué le dispararon. “Porque estaba con los otros chavalos en el tranque (la barricada) de la placita de mi barrio”. Habla con esfuerzo, la voz raspada. ¿Y qué hacían? “Nada, sólo apoyar la protesta”. ¿Quién te disparó? “Un policía”. ¿Cómo lo sabes? “Porque estaban delante de nosotros. Pero como no estábamos haciendo nada, me confié”. ¿Tú tenías armas? “Sí”, me dice, “en el pantalón”. Era una tiradora (un tirachinas). ¿Por qué estabas protestando en la barricada? “Para que Daniel Ortega no mate a más niños”. Me lo dice así, en espera de otra pregunta, que ya no tengo.
Pocos días después, recibo un WhatsApp del doctor Montealegre. Héctor, el niño herido que logró sobrevivir, tuvo que huir a Costa Rica junto con su familia.
La “operación limpieza” se ejecutó con más dureza durante las semanas previas al 19 de julio, conmemoración del triunfo de la revolución. El 13, Daniel Ortega quería entrar en una Masaya libre de barricadas. En palabras del jefe de la policía de Masaya, había que eliminarlas “al coste que fuese”. Lo consiguió parcialmente porque aún resistía el barrio indígena de Monimbó. El comandante entró escoltado y con una caravana de automóviles de sus seguidores, pero le recibió una ciudad fantasma, casi sin gente en la calle, y tuvo que ir a dar un discurso al cuartel de la policía. Días después, una fuerza de entre 1 500 y 2 000 hombres fuertemente armados y en camionetas Hilux asediaron la ciudad, según testimoniaron las cámaras de los medios internacionales que se desplazaron a la zona, pero a los que no se dejó entrar a la ciudad. Hubo al menos tres muertos y varios heridos. Cientos de personas han huido de Masaya por la persecución casa por casa de las fuerzas regulares e irregulares del gobierno. Las familias de heridos y muertos también figuran en la lista de perseguidos.
Cuando llegó el 19, ya en la Plaza de la Fe, en Managua, durante la celebración sandinista, mucho menos concurrida que otros años, apenas quedaban barricadas en el país. Daniel Ortega acusó a los obispos de la iglesia católica de complicidad con los que llamó “terroristas y golpistas”. Sólo nombró a los policías muertos durante los enfrentamientos. Y de fondo, una canción que las redes sandinistas compartieron durante esos días: “Aunque te duela, Daniel se queda”.
Hay varias redes de voluntarios espontáneos, y otras de movimientos políticos opositores liberales, o incluso del mrs (Movimiento de Renovación Sandinista) que en su día fundase Sergio Ramírez, antes de abandonar la política, en un intento de aglutinar a los socialdemócratas que dejaron el Frente. Muchos de ellos se involucran en la ayuda de los heridos. Una de las líderes del mrs, Ana Margarita Vigil, confiesa que la clave de estas protestas estuvo en los muchachos de las universidades públicas. “Antes, éramos cuatro gatos en las manifestaciones, incluidos los estudiantes de las privadas. Pero a partir del 18 de abril, empezaron a sumarse los de la unan (la pública) y de otras facultades. Ésa fue la clave”.
Colocho no va a olvidar un día, a finales de abril.
—Vi morir, por primera vez, a dos personas en mis brazos. A uno de ellos, lo hirieron y cayó a mi lado. La herida le había afectado en la arteria subclavia y perdía mucha sangre. Queríamos trasladarlo al puesto médico. Pero la policía nos disparó una bomba lacrimógena allí mismo. Decidí aguantar mientras mi compañero perdía la conciencia. Por fin alguien consiguió traer un carro para llevarlo al hospital. Mientras lo llevábamos, pude ver cómo perdía fuerza. Se desvanecía. Aun así tuve la esperanza de que si llegaba al hospital… Si llegaba, sobreviviría. No fue así, lamentablemente.
—¿Y el otro?
—¿Cuál?
—El otro que viste morir.
—Sí. Vi morir a dos ese mismo día —me dice Colocho—. Y no puedo…
En ese momento, una compañera lo abraza. Hace días que Colocho está durmiendo, “haciendo turno”, en el puesto médico de la facultad. Todos los muchachos llevan el desvelo en el rostro, un color blanquecino, ojeras algo rosáceas. La compañera no deja de abrazarlo, después Colocho se va. Sus padres le han pedido que regrese a casa. La madre se ha enfermado y, además, temen por su vida. Viajará al día siguiente a casa de un familiar en Estados Unidos.
Entre el 13 y el 14 de julio, las fuerzas policiales y paramilitares de Ortega rodearon a la unan con unos 100 estudiantes dentro. Dispararon contra ellos durante 17 horas sin descanso. Algunos se refugiaron en la parroquia de la Divina Misericordia, muy cerca de la facultad. Allí también dispararon sin reparo. Jóvenes, periodistas y religiosos pasaron toda la noche en el suelo. Finalmente, la mediación de los obispos de la iglesia católica consiguió que se acabara el asedio. Esa noche hubo dos muertos. Uno de ellos, Gerald Vásquez, fallecido en la mesa del comedor de la casa del párroco porque la policía no permitió trasladarlo al hospital.
En declaraciones posteriores a Fox News (una de cuatro entrevistas a medios internacionales, ya que no da declaraciones a nacionales), el comandante Ortega no pudo negar el asedio a la universidad y a la iglesia, pero aseguró que ningún estudiante había muerto en el enfrentamiento.
La universidad volvió a abrir las aulas. Muchos estudiantes no han regresado. Colocho no sabe si podrá reanudar sus estudios de Medicina. Ahora desde lejos, por WhatsApp, dice que se siente como “muerto en vida”. Quisiera estar con los suyos, ayudando, haciendo lo que sabe.
—¿Qué es mejor? —pregunto— ¿Aprender a vivir resistiendo una dictadura unos cuantos años más sin enfrentarse abiertamente a ella, o que haya cientos, miles de muertos, para acortar su final?
—No sé, brother. Eso es difícil. Si se queda la dictadura, cuántos muertos habrá. ¿Y qué pasa con nuestra dignidad?
Otra vez esas palabras que no se escuchaban así en boca de tanto joven desde los años de la revolución de sus padres y abuelos. Por volver, han vuelto hasta los hermanos Mejía Godoy, que le pusieron música a la revolución sandinista y hoy se prodigan en nuevas letras para los estudiantes contra Ortega.
Hubo un hombre bueno que soñó con este momento. No con los muertos que resultarían, porque los hombres buenos no sueñan con muertos. Sabía que no podría verlo con sus ojos, pero lo profetizó pocos años antes de que ocurriera. Se llamaba Fernando Cardenal. Había liderado la lucha contra Somoza y la Cruzada de Alfabetización de la revolución sandinista. Se había separado del Frente durante los noventa, y no perdió la esperanza en los jóvenes. “Tengo la seguridad de que, llegado el momento, los jóvenes volverán a la calle a hacer historia”. Él había visto cómo miles de ellos, durante los ochenta, habían ayudado a reducir el analfabetismo en el país de más del 50% a apenas el 13%, aplicando los métodos de la educación popular del pedagogo Paulo Freire, conviviendo durante meses con familias campesinas a las que les enseñaron a leer. Fue un experimento social en que un país —el país urbanita, el país de las ciudades— se encontró con otro —el de las comunidades rurales—, produciendo un hermanamiento que perduró durante años. Supo de su heroicidad y su entrega. Pero se tienen que dar dos condiciones, dijo: “Una causa grande, importante, y que la lidere gente con autoridad moral”.
El mes de septiembre es el mes de la patria para la mayoría de los países centroamericanos. Nuevamente, el mes de las grandes palabras, como libertad o independencia. Después del pasado 19 de julio, Daniel Ortega logró reprimir con balas la mayoría de las protestas. Otro de sus hijos escribió en Twitter una frase de Sandino: “La libertad no se conquista con flores sino a balazos”. De los más de 300 muertos se cuentan también más de 20 simpatizantes sandinistas y policías. No siempre los disparos vinieron del lado gubernamental. Pero como ha testificado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la ejercida por Ortega ha sido una violencia desproporcionada y ha contado con el apoyo de grupos armados paramilitares con la consigna de disparar a matar.
Otra cita de Shakespeare abre la segunda parte de la última novela de Sergio Ramírez. Esta vez, de La tempestad: “El infierno se ha vaciado, y todos los demonios andan sueltos”. La cantidad de grupos armados irregulares que campean por las ciudades ya está fuera de control. El que hasta ahora se preciaba de ser el país más seguro de Centroamérica, pero el segundo más pobre de América Latina, se enfrenta a una incógnita. Si al principio los estudiantes exigían la renuncia de Ortega, de 72 años, la comunidad internacional ha sido más diplomática, como en el caso de la oea, y le ha urgido a un adelanto de elecciones. Las próximas, constitucionalmente, deben celebrarse a finales de 2021. La incógnita ahora es si se puede gobernar hasta entonces un país donde todos los demonios andan sueltos.
Sobrevivir a una masacre, o a la muerte violenta de personas cercanas cambia a cualquiera. Miles de jóvenes en Nicaragua ya no son los mismos. Han vivido demasiadas muertes. Pero el país de los poetas y los boxeadores, de los “lagos y volcanes” que cantó Darío, ya no es el mismo. Se pudo constatar en la marcha del día de las madres, el pasado 30 de mayo, la más multitudinaria jamás vista, con cientos de miles de personas que exigían sin miedo la renuncia de Ortega. La marcha acabó con una nueva masacre de 15 muertos. Pero antes de los disparos, miles de pancartas mostraban esas palabras que vuelven. Una niña llevaba a la espalda un cartel pintado por su madre. Decía “Ya falta poco, mi niña. Resiste”.
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