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¿Qué es tener sexo?

¿Qué es tener sexo?

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Con la expansión del catolicismo y sus vertientes cristianas, la vigilancia de la sexualidad propia y ajena asume una importancia desproporcionada en la sociedad. Ilustración: El Malpensante.
02
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25
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Tiempo de Lectura: 00 min

La metida de pata con una chica lesbiana es el punto de partida de una reflexión sobre ese doble rasero con el que muchos definen qué cuenta como sexo y qué no.

La pregunta parece tan obvia o ingenua que pensaríamos que nadie mayor de cierta edad necesitaría formularla. Es más, cada vez que la hago la gente se ríe, tuerce los ojos, me mira confundida y con algo de lástima, y emite esos resoplidos de incredulidad que se usan para negarse a contestar algo que sabemos ridículo o innecesario.

Sin embargo, la cosa es seria. Tan seria que históricamente ha tenido respuestas muy distintas, e impactos desiguales y a menudo devastadores dependiendo del género y la orientación sexual de las personas.

Empecé a darle vueltas por una serie de conversaciones cotidianas a lo largo de los años con amigos LGTBIQ+. Como mujer heterosexual y cis, el límite entre tener y no tener sexo me parecía clarísimo. Venía directamente de la educación de colegio católico a la que logré sobrevivir durante doce años, y del “sentido común”. Es decir, ese consenso ideológico que pasa por natural y obvio gracias a la repetición constante de un sinfín de películas, anécdotas, consejos bienintencionados de la parentela femenina y velada o explícitamente amenazantes de la masculina, y dichos que resaltaban el supuesto valor incuestionado de mi virginidad, que llegaban con toda esa sarta de metáforas desafortunadas (y a menudo florales).

Sin embargo, al hablar con mis amigos no heterosexuales y no cis (trans o no binaries), me fui dando cuenta de que teníamos ideas muy distintas de lo que tener y no tener sexo significaba. Por ejemplo, recuerdo que un amigo gay me estaba contando que el fin de semana había ido a un play party (es decir, una fiesta en la que puede haber relaciones sexuales) y tuvo sexo oral. Sin embargo, unos días después lo escuché quejarse de que no hacía mucho no tenía relaciones sexuales. Yo lo miré sorprendida y le recordé nuestra conversación reciente. El sorprendido entonces fue él. Con incredulidad me dijo:

–Pero es que eso no cuenta.

A lo que yo respondí:

–Se llama S E X O oral, ¿cómo no va a contar como sexo? 

Él simplemente se rio, y terminó la charla con un categórico:

–Pues, en el mundo gay no cuenta.

Para él, si no había penetración anal no había sexo.

Otra de las conversaciones más formativas para mí ocurrió con una amiga no binaria que se identificó durante mucho tiempo como lesbiana (así mismito... pero eso es tema de otra columna). No sé cómo llegamos al tema, pero recuerdo haberle dicho que si un hombre “me echaba dedo”, como vulgarmente se le dice a la penetración vaginal digital , y después salía a decir que había tenido sexo conmigo, yo estaría muy molesta, pues lo consideraría una mentira.

Mi amiga me miró con cierto descreimiento, pero sobre todo con esa desaprobación cansada de quien ha tenido que explicar algo muchas veces en su vida y en momentos como ese considera su labor inútil. Sin embargo, a mí me parecía que mi respuesta era tan obvia y factualmente correcta que me demoré en entender su cara de reprobación. No era una reprobación moral, como temí en un principio, sino un gesto de genuino asombro ante mi ignorancia sexual.

Siguió entonces la inevitable pregunta retórica:

–Ah, ¿no? ¿Y por qué no? 

Yo ya sabía que andaba en terreno pantanoso, pero no se me ocurrió nada mejor que decir, y, aferrándome a décadas de escasísima educación sexual de colegio católico y experiencias sexuales variopintas pero necesariamente heterosexuales, seguí hundiéndome más y más, y dije en un tonitode ir pidiendo disculpas por adelantado:

–Pues porque no me lo metió.

Entonces me di cuenta de que, pese a lo deconstruida, liberal y sex-positive que me venía creyendo hace años, todavía tenía muy arraigada una visión de la sexualidad altamente jerárquica y heteronormativa.

Jerárquica porque dictamina que ciertos actos sexuales no tienen valor en sí mismos, sino que hacen parte de una escalera ascendente de acciones cuya principal función es conducir al coito genital heterosexual. Y heteronormativa porque toma a la pareja heterosexual y al sexo penetrativo genital y (al menos potencialmente) reproductivo como modelo de lo que es tener sexo. Los actos sexuales que no encajan en esa definición son vistos como inanes, o tildados de pecaminosos, aberrados o patológicos.

Te recomendamos leer: "Chemsex: La feria del cristal y el sexo, un malabar entre el placer y la muerte"

Así que para mí la cosa era simple: si no había penetración con un pene, no había sexo.

Mi amiga sonrió con esa sonrisita que ponen los amigos cuando acabamos de decir algo con lo que nos la van a montar el resto de la vida, y dijo, midiendo muy bien sus palabras:

–Ah, ¿entonces las lesbianas somos todas vírgenes? Digo, porque como lo que hacemos no cuenta como sexo...

La anécdota parece trivial. Sin embargo, además de ganarme el merecido y vitalicio escarnio de mis amigas lesbianas, estas conversaciones apuntan a una larga y a menudo violenta historia. Qué “cuenta” como tener sexo y qué no, qué actos sexuales tienen más significado que otros, quién pueden hacerlos y en qué condiciones es algo que ha tenido, y continúa teniendo, múltiples y usualmente desafortunadas consecuencias para la vida de las mujeres y las personas LGTBIQ+.

Aunque a través de la historia han existido distintas visiones que vinculan el valor de la mujer a su pureza sexual, la visión moderna proviene de la Suma teológica de santo Tomás de Aquino. En este tratado, santo Tomás elabora su influyente idea de la “ley natural”, la cual considera que la reproducción es el único fin legítimo de la sexualidad humana, y pone a la procreación en el centro de los principios morales que garantizan el bien común. Santo Tomás es entonces minucioso al definir y regular los actos sexuales, clasificando como pecados graves y contrarios a la ley natural a todos aquellos que no tienen potencial reproductivo, incluyendo la masturbación y el sexo oral y anal, entre otros. Además, estas ideas vienen anudadas a estrictas formulaciones sobre el género, y desde ahí crean y naturalizan una relación de causalidad entre el rol reproductivo y el social, político y económico.

Con la expansión del catolicismo y sus vertientes cristianas, la vigilancia de la sexualidad propia y ajena asume una importancia desproporcionada en la sociedad, y se impondría a sangre y fuego durante la Conquista en las poblaciones indígenas, muchas de las cuales tenían ideas muy distintas de la sexualidad, los roles, las identidades y las expresiones de género.

Aunque bastante ha cambiado desde entonces, esta ideología persiste en el tiempo, si bien los argumentos que la sostienen han ido pasando de lo religioso a lo criminal o patológico, y continúan como un fuerte estigma social.

Más aún, la idea de que la sexualidad humana está definida por su potencial reproductivo convierte a las relaciones genitales penetrativas heterosexuales en la definición del acto sexual por excelencia, y hace del control del cuerpo femenino una necesidad para garantizar la continuación incuestionada del linaje del esposo. Por eso, a diferencia de los hombres, las dos acciones más duramente penalizadas para una mujer –aquellas que antes podían incluso llegar a la pena de muerte y que hoy en día siguen teniendo una sanción social mucho más fuerte para las mujeres que para los hombres– tienen que ver con su conducta sexual: el no ser vírgenes o “puras” sexualmente, y la infidelidad.

En el primer caso, el de la virginidad, la ideología religiosa ha contado además con el apoyo de la ciencia. Aunque esto ya no es un principio científico, la idea de que el himen determina la virginidad de las mujeres, y de que la penetración anal o vaginal es lo que traza la línea entre lo que es y no es sexo, sigue estando ampliamente expandida.

Esto llevó a que durante siglos se hicieran “pruebas de virginidad” que iban desde hacer exámenes ginecológicos por el recto para evitar “romper el himen”, la exhibición de “la sábana del honor” tras la noche de bodas, o tests más “científicos” y “modernos” que aseguraban que el volumen de la vagina de una mujer virgen era de un dedo y el de las mujeres que no lo eran, entre dos y tres.

Nada similar existe en el caso de los hombres. No hay teorías que vinculen la sexualidad masculina con ninguna característica de su cuerpo, ni se han creado pruebas “científicas” que supuestamente comprueben la pureza sexual de un hombre. En este caso, la presión social (sin impactos legales) es la contraria: castiga la falta de experiencia sexual como señal de una masculinidad débil o defectuosa. Solo en el caso de la homosexualidad han sufrido los hombres una vigilancia y una persecución similar a la que han enfrentado las mujeres.

Esto se debe a que el énfasis fálico en el acto sexual nos devuelve, por un lado, a mi noción heterosexista de que “lo que hacen las lesbianas no cuenta”, y por el otro lleva a que las relaciones sexuales entre hombres sean tildadas de particularmente perversas al asociarlas con un desbordamiento y un exceso sexual debido a su mayor capacidad penetrativa.

Lo anterior explica por qué, históricamente, la gran mayoría de leyes “anti sodomía” o solo incluyen explícitamente el sexo entre hombres, o su aplicación persigue casi exclusivamente la homosexualidad masculina. Es más, debido a esta visión, la contraparte del hombre homosexual (o “sodomita”), en lo que respecta a la persecución religiosa, legal y policial, no ha sido necesariamente la lesbiana, sino la mujer que no es, la adúltera o la trabajadora sexual. Es decir, mujeres cuya “mala conducta” o “lascivia descontrolada” amenazan las ideas de pureza femenina sobre las cuales se basa una buena parte de los roles sociales y los guiones sexuales que atraviesan nuestra sociedad.

Te podría interesar: "Crusishing: romper la ciudad heterosexual"

Esto no quiere decir que las mujeres lesbianas no hayan sufrido persecución religiosa, social, política y judicial durante siglos. Por supuesto que sí. Pero su principal desafío a la sociedad no es necesaria ni exclusivamente su comportamiento sexual (pues a menudo han sido consideradas incluso como célibes), sino la enorme amenaza sociopolítica que implica que una mujer no se someta a la tutela masculina, lo cual ha demostrado la posibilidad de vivir una vida plena y satisfecha sin hombres, más allá de lo sexual.

Sin duda, mucho ha cambiado. Sin embargo, aún existen remanentes de estas nociones. Por ejemplo, en países como Irán o Turkmenistán todavía es común exigirles “pruebas de virginidad” a las adolescentes o mujeres comprometidas a casarse. Además, en la industria de la explotación sexual se sigue comerciando con la virginidad, usualmente de menores de edad, una prueba de que aún existen millones de hombres heterosexuales que la consideran valiosa en el sentido más mercantilista del término, y están dispuestos a pagar por cometer este tipo de violencia sexual. Una versión más cotidiana de esta distinción entre las mujeres según sus relaciones sexuales o maritales con los hombres es la tozuda permanencia de la distinción entre “señora” y “señorita”. Como expliqué en otra parte, un término similar para hombres resulta ridículo y risible hoy en día, pero seguimos usándolo constantemente para clasificar a las mujeres. Finalmente, otra consecuencia inesperada del énfasis en la penetración vaginal en el sexo heterosexual es lo que se ha llamado “la brecha del orgasmo”. El término se refiere a que mientras el 92 % de los hombres heterosexuales alcanzan el orgasmo en sus encuentros sexuales, solo el 25 % de las mujeres heterosexuales dice lo mismo. No obstante, en el supuesto sexo no sexo entre mujeres, el 86 % reporta alcanzar el orgasmo siempre.

Además, las derogaciones de numerosas leyes basadas en estas ideas son mucho más recientes de lo que pensaríamos o aún son una deuda pendiente. Por ejemplo, la “sodomía” solo fue descriminalizada por completo en los Estados Unidos en 2003, y aún existen 67 países en el mundo que continúan castigando las relaciones sexuales consentidas entre adultos del mismo sexo, al menos seis de ellos con pena de muerte. Lo anterior viola un sinnúmero de derechos humanos, incluyendo uno de los más básicos: el de estar en una relación plena con la persona que se ama, independientemente de su género.

Todo lo anterior muestra que estas visiones tan limitadas y limitantes de la sexualidad y las relaciones humanas no solo han llevado a la estigmatización, criminalización, patologización, persecución, tortura y asesinato de miles de mujeres y personas LGTBIQ+ en el mundo, sino que continúan impactando desde los aspectos más macro de una sociedad, como la economía, hasta aquellos más íntimos que en apariencia no tendrían nada que ver con ideologías, como la cantidad y calidad de placer que se nos permite o nos atrevemos a experimentar.

Así, les invito a que en la próxima reunión social, o en algunos de sus muchos chats suelten la preguntica en apariencia obvia y medio ridícula de “qué es tener sexo”, y a que acojan y disfruten las preguntas y conversaciones que irán saliendo, recordándonos que, como siempre que de sexo se trata, lo mejor suelen ser esas cosas que creíamos saber perfectamente pero que, dependiendo del contexto, el paso del tiempo y los actores involucrados, siguen adquiriendo nuevos –y ojalá también más placenteros y liberadores–significados.

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La metida de pata con una chica lesbiana es el punto de partida de una reflexión sobre ese doble rasero con el que muchos definen qué cuenta como sexo y qué no.

La pregunta parece tan obvia o ingenua que pensaríamos que nadie mayor de cierta edad necesitaría formularla. Es más, cada vez que la hago la gente se ríe, tuerce los ojos, me mira confundida y con algo de lástima, y emite esos resoplidos de incredulidad que se usan para negarse a contestar algo que sabemos ridículo o innecesario.

Sin embargo, la cosa es seria. Tan seria que históricamente ha tenido respuestas muy distintas, e impactos desiguales y a menudo devastadores dependiendo del género y la orientación sexual de las personas.

Empecé a darle vueltas por una serie de conversaciones cotidianas a lo largo de los años con amigos LGTBIQ+. Como mujer heterosexual y cis, el límite entre tener y no tener sexo me parecía clarísimo. Venía directamente de la educación de colegio católico a la que logré sobrevivir durante doce años, y del “sentido común”. Es decir, ese consenso ideológico que pasa por natural y obvio gracias a la repetición constante de un sinfín de películas, anécdotas, consejos bienintencionados de la parentela femenina y velada o explícitamente amenazantes de la masculina, y dichos que resaltaban el supuesto valor incuestionado de mi virginidad, que llegaban con toda esa sarta de metáforas desafortunadas (y a menudo florales).

Sin embargo, al hablar con mis amigos no heterosexuales y no cis (trans o no binaries), me fui dando cuenta de que teníamos ideas muy distintas de lo que tener y no tener sexo significaba. Por ejemplo, recuerdo que un amigo gay me estaba contando que el fin de semana había ido a un play party (es decir, una fiesta en la que puede haber relaciones sexuales) y tuvo sexo oral. Sin embargo, unos días después lo escuché quejarse de que no hacía mucho no tenía relaciones sexuales. Yo lo miré sorprendida y le recordé nuestra conversación reciente. El sorprendido entonces fue él. Con incredulidad me dijo:

–Pero es que eso no cuenta.

A lo que yo respondí:

–Se llama S E X O oral, ¿cómo no va a contar como sexo? 

Él simplemente se rio, y terminó la charla con un categórico:

–Pues, en el mundo gay no cuenta.

Para él, si no había penetración anal no había sexo.

Otra de las conversaciones más formativas para mí ocurrió con una amiga no binaria que se identificó durante mucho tiempo como lesbiana (así mismito... pero eso es tema de otra columna). No sé cómo llegamos al tema, pero recuerdo haberle dicho que si un hombre “me echaba dedo”, como vulgarmente se le dice a la penetración vaginal digital , y después salía a decir que había tenido sexo conmigo, yo estaría muy molesta, pues lo consideraría una mentira.

Mi amiga me miró con cierto descreimiento, pero sobre todo con esa desaprobación cansada de quien ha tenido que explicar algo muchas veces en su vida y en momentos como ese considera su labor inútil. Sin embargo, a mí me parecía que mi respuesta era tan obvia y factualmente correcta que me demoré en entender su cara de reprobación. No era una reprobación moral, como temí en un principio, sino un gesto de genuino asombro ante mi ignorancia sexual.

Siguió entonces la inevitable pregunta retórica:

–Ah, ¿no? ¿Y por qué no? 

Yo ya sabía que andaba en terreno pantanoso, pero no se me ocurrió nada mejor que decir, y, aferrándome a décadas de escasísima educación sexual de colegio católico y experiencias sexuales variopintas pero necesariamente heterosexuales, seguí hundiéndome más y más, y dije en un tonitode ir pidiendo disculpas por adelantado:

–Pues porque no me lo metió.

Entonces me di cuenta de que, pese a lo deconstruida, liberal y sex-positive que me venía creyendo hace años, todavía tenía muy arraigada una visión de la sexualidad altamente jerárquica y heteronormativa.

Jerárquica porque dictamina que ciertos actos sexuales no tienen valor en sí mismos, sino que hacen parte de una escalera ascendente de acciones cuya principal función es conducir al coito genital heterosexual. Y heteronormativa porque toma a la pareja heterosexual y al sexo penetrativo genital y (al menos potencialmente) reproductivo como modelo de lo que es tener sexo. Los actos sexuales que no encajan en esa definición son vistos como inanes, o tildados de pecaminosos, aberrados o patológicos.

Te recomendamos leer: "Chemsex: La feria del cristal y el sexo, un malabar entre el placer y la muerte"

Así que para mí la cosa era simple: si no había penetración con un pene, no había sexo.

Mi amiga sonrió con esa sonrisita que ponen los amigos cuando acabamos de decir algo con lo que nos la van a montar el resto de la vida, y dijo, midiendo muy bien sus palabras:

–Ah, ¿entonces las lesbianas somos todas vírgenes? Digo, porque como lo que hacemos no cuenta como sexo...

La anécdota parece trivial. Sin embargo, además de ganarme el merecido y vitalicio escarnio de mis amigas lesbianas, estas conversaciones apuntan a una larga y a menudo violenta historia. Qué “cuenta” como tener sexo y qué no, qué actos sexuales tienen más significado que otros, quién pueden hacerlos y en qué condiciones es algo que ha tenido, y continúa teniendo, múltiples y usualmente desafortunadas consecuencias para la vida de las mujeres y las personas LGTBIQ+.

Aunque a través de la historia han existido distintas visiones que vinculan el valor de la mujer a su pureza sexual, la visión moderna proviene de la Suma teológica de santo Tomás de Aquino. En este tratado, santo Tomás elabora su influyente idea de la “ley natural”, la cual considera que la reproducción es el único fin legítimo de la sexualidad humana, y pone a la procreación en el centro de los principios morales que garantizan el bien común. Santo Tomás es entonces minucioso al definir y regular los actos sexuales, clasificando como pecados graves y contrarios a la ley natural a todos aquellos que no tienen potencial reproductivo, incluyendo la masturbación y el sexo oral y anal, entre otros. Además, estas ideas vienen anudadas a estrictas formulaciones sobre el género, y desde ahí crean y naturalizan una relación de causalidad entre el rol reproductivo y el social, político y económico.

Con la expansión del catolicismo y sus vertientes cristianas, la vigilancia de la sexualidad propia y ajena asume una importancia desproporcionada en la sociedad, y se impondría a sangre y fuego durante la Conquista en las poblaciones indígenas, muchas de las cuales tenían ideas muy distintas de la sexualidad, los roles, las identidades y las expresiones de género.

Aunque bastante ha cambiado desde entonces, esta ideología persiste en el tiempo, si bien los argumentos que la sostienen han ido pasando de lo religioso a lo criminal o patológico, y continúan como un fuerte estigma social.

Más aún, la idea de que la sexualidad humana está definida por su potencial reproductivo convierte a las relaciones genitales penetrativas heterosexuales en la definición del acto sexual por excelencia, y hace del control del cuerpo femenino una necesidad para garantizar la continuación incuestionada del linaje del esposo. Por eso, a diferencia de los hombres, las dos acciones más duramente penalizadas para una mujer –aquellas que antes podían incluso llegar a la pena de muerte y que hoy en día siguen teniendo una sanción social mucho más fuerte para las mujeres que para los hombres– tienen que ver con su conducta sexual: el no ser vírgenes o “puras” sexualmente, y la infidelidad.

En el primer caso, el de la virginidad, la ideología religiosa ha contado además con el apoyo de la ciencia. Aunque esto ya no es un principio científico, la idea de que el himen determina la virginidad de las mujeres, y de que la penetración anal o vaginal es lo que traza la línea entre lo que es y no es sexo, sigue estando ampliamente expandida.

Esto llevó a que durante siglos se hicieran “pruebas de virginidad” que iban desde hacer exámenes ginecológicos por el recto para evitar “romper el himen”, la exhibición de “la sábana del honor” tras la noche de bodas, o tests más “científicos” y “modernos” que aseguraban que el volumen de la vagina de una mujer virgen era de un dedo y el de las mujeres que no lo eran, entre dos y tres.

Nada similar existe en el caso de los hombres. No hay teorías que vinculen la sexualidad masculina con ninguna característica de su cuerpo, ni se han creado pruebas “científicas” que supuestamente comprueben la pureza sexual de un hombre. En este caso, la presión social (sin impactos legales) es la contraria: castiga la falta de experiencia sexual como señal de una masculinidad débil o defectuosa. Solo en el caso de la homosexualidad han sufrido los hombres una vigilancia y una persecución similar a la que han enfrentado las mujeres.

Esto se debe a que el énfasis fálico en el acto sexual nos devuelve, por un lado, a mi noción heterosexista de que “lo que hacen las lesbianas no cuenta”, y por el otro lleva a que las relaciones sexuales entre hombres sean tildadas de particularmente perversas al asociarlas con un desbordamiento y un exceso sexual debido a su mayor capacidad penetrativa.

Lo anterior explica por qué, históricamente, la gran mayoría de leyes “anti sodomía” o solo incluyen explícitamente el sexo entre hombres, o su aplicación persigue casi exclusivamente la homosexualidad masculina. Es más, debido a esta visión, la contraparte del hombre homosexual (o “sodomita”), en lo que respecta a la persecución religiosa, legal y policial, no ha sido necesariamente la lesbiana, sino la mujer que no es, la adúltera o la trabajadora sexual. Es decir, mujeres cuya “mala conducta” o “lascivia descontrolada” amenazan las ideas de pureza femenina sobre las cuales se basa una buena parte de los roles sociales y los guiones sexuales que atraviesan nuestra sociedad.

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Esto no quiere decir que las mujeres lesbianas no hayan sufrido persecución religiosa, social, política y judicial durante siglos. Por supuesto que sí. Pero su principal desafío a la sociedad no es necesaria ni exclusivamente su comportamiento sexual (pues a menudo han sido consideradas incluso como célibes), sino la enorme amenaza sociopolítica que implica que una mujer no se someta a la tutela masculina, lo cual ha demostrado la posibilidad de vivir una vida plena y satisfecha sin hombres, más allá de lo sexual.

Sin duda, mucho ha cambiado. Sin embargo, aún existen remanentes de estas nociones. Por ejemplo, en países como Irán o Turkmenistán todavía es común exigirles “pruebas de virginidad” a las adolescentes o mujeres comprometidas a casarse. Además, en la industria de la explotación sexual se sigue comerciando con la virginidad, usualmente de menores de edad, una prueba de que aún existen millones de hombres heterosexuales que la consideran valiosa en el sentido más mercantilista del término, y están dispuestos a pagar por cometer este tipo de violencia sexual. Una versión más cotidiana de esta distinción entre las mujeres según sus relaciones sexuales o maritales con los hombres es la tozuda permanencia de la distinción entre “señora” y “señorita”. Como expliqué en otra parte, un término similar para hombres resulta ridículo y risible hoy en día, pero seguimos usándolo constantemente para clasificar a las mujeres. Finalmente, otra consecuencia inesperada del énfasis en la penetración vaginal en el sexo heterosexual es lo que se ha llamado “la brecha del orgasmo”. El término se refiere a que mientras el 92 % de los hombres heterosexuales alcanzan el orgasmo en sus encuentros sexuales, solo el 25 % de las mujeres heterosexuales dice lo mismo. No obstante, en el supuesto sexo no sexo entre mujeres, el 86 % reporta alcanzar el orgasmo siempre.

Además, las derogaciones de numerosas leyes basadas en estas ideas son mucho más recientes de lo que pensaríamos o aún son una deuda pendiente. Por ejemplo, la “sodomía” solo fue descriminalizada por completo en los Estados Unidos en 2003, y aún existen 67 países en el mundo que continúan castigando las relaciones sexuales consentidas entre adultos del mismo sexo, al menos seis de ellos con pena de muerte. Lo anterior viola un sinnúmero de derechos humanos, incluyendo uno de los más básicos: el de estar en una relación plena con la persona que se ama, independientemente de su género.

Todo lo anterior muestra que estas visiones tan limitadas y limitantes de la sexualidad y las relaciones humanas no solo han llevado a la estigmatización, criminalización, patologización, persecución, tortura y asesinato de miles de mujeres y personas LGTBIQ+ en el mundo, sino que continúan impactando desde los aspectos más macro de una sociedad, como la economía, hasta aquellos más íntimos que en apariencia no tendrían nada que ver con ideologías, como la cantidad y calidad de placer que se nos permite o nos atrevemos a experimentar.

Así, les invito a que en la próxima reunión social, o en algunos de sus muchos chats suelten la preguntica en apariencia obvia y medio ridícula de “qué es tener sexo”, y a que acojan y disfruten las preguntas y conversaciones que irán saliendo, recordándonos que, como siempre que de sexo se trata, lo mejor suelen ser esas cosas que creíamos saber perfectamente pero que, dependiendo del contexto, el paso del tiempo y los actores involucrados, siguen adquiriendo nuevos –y ojalá también más placenteros y liberadores–significados.

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Tiempo de Lectura: 00 min

La metida de pata con una chica lesbiana es el punto de partida de una reflexión sobre ese doble rasero con el que muchos definen qué cuenta como sexo y qué no.

La pregunta parece tan obvia o ingenua que pensaríamos que nadie mayor de cierta edad necesitaría formularla. Es más, cada vez que la hago la gente se ríe, tuerce los ojos, me mira confundida y con algo de lástima, y emite esos resoplidos de incredulidad que se usan para negarse a contestar algo que sabemos ridículo o innecesario.

Sin embargo, la cosa es seria. Tan seria que históricamente ha tenido respuestas muy distintas, e impactos desiguales y a menudo devastadores dependiendo del género y la orientación sexual de las personas.

Empecé a darle vueltas por una serie de conversaciones cotidianas a lo largo de los años con amigos LGTBIQ+. Como mujer heterosexual y cis, el límite entre tener y no tener sexo me parecía clarísimo. Venía directamente de la educación de colegio católico a la que logré sobrevivir durante doce años, y del “sentido común”. Es decir, ese consenso ideológico que pasa por natural y obvio gracias a la repetición constante de un sinfín de películas, anécdotas, consejos bienintencionados de la parentela femenina y velada o explícitamente amenazantes de la masculina, y dichos que resaltaban el supuesto valor incuestionado de mi virginidad, que llegaban con toda esa sarta de metáforas desafortunadas (y a menudo florales).

Sin embargo, al hablar con mis amigos no heterosexuales y no cis (trans o no binaries), me fui dando cuenta de que teníamos ideas muy distintas de lo que tener y no tener sexo significaba. Por ejemplo, recuerdo que un amigo gay me estaba contando que el fin de semana había ido a un play party (es decir, una fiesta en la que puede haber relaciones sexuales) y tuvo sexo oral. Sin embargo, unos días después lo escuché quejarse de que no hacía mucho no tenía relaciones sexuales. Yo lo miré sorprendida y le recordé nuestra conversación reciente. El sorprendido entonces fue él. Con incredulidad me dijo:

–Pero es que eso no cuenta.

A lo que yo respondí:

–Se llama S E X O oral, ¿cómo no va a contar como sexo? 

Él simplemente se rio, y terminó la charla con un categórico:

–Pues, en el mundo gay no cuenta.

Para él, si no había penetración anal no había sexo.

Otra de las conversaciones más formativas para mí ocurrió con una amiga no binaria que se identificó durante mucho tiempo como lesbiana (así mismito... pero eso es tema de otra columna). No sé cómo llegamos al tema, pero recuerdo haberle dicho que si un hombre “me echaba dedo”, como vulgarmente se le dice a la penetración vaginal digital , y después salía a decir que había tenido sexo conmigo, yo estaría muy molesta, pues lo consideraría una mentira.

Mi amiga me miró con cierto descreimiento, pero sobre todo con esa desaprobación cansada de quien ha tenido que explicar algo muchas veces en su vida y en momentos como ese considera su labor inútil. Sin embargo, a mí me parecía que mi respuesta era tan obvia y factualmente correcta que me demoré en entender su cara de reprobación. No era una reprobación moral, como temí en un principio, sino un gesto de genuino asombro ante mi ignorancia sexual.

Siguió entonces la inevitable pregunta retórica:

–Ah, ¿no? ¿Y por qué no? 

Yo ya sabía que andaba en terreno pantanoso, pero no se me ocurrió nada mejor que decir, y, aferrándome a décadas de escasísima educación sexual de colegio católico y experiencias sexuales variopintas pero necesariamente heterosexuales, seguí hundiéndome más y más, y dije en un tonitode ir pidiendo disculpas por adelantado:

–Pues porque no me lo metió.

Entonces me di cuenta de que, pese a lo deconstruida, liberal y sex-positive que me venía creyendo hace años, todavía tenía muy arraigada una visión de la sexualidad altamente jerárquica y heteronormativa.

Jerárquica porque dictamina que ciertos actos sexuales no tienen valor en sí mismos, sino que hacen parte de una escalera ascendente de acciones cuya principal función es conducir al coito genital heterosexual. Y heteronormativa porque toma a la pareja heterosexual y al sexo penetrativo genital y (al menos potencialmente) reproductivo como modelo de lo que es tener sexo. Los actos sexuales que no encajan en esa definición son vistos como inanes, o tildados de pecaminosos, aberrados o patológicos.

Te recomendamos leer: "Chemsex: La feria del cristal y el sexo, un malabar entre el placer y la muerte"

Así que para mí la cosa era simple: si no había penetración con un pene, no había sexo.

Mi amiga sonrió con esa sonrisita que ponen los amigos cuando acabamos de decir algo con lo que nos la van a montar el resto de la vida, y dijo, midiendo muy bien sus palabras:

–Ah, ¿entonces las lesbianas somos todas vírgenes? Digo, porque como lo que hacemos no cuenta como sexo...

La anécdota parece trivial. Sin embargo, además de ganarme el merecido y vitalicio escarnio de mis amigas lesbianas, estas conversaciones apuntan a una larga y a menudo violenta historia. Qué “cuenta” como tener sexo y qué no, qué actos sexuales tienen más significado que otros, quién pueden hacerlos y en qué condiciones es algo que ha tenido, y continúa teniendo, múltiples y usualmente desafortunadas consecuencias para la vida de las mujeres y las personas LGTBIQ+.

Aunque a través de la historia han existido distintas visiones que vinculan el valor de la mujer a su pureza sexual, la visión moderna proviene de la Suma teológica de santo Tomás de Aquino. En este tratado, santo Tomás elabora su influyente idea de la “ley natural”, la cual considera que la reproducción es el único fin legítimo de la sexualidad humana, y pone a la procreación en el centro de los principios morales que garantizan el bien común. Santo Tomás es entonces minucioso al definir y regular los actos sexuales, clasificando como pecados graves y contrarios a la ley natural a todos aquellos que no tienen potencial reproductivo, incluyendo la masturbación y el sexo oral y anal, entre otros. Además, estas ideas vienen anudadas a estrictas formulaciones sobre el género, y desde ahí crean y naturalizan una relación de causalidad entre el rol reproductivo y el social, político y económico.

Con la expansión del catolicismo y sus vertientes cristianas, la vigilancia de la sexualidad propia y ajena asume una importancia desproporcionada en la sociedad, y se impondría a sangre y fuego durante la Conquista en las poblaciones indígenas, muchas de las cuales tenían ideas muy distintas de la sexualidad, los roles, las identidades y las expresiones de género.

Aunque bastante ha cambiado desde entonces, esta ideología persiste en el tiempo, si bien los argumentos que la sostienen han ido pasando de lo religioso a lo criminal o patológico, y continúan como un fuerte estigma social.

Más aún, la idea de que la sexualidad humana está definida por su potencial reproductivo convierte a las relaciones genitales penetrativas heterosexuales en la definición del acto sexual por excelencia, y hace del control del cuerpo femenino una necesidad para garantizar la continuación incuestionada del linaje del esposo. Por eso, a diferencia de los hombres, las dos acciones más duramente penalizadas para una mujer –aquellas que antes podían incluso llegar a la pena de muerte y que hoy en día siguen teniendo una sanción social mucho más fuerte para las mujeres que para los hombres– tienen que ver con su conducta sexual: el no ser vírgenes o “puras” sexualmente, y la infidelidad.

En el primer caso, el de la virginidad, la ideología religiosa ha contado además con el apoyo de la ciencia. Aunque esto ya no es un principio científico, la idea de que el himen determina la virginidad de las mujeres, y de que la penetración anal o vaginal es lo que traza la línea entre lo que es y no es sexo, sigue estando ampliamente expandida.

Esto llevó a que durante siglos se hicieran “pruebas de virginidad” que iban desde hacer exámenes ginecológicos por el recto para evitar “romper el himen”, la exhibición de “la sábana del honor” tras la noche de bodas, o tests más “científicos” y “modernos” que aseguraban que el volumen de la vagina de una mujer virgen era de un dedo y el de las mujeres que no lo eran, entre dos y tres.

Nada similar existe en el caso de los hombres. No hay teorías que vinculen la sexualidad masculina con ninguna característica de su cuerpo, ni se han creado pruebas “científicas” que supuestamente comprueben la pureza sexual de un hombre. En este caso, la presión social (sin impactos legales) es la contraria: castiga la falta de experiencia sexual como señal de una masculinidad débil o defectuosa. Solo en el caso de la homosexualidad han sufrido los hombres una vigilancia y una persecución similar a la que han enfrentado las mujeres.

Esto se debe a que el énfasis fálico en el acto sexual nos devuelve, por un lado, a mi noción heterosexista de que “lo que hacen las lesbianas no cuenta”, y por el otro lleva a que las relaciones sexuales entre hombres sean tildadas de particularmente perversas al asociarlas con un desbordamiento y un exceso sexual debido a su mayor capacidad penetrativa.

Lo anterior explica por qué, históricamente, la gran mayoría de leyes “anti sodomía” o solo incluyen explícitamente el sexo entre hombres, o su aplicación persigue casi exclusivamente la homosexualidad masculina. Es más, debido a esta visión, la contraparte del hombre homosexual (o “sodomita”), en lo que respecta a la persecución religiosa, legal y policial, no ha sido necesariamente la lesbiana, sino la mujer que no es, la adúltera o la trabajadora sexual. Es decir, mujeres cuya “mala conducta” o “lascivia descontrolada” amenazan las ideas de pureza femenina sobre las cuales se basa una buena parte de los roles sociales y los guiones sexuales que atraviesan nuestra sociedad.

Te podría interesar: "Crusishing: romper la ciudad heterosexual"

Esto no quiere decir que las mujeres lesbianas no hayan sufrido persecución religiosa, social, política y judicial durante siglos. Por supuesto que sí. Pero su principal desafío a la sociedad no es necesaria ni exclusivamente su comportamiento sexual (pues a menudo han sido consideradas incluso como célibes), sino la enorme amenaza sociopolítica que implica que una mujer no se someta a la tutela masculina, lo cual ha demostrado la posibilidad de vivir una vida plena y satisfecha sin hombres, más allá de lo sexual.

Sin duda, mucho ha cambiado. Sin embargo, aún existen remanentes de estas nociones. Por ejemplo, en países como Irán o Turkmenistán todavía es común exigirles “pruebas de virginidad” a las adolescentes o mujeres comprometidas a casarse. Además, en la industria de la explotación sexual se sigue comerciando con la virginidad, usualmente de menores de edad, una prueba de que aún existen millones de hombres heterosexuales que la consideran valiosa en el sentido más mercantilista del término, y están dispuestos a pagar por cometer este tipo de violencia sexual. Una versión más cotidiana de esta distinción entre las mujeres según sus relaciones sexuales o maritales con los hombres es la tozuda permanencia de la distinción entre “señora” y “señorita”. Como expliqué en otra parte, un término similar para hombres resulta ridículo y risible hoy en día, pero seguimos usándolo constantemente para clasificar a las mujeres. Finalmente, otra consecuencia inesperada del énfasis en la penetración vaginal en el sexo heterosexual es lo que se ha llamado “la brecha del orgasmo”. El término se refiere a que mientras el 92 % de los hombres heterosexuales alcanzan el orgasmo en sus encuentros sexuales, solo el 25 % de las mujeres heterosexuales dice lo mismo. No obstante, en el supuesto sexo no sexo entre mujeres, el 86 % reporta alcanzar el orgasmo siempre.

Además, las derogaciones de numerosas leyes basadas en estas ideas son mucho más recientes de lo que pensaríamos o aún son una deuda pendiente. Por ejemplo, la “sodomía” solo fue descriminalizada por completo en los Estados Unidos en 2003, y aún existen 67 países en el mundo que continúan castigando las relaciones sexuales consentidas entre adultos del mismo sexo, al menos seis de ellos con pena de muerte. Lo anterior viola un sinnúmero de derechos humanos, incluyendo uno de los más básicos: el de estar en una relación plena con la persona que se ama, independientemente de su género.

Todo lo anterior muestra que estas visiones tan limitadas y limitantes de la sexualidad y las relaciones humanas no solo han llevado a la estigmatización, criminalización, patologización, persecución, tortura y asesinato de miles de mujeres y personas LGTBIQ+ en el mundo, sino que continúan impactando desde los aspectos más macro de una sociedad, como la economía, hasta aquellos más íntimos que en apariencia no tendrían nada que ver con ideologías, como la cantidad y calidad de placer que se nos permite o nos atrevemos a experimentar.

Así, les invito a que en la próxima reunión social, o en algunos de sus muchos chats suelten la preguntica en apariencia obvia y medio ridícula de “qué es tener sexo”, y a que acojan y disfruten las preguntas y conversaciones que irán saliendo, recordándonos que, como siempre que de sexo se trata, lo mejor suelen ser esas cosas que creíamos saber perfectamente pero que, dependiendo del contexto, el paso del tiempo y los actores involucrados, siguen adquiriendo nuevos –y ojalá también más placenteros y liberadores–significados.

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¿Qué es tener sexo?

¿Qué es tener sexo?

02
.
01
.
25
2025
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Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
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La metida de pata con una chica lesbiana es el punto de partida de una reflexión sobre ese doble rasero con el que muchos definen qué cuenta como sexo y qué no.

La pregunta parece tan obvia o ingenua que pensaríamos que nadie mayor de cierta edad necesitaría formularla. Es más, cada vez que la hago la gente se ríe, tuerce los ojos, me mira confundida y con algo de lástima, y emite esos resoplidos de incredulidad que se usan para negarse a contestar algo que sabemos ridículo o innecesario.

Sin embargo, la cosa es seria. Tan seria que históricamente ha tenido respuestas muy distintas, e impactos desiguales y a menudo devastadores dependiendo del género y la orientación sexual de las personas.

Empecé a darle vueltas por una serie de conversaciones cotidianas a lo largo de los años con amigos LGTBIQ+. Como mujer heterosexual y cis, el límite entre tener y no tener sexo me parecía clarísimo. Venía directamente de la educación de colegio católico a la que logré sobrevivir durante doce años, y del “sentido común”. Es decir, ese consenso ideológico que pasa por natural y obvio gracias a la repetición constante de un sinfín de películas, anécdotas, consejos bienintencionados de la parentela femenina y velada o explícitamente amenazantes de la masculina, y dichos que resaltaban el supuesto valor incuestionado de mi virginidad, que llegaban con toda esa sarta de metáforas desafortunadas (y a menudo florales).

Sin embargo, al hablar con mis amigos no heterosexuales y no cis (trans o no binaries), me fui dando cuenta de que teníamos ideas muy distintas de lo que tener y no tener sexo significaba. Por ejemplo, recuerdo que un amigo gay me estaba contando que el fin de semana había ido a un play party (es decir, una fiesta en la que puede haber relaciones sexuales) y tuvo sexo oral. Sin embargo, unos días después lo escuché quejarse de que no hacía mucho no tenía relaciones sexuales. Yo lo miré sorprendida y le recordé nuestra conversación reciente. El sorprendido entonces fue él. Con incredulidad me dijo:

–Pero es que eso no cuenta.

A lo que yo respondí:

–Se llama S E X O oral, ¿cómo no va a contar como sexo? 

Él simplemente se rio, y terminó la charla con un categórico:

–Pues, en el mundo gay no cuenta.

Para él, si no había penetración anal no había sexo.

Otra de las conversaciones más formativas para mí ocurrió con una amiga no binaria que se identificó durante mucho tiempo como lesbiana (así mismito... pero eso es tema de otra columna). No sé cómo llegamos al tema, pero recuerdo haberle dicho que si un hombre “me echaba dedo”, como vulgarmente se le dice a la penetración vaginal digital , y después salía a decir que había tenido sexo conmigo, yo estaría muy molesta, pues lo consideraría una mentira.

Mi amiga me miró con cierto descreimiento, pero sobre todo con esa desaprobación cansada de quien ha tenido que explicar algo muchas veces en su vida y en momentos como ese considera su labor inútil. Sin embargo, a mí me parecía que mi respuesta era tan obvia y factualmente correcta que me demoré en entender su cara de reprobación. No era una reprobación moral, como temí en un principio, sino un gesto de genuino asombro ante mi ignorancia sexual.

Siguió entonces la inevitable pregunta retórica:

–Ah, ¿no? ¿Y por qué no? 

Yo ya sabía que andaba en terreno pantanoso, pero no se me ocurrió nada mejor que decir, y, aferrándome a décadas de escasísima educación sexual de colegio católico y experiencias sexuales variopintas pero necesariamente heterosexuales, seguí hundiéndome más y más, y dije en un tonitode ir pidiendo disculpas por adelantado:

–Pues porque no me lo metió.

Entonces me di cuenta de que, pese a lo deconstruida, liberal y sex-positive que me venía creyendo hace años, todavía tenía muy arraigada una visión de la sexualidad altamente jerárquica y heteronormativa.

Jerárquica porque dictamina que ciertos actos sexuales no tienen valor en sí mismos, sino que hacen parte de una escalera ascendente de acciones cuya principal función es conducir al coito genital heterosexual. Y heteronormativa porque toma a la pareja heterosexual y al sexo penetrativo genital y (al menos potencialmente) reproductivo como modelo de lo que es tener sexo. Los actos sexuales que no encajan en esa definición son vistos como inanes, o tildados de pecaminosos, aberrados o patológicos.

Te recomendamos leer: "Chemsex: La feria del cristal y el sexo, un malabar entre el placer y la muerte"

Así que para mí la cosa era simple: si no había penetración con un pene, no había sexo.

Mi amiga sonrió con esa sonrisita que ponen los amigos cuando acabamos de decir algo con lo que nos la van a montar el resto de la vida, y dijo, midiendo muy bien sus palabras:

–Ah, ¿entonces las lesbianas somos todas vírgenes? Digo, porque como lo que hacemos no cuenta como sexo...

La anécdota parece trivial. Sin embargo, además de ganarme el merecido y vitalicio escarnio de mis amigas lesbianas, estas conversaciones apuntan a una larga y a menudo violenta historia. Qué “cuenta” como tener sexo y qué no, qué actos sexuales tienen más significado que otros, quién pueden hacerlos y en qué condiciones es algo que ha tenido, y continúa teniendo, múltiples y usualmente desafortunadas consecuencias para la vida de las mujeres y las personas LGTBIQ+.

Aunque a través de la historia han existido distintas visiones que vinculan el valor de la mujer a su pureza sexual, la visión moderna proviene de la Suma teológica de santo Tomás de Aquino. En este tratado, santo Tomás elabora su influyente idea de la “ley natural”, la cual considera que la reproducción es el único fin legítimo de la sexualidad humana, y pone a la procreación en el centro de los principios morales que garantizan el bien común. Santo Tomás es entonces minucioso al definir y regular los actos sexuales, clasificando como pecados graves y contrarios a la ley natural a todos aquellos que no tienen potencial reproductivo, incluyendo la masturbación y el sexo oral y anal, entre otros. Además, estas ideas vienen anudadas a estrictas formulaciones sobre el género, y desde ahí crean y naturalizan una relación de causalidad entre el rol reproductivo y el social, político y económico.

Con la expansión del catolicismo y sus vertientes cristianas, la vigilancia de la sexualidad propia y ajena asume una importancia desproporcionada en la sociedad, y se impondría a sangre y fuego durante la Conquista en las poblaciones indígenas, muchas de las cuales tenían ideas muy distintas de la sexualidad, los roles, las identidades y las expresiones de género.

Aunque bastante ha cambiado desde entonces, esta ideología persiste en el tiempo, si bien los argumentos que la sostienen han ido pasando de lo religioso a lo criminal o patológico, y continúan como un fuerte estigma social.

Más aún, la idea de que la sexualidad humana está definida por su potencial reproductivo convierte a las relaciones genitales penetrativas heterosexuales en la definición del acto sexual por excelencia, y hace del control del cuerpo femenino una necesidad para garantizar la continuación incuestionada del linaje del esposo. Por eso, a diferencia de los hombres, las dos acciones más duramente penalizadas para una mujer –aquellas que antes podían incluso llegar a la pena de muerte y que hoy en día siguen teniendo una sanción social mucho más fuerte para las mujeres que para los hombres– tienen que ver con su conducta sexual: el no ser vírgenes o “puras” sexualmente, y la infidelidad.

En el primer caso, el de la virginidad, la ideología religiosa ha contado además con el apoyo de la ciencia. Aunque esto ya no es un principio científico, la idea de que el himen determina la virginidad de las mujeres, y de que la penetración anal o vaginal es lo que traza la línea entre lo que es y no es sexo, sigue estando ampliamente expandida.

Esto llevó a que durante siglos se hicieran “pruebas de virginidad” que iban desde hacer exámenes ginecológicos por el recto para evitar “romper el himen”, la exhibición de “la sábana del honor” tras la noche de bodas, o tests más “científicos” y “modernos” que aseguraban que el volumen de la vagina de una mujer virgen era de un dedo y el de las mujeres que no lo eran, entre dos y tres.

Nada similar existe en el caso de los hombres. No hay teorías que vinculen la sexualidad masculina con ninguna característica de su cuerpo, ni se han creado pruebas “científicas” que supuestamente comprueben la pureza sexual de un hombre. En este caso, la presión social (sin impactos legales) es la contraria: castiga la falta de experiencia sexual como señal de una masculinidad débil o defectuosa. Solo en el caso de la homosexualidad han sufrido los hombres una vigilancia y una persecución similar a la que han enfrentado las mujeres.

Esto se debe a que el énfasis fálico en el acto sexual nos devuelve, por un lado, a mi noción heterosexista de que “lo que hacen las lesbianas no cuenta”, y por el otro lleva a que las relaciones sexuales entre hombres sean tildadas de particularmente perversas al asociarlas con un desbordamiento y un exceso sexual debido a su mayor capacidad penetrativa.

Lo anterior explica por qué, históricamente, la gran mayoría de leyes “anti sodomía” o solo incluyen explícitamente el sexo entre hombres, o su aplicación persigue casi exclusivamente la homosexualidad masculina. Es más, debido a esta visión, la contraparte del hombre homosexual (o “sodomita”), en lo que respecta a la persecución religiosa, legal y policial, no ha sido necesariamente la lesbiana, sino la mujer que no es, la adúltera o la trabajadora sexual. Es decir, mujeres cuya “mala conducta” o “lascivia descontrolada” amenazan las ideas de pureza femenina sobre las cuales se basa una buena parte de los roles sociales y los guiones sexuales que atraviesan nuestra sociedad.

Te podría interesar: "Crusishing: romper la ciudad heterosexual"

Esto no quiere decir que las mujeres lesbianas no hayan sufrido persecución religiosa, social, política y judicial durante siglos. Por supuesto que sí. Pero su principal desafío a la sociedad no es necesaria ni exclusivamente su comportamiento sexual (pues a menudo han sido consideradas incluso como célibes), sino la enorme amenaza sociopolítica que implica que una mujer no se someta a la tutela masculina, lo cual ha demostrado la posibilidad de vivir una vida plena y satisfecha sin hombres, más allá de lo sexual.

Sin duda, mucho ha cambiado. Sin embargo, aún existen remanentes de estas nociones. Por ejemplo, en países como Irán o Turkmenistán todavía es común exigirles “pruebas de virginidad” a las adolescentes o mujeres comprometidas a casarse. Además, en la industria de la explotación sexual se sigue comerciando con la virginidad, usualmente de menores de edad, una prueba de que aún existen millones de hombres heterosexuales que la consideran valiosa en el sentido más mercantilista del término, y están dispuestos a pagar por cometer este tipo de violencia sexual. Una versión más cotidiana de esta distinción entre las mujeres según sus relaciones sexuales o maritales con los hombres es la tozuda permanencia de la distinción entre “señora” y “señorita”. Como expliqué en otra parte, un término similar para hombres resulta ridículo y risible hoy en día, pero seguimos usándolo constantemente para clasificar a las mujeres. Finalmente, otra consecuencia inesperada del énfasis en la penetración vaginal en el sexo heterosexual es lo que se ha llamado “la brecha del orgasmo”. El término se refiere a que mientras el 92 % de los hombres heterosexuales alcanzan el orgasmo en sus encuentros sexuales, solo el 25 % de las mujeres heterosexuales dice lo mismo. No obstante, en el supuesto sexo no sexo entre mujeres, el 86 % reporta alcanzar el orgasmo siempre.

Además, las derogaciones de numerosas leyes basadas en estas ideas son mucho más recientes de lo que pensaríamos o aún son una deuda pendiente. Por ejemplo, la “sodomía” solo fue descriminalizada por completo en los Estados Unidos en 2003, y aún existen 67 países en el mundo que continúan castigando las relaciones sexuales consentidas entre adultos del mismo sexo, al menos seis de ellos con pena de muerte. Lo anterior viola un sinnúmero de derechos humanos, incluyendo uno de los más básicos: el de estar en una relación plena con la persona que se ama, independientemente de su género.

Todo lo anterior muestra que estas visiones tan limitadas y limitantes de la sexualidad y las relaciones humanas no solo han llevado a la estigmatización, criminalización, patologización, persecución, tortura y asesinato de miles de mujeres y personas LGTBIQ+ en el mundo, sino que continúan impactando desde los aspectos más macro de una sociedad, como la economía, hasta aquellos más íntimos que en apariencia no tendrían nada que ver con ideologías, como la cantidad y calidad de placer que se nos permite o nos atrevemos a experimentar.

Así, les invito a que en la próxima reunión social, o en algunos de sus muchos chats suelten la preguntica en apariencia obvia y medio ridícula de “qué es tener sexo”, y a que acojan y disfruten las preguntas y conversaciones que irán saliendo, recordándonos que, como siempre que de sexo se trata, lo mejor suelen ser esas cosas que creíamos saber perfectamente pero que, dependiendo del contexto, el paso del tiempo y los actores involucrados, siguen adquiriendo nuevos –y ojalá también más placenteros y liberadores–significados.

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Con la expansión del catolicismo y sus vertientes cristianas, la vigilancia de la sexualidad propia y ajena asume una importancia desproporcionada en la sociedad. Ilustración: El Malpensante.

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¿Qué es tener sexo?

02
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Tiempo de Lectura: 00 min

La metida de pata con una chica lesbiana es el punto de partida de una reflexión sobre ese doble rasero con el que muchos definen qué cuenta como sexo y qué no.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

La pregunta parece tan obvia o ingenua que pensaríamos que nadie mayor de cierta edad necesitaría formularla. Es más, cada vez que la hago la gente se ríe, tuerce los ojos, me mira confundida y con algo de lástima, y emite esos resoplidos de incredulidad que se usan para negarse a contestar algo que sabemos ridículo o innecesario.

Sin embargo, la cosa es seria. Tan seria que históricamente ha tenido respuestas muy distintas, e impactos desiguales y a menudo devastadores dependiendo del género y la orientación sexual de las personas.

Empecé a darle vueltas por una serie de conversaciones cotidianas a lo largo de los años con amigos LGTBIQ+. Como mujer heterosexual y cis, el límite entre tener y no tener sexo me parecía clarísimo. Venía directamente de la educación de colegio católico a la que logré sobrevivir durante doce años, y del “sentido común”. Es decir, ese consenso ideológico que pasa por natural y obvio gracias a la repetición constante de un sinfín de películas, anécdotas, consejos bienintencionados de la parentela femenina y velada o explícitamente amenazantes de la masculina, y dichos que resaltaban el supuesto valor incuestionado de mi virginidad, que llegaban con toda esa sarta de metáforas desafortunadas (y a menudo florales).

Sin embargo, al hablar con mis amigos no heterosexuales y no cis (trans o no binaries), me fui dando cuenta de que teníamos ideas muy distintas de lo que tener y no tener sexo significaba. Por ejemplo, recuerdo que un amigo gay me estaba contando que el fin de semana había ido a un play party (es decir, una fiesta en la que puede haber relaciones sexuales) y tuvo sexo oral. Sin embargo, unos días después lo escuché quejarse de que no hacía mucho no tenía relaciones sexuales. Yo lo miré sorprendida y le recordé nuestra conversación reciente. El sorprendido entonces fue él. Con incredulidad me dijo:

–Pero es que eso no cuenta.

A lo que yo respondí:

–Se llama S E X O oral, ¿cómo no va a contar como sexo? 

Él simplemente se rio, y terminó la charla con un categórico:

–Pues, en el mundo gay no cuenta.

Para él, si no había penetración anal no había sexo.

Otra de las conversaciones más formativas para mí ocurrió con una amiga no binaria que se identificó durante mucho tiempo como lesbiana (así mismito... pero eso es tema de otra columna). No sé cómo llegamos al tema, pero recuerdo haberle dicho que si un hombre “me echaba dedo”, como vulgarmente se le dice a la penetración vaginal digital , y después salía a decir que había tenido sexo conmigo, yo estaría muy molesta, pues lo consideraría una mentira.

Mi amiga me miró con cierto descreimiento, pero sobre todo con esa desaprobación cansada de quien ha tenido que explicar algo muchas veces en su vida y en momentos como ese considera su labor inútil. Sin embargo, a mí me parecía que mi respuesta era tan obvia y factualmente correcta que me demoré en entender su cara de reprobación. No era una reprobación moral, como temí en un principio, sino un gesto de genuino asombro ante mi ignorancia sexual.

Siguió entonces la inevitable pregunta retórica:

–Ah, ¿no? ¿Y por qué no? 

Yo ya sabía que andaba en terreno pantanoso, pero no se me ocurrió nada mejor que decir, y, aferrándome a décadas de escasísima educación sexual de colegio católico y experiencias sexuales variopintas pero necesariamente heterosexuales, seguí hundiéndome más y más, y dije en un tonitode ir pidiendo disculpas por adelantado:

–Pues porque no me lo metió.

Entonces me di cuenta de que, pese a lo deconstruida, liberal y sex-positive que me venía creyendo hace años, todavía tenía muy arraigada una visión de la sexualidad altamente jerárquica y heteronormativa.

Jerárquica porque dictamina que ciertos actos sexuales no tienen valor en sí mismos, sino que hacen parte de una escalera ascendente de acciones cuya principal función es conducir al coito genital heterosexual. Y heteronormativa porque toma a la pareja heterosexual y al sexo penetrativo genital y (al menos potencialmente) reproductivo como modelo de lo que es tener sexo. Los actos sexuales que no encajan en esa definición son vistos como inanes, o tildados de pecaminosos, aberrados o patológicos.

Te recomendamos leer: "Chemsex: La feria del cristal y el sexo, un malabar entre el placer y la muerte"

Así que para mí la cosa era simple: si no había penetración con un pene, no había sexo.

Mi amiga sonrió con esa sonrisita que ponen los amigos cuando acabamos de decir algo con lo que nos la van a montar el resto de la vida, y dijo, midiendo muy bien sus palabras:

–Ah, ¿entonces las lesbianas somos todas vírgenes? Digo, porque como lo que hacemos no cuenta como sexo...

La anécdota parece trivial. Sin embargo, además de ganarme el merecido y vitalicio escarnio de mis amigas lesbianas, estas conversaciones apuntan a una larga y a menudo violenta historia. Qué “cuenta” como tener sexo y qué no, qué actos sexuales tienen más significado que otros, quién pueden hacerlos y en qué condiciones es algo que ha tenido, y continúa teniendo, múltiples y usualmente desafortunadas consecuencias para la vida de las mujeres y las personas LGTBIQ+.

Aunque a través de la historia han existido distintas visiones que vinculan el valor de la mujer a su pureza sexual, la visión moderna proviene de la Suma teológica de santo Tomás de Aquino. En este tratado, santo Tomás elabora su influyente idea de la “ley natural”, la cual considera que la reproducción es el único fin legítimo de la sexualidad humana, y pone a la procreación en el centro de los principios morales que garantizan el bien común. Santo Tomás es entonces minucioso al definir y regular los actos sexuales, clasificando como pecados graves y contrarios a la ley natural a todos aquellos que no tienen potencial reproductivo, incluyendo la masturbación y el sexo oral y anal, entre otros. Además, estas ideas vienen anudadas a estrictas formulaciones sobre el género, y desde ahí crean y naturalizan una relación de causalidad entre el rol reproductivo y el social, político y económico.

Con la expansión del catolicismo y sus vertientes cristianas, la vigilancia de la sexualidad propia y ajena asume una importancia desproporcionada en la sociedad, y se impondría a sangre y fuego durante la Conquista en las poblaciones indígenas, muchas de las cuales tenían ideas muy distintas de la sexualidad, los roles, las identidades y las expresiones de género.

Aunque bastante ha cambiado desde entonces, esta ideología persiste en el tiempo, si bien los argumentos que la sostienen han ido pasando de lo religioso a lo criminal o patológico, y continúan como un fuerte estigma social.

Más aún, la idea de que la sexualidad humana está definida por su potencial reproductivo convierte a las relaciones genitales penetrativas heterosexuales en la definición del acto sexual por excelencia, y hace del control del cuerpo femenino una necesidad para garantizar la continuación incuestionada del linaje del esposo. Por eso, a diferencia de los hombres, las dos acciones más duramente penalizadas para una mujer –aquellas que antes podían incluso llegar a la pena de muerte y que hoy en día siguen teniendo una sanción social mucho más fuerte para las mujeres que para los hombres– tienen que ver con su conducta sexual: el no ser vírgenes o “puras” sexualmente, y la infidelidad.

En el primer caso, el de la virginidad, la ideología religiosa ha contado además con el apoyo de la ciencia. Aunque esto ya no es un principio científico, la idea de que el himen determina la virginidad de las mujeres, y de que la penetración anal o vaginal es lo que traza la línea entre lo que es y no es sexo, sigue estando ampliamente expandida.

Esto llevó a que durante siglos se hicieran “pruebas de virginidad” que iban desde hacer exámenes ginecológicos por el recto para evitar “romper el himen”, la exhibición de “la sábana del honor” tras la noche de bodas, o tests más “científicos” y “modernos” que aseguraban que el volumen de la vagina de una mujer virgen era de un dedo y el de las mujeres que no lo eran, entre dos y tres.

Nada similar existe en el caso de los hombres. No hay teorías que vinculen la sexualidad masculina con ninguna característica de su cuerpo, ni se han creado pruebas “científicas” que supuestamente comprueben la pureza sexual de un hombre. En este caso, la presión social (sin impactos legales) es la contraria: castiga la falta de experiencia sexual como señal de una masculinidad débil o defectuosa. Solo en el caso de la homosexualidad han sufrido los hombres una vigilancia y una persecución similar a la que han enfrentado las mujeres.

Esto se debe a que el énfasis fálico en el acto sexual nos devuelve, por un lado, a mi noción heterosexista de que “lo que hacen las lesbianas no cuenta”, y por el otro lleva a que las relaciones sexuales entre hombres sean tildadas de particularmente perversas al asociarlas con un desbordamiento y un exceso sexual debido a su mayor capacidad penetrativa.

Lo anterior explica por qué, históricamente, la gran mayoría de leyes “anti sodomía” o solo incluyen explícitamente el sexo entre hombres, o su aplicación persigue casi exclusivamente la homosexualidad masculina. Es más, debido a esta visión, la contraparte del hombre homosexual (o “sodomita”), en lo que respecta a la persecución religiosa, legal y policial, no ha sido necesariamente la lesbiana, sino la mujer que no es, la adúltera o la trabajadora sexual. Es decir, mujeres cuya “mala conducta” o “lascivia descontrolada” amenazan las ideas de pureza femenina sobre las cuales se basa una buena parte de los roles sociales y los guiones sexuales que atraviesan nuestra sociedad.

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Esto no quiere decir que las mujeres lesbianas no hayan sufrido persecución religiosa, social, política y judicial durante siglos. Por supuesto que sí. Pero su principal desafío a la sociedad no es necesaria ni exclusivamente su comportamiento sexual (pues a menudo han sido consideradas incluso como célibes), sino la enorme amenaza sociopolítica que implica que una mujer no se someta a la tutela masculina, lo cual ha demostrado la posibilidad de vivir una vida plena y satisfecha sin hombres, más allá de lo sexual.

Sin duda, mucho ha cambiado. Sin embargo, aún existen remanentes de estas nociones. Por ejemplo, en países como Irán o Turkmenistán todavía es común exigirles “pruebas de virginidad” a las adolescentes o mujeres comprometidas a casarse. Además, en la industria de la explotación sexual se sigue comerciando con la virginidad, usualmente de menores de edad, una prueba de que aún existen millones de hombres heterosexuales que la consideran valiosa en el sentido más mercantilista del término, y están dispuestos a pagar por cometer este tipo de violencia sexual. Una versión más cotidiana de esta distinción entre las mujeres según sus relaciones sexuales o maritales con los hombres es la tozuda permanencia de la distinción entre “señora” y “señorita”. Como expliqué en otra parte, un término similar para hombres resulta ridículo y risible hoy en día, pero seguimos usándolo constantemente para clasificar a las mujeres. Finalmente, otra consecuencia inesperada del énfasis en la penetración vaginal en el sexo heterosexual es lo que se ha llamado “la brecha del orgasmo”. El término se refiere a que mientras el 92 % de los hombres heterosexuales alcanzan el orgasmo en sus encuentros sexuales, solo el 25 % de las mujeres heterosexuales dice lo mismo. No obstante, en el supuesto sexo no sexo entre mujeres, el 86 % reporta alcanzar el orgasmo siempre.

Además, las derogaciones de numerosas leyes basadas en estas ideas son mucho más recientes de lo que pensaríamos o aún son una deuda pendiente. Por ejemplo, la “sodomía” solo fue descriminalizada por completo en los Estados Unidos en 2003, y aún existen 67 países en el mundo que continúan castigando las relaciones sexuales consentidas entre adultos del mismo sexo, al menos seis de ellos con pena de muerte. Lo anterior viola un sinnúmero de derechos humanos, incluyendo uno de los más básicos: el de estar en una relación plena con la persona que se ama, independientemente de su género.

Todo lo anterior muestra que estas visiones tan limitadas y limitantes de la sexualidad y las relaciones humanas no solo han llevado a la estigmatización, criminalización, patologización, persecución, tortura y asesinato de miles de mujeres y personas LGTBIQ+ en el mundo, sino que continúan impactando desde los aspectos más macro de una sociedad, como la economía, hasta aquellos más íntimos que en apariencia no tendrían nada que ver con ideologías, como la cantidad y calidad de placer que se nos permite o nos atrevemos a experimentar.

Así, les invito a que en la próxima reunión social, o en algunos de sus muchos chats suelten la preguntica en apariencia obvia y medio ridícula de “qué es tener sexo”, y a que acojan y disfruten las preguntas y conversaciones que irán saliendo, recordándonos que, como siempre que de sexo se trata, lo mejor suelen ser esas cosas que creíamos saber perfectamente pero que, dependiendo del contexto, el paso del tiempo y los actores involucrados, siguen adquiriendo nuevos –y ojalá también más placenteros y liberadores–significados.

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