“¿Por qué viniste a los Estados Unidos?” Ésa es la primera pregunta del cuestionario de admisión para los niños indocumentados que cruzan solos la frontera. El cuestionario se utiliza en la Corte Federal de Inmigración, en Nueva York, donde trabajo como intérprete desde hace un tiempo. Mi deber ahí es traducir, del español al inglés, testimonios de niños en peligro de ser deportados. Repaso las preguntas del cuestionario, una por una, y el niño o niña las contesta. Transcribo en inglés sus respuestas, hago algunas notas marginales, y más tarde me reúno con abogados para entregarles y explicarles mis notas. Entonces, los abogados sopesan, basándose en las respuestas al cuestionario, si el menor tiene un caso lo suficientemente sólido como para impedir una orden terminante de deportación y obtener un estatus migratorio legal. Si los abogados dictaminan que existen posibilidades reales de ganar el caso en la corte, el paso siguiente es buscarle al menor un representante legal.
Pero un procedimiento en teoría simple no es necesariamente un proceso sencillo en la práctica. Las palabras que escucho en la corte salen de bocas de niños, bocas chimuelas, labios partidos, palabras hiladas en narrativas confusas y complejas. Los niños que entrevisto pronuncian palabras reticentes, palabras llenas de desconfianza, palabras fruto del miedo soterrado y la humillación constante. Hay que traducir esas palabras a otro idioma, trasladarlas a frases sucintas, transformarlas en un relato coherente, y reescribir todo eso buscando términos legales claros. El problema es que las historias de los niños siempre llegan como revueltas, llenas de interferencia, casi tartamudeadas. Son historias de vidas tan devastadas y rotas, que a veces resulta imposible imponerles un orden narrativo.
“¿Por qué viniste a los Estados Unidos?” Las respuestas de los niños varían, aunque casi siempre apuntan hacia el reencuentro con un padre, una madre, o un pariente que emigró a Estados Unidos antes que ellos. Otras veces, las respuestas de los niños tienen que ver no con la situación a la que llegan sino con aquella de la que están tratando de escapar: violencia extrema, persecución y coerción a manos de pandillas y bandas criminales, abuso mental y físico, trabajo forzoso. No es tanto el sueño americano en abstracto lo que los mueve, sino la más modesta pero urgente aspiración de despertarse de la pesadilla en la que muchos de ellos nacieron.
El tráfico avanza, pesado y lento, mientras cruzamos el puente George Washington desde Manhattan hacia Nueva Jersey. Volteo a ver a nuestra hija, que duerme en el asiento trasero del coche. Respira y ronca con la boca abierta al sol. Ocupa el espacio entero del asiento, desparramada, los cachetes colorados y perlas de sudor en la frente. Duerme sin saber que duerme. Cada tanto me volteo a verla desde el asiento del copiloto, y luego vuelvo a estudiar el mapa —un mapa demasiado grande para ser desplegado en su totalidad. Detrás del volante, mi marido se ajusta los lentes y se seca el sudor con el dorso de la mano.
Es julio de 2014. Vamos a manejar, aunque aún no lo sabemos, desde Manhattan hasta Cochise, en el sureste de Arizona, muy cerca de la frontera entre México y Estados Unidos. Llevamos unos meses esperando a que nos aprueben o nieguen la solicitud que hicimos para obtener el permiso de residencia permanente, o Green Card, y mientras esperamos no podemos salir del país.
Según la terminología de la ley migratoria estadounidense, ligeramente ofensiva, durante los tres años que llevábamos viviendo en Nueva York, habíamos sido “non-resident aliens” (en traducción literal “alienígenas sin residencia”, y, en traducción más exacta, “extranjeros sin residencia permanente”). “Aliens” es como se les llama a todas las personas no estadounidenses, sean residentes en el país o no. Hay, por ejemplo, “illegal aliens”, “non-resident aliens” y “resident aliens”. Ahora éramos “pending aliens”, dado que nuestro estatus migratorio estaba irresuelto, aún pendiente. Por entonces bromeábamos, un tanto frívolamente, sobre las posibles traducciones al español de nuestra situación migratoria intermedia. Éramos “alienígenas en busca de residencia”, “escritores buscando permanencia”, “permanentes alienígenas”, “mexicanos pendientes”. Sabíamos en lo que nos estábamos metiendo cuando decidimos pedir la Green Card: los abogados, el costo económico, los largos meses de incertidumbre y espera, y el impedimento legal, sobre todo, para salir del país mientras esperábamos respuesta a nuestras solicitudes.
Cuando por fin las enviamos, hubo unos días extraños, circunspectos, como si al depositar ese sobre en el buzón de correos nos hubiéramos dado cuenta, de golpe, de que habíamos llegado a vivir a un nuevo país, aunque en realidad ya llevábamos varios años viviendo ahí. Supongo que por primera vez nos hicimos, cada quien a su manera, la primera pregunta del cuestionario: “¿Por qué viniste a los Estados Unidos?” No teníamos una respuesta clara, pero decidimos que si nos íbamos a quedar a vivir en Estados Unidos, tendríamos al menos que conocer mejor el territorio. Así que en cuanto llegó el verano compramos mapas, rentamos un coche, hicimos playlists y salimos de Nueva York.
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El cuestionario de solicitud para la Green Card no se parece en nada al cuestionario de admisión para niños indocumentados. Cuando solicitas una Green Card hay que responder preguntas como: “¿Tiene usted la intención de practicar la poligamia?” o “¿Es usted miembro del Partido Comunista?” o incluso “¿Alguna vez ha usted incurrido, a sabiendas, en un crimen de bajeza moral?” A pesar de que nada debe ni puede ser tomado a la ligera cuando pides permiso para vivir en un país que no es el tuyo, pues estás siempre en una posición vulnerable, y más aún tratándose de Estados Unidos, es inevitable ignorar el tono casi enternecedor de las preocupaciones del cuestionario de la Green Card y sus visiones de las grandes amenazas del futuro: libertinaje, comunismo, flaqueza moral. El cuestionario tiene la inocencia de lo retro, la obsolescencia de ideologías pasadas, y recuerda la calidad granulosa que tenían las películas sobre la Guerra Fría que veíamos en formato Beta. El cuestionario de admisión para los niños indocumentados, en cambio, es frío y pragmático. Está escrito como en alta resolución y es imposible leerlo sin sentir la creciente certidumbre de que el mundo se ha vuelto un lugar mucho más jodido.
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Antes de la primera pregunta formal del cuestionario para niños indocumentados, el intérprete que los entrevista tiene que llenar un formulario con los datos biográficos esenciales del menor: nombre, edad, país de nacimiento, nombre de su guardián en los Estados Unidos, y nombres de las personas con las que el menor vive actualmente, si se trata de alguien distinto que el guardián.
Unas líneas más abajo, dos preguntas flotan sobre la página como un silencio incómodo, seguidas por espacios vacíos:
¿Dónde está la madre del niño/a? _________________ ¿el padre? _________________ .
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A medida que avanzamos por el país, siguiendo el mapa enorme que a ratos saco de la guantera, el calor del verano se vuelve más seco, la luz más delgada y blanca, los caminos más remotos y solitarios. Llevamos unos días, durante nuestros largos trayectos hacia el oeste, siguiendo una historia en las noticias de la radio. Es una historia triste, que nos va afectando en un lugar profundo, pero que a la vez resulta distante, por inimaginable: decenas de miles de niños que emigraron solos desde México y Centroamérica han sido detenidos en la frontera. No se sabe si van a ser deportados. No se sabe qué va a pasar con ellos. Viajaron sin sus padres, sin sus madres, sin maletas ni pasaportes. ¿Por qué vinieron a Estados Unidos?
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Luego viene la segunda pregunta del cuestionario de admisión: “¿Cuándo entraste a los Estados Unidos?” La mayoría de los niños no saben la fecha exacta. Algunos sonríen y otros se ponen serios. Dicen: “el año pasado” o “hace poco” o simplemente “no sé”. Todos huyeron de sus pueblos o ciudades, caminaron kilómetros, nadaron, corrieron, durmieron escondidos, montaron trenes y camiones de carga. La mayoría se entregó a la Border Patrol al cruzar la frontera. Todos llegaron buscando algo o a alguien. ¿Buscando qué? ¿Buscando a quién? El cuestionario no hace esas otras preguntas. Pero pide detalles precisos: “¿Cuándo entraste a los Estados Unidos?”
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Mientras nos acercamos al suroeste del país, empezamos a coleccionar periódicos locales. Se acumulan en el piso del coche, en los asientos traseros y frente al asiento del copiloto. Buscamos estaciones de radio que cubran la noticia. Algunas noches, en moteles, hacemos breves búsquedas por internet. Hay preguntas, especulaciones, opiniones, teorías: una inundación abrupta —y efímera— en todos los medios. ¿Quiénes son estos niños? ¿Dónde están sus padres? ¿Qué va a pasar con ellos? No hay ninguna claridad, ninguna certidumbre en la cobertura inicial de la situación, aunque para describirla pronto se acuña el nombre “Crisis Migratoria Estadounidense 2014”. Eso se dice: es una crisis migratoria. Otros empezarán a argumentar en contra del término “crisis migratoria” y a favor del término más apropiado “crisis de refugiados”.
Naturalmente, las posturas políticas de las distintas publicaciones y medios varían: algunos denuncian de inmediato el maltrato a los niños migrantes a manos de la Border Patrol; otros elaboran explicaciones complejas e incluso lúcidas sobre los orígenes y causas del aumento repentino de las cifras de menores haciendo el viaje solos. Algunos medios respaldan las protestas en su contra.
La palabra “ilegales” impera sobre la palabra más precisa, “indocumentados”. Un pie de foto en una página de internet explica así un retrato inquietante de un grupo de personas sosteniendo banderas y rifles en lo alto: “Los manifestantes, ejerciendo su derecho a portar armas y mostrando su consternación, se congregan afuera del Wolverine Center en Vassar, Michigan, que podría llegar a albergar a jóvenes ilegales”. Otra imagen de Reuters muestra a una pareja de ancianos sentados en sillas de playa sosteniendo pancartas que rezan, en inglés: “Ilegal es un crimen”. El pie de foto explica: “Thelma y Don Christie, de Tucson, se manifiestan en contra de la llegada de migrantes indocumentados al poblado de Oracle, Arizona”. Me pregunto qué pudo haber pasado por las mentes de Thelma y Don cuando metieron en su cajuela sus sillas de playa esa mañana en Tucson. Me pregunto de qué conversaron mientras manejaban los ochenta kilómetros al norte, hacia Oracle, y si escogieron un pedacito de sombra para poder sentarse cómodamente y sacar sus pancartas: “Ilegal es un crimen”. ¿Anotaron en su calendario la frase “Manifestación contra ilegales” a un lado de “Misa” y justo antes de “Bingo”?
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Algunos periódicos anuncian la llegada de los niños indocumentados como se anunciaría una plaga bíblica: ¡Cuidado! ¡Las langostas! Cubrirán la faz de la tierra hasta que no quede exento ni un milímetro —estos amenazantes niños y niñas de piel tostada, de ojos rasgados y cabellera de obsidiana. Caerán del cielo, sobre nuestros coches, sobre nuestros techos, en nuestros jardines recién podados. Caerán sobre nuestras cabezas. Invadirán nuestras escuelas, nuestras iglesias, nuestros domingos. Traerán consigo su caos, sus enfermedades contagiosas, su mugre bajo las uñas, su oscuridad. Eclipsarán los paisajes y los horizontes, llenarán el futuro de malos presagios y colmarán nuestra lengua de barbarismos. Y, si dejamos que se queden aquí, a la larga, se reproducirán.
Leemos periódicos, revisamos páginas de internet, escuchamos la radio y tratamos de responder a las preguntas de nuestra hija. Nos preguntamos si las reacciones de la gente serían distintas si, por ejemplo, estos niños fueran de un color más claro, si fueran de “mejores” nacionalidades y genealogías más “puras”. ¿Los tratarían más como personas? ¿Más como niños?
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En un restorán de carretera en Roswell, Nuevo México, escuchamos un día el rumor de que cientos de niños, algunos viajando solos y otros con sus madres, van a ser deportados de vuelta a Honduras en aviones privados, financiados por un millonario. Aviones llenos de “aliens”. Confirmamos parte del rumor en un periódico local: en efecto, dos aviones van a partir de un aeropuerto cercano al famoso museo de ovnis de Roswell, al que nuestra hija se había empeñado en ir. El término “alien”, que hace apenas unas semanas, aplicado a nosotros mismos, nos hacía reír y especular sobre nuestra situación migratoria, se nos revela de pronto bajo una luz distinta. Es extraño cómo algunos conceptos pueden erosionarse tan repentinamente, volverse polvo puro. Las palabras que alguna vez se usaron a la ligera y con cierta irresponsabilidad pueden, de pronto, transformarse en algo venenoso y tóxico: aliens. Al día siguiente, al salir de Roswell, buscamos alguna noticia sobre lo que ocurrió con esos primeros deportados del verano. Encontramos sólo unas líneas en un reporte de Reuters sobre la llegada de los niños a San Pedro Sula, líneas que parecen el comienzo de un relato de lo absurdo de Mikhail Bulgakov o Daniil Kharms: “Luciendo contentos, los niños deportados salieron del aeropuerto bajo un cielo nublado y una tarde abrasadora. Uno por uno, se subieron a un autobús, jugando con globos que les habían sido obsequiados”. Reparamos un momento en el adjetivo “contentos”, y en la esmerada descripción del periodista sobre el clima de San Pedro Sula: “cielo nublado”, “tarde abrasadora”. Pero la imagen de la que no conseguimos desprendernos, la que se reproduce una y otra vez en algún fondo oscuro de nuestra imaginación, es la de los niños sosteniendo esos globos ominosos.
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En los largos tramos de carretera, cuando nuestra hija va despierta en el asiento trasero, exige atención, pide botanas. Pero sobre todo pregunta:
—¿Cuánto tiempo falta?
—Una hora —decimos, aunque falten siete.
Para pasar las horas, para entretenerla, le contamos historias sobre el viejo oeste, cuando algunas partes de esa región de Estados Unidos todavía le pertenecían a México. Yo le cuento sobre el Batallón de San Patricio, el grupo de soldados irlandeses, católicos, que habían migrado a Estados Unidos para pelear en el ejército como carne de cañón pero que se cambiaron de bando para luchar del lado de los mexicanos durante la intervención estadounidense de 1846. Su papá le cuenta sobre Géronimo, Cochise, Mangas Coloradas y los demás apaches chiricahua: los últimos pobladores del continente en rendirse a los carapálidas. Cuando esos últimos chiricahua se rindieron, en 1886, después de años y años de batallas tanto contra los soldados Bluecoats, del lado estadounidense, como contra el ejército mexicano, terminó por fin el largo proceso de implementar la “Indian Removal Act”, aprobada por el congreso estadounidense en 1830, que consistió en exiliar a los indios americanos a las reservaciones. Es curioso —o, más bien, es siniestro— que todavía hoy en día se utilice la palabra “removal” para referirse a las deportaciones de inmigrantes “ilegales” —esos bárbaros bronceados que amenazan la paz blanca de la gran civilización del norte y los valores superiores de la “Land of the Free”.
Otras veces, cuando ya no tenemos más historias qué contar, nos quedamos callados y miramos hacia la línea siempre recta de la carretera. Si cruzamos pueblos y logramos pescar una señal de radio, buscamos alguna estación y escuchamos noticias de la crisis. Todo se resiste a una explicación racional, pero poco a poco vamos recogiendo fragmentos de la situación que se desarrolla del otro lado de la membrana porosa en que se ha convertido nuestro coche rentado. Hablamos entre nosotros y con nuestra hija sobre el tema. Respondemos lo mejor posible a sus preguntas. La tercera y cuarta pregunta del cuestionario de admisión se asemejan a una de las preguntas que repite nuestra hija: “¿Con quién viajaste?” y “¿Viajaste con algún conocido?”
A veces, cuando se queda dormida otra vez, volteo a verla o escucho su respiración. Me pregunto si sobreviviría en manos de coyotes, y qué pasaría si fuera depositada, sin más, en la frontera tan despiadada de este país. ¿Qué pasaría si tuviera que cruzar este desierto, ya fuera sola, o en manos de oficiales de migración? No sé si, sola, cruzando países y fronteras, sabría sobrevivir.
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Las preguntas cinco y seis del cuestionario son: “¿Qué países cruzaste?” y “¿Cómo llegaste hasta aquí?” A la primera, la mayoría responde “México”, y otros también incluyen “Guatemala”, “El Salvador”, y “Honduras”, dependiendo de dónde haya empezado el viaje. A la segunda pregunta, con una mezcla de orgullo y horror, la mayoría dice: “La Bestia”.
Más de medio millón de migrantes mexicanos y centroamericanos se montan cada año a los distintos trenes que, conjuntamente, son conocidos como La Bestia. Por supuesto, no hay servicio para pasajeros en esos trenes, así que las personas se montan encima de los desvencijados carros de carga rectangulares de techos planos —las góndolas— o bien en los descansos entre carro y carro.
Se sabe que a bordo de La Bestia los accidentes —menores, graves o letales— son materia cotidiana, ya sea por los descarrilamientos constantes de los trenes, o por caídas a media noche, o por el más mínimo descuido. Y cuando no es el tren mismo el que supone un peligro, la amenaza son los traficantes, maleantes, policías o militares, que a menudo intimidan, extorsionan, o asaltan a la gente que va a bordo. “Entra uno vivo, sale uno momia”, se suele decir sobre La Bestia. Algunas personas la comparan con un demonio, otras con una especie de aspiradora que, desde abajo, si te distraes, te chupa hacia el fondo de las entrañas metálicas del tren. Pero la gente decide, no obstante los peligros, correr el riesgo. Tampoco es que tengan muchas alternativas.
La ruta de los trenes ha cambiado en los últimos años, pero ahora empieza o en Arriaga, Chiapas, o en Tenosique, Tabasco. El tren labra su camino lento hacia la frontera México-Estados Unidos, ya sea por la ruta oriental del Golfo hacia Reynosa, situada en la frontera suroeste de Texas, o bien la ruta del centro-oeste, hacia Ciudad Juárez o Nogales, situada en la frontera con Texas y Arizona, respectivamente.
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Mientras nos dirigimos del suroeste de Nuevo México hacia el sureste de Arizona, se vuelve cada vez más difícil ignorar la ironía incómoda de nuestro viaje: estamos manejando en dirección opuesta de la ruta de los niños cuyas historias vamos siguiendo ahora tan de cerca.
A medida que nos acercamos a la frontera con México y empezamos a optar por caminos secundarios en vez de carreteras y autopistas, no vemos a un solo migrante —niño o adulto—. Vemos otras cosas, sin embargo, que indican su presencia fantasmagórica, futura o presente. En un camino de terracería que va de un pueblo llamado Shakespeare, en Nuevo México, a un caserío llamado Ánimas, y de ahí a Apache, en Arizona, vemos los rastros discretos de banderillas que plantan grupos de voluntarios para indicar a los migrantes que ahí hay galones con agua potable. Pero llegando a Ánimas también empezamos a ver las manadas de camionetas de la Border Patrol, como funestos sementales blancos encarrerados hacia el horizonte. De vez en cuando nos rebasan también camionetas pick-up, y es imposible no pensar que detrás de sus volantes van manejando hombres enormes, hombres de largas barbas o cabezas rapadas y abundantes tatuajes, hombres que llevan —por derecho constitucional— pistolas y rifles.
En la ciudad dantesca de Douglass, en la frontera entre Arizona y Sonora, nos perdemos en una serie de calles trazadas en círculos concéntricos, y bautizadas con nombres como del Viejo Testamento, o tal vez como de un culto pseudosatánico: Limbo de los Patriarcas, Sendero de la Sangre. Decidimos no decirle a nadie en las gasolineras y paraderos que somos mexicanos, por si acaso. Pero la migra nos detiene más de una vez, en sus retenes espontáneos, y hay que mostrar nuestros pasaportes, desplegar sonrisas amplias, y explicar que estamos de vacaciones. Tenemos que confirmarles que sí, que somos escritores —nomás—, aunque seamos mexicanos —también—, y que realmente estamos sólo de vacaciones. ¿Por qué estamos ahí y qué estamos escribiendo? —siempre quieren saber—. Mentimos un poco: estamos escribiendo un Western. Estamos escribiendo un Western y estamos en Arizona por sus cielos abiertos, su silencio y sus vacíos —esta segunda parte de la explicación es un poco más verídica que la primera. Al devolvernos nuestros pasaportes, un oficial, rebosando sarcasmo, nos dice:
Entonces vienen aquí desde Nueva York para inspirarse.
Y como no vamos a contradecir a nadie que carga una placa, una pistola, y un repertorio de burlas desdeñosas, decimos nomás:
Yes, sir.
¿Porque cómo se explica que nunca es la inspiración lo que empuja a nadie a contar una historia, sino, más bien, una combinación de rabia y claridad? Cómo decir: No, no encontramos ninguna inspiración aquí; encontramos un país tan hermoso como roto, y dado que estamos viviendo en él, estamos igualmente un poco rotos y avergonzados, y quizás buscamos algún tipo de explicación, o de justificación, para estar aquí.
Cerramos los vidrios y seguimos manejando. Para distraernos un poco del mal trago de la migra, busco alguna playlist y aprieto shuffle. Una canción que suena a menudo, al azar, es “Straight to Hell”, de The Clash. De algún modo se ha convertido, esa canción, en el leitmotiv de nuestro viaje. El final de la última estrofa me dobla el estómago:
“In no-man’s-land
There ain’t no asylum here
King Solomon he never lived round here.”