Tiempo de lectura: 4 minutosEn este asentamiento palafito, en medio de la Ciénaga Grande de Santa Marta (Colombia), hay una comunidad de sobrevivientes. Se resiste al éxodo de sus jóvenes, que se quieren ir a toda costa, mientras que los mayores intentan subsistir con un comercio precario. A esto se suma el recuerdo del ataque que sufrió en noviembre de 2000, cuando un comando paramilitar asesinó a 37 personas.
Trilladas las referencias al realismo mágico para describir pueblos inverosímiles en Colombia, los moradores de la ciénaga de Santa Marta llamaron Nueva Venecia a este villorrio de cañas montado sobre el barro. El parecido con la ciudad italiana no hay que buscarlo en palacios o puentes, sino en la peculiaridad del suelo donde se monta: un agua turbia.
No es fácil llegar hasta allí ni conseguir indicaciones fiables. Como un pecio en el fondo del océano, esta comunidad de 310 viviendas ancladas al lodo aparece tras un desvío en Tasajeras, pequeño enclave a los pies del Caribe, y dos horas en lancha para atravesar este lago de 4 280 kilómetros cuadrados. El atardecer se refleja en los juncos y las aves se despiden ante la luz artificial que alumbra las cabañas de madera.
Cada casa de la ciénaga tiene un perro guardián. Hay casi tantos perros como habitantes.
Desde hace unos meses cuentan con generadores eléctricos que permiten ver la silueta de personas remando sobre canoas, su medio de transporte habitual, y posibilitan que algunos parlantes del tamaño de una persona emitan incesables melodías de reguetón y televisores de plasma entretengan durante la hora de la cena, que suele ser temprana, porque espera a los habitantes un amanecer brumoso con barcas que funcionan como autobuses escolares, redes en ovillo esperando ser desatadas y el inicio de la jornada laboral para sus tres agentes de policía y una única sala de salud.
Todo se rige por los caprichos del agua. Ella determina qué hacer: es necesaria una flota de lanchas para que los propietarios de las tiendas de abarrotes lleguen a abrirlas, para que los ocho maestros alcancen sus aulas (con 196 estudiantes) o para que la sala de espera del centro médico reciba a los primeros pacientes (que apenas obtendrán un chequeo y la autorización para pedir cita con un especialista de Sitio Nuevo, el pueblo más accesible). Por las calles líquidas de Nueva Venecia circulan cajas de cerveza, manojos de banano o medicamentos en los más dispares transportes: llantas de camión, puertas. Hasta el recién inaugurado salón recreativo depende de las contingencias del lago.
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“Un pueblo pescador sin billar es un fracaso”, dice, con un botellín en la mano, Jesús Gregorio Suárez, residente de 48 años. “Y ahora los jóvenes quieren salir, rumbear, tener más cosas”, comenta señalando su celular prehistórico. Apunta Suárez que el origen de Nueva Venecia se remite a 1847, cuando presuntamente se le acuñó el nombre de El Morro por su proximidad con el pico costero de Santa Marta y Barranquilla y su cercanía con el río Magdalena, que vertebra el país a lo largo de sus 1 528 kilómetros de caudal. “Aquí un 95% son pescadores y un 5% intermediarios”, agrega este “empleado en oficios varios” para detallar la economía del sitio. Y sonríe: “Los niños aprenden a bogar antes que a caminar”.
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Muchos de esos niños, sin embargo, buscan en la edad adulta una salida profesional lejos de su familia. Mientras los padres siguen intercambiando tinas de jaiba a unos mil pesos colombianos cada una (que se transformarán en 1 900 al llegar a una de las lonjas de venta), ellos buscan una oportunidad en la capital u otras ciudades de la zona. Los argumentos más destacados: aquí no hay posibilidades de prosperar y es aburrido. “Es una vida curiosa, pero no hay más entretenimiento que el fútbol en la cancha nueva”, dicen desde un pupitre Sheila Vázquez y Yomara, de 16 y 17 años. El campo para practicar deporte al que aluden es un rectángulo de cemento que construyó la Unidad contra la Droga y el Delito de las Naciones Unidas en 2015 con la presencia del popular jugador Falcao. Antes, la pista permanecía anegada durante seis meses.
Al éxodo natural de las nuevas generaciones se le suma un trágico episodio. El 22 de noviembre de 2000, a las dos de la madrugada, un comando paramilitar asesinó a 37 personas. “Llegaron a oscuras en unas cinco lanchas y empezaron a ir casa por casa. Acusaron a muchos hombres de pertenecer a la guerrilla y los balearon donde el colegio. Oíamos los disparos”, susurra Fidelfio Gutiérrez, nacido aquí en 1944. Él huyó con su mujer a “los bosques”. Cuando volvió, por la mañana, la escena era grotesca. “Los cuerpos estaban en la plaza”, rememora. Una placa, de hecho, recuerda en la fachada de la iglesia a los fallecidos.
“Veo esto muy cambiado”, dice Gutiérrez aludiendo a los nuevos intereses de la comunidad y a las seis décadas que ha pasado el país enfrentado a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el narcotráfico o las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Mientras, el día se evapora suavemente. No hay hueco para ese “manglar de la parranda” del que hablaba García Márquez, pero sí para que cada acto prosaico se torne poético, como cuando un buzo emerge en medio de una conversación de vecinos con un pez echado a la espalda o un hombre desciende de un tronco con un mapache esposado a su muñeca.
Mapa de la Ciénaga Grande de Santa Marta donde se ubica Nueva Venecia.
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Alumnos del colegio hacen tiempo hasta la llegada de la profesora. La distancia entre las ciénagas hace que la puntualidad en el horario escolar sea escalonada.
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La soledad y el silencio parecen presentarse en cada ocaso. La tranquilidad del agua y la brisa calmada hacen de cada noche un pequeño universo de paz.
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Balsa de transporte entre viviendas a la salida del Colegio.
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Rodrigo Boquelar se da un baño a primera hora de la mañana para despertarse.
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Edgar Julio Rodríguez es un pescador cuya mascota es un joven mapache encontrado en las espesas proximidades del río Sevilla.
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Imagen a medio día de Nueva Venecia.
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El detalle de una pequeña hélice de repuesto de un motor viejo que descansa en uno de los amarres de la casa del billar.
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El pescador Eizo Rafael Mendoza prepara la red para salir a pescar como cada mañana. Cuanto antes salga, más horas de luz tiene para poder regresar con pesca.
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Sumergido en la ciénaga, Alberto Corchal limpia el bote después de haber entregado la pesca al distribuidor.