Paz Vega, la embajadora

Paz Vega, la embajadora

Caía la noche en la bellísima playa de Kuta en Bali, Indonesia, cuando un estallido sacudió las calles de ese centro vacacional sumiendo todo en un caos incomprensible; el que sigue a las muertes absurdas y a las grandes tragedias. Era el primero de octubre de 2005 y el fantasma de los atentados ocurridos en […]

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"Fui a ver una obra de teatro y en ese momento dije: esto es lo que quiero ser en la vida."

«Fui a ver una obra de teatro y en ese momento dije: esto es lo que quiero ser en la vida.»

Caía la noche en la bellísima playa de Kuta en Bali, Indonesia, cuando un estallido sacudió las calles de ese centro vacacional sumiendo todo en un caos incomprensible; el que sigue a las muertes absurdas y a las grandes tragedias. Era el primero de octubre de 2005 y el fantasma de los atentados ocurridos en la misma zona tres años antes —que arrojaron más de doscientos muertos— se apoderó del lugar. Una bomba dejada en una mochila frente a un restaurante explotó, y después del estruendo y el sonido de cristales estrellándose, por un momento todo fue silencio.

—Se me pone la carne de gallina —me dice Paz frotándose los brazos, subiendo un poco las mangas del suéter gris claro de cuello en V, los ojos muy abiertos detrás de las gafas de aviador. Alcanzo a ver la piel erizada en sus antebrazos. Sacude los hombros—. Después de unos días maravillosos, nos explotó la bomba. Yo estaba como de aquí a ahí enfrente —señala una boutique al otro lado de la avenida Melrose, frente a la terraza del café en el que conversamos—. De pronto, la explosión impresionante. Salimos, y había un vacío, un silencio en la calle…

Paz Vega habla con el cuerpo. Mueve constantemente los brazos largos, esbeltos; los extiende, abre las manos, separa los dedos y hace círculos en el aire para tratar de explicarme el vacío, el silencio, el impacto indescriptible de la explosión que en esa ocasión mató a veinte y dejó heridos a más de cien. «Es como una cosa que te come», me dice tratando de imitar un sonido hueco, moviendo las manos como si se estuviera cubriendo la cabeza con una bolsa gigante. Busca las palabras precisas, las encuentra: «Es como si la bomba se llevara la atmósfera del sitio. Un vacío aterrador».

Nos encontramos un mediodía de clima perfecto a finales de abril, apenas unos días después del atentado terrorista en la línea de meta del Maratón de Boston el 15 de ese mes. Quienes vivimos en grandes ciudades de Estados Unidos, los días posteriores al ataque tuvimos que hacer alarde de paciencia: revisiones de seguridad en transporte público y en aeropuertos, retenes en ciertas avenidas, el gran ojo que te observa a todo lo que da. La gente está acostumbrada y lo acepta. Hace lo que sea por sentirse segura. Le aterra el terror.

—Bali, Boston, el lugar que sea: cualquier acto que implique la muerte de un ser humano me parece repulsivo. En esto no valen los ideales políticos, no vale la religión, no vale nada. Es un hombre que ha matado a otro, es inconcebible para mí. No sólo es el daño; es lo que dejas, la estela de tristeza, de tanta gente, el vacío… ese vacío —se queda callada unos segundos, pensando lo que sigue—. ¿Por qué no intentar que el mundo sea al revés? ¡Vamos a abrir! ¡Vamos a tirar muros! Pero para abrirnos tenemos que estar todos en esto, crear una conciencia colectiva. Tenemos que ser más humanos.

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