Un mundo sin escuelas. El ingenio de los maestros para seguir educando

Un mundo sin escuelas. El ingenio de los maestros para seguir educando

Cuando se convirtieron en sinónimo de peligro y contagio, las escuelas tuvieron que cerrar. Millones de niños y niñas no pudieron seguir la educación en línea y quedaron a la deriva. La pandemia vino a resaltar las viejas grietas de América Latina: las des­igualdades sociales, las distancias económicas y la brecha digital. Pero hubo maestros que con ingenio y organización no dejaron solos a sus alumnos. Éstas son historias de heroicidad de quienes, a pesar de todo, siguieron ejerciendo su oficio: la enseñanza.

Tiempo de lectura: 20 minutos

 

—Acá hay mejor señal —le dice Antonio a su nieta, Candela. Ella levanta el brazo sobre su cabeza, un altar de rastas. En la mano sostiene el celular que su abuelo le regaló cuando cumplió 17 años. Ahora tiene 18. Con el brazo en alto, camina hacia la ventana, frente a una playa vacía de turistas. Pero no hay caso. El video de tres minutos y medio, que grabó para dar el examen final de Literatura, continúa girando en el limbo de los archivos que no llegan a destino por la mala conexión a internet.

Candela está a 387 kilómetros del edificio de la escuela donde estudió el colegio secundario, desde primero a sexto año. A finales de febrero, viajó a Mar del Tuyú, en la costa atlántica argentina, para preparar, en la casa de su abuelo, la última materia con la que obtendría el título de Bachiller en Ciencias Sociales.

—En Buenos Aires no me podía concentrar —dice, por la plataforma Zoom, con un fondo de pantalla que simula una playa de arena blanca y agua transparente, opuesta al recorte de costa argentina que Candela tiene frente a la casa de su abuelo—. Estaba nerviosa porque necesitaba el título para irme a estudiar a España. Pero eso fue en otra vida, en un mundo sin pandemia.

Hace una pausa, como si no creyera lo lejos que están sus palabras del suelo que pisa.

—Lo que nunca pensé era que iba a terminar viviendo con mi abuelo. Menos, que iba a rendir el examen por WhatsApp, por causa de una sopita que un chino se tomó en una ciudad de la que ya me olvidé el nombre.

El nombre de la ciudad que Candela olvida con indife­rencia juvenil todos lo hemos escuchado a lo largo de este confuso 2020. Wuhan, se llama, una ciudad que tiene 11 millones de habitantes, que está ubicada en el centro de China, y en cuyos puestos de comida callejera venden sopa de murciélago.

Desde el primer brote, a fines del año 2019, la enfermedad Covid-19 se expandió por el planeta, con cifras que superan los 33 millones de infectados y el millón de muertes, según datos de la Organización Mundial de la Salud que se actualizan permanentemente. Los gobiernos de América Latina y el Caribe (ALC) respondieron de diferentes formas al avasallamiento de la pandemia. Algunos actuaron con exagerado negacionismo; otros regularon el distanciamiento social, prohibieron la circulación de personas o bloquearon fronteras. Unos pocos pendularon entre ambas posiciones, según la cifra de muertos, infectados y camas de terapia intensiva ocupadas que relevaban sus respectivos ministerios de salud.

Pero aun cuando se tomaron medidas diversas, la mayoría de los gobiernos de la región decidió interrumpir las clases presenciales en los diferentes niveles educativos. Desde su constitución, la escuela está asociada al lugar de la enseñanza y al cuidado. Ahora, de modo abrupto, pasó a ser territorio de peligro, contagio, transmisión de un virus del que poco se sabía cuando se tomó la decisión de cerrar los colegios.

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“Antes de la Covid-19, la educación ya estaba en crisis. Ahora nos encontramos ante una crisis educativa cada vez más profunda y que puede crear aun más divisiones”.

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Una combi Volkswagen se estaciona en una calle de tierra en el barrio Cruz Grande, en Comitán, Chiapas, en el suroeste de México. El sol rabioso del mediodía rebota en la chapa, que resplandece como si tuviese la pintura fresca. La mitad de la combi es de color blanco; la otra, de un verde suave. Una franja naranja la cruza. En el centro, con letras blancas, dice “Gratis” y, con letras azules, “Zona WiFi. Para Estudiantes”.

Fray Antonio Alfaro, el conductor, abre la puerta trasera y desaparece un instante en el interior. Luego sale sosteniendo una antena, que dobla su altura, con un módem portátil en la cima. La apoya en la vereda, también de tierra. Dos chicos con el pelo desparejo, como cortado con una tijera sin filo, se acercan a la camioneta de la mano de su madre. Detrás de ellos aparece una nena de su misma edad, ocho años. Se saludan chocando los puños cerrados. La última vez que se vieron fue en el patio del colegio que comparten. Antonio habla con la madre, le pasa la clave del WiFi y le dice que si no tienen celular o computadora les puede prestar el suyo. Los chicos se quedan quietos, paralizados por el deseo y la timidez.

—Se pueden subir a la camioneta —les dice Antonio— o sentarse en una de las sillas de la tienda, ahí nomás.

Sobre la vereda hay un aula improvisada con cuatro postes de madera y un plástico transparente que hace de techo. Debajo, ocho o nueve sillas arman un círculo. Todas están ocupadas: por chicos de tercer año de escuela primaria, una adolescente que va a la preparatoria y Ramón, que está realizando el ingreso a la universidad.

—Pueden quedarse acá o ir a otro lado —dice Antonio por videollamada, mientras camina alrededor de la camioneta para hacerla entrar en cuadro—. La red tiene entre 50 y 90 metros de alcance. Yo los invito sin cargo. Y si necesitan ayuda, les doy una manita con las tareas; para eso me preparé.

Antonio es licenciado en Educación Física y Ciencias de la Educación por la Universidad de Veracruz. Al terminar la carrera, empezó a dar clases en escuelas de Chiapas, en la región selvática, a alumnos que llegaban descalzos y con hambre.

—Tengo bien conocidas las diferencias sociales —dice.

Cuando suspendieron las clases presenciales en México, Antonio pensó en cómo ayudar a los chicos y chicas que no tendrían la conexión para seguir ligados con las escuelas. Pronto se dio cuenta de que solo no podía. Le pidió ayuda a dos amigos especialistas en informática y creó la “Combi­teca”, como bautizó a la camioneta. En la tradición de las escuelas ambulantes, Antonio suma kilómetros, manejando de barrio en barrio, para dar conexión a internet gratuita tres horas por día a estudiantes de distintos niveles. Con la mayoría se encuentra dos veces por semana. La primera, para que descarguen el material que reciben de sus maestros; la segunda para que envíen las actividades resueltas. En lo que va del proyecto, cuenta, lleva recorridos más de 500 kilómetros y ha logrado conectar alrededor de dos mil niños y niñas con sus escuelas.

—Desafortunadamente, no cuento con el apoyo de ningún empresario ni del municipio ni de las autoridades nacionales —dice—. No me desanima: mientras lo pueda costear con mis ingresos y la ayuda de mi familia lo voy a seguir haciendo. Lo importante es que los niños puedan seguir con las clases. Es lo que queremos todos, padres y maestros.

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Fray Antonio Alfaro enchufa y desenchufa la antena del módem para compartir internet gratuito a sus alumnos en Comitán, Chiapas.

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La conectividad de banda ancha se ha expandido en la última década en la región de ALC, con cierto retraso respecto de los países centrales y con menores grados de velocidad de conexión y calidad de servicio. Sin embargo, el acceso a los servicios de conectividad y de telecomunicaciones continúa caracterizado por la desigualdad.

Según datos del Observatorio del Ecosistema Digital de CAF (Banco de Desarrollo de América Latina, conocido anteriormente como Cooperación Andina de Fomento), el ecosistema digital de la región ha crecido a una tasa anual de 6.83%. A pesar de estos avances, continúa rezagada respecto a países desarrollados, por ejemplo, los que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). En números totales, 54.42% de la población de ALC accede a internet, muy por debajo del 77.22% de los países de la OCDE. En términos de velocidad, la región también corre desde atrás: la velocidad promedio de descarga de banda ancha es 4.09 mbps, mientras que en los países de la OCDE ésta alcanza 11.11 mbps.

—La pandemia nos arrojó a la intemperie con lo puesto que, para la mayoría, ya era poco —dice Esteban Magnani, especialista argentino en educación y tecnología—. Ya existía una profunda desigualdad en el acceso a los recursos digitales, dispositivos, conexión a internet; a los saberes específicos para explotarlos. Con la llegada de la pandemia, esa brecha resultó determinante para poder acceder al trabajo, la comunicación y, sobre todo, para el estudio de chicos y grandes.

La fragilidad no sólo se percibe en las dificultades de conexión, sino también en la distribución desigual de dispositivos entre países y sectores sociales. Según el documento “La educación en tiempos de coronavirus” del Banco Interamericano de Desarrollo, en América Latina menos del 30% de los estudiantes de secundaria de zonas vulnerables tiene acceso a una computadora en su hogar para realizar las tareas de la escuela. Mientras que, en la totalidad de la región, el promedio llega al 64% de los jóvenes de 15 años en secundaria. Al disgregar por países, el informe muestra que Uruguay y Chile, con el 82%, tienen un acceso cercano al reportado en los países de la OCDE (89%). En cambio, Perú (7%), México (10%) y República Dominicana (13%) miran al resto de la región desde la base de la pirámide.

—En este contexto, cada profe, cada maestra recurrió a lo que tenía a mano para continuar el diálogo con sus estudiantes —dice Magnani, desde una pantalla que lo tiene en primerísimo plano—. WhatsApp, correo electrónico, YouTube, Moodle, Google Classroom, Zoom, Jitsi, Meet y muchos otros nombres que no significaban nada para los docentes, de golpe se transformaron en espacios de intercambio para tener reuniones o clases. Es pronto para conocer el resultado de este experimento a cielo abierto que nadie deseaba, pero se escuchan todo tipo de historias que van desde lo heroico hasta lo resignado, desde la ma­duración de procesos ya iniciados hasta la parálisis total.

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Desde su constitución, la escuela está asociada al lugar de la enseñanza y al cuidado. Ahora, de modo abrupto, pasó a ser territorio de peligro, contagio y transmisión.

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Según la Unesco, el cierre a escala mundial de las escuelas y otros centros educativos debido a la pandemia alcanzó a mil 600 millones de educandos, es decir, a más del 90% de la población escolar en el mundo. En Italia, el país europeo más afectado, se activó pronto la emergencia educativa y man­daron a más de 13 millones de estudiantes a sus casas. Casi en simultáneo, siguieron España, Francia, Estados Unidos y una larga lista de 190 países que alternaron suspensiones totales con otras localizadas, sea por periodos breves o por regiones.

Es la primera vez que los sistemas educativos realizan un cierre sincrónico a escala mundial, generando tal migración de estudiantes de las escuelas a los hogares. Pocos países estaban preparados para la catástrofe singular que padecieron las escuelas. Entre las experiencias más sólidas se cuentan la de Estonia —“la nueva Finlandia” que clasifica alto en los informes PISA de la OCDE sobre educación digital— y la de Nueva Zelanda, el primer país del mundo que generó la posibilidad de hacer la escolarización obligatoria de modo virtual, mediante el proyecto COOL (Community of Online Learning) lanzado en 2016.

En ALC, según señala un documento que presentó la Unicef a finales de agosto, al menos 13 millones de niños y niñas no tuvieron acceso a la educación a distancia cuando la Covid-19 obligó a cerrar las escuelas. Los diferentes gobiernos de la región, pese a no tener en su mayoría una estrategia nacional de educación a distancia afianzada, ensayaron distintas soluciones en línea —portales especializados, distribución de cuadernillos, programas de televisión y radio— para llegar a quienes ya no podían pisar la escuela.

Uruguay fue uno de los países pioneros en armar una plataforma educativa (CREA) con el formato de una red social para dinamizar el intercambio entre estudiantes y docentes. Aprovechando  la  infraestructura tecnológica que tenía desarrollada a través del Plan Ceibal (2006) —que incluyó el reparto de dos millones de laptops y tablets entregadas entre 2007 y 2018, y el 100% de conectividad de los centros educativos con red WiFi—, pudo mutar las aulas de clase convencionales a las virtuales casi en simultáneo al cierre formal de las instituciones educativas.

—El CREA es una plataforma súper potente para trabajar y armar puentes —dice Silvana Arbelo, por audio de Whats­App—. Al principio estábamos pila de entusiasmo pero, a las semanas, la pandemia nos pasó por arriba.

Silvana es profesora en el Instituto de Formación Docente de la ciudad de Pando, departamento de Canelones, y en el Instituto de Profesores Artigas de Montevideo (IPA), Uruguay. El primer día del ciclo lectivo 2020 en el Instituto de Pando fue el último en que vio a los estudiantes. El aula estaba repleta: un grupo numeroso, 70 alumnos de profeso­rado. Apenas saludó y empezó a presentar la planificación anual de la materia, una alumna le dijo: “Mire, profe, que acá se acaba el amor. La semana que viene cierran todo, dicen las noticias”.

—Era viernes 13 de marzo —dice Silvana—, no me lo olvido más.

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El docente dejó de ser el centro del aula; no sólo tiene que enseñar, sino que debe generar las condiciones vinculares para hacerlo.

De los 70 alumnos de ese curso, sólo 15 continuaron ligados a la materia. De a poco, como pasajeros que se bajan de un vagón sin despedirse, se fue vaciando el aula virtual que Silvana había armado en la plataforma CREA. Los alumnos que le avisaron que iban a dejar la materia mencionaron la falta de conectividad y la dificultad para estudiar en sus casas, en ambientes chicos repletos de familiares, como causas. Ante cada anuncio de despedida, Silvana hacía lo imposible para no soltarlos. Su último intento fue con Ana Lucía, una mujer de 53 años que, a la semana siguiente de declararse la suspensión de clases en el IPA, le envió un mail vacío salvo el asunto: en letras mayúsculas, decía “AUXILIO AYUDA”. Silvana respondió una, dos, tres veces; pero pasaron los días y no le llegaba ninguna señal. Por medio de “las chicas de administración” pudo contactarla por teléfono. Al principio le explicó al detalle, “con mucha paciencia”, cómo debía usar la plataforma y le avisó que también le iba a enviar el material por correo electrónico y por WhatsApp.

—Los primeros mensajes los contestó; después nada, ni un emoji —dice Silvana.

Según un artículo de la revista especializada British Medi­cal Journal, “Uruguay está ganando contra el Covid-19”. Su tasa de contagios —a principios de octubre— marcó 58 personas cada cien mil habitantes, siendo una de las más bajas de la región, en particular si se la compara con sus vecinos gigantes Argentina y Brasil, que —en el mismo periodo— tuvieron una tasa de 1 596 y 2 445, respectivamente. Por este motivo se habilitaron tempranamente, desde el 1 de junio, clases presenciales de asistencia voluntaria en todos los niveles educativos.

—Acá les ofrecemos el sistema mixto. Pero la verdad es que, por ahora, vienen muy poquitos —dice Silvana—. En el IPA tendré menos de la mitad de los estudiantes por curso.

Las clases presenciales fueron retornando por etapas, en un sistema escalonado que tuvo en cuenta tres gradualidades: una regional, en lo que se conoce como el interior, que rodea a Montevideo, donde hubo menor cantidad de casos de Covid-19; otra de vulnerabilidad, donde se privilegiaron las zonas de contexto crítico; y la última, pedagógica, que privilegió la conclusión de ciclos.

—Hay días que voy y no va ni un alumno. Pero igual trato de sostener el espacio, los dos ahora: el virtual y el presencial.

Silvana se queda congelada en la pantalla.

Cuando la conexión vuelve a funcionar, dice:

—¿Sabés quién apareció el otro día en el IPA? —hace una pausa y abre aún más los ojos negros—: Ana Lucía. En realidad no vino, me mandó una carta, un mensajito con una compañera. Con una letra hermosa, dibujada, me pidió disculpas porque no entendía la plataforma y me prometió que, si el bicho se iba, el año que viene la tenía en el aula.

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WhatsApp, correo electrónico, YouTube, Moodle, Google Classroom, Zoom, Jitsi, Meet y muchos otros nombres que no significaban nada para docentes, pero de golpe se transformaron en espacios de intercambio.

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La pandemia generó la posibilidad de ampliar la escuela por otros medios. Treinta años atrás, hubiera sido imposible hacer escuela en tantos hogares de la región. El entorno digital ofrece herramientas con el potencial de ensanchar la inclusión pero, a la vez, señala vulnerabilidades estructurales. Los sistemas escolares de América Latina son muy diversos. Hay tantos países que no pueden asegurar la educación primaria elemental como otros que cuentan con un amplio desarro­llo de la educación superior pública, gratuita y de calidad. No hay una situación homogénea, pero la desigualdad es la clave que los atraviesa.

En palabras de la investigadora uruguaya Karina Bat­thyány, secretaria ejecutiva del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), “hay sectores donde no llega la conexión a internet o no hay la posibilidad de acceder a la teleducación, o no hay dispositivos para hacerlo o no hay condiciones materiales, físicas en los hogares […]. Y esto está agravando las distancias y las desigualdades en-tre aquéllos que pueden darle cierta continuidad al proceso educativo con la teleducación y aquéllos que hace cinco o seis meses, en algunos casos, no han tenido contacto educativo alguno”.

En el canónico libro Los herederos, de los franceses Bourdieu y Passeron, publicado por primera vez en 1964, se plantea la tesis de que el sistema educativo es una herramienta de reproducción social de las clases altas, que consagra como innatas y naturales las aptitudes de los estudiantes de élite o “herederos”, sin tener en cuenta sus disposiciones sociales, culturales y económicas para el aprendizaje. Medio siglo después, el informe del BID sobre la educación en pande­mia viene a revalidar la hipótesis con datos extraídos de un mundo con mascarillas y distanciamiento social obligatorios. Dice: “El nivel educativo de los padres y el estatus socioeconómico del hogar son parte de los determinantes […] en el aprendizaje y progreso de los estudiantes. En el caso de la población en condición de pobreza o vulnerabilidad (con ingresos diarios menores a 12.4 USD), los jefes de hogares presentan bajos niveles educativos. Menos de 20% de ellos, en la región, tienen 13 o más años de educación o secundaria completa. Esto limita el apoyo potencial que puedan brindar los padres, madres y acudientes a los niños, especialmente, a los más pequeños. El 68% de los hogares de la región tiene ingresos diarios por debajo de 12.4 USD y uno de cada tres en esta condición de pobreza o vulnerabilidad en ALC son liderados por mujeres jefas del hogar. No solo esto influirá en el nivel de apoyo que reciban los estudiantes en casa, sino también el impacto socioemocional y económico que la propia crisis tendrá en las familias más vulnerables”.

La falta de igualdad en el acceso a la tecnología para sostener la educación a distancia, en el contexto de pandemia, visibilizó viejas desigualdades geográficas, brechas digitales y distancias sociales y económicas propias de los circuitos educativos de América Latina. Según el canadiense Robert Jenkins, Jefe de Educación de Unicef: “Antes de la Covid-19, la educación ya estaba en crisis. Ahora nos encontramos ante una crisis educativa cada vez más profunda y que puede crear aun más divisiones”.

Hay, entonces, estudiantes que quedaron adentro y otros que quedaron desvinculados del mundo educativo. Ellos dejan en evidencia una fractura histórica, vinculada a la fragmentación social; y otra, reciente, relacionada con la disponibilidad, acceso y uso de la tecnología.

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Hoy se enseña desde la propia casa en un contexto de indiferenciación de los espacios domésticos y de trabajo.

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Fray Antonio enchufa y desenchufa el módem de la antena, esperando que, más por azar que por técnica, vuelva la conexión de internet. En la tienda improvisada en la vere­da, Juanita, Martín, Francisco, Juan Manuel y Guadalupe esperan. Es jueves, el día que le deben enviar la tarea a los maestros, según lo consensuado al comienzo de la semana, cuando él se encontró con los chicos por primera vez.

Fray Antonio llama a la compañía de internet para hacer el reclamo por el servicio satelital que paga de su bolsillo. Lo recibe una voz amable y mecanizada que lo deja en un loop de espera más largo que su paciencia. Apaga el teléfono y camina hacia el centro del círculo que forman las sillas dentro de la tienda. Sin levantar la voz, les pregunta a los chicos si los puede ayudar con algo, si lograron bajar a la computadora el material que les enviaron sus profesores. Salvo Juanita, todos están trabajando en línea.

—Arriba, entonces —les dice.

Los chicos obedecen como si estuviesen en la escuela. Fray Antonio camina hacia la camioneta y agarra dos aros gigantes. Vuelve y, trazando una línea invisible con la mano, dice:

—Los hombres de este lado y las mujeres por acá. El equipo que dure más tiempo con el aro en la cintura gana. Yo me sumo a las niñas, así somos tres por lado.

En los momentos en los que no hay conexión, Fray Antonio, apelando a sus saberes como profesor de Educación Física, estimula a los chicos para que “hagan algo de actividad física, así no pierdan el día de clases”.

La figura del docente fue mutando con los cambios de época. Del docente pastor, propio de la escuela disciplinaria surgida en la modernidad —que ostentaba el saber frente a alumnos sentados en fila, blanqueados con un guardapolvo universal—, se pasó a un docente que ensaya nuevos modos con lo que tiene a disposición; un docente que dejó de ser el centro del aula, que no sólo tiene que enseñar, sino que debe crear las condiciones vinculares para hacerlo. Y esos vínculos pedagógicos, sin aula ni edificio ni cuadernos ni presencia, sin la materialidad propia de la escuela, se vuelven más difíciles ahora.

—La pandemia nos dejó solos, con los cuerpos de los demás lejos —dice la socióloga argentina Marcela Martínez, en la pantalla, ante una biblioteca repleta de volúmenes sobre filosofía de la educación con nombres como Spinoza, Lewkowicz y Philippe Meirieu—. Esos cuerpos lejanos se volvieron más necesarios y los docentes, a veces de un modo desquiciante o poco productivo, paradójicamente tuvieron la intención de salir al encuentro, de ocupar esa ausencia y ese vacío.

La sensación de poder hacerlo todo está amenazada por su reverso: la impotencia.

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“Mire, profe, que acá se acaba el amor. La semana que viene cierran todo, dicen las noticias”.

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“La clase en pantuflas” se llama la conferencia que dio la investigadora Inés Dussel desde su estudio, en México, donde reside y trabaja. Rápidamente se volvió un éxito entre docentes de América Latina. Siguiendo la transmisión en directo había más de 19 mil docentes; a las pocas semanas, ya pasaba las 250 mil visualizaciones en YouTube. Dussel fue de las primeras pensadoras de la educación en poner una palabra a la excepcionalidad, en reflexionar sobre las nuevas coordenadas que generaba la pandemia en las escuelas, en darle un sentido a la experiencia que atravesaban docentes y familias.

Juan Ruiz Goyco se descargó la conferencia. La tiene en su iPod pero aún no la ha podido escuchar. El reloj en su computadora marca las 10 de la noche. Por la ventana que tiene a un costado del escritorio ve el cielo negro, sin estrellas, de San Juan de Puerto Rico. Su compañero de cuarto le acerca un plato con mofongo al escritorio. Juan empieza a comer de a cucharadas, sin sacar la vista de la pantalla, donde brillan los colores azules de la plataforma Microsoft Teams, que contrataron desde el Departamento de Educación del gobierno para paliar la situación de aislamiento en las escuelas.

A Juan Ruiz aún le queda una docena de mails por res­ponder. La mayoría de los alumnos envía a destiempo las ac­ti­vidades escolares que les encargó hace varias semanas. Se detiene en uno de Jayden, alumno suyo de segundo año de secundaria. En tres líneas le dice que le envía el archivo a esta hora porque es el horario en que su padre vuelve a la casa del trabajo y le presta el único celular que hay en la familia para que él y sus tres hermanos hagan la tarea.

En “La clase en pantuflas”, Inés Dussel dice que hoy se enseña desde la propia casa en un contexto de indiferenciación de los espacios doméstico y de trabajo. Lo personal y lo profesional aparecen como planos mezclados, superpuestos, tanto para los estudiantes como para los docentes. Las re­laciones pedagógicas se dan en este escenario, donde los alumnos cuentan que las peleas entre sus padres les impiden concentrarse o que extrañan ver a sus amigos o que su novia no les contesta los mensajes desde hace semanas. Son situaciones de las que los docentes ahora deben ocuparse, con temple y paciencia, sobrecargando sus roles.

—Me hablaron rico de la conferencia —dice Juan por audio de WhatsApp—. La bajé para escucharla cuando salga a correr. Pero desde que llegó la peste, ni eso.

Desde el inicio de la pandemia, las jornadas de trabajo de Juan se extendieron: está sentado frente a la computadora desde las siete de la mañana hasta la noche, marcando tarjeta de horario de entrada y salida online. La diversificación de propuestas del gobierno lo lleva a estar atento a cinco plataformas en simultáneo, por donde le llegan mensajes de los estudiantes, de las familias, de los directivos y del Departamento de Educación con instrucciones que se contradicen entre sí.

—La quemazón es mucha y, para terminar de prendernos fuego, desde el gobierno nos piden que llenemos una planilla marcando hora de entrada y de salida de nuestro teletrabajo. No es broma, bro, nos quieren crazy. Todo por la misma plata, que siempre es poca.

La mayoría de los docentes de ALC no estaba preparada para el pasaje a la digitalización de sus clases; mucho menos para la agotadora comunicación diaria, de modo virtual, con el resto de los protagonistas de la comunidad educativa. Sin embargo, tuvieron que aprender a usar herramientas digitales para hacer y transmitir sus clases, y para comunicarse con alumnos, familiares, directivos y otros agentes del Estado, como inspectores o capacitadores. Según la colombiana Diana Hincapié, especialista en economía de la educación, “el reto no fue menor, ya que tradicionalmente muchos [docentes] no han estado acostumbrados al uso de recursos digitales y han recibido poca formación. Según datos de PISA 2018, sólo 58% de los docentes de secundaria de la región tiene las habilidades técnicas y pedagógicas necesarias para integrar dispositivos digitales en la instrucción y las escuelas más vulnerables tienen docentes con las menores habilidades para aprovechar estos recursos”.

Antes de que la Covid-19 todo lo transformara, el antropólogo y activista estadounidense David Graeber escribió un texto donde analiza el “fenómeno de los curros inútiles”, en referencia a los trabajos ligados a los servicios financieros, al sector administrativo y a la élite corporativa. Estos trabajos, dice, tienen escaso valor social y la mayoría de los que los realizan dan cuenta del poco compromiso que tienen con el otro; a cambio, tienen la recompensa de ser los mejores pagos. Según Graeber, la valoración social del trabajo determina una regla general: “Cuanto más claramente beneficioso para los demás es un trabajo, peor se remunera”. Entre los ejemplos de esos últimos, aparecen el personal sanitario, los deliverys, las empleadas domésticas, los operarios y, claro, los docentes. Los sectores conservadores, en palabras de Graeber, “han tenido mucho éxito propagando el resentimiento hacia los profesores o los obreros del sector automovilístico al llamar la atención sobre sus salarios y prestaciones sociales supuestamente excesivos”. Al parecer, parafraseando a Graeber, es como si les estuvieran diciendo a los docentes: “Pero, si tienen la suerte de enseñar, ¡encima quieren cobrar y hacerlo en buenas condiciones!”.

En América Latina, la degradación de la tarea docente se ve, principalmente, en las condiciones laborales y en los bajos salarios. El informe Antecedentes y criterios para la elaboración de políticas docentes para América Latina y el Caribe, preparado por la oficina de la Unesco en Santiago de Chile, muestra que aún existen importantes brechas entre los salarios de los docentes y los ingresos de otros profesionales con un periodo similar de formación. En ese sentido, el investigador y exfuncionario Mariano Narodowski fue elocuente: “[en Argentina] el básico de un bancario está apenas por debajo de lo que gana un maestro con dos turnos y con máxima antigüedad. O sea, un pibe que está estudiando y recién entró a un banco a trabajar gana prácticamente lo mismo que un maestro que hace 35 años da clases y es responsable de 70 pibes por día”.    

Por otro lado, durante la pandemia, los límites de los horarios laborales de los docentes muchas veces se diluyeron. Una encuesta entre docentes de Argentina que realizó la Secretaría de Evaluación e Información Educativa del Ministerio de Educación señala que, considerando los tres niveles de enseñanza, el 68% de los docentes encuestados dan cuenta de que su trabajo aumentó considerablemente luego de la suspensión de clases presenciales. El 21% afirma que aumentó un poco; el 6%, que se mantuvo igual; y solo el 5%, que disminuyó. Las tareas que más aumentaron, revela la encuesta, fueron la elaboración de estrategias para el seguimiento de los aprendizajes, el tiempo dedicado al diseño y a la virtualización de las tareas educativas y, en particular, la frecuencia de la comunicación con los estudiantes y sus familias.

—Si vieras la cantidad de mails y chats que mantengo con alumnos… —dice el docente portorriqueño Juan Ruiz—. La mitad es preguntándoles cómo están, si pudieron conectarse, si tuvieron algún problema en casa. Y recién luego, trabajamos el contenido de la materia, si queda tiempo. No hay descanso, bro.

El documento La educación en el mundo tras la Covid de la Unesco, contempla el protagonismo de los docentes durante la emergencia sanitaria, los caracteriza como “esenciales” y necesarios en la sociedad y, a la vez, demanda una remuneración que esté a la altura de su compromiso profesional. “Esta crisis  sacó a la luz la dificultad de hacer frente a situaciones inesperadas en las burocracias centralizadas y nos mostró que la verdadera capacidad de respuesta e innovación reside en la iniciativa de los educadores que, junto con los padres y las comunidades, han encontrado en muchos casos soluciones ingeniosas y apropiadas al contexto”, dice.

“Que vengan los chicos y nos hagan preguntas, ver cómo están, mostrarles que estamos presentes. Pero, si no se puede, tampoco les podemos dar la espalda”.

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Frente a la Primaria N° 2 de Oliden, pueblo rural de la Provincia de Buenos Aires, Argentina, hay 14 vehículos esta­cionados con los motores encendidos. Los baúles están cargados con bolsones de alimentos y cuadernillos del programa Seguimos Educando, producidos por el gobierno nacional. Por las ventanillas traseras también se ven los asientos repletos de bolsas de plástico y cajas. Miriam Volosín, la directora de esta primaria, es la última en salir de la escuela. Cierra sin llave ni candado el portón de rejas de la entrada. Se sube al último auto y, como si diera la orden de largada, toca dos bocinazos breves.

La fila de autos y camionetas empieza a moverse, des­pacio, por una calle de asfalto rodeada de llanura y vacas que continúan pastando, indiferentes a la alteración del mundo por la pandemia. Son los primeros metros de los 35 kilómetros que hacen cada 15 días los docentes de la Prima­ria N° 2, del Jardín 907 y de la Secundaria N° 5, del Partido de Brandsen, para seguir vinculando a los alumnos con la escuela.

Cuando se decretó el aislamiento social, preventivo y obligatorio, las directoras de los tres niveles se juntaron por Zoom para idear estrategias. Si el autobús no podía entrar al pueblo con los alumnos, hagamos el camino a la inversa, pensaron. En otras palabras, que sea la escuela la que se mueva y haga su recorrido. En un croquis de la Ruta 54 y en otro de la Ruta 36, marcaron las 15 paradas de bus donde bajaban y subían más alumnos. Luego, decidieron que fueran los puntos de encuentro entre chicos, chicas, madres y padres para buscar el material y, sobre todo, para sostener el lazo con maestras y maestros.

La preocupación de los docentes por la continuidad pedagógica de los estudiantes con menores posibilidades de conexión es constante. Y en los ámbitos rurales la brecha digital es más grande. Según la encuesta que realizó la Secretaría de Evaluación e Información Educativa en Argentina, 61% de los docentes del ámbito rural afirma tener problemas en la disponibilidad de recursos digitales frente al 48% del urbano. A la vez, 8 de cada 10 docentes de escuelas rurales mencionan que las limitaciones en la conexión a internet son una dificultad para el desarrollo de las tareas de enseñanza.

Los docentes de la Primaria N° 2 relevaron de modo artesanal, al inicio del aislamiento, el número de computadoras que había en las casas de cada chico.

—Son muy pocas las familias que tienen una computa­dora —dice Miriam, con las manos grandes en el volante de un Fiat Argo blanco—. Por lo general, nos comunicamos con el celular.

El dato alentador, por llamarlo de algún modo, que señala el Observatorio del Ecosistema Digital de CAF es que en ALC la penetración de la telefonía móvil supera el 100% de la población (109.78%). Y, en las zonas rurales, como cuenta Miriam, suele ser el único canal de comunicación que tienen los docentes con las familias.

Miriam estaciona el auto frente a una tranquera cerrada. Del otro lado viven las únicas dos alumnas que no pueden acercarse a ninguna de las paradas. Su padre y su madre trabajan y viven en un vivero mayorista de la zona. Por temor a contagios, no tienen contactos por fuera de la burbuja laboral y familiar que armaron.

—No nos gusta hacer delivery, preferimos el contacto cara a cara, barbijo a barbijo —dice Miriam con una sonrisa llena de orgullo—. Que vengan los chicos y nos hagan preguntas, ver cómo están, mostrarles que estamos presentes. Pero, si no se puede, tampoco les podemos dar la espalda. Por eso, con muy poquitos, pensamos estrategias excepcionales para que ninguno se caiga del mapa.

En uno de los parantes de la tranquera hay una mochila rosa. Miriam la descuelga y saca un cuaderno y un folio con hojas sueltas. Los sostiene con una mano. Con la otra, llena la mochila con dos cuadernillos de la serie Seguimos Educando, un bloc de hojas blancas y otro de colores, lápices y crayones. Luego, vuelve a colgar la mochila en el parante y arriba deja una bolsa de plástico con un paquete de fideos, otro de arroz, azúcar, harina, aceite y un pote con cacao.

Antes de subirse al auto, se apoya sobre el capó. Se pone una mano de visera para que el sol alto, de media mañana, no la moleste. Mira hacia el otro lado de la tranquera: hay unas vacas apiñadas y dos árboles estoicos que alteran la planicie de la llanura. Saca su celular, aprieta el botón para grabar mensajes de audios por WhatsApp y dice:

—Mami, papi, ya les dejé los cuadernos corregidos de las nenas en la tranquera. Las tareas estaban muy bien. Marqué sólo dos o tres cuestiones que vamos a seguir trabajando por teléfono, conmigo o con el profe de Plástica. Mándenles un beso grande de la escuela y mis felicitaciones por seguir aprendiendo. Nos vemos la próxima.

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