Ésta es la historia de un hombre que participó en una competencia de baile.
La ciudad de Laborde, en el sudeste de la provincia de Córdoba, Argentina, a quinientos kilómetros de Buenos Aires, fue fundada en 1903 con el nombre de Las Liebres. Tiene seis mil habitantes y está en un área que, colonizada por inmigrantes italianos a principios del siglo pasado, es un vergel de trigo, maíz y derivados —harina, molinos, trabajo para centenares—, con una prosperidad ahora sostenida por el cultivo de la soja, que se refleja en pueblos que parecen salidos de la imaginación de un niño ordenado o sicótico: pequeños centros urbanos con su iglesia, su plaza principal, su municipio, sus casas con jardín al frente, la camioneta último modelo Toyota Hilux cuatro por cuatro brillante estacionada en la puerta, a veces dos. La ruta provincial número once atraviesa muchos pueblos así: Monte Maíz, Escalante, Pascanas. Entre Escalante y Pascanas está Laborde, una ciudad con su iglesia, su plaza principal, su municipio, sus casas con jardín al frente, la camioneta, etcétera. Es una más de miles de ciudades del interior cuyo nombre no resulta familiar al resto de los habitantes del país. Una ciudad como hay tantas, en una zona agrícola como hay otras. Pero, para algunas personas con un interés muy específico, Laborde es una ciudad importante. De hecho, para esas personas —con ese interés específico— no hay en el mundo una ciudad más importante que Laborde.
El lunes cinco de enero del año 2009 el suplemento de espectáculos del diario argentino La Nación publicaba un artículo firmado por el periodista Gabriel Plaza. Se titulaba «Los atletas del folklore ya están listos», ocupaba dos columnas escasas en la portada y dos medias columnas en el interior, e incluía estas líneas: «Considerados un cuerpo de elite dentro de las danzas folklóricas, los campeones caminan por las calles de Laborde con el respeto que despertaban los héroes deportivos de la antigua Grecia». Guardé el artículo durante semanas, durante meses, durante dos largos años. Nunca había escuchado hablar de Laborde, pero desde que leí ese magma dramático que formaban las palabras cuerpo de elite, campeones, héroes deportivos en torno a una danza folklórica y un ignoto pueblo de la pampa no pude dejar de pensar. ¿En qué? En ir a ver, supongo.
Malambo es, según el folklorista y escritor argentino del siglo XIX Ventura Lynch, «una justa de hombres que zapatean por turno al ritmo de la música». Un baile que, con el acompañamiento de una guitarra y un bombo, era un desafío entre gauchos que intentaban superarse en resistencia y destreza.
Cuando Gabriel Plaza hablaba de «un cuerpo de elite dentro de las danzas folklóricas» se refería a eso: a esa danza y a quienes la bailan.
El malambo (cuyos orígenes son confusos, aunque existe consenso acerca de que es probable que se trate de una danza llegada a la Argentina desde el Perú), se compone de una serie de figuras o mudanzas de zapateo, «una combinación de movimientos y golpes rítmicos que se efectúan con los pies. Cada conjunto de movimientos y golpes ordenados dentro de una determinada métrica musical se denomina figura o mudanza […]», escribe Héctor Aricó, argentino y especialista en danzas folklóricas, en el libro Danzas tradicionales argentinas.
Las mudanzas, a su vez, son figuras compuestas por golpes de planta, golpes de punta, golpes de taco, saltos, apoyos de media punta, flexiones (torsiones impensables) de tobillos. Un malambo profesional incluye más de veinte mudanzas, separadas unas de otras por repiqueteos, una serie de golpes —ocho en un segundo y medio— que requieren, de los músculos, una enorme capacidad de respuesta. Cada vez que una mudanza se ejecuta con un pie debe ser ejecutada después, exactamente igual, con el pie contrario, lo que significa que un malambista necesita ser preciso, fuerte, veloz y elegante con el pie derecho, y preciso, fuerte, veloz y elegante con el izquierdo también. El malambo tiene dos estilos: sureño —o sur—, que proviene de las provincias del centro y sur, y norteño —o norte— de las provincias del norte. El sur tiene movimientos más suaves y se acompaña con guitarra. El norte es mas explosivo y se acompaña con guitarra y bombo. Este baile estrictamente masculino, que comenzó siendo un desafío rústico, llegó al siglo XX transformado en una danza coreografiada cuya ejecución toma entre dos y cinco minutos. Si su forma más conocida es la de los espectáculos for export en los que se lo baila revoleando cuchillos o saltando entre velas encendidas, en algunos festivales folklóricos del país se lo puede ver en versiones más apegadas a su esencia. Pero es en Laborde, ese pueblo de la pampa lisa, donde el malambo conserva su forma más pura: allí se lleva a cabo, desde 1966, una competencia de baile prestigiosa y temible que dura seis días, requiere de quienes participan un entrenamiento feroz, y termina con un ganador que, como los toros, como los animales de una raza pura, recibe el título de Campeón.
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Impulsado por una asociación llamada Amigos del Arte, el Festival Nacional de Malambo de Laborde se llevó a cabo por primera vez en 1966 en las instalaciones de un club local. La comisión organizadora se autofinancia y se niega a entrar en la dinámica de los grandes festivales folklóricos nacionales (Cosquín, Jesús María), tsunamis de la tradición televisados para todo el país, porque cree que, para lograrlo, debería transformar el festival en algo simplemente vistoso. Y ni la duración de las jornadas —desde las siete de la tarde hasta las seis de la mañana— ni lo que en ellas se ve es apto para ojos que buscan digestión fácil: no hay, en Laborde, gauchos zapateando sobre velas ni trajes con brillantina ni zapatos con strass. Si el de Laborde se llama a sí mismo «el más argentino de los festivales» es porque allí se consume tradición pura y dura. El reglamento expulsa cualquier vanguardia y lo que espera ver el jurado —que forman campeones de años anteriores y especialistas en danzas tradicionales— es folklore sin remix. Ese espíritu refractario a las concesiones y apegado a la tradición es, probablemente, el que lo ha transformado en el festival más secreto de la Argentina. El Festival Nacional de Malambo de Laborde casi nunca es mencionado cuando se publican artículos sobre la multitud de festividades folklóricas que pueblan el verano argentino, aunque se realiza en la primera quincena de enero, entre un martes y un lunes a la madrugada.
El rubro malambo se divide en dos categorías: cuartetos (cuatro hombres zapateando en sincronización perfecta) y solistas. A su vez, esas dos categorías se dividen en subcategorías —infantil, menor, juvenil, juvenil especial, veterano—, dependiendo de la edad de los participantes. Pero la joya de la corona es la categoría solista de malambo mayor, en la que compiten hombres —solos— a partir de los veinte años. Los competidores —a quienes se llama «aspirantes»— se presentan en un número que no supera a los cinco por día. En una primera aparición, que hacen en torno a la una de la mañana, cada uno de ellos baila el malambo «fuerte», que corresponde a la provincia de la que vienen: norte, si son de la zona norte; sur, si son de la zona sur. Después, en torno a las tres de la mañana, interpretan la «devolución», el malambo de estilo contrario al que bailaron en la primera ronda: los que bailaron norte bailan sur y viceversa. El domingo a mediodía el jurado delibera, establece los nombres de los que pasan a la final y lo comunica a los delegados de cada provincia que, a su vez, lo comunican a los aspirantes. En la madrugada del lunes los seleccionados —entre tres y cinco— bailan su estilo «fuerte» en una final de apoteosis. Alrededor de las cinco y media de la mañana, con el día clareando y el predio aún repleto, se conocen los resultados en todas las categorías. El último en darse a conocer es el nombre del campeón. Un hombre que, en el mismo momento en que recibe su corona, es aniquilado.
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La ruta provincial número once es una cinta de asfalto angosta, con unos cuantos puentes oxidados por los que pasa una vía por la que ya no pasa el tren. Si se la recorre en el verano austral —enero, febrero—, se verá, a un lado y otro, la postal perfecta de la pampa húmeda: campos reventando de un verde como trigo verde, verde brillante, verde maíz. Es el jueves trece de enero de 2011 y la entrada a Laborde no podría ser más obvia: hay una bandera argentina pintada —celeste, blanco— y la leyenda que dice: «Laborde Capital Nacional del Malambo». El pueblo es uno de esos lugares con límites claros: siete cuadras de largo y catorce de ancho. Eso es todo y, como es tan poco, la gente casi no conoce los nombres de las calles y se guía por indicaciones como «enfrente de la casa de López» o «al lado de la heladería». Así, el predio donde se lleva a cabo el Festival Nacional de Malambo es, simplemente, «el predio». A las cuatro de la tarde, bajo una luminosidad seca como un casco de yeso, las únicas cosas que se mueven en Laborde están en ese lugar. Todo lo demás permanece cerrado: las casas, los kioscos, las tiendas de ropa, las verdulerías, los supermercados, los restaurantes, los cibercafés, los almacenes, las rotiserías, la iglesia, la municipalidad, los centros vecinales, los edificios de la policía y los bomberos. Laborde parece un pueblo sometido a un proceso de parálisis o de momificación y lo primero que pienso cuando veo esas casas bajas con su banco de cemento al frente, las bicicletas sin candado apoyadas contra los árboles, los autos abiertos con las ventanillas bajas, es que ya vi cientos de pueblos como éste y que, a simple vista, éste no tiene nada de particular.
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Si existen en la Argentina otros festivales en los que el malambo es uno de los rubros en competencia —el festival de Cosquín, el de la Sierra—, Laborde —donde este baile es protagonista excluyente— tiene un reglamento que lo hace único: establece, para la categoría de malambo mayor, un máximo de cinco minutos. En los demás festivales, el tiempo aceptable es de dos y medio o tres.
Cinco minutos son poca cosa. Una ínfima parte de un viaje en avión de doce horas, un soplo en una maratón de tres días. Pero todo cambia si se establecen las comparaciones correctas. Los corredores de cien metros libres más rápidos del mundo tienen sus marcas por debajo de los diez segundos. La de Usain Bolt es de nueve segundos cincuenta y ocho centésimas. Un malambista alcanza una velocidad que demanda una exigencia parecida a la de un corredor de cien metros, pero debe sostenerla no durante nueve segundos sino durante cinco minutos. Eso quiere decir que los malambistas que se preparan para Laborde no sólo reciben durante el año previo al festival el entrenamiento artístico de un bailarín, sino también la preparación física y psicológica de un atleta. No fuman, no beben, no trasnochan, corren, van al gimnasio, ejercitan la concentración, la actitud, la seguridad y la autoestima. Aunque hay quienes se entrenan solos, casi todos tienen un preparador, que suele ser un campeón de años anteriores y a quien deben pagarle las clases y el viaje hasta la ciudad en la que viven. A eso hay que sumar cuotas de gimnasio, consultas con nutricionistas y deportólogos, comida de buena calidad, el atuendo (tres mil o cuatro mil pesos —seiscientos u ochocientos dólares— por cada uno de los estilos: sólo las botas del malambo norte cuestan setecientos pesos —ciento cuarenta dólares— y hay que cambiarlas cada cuatro o seis meses, porque se destruyen), y la estadía en Laborde, que suele prolongarse por quince días ya que los aspirantes prefieren llegar antes del comienzo del festival. Casi todos, además, son hijos de familias muy humildes formadas por amas de casa, empleados municipales, trabajadores metalúrgicos, policías. Los más afortunados trabajan dando clases de danza en escuelas e institutos pero hay, también, electricistas, ayudantes de albañilería, mecánicos. Algunos se presentan por primera vez y ganan, pero casi todos deben insistir.
El premio, por su parte, no consiste en dinero ni en un viaje ni en una casa ni en un auto, sino en una copa sencilla firmada por un artesano local. Pero el verdadero premio de Laborde —el premio en el que piensan todos— es todo lo que no se ve: el prestigio y la reverencia, la consagración y el respeto, el realce y la honra de ser uno de los mejores entre los pocos capaces de bailar esa danza asesina. En el pequeño círculo áulico de los bailarines folklóricos, un campeón de Laborde es un eterno semidiós.
Pero hay algo más.
Para preservar el prestigio del festival y reafirmar su carácter de competencia máxima, los campeones de Laborde mantienen, desde 1966, un pacto tácito que dice que, aunque pueden hacerlo en otros rubros, jamás volverán a competir, ni en ése ni en otros festivales, en una categoría de malambo solista. Un quebrantamiento de esa regla no escrita —hubo dos o tres excepciones— se paga con el repudio de los pares. Así, el malambo con el que un hombre gana es, también, uno de los últimos malambos de su vida: ser campeón de Laborde es, al mismo tiempo, la cúspide y el fin.
En el mes de enero de 2011 fui a ese pueblo con la idea —simple— de contar la historia del festival y tratar de entender por qué esa gente quería hacer tamaña cosa: alzarse para sucumbir.
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En las calles de tierra que circundan el predio hay decenas de toldos de color naranja que cobijan puestos en los que, durante la noche, se venden artesanías, camisetas, cds y que, a esta hora de la tarde, reverberan bajo el sol y lanzan destellos gelatinosos y calientes. El predio está rodeado por un alambre olímpico y, apenas se entra, a la derecha, está la Galería de Campeones, un sitio donde se exhiben las fotos de quienes ganaron desde 1966, y puestos de comida, ahora cerrados, que venden empanadas, pizza, locro (un guiso tradicional), asado y pollo a la parrilla. Al otro lado están los baños y la sala de prensa, una construcción cuadrada, amplia, con sillas, computadoras, y una pared cubierta por un espejo corrido. Al fondo: el escenario.
Conozco historias sobre ese escenario: se dice que, por el respeto que impone, muchos aspirantes renunciaron minutos antes de subir; que un leve declive hacia adelante lo vuelve temible y peligroso; que está tan plagado de fantasmas de grandes malambistas que resulta sobrecogedor. Lo que veo es un telón azul y, a los costados y arriba, los carteles de los auspiciantes: Corredores de cereales Finpro, El cartucho SA transportes, Casa Rolandi, artículos para el hogar. Debajo de las tablas hay micrófonos que amplifican el sonido de cada pisada con precisión maléfica. Frente al escenario, centenares de sillas de plástico, blancas, vacías. A las cuatro y media de la tarde cuesta imaginar que, en algún momento, habrá aquí algo más que esto: nada, y esa isla de plástico de la que asciende una onda de calor ululante.
Estoy mirando la copa de unos eucaliptus, que no alcanzan para detener las garras del sol, cuando lo escucho. Un galope tendido o el traqueteo de un arma bien cargada. Me doy vuelta y veo a un hombre sobre el escenario. Tiene barba, galera, chaleco rojo, chaqueta azul, un cribo blanquísimo, un chiripá de tonos beige, y ensaya el malambo que bailará esta noche. Al principio el movimiento de las piernas no es lento pero es humano: una velocidad que se puede seguir. Después el ritmo sube, y vuelve a subir, y sigue subiendo hasta que el hombre clava un pie en el piso, se queda extático mirando el horizonte, agacha la cabeza y empieza a respirar como un pez luchando por oxígeno.
—Buena —dice el que, a su lado, toca la guitarra.
(…)
Detrás del escenario, en un espacio donde el piso no tiene baldosas y las paredes son de ladrillo hueco, están los camarines. Cuatro de ellos son celdas monásticas con puerta de chapa, mesada de cemento y nada más. El quinto está en un rincón. Sus paredes no llegan hasta el techo y no tiene mesa ni luz propia. Hay dos baños, cuyas puertas no cierran, y un espejo grande empotrado en uno de los muros. El lugar —sumergido en el olor picante de la pomada antiinflamatoria— está siempre atestado de gente que se viste y se desviste, se maquilla, hace flexiones, se echa spray, se trenza las trenzas, se atusa la barba, se angustia y espera. Por todas partes hay percheros de los que cuelgan vestidos y trajes de gaucho, hombres en ropa interior, mujeres quitándose soutiens con malabares púdicos. Antes de que les toque subir al escenario, decenas de personas realizan allí la puesta a punto de los músculos mientras la adrenalina bombea chorros de electricidad sobre sus corazones incendiados.
—No, boluda, no me puedo sacar el anillo, me quiero matar.
Una chica con trenzas intachables y un vestido de volados candorosos (estampas de coquetas flores) lucha a las puteadas contra un anillo enorme, fucsia. Tiene el dedo hinchado y le quedan cinco minutos para subir al escenario. Si el jurado ve el anillo, la delegación se expone a que la descalifiquen.
—¿Te pusiste jabón?
—¡Si!
—¿Y saliva, detergente?
—¡Sí, sí, y no me sale!
—Qué boluda.
Un hombre joven, sentado en un banco, enfunda una pierna en una bolsa de plástico y, sobre la bolsa, se calza la bota de caña alta.
—Es para que deslice. Si no, no entra. Siempre usamos las botas dos talles más chicas, para que sean ajustadas y podamos tener un manejo mejor.
En el piso, frente al espejo empotrado en la pared, hay una tabla de madera. Sobre la tabla, cuatro integrantes de un cuarteto de malambo norte levantan el mentón y ensayan una mirada en la que se funden la altivez y el desafío. Cuatro pechos suben como los de cuatro gallos que se preparan para pelear. Lo que sucede después se parece a un desfile del ejército de Corea del Norte: las piernas dibujan una sincronización pasmosa y ocho tacos pisan, raspan, muerden, pegan como si fueran uno solo. A su alrededor se ha formado un círculo de curiosos que contempla en silencio. Cuando los hombres terminan sobreviene un éxtasis helado y el círculo se desarma, como si nunca hubiera estado ahí, como si lo que acaraban de ver fuera una ceremonia sagrada o secreta o las dos cosas.
Una hora después, a las doce, las puertas de los cinco camarines se cierran y, al otro lado de esas chapas endebles, se escuchan ora bombos, ora guitarras, ora el silencio más puro. Allí, velando las armas, están algunos de los hombres por los que todo el mundo espera. Cinco de los competidores del malambo mayor.
* * *
Cada noche el malambo mayor se anuncia de la misma manera. Entre las doce y media y la una suena el Himno de Laborde —»Baila el malambo/ Argentina siente que su pueblo está vivo/ Laborde está llamando a fiesta, al malambo nacional»— y la voz de un locutor dice:
—¡Señoras y señores, ha llegado la hora del rubro esperado por todos, por Laborde y por la Argentina toda!
El locutor insiste, siempre, en saludar a la Argentina toda, aunque la Argentina toda no se entere, y sigue:
—¡Señoras y señores, Laborde, país… llega ahora el rubro malambo mayor!
Sobre las estrofas finales del himno estallan fuegos de artificio. Cuando el locutor anuncia el nombre del aspirante que subirá a bailar desciende, sobre el predio, silencio como una capa de nieve.
* * *
El jurado, en una mesa larga a los pies del escenario, permanece inmóvil.
Lo primero que se escucha es el rasgueo de una guitarra, triste como las últimas tardes del verano. El hombre que va a bailar lleva una chaqueta de pana negra, chaleco rojo. El cribo blanco le baña las pantorrillas como una lluvia cremosa y, en vez de chiripá, usa un pantalón oscuro, ceñido. Es rubio, de barba crecida. Camina hasta el centro del escenario, se detiene y, con un movimiento que parece brotar desde los huesos, acaricia el piso con la punta, con el talón, con el costado, un goteo de golpes precisos, una trama de sonidos perfectos. Envuelto en la tensión que precede al ataque de un lobo, aumenta poco a poco la velocidad hasta que sus pies son dos animales que rompen, muelen, quiebran, despedazan, trituran, matan y, finalmente, golpean el escenario como un choque de trenes y, bañado en sudor, se detiene, duro como una cuerda de cristal purpúrea y trágica. Después, saluda con una reverencia y se va. Una voz de mujer, impávida, opaca, dice:
—Tiempo empleado: cuatro minutos, cuarenta segundos.
Ése fue el primer malambo mayor en competencia que vi en Laborde y fue como recibir una embestida. Corrí detrás del escenario y vi que el hombre —Ariel Pérez, aspirante de la provincia de Buenos Aires— se sumergía en su camarín con la urgencia de quien tiene que esconder el amor o el odio o las ganas de matar.
* * *
—Ayyy, mirá cómo te hiciste en el deeedooo.
Irma se agarra la cabeza y mira el dedo: es un dedo enorme, asoma de una bota de potro, y se le ha desprendido una tajada de carne de la punta.
—Si, ma, no es nada.
—¿Cómo que no es nada? Te sacaste un pedazo. Voy a buscar venda y alcohol para desinfectarte.
—No te preocupes.
Irma no hace caso y corre a buscar alcohol, las vendas. Pablo Albornoz está sentado y se mira el dedo como si ya lo hubiera visto así otras veces. Tiene veinticuatro años, es aspirante por la provincia de Neuquén, se preparó con Ariel Ávalos, y está más preocupado por recuperarse —debe volver a bailar en una hora—, que por el dedo.
—¿Te duele?
—Sí, pero cuando estás ahí arriba estás tan cebado que no te das cuenta. Son cuatro minutos y medio de pura garra, puro golpe.
Trabaja como portero en un kínder y ya se ha presentado en Laborde muchas veces, tantas que se dice a sí mismo que, a lo mejor, no sirve para esto.
—Digo que debo ser un queso, un desastre. Porque bailo desde los doce años y hay algunos que bailan hace cuatro, y se presentan una vez y ganan. Pero no podría vivir si no vengo.
Irma regresa con una botella de alcohol y un trapo. Se agacha y mira el dedo, que ha dejado un rastro de sangre.
—Ay. Te falta un pedazo.
—Bueno, ma. Después vemos. Ahora tengo que bailar.
Irma desinfecta, Pablo se calza la bolsa, la bota de caña alta y se va a un costado para estirar los músculos. Un dedo rebanado, una bolsa de plástico y, sobre eso, una bota dos números más chica: no parece una idea de confort.
—Yo lo acompaño siempre —dice Irma—. Es un sacrificio, porque llegamos el lunes a las ocho de la mañana en ómnibus, un viaje larguísimo, y a las once le dieron turno para ensayar, así que bajó del colectivo y se vino. Al otro día le tocó turno de ensayo a las cuatro de la mañana, de cuatro a siete. Él hace mucho esfuerzo. Tiene que pagar a su profesor, pagarle el avión, la estadía y las clases. Y comprarse el atuendo. Pero si ganan, esto les cambia todo desde el punto de vista laboral, porque se dedican a preparar a otros, a tener alumnos, a ser jurados. Pablo todavía es joven, tiene veinticinco años, pero si no ganás antes de los treinta, sonaste.
En Laborde no existe el concepto de ex campeón y, quien gana una vez, reinará por siempre, pero el título implica, además de prestigio eterno, un incremento del trabajo y una paga mejor. Un profesor de danzas o un licenciado en folklore, por buenos que sean, jamás recibirán los doscientos dólares por jornada de clases o de participación en un jurado que recibe un campeón. Así, mientras delante del escenario la gente baila, mira, aplaude, come y se toma fotos, detrás, envueltos en el olor del árnica y del átomo desinflamante, ellos esperan el momento en que, quizás, empezará a cambiarles la vida.
—¡Pueblo de Laborde, país! ¡Éstos son los hijos de la patria que mantienen en alto nuestra tradición! Una breve tanda publicitaria y ya volvemos —dice el locutor con entusiasmo.
(…)
Tienen una edad promedio de veintitrés años. No fuman, no beben, no trasnochan. Muchos escuchan punk o heavy metal o rock y todos son capaces de diferenciar un pericón de una cueca, un vals de una vidala. Han leídos devotamente libros como el Martín Fierro, Don Segundo Sombra o Juan Moreira: epítomes de la tradición y el mundo gaucho. La saga que forman esos libros y algunas películas de época —como La guerra gaucha— les resulta tan inspiradora como a otros les resultan Harry Potter o Star Trek. Le dan importancia a palabras como respeto, tradición, patria, bandera. Aspiran a tener, sobre el escenario, pero también debajo, los atributos que se suponen atributos gauchos —austeridad, coraje, altivez, sinceridad, franqueza—, y ser rudos y fuertes para enfrentar los golpes, que siempre son, como ya fueron, muchos.
(…)
* * *
El desgaste empieza después de los dos minutos. Alguien con un nivel de preparación estándar podría bailar, sin mayores problemas, un malambo que durara eso. Pero, después de los dos minutos, el cuerpo se sostiene sólo a fuerza de entrenamiento y gracias al bombeo de endorfinas que intentan aniquilar el pánico producido por el ahogo, la contracción de los músculos, el dolor de las articulaciones, la mirada expectante de seis mil personas y el escrutinio de un jurado que registra hasta la última respiración. Quizás por eso cuando bajan del escenario todos parecen haber pasado por algo innombrable, por un trance atroz.
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Si durante el día la temperatura puede superar los cuarenta grados, en la noche, indefectiblemente, baja. Hoy, viernes catorce, doce y media, debe andar por los trece pero, detrás del escenario, es carnaval. Hay cuerpos que se visten y que se desvisten, sudor, música, corridas. El aspirante por la provincia de La Rioja, Darío Flores, baja del escenario como suelen bajar todos: ciego de fervor, crucificado, con la mirada perdida y los brazos en jarra, luchando para recuperar el aire. Alguien lo abraza y él, como quien sale de un trance, dice: «Gracias, gracias». Estoy mirando eso y pienso que empiezo a habituarme a ver la misma tensión exasperante cuando están en los camarines, la misma explosión ardiente cuando suben, la misma agonía y el exacto éxtasis cuando les toca bajar. Entonces escucho, en el escenario, el rasgueo de una guitarra. Hay algo en ese rasgueo —algo como la tensión de un animal a punto de saltar que se arrastrara al ras del suelo— que me llama la atención. Así que doy la vuelta y corro, agazapada, a sentarme detrás de la mesa del jurado.
Ésa es la primera vez que veo a Rodolfo González Alcántara.
Y lo que veo me deja muda.
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Por qué, si él era igual a muchos. Usaba una chaqueta beige, un chaleco gris, una galera, un chiripá rojo y un lazo negro como corbatín. Por qué, si yo no era capaz de distinguir entre un bailarín muy bueno y uno mediocre. Pero ahí estaba él —Rodolfo González Alcántara, veintiocho años, aspirante de La Pampa, altísimo— y ahí estaba yo, sentada en el césped, muda. Cuando terminó de bailar, la voz opaca, impávida de la mujer, dictaminó:
—Tiempo empleado: cuatro minutos cincuenta y dos segundos.
Y ése fue el momento exacto en que esta historia empezó a ser definitivamente otra cosa. Una historia difícil. La historia de un hombre común.
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Esa noche de viernes, Rodolfo González Alcántara llegó hasta el centro del escenario como un viento malo o como un puma, como un ciervo o como un ladrón de almas, y se quedó plantado allí por dos o tres compases, con el ceño fruncido y mirando alguna cosa que nadie podía ver. El primer movimiento de las piernas hizo que el cribo se agitara como una criatura blanda mecida bajo el agua. Después, durante cuatro minutos cincuenta y dos segundos, hizo crujir la noche bajo su puño.
Él era el campo, era la tierra seca, era el horizonte tenso de la pampa, era el olor de los caballos, era el sonido del cielo del verano, era el zumbido de la soledad, era la furia, era la enfermedad y era la guerra, era lo contrario de la paz. Era el cuchillo y era el tajo. Era el caníbal. Era una condena. Al terminar golpeó la madera con la fuerza de un monstruo y se quedó allí, mirando a través de las capas del aire hojaldrado de la noche, cubierto de estrellas, todo fulgor. Y, sonriendo de costado —como un príncipe, como un rufián o como un diablo—, se tocó el ala del sombrero. Y se fue.
Y así fue.
No sé si lo aplaudieron. No me acuerdo.
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¿Qué hice después? Lo sé porque tomé estas notas. Corrí detrás del escenario pero, aunque intenté encontrarlo en el tumulto —un hombre enorme, tocado por un sombrero y con un poncho rojo atado a la cintura: no era difícil— no estaba. Hasta que, frente a la puerta abierta de uno de los camarines, vi a un hombre muy bajo, de no más de un metro cincuenta, sin chaqueta, sin chaleco, sin galera. Lo reconocí porque jadeaba. Estaba solo. Me acerqué. Le pregunté de dónde era.
—De Santa Rosa, La Pampa —me dijo, con esa voz que después escucharía tantas veces y ese modo de ahogar las frases al final, como quien se quita un poco de importancia—. Pero vivo en Buenos Aires. Soy profesor de danzas.
Temblaba —le temblaban las manos y las piernas, le temblaban los dedos cuando se los pasaba por la barba que apenas le cubría la barbilla— y le pregunté el nombre.
—Rodolfo. Rodolfo González Alcántara.
En ese momento, según mis notas, el locutor decía algo que sonaba así: «Molinos Marín, harina que combate el colesterol». No escribí nada más por esa noche. Eran las dos.