Cuando en octubre de 2015 la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, visitó Colombia durante un día para reunirse con empresarios y políticos, incentivar el comercio entre los dos países y declarar su apoyo al proceso de paz con las FARC, Wagner Moura, el actor brasileño que interpreta a Pablo Escobar en la serie Narcos, se acercó a ella con una petición: firmar el papel que llevaba bajo el brazo para unirse a la propuesta 50 for freedom, una iniciativa que lucha para abolir el trabajo esclavo. “Lo conseguí, pero después la echaron”, dice Moura con un dejo de lamento, en referencia al proceso de impeachment que alejó a la mandataria de la Presidencia en abril.
Wagner Moura, embajador de la Organización Internacional del Trabajo, no votó por Rousseff. Incluso pidió públicamente firmas para la creación de un nuevo partido político, Rede Sustentabilidade, liderado por Marina Silva, exministra de Medio Ambiente en el gobierno de Lula da Silva. Pero a unos días de que, casi con seguridad, el Senado destituya definitivamente a la presidenta suspendida, el actor se reafirma en la misma postura que ha difundido a través de videos y artículos. En su opinión, Brasil afronta uno de los momentos más críticos de su historia, con una población polarizada y llena de desencanto ante la eterna promesa de que Brasil es el país del futuro y ese futuro nunca llega.
—Con Lula la élite estaba callada porque ganaba dinero, pero ahora han salido del clóset. No aguantaba compartir espacios públicos con la gente pobre —dice una tarde de mediados de agosto en la Ciudad de México, en una furgoneta que lo lleva a la enésima entrevista de promoción de la serie en la que es protagonista. Su tono, siempre amable, se encrespa cuando habla de la situación. Voltea a mirar a su acompañante y le dice: “Motherfuckers”.
El año anterior a su encuentro con Rousseff, se mudó a una zona exclusiva de Bogotá para preparar su interpretación de Pablo Emilia Escobar Gaviria, del que apenas sabía que había aterrorizado Colombia con sus asesinatos, secuestros, bombas y había regado de cocaína Estados Unidos. Ni siquiera hablaba español. Tuvo que aprender en cinco meses. Pero aceptó el trabajo por la fascinación que le producía un hombre que parecía sacado de la imaginación de un guionista: el paisa pobre que se convirtió en el mayor traficante de la historia, quiso ser presidente de Colombia y puso en jaque a un gobierno y a un país. Aceptó también porque el encargo venía de José Padilha, uno de los productores ejecutivos de Narcos, el director que lo había convertido en el actor brasileño más internacional con las dos películas de Tropa de Élite. En esa saga interpretaba a Nascimento, capitán del BOPE (Batalhão de Operações Policiais Especiais), el cuerpo de élite de la policía militar de Río de Janeiro que entra en las favelas a punta de fusil para desalojar a los traficantes. Un hombre que habla de paz en medio de una guerra urbana por el control del territorio. El éxito de taquilla vino acompañado de furibundas críticas, que tachaban la película de fascista, de ser una apología de la violencia. Pero para Moura hablar del narcotráfico es un ejercicio necesario. Es un convencido de que el arte sólo es arte si remueve conciencias, si funciona como un espejo de la sociedad. Para él la historia de Escobar es una historia sobre la memoria. Sus dos años de estancia en Bogotá reafirmaron esa creencia. Él había llegado a interpretar a un hombre que desató una guerra, otra guerra en Colombia, mientras en el país se hablaba de paz.
Después de un tiempo, Moura llevó a su mujer, la fotógrafa Sandra Delgado, y a sus tres hijos a vivir con él. El día que hablamos en la Ciudad de México, se siente feliz de que su hijo mayor, de diez años, le ha mandado un mensaje de texto en español. El actor ya ha adelgazado los 14 kilos que formaban la típica panza de Escobar, y el bigote del narcotraficante lo ha cambiado por una barba perfilada, que enmarca una cara juvenil que le hace aparentar menos de sus 40 años. Del ajiaco, el caldo típico de Bogotá, ha pasado a una dieta vegana para quitarse la grasa del cuerpo, pero sobre todo las toxinas de convivir durante dos años con un hombre que marcó la historia de Colombia. Su discurso siempre tiene una gran carga social y su español está plagado de modismos colombianos como parce, “mi hermano” o ese complejo uso del usted, que tanto sirve para expresar cortesía o el más íntimo cariño. Dice que vivir en Colombia ha sido la experiencia más grande de su carrera. Antes era un actor brasileño, ahora es un actor latinoamericano. Hace unos meses se subió al mismo tejado donde en diciembre de 1993 moría de tres disparos Pablo Escobar. Así rodó el último capítulo de la segunda temporada de Narcos y abandonó la piel del narcotraficante.
—Aunque como brasileño eres latino, hay un gran salto cultural entre Brasil y el resto de países. ¿Qué has aprendido de Latinoamérica en este tiempo?
—Eso fue lo más importante que me pasó haciendo Narcos. Los brasileños somos muy aislados culturalmente. Por hablar portugués, porque consumimos nuestra propia cultura. A mí una de las cosas que más vergüenza me dio es que en Narcos trabajaba con algunos de los mejores actores de Chile, de México, de Colombia, y a muchos no los conocía. Los brasileños no se ven como latinoamericanos y no es un síntoma de superioridad. Simplemente no hacemos parte de esto. Yo estudié mucho la historia moderna de Colombia: la pelea entre el Partido Liberal y el Partido Conservador, el Bogotazo, el fenómeno del paramilitarismo, la guerrilla. Colombia es un país muy particular. Siempre ha tenido una gran relación con Estados Unidos. Como pasó con Brasil, Argentina, Chile, países que tuvieron no por casualidad dictaduras militares de derechas apoyadas por la cia. Para mí lo principal fue un sentimiento de pertenecer a algo más grande que ser brasileño. Somos más parecidos de lo que pensamos con el resto de América Latina. Tenemos los mismos problemas. Si miramos específicamente las diferencias sociales, el gap entre quienes tienen mucha plata y los que no tienen nada. No por casualidad el narcotráfico llega y ocupa el espacio que debería ser ocupado por el Estado en esos espacios de pobreza. Colombia es un país que como Brasil tuvo una influencia africana muy grande. Creo que la esclavitud es el fenómeno histórico que define las relaciones sociales en Brasil. El racismo no es como en Estados Unidos, donde el blanco es blanco y el negro es negro. En Brasil eso no pasa porque es un racismo difuso. Estamos todos mezclados. Y en Colombia también es así: la manera en que las élites se comportan con las clases sociales más pobres. Ese sentimiento de latino no lo había sentido antes y eso se lo debo a Colombia. Sé que pertenezco a algo más grande.
—La serie hace énfasis en que hay un antes y un después de Pablo Escobar en la historia de Colombia. ¿Qué cicatrices ves en la sociedad actual?
—Bogotá era la ciudad más peligrosa del mundo en los ochenta. Es impresionante cómo se ha reconstruido. Pero es una historia que pasó hace 25 años y sigue en el alma del país. Yo entiendo que los colombianos estén hartos de narconovelas, narcoseries, pero creo que la función del arte es mostrarle a la gente quiénes son, de dónde vienen. Desde el punto de vista humano, social y político. Nosotros los brasileños tenemos una relación muy infantil con nuestro pasado, especialmente con la dictadura militar. Porque tuvimos una ley de amnistía que hizo que la gente se olvidara de todo. Amnistiamos a los torturadores, a los asesinos, a gente con crímenes de sangre. Cuando yo voy a Alemania y veo los monumentos al Holocausto en Berlín, que claro que fue algo mucho más grande, encuentro una relación sana con el pasado. Todos los colombianos que tienen mi edad vivieron las bombas, los atentados. Lo más impresionante y que pasa en Irak, Sarajevo, en ciudades y países con guerras frecuentes, es que la gente siempre encontró una manera de vivir la vida. La adaptabilidad del ser humano es impresionante. Me decían: “Nosotros fiesteábamos, íbamos a casa de los amigos y de repente estallaba una bomba”. Todos conocen a alguien que estuvo involucrado con la historia de Pablo Escobar, pero lo que me decían es que seguían viviendo.
—Llegaste a Colombia con una imagen muy arquetípica de Escobar, después de dos años de interpretarlo, ¿qué Escobar ves ahora?
—Yo tengo una mirada muy objetiva de quién era él, así como la gente de Colombia la tiene. Es una mentira eso que dicen de que Colombia está dividida entre los que aman y odian a Escobar. Lo que pasa es que en los rincones de pobreza donde Pablo llegó y ocupó el lugar del Estado y les regaló casas, claro, ahí la gente lo quiere. Pero yo sé lo terrible que es Pablo Escobar. No se le puede ver como bueno, de ninguna forma. Sólo esa gente pobre, y no se les puede juzgar. A mí no me interesa el Robin Hood Paisa o el Pablo Escobar asesino, a mi me interesa el hombre.
—¿Hubo algún detalle que leíste y dijiste “éste es el Pablo Escobar que yo voy a interpretar”?
—Hace tiempo hice una película con un director argentino sobre una prisión. Era una prisión terrible. Y los productores me llevaron para que conociera a los presos. Entre la gente que está presa en la cárcel y tú y yo no hay mucha diferencia. Son personas. Sí, han hecho cosas terribles, fuera de la ley, y han sido juzgados. Escobar era muy diferente. Era una persona muy carismática. Era un hombre de familia que amaba a sus hijos. Si él hubiera querido, podría seguir vivo y traficando. Era un hombre que no estaba satisfecho, quería ser amado. Quería luchar contra el gap social. Quería ser presidente de Colombia. Por eso hay narcotraficantes tan malos y ricos como él, pero seguimos contando su historia. Yo siempre busco una conexión entre el personaje y mi vida. Yo estaba lejos de mis hijos, de mi esposa. Y Pablo murió por eso, por estar con su familia. Si no, se hubiera metido en la selva como las FARC.
—Has dicho que adelgazar era una manera de quitarte lo tóxico de Pablo Escobar. ¿Cuál es esa maldad de Pablo Escobar?
—Es algo muy irracional. No sabría decirlo exactamente. En lo racional, en la conciencia, no pasa nada. Uno termina la escena y se va a la casa. Pero es mi trabajo de actor, mi cuerpo. Estaba todos los días viendo escenas de violencia, de crímenes. Escenas duras. Yo creo que ahora todo lo que haga como actor estará impregnado por este personaje.
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La Asociación de Críticos de Televisión (TCA por sus siglas en inglés) organiza dos veces al año un encuentro en Los Ángeles que funciona como escaparate para las grandes productoras de la industria. Y, si nos ceñimos a lo que gastan en producción, en esa especie de feria Netflix ocupa el primer lugar: este año gastará 6 mil millones de dólares en series originales. Si Fox y Warner Bros. son las clásicas de las series y hbo la creadora de la época dorada, Netflix es el nuevo inquilino que ha llegado a competir con los bolsillos llenos y una audiencia global en más de 190 países. Para su puesta de largo ha traído a un par de decenas de periodistas de América Latina y Europa y los ha alojado en un hotel de cuatro estrellas. En el lobby suena desde la tarde música house, en la ventana de la habitación hay una frase de una canción de The Doors y la bolsa de la lavandería cita a Nietzsche; desde la piscina de la azotea uno puede ver las colinas de Hollywood. El hotel parece una declaración de principios: ‘Somos industria, pero somos diferentes’.
La programación que presenta en otro hotel de Hollywood un día soleado de julio también se mueve entre ese espíritu irreverente y el conservadurismo. En el salón principal el día empieza con el panel de The Crown, una serie que repasa la vida de la futura Isabel II, y concluirá con el de Gilmore Girls: A year in the life, una secuela de la famosa serie que narra las andanzas de una madre soltera y su hija en un pueblo de Estados Unidos. En medio, Stranger Things, un llamado a la nostalgia de las películas de misterio y aventura de los ochenta, y que para el gran público ha supuesto el regreso de Winona Ryder. En otro salón, mucho más íntimo, se organiza la conferencia de prensa “Keep Netflix Weird”. Ahí comparecen los creadores de las series de animación Bojack Horseman, F of Family y Lady Dynamite, que han sido fundamentales para forjar el carácter desenfadado de la productora. En esa misma sala, Wagner Moura, José Padilha y Eric Newman, otro de los productores ejecutivos de la serie, repasan la primera temporada de Narcos y promocionan el estreno de la segunda.
Narcos comienza en un laboratorio de cocaína clandestino de Chile para trasladarse enseguida a Medellín. La primera temporada recorre quince años de la vida de Pablo Escobar, desde que empieza a traficar con cocaína hasta que se escapa de La Catedral, la cárcel que él mismo construyó después de negociar su entrega con César Gaviria, el entonces presidente de Colombia. La segunda temporada, que se estrena este septiembre, abarcará sus últimos 18 meses de vida. El personaje de Steve Murphy, uno de los agentes de la dea que persiguió durante años al capo, es el encargado de invitar al espectador a adentrarse en el imperio que Escobar levantó en Colombia entre finales de los setenta y principios de los noventa. La serie, con una producción que no escatima en gastos y el ritmo trepidante marca de Padilha, es quizás el intento de ficción más honesto que se ha hecho desde Estados Unidos por comprender el problema del narcotráfico: por una vez, los estadounidenses no llegan a América Latina para salvar a los pobres latinos. Quizá, los conocedores de la historia de Colombia piensen que para condensar tanto dolor y complejidad, el guion abusa de trazos demasiado gruesos.
Al día siguiente de la conferencia, en la habitación de un tercer hotel de Hollywood, Wagner Moura cuenta que su interés por el narcotráfico viene de lejos, lo mismo que su postura de que es necesario legalizar las drogas. Antes de empezar la entrevista dice que sufrió una decepción cuando en la Feria Internacional del Libro de Paraty, en Brasil, fue a ver a Roberto Saviano y a última hora el escritor italiano, autor de Gomorra y CeroCeroCero, que vive en la semiclandestinidad por las amenazas de muerte de la Camorra italiana, tuvo que cancelar su aparición por motivos de seguridad.
—¿Por qué crees que nos fascina tanto el tema del narco?
—Ahora hay un movimiento cultural del prohibido (un funk carioca que canta alabanzas a los traficantes de las favelas), los narcocorridos, pero siempre hubo una fascinación por los que viven encima de la ley, de las leyes que nosotros respetamos. Siempre hubo una fascinación por el Old West, los bandidos americanos. En Rio, por ejemplo, es algo relacionado con la ascensión social. Si la única parte del poder público que ven en las favelas es la policía que los trata de una manera agresiva y violenta… Allí no llegan las escuelas, no llegan los libros, no llega nada. Llega la policía y la violencia. Cuando miran a los narcotraficantes, esas personas son un ejemplo de ascensión social. Tienen los tenis Nike, las chicas, el poder.
—Escobar es un hombre en guerra que habla de paz, ¿cuál crees que es la paz que se imaginaba?
—Era todo mentira. Pablo sólo estaba cómodo en la guerra. Buscaba su propia paz. Era un demagogo.
—¿Qué crees que aporta Narcos respecto a todas las obras que han repasado la vida de Escobar?
—Tratamos de hacer una serie muy respetuosa con la historia de Colombia. No tiene el ángulo típico de los buenos americanos que vienen a salvar a los latinoamericanos. Los personajes americanos son muy humanos porque la dea estaba muy involucrada en todo lo que pasó. Para atrapar a Pablo, sobre todo en la segunda temporada, empiezan a volverse en algo parecido al propio Pablo. Los héroes de la serie son los colombianos: Galán, Gaviria, Lara Bonilla.
—¿Crees que el problema es la droga o la guerra contra las drogas?
—Los dos son problemas. Yo creo que la guerra contra las drogas es un fracaso muy grande. Sobre todo para nosotros. La guerra pasa en México, en Brasil. No pasa en Los Ángeles, Nueva York. Es una guerra que viene de aquí pero que está matando a los pobres de las periferias de los países que producen y exportan droga. La droga es un problema de salud pública. Es una guerra que mata sobre todo a la gente joven. Gente que muere también de sobredosis.
En su faceta de video club en casa, Netflix, al menos en México (su programación varía en cada país), ha apostado con fuerza por la ficción relacionada al crimen organizado. La teoría del happy end que se aplica a las producciones estadounidenses no tiene tanta fiabilidad cuando el terreno es América Latina. La producción en masa de productos contra el narcotráfico tiene sus detractores. A mí me preguntan muchas veces que por qué siendo español escribo sobre lo feo de un continente que no es el mío. Yo siempre he respondido que como periodista no había encontrado mejor herramienta que el narcotráfico para tratar de entender la realidad de los países latinoamericanos. El crimen organizado es una puerta de entrada para ver los problemas que unen a América Latina: la violencia, la desigualdad, la corrupción, la pobreza, la impunidad. Por eso, aunque a los latinos les cause un poco de rabia, ven en masa estas series y películas. Para muchos que viven en las burbujas sociales, es una manera de acercarse a una problemática que siendo realistas ocupa portadas de periódicos pero no su día a día. De una manera incómoda, a un espectador de Netflix, las series sobre narcotráfico lo ponen delante del espejo. Es una forma de crear una memoria crítica. En la plataforma se pueden ver los tres Pablo Escobar más recientes: el que encarnó Benicio del Toro (en inglés) en Escobar: Paradise Lost, una película que en América Latina se tachó de paternalista; el Escobar de Andrés Parra, en la telenovela El Patrón del Mal, que ha cautivado a la audiencia colombiana y, por supuesto, el Escobar de Wagner Moura.
A estas alturas, el actor ya está inmunizado contra las críticas por su acento. Después del estreno de Narcos, sobre todo en Colombia y en Brasil, el debate sobre si había sido la mejor opción elegir a alguien que hasta hace unos meses no hablaba español casi opaca el contenido de la serie. “Si alguien dice que no tengo acento de Medellín, está en lo cierto”, dice Moura. La idea de los creadores y productores de la serie nunca fue hacer una serie colombiana, sino hacer una serie situada en Colombia para una audiencia global. Que la madre de Pablo Escobar sea interpretada por Paulina García, una actriz chilena, su mujer por Paulina Gaitán, mexicana, y el capo del Cártel de Cali, Gilberto Rodríguez Orejuela, por el también mexicano Damián Alcázar, es sólo un ejemplo del casting internacional que se ha hecho intencionalmente para la serie. Del mismo modo que, además de Padilha, los otros tres directores que dirigen los capítulos de la primera temporada sean Andi Baiz (colombiano), Guillermo Navarro (mexicano) y Fernando Coimbra (brasileño).
A un colombiano o a alguien que haya visitado Colombia, quizás le moleste durante el primer capítulo el extraño acento de Moura, pero su interpretación se ha ganado el respeto de la industria y ha sido nominado a un Globo de Oro. Tampoco le preocupan las críticas del hijo de Escobar, Juan Pablo Escobar, que ha dicho que en ningún momento se muestran los sobornos que, según él, su padre entregaba a la dea para que la cocaína aterrizara en Miami sin problemas. Ni las de Roberto Escobar, que ha amenazado con denunciar a los productores por no contar con su permiso para recrear la vida de su hermano. Narcos, además, parece ser un gran éxito de audiencia, aunque eso es sólo un acto de fe o una impresión que no se puede contrastar, porque Netflix no ofrece datos de cuántos espectadores ven sus producciones.
Lo que sí han anunciado es que una vez muerto Pablo Escobar, la serie continuará. “Narcos no es una historia sobre Escobar, sino sobre la cocaína”, ha dicho Padilha. El peso de la serie recaerá sobre Rodríguez Orejuela (Damián Alcázar) y luego presumiblemente comenzará a viajar hacia México. Pero para repasar la historia moderna de América Latina a través del narcotráfico, desgraciadamente, las líneas argumentales podrían ser infinitas. Los símbolos se van, el negocio sigue. Desde la muerte de Pablo Escobar y la caída de los grandes cárteles, el vacío de poder lo ocuparon los paramilitares, delincuentes comunes con ansias de dinero y mandos medios de las organizaciones que sobrevivieron a la guerra que los traficantes libraron entre ellos y con el Estado. Se acabaron los tiempos de retar abiertamente al presidente de turno, de esos pactos entre traficantes que emulaban a las alianzas de grandes países productores de petróleo, y comenzaron a proliferar las bandas criminales de Colombia (Bacrim), grupos más anónimos, más atomizados, menos estructurados, que si bien no ponen bombas en las grandes ciudades, tienen un férreo control territorial y desatan la violencia en muchas zonas rurales. Ha muerto el Rey, vivan los reyes.
La firma del Plan Colombia en 1999, los millones de dólares que Estados Unidos invirtió en el país para luchar contra la guerrilla y el narcotráfico, creó una especie de tapón en el norte, en las rutas tradicionales de la cocaína hacia Estados Unidos. Pero, una vez más, el negocio no cesó. Los traficantes colombianos se centraron más en la ruta del sur. Hoy Colombia produce menos cocaína; Perú y Bolivia, los otros dos países productores, más. Destino final: Europa. El corredor centroamericano fue colonizado por los cárteles mexicanos, que ya se habían postulado como los herederos del negocio. México, que producía marihuana y heroína, se convirtió en el distribuidor del vecino del norte. Cuando en 2006, el entonces presidente Felipe Calderón proclamó la guerra contra las drogas, la violencia estalló. Decenas de miles y desaparecidos después, la cocaína sigue siendo un negocio extremadamente rentable. Como si la historia se repitiese, el Estado lucha contra los traficantes, los traficantes con otros traficantes y muchos policías trabajan para los traficantes. En medio, la población civil y su capacidad para adaptarse a la violencia.
Las siguientes temporadas de Narcos podrían situarse en Brasil, en el país de Wagner Moura, para retratar el consumo de crack en las favelas y a un dono do morro (el narco que controla cada favela); a las plantaciones de hoja de coca de Perú o Bolivia; al triángulo norte de Centroamérica (Guatemala, Honduras y El Salvador), una de las regiones más violentas del mundo, donde la cocaína sube en un territorio controlado por los maras; o cruzar el río Bravo y explorar lo que ocurre en Estados Unidos, el mayor consumidor del continente. En una serie sobre la cocaína el final no lo pone la falta de material. En una mirada amplia, Pablo Escobar, el narcotraficante más recordado y retratado, fue sólo un gran ejecutivo de una multinacional de beneficios millonarios que afecta de manera trágica a los latinoamericanos.
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En la camioneta que lo traslada a su última entrevista en la Ciudad de México, Wagner Moura está cansado. Llegó ayer por la mañana y sólo ha salido del hotel para hablar de sus kilos de más, de su acento, de Colombia y de Brasil, que durante esta entrevista está celebrando los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, la ciudad en la que reside. Por la noche viajará a su país para estar con su familia. Mañana irá al Estadio Engenhao a ver correr y ganar a Usain Bolt la final de los 200 metros lisos. Moura, un gran seguidor del deporte, vivía con desconfianza y apatía los Juegos, pero después de la ceremonia inaugural, un acto más modesto a lo acostumbrado en estas ocasiones y en el que la cultura brasileña fue protagonista, ha recuperado un tanto la ilusión del aficionado. Dos días después volverá a Los Ángeles para la última etapa de una promoción que lo ha llevado a España, Inglaterra, Francia, México, entre otros países. La audiencia global de Netflix exige. El actor brasileño debutó delante de las cámaras hace casi 20 años, pasó por la televisión en un programa en el que entrevistaba a celebridades, trabajó en series y en novelas de su país; con Tropa de Élite, que ganó el Oso de Oro en el Festival de Berlín, conoció la fama internacional, y después actuó en Elysium, una película de Hollywood en la que compartió casting con Diego Luna, con quien comenzó una amistad, pero nunca había sentido el rigor de la promoción como con su Pablo Escobar, porque aunque es una de esas personas que tienen la cualidad de hacerte sentir cómodo, simplemente hacer promoción no le gusta. Ahora está pidiéndole a su asistente que, por favor, le diga a un australiano que no puede atenderlo por teléfono, que sólo es una persona y no puede hablar con dos periodistas a la vez.
Wagner Moura pregunta por la vida teatral de la ciudad y por Natalia Lafourcade. En Colombia escuchó Amor de mis amores, el disco en el que la cantante mexicana homenajea a Agustín Lara, y se quedó fascinado. Pidió su contacto y le escribió un mensaje. Se ríe al recordar que nunca le contestó. Él es vocalista de Sua Mãe, un grupo que formó en 1992 junto con seis amigos de la preparatoria. Todos ellos son periodistas, excepto uno que es contable y Moura, que aunque no ejerce más allá de sus artículos de opinión es licenciado por la Universidad Federal de Bahía, su ciudad natal. Comenzaron versionando canciones de The Cure y ahora preparan su segundo disco. El pelo del actor, peinado para la sesión de fotos de portada de Gatopardo, está volviendo a su rebeldía natural mientras descansa recostado en el asiento de atrás de la furgoneta. Cuando le cuento que el atraco a punta de pistola que denunció el medallista olímpico Ryan Lochte y tres de sus compañeros del equipo de natación estadounidense era una farsa, salta como un resorte, como aliviado. “Hubiera dado muy mala imagen para Brasil.”
En cuanto acabe la promoción en Los Ángeles, el capitán Nascimento que denuncia la violencia desmedida de la policía de Río de Janeiro en las favelas, el Pablo Escobar que está a favor de legalizar las drogas, va a dirigir su primer largometraje, sobre la vida de Carlos Marighella, un comunista y guerrillero brasileño que luchó contra la dictadura militar del país y que fue asesinado. Su maleta ya viaja en la cajuela de la furgoneta. Sonríe cuando dice que en unos días acabará la promoción y, por fin, se quitará de encima, ahora sí, la piel de Pablo Escobar.
—¿Ahora que dejas atrás a Escobar te irás de vacaciones?
—Cuando llegue a Brasil tengo una reunión en São Paulo para mi próxima película. Está siendo muy difícil. Yo en Brasil soy un actor popular, pero no me quieren dar la plata. La situación del país es muy mala, pero la película se tiene que hacer por la memoria. Mira, en Brasil es como si todo el mundo se informara a través de Fox News. Todos los medios grandes apoyaron el golpe militar y la dictadura. Después pidieron disculpas. Era demasiado tarde.
—¿Y qué pasará con el proceso de impeachment?
—La van a echar (a Roussef). El gobierno del PT (Partido de los Trabajadores) no fue una maravilla, pero sacaron a mucha gente de la pobreza. La élite eso no lo pudo aguantar. Ellos ahora se están vengando. Cuando el PT llegó al poder, se sujetó a él. Hay mucha corrupción. En Brasil los grandes empresarios ponen mucha plata a los diputados que son elegidos. De la izquierda y de la derecha. Ahora Temer (el presidente interino) y el gobierno están aprobando leyes para protegerse —60% de los diputados brasileños está acusado de corrupción—. Lo primero que hizo el actual gobierno fue eliminar el Ministerio de Cultura porque pensaba, con razón, que los artistas estábamos en contra de ellos.
—¿Nunca has tenido problemas por opinar tan abiertamente en público?
—Nunca me han amenazado directamente. Yo no tengo redes sociales porque tendría que estar aguantando insultos todo el tiempo. A una chica que me sigue desde hace tiempo y que maneja mi fanpage de Facebook le han dicho muchas cosas. Una compañera tuvo que escapar de una manifestación en contra de Dilma (Roussef) en São Paulo. A Chico Buarque lo insultaron en Río, cuando caminaba por Leblon. ¡A Chico Buarque! Que en Brasil es un símbolo, una institución. En Brasil ya no se respetan ni las instituciones.
*Asistentes de fotografía — Jair Franco y Moisés de la Rosa / Coordinador de moda — Marco Corral
Asistente de moda — Antolin Avendaño / Locación — Four Seasons Ciudad de México / Peinado — Simri Abner Hernández para Matrix / Maquillaje — Emilio Becerril para MAC Cosmetics