La biología del poder analizada por Robert Sapolsky

Biología del poder: ¿qué hay detrás de nuestro comportamiento?

El poder funciona de forma curiosa. Aunque buscamos obtenerlo, nuestra compresión sobre el tema es limitada. A lo largo de quinientos millones de años hemos refinado conductas y estrategias para ejercer el poder propio y evitar el ajeno; sin embargo, las dudas persisten: ¿cuándo comenzamos a ser conscientes de su existencia?, ¿dónde tienen origen las conductas que lo buscan?, ¿cómo se establecen las complejas relaciones de poder?

Tiempo de lectura: 9 minutos

La pragmalingüística es la rama de la lingüística que estudia cómo hablamos en contexto. Es decir, no para preguntarnos si usamos o no la coma Oxford (que no) o si el gerundio es aceptable en alguna circunstancia (que sí), sino por qué en México convertimos el imperativo “pásame la sal” en la pregunta “¿me pasas la sal?”. La respuesta que sugiere la pragmalingüística —que como se ve tiene mucho de psicología— es esta: darle a la persona que está cerca del salero una oportunidad para decir que no; un espacio mental de resistencia antes de decidir que sí, que accede, que, por favor, si le pasan el salerito al señor de por allá. No sé si en la historia alguien se ha negado a pasar la sal.

Otro ejemplo. Estamos parados en ese cruce endemoniado de Canal de Miramontes con Calzada de las Bombas, preguntándonos si el nombre se refiere a bombas de verdad (que no: son bombas de agua) y si habrá manera de hacerlas detonar, cuando alguien nos toca el claxon. Ocupados con nuestra ira genocida, no vimos que el semáforo se ponía en verde. Nos movemos porque está el siga, pero también porque tocó la señora de atrás. Es como el que pide el salero: podríamos no movernos. Pero una transgresión a las reglas del tráfico en la mesa y en la calle constituye una declaración abierta de guerra. Todo esto ocurre a la distancia: te pregunto para no obligarte, te toco el claxon como garantía de que, si hace falta, me bajo a darte unos madrazos.

El poder funciona de forma muy curiosa, y no solo en sociedades con resabios coloniales como la nuestra, en las que pedimos que nos regalen un cafecito para evitar el agravio de decir que queremos un café. El lenguaje, incluso el corporal, es una herramienta para lograr que otros hagan lo que queremos. Uno que toca el claxon y un gorila que pela los dientes hacen lo mismo. Llevamos quinientos millones de años refinando este juego de conductas de dominancia para ejercer el poder propio y evitar el ajeno; en general resultan mucho más económicas que liarse a golpes. A veces las cosas pasan a mayores: un pulpo le da un puñetazo a un pez que parece ni deberla ni temerla y se hace famoso en redes sociales, o un hongo parásito obliga a una hormiga a subirse a lo alto de una hebra de pasto para que sus esporas se dispersen óptimamente. A veces la del claxon sí se baja.

¿Y cómo surge una conducta? Ah.

Este texto es un poco la crónica —que no la reseña— de mi lectura del monumental Compórtate. La biología que hay detrás de nuestros mejores y peores comportamientos (Capitán Swing, 2021), de Robert Sapolsky, un auténtico ladrillazo físico y cognitivo, tanto por la profundidad y la lucidez del autor como porque tiene ochocientas páginas. El autor es neurobiólogo y primatólogo, de modo que se encuentra en un cruce muy interesante que le permite ver una conducta y traducirla al lenguaje de las moléculas, el cableado del cerebro, la evolución. Puede, de cierta forma, verlo todo, en todas partes y al mismo tiempo. Es muy difícil hablar de un libro así, de modo que pido disculpas al lector: quedan huecos y a veces el sedal se va rápido. Con suerte arrojaré alguna luz sobre cómo funciona toda esa complejidad, pero mi propósito es, en resumen, el mismo que el de Sapolsky: inocular contra el simplismo. Cuando hablamos de un gen para una conducta, al mismo tiempo hablamos de un neurotransmisor para una conducta, de una hormona que hace algo, de la familia en la que crecimos, del momento en el que el tentáculo conectó con el pez inocente; hablamos de todo a la vez y en todos lados porque una conducta es indisociable de sus partes, aunque tenemos que estudiarla en pedacitos porque es de una complejidad más que astronómica.

Ténganme paciencia.

Un ejemplo para empezar. ¿Qué tal las hormonas? ¿Le inyectamos testosterona a un simio macho en el laboratorio? Como todos sabemos, la testosterona aumenta los niveles de agresión, pero curiosamente solo contra los machos de menor rango y no contra el jefe: ahí participan las zonas del cerebro involucradas en la memoria y el razonamiento para recordar cuál es su situación jerárquica en el grupo y si el de la izquierda es el macho alfa y no uno que se le parece. Porque será agresivo, pero no tonto. ¿Una osa cuida con ternura a su osezno, pero está dispuesta a arrancarle la cabeza al que se acerque? Es la oxitocina, famosa por ser la hormona del amor y el apego, sí, pero a veces es la de la ira asesina. Como el chiste de que estudiar un doctorado consiste en aprender a responder “depende” a todo, en este libro se cuentan cosas que sabemos con bastante certeza, pero, al mismo tiempo, todo “depende”.

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Siguiendo a Robert Sapolsky, las conductas de poder comienzan cuando los animales empiezan a tener cerebro, que no es requisito indispensable para la violencia, pero sí para el poder, y terminan en el instante en el que ocurre la conducta. O tal vez no: si tienes memoria, perdura minutos o décadas, grabada fugazmente en una de las áreas del cerebro más dedicadas a los recuerdos: el hipocampo. Si nos callaron con la mirada, nuestra madre nos obligó a ponernos esos calcetines amarillos tan feos, un tipo en un camión nos hizo abrirle paso a la mala, lo recordamos durante un tiempo, a veces años de agravio. Otras veces, cuando ese poder se ejerce en forma traumática y no pudimos hacer nada, se graba indeleble y se repite una y otra vez de manera literal, como ocurre con el trastorno de estrés postraumático.

En los animales hipersociales, como nosotros, las relaciones de poder surgen de manera orgánica. No hay horizontalidad: hay un alfa en la manada que puede o no saber lo que hace, o uno que sabe cómo dorarle la píldora al alfa, pero el poder funciona y emana de nuestras diferencias. Este es uno de los ejemplos que pone Sapolsky cuando insinúa lo inútil que es preguntarse dónde empieza la madeja de una conducta: el líder de una tribu acaba de ganar una guerra. Tal vez la testosterona lo instó a iniciarla, pero el triunfo también lo lleva a producirla, porque es causa y consecuencia a la vez. Hinchado como está de la hormona, puede adoptar una conducta de riesgo: va a rematar al de al lado o a negociar una tregua. Ambas son conductas de riesgo y ambas tienen que ver con el poder, pero ¿de qué depende la decisión? De mil cosas más. Un millón.

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El término “alfa” fue acuñado por David Mech, científico de la Universidad de Minnesota y experto mundial en lobos. En un libro de 1968 hablaba del “lobo alfa”, que conseguía imponerse sobre los demás miembros de la manada al vencerlos uno a uno. Fotografía de Andyworks.

Entonces el poder emana de las diferencias: las que surgen naturalmente entre individuos, que a su vez dan lugar a las que ocurren entre grupos y que algunos aprovechan para construir influencia: poder. Aquí entran las jerarquías. Una jerarquía, dice Sapolsky, es “un sistema de calificación que formaliza un acceso diferencial a recursos limitados, que van desde la carne hasta esa cosa nebulosa llamada ‘prestigio’”. Las relaciones jerárquicas no ayudan a distribuir de manera justa esos recursos, pero sí a evitar conflictos. Si eres un animal no social, como un pulpo o un tigre, te da lo mismo lo que piense de ti el pulpo o el tigre de enfrente. Pero con los animales sociales no ocurre lo mismo: ganar esa fruta esta vez, pero perder el apoyo del grupo e irse al exilio, posiblemente te condene a una muerte segura.

Mientras más grande sea el grupo social de una especie, más importa la jerarquía, y más volumen de nuestro cerebro dedicamos a entenderla y navegarla: mientras más interacciones jerárquicas haya, más necesitas recordar quién es quién, cómo te llevas con ellos y qué saben y piensan sobre ti, lo que se llama teoría de la mente. Pero esta situación no es fija, sino dinámica: mientras más monos, niños o mamás en el grupo de WhatsApp de la escuela haya, más se engrosa o adelgaza esa zona del cerebro. Y en grupos como los de seres humanos, pero también en los de babuinos, lobos y hienas, dice Sapolsky, en los que en ciertos momentos se forman grupitos que vuelven a aglutinarse después, el problema es doble porque hay que saber cuál es la jerarquía cuando las cosas cambian. Naturalmente, quienes tienen más desarrolladas esas regiones del cerebro son mejores para ese juego, y también para el de la política y la manipulación, que está basada en la división de unos y la agregación de otros; al mismo tiempo, quienes se ven obligados a jugar ese juego desarrollan el cerebro como si fuera un músculo. Por ejemplo, puedo ver que Mariana ya no habla con Lucas, así que es momento de decirle que a Pepe siempre le ha caído mal… Si se traslada esto a escala social, allí está uno de los principales ingredientes del poder político: entender las jerarquías que cambian a cada instante, saber situarse en ellas y manipularlas para provecho propio. El chiste es subir de rango.

Ahora empecemos a cerrar uno de los bucles. A veces para ejercer el poder y subir de rango se necesita testosterona, sobre todo cuando se recompensa ser agresivo, impulsivo, competitivo. Pero, dice Sapolsky, la testosterona no es la hormona que produce estos comportamientos, sino una que permite responder a un medio que entiendes, llevándote a adoptar la conducta que necesitas para la agresión, el impulso, la competencia.

Dice el autor: “Si el estatus se mantiene con agresividad, la testosterona favorece la agresividad; si el estatus se mantuviera escribiendo haikús hermosos y delicados, la testosterona los favorecería a estos”.

En grupos como los de seres humanos, pero también en los de babuinos, lobos y hienas, dice Sapolsky, en los que en ciertos momentos se forman grupitos que vuelven a aglutinarse después, el problema es doble porque hay que saber cuál es la jerarquía cuando las cosas cambian. Naturalmente, quienes tienen más desarrolladas esas regiones del cerebro son mejores para ese juego, y también para el de la política y la manipulación, que está basada en la división de unos y la agregación de otros.

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Otro ingrediente esencial del poder es sacarle provecho a nuestro instinto para dividirnos entre ellos y nosotros. Si nos exponen durante cincuenta milisegundos al rostro de una persona de otra clase social, o de otro sexo, se activa la amígdala, por la que pasan también las reacciones de estrés y ansiedad (ah, y la respuesta sexual, pero solo en varones). Ese es un Otro. Luego las regiones del cerebro que procesan las cosas con más lentitud, como la corteza prefrontal, se encargan de decir: “No pasa nada, es solo un señor en bicicleta y con cara de malo, pero no hay que juzgar las apariencias”. Estamos cableados para prestarle una atención desproporcionada a lo distinto, y entre lo distinto están los distintos, sin importar cómo aprendimos que son los Otros y que son un peligro. A veces los Nuestros son quienes crecieron en nuestra familia, y a veces los que estuvieron de nuestro lado en una competencia de aplausos en el circo, pero instantáneamente asociamos con el bando propio atributos deseables y con el contrario rasgos indeseables: los Nuestros son un poco más éticos, un poco más limpios, un poco más disciplinados. Los Otros son un poco bárbaros, aunque los hayamos visto de lejos hace apenas un par de minutos.

Estamos tan bien diseñados para hacer esto que realizamos disecciones cada vez más y más finas entre grupos. Confiamos en la gente de nuestra misma raza, pero si está bien vestida. En nuestra familia extendida, pero solo los que fueron al funeral de Lupita. Los que fueron al funeral, pero se quedaron a velarla. Y esto sucede y se refresca de manera automática miles de veces por día. Pero tampoco aquí está el inicio de la madeja: también miles de veces por día lo modulan la producción de hormonas que tienen que ver con la empatía o el estrés y la de neurotransmisores que tienen que ver con el placer y la alegría. En el cerebro hay un hervidero de actividad. Recordamos lo que nos enseñaron en la escuela sobre buenos modales, inhibimos activamente nuestros prejuicios, resistimos activamente la manipulación de uno que dice que el otro es malo. Echamos mano de todos los recursos químicos y eléctricos y genéticos y evolutivos para interpretar la realidad y responder con conductas. En general lo hacemos con bastante éxito; por eso seguimos aquí.

Y a continuación viene uno de los mensajes finales y más importantes del libro de Sapolsky: uno de esos recursos, ya no tan químico y eléctrico, es la cultura. Los genes, el desarrollo, la infinita plasticidad cerebral ponen a nuestra disposición unas herramientas más o menos bien afinadas para responder a distintas circunstancias, pero tienen que servirnos en todos los terrenos; somos animales con climas, con ecologías, con políticas complejas. De nada sirve saber qué demonios es el sistema mesolímbico dopaminérgico (es muy interesante, por si quieren buscarlo) a menos que entendamos que los neurotransmisores funcionan en contexto. El tribalismo funciona en contexto. Los prejuicios funcionan en contexto. Nuestros instintos, lo mismo. No hay una molécula del poder: todas las conductas están hechas de los mismos componentes.

A veces esta cascada de complejidad es linda. A veces marea un poco el ladrillazo. Pero no hay remedio: en el caso de la vida en general, y en particular de los seres humanos, no hay una palanca para, no hay un gen de, no hay una región cerebral donde, no hay una motivación según la cual, no hay ni una sola cosa pura bajo el bisturí que podamos entender con limpieza. Ni en el caso del poder ni en ningún otro hay manera de pedirle a nuestro cerebro o a nuestro cuerpo que nos pase la sal fuera de contexto.

 


­­­MAIA F. MIRET. Editora, escritora y asesora cultural. Estudió Diseño Industrial en la Universidad Iberoamericana y tiene un diplomado en Divulgación de la Ciencia por la UNAM. Es autora de diversos libros de divulgación y de literatura infantil, como Trilobites, en coautoría con Manuel Monroy (Océano Travesía, 2017) y Arañas, pesadillas y lagañas…, en coautoría con Luigi Amara y varios escritores más (SM, 2013). Actualmente es editora en editorial Océano.


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