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Cambios climáticos ancestrales

El enfriamiento del planeta ocasionó, hace 305 millones de años, lo que ahora conocemos como el colapso de las selvas tropicales del Carbonífero, un evento de extinción masiva.

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Hoy en día la Tierra atraviesa por un cambio climático que, al mismo tiempo que nos asusta, nos vale. Lo percibimos inmenso y, muy probablemente, único e irrepetible. Esto último tiene algo de verdad —su causa principal es la sociedad humana industrializada—, pero también encubre que, en 3 800 millones de años de vida en el planeta, ha habido otros cambios climáticos cuyas consecuencias aún marcan el presente. En particular, ciertos procesos que ocurrieron durante el periodo Carbonífero, unos trescientos millones de años atrás, están íntimamente relacionados con la sociedad industrial y, por lo tanto, con la quema de combustibles fósiles que sustentan las sociedades actuales, al tiempo que las ponen en jaque. Para entender todo esto hay que contar una historia antigua que protagonizan una molécula especial, una extinción masiva y ciertos hongos que lo cambiaron todo.

Hace unos quinientos millones de años las plantas ya habían comenzado a colonizar el medio terrestre. Eran pequeñitas, crecían a ras del suelo y una de sus principales constricciones para llegar más alto, o sea, crecer hacia arriba, era que sus cuerpos no tenían la capacidad de mantenerse erguidos sin desguanzarse. Entonces, hace más o menos 450 millones de años, evolucionó la lignina, que hoy está en cualquier lugar donde haya madera y en casi todas las plantas, excepto en musgos y alguna otra especie que sigue siendo chaparrita y aguada.

La lignina es el segundo compuesto biológico más abundante en el mundo (el primero es la celulosa, también presente en las plantas); tiene una estructura compleja y pesada, constituida de 60% de carbono, que provee rigidez estructural a los tejidos vegetales y los vuelve mejores para ciertas cuestiones vitales, como transportar agua en contra de la gravedad de las raíces hacia arriba, o ser un bocado más difícil de roer para animales o microorganismos. Gracias a la aparición de la lignina, las plantas evolucionaron hacia formas terrestres cada vez más altas, que les permitieron obtener luz solar antes de que ésta llegara al suelo. Pero el crecimiento hacia arriba no estuvo acompasado con el desarrollo hacia abajo; es decir, con la evolución de raíces poderosas que las fijaran a la tierra, y pasó mucho tiempo antes de que eso cambiara. Hace 360 millones de años, cuando comenzó el periodo Carbonífero, había bosques y árboles tan altos que llegaban hasta los cincuenta metros sin la capacidad de sujetarse firmemente al suelo.

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Vista aérea que muestra humo elevándose sobre una parcela deforestada de la selva amazónica en Porto Velho, Brasil, en agosto de 2019. Fotografía de Ueslei Marcelino / Reuters

Como todo ser vivo, estos árboles seguían la regla del “naces, creces, te reproduces y mueres”. Pero esa cantaleta ignora un paso final después de la muerte, el de “te descompones”. O, mejor dicho, los hongos y las bacterias te descomponen. Los descomponedores son organismos que se alimentan de los cadáveres de otros y, al hacerlo, liberan de sus tejidos compuestos esenciales; entre ellos, el carbono, en forma de CO². Así, los árboles del Carbonífero, altos y de raíces poco profundas, nacían, crecían, se reproducían, se caían (por montones) y morían. Pero no había aún un organismo que los descompusiera. En consecuencia, sus cuerpos fueron acumulándose, uno sobre el otro, durante decenas de millones de años. Miles y miles de árboles muertos, apilados, permanecieron y, por el peso de los que tenían encima, comenzaron a hundirse en el suelo. El carbono que contenían sus células —en particular, las de aquellos tejidos con lignina— no se liberó a la atmósfera a falta de un organismo capaz de romper tan compleja y resistente molécula. Eso provocó que la atmósfera del Carbonífero tuviera cada vez menos de este gas de efecto invernadero, que tiene la particularidad de atrapar el calor. Así que el planeta comenzó a enfriarse,[1] lo que provocó un cambio climático inverso al que ahora enfrentamos.

El enfriamiento del planeta ocasionó, hace 305 millones de años, lo que ahora conocemos como el “colapso de las selvas tropicales del Carbonífero”, un evento de extinción masiva en el que una gran cantidad de materia vegetal muerta, sin descomponerse, al estar sepultada bajo presión y con calor, sin contacto con el oxígeno ni posibilidades de ser digerida, conservó el carbono intacto, a pesar de sufrir otras transformaciones importantes a lo largo del tiempo. Primero se convirtió en turba y, finalmente, en carbón. Aproximadamente 90% del carbón que existe hoy en el mundo proviene del Carbonífero, que ya va revelando lo obvio de su nombre. En ese periodo, la tasa de formación de carbón era seiscientas veces mayor que la actual. Pero, de repente, se desaceleró. Entonces los hongos entraron en escena.

Hace casi 290 millones de años, cierto grupo de hongos evolucionó una capacidad nunca antes vista en el mundo macroscópico: digerir lignina. Hoy se les conoce como “hongos de la podredumbre blanca” y crecen, predeciblemente, en troncos muertos, dejando sobre la madera una capa de color blancuzco, y en este proceso liberan carbono. La aparición de estos hongos y el final de la formación de depósitos de carbón coinciden en el tiempo, lo cual sugiere [2] que probablemente fueron ellos los que terminaron con el secuestro de carbono en cadáveres vegetales y lo devolvieron a la atmósfera, lo que frenó el enfriamiento y dio paso a un periodo geológico mucho más cálido y seco que el anterior. Actualmente, los hongos de la podredumbre blanca siguen siendo los mayores procesadores de lignina y, por lo tanto, una de las mayores fuentes de CO². Por ejemplo, en 2018, la descomposición de madera por acción de estos hongos produjo 85 mil millones de toneladas de CO², mientras que el año pasado la actividad humana produjo alrededor de 37 mil millones.

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Vista de un bosque quemado junto al pueblo de Monchique, Portugal, en agosto de 2018. Fotografía de Pedro Nunes / Reuters

Resulta muy difícil pensar qué caminos habría tomado la vida en la Tierra si el secuestro de carbono acelerado hubiese continuado. También es difícil imaginar cómo serían la economía y política actuales sin la Revolución Industrial, que se basó principalmente en este recurso que se formó durante el Carbonífero. El periodo de la historia humana en que los procesos pasaron de ser manuales a industriales cambió radicalmente al mundo; entre otras cosas, provocó mudanzas masivas del campo a las ciudades y empezó a alimentar otro cambio climático, [3] el que estamos viviendo hoy.

¿Habrán tenido las selvas tropicales del Carbonífero alguna intuición de lo que provocarían con sus muertes trescientos millones de años después?; la lignina y los hongos ¿habrán imaginado las consecuencias de su aparición en la Tierra? Hasta donde sabemos, ninguno de ellos tiene capacidad de reflexión. Quienes sí la tenemos somos nosotros, los humanos, que rara vez pensamos en las consecuencias planetarias y geológicas de nuestros actos y en el impacto que seguirán teniendo cientos de millones de años por delante.

***

[1] No se sabe con exactitud si este secuestro de carbono fue el único factor que detonó el enfriamiento en este periodo o si se le sumaron otras causas.

[2] No hay certezas sobre si estos hongos fueron los responsables de terminar con la acumulación acelerada de carbono. Otras hipótesis señalan que la lignina no se degradaba porque los troncos, al caer en agua pantanosa, se hundían y esto impedía que los hongos la digirieran.

[3] La industrialización afecta al medio ambiente no sólo a través de las emisiones que contribuyen al cambio climático, sino de patrones de producción y consumo que traen consecuencias gravísimas, como el cambio de uso de suelo, fragmentación de hábitats, diversos tipos de contaminación y extinción de especies, entre otros.


Alejandra Ortiz Medrano

Es bióloga y doctora en ecología evolutiva. Se dedica a la educación y a la comunicación de la ciencia en diferentes medios y para distintos públicos. Ha colaborado con la Revista de la Universidad de México, Este País y Tierra Adentro, entre otras publicaciones. Es autora del Libro de las investigaciones medianamente serias y coautora de La ciencia de la pancita chelera. Es cocreadora del pódcast Mándarax.

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