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Fotografía del chimpancé: Robert Mearns Yerkes Papers (MS 569). Manuscripts and Archives, Yale University Library. Fotografía de Rosalía Abreu: tomada por JS Tennant de un retrato en la Casa de la Ciudad, Santa Clara, Cuba.
Habaneros, casi humanos y sacrificados siervos de la ciencia del siglo XX.
En una casa de la colina, una vieja mansión de La Habana, quedan rastros de la vida de un clan: 130 monos y primates que estuvieron alguna vez, durante la primera mitad del siglo XX, bajo el manto protector de una mujer extraordinaria: Rosalía Abreu. Lo que ocurrió en esa finca dio pie a capítulos en la historia de la ciencia, la cultura y hasta del desarrollo demográfico mundial que muchos quisieran olvidar.
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Hace unos años, antes de empezar un doctorado en el Reino Unido, pasé una temporada como becario de investigación en el departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Yale. Ya por entonces hacía unos 20 años que viajaba a Cuba con cierta frecuencia y mi área de estudio eran las descripciones del espacio urbano de La Habana en la literatura contemporánea. Una tendencia innata a la procrastinación me llevó a investigar las vastas colecciones sobre Cuba de la biblioteca de la universidad, llamado por pura distracción por aquí o a golpe de clic por allá, alejándome de aquellos libros y archivos en los que me tenía que centrar. A través del catálogo digitalizado me di cuenta de la existencia de un importante archivo científico de principios del siglo XX que estaba relacionado, de alguna manera, con Cuba. Durante los días siguientes, mientras pedía cajas y cajas de borradores manuscritos, recortes de periódicos y revistas, álbumes de fotografías y una correspondencia inédita que abarcaba unos 40 años, me sumí, fascinado, en una historia verídica más fantástica que cualquier obra de ficción.
El primer documento del archivo era una carta manuscrita, enviada desde el laboratorio de Psicología de la Universidad de Harvard en el verano de 1915:
Mi querida señora Abreu:
Estoy profundamente interesado en el estudio de los hábitos, el instinto y la inteligencia de los simios antropoides (especialmente el orangután y el chimpancé), y al conocer su éxito en el cuidado de varios de ellos en su finca de La Habana me tomo la libertad de escribirle para pedirle información. En primer lugar, me gustaría saber si ha conseguido reproducirlos en cautiverio y, de ser así, ¿en qué condiciones?
El autor, Robert M. Yerkes —un psicólogo estadounidense que llegaría a ser director del departamento de Psicología de Yale, pero que hoy es conocido por sus pioneros trabajos en primatología, sus avances en psicología comparada, y sus coqueteos con la eugenesia—, se tomaría ciertas “libertades” con Rosalía Abreu, la destinataria de la carta, una heredera cubana célebre por el celo con el que se apartó de la vida social. El tono indiferente e impersonal de la misiva y la naturaleza transaccional de sus requerimientos contrastan nítidamente con las respuestas efusivas y profusas de Abreu. Yerkes estaba disimulando su admiración. No cabe duda de que sabía que en abril de aquel año la historia se había empezado a escribir en la mansión de Abreu, a las afueras de La Habana. Una de las monas que Abreu tenía como mascotas había parido. Era el primer parto de una chimpancé en cautiverio del que se tuviese noticia. Hasta ese momento, ningún científico o zoológico había logrado semejante proeza: aquello sacudió los cimientos del mundo de la zoología y fue objeto de efusivas felicitaciones de los investigadores más destacados de la época.
El año en que la atención del mundo entero se concentraba en la Primera Guerra Mundial, este intercambio epistolar inauguraba —cada día me convencía más de ello— una de las relaciones más extrañas del siglo xx. Se trataba de una historia que incluía acusaciones de demencia, eugenesia, tentativas para crear un híbrido entre humanos y simios, gulags soviéticos, ejecuciones, la primera prueba de coeficiente intelectual de producción en masa en el mundo, la colección privada de monos y simios más grande del planeta, amenazas de muerte del Ku Klux Klan y el racismo científico que alteraría la composición demográfica de Estados Unidos.
Desde 1915 hasta la aparición de un cuaderno azul de páginas dobladas anotado con la cursiva de Yerkes, “Registro diario de trabajo antropoide en La Habana (Cuba) julio/agosto de 1924”, el archivo no contiene más información. Pero fue durante este periodo de estudio, en la extensa colección zoológica de Abreu, cuando se consolidó la relación entre el psicólogo y la heredera. La correspondencia entre los dos se mantuvo hasta la muerte de Abreu en 1930 y, a partir de entonces, hasta su propia defunción en la década de los cincuenta, entre Yerkes y Pierre Abreu, hijo de Rosalía. A partir de ese cuaderno de notas, Yerkes escribió en 1925 su libro Almost Human (Casi humano), un trabajo precursor de lo que hoy se conoce como primatología.
Las cajas contienen fotografías originales de Abreu, de su mansión almenada y de sus extensos terrenos, de numeroso personal y de cuidadores de animales. Una de las imágenes muestra un singular retrato al óleo, enmarcado en un bastidor dorado, de una chimpancé de gran porte, que se encuentra sentada, orgullosa, en una silla que parece un trono, sosteniendo a su cría a la manera de una madona con niño del Renacimiento. El cuadro fue encargado para conmemorar el histórico nacimiento de Anumá, nombrado así en honor del dios mono hindú (Hanumân), el primer chimpancé nacido en cautiverio fuera de África. Este cuadro era, como llegué a entender, el testimonio de los atributos espirituales que Rosalía Abreu les confería a los simios a su cargo.
Durante horas, pasando páginas en la biblioteca de Yale, seguí la narración de Pierre sobre el final prematuro del pobre Anumá, aquel involuntario Cristo de los simios, y su agónica muerte por los estigmas de unas heridas mortales:
De Madre hace meses que no tengo noticias de primera mano. Solamente a través de amistades que me han escrito me hago una idea general de la tragedia de este verano. Pero quizás ni tú tengas conocimiento del accidente al que me refiero. Parece ser que Lescano [uno de los cuidadores de los monos], hoy inmortalizado en el frontispicio de Almost Human, sufrió una mordedura muy grave de Anumá, y en represalia le disparó con su revólver. Creo que el mono murió tras un largo sufrimiento y, por supuesto, esfuerzos extraordinarios por parte de Madre para salvarle la vida. Pero no tengo los detalles precisos. Lo único que sé es que el pobre Lescano perdió dos dedos de la mano izquierda y su trabajo.
Los rumores y las injurias acosaron siempre a Rosalía y a sus monos y simios. Tras recibir el manuscrito de Almost Human para aprobar su publicación, en su respuesta Pierre Abreu demanda cambios para proteger la reputación de su madre:
Mi única objeción, como recordarás, estaba relacionada con la aplicación de “agua bendita” de Lourdes en la farmacopea de los simios, porque publicar eso podía provocar críticas vehementes de personas religiosas. Algunas de las historias que mi madre te contó son veraces, otras son exageradas o están distorsionadas por el afecto que sentía por sus mascotas.
Un artículo de la revista madrileña Estampa de enero de 1931 describe un episodio similar a “Los crímenes de la calle Morgue”, de Poe, ya que uno de los orangutanes de Rosalía, entrenado por ella misma en el servicio del salón comedor, estranguló al administrador en un ataque de celos por pasar demasiado tiempo junto a su querida ama. Abreu salvó al mono de que lo ajusticiaran, pues consideraba que aquel asesinato había sido un crimen de pasión.
Durante los últimos años de la vida de su madre, Pierre Abreu estaba cada día más preocupado por el comportamiento de ella. Como demuestran sus francas misivas a Yerkes, pretendía controlarla mediante cualquier medio a su alcance y le preocupaba su herencia:
En términos generales, estamos muy angustiados por su salud mental, que cada año resulta menos normal, y creemos que se encuentra a la merced de cualquiera que quiera hacerle creer que “ama” a los animales en general y a los monos en particular […]. Aunque odie pensar en ello, es posible que algún día tenga que tomar las medidas necesarias para incapacitarla desde el punto de vista legal y así prevenir que haga una tontería.
Contrariado por compartir la finca con los animales de su madre, Pierre consiguió en dos ocasiones una audiencia con Gerardo “el Carnicero” Machado, el cruel presidente de Cuba (que, como el personaje homónimo de Valle-Inclán en Tirano Banderas, disfrutaba darles de comer periodistas a los tiburones), a quien Rosalía Abreu había legado su colección de animales.
La vida en la quinta se ha vuelto más incómoda de lo que ya era, si cabe. A mi hermana y a mi cuñado les cuesta acostumbrarse a la inmundicia y al hedor que invade la casa por los monos que duermen dentro. Ha sido necesario que me rebelase y amenazara con mudarme a un hotel vecino para que sacaran unos seis o siete monos de una habitación contigua a mi estudio. Habían ocupado el lugar recientemente y lo habían vuelto inhabitable.
Al morir su madre, Pierre dispuso que la mayor parte del zoológico privado de la familia fuese donado a Yerkes y transferido al Centro de Experimentos Antropoides de Yale que el profesor había establecido en Orange Park (Florida). Allí, contra la última voluntad de Rosalía Abreu, se llevaron a cabo prácticas experimentales como la extracción de embriones por cesárea y ovariectomías. Aquellos pocos simios cubanos que seguían con vida al estallar la Segunda Guerra Mundial fueron los que padecieron la peor suerte: fueron sacrificados como parte del “esfuerzo bélico” en el departamento de Neuropsicología de Harvard, en pruebas sobre los efectos de “la malaria, las lesiones cerebrales repentinas y la guerra química”.
Cada historia que encontraba en el archivo era más sorprendente que la anterior. Y había un elemento adicional. Yo había vivido en La Habana, pero nunca había oído hablar de Rosalía Abreu. En general, no muchas personas en Cuba o fuera de la isla conocen su legado. Robert M. Yerkes, en cambio, aun habiéndose convertido en un eugenista con simpatías por ciertos aspectos del nazismo, ascendió a prestigiosas cátedras, trabajó con el Gobierno y formó parte de comités de algunas de las instituciones más reconocidas del mundo. Entre tanto, Abreu fue vilipendiada como “la loca del desván”, pese a sus logros sin par. A medida que leía sin pausa el fascinante acervo de documentación que tenía en mis manos, empecé a tener la certidumbre —que no me tomaba del todo en serio— de que en la relación entre Abreu y Yerkes había algo, como en un microcosmos, de la dinámica de poder imperantes entre Cuba y Estados Unidos. Fue solo más tarde, en 2024 —100 años después de la llegada de Yerkes a La Habana—, que pude conocer a Aymée Borroto, filóloga e investigadora centrada en revitalizar la figura de Rosalía Abreu. Paso a paso fui dilucidando con ella no solo la importancia que tenía aquella mujer, sino también —en cierta medida— el porqué del silencio histórico: más allá de lo que realmente había hecho (y mucho) para Cuba, pesaba la leyenda que la envolvía, menospreciada, mal vista por buena parte de esas mismas personas contemporáneas que se aprovecharon de sus beneficios como filántropa y amante de la cultura y la ciencia.
Lo que supe con certeza, a medida que indagaba más en esta historia —que no tardó en convertirse en una especie de obsesión para mí—, es que ya no quería estudiar un doctorado sobre literatura cubana.
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En un artículo de Cosmopolitan de abril de 1930, intitulado “A Mansion for Monkeys: A Visit with One of the Strangest Women of Our Time” [“Una mansión para monos: visita a una de las mujeres más extrañas de nuestros tiempos”], el novelista T. Everett Harré escribe:
A las afueras de La Habana existe una vasta propiedad de selva tropical y jardines hermosos. En un fantástico palacio que vale millones de dólares reside una mujer misteriosa, casi legendaria. Considerada la más rica de América Latina, rehúye la compañía de la sociedad y lleva una vida reclusa, acompañada por la mayor colección de monos y simios antropoides del mundo. Se trata de la señora Rosalía Abreu.
Nacida el 15 de enero de 1862, Rosalía Abreu Arencibia era hija de Pedro Nolasco González Abreu y Jiménez y cobeneficiaria, junto a sus dos hermanas, de una descomunal fortuna familiar derivada de ingenios azucareros de la provincia de Villa Clara. En la década de 1890, Marta Abreu, una de las hermanas de Rosalía, donó 40 000 dólares (equivalentes a casi un millón y medio de dólares actuales) a la causa de la independencia cubana de España (eso sí: Rosalía contribuyó con 50 000 dólares, la suma más grande donada por cualquier mujer). Marta se casó después con Luis Estévez, quien en 1902 se convirtió en vicepresidente de la primera República cubana.
Tras pasar su infancia en Santa Clara, Rosalía repartió su tiempo entre Nueva York y París, donde se casó y donde nacieron sus hijos. Su hija Rosalía, conocida desde siempre como Lilita, tendría una relación difícil con su madre y se convertiría en musa de los poetas franceses Jean Giraudoux y Saint-John Perse, este último galardonado con el Premio Nobel de Literatura, que dedicó a Lilita Abreu su obra más perenne: “Poema a la extranjera”. (Más tarde, ambos escritores tendrían un papel fundamental en la difusión de los mitos sobre la vida de la excéntrica madre de Lilita.)
A principios del siglo xx Rosalía se separó de su marido y regresó a su país natal, donde había heredado la Quinta Palatino, más conocida como Las Delicias, la residencia almenada que hacía las veces de casa familiar de fin de semana en lo alto de la Calzada de Palatino, en el barrio El Cerro de La Habana. Ya para entonces Abreu se había convertido en miembro de la alta sociedad internacional. El simbolista francés Paul Adam, de visita por aquella época, la celebraba así en Vues d’Amérique:
En torno a esta dama de singular inteligencia, activa y sensible, la elite cubana se reúne alegremente en esta finca donde convive la vegetación de los trópicos con las especies raras habidas y por haber, los árboles magníficos, todas las plantas extrañas y las palmeras donde anidan unos diminutos buitres negros propios del país. Las galerías del palacio, bajo amplias arcadas, se abren a este parque de Las mil y una noches.
Abreu fue la primera cubana en volar en avión, y sus opulentas fiestas de sociedad son fuente de leyenda. La noche posterior a una de ellas, Las Delicias fue arrasada por un incendio; mandó que se reconstruyese poco después con un estilo neogótico fortificado. Los nuevos jardines se diseñaron como una reproducción de Versalles en miniatura, y las estatuas se encargaron a importantes escultores franceses. Los recitales y bailes de máscaras se sucedieron sin cesar. No era raro ver a eminencias como Hubert de Blanck tocar el piano vertical alemán —que perteneciese antaño a Carol I, rey de Rumania— en una de las salas de recepción del palacio, unos salones iluminados por lámparas Tiffany y adornados con tapices del Segundo Imperio, cuyas paredes estucadas alguna vez resonaron con la primera interpretación de la icónica habanera Tú, de Eduardo Sánchez de Fuentes.
Aunque provenía de una ilustre familia criolla, cuyos miembros de forma mayoritaria habían respaldado con sano juicio la independencia de la isla, Rosalía, a diferencia de su hermana, era una ferviente proestadounidense y parece ser que habría apoyado toda la vida las intervenciones políticas de aquella potencia en Cuba. La casa nueva estaba adornada con gigantescos lienzos que representaban escenas de la Guerra Necesaria —la Guerra de Independencia librada contra España— durante el siglo XIX: obras de arte que incluían (no sin controversia) La batalla del cerro San Juan, de Armando García Menocal, que mostraba a Theodore Roosevelt, amigo personal, al frente de la carga de sus Rough Riders.
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Esta es la recóndita mansión que más tarde describió Everett Harré en Cosmopolitan: un sitio de extraños sucesos, presidido por una hacendada que se volvió reacia a la compañía de los humanos, una heredera cuyas extravagancias jamás dejaron de agitar las malas lenguas habaneras:
Muchas cosas raras se pueden oír en La Habana sobre la señora Abreu. Guapa, admirada, popular sea en Cuba como en las capitales de Europa hace 30 años, esta mujer se retiró extraña y repentinamente de los placeres sociales, de todo aquello que la riqueza y una alta posición le permitían disfrutar, para recluirse en lo que prácticamente se ha convertido en un reino de simios.
Dicen que Abreu, de niña, animada por un padre al que adoraba, había tenido una paloma como mascota, un perro mexicano sin pelo —un xoloitzcuintle— y, más tarde, un colibrí. Pero no fue hasta la treintena, después de haber regresado a Cuba tras tener cinco hijos, que su hábito por el coleccionismo menos ortodoxo tomó vuelo. Cuando Everett Harré encontró a Rosalía en 1930, el año de su muerte, documentó que el jardín en terrazas de estilo italiano de la mansión estaba lleno de “guacamayos, loros, canarios, pavorreales, pavos, águilas, gallos japoneses con colas de tres metros, ciervos, un oso, conejos, un caimán y perros en representación de cada nación”. Abreu había pagado recientemente los vitrales de El Cobre, en el oriente del país: el santuario nacional que es la Lourdes de Cuba, cuya Virgen es tan venerada como la Virgen de Guadalupe en México o la Virgen del Rocío en España (cuando Everett Harré vio a la rica heredera por primera vez, estaba inmersa en una conversación con un grupo de monjes franciscanos residentes que vestían hábito). El novelista señala que en una oportunidad Rosalía llevaba un elefante indio de Singapur, para el cual había encargado un estanque de casi media hectárea, escondido en la cabina de un barco a vapor.
Por lo que más se recuerda a Rosalía Abreu, no obstante, es por las criaturas que llevaron a la Quinta Palatino a ser conocida todavía hoy como la Finca de los Monos. La historia se remonta a la Francia de 1894, cuando compró su primer mono, un macaco, en Biarritz. En pocos años adquirió en Cuba un repertorio de gibones, orangutanes, chimpancés, monos búho, monos ardilla, monos araña, monos aulladores, monos lanudos, monos Rhesus, monos verdes, macacos cola de león, un wau-wau, titís, guenones, dos raros ejemplares de simios negros de las Célebes, 10 babuinos y dos mandriles. En febrero de 1928, la revista Time contó 130 monos y simios (de unas 25 especies distintas) de Borneo, el Congo, Sierra Leona, Centro y Sudamérica y Gibraltar. Había 50 jaulas en semicírculo a unos 30 metros de la terraza de la finca, atendidas por 18 cuidadores a tiempo completo. La bailarina Isadora Duncan, de visita en 1916, describió cómo Rosalía
recibía a los invitados con un mono en el hombro y de la mano de un gorila […]. Era una mujer muy hermosa, de ojos grandes y expresivos, culta e inteligente, que acostumbraba a reunir en su casa a las figuras más rutilantes del mundo de la literatura y el arte.
Las primeras notas publicadas en el mundo sobre la actividad sexual de los chimpancés, su nacimiento y desarrollo se tomaron de los animales de Abreu, así como las primeras fotografías de carácter científico de monos. A la vez, una “personalidad de excentricidades estrafalarias, [y] objeto de especulaciones e infundios extravagantes entre su propia gente”, en los términos de Everett Harré, su precursora colección de primates llevó a Abreu a convertirse en “amiga y confidente de algunos de los científicos más importantes sobre la faz de la tierra”. No era para menos: Abreu fue la primera persona en reproducir un chimpancé en cautividad y criar su descendencia, y la primera en realizar un estudio exhaustivo sobre el cuidado de los primates cautivos, en particular, de los simios.
Los grandes simios —homínidos sin cola entre los que se incluyen gorilas, chimpancés, humanos y orangutanes— siempre nos han fascinado por comportamientos que a menudo evocan, e incluso son equivalentes, a los nuestros, seres humanos. Pero los animales de Abreu eran mascotas, no eran sujetos de experimentación. El éxito sin parangón (en aquel momento, eran pocos los grandes simios que habían sobrevivido un tiempo prolongado en cautiverio y casi ninguno se había reproducido) que tuvo en la cría de simios y monos se atribuyó al amor incondicional que les profesaba a estas criaturas.
Belle Benchley —conocida como “la Dama del Zoológico” por haber sido pionera en la dirección del Zoológico de San Diego entre 1927 y 1953— acudió a Abreu al principio de su carrera para que la orientara sobre los orangutanes, especie que, como el chimpancé, se reprodujo por primera vez con éxito en la Quinta. En My Friends the Apes (Mis amigos los simios), describe a Abreu como una persona “saturada de la vida social y política de Europa y Cuba, que había desarrollado en cambio un interés intenso, casi fanático, por los monos y los simios. Esto la hizo famosa”. Benchley retrata una visita a la Quinta, en la que Abreu
empleaba sirvientes nativos para cuidarlos, pero ella misma hacía buena parte incluso del trabajo más duro. Nunca superaré la sorpresa de sentarme en su fastuoso salón y adivinar a través de la luz cómo el corpulento sirviente negro subía lentamente las hermosas escaleras de mármol con un chimpancé joven sentado en su hombro y llevando a otro de la mano. Más tarde, madame Abreau [sic] me contó que compartía su dormitorio con aquellos dos en particular.
En My Animal Friends (Mis amigos animales), C. Emerson Brown cuenta:
Hizo mucho por la investigación de los simios antropoides, y sus conocimientos y sinceridad de propósito en este sentido han demostrado ser de gran valor para la ciencia. Cuando visité su finca por primera vez en 1929, antes de su muerte, me habló de su profunda convicción de que los simios tienen sentidos inusuales, de los que carece el ser humano. Por ejemplo, creía que tenían una vista poderosa, similar a los rayos X, que les permitía ver a través de sustancias sólidas, como tabiques de madera […]. Incluso la impresión religiosa, decía, era posible para sus pupilos y podía demostrarse con experimentos reales.
Es cierto que los primates muestran equivalencias con los conceptos humanos de razón, lógica matemática, aptitud para el lenguaje, conciencia de sí mismos, capacidad para engañar y quizá pruebas de (al menos lo que algunos de nosotros, humanos primates, hemos decidido que es) un sentido de moralidad o justicia retributiva. Rosalía Abreu, sin duda, estaba convencida de que los monos tenían alma. Además, vestía a algunos de sus animales, permitía que sus favoritos durmieran en la casa y dirigía en oración en una pequeña capilla familiar, que estaba situada en sus terrenos, a los que mostraban “promesa espiritual”.
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Remontemos el relato. A finales de abril de 1915, decía, se hizo historia en la Quinta Palatino. Una de las chimpancés de Abreu dio a luz. Tres meses después, Robert M. Yerkes, un profesor que estaba a punto de alistarse en el Ejército de Estados Unidos, le escribió para preguntarle por sus métodos de cría de simios, y le expresó su deseo de visitar La Habana. No fue el único interesado. Un mes más tarde Abreu recibió la siguiente consulta, aparentemente lasciva, de uno de los fundadores de la investigación médica, el Premio Nobel Iliá Méchnikov, del Instituto Pasteur de París:
¿Cuál es el procedimiento por el que el macho accede al coito con la hembra? ¿Cómo se comporta él al adoptar su posición particular? ¿Muestra ella algún tipo de coquetería? ¿Continúan las cópulas durante el embarazo? ¿O la hembra deja de aceptar al macho? ¿Acaricia este a la hembra antes y después del acto?
Robert M. Yerkes fue un precursor de la psicología comparada en una época en la que diversas vertientes de la investigación del comportamiento, como la psicobiología y la etología —el estudio del comportamiento animal—, se esforzaban por abrirse camino a través del campo de la primatología que, en sí misma y como disciplina propia, no pasó a primer plano hasta los años cincuenta.
Yerkes fundó el primer laboratorio de experimentación con primates de Estados Unidos. Profesionalizó en solitario el estudio de los simios mediante pruebas a largo plazo en condiciones controladas; sus experimentos iniciales fueron con un orangután joven y, un año después de escribirle a Abreu, publicó su primera e influyente monografía The Mental Life of Monkeys and Apes (La vida mental de monos y simios). Abreu respondió con efusividad a la carta de Yerkes, invitándolo a abrir una estación de investigación en La Habana e incluso ofreciéndose a costearla. Pero su propuesta de empresa conjunta se vio interrumpida por la Gran Guerra y, más concretamente, por el trabajo de Yerkes durante ese periodo. No volvería a visitar la Quinta hasta pasados nueve años.
Stephen Jay Gould, en La falsa medida del hombre, escribe cómo a principios del siglo XX la psicología seguía adoleciendo de falta de prestigio entre las ciencias; muchos psicólogos, por ejemplo, estaban exiliados en departamentos de filosofía o humanidades. Yerkes llegó a considerar las pruebas mentales, la cuestión del “potencial humano”, como una forma de corregir esta injusticia, un medio para que su campo saliera a flote. Lo que faltaba eran entornos rigurosos para realizar pruebas con acceso a suficientes pacientes, lo bastante diversos como para obtener datos representativos de la sociedad en general.
En ese sentido, la movilización masiva de la Primera Guerra Mundial fue una oportunidad para Yerkes: persuadió al Ejército para que le diera acceso a 1.7 millones de reclutas que servirían de prueba de ácido colectiva para sus incipientes teorías, iniciadas a partir del trabajo con simios. Más adelante afirmaría, con una buena dosis de arrogancia, que sus pruebas mentales habían “ayudado a ganar la guerra […] [y] demostrado su derecho a ser tomadas en serio en la ingeniería humana”. Lo cierto es que los militares consideraron los experimentos de Yerkes durante la guerra como una mera molestia: sus descubrimientos fueron ampliamente ignorados en un principio. No obstante, lo que sí que había logrado fue la primera prueba de inteligencia, por escrito, producida en serie.
A lo largo de su vida, Yerkes mantuvo la creencia en la inferioridad innata de la mayoría de los grupos oprimidos o desfavorecidos. Afirmaba que la inteligencia es, de manera uniforme, heredable y fácil de medir. Esta idea de clasificar a los grupos en función de algún parámetro de valor innato, como las pruebas de inteligencia, se ha denominado “determinismo biológico”. A lo largo de los siglos, a menudo los deterministas han extraído de la “ciencia” simplemente aquello que querían hallar, aprovechando las cualidades putativas del conocimiento objetivo de la disciplina (que se supone libre de contingencias sociales o políticas) para sus propios fines, respaldando prejuicios y, de forma deliberada o no, malinterpretando conjuntos de datos. Como en otros lugares, la “eugenesia”, como se ha denominado de forma genérica a este tipo de instrumentalización de la ciencia en pos del perfeccionamiento de la especie humana, se hizo cada vez más popular en Estados Unidos a principios del siglo XX, y no perdió adeptos hasta que se dieron a conocer los programas de esterilización masiva y purificación racial de Hitler.
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Yerkes llegó finalmente a Cuba en el verano de 1924, año en que fundó, bajo el auspicio de su Departamento de Psicología, el Laboratorio de Biología de Primates de Yale, dedicado a convertir a los monos en “siervos de la ciencia”. Lo acompañaba su séquito, compuesto por una secretaria, varios asistentes científicos, un fotógrafo y Chim, uno de sus dos adorados chimpancés —Chim pronto contrajo una neumonía y murió—. Almost Human, su relato clásico de varias semanas de estudio en la Finca de los Monos, se publicó al año siguiente. En esta obra, Yerkes comenta el terror que los simios de Abreu sentían por las armas, su odio a ser fotografiados y los hábitos de su ama, descritos de forma similar por Emerson Brown:
Ver cómo sacaban a estos enormes chimpancés de sus jaulas cada noche y los conducían por los imponentes escalones de piedra hasta su casa palaciega era un ejemplo notable del control que ejercía. Monos que podrían matar a media docena de hombres, amarrados con diminutas cadenas apenas capaces de sujetar a un perro pequeño, eran conducidos en silencio a una habitación del segundo piso, donde pasaban la noche.
En una solicitud de financiación datada en aquella época, Yerkes formuló en privado esta presuntuosa aserción:
Aunque nunca he pedido la aprobación formal de la declaración, estoy seguro de que ella [Abreu] cree como nosotros que el estudio científico de los primates es extraordinariamente importante como medio para aumentar la comprensión de los problemas de la vida y, en consecuencia, ampliar nuestro control sobre ella.
La Fundación Rockefeller no tardó en conceder 500 000 dólares (unos nueve millones actuales) al nuevo laboratorio de Yerkes, quien empezó a ser reconocido como el especialista en primates más importante del mundo.
Almost Human relata principalmente los estudios de Yerkes en La Habana, pero también trata sobre Alyse Cunningham —que había criado un gorila en su casa de Londres— y sobre la investigadora soviética Nadezhda Ladygina-Kohts, máxima defensora de la psicología comparada entre chimpancés y bebés humanos. En The Great Apes: A Short History (Los grandes simios: una historia corta), Chris Herzfeld explica que Ladygina-Kohts trabajaba en el departamento de Zoopsicología Darwiniana de Moscú —donde Yerkes fue a visitarla en 1929—. Sus descubrimientos se basaban en los proyectos pioneros, aunque heterodoxos, de Iliá Ivánovich Ivanov, precursor de la inseminación artificial. En 1917 Ivanov había recibido la aprobación oficial de los bolcheviques para su trabajo —Lenin se había interesado personalmente en él—, orientado a demostrar el “potencial para la mejora de la humanidad” por medio del progreso científico. Muchos en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, como en Estados Unidos y en otros países, aún se negaban a creer que los humanos pudieran compartir un antepasado común con los simples simios. Con una lógica inexorable, surgió una propuesta soviética para crear un híbrido entre chimpancé y humano como prueba indiscutible de la teoría darwiniana y, de manera implícita, para derrumbar los anatemas del zarismo tradicionalista y la Iglesia ortodoxa rusa. Nikolái Gorbunov, comisario del partido, que había sido secretario de Lenin, facilitó y obtuvo fondos para los experimentos de Ivanov. (Se ha llegado a decir que detrás de esta iniciativa estaba el deseo de Stalin de crear un batallón de infantería mestizo, al estilo de El planeta de los simios, para enfrentarse a los ejércitos fascistas y liberales de Europa y Estados Unidos).
Primero en San Petersburgo y luego en París, Ivanov intentó fecundar hembras de chimpancé con esperma humano, pero no lo consiguió. Más tarde continuó sus esfuerzos, esta vez de noche, en un laboratorio improvisado en Guinea, empleando “voluntarios” locales engañados. En junio de 1926, The New York Times se hizo eco de estos ensayos y publicó el clamoroso titular “Soviet Backs Plan to Test Evolution” (“El Gobierno soviético respalda un plan para demostrar la evolución”); el presidente de la Asociación Americana para el Avance del Ateísmo declaraba: “Confiamos en que puedan producirse híbridos y, si todo va bien, la cuestión de la evolución del ser humano quedará demostrada para contento de los antievolucionistas más dogmáticos”. Ivanov atribuyó sus fracasos iniciales en la fecundación de prisioneras en Moscú al escaso rendimiento del esperma de chimpancé que había estado previamente congelado. Así que, bajo la autoridad del Instituto Soviético de Patología y Terapia Experimental, envió cuatro chimpancés y un orangután a Sujumi, a orillas del Mar Negro, donde había establecido la primera estación de cría de primates del mundo. Pero, en 1928, cuando estos simios sementales expiraron en rápida sucesión, y percibiendo que Stalin se impacientaba ante su falta de avances, Ivanov suplicó a Rosalía Abreu, solicitándole un “espécimen macho, robusto y viril” que asegurara la inseminación de al menos una de las cinco hembras humanas voluntarias que esperaban valerosamente en Sujumi.
Abreu accedió con gusto a la petición de Ivanov, aunque se vio obligada a retractarse de su apoyo al recibir amenazas de muerte del Ku Klux Klan, que aborrecía este experimento “abominable para el Creador”. En noviembre de 1930, entre sus instrucciones póstumas para la dispersión de sus mamíferos, Abreu precisó que seguía sin mantener “ninguna objeción al cruce de chimpancé macho con Homo hembra”. Un mes después de su muerte, Ivanov cayó en desgracia ante Stalin, fue arrestado y enviado a un gulag en la actual Kazajistán. Gorbunov, su facilitador en el partido, fue más tarde purgado por un pelotón de fusilamiento y, por si fuera poco, el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos de la Unión Soviética persiguió a las cinco jóvenes abjasias (naturales de la ciudad de Sujumi, en el Mar Negro) que se habían ofrecido, con tanto patriotismo, como voluntarias para engendrar lo que podría haberse convertido en el invencible e infrahumano ejército simio de Stalin, y las ejecutó a todas. El alucinado pasaje de la historia ha sido documentado ampliamente por investigadores como Kirill Rossiianov y analizado por Eric Michael Johnson en Scientific American.
Se dice que la película King Kong (1933), esa clásica representación alarmista del mestizaje representado como simio mutante, “ni bestia ni hombre”, se inspiró en este estrambótico episodio. Es difícil de comprobar. En todo caso, hay una sorprendente concurrencia entre estos intentos de mestizaje en la vida real entre grandes simios humanos y no humanos y obras de ficción como la influyente película de Erle C. Kenton La isla de las almas perdidas (1932), y la novela de H. G. Wells en la que esta se basa. Ambas describen una isla remota gobernada por un Frankenstein demente, el doctor Moreau, que crea una raza servil de híbridos de gorila y humano como, de nuevo, siervos de la ciencia. Estos desafortunados seres amalgamados terminan rebelándose contra los atroces experimentos que se llevan a cabo con ellos en la Casa del Dolor, la estación de investigación de Moreau, situada en lo alto de una colina o un cerro.
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Los 15 años de intercambios entre Yerkes y Rosalía Abreu, que se conservan en los archivos de Yerkes en Yale, muestran dos personalidades muy distintas. Rosalía tenía 62 años cuando recibió por primera vez la visita de Yerkes, quien entonces contaba cuarenta y tantos y empezaba a labrarse un nombre. Los resultados de sus pruebas durante la Primera Guerra Mundial acababan de ser recopilados y publicados como “Eugenic Bearing of Measurements of Intelligence” (“Relevancia eugenésica de las mediciones de la inteligencia”, 1923) y Psychological Examining in the United States Army (Exámenes psicológicos en el Ejército de Estados Unidos); combinados, tendrían implicaciones duraderas en la política social y la demografía de Estados Unidos.
Tanto Yerkes como Ivanov, en el mismo momento, se esforzaron por construir un hombre nuevo en sus respectivos países, aunque con fines ideológicos divergentes. La experiencia de Abreu fue un recurso primordial. El intelectual cubano Jorge Mañach, cuando escribió en El País sobre la lectura de Almost Human, observó con perspicacia que los países pequeños a menudo solo pueden hacerse notar mediante actos grandiosos y extravagantes. Mañach arremetió contra sus compatriotas por ridiculizar constantemente a Rosalía Abreu, destacando sus logros y cómo habían honrado a Cuba: “Observen cómo puede forjarse una patria incluso mediante la cría de monos”. A pesar de que los animales de Rosalía se mantenían como mascotas, sin el deseo de hacer de ellos, en palabras de Yerkes, “siervos de la ciencia”, la influencia de sus éxitos tuvo una repercusión duradera.
Yerkes, por su parte, se dedicó en su día a utilizar la investigación genética y los procedimientos selectivos para fabricar un ser humano “más perfecto”. Al fin y al cabo, como aprendió de Rosalía Abreu, si se podía hacer que los simios ampliaran su comportamiento desde el mero instinto hacia la conciencia, sin duda se podría mejorar la humanidad. Pero lo que extrajo de sus pruebas en tiempos de guerra, lo que decidió extraer de sus propios datos, tenía connotaciones, por decir lo menos, inquietantes. Podemos hacernos una idea aproximada al leer las siguientes líneas de Almost Human:
Es curioso que África, continente rico en variedades relativamente primitivas de la especie humana, sea también el hogar de los tipos más elevados de simios antropoides y de infinitas especies de monos. El negro y el chimpancé parecen reconocer en el otro similitudes que atraen y diferencias que repelen.
En los años treinta, e incluso durante la Segunda Guerra Mundial, proliferaron las sociedades e iniciativas que promovían el estudio de la eugenesia “negativa”, que buscaba eliminar características humanas —en contraste con la eugenesia “positiva”, que aún es popular hoy—. El propio Yerkes consideraba que Estados Unidos se estaba quedando atrás en ese campo y que se le habían negado posibilidades de capitalizar y ampliar sus estudios anteriores, hasta el punto de que
Alemania nos lleva una extensa ventaja en el desarrollo de la psicología militar […]. Los nazis han conseguido algo que no tiene parangón […], lo que ha ocurrido en Alemania es la secuela lógica de [mis] servicios psicológicos y de personal en nuestro propio Ejército entre 1917 y 1918.
El ayudante de Yerkes, E. G. Boring, había extrapolado a partir de los datos de las pruebas que la edad mental del varón blanco norteamericano medio era de “13 años”: menos de lo que se pensaba con anterioridad y rondando el límite —entre los ocho y 12 años— de los puntos de referencia oficiales para la “imbecilidad” adulta. Este hallazgo, interpretado de forma reduccionista, se convirtió en un grito de guerra para los eugenistas agoreros, que lo consideraban una prueba positiva de que la inmigración procedente del sur y del este de Europa estaba debilitando un “tronco nativo robusto” y, por supuesto, del mestizaje provocado por la mezcla “deletérea” de sangre negra.
Según su esquema, el ruso medio tenía una edad mental de 11.34, es decir, dentro de la franja de los imbéciles; el italiano, 11.01; el polaco languidecía en la poco halagüeña calificación de 10.74. De ahí que Yerkes llegara a la conclusión de que los futuros inmigrantes europeos podían ser clasificados por su país de origen, pues la “supremacía natural” de los europeos “nórdicos” y occidentales contaba ahora con respaldo científico. Los hombres negros, indiferenciados por nacionalidad u origen, fueron los peor parados, con una edad mental media de 10.41 años, de acuerdo con las pruebas del estadounidense. Yerkes observó que
el negro carece de iniciativa, muestra poco o ningún liderazgo y no puede aceptar responsabilidades. Algunos señalan que estos defectos son mayores en los negros del sur […]. Los hurtos y las enfermedades venéreas son más frecuentes que entre las tropas blancas.
El eminente profesor advirtió que “ninguno de nosotros, como ciudadanos, puede permitirse ignorar la amenaza del deterioro racial o las evidentes relaciones de la inmigración con el progreso y el bienestar nacionales”.
La metodología de las pruebas de inteligencia de Yerkes, como han demostrado Stephen Jay Gould y otros, era, por supuesto, defectuosa a profundidad. Supuestamente pretendían demostrar la “capacidad intelectual nativa” sin tener en cuenta los logros o niveles previos de educación. Pero, debido a la forma en que estaban formuladas las preguntas, para obtener una buena puntuación era necesario contar con una educación básica y un conocimiento previo de la cultura estadounidense. Es comprensible que los nuevos inmigrantes, con bajo nivel de inglés, y los sectores de la sociedad ya marginados o excluidos por la pobreza obtuvieran malos resultados. Las clasificaciones raciales de Yerkes —“ingleses, escandinavos y teutones”, por un lado; “eslavos y latinos”, por otro—, eran poco científicas, confusas y delataban sus prejuicios latentes. Lo que es aún más triste: iban a jugar a favor de poderosas facciones hereditarias de la élite de Washington. Sus pruebas influyeron en el grupo de presión que permitió que se aprobase la Ley de Inmigración de 1924. Los debates del Congreso que precedieron a la aprobación de esta ley hicieron referencia constante a los datos de Yerkes y llevaron al establecimiento por primera vez de cuotas nacionales de inmigración. Henry Fairfield Osborn, entonces presidente del Museo Americano de Historia Natural, escribió sobre las pruebas de Yerkes:
Hemos aprendido de una vez por todas que el negro no es como nosotros. Lo mismo hemos aprendido con respecto a muchas razas y subrazas de Europa: algunas [léase judíos], que creíamos poseedoras de una inteligencia quizá superior a la nuestra, eran en realidad muy inferiores.
“América debe seguir siendo americana”, enunció el presidente Calvin Coolidge antes de firmar la entrada en vigor de la Ley de Inmigración.
Se calcula que, entre 1924 y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, hasta seis millones de europeos del sur, del este y del centro —incluidos, naturalmente, innumerables judíos que deseaban escapar del nazismo— no encontraron asilo en Estados Unidos a causa de esta ley. Su aprobación significó, en opinión de Gould, que “los eugenistas pelearon y se anotaron una de las mayores victorias del racismo científico en la historia de Estados Unidos”.
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They built us in the House of Pain
high up on the Hill
sometimes things go wrong
so they’re experimenting still.
But we are still evolving
while they are standing still
one day we’re gonna go and take
the house upon the hill!
Nos crearon en la Casa del Dolor
en lo alto de la colina
porque las cosas a veces salen mal
siguen con experimentos todavía.
Nosotros evolucionamos hoy día
ellos son los que se quedan tiesos
¡iremos un día y conquistaremos
la casa en la colina!
“ISLAND OF LOST SOULS”, THE TALL BOYS (1982)
A la luz de la luna llena, como aún pueden contar los residentes del barrio habanero de El Cerro, los monos salen a bailar.
Estamos a finales de 2019, es la noche en la que, por fin, podré satisfacer mi deseo de visitar la Quinta Palatino en persona. La semana antes de mi llegada, a tiempo para las festividades por el quingentésimo aniversario de La Habana, los terrenos de la casa de la familia Abreu en la cima de El Cerro se abrieron al público por primera vez. En las nuevas verjas perimetrales de hierro se ha grabado el nuevo nombre “oficial” de la mansión: Finca de los monos: Palacio tecnológico.
Gloria Swanson solía visitar La Habana en los años veinte, y quizá por eso, al detenerme ante un viejo almendrón de la época de Eisenhower, a las puertas de la finca, me siento realmente como el guionista de Sunset Boulevard entrando en la propiedad de una Norma Desmond cubana. (En cualquier momento espero que aparezca un mayordomo, con un inquietante acento centroeuropeo, y me introduzca en la mansión donde encontraré —como en la secuencia inicial de la película— a su decadente propietaria sumida en el luto por un chimpancé fallecido, que yace en su féretro.)
Pedro Abreu, nieto de Rosalía, el último miembro de la familia que habitó la Quinta, era famoso por tener allí a una leona adulta llamada Dalila. Los Abreu dejaron Cuba, con destino a París y Roma, tras la Revolución de 1959, cuando muchas de sus propiedades fueron expropiadas. La finca estuvo semiabandonada durante años, antes de convertirse en el Palacio de los Matrimonios, disponible para las parejas que deseen celebrar sus nupcias en un entorno memorable, entre ruinosos salones de banquetes y terrenos cubiertos por la maleza, y el Palacio de Pioneros, bajo la dirección de la Unión de Jóvenes Comunistas y la Organización de Pioneros “José Martí”.
Llego y veo que todavía están en marcha las obras del nuevo Palacio Tecnológico, un espacio híbrido para niños que también funciona como parque temático en miniatura, con restaurantes al aire libre de estilo indio y pasarelas elevadas. Deambulando en solitario por el recinto, me encuentro con el administrador, Iván Azurdia, que me acompaña a visitarlo. A ambos lados de la entrada de la casa, se yerguen gigantescas estatuas animatrónicas de gorilas de goma de ocho metros de altura —moldeadas especialmente en Sichuan, China—. Junto a la pequeña capilla donde Rosalía reprendió una vez a sus “penitentes” mascotas con un rosario —y donde, en 1930, yacía su propio cuerpo embalsamado, a la espera de que sus hijos regresaran de París para el funeral—, dos chimpancés esculpidos están sentados en taburetes. Llevan auriculares y al parecer están metidos de lleno en una partida de ajedrez. Varios simios amenazadores asoman entre los matorrales, entre ellos un albino de gran tamaño y pelaje rosa fluorescente. Dos obreros están soldando un cerco protector de hierro a una fuente profunda repleta de renacuajos, coronada en su centro por un mono trovador de tamaño natural que canturrea por un micrófono. Iván me conduce hasta un chimpancé gigante, a cuatro patas, que vigila la entrada a una enramada cubierta de maleza. Al enchufarlo, chilla desconsoladamente y mueve la cabeza de un lado a otro. (Ahora me doy cuenta de que incluso los dos gorilas gigantes, a ambos lados de la porte-cochère de la mansión, están mecanizados y emiten gruñidos bajos a intervalos regulares.) En la entrada hay una pequeña placa que informa que aquí, en noviembre de 1989, se expusieron los restos de los hombres caídos en la guerra de Cuba en Angola.
Los salones de la finca, elegantemente restaurados, han sido amueblados con un bar de jugos, estridentes videojuegos estilo arcade, una mesa de hockey sobre hielo y demás consolas aparatosas. Murales con chimpancés vestidos de humanos cubren las paredes. Ascendemos por la escalera que sube en espiral por el interior del torreón de la azotea y contemplamos las estupendas vistas de La Habana y, más allá, una panorámica ininterrumpida del estrecho de Florida. Al descender por la escalinata de mármol de la Quinta, con balaustrada de volutas de acanto labradas en bronce que conduce al vestíbulo de entrada, trato de imaginar cómo sería ser arrastrado de los pelos, como le ocurrió a Rosalía en una ocasión, por las garras de un orangután furioso que había roto sus cadenas. Mirando hacia arriba, antes de salir al aire libre, me detengo a admirar un lienzo majestuoso, en mal estado, que llena el enclave curvo sobre las puertas principales. Se trata de la Batalla de Coliseo, la representación de Armando García Menocal, uno de los artistas más importantes del país, de una victoria decisiva contra los españoles liderados por Máximo Gómez y Antonio Maceo en 1895. Es la única obra de este tipo que se conserva de García Menocal en una residencia privada. Un regimiento montado de mambises, los irregulares nacionalistas cubanos, vigilan un campo de batalla, donde el general Gómez, quien más tarde apoyaría la candidatura del cuñado de Rosalía para vicepresidente de la nueva República, apunta con una pistola a su contraparte española, que se rinde.
Rosalía Abreu recurrió a los servicios de un eminente cirujano que había luchado a las órdenes de Gómez —y que más tarde escribiría su biografía— cuando sus monos enfermaron. El doctor Benigno Souza y Rodríguez, quien en su día atendió las necesidades médicas de las fuerzas independentistas cubanas, operó a las mascotas de Abreu. Al preguntar por qué no hay información sobre la historia del edificio ni sobre su antigua propietaria, se me responde con aseveraciones —quizá por confusión con su hermana Marta— sobre la indiscutible condición revolucionaria de Rosalía, sobre la necesidad local de un espacio popular de verdad, concebido sobre todo para niños y familias. He escuchado rumores sobre una reunión, a principios de 2019, de un comité de planeamiento urbano, en la que se plantearon objeciones a la propuesta —del todo seria— de encargar nuevos murales, que representarían a figuras del ejército mambí cubano del siglo XIX en forma de monos marchando al paso del Ejército Revolucionario de Fidel Castro.
La restauración de los terrenos de la finca al estilo de un parque de atracciones, desprovista de cualquier detalle verdaderamente informativo de una historia que apenas necesita adornos, es sintomática de la relación insegura de Cuba con su pasado prerrevolucionario, con todas las instituciones y narrativas que esta convulsión eliminó y que ahora, con cautela, intenta reincorporar. Esta miscelánea surrealista que se expone hoy en la finca, su diorama de juguete, cuya iconografía se superpone a un continuo insurreccional —un arco ininterrumpido desde la resistencia indígena hasta la misión internacionalista de la revolución en Angola, pasando por la dominación española— es característica de la aspiración del Gobierno por apropiarse de todos y cada uno de los episodios del pasado de la nación en una secuencia progresista y materialista.
Al salir de la Finca de los Monos aquel día recordé la respuesta de Abreu a T. Everett Harré cuando le prometió que le enviaría su última novela: “No leo libros. ¡¿Leer romances!? Me pregunto qué romance podría escribir usted que yo no haya vivido. ¡La vida es aún más insólita que los libros… sí, sí!”.
Habaneros, casi humanos y sacrificados siervos de la ciencia del siglo XX.
En una casa de la colina, una vieja mansión de La Habana, quedan rastros de la vida de un clan: 130 monos y primates que estuvieron alguna vez, durante la primera mitad del siglo XX, bajo el manto protector de una mujer extraordinaria: Rosalía Abreu. Lo que ocurrió en esa finca dio pie a capítulos en la historia de la ciencia, la cultura y hasta del desarrollo demográfico mundial que muchos quisieran olvidar.
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Hace unos años, antes de empezar un doctorado en el Reino Unido, pasé una temporada como becario de investigación en el departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Yale. Ya por entonces hacía unos 20 años que viajaba a Cuba con cierta frecuencia y mi área de estudio eran las descripciones del espacio urbano de La Habana en la literatura contemporánea. Una tendencia innata a la procrastinación me llevó a investigar las vastas colecciones sobre Cuba de la biblioteca de la universidad, llamado por pura distracción por aquí o a golpe de clic por allá, alejándome de aquellos libros y archivos en los que me tenía que centrar. A través del catálogo digitalizado me di cuenta de la existencia de un importante archivo científico de principios del siglo XX que estaba relacionado, de alguna manera, con Cuba. Durante los días siguientes, mientras pedía cajas y cajas de borradores manuscritos, recortes de periódicos y revistas, álbumes de fotografías y una correspondencia inédita que abarcaba unos 40 años, me sumí, fascinado, en una historia verídica más fantástica que cualquier obra de ficción.
El primer documento del archivo era una carta manuscrita, enviada desde el laboratorio de Psicología de la Universidad de Harvard en el verano de 1915:
Mi querida señora Abreu:
Estoy profundamente interesado en el estudio de los hábitos, el instinto y la inteligencia de los simios antropoides (especialmente el orangután y el chimpancé), y al conocer su éxito en el cuidado de varios de ellos en su finca de La Habana me tomo la libertad de escribirle para pedirle información. En primer lugar, me gustaría saber si ha conseguido reproducirlos en cautiverio y, de ser así, ¿en qué condiciones?
El autor, Robert M. Yerkes —un psicólogo estadounidense que llegaría a ser director del departamento de Psicología de Yale, pero que hoy es conocido por sus pioneros trabajos en primatología, sus avances en psicología comparada, y sus coqueteos con la eugenesia—, se tomaría ciertas “libertades” con Rosalía Abreu, la destinataria de la carta, una heredera cubana célebre por el celo con el que se apartó de la vida social. El tono indiferente e impersonal de la misiva y la naturaleza transaccional de sus requerimientos contrastan nítidamente con las respuestas efusivas y profusas de Abreu. Yerkes estaba disimulando su admiración. No cabe duda de que sabía que en abril de aquel año la historia se había empezado a escribir en la mansión de Abreu, a las afueras de La Habana. Una de las monas que Abreu tenía como mascotas había parido. Era el primer parto de una chimpancé en cautiverio del que se tuviese noticia. Hasta ese momento, ningún científico o zoológico había logrado semejante proeza: aquello sacudió los cimientos del mundo de la zoología y fue objeto de efusivas felicitaciones de los investigadores más destacados de la época.
El año en que la atención del mundo entero se concentraba en la Primera Guerra Mundial, este intercambio epistolar inauguraba —cada día me convencía más de ello— una de las relaciones más extrañas del siglo xx. Se trataba de una historia que incluía acusaciones de demencia, eugenesia, tentativas para crear un híbrido entre humanos y simios, gulags soviéticos, ejecuciones, la primera prueba de coeficiente intelectual de producción en masa en el mundo, la colección privada de monos y simios más grande del planeta, amenazas de muerte del Ku Klux Klan y el racismo científico que alteraría la composición demográfica de Estados Unidos.
Desde 1915 hasta la aparición de un cuaderno azul de páginas dobladas anotado con la cursiva de Yerkes, “Registro diario de trabajo antropoide en La Habana (Cuba) julio/agosto de 1924”, el archivo no contiene más información. Pero fue durante este periodo de estudio, en la extensa colección zoológica de Abreu, cuando se consolidó la relación entre el psicólogo y la heredera. La correspondencia entre los dos se mantuvo hasta la muerte de Abreu en 1930 y, a partir de entonces, hasta su propia defunción en la década de los cincuenta, entre Yerkes y Pierre Abreu, hijo de Rosalía. A partir de ese cuaderno de notas, Yerkes escribió en 1925 su libro Almost Human (Casi humano), un trabajo precursor de lo que hoy se conoce como primatología.
Las cajas contienen fotografías originales de Abreu, de su mansión almenada y de sus extensos terrenos, de numeroso personal y de cuidadores de animales. Una de las imágenes muestra un singular retrato al óleo, enmarcado en un bastidor dorado, de una chimpancé de gran porte, que se encuentra sentada, orgullosa, en una silla que parece un trono, sosteniendo a su cría a la manera de una madona con niño del Renacimiento. El cuadro fue encargado para conmemorar el histórico nacimiento de Anumá, nombrado así en honor del dios mono hindú (Hanumân), el primer chimpancé nacido en cautiverio fuera de África. Este cuadro era, como llegué a entender, el testimonio de los atributos espirituales que Rosalía Abreu les confería a los simios a su cargo.
Durante horas, pasando páginas en la biblioteca de Yale, seguí la narración de Pierre sobre el final prematuro del pobre Anumá, aquel involuntario Cristo de los simios, y su agónica muerte por los estigmas de unas heridas mortales:
De Madre hace meses que no tengo noticias de primera mano. Solamente a través de amistades que me han escrito me hago una idea general de la tragedia de este verano. Pero quizás ni tú tengas conocimiento del accidente al que me refiero. Parece ser que Lescano [uno de los cuidadores de los monos], hoy inmortalizado en el frontispicio de Almost Human, sufrió una mordedura muy grave de Anumá, y en represalia le disparó con su revólver. Creo que el mono murió tras un largo sufrimiento y, por supuesto, esfuerzos extraordinarios por parte de Madre para salvarle la vida. Pero no tengo los detalles precisos. Lo único que sé es que el pobre Lescano perdió dos dedos de la mano izquierda y su trabajo.
Los rumores y las injurias acosaron siempre a Rosalía y a sus monos y simios. Tras recibir el manuscrito de Almost Human para aprobar su publicación, en su respuesta Pierre Abreu demanda cambios para proteger la reputación de su madre:
Mi única objeción, como recordarás, estaba relacionada con la aplicación de “agua bendita” de Lourdes en la farmacopea de los simios, porque publicar eso podía provocar críticas vehementes de personas religiosas. Algunas de las historias que mi madre te contó son veraces, otras son exageradas o están distorsionadas por el afecto que sentía por sus mascotas.
Un artículo de la revista madrileña Estampa de enero de 1931 describe un episodio similar a “Los crímenes de la calle Morgue”, de Poe, ya que uno de los orangutanes de Rosalía, entrenado por ella misma en el servicio del salón comedor, estranguló al administrador en un ataque de celos por pasar demasiado tiempo junto a su querida ama. Abreu salvó al mono de que lo ajusticiaran, pues consideraba que aquel asesinato había sido un crimen de pasión.
Durante los últimos años de la vida de su madre, Pierre Abreu estaba cada día más preocupado por el comportamiento de ella. Como demuestran sus francas misivas a Yerkes, pretendía controlarla mediante cualquier medio a su alcance y le preocupaba su herencia:
En términos generales, estamos muy angustiados por su salud mental, que cada año resulta menos normal, y creemos que se encuentra a la merced de cualquiera que quiera hacerle creer que “ama” a los animales en general y a los monos en particular […]. Aunque odie pensar en ello, es posible que algún día tenga que tomar las medidas necesarias para incapacitarla desde el punto de vista legal y así prevenir que haga una tontería.
Contrariado por compartir la finca con los animales de su madre, Pierre consiguió en dos ocasiones una audiencia con Gerardo “el Carnicero” Machado, el cruel presidente de Cuba (que, como el personaje homónimo de Valle-Inclán en Tirano Banderas, disfrutaba darles de comer periodistas a los tiburones), a quien Rosalía Abreu había legado su colección de animales.
La vida en la quinta se ha vuelto más incómoda de lo que ya era, si cabe. A mi hermana y a mi cuñado les cuesta acostumbrarse a la inmundicia y al hedor que invade la casa por los monos que duermen dentro. Ha sido necesario que me rebelase y amenazara con mudarme a un hotel vecino para que sacaran unos seis o siete monos de una habitación contigua a mi estudio. Habían ocupado el lugar recientemente y lo habían vuelto inhabitable.
Al morir su madre, Pierre dispuso que la mayor parte del zoológico privado de la familia fuese donado a Yerkes y transferido al Centro de Experimentos Antropoides de Yale que el profesor había establecido en Orange Park (Florida). Allí, contra la última voluntad de Rosalía Abreu, se llevaron a cabo prácticas experimentales como la extracción de embriones por cesárea y ovariectomías. Aquellos pocos simios cubanos que seguían con vida al estallar la Segunda Guerra Mundial fueron los que padecieron la peor suerte: fueron sacrificados como parte del “esfuerzo bélico” en el departamento de Neuropsicología de Harvard, en pruebas sobre los efectos de “la malaria, las lesiones cerebrales repentinas y la guerra química”.
Cada historia que encontraba en el archivo era más sorprendente que la anterior. Y había un elemento adicional. Yo había vivido en La Habana, pero nunca había oído hablar de Rosalía Abreu. En general, no muchas personas en Cuba o fuera de la isla conocen su legado. Robert M. Yerkes, en cambio, aun habiéndose convertido en un eugenista con simpatías por ciertos aspectos del nazismo, ascendió a prestigiosas cátedras, trabajó con el Gobierno y formó parte de comités de algunas de las instituciones más reconocidas del mundo. Entre tanto, Abreu fue vilipendiada como “la loca del desván”, pese a sus logros sin par. A medida que leía sin pausa el fascinante acervo de documentación que tenía en mis manos, empecé a tener la certidumbre —que no me tomaba del todo en serio— de que en la relación entre Abreu y Yerkes había algo, como en un microcosmos, de la dinámica de poder imperantes entre Cuba y Estados Unidos. Fue solo más tarde, en 2024 —100 años después de la llegada de Yerkes a La Habana—, que pude conocer a Aymée Borroto, filóloga e investigadora centrada en revitalizar la figura de Rosalía Abreu. Paso a paso fui dilucidando con ella no solo la importancia que tenía aquella mujer, sino también —en cierta medida— el porqué del silencio histórico: más allá de lo que realmente había hecho (y mucho) para Cuba, pesaba la leyenda que la envolvía, menospreciada, mal vista por buena parte de esas mismas personas contemporáneas que se aprovecharon de sus beneficios como filántropa y amante de la cultura y la ciencia.
Lo que supe con certeza, a medida que indagaba más en esta historia —que no tardó en convertirse en una especie de obsesión para mí—, es que ya no quería estudiar un doctorado sobre literatura cubana.
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En un artículo de Cosmopolitan de abril de 1930, intitulado “A Mansion for Monkeys: A Visit with One of the Strangest Women of Our Time” [“Una mansión para monos: visita a una de las mujeres más extrañas de nuestros tiempos”], el novelista T. Everett Harré escribe:
A las afueras de La Habana existe una vasta propiedad de selva tropical y jardines hermosos. En un fantástico palacio que vale millones de dólares reside una mujer misteriosa, casi legendaria. Considerada la más rica de América Latina, rehúye la compañía de la sociedad y lleva una vida reclusa, acompañada por la mayor colección de monos y simios antropoides del mundo. Se trata de la señora Rosalía Abreu.
Nacida el 15 de enero de 1862, Rosalía Abreu Arencibia era hija de Pedro Nolasco González Abreu y Jiménez y cobeneficiaria, junto a sus dos hermanas, de una descomunal fortuna familiar derivada de ingenios azucareros de la provincia de Villa Clara. En la década de 1890, Marta Abreu, una de las hermanas de Rosalía, donó 40 000 dólares (equivalentes a casi un millón y medio de dólares actuales) a la causa de la independencia cubana de España (eso sí: Rosalía contribuyó con 50 000 dólares, la suma más grande donada por cualquier mujer). Marta se casó después con Luis Estévez, quien en 1902 se convirtió en vicepresidente de la primera República cubana.
Tras pasar su infancia en Santa Clara, Rosalía repartió su tiempo entre Nueva York y París, donde se casó y donde nacieron sus hijos. Su hija Rosalía, conocida desde siempre como Lilita, tendría una relación difícil con su madre y se convertiría en musa de los poetas franceses Jean Giraudoux y Saint-John Perse, este último galardonado con el Premio Nobel de Literatura, que dedicó a Lilita Abreu su obra más perenne: “Poema a la extranjera”. (Más tarde, ambos escritores tendrían un papel fundamental en la difusión de los mitos sobre la vida de la excéntrica madre de Lilita.)
A principios del siglo xx Rosalía se separó de su marido y regresó a su país natal, donde había heredado la Quinta Palatino, más conocida como Las Delicias, la residencia almenada que hacía las veces de casa familiar de fin de semana en lo alto de la Calzada de Palatino, en el barrio El Cerro de La Habana. Ya para entonces Abreu se había convertido en miembro de la alta sociedad internacional. El simbolista francés Paul Adam, de visita por aquella época, la celebraba así en Vues d’Amérique:
En torno a esta dama de singular inteligencia, activa y sensible, la elite cubana se reúne alegremente en esta finca donde convive la vegetación de los trópicos con las especies raras habidas y por haber, los árboles magníficos, todas las plantas extrañas y las palmeras donde anidan unos diminutos buitres negros propios del país. Las galerías del palacio, bajo amplias arcadas, se abren a este parque de Las mil y una noches.
Abreu fue la primera cubana en volar en avión, y sus opulentas fiestas de sociedad son fuente de leyenda. La noche posterior a una de ellas, Las Delicias fue arrasada por un incendio; mandó que se reconstruyese poco después con un estilo neogótico fortificado. Los nuevos jardines se diseñaron como una reproducción de Versalles en miniatura, y las estatuas se encargaron a importantes escultores franceses. Los recitales y bailes de máscaras se sucedieron sin cesar. No era raro ver a eminencias como Hubert de Blanck tocar el piano vertical alemán —que perteneciese antaño a Carol I, rey de Rumania— en una de las salas de recepción del palacio, unos salones iluminados por lámparas Tiffany y adornados con tapices del Segundo Imperio, cuyas paredes estucadas alguna vez resonaron con la primera interpretación de la icónica habanera Tú, de Eduardo Sánchez de Fuentes.
Aunque provenía de una ilustre familia criolla, cuyos miembros de forma mayoritaria habían respaldado con sano juicio la independencia de la isla, Rosalía, a diferencia de su hermana, era una ferviente proestadounidense y parece ser que habría apoyado toda la vida las intervenciones políticas de aquella potencia en Cuba. La casa nueva estaba adornada con gigantescos lienzos que representaban escenas de la Guerra Necesaria —la Guerra de Independencia librada contra España— durante el siglo XIX: obras de arte que incluían (no sin controversia) La batalla del cerro San Juan, de Armando García Menocal, que mostraba a Theodore Roosevelt, amigo personal, al frente de la carga de sus Rough Riders.
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Esta es la recóndita mansión que más tarde describió Everett Harré en Cosmopolitan: un sitio de extraños sucesos, presidido por una hacendada que se volvió reacia a la compañía de los humanos, una heredera cuyas extravagancias jamás dejaron de agitar las malas lenguas habaneras:
Muchas cosas raras se pueden oír en La Habana sobre la señora Abreu. Guapa, admirada, popular sea en Cuba como en las capitales de Europa hace 30 años, esta mujer se retiró extraña y repentinamente de los placeres sociales, de todo aquello que la riqueza y una alta posición le permitían disfrutar, para recluirse en lo que prácticamente se ha convertido en un reino de simios.
Dicen que Abreu, de niña, animada por un padre al que adoraba, había tenido una paloma como mascota, un perro mexicano sin pelo —un xoloitzcuintle— y, más tarde, un colibrí. Pero no fue hasta la treintena, después de haber regresado a Cuba tras tener cinco hijos, que su hábito por el coleccionismo menos ortodoxo tomó vuelo. Cuando Everett Harré encontró a Rosalía en 1930, el año de su muerte, documentó que el jardín en terrazas de estilo italiano de la mansión estaba lleno de “guacamayos, loros, canarios, pavorreales, pavos, águilas, gallos japoneses con colas de tres metros, ciervos, un oso, conejos, un caimán y perros en representación de cada nación”. Abreu había pagado recientemente los vitrales de El Cobre, en el oriente del país: el santuario nacional que es la Lourdes de Cuba, cuya Virgen es tan venerada como la Virgen de Guadalupe en México o la Virgen del Rocío en España (cuando Everett Harré vio a la rica heredera por primera vez, estaba inmersa en una conversación con un grupo de monjes franciscanos residentes que vestían hábito). El novelista señala que en una oportunidad Rosalía llevaba un elefante indio de Singapur, para el cual había encargado un estanque de casi media hectárea, escondido en la cabina de un barco a vapor.
Por lo que más se recuerda a Rosalía Abreu, no obstante, es por las criaturas que llevaron a la Quinta Palatino a ser conocida todavía hoy como la Finca de los Monos. La historia se remonta a la Francia de 1894, cuando compró su primer mono, un macaco, en Biarritz. En pocos años adquirió en Cuba un repertorio de gibones, orangutanes, chimpancés, monos búho, monos ardilla, monos araña, monos aulladores, monos lanudos, monos Rhesus, monos verdes, macacos cola de león, un wau-wau, titís, guenones, dos raros ejemplares de simios negros de las Célebes, 10 babuinos y dos mandriles. En febrero de 1928, la revista Time contó 130 monos y simios (de unas 25 especies distintas) de Borneo, el Congo, Sierra Leona, Centro y Sudamérica y Gibraltar. Había 50 jaulas en semicírculo a unos 30 metros de la terraza de la finca, atendidas por 18 cuidadores a tiempo completo. La bailarina Isadora Duncan, de visita en 1916, describió cómo Rosalía
recibía a los invitados con un mono en el hombro y de la mano de un gorila […]. Era una mujer muy hermosa, de ojos grandes y expresivos, culta e inteligente, que acostumbraba a reunir en su casa a las figuras más rutilantes del mundo de la literatura y el arte.
Las primeras notas publicadas en el mundo sobre la actividad sexual de los chimpancés, su nacimiento y desarrollo se tomaron de los animales de Abreu, así como las primeras fotografías de carácter científico de monos. A la vez, una “personalidad de excentricidades estrafalarias, [y] objeto de especulaciones e infundios extravagantes entre su propia gente”, en los términos de Everett Harré, su precursora colección de primates llevó a Abreu a convertirse en “amiga y confidente de algunos de los científicos más importantes sobre la faz de la tierra”. No era para menos: Abreu fue la primera persona en reproducir un chimpancé en cautividad y criar su descendencia, y la primera en realizar un estudio exhaustivo sobre el cuidado de los primates cautivos, en particular, de los simios.
Los grandes simios —homínidos sin cola entre los que se incluyen gorilas, chimpancés, humanos y orangutanes— siempre nos han fascinado por comportamientos que a menudo evocan, e incluso son equivalentes, a los nuestros, seres humanos. Pero los animales de Abreu eran mascotas, no eran sujetos de experimentación. El éxito sin parangón (en aquel momento, eran pocos los grandes simios que habían sobrevivido un tiempo prolongado en cautiverio y casi ninguno se había reproducido) que tuvo en la cría de simios y monos se atribuyó al amor incondicional que les profesaba a estas criaturas.
Belle Benchley —conocida como “la Dama del Zoológico” por haber sido pionera en la dirección del Zoológico de San Diego entre 1927 y 1953— acudió a Abreu al principio de su carrera para que la orientara sobre los orangutanes, especie que, como el chimpancé, se reprodujo por primera vez con éxito en la Quinta. En My Friends the Apes (Mis amigos los simios), describe a Abreu como una persona “saturada de la vida social y política de Europa y Cuba, que había desarrollado en cambio un interés intenso, casi fanático, por los monos y los simios. Esto la hizo famosa”. Benchley retrata una visita a la Quinta, en la que Abreu
empleaba sirvientes nativos para cuidarlos, pero ella misma hacía buena parte incluso del trabajo más duro. Nunca superaré la sorpresa de sentarme en su fastuoso salón y adivinar a través de la luz cómo el corpulento sirviente negro subía lentamente las hermosas escaleras de mármol con un chimpancé joven sentado en su hombro y llevando a otro de la mano. Más tarde, madame Abreau [sic] me contó que compartía su dormitorio con aquellos dos en particular.
En My Animal Friends (Mis amigos animales), C. Emerson Brown cuenta:
Hizo mucho por la investigación de los simios antropoides, y sus conocimientos y sinceridad de propósito en este sentido han demostrado ser de gran valor para la ciencia. Cuando visité su finca por primera vez en 1929, antes de su muerte, me habló de su profunda convicción de que los simios tienen sentidos inusuales, de los que carece el ser humano. Por ejemplo, creía que tenían una vista poderosa, similar a los rayos X, que les permitía ver a través de sustancias sólidas, como tabiques de madera […]. Incluso la impresión religiosa, decía, era posible para sus pupilos y podía demostrarse con experimentos reales.
Es cierto que los primates muestran equivalencias con los conceptos humanos de razón, lógica matemática, aptitud para el lenguaje, conciencia de sí mismos, capacidad para engañar y quizá pruebas de (al menos lo que algunos de nosotros, humanos primates, hemos decidido que es) un sentido de moralidad o justicia retributiva. Rosalía Abreu, sin duda, estaba convencida de que los monos tenían alma. Además, vestía a algunos de sus animales, permitía que sus favoritos durmieran en la casa y dirigía en oración en una pequeña capilla familiar, que estaba situada en sus terrenos, a los que mostraban “promesa espiritual”.
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Remontemos el relato. A finales de abril de 1915, decía, se hizo historia en la Quinta Palatino. Una de las chimpancés de Abreu dio a luz. Tres meses después, Robert M. Yerkes, un profesor que estaba a punto de alistarse en el Ejército de Estados Unidos, le escribió para preguntarle por sus métodos de cría de simios, y le expresó su deseo de visitar La Habana. No fue el único interesado. Un mes más tarde Abreu recibió la siguiente consulta, aparentemente lasciva, de uno de los fundadores de la investigación médica, el Premio Nobel Iliá Méchnikov, del Instituto Pasteur de París:
¿Cuál es el procedimiento por el que el macho accede al coito con la hembra? ¿Cómo se comporta él al adoptar su posición particular? ¿Muestra ella algún tipo de coquetería? ¿Continúan las cópulas durante el embarazo? ¿O la hembra deja de aceptar al macho? ¿Acaricia este a la hembra antes y después del acto?
Robert M. Yerkes fue un precursor de la psicología comparada en una época en la que diversas vertientes de la investigación del comportamiento, como la psicobiología y la etología —el estudio del comportamiento animal—, se esforzaban por abrirse camino a través del campo de la primatología que, en sí misma y como disciplina propia, no pasó a primer plano hasta los años cincuenta.
Yerkes fundó el primer laboratorio de experimentación con primates de Estados Unidos. Profesionalizó en solitario el estudio de los simios mediante pruebas a largo plazo en condiciones controladas; sus experimentos iniciales fueron con un orangután joven y, un año después de escribirle a Abreu, publicó su primera e influyente monografía The Mental Life of Monkeys and Apes (La vida mental de monos y simios). Abreu respondió con efusividad a la carta de Yerkes, invitándolo a abrir una estación de investigación en La Habana e incluso ofreciéndose a costearla. Pero su propuesta de empresa conjunta se vio interrumpida por la Gran Guerra y, más concretamente, por el trabajo de Yerkes durante ese periodo. No volvería a visitar la Quinta hasta pasados nueve años.
Stephen Jay Gould, en La falsa medida del hombre, escribe cómo a principios del siglo XX la psicología seguía adoleciendo de falta de prestigio entre las ciencias; muchos psicólogos, por ejemplo, estaban exiliados en departamentos de filosofía o humanidades. Yerkes llegó a considerar las pruebas mentales, la cuestión del “potencial humano”, como una forma de corregir esta injusticia, un medio para que su campo saliera a flote. Lo que faltaba eran entornos rigurosos para realizar pruebas con acceso a suficientes pacientes, lo bastante diversos como para obtener datos representativos de la sociedad en general.
En ese sentido, la movilización masiva de la Primera Guerra Mundial fue una oportunidad para Yerkes: persuadió al Ejército para que le diera acceso a 1.7 millones de reclutas que servirían de prueba de ácido colectiva para sus incipientes teorías, iniciadas a partir del trabajo con simios. Más adelante afirmaría, con una buena dosis de arrogancia, que sus pruebas mentales habían “ayudado a ganar la guerra […] [y] demostrado su derecho a ser tomadas en serio en la ingeniería humana”. Lo cierto es que los militares consideraron los experimentos de Yerkes durante la guerra como una mera molestia: sus descubrimientos fueron ampliamente ignorados en un principio. No obstante, lo que sí que había logrado fue la primera prueba de inteligencia, por escrito, producida en serie.
A lo largo de su vida, Yerkes mantuvo la creencia en la inferioridad innata de la mayoría de los grupos oprimidos o desfavorecidos. Afirmaba que la inteligencia es, de manera uniforme, heredable y fácil de medir. Esta idea de clasificar a los grupos en función de algún parámetro de valor innato, como las pruebas de inteligencia, se ha denominado “determinismo biológico”. A lo largo de los siglos, a menudo los deterministas han extraído de la “ciencia” simplemente aquello que querían hallar, aprovechando las cualidades putativas del conocimiento objetivo de la disciplina (que se supone libre de contingencias sociales o políticas) para sus propios fines, respaldando prejuicios y, de forma deliberada o no, malinterpretando conjuntos de datos. Como en otros lugares, la “eugenesia”, como se ha denominado de forma genérica a este tipo de instrumentalización de la ciencia en pos del perfeccionamiento de la especie humana, se hizo cada vez más popular en Estados Unidos a principios del siglo XX, y no perdió adeptos hasta que se dieron a conocer los programas de esterilización masiva y purificación racial de Hitler.
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Yerkes llegó finalmente a Cuba en el verano de 1924, año en que fundó, bajo el auspicio de su Departamento de Psicología, el Laboratorio de Biología de Primates de Yale, dedicado a convertir a los monos en “siervos de la ciencia”. Lo acompañaba su séquito, compuesto por una secretaria, varios asistentes científicos, un fotógrafo y Chim, uno de sus dos adorados chimpancés —Chim pronto contrajo una neumonía y murió—. Almost Human, su relato clásico de varias semanas de estudio en la Finca de los Monos, se publicó al año siguiente. En esta obra, Yerkes comenta el terror que los simios de Abreu sentían por las armas, su odio a ser fotografiados y los hábitos de su ama, descritos de forma similar por Emerson Brown:
Ver cómo sacaban a estos enormes chimpancés de sus jaulas cada noche y los conducían por los imponentes escalones de piedra hasta su casa palaciega era un ejemplo notable del control que ejercía. Monos que podrían matar a media docena de hombres, amarrados con diminutas cadenas apenas capaces de sujetar a un perro pequeño, eran conducidos en silencio a una habitación del segundo piso, donde pasaban la noche.
En una solicitud de financiación datada en aquella época, Yerkes formuló en privado esta presuntuosa aserción:
Aunque nunca he pedido la aprobación formal de la declaración, estoy seguro de que ella [Abreu] cree como nosotros que el estudio científico de los primates es extraordinariamente importante como medio para aumentar la comprensión de los problemas de la vida y, en consecuencia, ampliar nuestro control sobre ella.
La Fundación Rockefeller no tardó en conceder 500 000 dólares (unos nueve millones actuales) al nuevo laboratorio de Yerkes, quien empezó a ser reconocido como el especialista en primates más importante del mundo.
Almost Human relata principalmente los estudios de Yerkes en La Habana, pero también trata sobre Alyse Cunningham —que había criado un gorila en su casa de Londres— y sobre la investigadora soviética Nadezhda Ladygina-Kohts, máxima defensora de la psicología comparada entre chimpancés y bebés humanos. En The Great Apes: A Short History (Los grandes simios: una historia corta), Chris Herzfeld explica que Ladygina-Kohts trabajaba en el departamento de Zoopsicología Darwiniana de Moscú —donde Yerkes fue a visitarla en 1929—. Sus descubrimientos se basaban en los proyectos pioneros, aunque heterodoxos, de Iliá Ivánovich Ivanov, precursor de la inseminación artificial. En 1917 Ivanov había recibido la aprobación oficial de los bolcheviques para su trabajo —Lenin se había interesado personalmente en él—, orientado a demostrar el “potencial para la mejora de la humanidad” por medio del progreso científico. Muchos en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, como en Estados Unidos y en otros países, aún se negaban a creer que los humanos pudieran compartir un antepasado común con los simples simios. Con una lógica inexorable, surgió una propuesta soviética para crear un híbrido entre chimpancé y humano como prueba indiscutible de la teoría darwiniana y, de manera implícita, para derrumbar los anatemas del zarismo tradicionalista y la Iglesia ortodoxa rusa. Nikolái Gorbunov, comisario del partido, que había sido secretario de Lenin, facilitó y obtuvo fondos para los experimentos de Ivanov. (Se ha llegado a decir que detrás de esta iniciativa estaba el deseo de Stalin de crear un batallón de infantería mestizo, al estilo de El planeta de los simios, para enfrentarse a los ejércitos fascistas y liberales de Europa y Estados Unidos).
Primero en San Petersburgo y luego en París, Ivanov intentó fecundar hembras de chimpancé con esperma humano, pero no lo consiguió. Más tarde continuó sus esfuerzos, esta vez de noche, en un laboratorio improvisado en Guinea, empleando “voluntarios” locales engañados. En junio de 1926, The New York Times se hizo eco de estos ensayos y publicó el clamoroso titular “Soviet Backs Plan to Test Evolution” (“El Gobierno soviético respalda un plan para demostrar la evolución”); el presidente de la Asociación Americana para el Avance del Ateísmo declaraba: “Confiamos en que puedan producirse híbridos y, si todo va bien, la cuestión de la evolución del ser humano quedará demostrada para contento de los antievolucionistas más dogmáticos”. Ivanov atribuyó sus fracasos iniciales en la fecundación de prisioneras en Moscú al escaso rendimiento del esperma de chimpancé que había estado previamente congelado. Así que, bajo la autoridad del Instituto Soviético de Patología y Terapia Experimental, envió cuatro chimpancés y un orangután a Sujumi, a orillas del Mar Negro, donde había establecido la primera estación de cría de primates del mundo. Pero, en 1928, cuando estos simios sementales expiraron en rápida sucesión, y percibiendo que Stalin se impacientaba ante su falta de avances, Ivanov suplicó a Rosalía Abreu, solicitándole un “espécimen macho, robusto y viril” que asegurara la inseminación de al menos una de las cinco hembras humanas voluntarias que esperaban valerosamente en Sujumi.
Abreu accedió con gusto a la petición de Ivanov, aunque se vio obligada a retractarse de su apoyo al recibir amenazas de muerte del Ku Klux Klan, que aborrecía este experimento “abominable para el Creador”. En noviembre de 1930, entre sus instrucciones póstumas para la dispersión de sus mamíferos, Abreu precisó que seguía sin mantener “ninguna objeción al cruce de chimpancé macho con Homo hembra”. Un mes después de su muerte, Ivanov cayó en desgracia ante Stalin, fue arrestado y enviado a un gulag en la actual Kazajistán. Gorbunov, su facilitador en el partido, fue más tarde purgado por un pelotón de fusilamiento y, por si fuera poco, el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos de la Unión Soviética persiguió a las cinco jóvenes abjasias (naturales de la ciudad de Sujumi, en el Mar Negro) que se habían ofrecido, con tanto patriotismo, como voluntarias para engendrar lo que podría haberse convertido en el invencible e infrahumano ejército simio de Stalin, y las ejecutó a todas. El alucinado pasaje de la historia ha sido documentado ampliamente por investigadores como Kirill Rossiianov y analizado por Eric Michael Johnson en Scientific American.
Se dice que la película King Kong (1933), esa clásica representación alarmista del mestizaje representado como simio mutante, “ni bestia ni hombre”, se inspiró en este estrambótico episodio. Es difícil de comprobar. En todo caso, hay una sorprendente concurrencia entre estos intentos de mestizaje en la vida real entre grandes simios humanos y no humanos y obras de ficción como la influyente película de Erle C. Kenton La isla de las almas perdidas (1932), y la novela de H. G. Wells en la que esta se basa. Ambas describen una isla remota gobernada por un Frankenstein demente, el doctor Moreau, que crea una raza servil de híbridos de gorila y humano como, de nuevo, siervos de la ciencia. Estos desafortunados seres amalgamados terminan rebelándose contra los atroces experimentos que se llevan a cabo con ellos en la Casa del Dolor, la estación de investigación de Moreau, situada en lo alto de una colina o un cerro.
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Los 15 años de intercambios entre Yerkes y Rosalía Abreu, que se conservan en los archivos de Yerkes en Yale, muestran dos personalidades muy distintas. Rosalía tenía 62 años cuando recibió por primera vez la visita de Yerkes, quien entonces contaba cuarenta y tantos y empezaba a labrarse un nombre. Los resultados de sus pruebas durante la Primera Guerra Mundial acababan de ser recopilados y publicados como “Eugenic Bearing of Measurements of Intelligence” (“Relevancia eugenésica de las mediciones de la inteligencia”, 1923) y Psychological Examining in the United States Army (Exámenes psicológicos en el Ejército de Estados Unidos); combinados, tendrían implicaciones duraderas en la política social y la demografía de Estados Unidos.
Tanto Yerkes como Ivanov, en el mismo momento, se esforzaron por construir un hombre nuevo en sus respectivos países, aunque con fines ideológicos divergentes. La experiencia de Abreu fue un recurso primordial. El intelectual cubano Jorge Mañach, cuando escribió en El País sobre la lectura de Almost Human, observó con perspicacia que los países pequeños a menudo solo pueden hacerse notar mediante actos grandiosos y extravagantes. Mañach arremetió contra sus compatriotas por ridiculizar constantemente a Rosalía Abreu, destacando sus logros y cómo habían honrado a Cuba: “Observen cómo puede forjarse una patria incluso mediante la cría de monos”. A pesar de que los animales de Rosalía se mantenían como mascotas, sin el deseo de hacer de ellos, en palabras de Yerkes, “siervos de la ciencia”, la influencia de sus éxitos tuvo una repercusión duradera.
Yerkes, por su parte, se dedicó en su día a utilizar la investigación genética y los procedimientos selectivos para fabricar un ser humano “más perfecto”. Al fin y al cabo, como aprendió de Rosalía Abreu, si se podía hacer que los simios ampliaran su comportamiento desde el mero instinto hacia la conciencia, sin duda se podría mejorar la humanidad. Pero lo que extrajo de sus pruebas en tiempos de guerra, lo que decidió extraer de sus propios datos, tenía connotaciones, por decir lo menos, inquietantes. Podemos hacernos una idea aproximada al leer las siguientes líneas de Almost Human:
Es curioso que África, continente rico en variedades relativamente primitivas de la especie humana, sea también el hogar de los tipos más elevados de simios antropoides y de infinitas especies de monos. El negro y el chimpancé parecen reconocer en el otro similitudes que atraen y diferencias que repelen.
En los años treinta, e incluso durante la Segunda Guerra Mundial, proliferaron las sociedades e iniciativas que promovían el estudio de la eugenesia “negativa”, que buscaba eliminar características humanas —en contraste con la eugenesia “positiva”, que aún es popular hoy—. El propio Yerkes consideraba que Estados Unidos se estaba quedando atrás en ese campo y que se le habían negado posibilidades de capitalizar y ampliar sus estudios anteriores, hasta el punto de que
Alemania nos lleva una extensa ventaja en el desarrollo de la psicología militar […]. Los nazis han conseguido algo que no tiene parangón […], lo que ha ocurrido en Alemania es la secuela lógica de [mis] servicios psicológicos y de personal en nuestro propio Ejército entre 1917 y 1918.
El ayudante de Yerkes, E. G. Boring, había extrapolado a partir de los datos de las pruebas que la edad mental del varón blanco norteamericano medio era de “13 años”: menos de lo que se pensaba con anterioridad y rondando el límite —entre los ocho y 12 años— de los puntos de referencia oficiales para la “imbecilidad” adulta. Este hallazgo, interpretado de forma reduccionista, se convirtió en un grito de guerra para los eugenistas agoreros, que lo consideraban una prueba positiva de que la inmigración procedente del sur y del este de Europa estaba debilitando un “tronco nativo robusto” y, por supuesto, del mestizaje provocado por la mezcla “deletérea” de sangre negra.
Según su esquema, el ruso medio tenía una edad mental de 11.34, es decir, dentro de la franja de los imbéciles; el italiano, 11.01; el polaco languidecía en la poco halagüeña calificación de 10.74. De ahí que Yerkes llegara a la conclusión de que los futuros inmigrantes europeos podían ser clasificados por su país de origen, pues la “supremacía natural” de los europeos “nórdicos” y occidentales contaba ahora con respaldo científico. Los hombres negros, indiferenciados por nacionalidad u origen, fueron los peor parados, con una edad mental media de 10.41 años, de acuerdo con las pruebas del estadounidense. Yerkes observó que
el negro carece de iniciativa, muestra poco o ningún liderazgo y no puede aceptar responsabilidades. Algunos señalan que estos defectos son mayores en los negros del sur […]. Los hurtos y las enfermedades venéreas son más frecuentes que entre las tropas blancas.
El eminente profesor advirtió que “ninguno de nosotros, como ciudadanos, puede permitirse ignorar la amenaza del deterioro racial o las evidentes relaciones de la inmigración con el progreso y el bienestar nacionales”.
La metodología de las pruebas de inteligencia de Yerkes, como han demostrado Stephen Jay Gould y otros, era, por supuesto, defectuosa a profundidad. Supuestamente pretendían demostrar la “capacidad intelectual nativa” sin tener en cuenta los logros o niveles previos de educación. Pero, debido a la forma en que estaban formuladas las preguntas, para obtener una buena puntuación era necesario contar con una educación básica y un conocimiento previo de la cultura estadounidense. Es comprensible que los nuevos inmigrantes, con bajo nivel de inglés, y los sectores de la sociedad ya marginados o excluidos por la pobreza obtuvieran malos resultados. Las clasificaciones raciales de Yerkes —“ingleses, escandinavos y teutones”, por un lado; “eslavos y latinos”, por otro—, eran poco científicas, confusas y delataban sus prejuicios latentes. Lo que es aún más triste: iban a jugar a favor de poderosas facciones hereditarias de la élite de Washington. Sus pruebas influyeron en el grupo de presión que permitió que se aprobase la Ley de Inmigración de 1924. Los debates del Congreso que precedieron a la aprobación de esta ley hicieron referencia constante a los datos de Yerkes y llevaron al establecimiento por primera vez de cuotas nacionales de inmigración. Henry Fairfield Osborn, entonces presidente del Museo Americano de Historia Natural, escribió sobre las pruebas de Yerkes:
Hemos aprendido de una vez por todas que el negro no es como nosotros. Lo mismo hemos aprendido con respecto a muchas razas y subrazas de Europa: algunas [léase judíos], que creíamos poseedoras de una inteligencia quizá superior a la nuestra, eran en realidad muy inferiores.
“América debe seguir siendo americana”, enunció el presidente Calvin Coolidge antes de firmar la entrada en vigor de la Ley de Inmigración.
Se calcula que, entre 1924 y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, hasta seis millones de europeos del sur, del este y del centro —incluidos, naturalmente, innumerables judíos que deseaban escapar del nazismo— no encontraron asilo en Estados Unidos a causa de esta ley. Su aprobación significó, en opinión de Gould, que “los eugenistas pelearon y se anotaron una de las mayores victorias del racismo científico en la historia de Estados Unidos”.
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They built us in the House of Pain
high up on the Hill
sometimes things go wrong
so they’re experimenting still.
But we are still evolving
while they are standing still
one day we’re gonna go and take
the house upon the hill!
Nos crearon en la Casa del Dolor
en lo alto de la colina
porque las cosas a veces salen mal
siguen con experimentos todavía.
Nosotros evolucionamos hoy día
ellos son los que se quedan tiesos
¡iremos un día y conquistaremos
la casa en la colina!
“ISLAND OF LOST SOULS”, THE TALL BOYS (1982)
A la luz de la luna llena, como aún pueden contar los residentes del barrio habanero de El Cerro, los monos salen a bailar.
Estamos a finales de 2019, es la noche en la que, por fin, podré satisfacer mi deseo de visitar la Quinta Palatino en persona. La semana antes de mi llegada, a tiempo para las festividades por el quingentésimo aniversario de La Habana, los terrenos de la casa de la familia Abreu en la cima de El Cerro se abrieron al público por primera vez. En las nuevas verjas perimetrales de hierro se ha grabado el nuevo nombre “oficial” de la mansión: Finca de los monos: Palacio tecnológico.
Gloria Swanson solía visitar La Habana en los años veinte, y quizá por eso, al detenerme ante un viejo almendrón de la época de Eisenhower, a las puertas de la finca, me siento realmente como el guionista de Sunset Boulevard entrando en la propiedad de una Norma Desmond cubana. (En cualquier momento espero que aparezca un mayordomo, con un inquietante acento centroeuropeo, y me introduzca en la mansión donde encontraré —como en la secuencia inicial de la película— a su decadente propietaria sumida en el luto por un chimpancé fallecido, que yace en su féretro.)
Pedro Abreu, nieto de Rosalía, el último miembro de la familia que habitó la Quinta, era famoso por tener allí a una leona adulta llamada Dalila. Los Abreu dejaron Cuba, con destino a París y Roma, tras la Revolución de 1959, cuando muchas de sus propiedades fueron expropiadas. La finca estuvo semiabandonada durante años, antes de convertirse en el Palacio de los Matrimonios, disponible para las parejas que deseen celebrar sus nupcias en un entorno memorable, entre ruinosos salones de banquetes y terrenos cubiertos por la maleza, y el Palacio de Pioneros, bajo la dirección de la Unión de Jóvenes Comunistas y la Organización de Pioneros “José Martí”.
Llego y veo que todavía están en marcha las obras del nuevo Palacio Tecnológico, un espacio híbrido para niños que también funciona como parque temático en miniatura, con restaurantes al aire libre de estilo indio y pasarelas elevadas. Deambulando en solitario por el recinto, me encuentro con el administrador, Iván Azurdia, que me acompaña a visitarlo. A ambos lados de la entrada de la casa, se yerguen gigantescas estatuas animatrónicas de gorilas de goma de ocho metros de altura —moldeadas especialmente en Sichuan, China—. Junto a la pequeña capilla donde Rosalía reprendió una vez a sus “penitentes” mascotas con un rosario —y donde, en 1930, yacía su propio cuerpo embalsamado, a la espera de que sus hijos regresaran de París para el funeral—, dos chimpancés esculpidos están sentados en taburetes. Llevan auriculares y al parecer están metidos de lleno en una partida de ajedrez. Varios simios amenazadores asoman entre los matorrales, entre ellos un albino de gran tamaño y pelaje rosa fluorescente. Dos obreros están soldando un cerco protector de hierro a una fuente profunda repleta de renacuajos, coronada en su centro por un mono trovador de tamaño natural que canturrea por un micrófono. Iván me conduce hasta un chimpancé gigante, a cuatro patas, que vigila la entrada a una enramada cubierta de maleza. Al enchufarlo, chilla desconsoladamente y mueve la cabeza de un lado a otro. (Ahora me doy cuenta de que incluso los dos gorilas gigantes, a ambos lados de la porte-cochère de la mansión, están mecanizados y emiten gruñidos bajos a intervalos regulares.) En la entrada hay una pequeña placa que informa que aquí, en noviembre de 1989, se expusieron los restos de los hombres caídos en la guerra de Cuba en Angola.
Los salones de la finca, elegantemente restaurados, han sido amueblados con un bar de jugos, estridentes videojuegos estilo arcade, una mesa de hockey sobre hielo y demás consolas aparatosas. Murales con chimpancés vestidos de humanos cubren las paredes. Ascendemos por la escalera que sube en espiral por el interior del torreón de la azotea y contemplamos las estupendas vistas de La Habana y, más allá, una panorámica ininterrumpida del estrecho de Florida. Al descender por la escalinata de mármol de la Quinta, con balaustrada de volutas de acanto labradas en bronce que conduce al vestíbulo de entrada, trato de imaginar cómo sería ser arrastrado de los pelos, como le ocurrió a Rosalía en una ocasión, por las garras de un orangután furioso que había roto sus cadenas. Mirando hacia arriba, antes de salir al aire libre, me detengo a admirar un lienzo majestuoso, en mal estado, que llena el enclave curvo sobre las puertas principales. Se trata de la Batalla de Coliseo, la representación de Armando García Menocal, uno de los artistas más importantes del país, de una victoria decisiva contra los españoles liderados por Máximo Gómez y Antonio Maceo en 1895. Es la única obra de este tipo que se conserva de García Menocal en una residencia privada. Un regimiento montado de mambises, los irregulares nacionalistas cubanos, vigilan un campo de batalla, donde el general Gómez, quien más tarde apoyaría la candidatura del cuñado de Rosalía para vicepresidente de la nueva República, apunta con una pistola a su contraparte española, que se rinde.
Rosalía Abreu recurrió a los servicios de un eminente cirujano que había luchado a las órdenes de Gómez —y que más tarde escribiría su biografía— cuando sus monos enfermaron. El doctor Benigno Souza y Rodríguez, quien en su día atendió las necesidades médicas de las fuerzas independentistas cubanas, operó a las mascotas de Abreu. Al preguntar por qué no hay información sobre la historia del edificio ni sobre su antigua propietaria, se me responde con aseveraciones —quizá por confusión con su hermana Marta— sobre la indiscutible condición revolucionaria de Rosalía, sobre la necesidad local de un espacio popular de verdad, concebido sobre todo para niños y familias. He escuchado rumores sobre una reunión, a principios de 2019, de un comité de planeamiento urbano, en la que se plantearon objeciones a la propuesta —del todo seria— de encargar nuevos murales, que representarían a figuras del ejército mambí cubano del siglo XIX en forma de monos marchando al paso del Ejército Revolucionario de Fidel Castro.
La restauración de los terrenos de la finca al estilo de un parque de atracciones, desprovista de cualquier detalle verdaderamente informativo de una historia que apenas necesita adornos, es sintomática de la relación insegura de Cuba con su pasado prerrevolucionario, con todas las instituciones y narrativas que esta convulsión eliminó y que ahora, con cautela, intenta reincorporar. Esta miscelánea surrealista que se expone hoy en la finca, su diorama de juguete, cuya iconografía se superpone a un continuo insurreccional —un arco ininterrumpido desde la resistencia indígena hasta la misión internacionalista de la revolución en Angola, pasando por la dominación española— es característica de la aspiración del Gobierno por apropiarse de todos y cada uno de los episodios del pasado de la nación en una secuencia progresista y materialista.
Al salir de la Finca de los Monos aquel día recordé la respuesta de Abreu a T. Everett Harré cuando le prometió que le enviaría su última novela: “No leo libros. ¡¿Leer romances!? Me pregunto qué romance podría escribir usted que yo no haya vivido. ¡La vida es aún más insólita que los libros… sí, sí!”.
Fotografía del chimpancé: Robert Mearns Yerkes Papers (MS 569). Manuscripts and Archives, Yale University Library. Fotografía de Rosalía Abreu: tomada por JS Tennant de un retrato en la Casa de la Ciudad, Santa Clara, Cuba.
Habaneros, casi humanos y sacrificados siervos de la ciencia del siglo XX.
En una casa de la colina, una vieja mansión de La Habana, quedan rastros de la vida de un clan: 130 monos y primates que estuvieron alguna vez, durante la primera mitad del siglo XX, bajo el manto protector de una mujer extraordinaria: Rosalía Abreu. Lo que ocurrió en esa finca dio pie a capítulos en la historia de la ciencia, la cultura y hasta del desarrollo demográfico mundial que muchos quisieran olvidar.
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Hace unos años, antes de empezar un doctorado en el Reino Unido, pasé una temporada como becario de investigación en el departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Yale. Ya por entonces hacía unos 20 años que viajaba a Cuba con cierta frecuencia y mi área de estudio eran las descripciones del espacio urbano de La Habana en la literatura contemporánea. Una tendencia innata a la procrastinación me llevó a investigar las vastas colecciones sobre Cuba de la biblioteca de la universidad, llamado por pura distracción por aquí o a golpe de clic por allá, alejándome de aquellos libros y archivos en los que me tenía que centrar. A través del catálogo digitalizado me di cuenta de la existencia de un importante archivo científico de principios del siglo XX que estaba relacionado, de alguna manera, con Cuba. Durante los días siguientes, mientras pedía cajas y cajas de borradores manuscritos, recortes de periódicos y revistas, álbumes de fotografías y una correspondencia inédita que abarcaba unos 40 años, me sumí, fascinado, en una historia verídica más fantástica que cualquier obra de ficción.
El primer documento del archivo era una carta manuscrita, enviada desde el laboratorio de Psicología de la Universidad de Harvard en el verano de 1915:
Mi querida señora Abreu:
Estoy profundamente interesado en el estudio de los hábitos, el instinto y la inteligencia de los simios antropoides (especialmente el orangután y el chimpancé), y al conocer su éxito en el cuidado de varios de ellos en su finca de La Habana me tomo la libertad de escribirle para pedirle información. En primer lugar, me gustaría saber si ha conseguido reproducirlos en cautiverio y, de ser así, ¿en qué condiciones?
El autor, Robert M. Yerkes —un psicólogo estadounidense que llegaría a ser director del departamento de Psicología de Yale, pero que hoy es conocido por sus pioneros trabajos en primatología, sus avances en psicología comparada, y sus coqueteos con la eugenesia—, se tomaría ciertas “libertades” con Rosalía Abreu, la destinataria de la carta, una heredera cubana célebre por el celo con el que se apartó de la vida social. El tono indiferente e impersonal de la misiva y la naturaleza transaccional de sus requerimientos contrastan nítidamente con las respuestas efusivas y profusas de Abreu. Yerkes estaba disimulando su admiración. No cabe duda de que sabía que en abril de aquel año la historia se había empezado a escribir en la mansión de Abreu, a las afueras de La Habana. Una de las monas que Abreu tenía como mascotas había parido. Era el primer parto de una chimpancé en cautiverio del que se tuviese noticia. Hasta ese momento, ningún científico o zoológico había logrado semejante proeza: aquello sacudió los cimientos del mundo de la zoología y fue objeto de efusivas felicitaciones de los investigadores más destacados de la época.
El año en que la atención del mundo entero se concentraba en la Primera Guerra Mundial, este intercambio epistolar inauguraba —cada día me convencía más de ello— una de las relaciones más extrañas del siglo xx. Se trataba de una historia que incluía acusaciones de demencia, eugenesia, tentativas para crear un híbrido entre humanos y simios, gulags soviéticos, ejecuciones, la primera prueba de coeficiente intelectual de producción en masa en el mundo, la colección privada de monos y simios más grande del planeta, amenazas de muerte del Ku Klux Klan y el racismo científico que alteraría la composición demográfica de Estados Unidos.
Desde 1915 hasta la aparición de un cuaderno azul de páginas dobladas anotado con la cursiva de Yerkes, “Registro diario de trabajo antropoide en La Habana (Cuba) julio/agosto de 1924”, el archivo no contiene más información. Pero fue durante este periodo de estudio, en la extensa colección zoológica de Abreu, cuando se consolidó la relación entre el psicólogo y la heredera. La correspondencia entre los dos se mantuvo hasta la muerte de Abreu en 1930 y, a partir de entonces, hasta su propia defunción en la década de los cincuenta, entre Yerkes y Pierre Abreu, hijo de Rosalía. A partir de ese cuaderno de notas, Yerkes escribió en 1925 su libro Almost Human (Casi humano), un trabajo precursor de lo que hoy se conoce como primatología.
Las cajas contienen fotografías originales de Abreu, de su mansión almenada y de sus extensos terrenos, de numeroso personal y de cuidadores de animales. Una de las imágenes muestra un singular retrato al óleo, enmarcado en un bastidor dorado, de una chimpancé de gran porte, que se encuentra sentada, orgullosa, en una silla que parece un trono, sosteniendo a su cría a la manera de una madona con niño del Renacimiento. El cuadro fue encargado para conmemorar el histórico nacimiento de Anumá, nombrado así en honor del dios mono hindú (Hanumân), el primer chimpancé nacido en cautiverio fuera de África. Este cuadro era, como llegué a entender, el testimonio de los atributos espirituales que Rosalía Abreu les confería a los simios a su cargo.
Durante horas, pasando páginas en la biblioteca de Yale, seguí la narración de Pierre sobre el final prematuro del pobre Anumá, aquel involuntario Cristo de los simios, y su agónica muerte por los estigmas de unas heridas mortales:
De Madre hace meses que no tengo noticias de primera mano. Solamente a través de amistades que me han escrito me hago una idea general de la tragedia de este verano. Pero quizás ni tú tengas conocimiento del accidente al que me refiero. Parece ser que Lescano [uno de los cuidadores de los monos], hoy inmortalizado en el frontispicio de Almost Human, sufrió una mordedura muy grave de Anumá, y en represalia le disparó con su revólver. Creo que el mono murió tras un largo sufrimiento y, por supuesto, esfuerzos extraordinarios por parte de Madre para salvarle la vida. Pero no tengo los detalles precisos. Lo único que sé es que el pobre Lescano perdió dos dedos de la mano izquierda y su trabajo.
Los rumores y las injurias acosaron siempre a Rosalía y a sus monos y simios. Tras recibir el manuscrito de Almost Human para aprobar su publicación, en su respuesta Pierre Abreu demanda cambios para proteger la reputación de su madre:
Mi única objeción, como recordarás, estaba relacionada con la aplicación de “agua bendita” de Lourdes en la farmacopea de los simios, porque publicar eso podía provocar críticas vehementes de personas religiosas. Algunas de las historias que mi madre te contó son veraces, otras son exageradas o están distorsionadas por el afecto que sentía por sus mascotas.
Un artículo de la revista madrileña Estampa de enero de 1931 describe un episodio similar a “Los crímenes de la calle Morgue”, de Poe, ya que uno de los orangutanes de Rosalía, entrenado por ella misma en el servicio del salón comedor, estranguló al administrador en un ataque de celos por pasar demasiado tiempo junto a su querida ama. Abreu salvó al mono de que lo ajusticiaran, pues consideraba que aquel asesinato había sido un crimen de pasión.
Durante los últimos años de la vida de su madre, Pierre Abreu estaba cada día más preocupado por el comportamiento de ella. Como demuestran sus francas misivas a Yerkes, pretendía controlarla mediante cualquier medio a su alcance y le preocupaba su herencia:
En términos generales, estamos muy angustiados por su salud mental, que cada año resulta menos normal, y creemos que se encuentra a la merced de cualquiera que quiera hacerle creer que “ama” a los animales en general y a los monos en particular […]. Aunque odie pensar en ello, es posible que algún día tenga que tomar las medidas necesarias para incapacitarla desde el punto de vista legal y así prevenir que haga una tontería.
Contrariado por compartir la finca con los animales de su madre, Pierre consiguió en dos ocasiones una audiencia con Gerardo “el Carnicero” Machado, el cruel presidente de Cuba (que, como el personaje homónimo de Valle-Inclán en Tirano Banderas, disfrutaba darles de comer periodistas a los tiburones), a quien Rosalía Abreu había legado su colección de animales.
La vida en la quinta se ha vuelto más incómoda de lo que ya era, si cabe. A mi hermana y a mi cuñado les cuesta acostumbrarse a la inmundicia y al hedor que invade la casa por los monos que duermen dentro. Ha sido necesario que me rebelase y amenazara con mudarme a un hotel vecino para que sacaran unos seis o siete monos de una habitación contigua a mi estudio. Habían ocupado el lugar recientemente y lo habían vuelto inhabitable.
Al morir su madre, Pierre dispuso que la mayor parte del zoológico privado de la familia fuese donado a Yerkes y transferido al Centro de Experimentos Antropoides de Yale que el profesor había establecido en Orange Park (Florida). Allí, contra la última voluntad de Rosalía Abreu, se llevaron a cabo prácticas experimentales como la extracción de embriones por cesárea y ovariectomías. Aquellos pocos simios cubanos que seguían con vida al estallar la Segunda Guerra Mundial fueron los que padecieron la peor suerte: fueron sacrificados como parte del “esfuerzo bélico” en el departamento de Neuropsicología de Harvard, en pruebas sobre los efectos de “la malaria, las lesiones cerebrales repentinas y la guerra química”.
Cada historia que encontraba en el archivo era más sorprendente que la anterior. Y había un elemento adicional. Yo había vivido en La Habana, pero nunca había oído hablar de Rosalía Abreu. En general, no muchas personas en Cuba o fuera de la isla conocen su legado. Robert M. Yerkes, en cambio, aun habiéndose convertido en un eugenista con simpatías por ciertos aspectos del nazismo, ascendió a prestigiosas cátedras, trabajó con el Gobierno y formó parte de comités de algunas de las instituciones más reconocidas del mundo. Entre tanto, Abreu fue vilipendiada como “la loca del desván”, pese a sus logros sin par. A medida que leía sin pausa el fascinante acervo de documentación que tenía en mis manos, empecé a tener la certidumbre —que no me tomaba del todo en serio— de que en la relación entre Abreu y Yerkes había algo, como en un microcosmos, de la dinámica de poder imperantes entre Cuba y Estados Unidos. Fue solo más tarde, en 2024 —100 años después de la llegada de Yerkes a La Habana—, que pude conocer a Aymée Borroto, filóloga e investigadora centrada en revitalizar la figura de Rosalía Abreu. Paso a paso fui dilucidando con ella no solo la importancia que tenía aquella mujer, sino también —en cierta medida— el porqué del silencio histórico: más allá de lo que realmente había hecho (y mucho) para Cuba, pesaba la leyenda que la envolvía, menospreciada, mal vista por buena parte de esas mismas personas contemporáneas que se aprovecharon de sus beneficios como filántropa y amante de la cultura y la ciencia.
Lo que supe con certeza, a medida que indagaba más en esta historia —que no tardó en convertirse en una especie de obsesión para mí—, es que ya no quería estudiar un doctorado sobre literatura cubana.
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En un artículo de Cosmopolitan de abril de 1930, intitulado “A Mansion for Monkeys: A Visit with One of the Strangest Women of Our Time” [“Una mansión para monos: visita a una de las mujeres más extrañas de nuestros tiempos”], el novelista T. Everett Harré escribe:
A las afueras de La Habana existe una vasta propiedad de selva tropical y jardines hermosos. En un fantástico palacio que vale millones de dólares reside una mujer misteriosa, casi legendaria. Considerada la más rica de América Latina, rehúye la compañía de la sociedad y lleva una vida reclusa, acompañada por la mayor colección de monos y simios antropoides del mundo. Se trata de la señora Rosalía Abreu.
Nacida el 15 de enero de 1862, Rosalía Abreu Arencibia era hija de Pedro Nolasco González Abreu y Jiménez y cobeneficiaria, junto a sus dos hermanas, de una descomunal fortuna familiar derivada de ingenios azucareros de la provincia de Villa Clara. En la década de 1890, Marta Abreu, una de las hermanas de Rosalía, donó 40 000 dólares (equivalentes a casi un millón y medio de dólares actuales) a la causa de la independencia cubana de España (eso sí: Rosalía contribuyó con 50 000 dólares, la suma más grande donada por cualquier mujer). Marta se casó después con Luis Estévez, quien en 1902 se convirtió en vicepresidente de la primera República cubana.
Tras pasar su infancia en Santa Clara, Rosalía repartió su tiempo entre Nueva York y París, donde se casó y donde nacieron sus hijos. Su hija Rosalía, conocida desde siempre como Lilita, tendría una relación difícil con su madre y se convertiría en musa de los poetas franceses Jean Giraudoux y Saint-John Perse, este último galardonado con el Premio Nobel de Literatura, que dedicó a Lilita Abreu su obra más perenne: “Poema a la extranjera”. (Más tarde, ambos escritores tendrían un papel fundamental en la difusión de los mitos sobre la vida de la excéntrica madre de Lilita.)
A principios del siglo xx Rosalía se separó de su marido y regresó a su país natal, donde había heredado la Quinta Palatino, más conocida como Las Delicias, la residencia almenada que hacía las veces de casa familiar de fin de semana en lo alto de la Calzada de Palatino, en el barrio El Cerro de La Habana. Ya para entonces Abreu se había convertido en miembro de la alta sociedad internacional. El simbolista francés Paul Adam, de visita por aquella época, la celebraba así en Vues d’Amérique:
En torno a esta dama de singular inteligencia, activa y sensible, la elite cubana se reúne alegremente en esta finca donde convive la vegetación de los trópicos con las especies raras habidas y por haber, los árboles magníficos, todas las plantas extrañas y las palmeras donde anidan unos diminutos buitres negros propios del país. Las galerías del palacio, bajo amplias arcadas, se abren a este parque de Las mil y una noches.
Abreu fue la primera cubana en volar en avión, y sus opulentas fiestas de sociedad son fuente de leyenda. La noche posterior a una de ellas, Las Delicias fue arrasada por un incendio; mandó que se reconstruyese poco después con un estilo neogótico fortificado. Los nuevos jardines se diseñaron como una reproducción de Versalles en miniatura, y las estatuas se encargaron a importantes escultores franceses. Los recitales y bailes de máscaras se sucedieron sin cesar. No era raro ver a eminencias como Hubert de Blanck tocar el piano vertical alemán —que perteneciese antaño a Carol I, rey de Rumania— en una de las salas de recepción del palacio, unos salones iluminados por lámparas Tiffany y adornados con tapices del Segundo Imperio, cuyas paredes estucadas alguna vez resonaron con la primera interpretación de la icónica habanera Tú, de Eduardo Sánchez de Fuentes.
Aunque provenía de una ilustre familia criolla, cuyos miembros de forma mayoritaria habían respaldado con sano juicio la independencia de la isla, Rosalía, a diferencia de su hermana, era una ferviente proestadounidense y parece ser que habría apoyado toda la vida las intervenciones políticas de aquella potencia en Cuba. La casa nueva estaba adornada con gigantescos lienzos que representaban escenas de la Guerra Necesaria —la Guerra de Independencia librada contra España— durante el siglo XIX: obras de arte que incluían (no sin controversia) La batalla del cerro San Juan, de Armando García Menocal, que mostraba a Theodore Roosevelt, amigo personal, al frente de la carga de sus Rough Riders.
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Esta es la recóndita mansión que más tarde describió Everett Harré en Cosmopolitan: un sitio de extraños sucesos, presidido por una hacendada que se volvió reacia a la compañía de los humanos, una heredera cuyas extravagancias jamás dejaron de agitar las malas lenguas habaneras:
Muchas cosas raras se pueden oír en La Habana sobre la señora Abreu. Guapa, admirada, popular sea en Cuba como en las capitales de Europa hace 30 años, esta mujer se retiró extraña y repentinamente de los placeres sociales, de todo aquello que la riqueza y una alta posición le permitían disfrutar, para recluirse en lo que prácticamente se ha convertido en un reino de simios.
Dicen que Abreu, de niña, animada por un padre al que adoraba, había tenido una paloma como mascota, un perro mexicano sin pelo —un xoloitzcuintle— y, más tarde, un colibrí. Pero no fue hasta la treintena, después de haber regresado a Cuba tras tener cinco hijos, que su hábito por el coleccionismo menos ortodoxo tomó vuelo. Cuando Everett Harré encontró a Rosalía en 1930, el año de su muerte, documentó que el jardín en terrazas de estilo italiano de la mansión estaba lleno de “guacamayos, loros, canarios, pavorreales, pavos, águilas, gallos japoneses con colas de tres metros, ciervos, un oso, conejos, un caimán y perros en representación de cada nación”. Abreu había pagado recientemente los vitrales de El Cobre, en el oriente del país: el santuario nacional que es la Lourdes de Cuba, cuya Virgen es tan venerada como la Virgen de Guadalupe en México o la Virgen del Rocío en España (cuando Everett Harré vio a la rica heredera por primera vez, estaba inmersa en una conversación con un grupo de monjes franciscanos residentes que vestían hábito). El novelista señala que en una oportunidad Rosalía llevaba un elefante indio de Singapur, para el cual había encargado un estanque de casi media hectárea, escondido en la cabina de un barco a vapor.
Por lo que más se recuerda a Rosalía Abreu, no obstante, es por las criaturas que llevaron a la Quinta Palatino a ser conocida todavía hoy como la Finca de los Monos. La historia se remonta a la Francia de 1894, cuando compró su primer mono, un macaco, en Biarritz. En pocos años adquirió en Cuba un repertorio de gibones, orangutanes, chimpancés, monos búho, monos ardilla, monos araña, monos aulladores, monos lanudos, monos Rhesus, monos verdes, macacos cola de león, un wau-wau, titís, guenones, dos raros ejemplares de simios negros de las Célebes, 10 babuinos y dos mandriles. En febrero de 1928, la revista Time contó 130 monos y simios (de unas 25 especies distintas) de Borneo, el Congo, Sierra Leona, Centro y Sudamérica y Gibraltar. Había 50 jaulas en semicírculo a unos 30 metros de la terraza de la finca, atendidas por 18 cuidadores a tiempo completo. La bailarina Isadora Duncan, de visita en 1916, describió cómo Rosalía
recibía a los invitados con un mono en el hombro y de la mano de un gorila […]. Era una mujer muy hermosa, de ojos grandes y expresivos, culta e inteligente, que acostumbraba a reunir en su casa a las figuras más rutilantes del mundo de la literatura y el arte.
Las primeras notas publicadas en el mundo sobre la actividad sexual de los chimpancés, su nacimiento y desarrollo se tomaron de los animales de Abreu, así como las primeras fotografías de carácter científico de monos. A la vez, una “personalidad de excentricidades estrafalarias, [y] objeto de especulaciones e infundios extravagantes entre su propia gente”, en los términos de Everett Harré, su precursora colección de primates llevó a Abreu a convertirse en “amiga y confidente de algunos de los científicos más importantes sobre la faz de la tierra”. No era para menos: Abreu fue la primera persona en reproducir un chimpancé en cautividad y criar su descendencia, y la primera en realizar un estudio exhaustivo sobre el cuidado de los primates cautivos, en particular, de los simios.
Los grandes simios —homínidos sin cola entre los que se incluyen gorilas, chimpancés, humanos y orangutanes— siempre nos han fascinado por comportamientos que a menudo evocan, e incluso son equivalentes, a los nuestros, seres humanos. Pero los animales de Abreu eran mascotas, no eran sujetos de experimentación. El éxito sin parangón (en aquel momento, eran pocos los grandes simios que habían sobrevivido un tiempo prolongado en cautiverio y casi ninguno se había reproducido) que tuvo en la cría de simios y monos se atribuyó al amor incondicional que les profesaba a estas criaturas.
Belle Benchley —conocida como “la Dama del Zoológico” por haber sido pionera en la dirección del Zoológico de San Diego entre 1927 y 1953— acudió a Abreu al principio de su carrera para que la orientara sobre los orangutanes, especie que, como el chimpancé, se reprodujo por primera vez con éxito en la Quinta. En My Friends the Apes (Mis amigos los simios), describe a Abreu como una persona “saturada de la vida social y política de Europa y Cuba, que había desarrollado en cambio un interés intenso, casi fanático, por los monos y los simios. Esto la hizo famosa”. Benchley retrata una visita a la Quinta, en la que Abreu
empleaba sirvientes nativos para cuidarlos, pero ella misma hacía buena parte incluso del trabajo más duro. Nunca superaré la sorpresa de sentarme en su fastuoso salón y adivinar a través de la luz cómo el corpulento sirviente negro subía lentamente las hermosas escaleras de mármol con un chimpancé joven sentado en su hombro y llevando a otro de la mano. Más tarde, madame Abreau [sic] me contó que compartía su dormitorio con aquellos dos en particular.
En My Animal Friends (Mis amigos animales), C. Emerson Brown cuenta:
Hizo mucho por la investigación de los simios antropoides, y sus conocimientos y sinceridad de propósito en este sentido han demostrado ser de gran valor para la ciencia. Cuando visité su finca por primera vez en 1929, antes de su muerte, me habló de su profunda convicción de que los simios tienen sentidos inusuales, de los que carece el ser humano. Por ejemplo, creía que tenían una vista poderosa, similar a los rayos X, que les permitía ver a través de sustancias sólidas, como tabiques de madera […]. Incluso la impresión religiosa, decía, era posible para sus pupilos y podía demostrarse con experimentos reales.
Es cierto que los primates muestran equivalencias con los conceptos humanos de razón, lógica matemática, aptitud para el lenguaje, conciencia de sí mismos, capacidad para engañar y quizá pruebas de (al menos lo que algunos de nosotros, humanos primates, hemos decidido que es) un sentido de moralidad o justicia retributiva. Rosalía Abreu, sin duda, estaba convencida de que los monos tenían alma. Además, vestía a algunos de sus animales, permitía que sus favoritos durmieran en la casa y dirigía en oración en una pequeña capilla familiar, que estaba situada en sus terrenos, a los que mostraban “promesa espiritual”.
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Remontemos el relato. A finales de abril de 1915, decía, se hizo historia en la Quinta Palatino. Una de las chimpancés de Abreu dio a luz. Tres meses después, Robert M. Yerkes, un profesor que estaba a punto de alistarse en el Ejército de Estados Unidos, le escribió para preguntarle por sus métodos de cría de simios, y le expresó su deseo de visitar La Habana. No fue el único interesado. Un mes más tarde Abreu recibió la siguiente consulta, aparentemente lasciva, de uno de los fundadores de la investigación médica, el Premio Nobel Iliá Méchnikov, del Instituto Pasteur de París:
¿Cuál es el procedimiento por el que el macho accede al coito con la hembra? ¿Cómo se comporta él al adoptar su posición particular? ¿Muestra ella algún tipo de coquetería? ¿Continúan las cópulas durante el embarazo? ¿O la hembra deja de aceptar al macho? ¿Acaricia este a la hembra antes y después del acto?
Robert M. Yerkes fue un precursor de la psicología comparada en una época en la que diversas vertientes de la investigación del comportamiento, como la psicobiología y la etología —el estudio del comportamiento animal—, se esforzaban por abrirse camino a través del campo de la primatología que, en sí misma y como disciplina propia, no pasó a primer plano hasta los años cincuenta.
Yerkes fundó el primer laboratorio de experimentación con primates de Estados Unidos. Profesionalizó en solitario el estudio de los simios mediante pruebas a largo plazo en condiciones controladas; sus experimentos iniciales fueron con un orangután joven y, un año después de escribirle a Abreu, publicó su primera e influyente monografía The Mental Life of Monkeys and Apes (La vida mental de monos y simios). Abreu respondió con efusividad a la carta de Yerkes, invitándolo a abrir una estación de investigación en La Habana e incluso ofreciéndose a costearla. Pero su propuesta de empresa conjunta se vio interrumpida por la Gran Guerra y, más concretamente, por el trabajo de Yerkes durante ese periodo. No volvería a visitar la Quinta hasta pasados nueve años.
Stephen Jay Gould, en La falsa medida del hombre, escribe cómo a principios del siglo XX la psicología seguía adoleciendo de falta de prestigio entre las ciencias; muchos psicólogos, por ejemplo, estaban exiliados en departamentos de filosofía o humanidades. Yerkes llegó a considerar las pruebas mentales, la cuestión del “potencial humano”, como una forma de corregir esta injusticia, un medio para que su campo saliera a flote. Lo que faltaba eran entornos rigurosos para realizar pruebas con acceso a suficientes pacientes, lo bastante diversos como para obtener datos representativos de la sociedad en general.
En ese sentido, la movilización masiva de la Primera Guerra Mundial fue una oportunidad para Yerkes: persuadió al Ejército para que le diera acceso a 1.7 millones de reclutas que servirían de prueba de ácido colectiva para sus incipientes teorías, iniciadas a partir del trabajo con simios. Más adelante afirmaría, con una buena dosis de arrogancia, que sus pruebas mentales habían “ayudado a ganar la guerra […] [y] demostrado su derecho a ser tomadas en serio en la ingeniería humana”. Lo cierto es que los militares consideraron los experimentos de Yerkes durante la guerra como una mera molestia: sus descubrimientos fueron ampliamente ignorados en un principio. No obstante, lo que sí que había logrado fue la primera prueba de inteligencia, por escrito, producida en serie.
A lo largo de su vida, Yerkes mantuvo la creencia en la inferioridad innata de la mayoría de los grupos oprimidos o desfavorecidos. Afirmaba que la inteligencia es, de manera uniforme, heredable y fácil de medir. Esta idea de clasificar a los grupos en función de algún parámetro de valor innato, como las pruebas de inteligencia, se ha denominado “determinismo biológico”. A lo largo de los siglos, a menudo los deterministas han extraído de la “ciencia” simplemente aquello que querían hallar, aprovechando las cualidades putativas del conocimiento objetivo de la disciplina (que se supone libre de contingencias sociales o políticas) para sus propios fines, respaldando prejuicios y, de forma deliberada o no, malinterpretando conjuntos de datos. Como en otros lugares, la “eugenesia”, como se ha denominado de forma genérica a este tipo de instrumentalización de la ciencia en pos del perfeccionamiento de la especie humana, se hizo cada vez más popular en Estados Unidos a principios del siglo XX, y no perdió adeptos hasta que se dieron a conocer los programas de esterilización masiva y purificación racial de Hitler.
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Yerkes llegó finalmente a Cuba en el verano de 1924, año en que fundó, bajo el auspicio de su Departamento de Psicología, el Laboratorio de Biología de Primates de Yale, dedicado a convertir a los monos en “siervos de la ciencia”. Lo acompañaba su séquito, compuesto por una secretaria, varios asistentes científicos, un fotógrafo y Chim, uno de sus dos adorados chimpancés —Chim pronto contrajo una neumonía y murió—. Almost Human, su relato clásico de varias semanas de estudio en la Finca de los Monos, se publicó al año siguiente. En esta obra, Yerkes comenta el terror que los simios de Abreu sentían por las armas, su odio a ser fotografiados y los hábitos de su ama, descritos de forma similar por Emerson Brown:
Ver cómo sacaban a estos enormes chimpancés de sus jaulas cada noche y los conducían por los imponentes escalones de piedra hasta su casa palaciega era un ejemplo notable del control que ejercía. Monos que podrían matar a media docena de hombres, amarrados con diminutas cadenas apenas capaces de sujetar a un perro pequeño, eran conducidos en silencio a una habitación del segundo piso, donde pasaban la noche.
En una solicitud de financiación datada en aquella época, Yerkes formuló en privado esta presuntuosa aserción:
Aunque nunca he pedido la aprobación formal de la declaración, estoy seguro de que ella [Abreu] cree como nosotros que el estudio científico de los primates es extraordinariamente importante como medio para aumentar la comprensión de los problemas de la vida y, en consecuencia, ampliar nuestro control sobre ella.
La Fundación Rockefeller no tardó en conceder 500 000 dólares (unos nueve millones actuales) al nuevo laboratorio de Yerkes, quien empezó a ser reconocido como el especialista en primates más importante del mundo.
Almost Human relata principalmente los estudios de Yerkes en La Habana, pero también trata sobre Alyse Cunningham —que había criado un gorila en su casa de Londres— y sobre la investigadora soviética Nadezhda Ladygina-Kohts, máxima defensora de la psicología comparada entre chimpancés y bebés humanos. En The Great Apes: A Short History (Los grandes simios: una historia corta), Chris Herzfeld explica que Ladygina-Kohts trabajaba en el departamento de Zoopsicología Darwiniana de Moscú —donde Yerkes fue a visitarla en 1929—. Sus descubrimientos se basaban en los proyectos pioneros, aunque heterodoxos, de Iliá Ivánovich Ivanov, precursor de la inseminación artificial. En 1917 Ivanov había recibido la aprobación oficial de los bolcheviques para su trabajo —Lenin se había interesado personalmente en él—, orientado a demostrar el “potencial para la mejora de la humanidad” por medio del progreso científico. Muchos en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, como en Estados Unidos y en otros países, aún se negaban a creer que los humanos pudieran compartir un antepasado común con los simples simios. Con una lógica inexorable, surgió una propuesta soviética para crear un híbrido entre chimpancé y humano como prueba indiscutible de la teoría darwiniana y, de manera implícita, para derrumbar los anatemas del zarismo tradicionalista y la Iglesia ortodoxa rusa. Nikolái Gorbunov, comisario del partido, que había sido secretario de Lenin, facilitó y obtuvo fondos para los experimentos de Ivanov. (Se ha llegado a decir que detrás de esta iniciativa estaba el deseo de Stalin de crear un batallón de infantería mestizo, al estilo de El planeta de los simios, para enfrentarse a los ejércitos fascistas y liberales de Europa y Estados Unidos).
Primero en San Petersburgo y luego en París, Ivanov intentó fecundar hembras de chimpancé con esperma humano, pero no lo consiguió. Más tarde continuó sus esfuerzos, esta vez de noche, en un laboratorio improvisado en Guinea, empleando “voluntarios” locales engañados. En junio de 1926, The New York Times se hizo eco de estos ensayos y publicó el clamoroso titular “Soviet Backs Plan to Test Evolution” (“El Gobierno soviético respalda un plan para demostrar la evolución”); el presidente de la Asociación Americana para el Avance del Ateísmo declaraba: “Confiamos en que puedan producirse híbridos y, si todo va bien, la cuestión de la evolución del ser humano quedará demostrada para contento de los antievolucionistas más dogmáticos”. Ivanov atribuyó sus fracasos iniciales en la fecundación de prisioneras en Moscú al escaso rendimiento del esperma de chimpancé que había estado previamente congelado. Así que, bajo la autoridad del Instituto Soviético de Patología y Terapia Experimental, envió cuatro chimpancés y un orangután a Sujumi, a orillas del Mar Negro, donde había establecido la primera estación de cría de primates del mundo. Pero, en 1928, cuando estos simios sementales expiraron en rápida sucesión, y percibiendo que Stalin se impacientaba ante su falta de avances, Ivanov suplicó a Rosalía Abreu, solicitándole un “espécimen macho, robusto y viril” que asegurara la inseminación de al menos una de las cinco hembras humanas voluntarias que esperaban valerosamente en Sujumi.
Abreu accedió con gusto a la petición de Ivanov, aunque se vio obligada a retractarse de su apoyo al recibir amenazas de muerte del Ku Klux Klan, que aborrecía este experimento “abominable para el Creador”. En noviembre de 1930, entre sus instrucciones póstumas para la dispersión de sus mamíferos, Abreu precisó que seguía sin mantener “ninguna objeción al cruce de chimpancé macho con Homo hembra”. Un mes después de su muerte, Ivanov cayó en desgracia ante Stalin, fue arrestado y enviado a un gulag en la actual Kazajistán. Gorbunov, su facilitador en el partido, fue más tarde purgado por un pelotón de fusilamiento y, por si fuera poco, el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos de la Unión Soviética persiguió a las cinco jóvenes abjasias (naturales de la ciudad de Sujumi, en el Mar Negro) que se habían ofrecido, con tanto patriotismo, como voluntarias para engendrar lo que podría haberse convertido en el invencible e infrahumano ejército simio de Stalin, y las ejecutó a todas. El alucinado pasaje de la historia ha sido documentado ampliamente por investigadores como Kirill Rossiianov y analizado por Eric Michael Johnson en Scientific American.
Se dice que la película King Kong (1933), esa clásica representación alarmista del mestizaje representado como simio mutante, “ni bestia ni hombre”, se inspiró en este estrambótico episodio. Es difícil de comprobar. En todo caso, hay una sorprendente concurrencia entre estos intentos de mestizaje en la vida real entre grandes simios humanos y no humanos y obras de ficción como la influyente película de Erle C. Kenton La isla de las almas perdidas (1932), y la novela de H. G. Wells en la que esta se basa. Ambas describen una isla remota gobernada por un Frankenstein demente, el doctor Moreau, que crea una raza servil de híbridos de gorila y humano como, de nuevo, siervos de la ciencia. Estos desafortunados seres amalgamados terminan rebelándose contra los atroces experimentos que se llevan a cabo con ellos en la Casa del Dolor, la estación de investigación de Moreau, situada en lo alto de una colina o un cerro.
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Los 15 años de intercambios entre Yerkes y Rosalía Abreu, que se conservan en los archivos de Yerkes en Yale, muestran dos personalidades muy distintas. Rosalía tenía 62 años cuando recibió por primera vez la visita de Yerkes, quien entonces contaba cuarenta y tantos y empezaba a labrarse un nombre. Los resultados de sus pruebas durante la Primera Guerra Mundial acababan de ser recopilados y publicados como “Eugenic Bearing of Measurements of Intelligence” (“Relevancia eugenésica de las mediciones de la inteligencia”, 1923) y Psychological Examining in the United States Army (Exámenes psicológicos en el Ejército de Estados Unidos); combinados, tendrían implicaciones duraderas en la política social y la demografía de Estados Unidos.
Tanto Yerkes como Ivanov, en el mismo momento, se esforzaron por construir un hombre nuevo en sus respectivos países, aunque con fines ideológicos divergentes. La experiencia de Abreu fue un recurso primordial. El intelectual cubano Jorge Mañach, cuando escribió en El País sobre la lectura de Almost Human, observó con perspicacia que los países pequeños a menudo solo pueden hacerse notar mediante actos grandiosos y extravagantes. Mañach arremetió contra sus compatriotas por ridiculizar constantemente a Rosalía Abreu, destacando sus logros y cómo habían honrado a Cuba: “Observen cómo puede forjarse una patria incluso mediante la cría de monos”. A pesar de que los animales de Rosalía se mantenían como mascotas, sin el deseo de hacer de ellos, en palabras de Yerkes, “siervos de la ciencia”, la influencia de sus éxitos tuvo una repercusión duradera.
Yerkes, por su parte, se dedicó en su día a utilizar la investigación genética y los procedimientos selectivos para fabricar un ser humano “más perfecto”. Al fin y al cabo, como aprendió de Rosalía Abreu, si se podía hacer que los simios ampliaran su comportamiento desde el mero instinto hacia la conciencia, sin duda se podría mejorar la humanidad. Pero lo que extrajo de sus pruebas en tiempos de guerra, lo que decidió extraer de sus propios datos, tenía connotaciones, por decir lo menos, inquietantes. Podemos hacernos una idea aproximada al leer las siguientes líneas de Almost Human:
Es curioso que África, continente rico en variedades relativamente primitivas de la especie humana, sea también el hogar de los tipos más elevados de simios antropoides y de infinitas especies de monos. El negro y el chimpancé parecen reconocer en el otro similitudes que atraen y diferencias que repelen.
En los años treinta, e incluso durante la Segunda Guerra Mundial, proliferaron las sociedades e iniciativas que promovían el estudio de la eugenesia “negativa”, que buscaba eliminar características humanas —en contraste con la eugenesia “positiva”, que aún es popular hoy—. El propio Yerkes consideraba que Estados Unidos se estaba quedando atrás en ese campo y que se le habían negado posibilidades de capitalizar y ampliar sus estudios anteriores, hasta el punto de que
Alemania nos lleva una extensa ventaja en el desarrollo de la psicología militar […]. Los nazis han conseguido algo que no tiene parangón […], lo que ha ocurrido en Alemania es la secuela lógica de [mis] servicios psicológicos y de personal en nuestro propio Ejército entre 1917 y 1918.
El ayudante de Yerkes, E. G. Boring, había extrapolado a partir de los datos de las pruebas que la edad mental del varón blanco norteamericano medio era de “13 años”: menos de lo que se pensaba con anterioridad y rondando el límite —entre los ocho y 12 años— de los puntos de referencia oficiales para la “imbecilidad” adulta. Este hallazgo, interpretado de forma reduccionista, se convirtió en un grito de guerra para los eugenistas agoreros, que lo consideraban una prueba positiva de que la inmigración procedente del sur y del este de Europa estaba debilitando un “tronco nativo robusto” y, por supuesto, del mestizaje provocado por la mezcla “deletérea” de sangre negra.
Según su esquema, el ruso medio tenía una edad mental de 11.34, es decir, dentro de la franja de los imbéciles; el italiano, 11.01; el polaco languidecía en la poco halagüeña calificación de 10.74. De ahí que Yerkes llegara a la conclusión de que los futuros inmigrantes europeos podían ser clasificados por su país de origen, pues la “supremacía natural” de los europeos “nórdicos” y occidentales contaba ahora con respaldo científico. Los hombres negros, indiferenciados por nacionalidad u origen, fueron los peor parados, con una edad mental media de 10.41 años, de acuerdo con las pruebas del estadounidense. Yerkes observó que
el negro carece de iniciativa, muestra poco o ningún liderazgo y no puede aceptar responsabilidades. Algunos señalan que estos defectos son mayores en los negros del sur […]. Los hurtos y las enfermedades venéreas son más frecuentes que entre las tropas blancas.
El eminente profesor advirtió que “ninguno de nosotros, como ciudadanos, puede permitirse ignorar la amenaza del deterioro racial o las evidentes relaciones de la inmigración con el progreso y el bienestar nacionales”.
La metodología de las pruebas de inteligencia de Yerkes, como han demostrado Stephen Jay Gould y otros, era, por supuesto, defectuosa a profundidad. Supuestamente pretendían demostrar la “capacidad intelectual nativa” sin tener en cuenta los logros o niveles previos de educación. Pero, debido a la forma en que estaban formuladas las preguntas, para obtener una buena puntuación era necesario contar con una educación básica y un conocimiento previo de la cultura estadounidense. Es comprensible que los nuevos inmigrantes, con bajo nivel de inglés, y los sectores de la sociedad ya marginados o excluidos por la pobreza obtuvieran malos resultados. Las clasificaciones raciales de Yerkes —“ingleses, escandinavos y teutones”, por un lado; “eslavos y latinos”, por otro—, eran poco científicas, confusas y delataban sus prejuicios latentes. Lo que es aún más triste: iban a jugar a favor de poderosas facciones hereditarias de la élite de Washington. Sus pruebas influyeron en el grupo de presión que permitió que se aprobase la Ley de Inmigración de 1924. Los debates del Congreso que precedieron a la aprobación de esta ley hicieron referencia constante a los datos de Yerkes y llevaron al establecimiento por primera vez de cuotas nacionales de inmigración. Henry Fairfield Osborn, entonces presidente del Museo Americano de Historia Natural, escribió sobre las pruebas de Yerkes:
Hemos aprendido de una vez por todas que el negro no es como nosotros. Lo mismo hemos aprendido con respecto a muchas razas y subrazas de Europa: algunas [léase judíos], que creíamos poseedoras de una inteligencia quizá superior a la nuestra, eran en realidad muy inferiores.
“América debe seguir siendo americana”, enunció el presidente Calvin Coolidge antes de firmar la entrada en vigor de la Ley de Inmigración.
Se calcula que, entre 1924 y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, hasta seis millones de europeos del sur, del este y del centro —incluidos, naturalmente, innumerables judíos que deseaban escapar del nazismo— no encontraron asilo en Estados Unidos a causa de esta ley. Su aprobación significó, en opinión de Gould, que “los eugenistas pelearon y se anotaron una de las mayores victorias del racismo científico en la historia de Estados Unidos”.
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They built us in the House of Pain
high up on the Hill
sometimes things go wrong
so they’re experimenting still.
But we are still evolving
while they are standing still
one day we’re gonna go and take
the house upon the hill!
Nos crearon en la Casa del Dolor
en lo alto de la colina
porque las cosas a veces salen mal
siguen con experimentos todavía.
Nosotros evolucionamos hoy día
ellos son los que se quedan tiesos
¡iremos un día y conquistaremos
la casa en la colina!
“ISLAND OF LOST SOULS”, THE TALL BOYS (1982)
A la luz de la luna llena, como aún pueden contar los residentes del barrio habanero de El Cerro, los monos salen a bailar.
Estamos a finales de 2019, es la noche en la que, por fin, podré satisfacer mi deseo de visitar la Quinta Palatino en persona. La semana antes de mi llegada, a tiempo para las festividades por el quingentésimo aniversario de La Habana, los terrenos de la casa de la familia Abreu en la cima de El Cerro se abrieron al público por primera vez. En las nuevas verjas perimetrales de hierro se ha grabado el nuevo nombre “oficial” de la mansión: Finca de los monos: Palacio tecnológico.
Gloria Swanson solía visitar La Habana en los años veinte, y quizá por eso, al detenerme ante un viejo almendrón de la época de Eisenhower, a las puertas de la finca, me siento realmente como el guionista de Sunset Boulevard entrando en la propiedad de una Norma Desmond cubana. (En cualquier momento espero que aparezca un mayordomo, con un inquietante acento centroeuropeo, y me introduzca en la mansión donde encontraré —como en la secuencia inicial de la película— a su decadente propietaria sumida en el luto por un chimpancé fallecido, que yace en su féretro.)
Pedro Abreu, nieto de Rosalía, el último miembro de la familia que habitó la Quinta, era famoso por tener allí a una leona adulta llamada Dalila. Los Abreu dejaron Cuba, con destino a París y Roma, tras la Revolución de 1959, cuando muchas de sus propiedades fueron expropiadas. La finca estuvo semiabandonada durante años, antes de convertirse en el Palacio de los Matrimonios, disponible para las parejas que deseen celebrar sus nupcias en un entorno memorable, entre ruinosos salones de banquetes y terrenos cubiertos por la maleza, y el Palacio de Pioneros, bajo la dirección de la Unión de Jóvenes Comunistas y la Organización de Pioneros “José Martí”.
Llego y veo que todavía están en marcha las obras del nuevo Palacio Tecnológico, un espacio híbrido para niños que también funciona como parque temático en miniatura, con restaurantes al aire libre de estilo indio y pasarelas elevadas. Deambulando en solitario por el recinto, me encuentro con el administrador, Iván Azurdia, que me acompaña a visitarlo. A ambos lados de la entrada de la casa, se yerguen gigantescas estatuas animatrónicas de gorilas de goma de ocho metros de altura —moldeadas especialmente en Sichuan, China—. Junto a la pequeña capilla donde Rosalía reprendió una vez a sus “penitentes” mascotas con un rosario —y donde, en 1930, yacía su propio cuerpo embalsamado, a la espera de que sus hijos regresaran de París para el funeral—, dos chimpancés esculpidos están sentados en taburetes. Llevan auriculares y al parecer están metidos de lleno en una partida de ajedrez. Varios simios amenazadores asoman entre los matorrales, entre ellos un albino de gran tamaño y pelaje rosa fluorescente. Dos obreros están soldando un cerco protector de hierro a una fuente profunda repleta de renacuajos, coronada en su centro por un mono trovador de tamaño natural que canturrea por un micrófono. Iván me conduce hasta un chimpancé gigante, a cuatro patas, que vigila la entrada a una enramada cubierta de maleza. Al enchufarlo, chilla desconsoladamente y mueve la cabeza de un lado a otro. (Ahora me doy cuenta de que incluso los dos gorilas gigantes, a ambos lados de la porte-cochère de la mansión, están mecanizados y emiten gruñidos bajos a intervalos regulares.) En la entrada hay una pequeña placa que informa que aquí, en noviembre de 1989, se expusieron los restos de los hombres caídos en la guerra de Cuba en Angola.
Los salones de la finca, elegantemente restaurados, han sido amueblados con un bar de jugos, estridentes videojuegos estilo arcade, una mesa de hockey sobre hielo y demás consolas aparatosas. Murales con chimpancés vestidos de humanos cubren las paredes. Ascendemos por la escalera que sube en espiral por el interior del torreón de la azotea y contemplamos las estupendas vistas de La Habana y, más allá, una panorámica ininterrumpida del estrecho de Florida. Al descender por la escalinata de mármol de la Quinta, con balaustrada de volutas de acanto labradas en bronce que conduce al vestíbulo de entrada, trato de imaginar cómo sería ser arrastrado de los pelos, como le ocurrió a Rosalía en una ocasión, por las garras de un orangután furioso que había roto sus cadenas. Mirando hacia arriba, antes de salir al aire libre, me detengo a admirar un lienzo majestuoso, en mal estado, que llena el enclave curvo sobre las puertas principales. Se trata de la Batalla de Coliseo, la representación de Armando García Menocal, uno de los artistas más importantes del país, de una victoria decisiva contra los españoles liderados por Máximo Gómez y Antonio Maceo en 1895. Es la única obra de este tipo que se conserva de García Menocal en una residencia privada. Un regimiento montado de mambises, los irregulares nacionalistas cubanos, vigilan un campo de batalla, donde el general Gómez, quien más tarde apoyaría la candidatura del cuñado de Rosalía para vicepresidente de la nueva República, apunta con una pistola a su contraparte española, que se rinde.
Rosalía Abreu recurrió a los servicios de un eminente cirujano que había luchado a las órdenes de Gómez —y que más tarde escribiría su biografía— cuando sus monos enfermaron. El doctor Benigno Souza y Rodríguez, quien en su día atendió las necesidades médicas de las fuerzas independentistas cubanas, operó a las mascotas de Abreu. Al preguntar por qué no hay información sobre la historia del edificio ni sobre su antigua propietaria, se me responde con aseveraciones —quizá por confusión con su hermana Marta— sobre la indiscutible condición revolucionaria de Rosalía, sobre la necesidad local de un espacio popular de verdad, concebido sobre todo para niños y familias. He escuchado rumores sobre una reunión, a principios de 2019, de un comité de planeamiento urbano, en la que se plantearon objeciones a la propuesta —del todo seria— de encargar nuevos murales, que representarían a figuras del ejército mambí cubano del siglo XIX en forma de monos marchando al paso del Ejército Revolucionario de Fidel Castro.
La restauración de los terrenos de la finca al estilo de un parque de atracciones, desprovista de cualquier detalle verdaderamente informativo de una historia que apenas necesita adornos, es sintomática de la relación insegura de Cuba con su pasado prerrevolucionario, con todas las instituciones y narrativas que esta convulsión eliminó y que ahora, con cautela, intenta reincorporar. Esta miscelánea surrealista que se expone hoy en la finca, su diorama de juguete, cuya iconografía se superpone a un continuo insurreccional —un arco ininterrumpido desde la resistencia indígena hasta la misión internacionalista de la revolución en Angola, pasando por la dominación española— es característica de la aspiración del Gobierno por apropiarse de todos y cada uno de los episodios del pasado de la nación en una secuencia progresista y materialista.
Al salir de la Finca de los Monos aquel día recordé la respuesta de Abreu a T. Everett Harré cuando le prometió que le enviaría su última novela: “No leo libros. ¡¿Leer romances!? Me pregunto qué romance podría escribir usted que yo no haya vivido. ¡La vida es aún más insólita que los libros… sí, sí!”.
Habaneros, casi humanos y sacrificados siervos de la ciencia del siglo XX.
En una casa de la colina, una vieja mansión de La Habana, quedan rastros de la vida de un clan: 130 monos y primates que estuvieron alguna vez, durante la primera mitad del siglo XX, bajo el manto protector de una mujer extraordinaria: Rosalía Abreu. Lo que ocurrió en esa finca dio pie a capítulos en la historia de la ciencia, la cultura y hasta del desarrollo demográfico mundial que muchos quisieran olvidar.
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Hace unos años, antes de empezar un doctorado en el Reino Unido, pasé una temporada como becario de investigación en el departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Yale. Ya por entonces hacía unos 20 años que viajaba a Cuba con cierta frecuencia y mi área de estudio eran las descripciones del espacio urbano de La Habana en la literatura contemporánea. Una tendencia innata a la procrastinación me llevó a investigar las vastas colecciones sobre Cuba de la biblioteca de la universidad, llamado por pura distracción por aquí o a golpe de clic por allá, alejándome de aquellos libros y archivos en los que me tenía que centrar. A través del catálogo digitalizado me di cuenta de la existencia de un importante archivo científico de principios del siglo XX que estaba relacionado, de alguna manera, con Cuba. Durante los días siguientes, mientras pedía cajas y cajas de borradores manuscritos, recortes de periódicos y revistas, álbumes de fotografías y una correspondencia inédita que abarcaba unos 40 años, me sumí, fascinado, en una historia verídica más fantástica que cualquier obra de ficción.
El primer documento del archivo era una carta manuscrita, enviada desde el laboratorio de Psicología de la Universidad de Harvard en el verano de 1915:
Mi querida señora Abreu:
Estoy profundamente interesado en el estudio de los hábitos, el instinto y la inteligencia de los simios antropoides (especialmente el orangután y el chimpancé), y al conocer su éxito en el cuidado de varios de ellos en su finca de La Habana me tomo la libertad de escribirle para pedirle información. En primer lugar, me gustaría saber si ha conseguido reproducirlos en cautiverio y, de ser así, ¿en qué condiciones?
El autor, Robert M. Yerkes —un psicólogo estadounidense que llegaría a ser director del departamento de Psicología de Yale, pero que hoy es conocido por sus pioneros trabajos en primatología, sus avances en psicología comparada, y sus coqueteos con la eugenesia—, se tomaría ciertas “libertades” con Rosalía Abreu, la destinataria de la carta, una heredera cubana célebre por el celo con el que se apartó de la vida social. El tono indiferente e impersonal de la misiva y la naturaleza transaccional de sus requerimientos contrastan nítidamente con las respuestas efusivas y profusas de Abreu. Yerkes estaba disimulando su admiración. No cabe duda de que sabía que en abril de aquel año la historia se había empezado a escribir en la mansión de Abreu, a las afueras de La Habana. Una de las monas que Abreu tenía como mascotas había parido. Era el primer parto de una chimpancé en cautiverio del que se tuviese noticia. Hasta ese momento, ningún científico o zoológico había logrado semejante proeza: aquello sacudió los cimientos del mundo de la zoología y fue objeto de efusivas felicitaciones de los investigadores más destacados de la época.
El año en que la atención del mundo entero se concentraba en la Primera Guerra Mundial, este intercambio epistolar inauguraba —cada día me convencía más de ello— una de las relaciones más extrañas del siglo xx. Se trataba de una historia que incluía acusaciones de demencia, eugenesia, tentativas para crear un híbrido entre humanos y simios, gulags soviéticos, ejecuciones, la primera prueba de coeficiente intelectual de producción en masa en el mundo, la colección privada de monos y simios más grande del planeta, amenazas de muerte del Ku Klux Klan y el racismo científico que alteraría la composición demográfica de Estados Unidos.
Desde 1915 hasta la aparición de un cuaderno azul de páginas dobladas anotado con la cursiva de Yerkes, “Registro diario de trabajo antropoide en La Habana (Cuba) julio/agosto de 1924”, el archivo no contiene más información. Pero fue durante este periodo de estudio, en la extensa colección zoológica de Abreu, cuando se consolidó la relación entre el psicólogo y la heredera. La correspondencia entre los dos se mantuvo hasta la muerte de Abreu en 1930 y, a partir de entonces, hasta su propia defunción en la década de los cincuenta, entre Yerkes y Pierre Abreu, hijo de Rosalía. A partir de ese cuaderno de notas, Yerkes escribió en 1925 su libro Almost Human (Casi humano), un trabajo precursor de lo que hoy se conoce como primatología.
Las cajas contienen fotografías originales de Abreu, de su mansión almenada y de sus extensos terrenos, de numeroso personal y de cuidadores de animales. Una de las imágenes muestra un singular retrato al óleo, enmarcado en un bastidor dorado, de una chimpancé de gran porte, que se encuentra sentada, orgullosa, en una silla que parece un trono, sosteniendo a su cría a la manera de una madona con niño del Renacimiento. El cuadro fue encargado para conmemorar el histórico nacimiento de Anumá, nombrado así en honor del dios mono hindú (Hanumân), el primer chimpancé nacido en cautiverio fuera de África. Este cuadro era, como llegué a entender, el testimonio de los atributos espirituales que Rosalía Abreu les confería a los simios a su cargo.
Durante horas, pasando páginas en la biblioteca de Yale, seguí la narración de Pierre sobre el final prematuro del pobre Anumá, aquel involuntario Cristo de los simios, y su agónica muerte por los estigmas de unas heridas mortales:
De Madre hace meses que no tengo noticias de primera mano. Solamente a través de amistades que me han escrito me hago una idea general de la tragedia de este verano. Pero quizás ni tú tengas conocimiento del accidente al que me refiero. Parece ser que Lescano [uno de los cuidadores de los monos], hoy inmortalizado en el frontispicio de Almost Human, sufrió una mordedura muy grave de Anumá, y en represalia le disparó con su revólver. Creo que el mono murió tras un largo sufrimiento y, por supuesto, esfuerzos extraordinarios por parte de Madre para salvarle la vida. Pero no tengo los detalles precisos. Lo único que sé es que el pobre Lescano perdió dos dedos de la mano izquierda y su trabajo.
Los rumores y las injurias acosaron siempre a Rosalía y a sus monos y simios. Tras recibir el manuscrito de Almost Human para aprobar su publicación, en su respuesta Pierre Abreu demanda cambios para proteger la reputación de su madre:
Mi única objeción, como recordarás, estaba relacionada con la aplicación de “agua bendita” de Lourdes en la farmacopea de los simios, porque publicar eso podía provocar críticas vehementes de personas religiosas. Algunas de las historias que mi madre te contó son veraces, otras son exageradas o están distorsionadas por el afecto que sentía por sus mascotas.
Un artículo de la revista madrileña Estampa de enero de 1931 describe un episodio similar a “Los crímenes de la calle Morgue”, de Poe, ya que uno de los orangutanes de Rosalía, entrenado por ella misma en el servicio del salón comedor, estranguló al administrador en un ataque de celos por pasar demasiado tiempo junto a su querida ama. Abreu salvó al mono de que lo ajusticiaran, pues consideraba que aquel asesinato había sido un crimen de pasión.
Durante los últimos años de la vida de su madre, Pierre Abreu estaba cada día más preocupado por el comportamiento de ella. Como demuestran sus francas misivas a Yerkes, pretendía controlarla mediante cualquier medio a su alcance y le preocupaba su herencia:
En términos generales, estamos muy angustiados por su salud mental, que cada año resulta menos normal, y creemos que se encuentra a la merced de cualquiera que quiera hacerle creer que “ama” a los animales en general y a los monos en particular […]. Aunque odie pensar en ello, es posible que algún día tenga que tomar las medidas necesarias para incapacitarla desde el punto de vista legal y así prevenir que haga una tontería.
Contrariado por compartir la finca con los animales de su madre, Pierre consiguió en dos ocasiones una audiencia con Gerardo “el Carnicero” Machado, el cruel presidente de Cuba (que, como el personaje homónimo de Valle-Inclán en Tirano Banderas, disfrutaba darles de comer periodistas a los tiburones), a quien Rosalía Abreu había legado su colección de animales.
La vida en la quinta se ha vuelto más incómoda de lo que ya era, si cabe. A mi hermana y a mi cuñado les cuesta acostumbrarse a la inmundicia y al hedor que invade la casa por los monos que duermen dentro. Ha sido necesario que me rebelase y amenazara con mudarme a un hotel vecino para que sacaran unos seis o siete monos de una habitación contigua a mi estudio. Habían ocupado el lugar recientemente y lo habían vuelto inhabitable.
Al morir su madre, Pierre dispuso que la mayor parte del zoológico privado de la familia fuese donado a Yerkes y transferido al Centro de Experimentos Antropoides de Yale que el profesor había establecido en Orange Park (Florida). Allí, contra la última voluntad de Rosalía Abreu, se llevaron a cabo prácticas experimentales como la extracción de embriones por cesárea y ovariectomías. Aquellos pocos simios cubanos que seguían con vida al estallar la Segunda Guerra Mundial fueron los que padecieron la peor suerte: fueron sacrificados como parte del “esfuerzo bélico” en el departamento de Neuropsicología de Harvard, en pruebas sobre los efectos de “la malaria, las lesiones cerebrales repentinas y la guerra química”.
Cada historia que encontraba en el archivo era más sorprendente que la anterior. Y había un elemento adicional. Yo había vivido en La Habana, pero nunca había oído hablar de Rosalía Abreu. En general, no muchas personas en Cuba o fuera de la isla conocen su legado. Robert M. Yerkes, en cambio, aun habiéndose convertido en un eugenista con simpatías por ciertos aspectos del nazismo, ascendió a prestigiosas cátedras, trabajó con el Gobierno y formó parte de comités de algunas de las instituciones más reconocidas del mundo. Entre tanto, Abreu fue vilipendiada como “la loca del desván”, pese a sus logros sin par. A medida que leía sin pausa el fascinante acervo de documentación que tenía en mis manos, empecé a tener la certidumbre —que no me tomaba del todo en serio— de que en la relación entre Abreu y Yerkes había algo, como en un microcosmos, de la dinámica de poder imperantes entre Cuba y Estados Unidos. Fue solo más tarde, en 2024 —100 años después de la llegada de Yerkes a La Habana—, que pude conocer a Aymée Borroto, filóloga e investigadora centrada en revitalizar la figura de Rosalía Abreu. Paso a paso fui dilucidando con ella no solo la importancia que tenía aquella mujer, sino también —en cierta medida— el porqué del silencio histórico: más allá de lo que realmente había hecho (y mucho) para Cuba, pesaba la leyenda que la envolvía, menospreciada, mal vista por buena parte de esas mismas personas contemporáneas que se aprovecharon de sus beneficios como filántropa y amante de la cultura y la ciencia.
Lo que supe con certeza, a medida que indagaba más en esta historia —que no tardó en convertirse en una especie de obsesión para mí—, es que ya no quería estudiar un doctorado sobre literatura cubana.
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En un artículo de Cosmopolitan de abril de 1930, intitulado “A Mansion for Monkeys: A Visit with One of the Strangest Women of Our Time” [“Una mansión para monos: visita a una de las mujeres más extrañas de nuestros tiempos”], el novelista T. Everett Harré escribe:
A las afueras de La Habana existe una vasta propiedad de selva tropical y jardines hermosos. En un fantástico palacio que vale millones de dólares reside una mujer misteriosa, casi legendaria. Considerada la más rica de América Latina, rehúye la compañía de la sociedad y lleva una vida reclusa, acompañada por la mayor colección de monos y simios antropoides del mundo. Se trata de la señora Rosalía Abreu.
Nacida el 15 de enero de 1862, Rosalía Abreu Arencibia era hija de Pedro Nolasco González Abreu y Jiménez y cobeneficiaria, junto a sus dos hermanas, de una descomunal fortuna familiar derivada de ingenios azucareros de la provincia de Villa Clara. En la década de 1890, Marta Abreu, una de las hermanas de Rosalía, donó 40 000 dólares (equivalentes a casi un millón y medio de dólares actuales) a la causa de la independencia cubana de España (eso sí: Rosalía contribuyó con 50 000 dólares, la suma más grande donada por cualquier mujer). Marta se casó después con Luis Estévez, quien en 1902 se convirtió en vicepresidente de la primera República cubana.
Tras pasar su infancia en Santa Clara, Rosalía repartió su tiempo entre Nueva York y París, donde se casó y donde nacieron sus hijos. Su hija Rosalía, conocida desde siempre como Lilita, tendría una relación difícil con su madre y se convertiría en musa de los poetas franceses Jean Giraudoux y Saint-John Perse, este último galardonado con el Premio Nobel de Literatura, que dedicó a Lilita Abreu su obra más perenne: “Poema a la extranjera”. (Más tarde, ambos escritores tendrían un papel fundamental en la difusión de los mitos sobre la vida de la excéntrica madre de Lilita.)
A principios del siglo xx Rosalía se separó de su marido y regresó a su país natal, donde había heredado la Quinta Palatino, más conocida como Las Delicias, la residencia almenada que hacía las veces de casa familiar de fin de semana en lo alto de la Calzada de Palatino, en el barrio El Cerro de La Habana. Ya para entonces Abreu se había convertido en miembro de la alta sociedad internacional. El simbolista francés Paul Adam, de visita por aquella época, la celebraba así en Vues d’Amérique:
En torno a esta dama de singular inteligencia, activa y sensible, la elite cubana se reúne alegremente en esta finca donde convive la vegetación de los trópicos con las especies raras habidas y por haber, los árboles magníficos, todas las plantas extrañas y las palmeras donde anidan unos diminutos buitres negros propios del país. Las galerías del palacio, bajo amplias arcadas, se abren a este parque de Las mil y una noches.
Abreu fue la primera cubana en volar en avión, y sus opulentas fiestas de sociedad son fuente de leyenda. La noche posterior a una de ellas, Las Delicias fue arrasada por un incendio; mandó que se reconstruyese poco después con un estilo neogótico fortificado. Los nuevos jardines se diseñaron como una reproducción de Versalles en miniatura, y las estatuas se encargaron a importantes escultores franceses. Los recitales y bailes de máscaras se sucedieron sin cesar. No era raro ver a eminencias como Hubert de Blanck tocar el piano vertical alemán —que perteneciese antaño a Carol I, rey de Rumania— en una de las salas de recepción del palacio, unos salones iluminados por lámparas Tiffany y adornados con tapices del Segundo Imperio, cuyas paredes estucadas alguna vez resonaron con la primera interpretación de la icónica habanera Tú, de Eduardo Sánchez de Fuentes.
Aunque provenía de una ilustre familia criolla, cuyos miembros de forma mayoritaria habían respaldado con sano juicio la independencia de la isla, Rosalía, a diferencia de su hermana, era una ferviente proestadounidense y parece ser que habría apoyado toda la vida las intervenciones políticas de aquella potencia en Cuba. La casa nueva estaba adornada con gigantescos lienzos que representaban escenas de la Guerra Necesaria —la Guerra de Independencia librada contra España— durante el siglo XIX: obras de arte que incluían (no sin controversia) La batalla del cerro San Juan, de Armando García Menocal, que mostraba a Theodore Roosevelt, amigo personal, al frente de la carga de sus Rough Riders.
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Esta es la recóndita mansión que más tarde describió Everett Harré en Cosmopolitan: un sitio de extraños sucesos, presidido por una hacendada que se volvió reacia a la compañía de los humanos, una heredera cuyas extravagancias jamás dejaron de agitar las malas lenguas habaneras:
Muchas cosas raras se pueden oír en La Habana sobre la señora Abreu. Guapa, admirada, popular sea en Cuba como en las capitales de Europa hace 30 años, esta mujer se retiró extraña y repentinamente de los placeres sociales, de todo aquello que la riqueza y una alta posición le permitían disfrutar, para recluirse en lo que prácticamente se ha convertido en un reino de simios.
Dicen que Abreu, de niña, animada por un padre al que adoraba, había tenido una paloma como mascota, un perro mexicano sin pelo —un xoloitzcuintle— y, más tarde, un colibrí. Pero no fue hasta la treintena, después de haber regresado a Cuba tras tener cinco hijos, que su hábito por el coleccionismo menos ortodoxo tomó vuelo. Cuando Everett Harré encontró a Rosalía en 1930, el año de su muerte, documentó que el jardín en terrazas de estilo italiano de la mansión estaba lleno de “guacamayos, loros, canarios, pavorreales, pavos, águilas, gallos japoneses con colas de tres metros, ciervos, un oso, conejos, un caimán y perros en representación de cada nación”. Abreu había pagado recientemente los vitrales de El Cobre, en el oriente del país: el santuario nacional que es la Lourdes de Cuba, cuya Virgen es tan venerada como la Virgen de Guadalupe en México o la Virgen del Rocío en España (cuando Everett Harré vio a la rica heredera por primera vez, estaba inmersa en una conversación con un grupo de monjes franciscanos residentes que vestían hábito). El novelista señala que en una oportunidad Rosalía llevaba un elefante indio de Singapur, para el cual había encargado un estanque de casi media hectárea, escondido en la cabina de un barco a vapor.
Por lo que más se recuerda a Rosalía Abreu, no obstante, es por las criaturas que llevaron a la Quinta Palatino a ser conocida todavía hoy como la Finca de los Monos. La historia se remonta a la Francia de 1894, cuando compró su primer mono, un macaco, en Biarritz. En pocos años adquirió en Cuba un repertorio de gibones, orangutanes, chimpancés, monos búho, monos ardilla, monos araña, monos aulladores, monos lanudos, monos Rhesus, monos verdes, macacos cola de león, un wau-wau, titís, guenones, dos raros ejemplares de simios negros de las Célebes, 10 babuinos y dos mandriles. En febrero de 1928, la revista Time contó 130 monos y simios (de unas 25 especies distintas) de Borneo, el Congo, Sierra Leona, Centro y Sudamérica y Gibraltar. Había 50 jaulas en semicírculo a unos 30 metros de la terraza de la finca, atendidas por 18 cuidadores a tiempo completo. La bailarina Isadora Duncan, de visita en 1916, describió cómo Rosalía
recibía a los invitados con un mono en el hombro y de la mano de un gorila […]. Era una mujer muy hermosa, de ojos grandes y expresivos, culta e inteligente, que acostumbraba a reunir en su casa a las figuras más rutilantes del mundo de la literatura y el arte.
Las primeras notas publicadas en el mundo sobre la actividad sexual de los chimpancés, su nacimiento y desarrollo se tomaron de los animales de Abreu, así como las primeras fotografías de carácter científico de monos. A la vez, una “personalidad de excentricidades estrafalarias, [y] objeto de especulaciones e infundios extravagantes entre su propia gente”, en los términos de Everett Harré, su precursora colección de primates llevó a Abreu a convertirse en “amiga y confidente de algunos de los científicos más importantes sobre la faz de la tierra”. No era para menos: Abreu fue la primera persona en reproducir un chimpancé en cautividad y criar su descendencia, y la primera en realizar un estudio exhaustivo sobre el cuidado de los primates cautivos, en particular, de los simios.
Los grandes simios —homínidos sin cola entre los que se incluyen gorilas, chimpancés, humanos y orangutanes— siempre nos han fascinado por comportamientos que a menudo evocan, e incluso son equivalentes, a los nuestros, seres humanos. Pero los animales de Abreu eran mascotas, no eran sujetos de experimentación. El éxito sin parangón (en aquel momento, eran pocos los grandes simios que habían sobrevivido un tiempo prolongado en cautiverio y casi ninguno se había reproducido) que tuvo en la cría de simios y monos se atribuyó al amor incondicional que les profesaba a estas criaturas.
Belle Benchley —conocida como “la Dama del Zoológico” por haber sido pionera en la dirección del Zoológico de San Diego entre 1927 y 1953— acudió a Abreu al principio de su carrera para que la orientara sobre los orangutanes, especie que, como el chimpancé, se reprodujo por primera vez con éxito en la Quinta. En My Friends the Apes (Mis amigos los simios), describe a Abreu como una persona “saturada de la vida social y política de Europa y Cuba, que había desarrollado en cambio un interés intenso, casi fanático, por los monos y los simios. Esto la hizo famosa”. Benchley retrata una visita a la Quinta, en la que Abreu
empleaba sirvientes nativos para cuidarlos, pero ella misma hacía buena parte incluso del trabajo más duro. Nunca superaré la sorpresa de sentarme en su fastuoso salón y adivinar a través de la luz cómo el corpulento sirviente negro subía lentamente las hermosas escaleras de mármol con un chimpancé joven sentado en su hombro y llevando a otro de la mano. Más tarde, madame Abreau [sic] me contó que compartía su dormitorio con aquellos dos en particular.
En My Animal Friends (Mis amigos animales), C. Emerson Brown cuenta:
Hizo mucho por la investigación de los simios antropoides, y sus conocimientos y sinceridad de propósito en este sentido han demostrado ser de gran valor para la ciencia. Cuando visité su finca por primera vez en 1929, antes de su muerte, me habló de su profunda convicción de que los simios tienen sentidos inusuales, de los que carece el ser humano. Por ejemplo, creía que tenían una vista poderosa, similar a los rayos X, que les permitía ver a través de sustancias sólidas, como tabiques de madera […]. Incluso la impresión religiosa, decía, era posible para sus pupilos y podía demostrarse con experimentos reales.
Es cierto que los primates muestran equivalencias con los conceptos humanos de razón, lógica matemática, aptitud para el lenguaje, conciencia de sí mismos, capacidad para engañar y quizá pruebas de (al menos lo que algunos de nosotros, humanos primates, hemos decidido que es) un sentido de moralidad o justicia retributiva. Rosalía Abreu, sin duda, estaba convencida de que los monos tenían alma. Además, vestía a algunos de sus animales, permitía que sus favoritos durmieran en la casa y dirigía en oración en una pequeña capilla familiar, que estaba situada en sus terrenos, a los que mostraban “promesa espiritual”.
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Remontemos el relato. A finales de abril de 1915, decía, se hizo historia en la Quinta Palatino. Una de las chimpancés de Abreu dio a luz. Tres meses después, Robert M. Yerkes, un profesor que estaba a punto de alistarse en el Ejército de Estados Unidos, le escribió para preguntarle por sus métodos de cría de simios, y le expresó su deseo de visitar La Habana. No fue el único interesado. Un mes más tarde Abreu recibió la siguiente consulta, aparentemente lasciva, de uno de los fundadores de la investigación médica, el Premio Nobel Iliá Méchnikov, del Instituto Pasteur de París:
¿Cuál es el procedimiento por el que el macho accede al coito con la hembra? ¿Cómo se comporta él al adoptar su posición particular? ¿Muestra ella algún tipo de coquetería? ¿Continúan las cópulas durante el embarazo? ¿O la hembra deja de aceptar al macho? ¿Acaricia este a la hembra antes y después del acto?
Robert M. Yerkes fue un precursor de la psicología comparada en una época en la que diversas vertientes de la investigación del comportamiento, como la psicobiología y la etología —el estudio del comportamiento animal—, se esforzaban por abrirse camino a través del campo de la primatología que, en sí misma y como disciplina propia, no pasó a primer plano hasta los años cincuenta.
Yerkes fundó el primer laboratorio de experimentación con primates de Estados Unidos. Profesionalizó en solitario el estudio de los simios mediante pruebas a largo plazo en condiciones controladas; sus experimentos iniciales fueron con un orangután joven y, un año después de escribirle a Abreu, publicó su primera e influyente monografía The Mental Life of Monkeys and Apes (La vida mental de monos y simios). Abreu respondió con efusividad a la carta de Yerkes, invitándolo a abrir una estación de investigación en La Habana e incluso ofreciéndose a costearla. Pero su propuesta de empresa conjunta se vio interrumpida por la Gran Guerra y, más concretamente, por el trabajo de Yerkes durante ese periodo. No volvería a visitar la Quinta hasta pasados nueve años.
Stephen Jay Gould, en La falsa medida del hombre, escribe cómo a principios del siglo XX la psicología seguía adoleciendo de falta de prestigio entre las ciencias; muchos psicólogos, por ejemplo, estaban exiliados en departamentos de filosofía o humanidades. Yerkes llegó a considerar las pruebas mentales, la cuestión del “potencial humano”, como una forma de corregir esta injusticia, un medio para que su campo saliera a flote. Lo que faltaba eran entornos rigurosos para realizar pruebas con acceso a suficientes pacientes, lo bastante diversos como para obtener datos representativos de la sociedad en general.
En ese sentido, la movilización masiva de la Primera Guerra Mundial fue una oportunidad para Yerkes: persuadió al Ejército para que le diera acceso a 1.7 millones de reclutas que servirían de prueba de ácido colectiva para sus incipientes teorías, iniciadas a partir del trabajo con simios. Más adelante afirmaría, con una buena dosis de arrogancia, que sus pruebas mentales habían “ayudado a ganar la guerra […] [y] demostrado su derecho a ser tomadas en serio en la ingeniería humana”. Lo cierto es que los militares consideraron los experimentos de Yerkes durante la guerra como una mera molestia: sus descubrimientos fueron ampliamente ignorados en un principio. No obstante, lo que sí que había logrado fue la primera prueba de inteligencia, por escrito, producida en serie.
A lo largo de su vida, Yerkes mantuvo la creencia en la inferioridad innata de la mayoría de los grupos oprimidos o desfavorecidos. Afirmaba que la inteligencia es, de manera uniforme, heredable y fácil de medir. Esta idea de clasificar a los grupos en función de algún parámetro de valor innato, como las pruebas de inteligencia, se ha denominado “determinismo biológico”. A lo largo de los siglos, a menudo los deterministas han extraído de la “ciencia” simplemente aquello que querían hallar, aprovechando las cualidades putativas del conocimiento objetivo de la disciplina (que se supone libre de contingencias sociales o políticas) para sus propios fines, respaldando prejuicios y, de forma deliberada o no, malinterpretando conjuntos de datos. Como en otros lugares, la “eugenesia”, como se ha denominado de forma genérica a este tipo de instrumentalización de la ciencia en pos del perfeccionamiento de la especie humana, se hizo cada vez más popular en Estados Unidos a principios del siglo XX, y no perdió adeptos hasta que se dieron a conocer los programas de esterilización masiva y purificación racial de Hitler.
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Yerkes llegó finalmente a Cuba en el verano de 1924, año en que fundó, bajo el auspicio de su Departamento de Psicología, el Laboratorio de Biología de Primates de Yale, dedicado a convertir a los monos en “siervos de la ciencia”. Lo acompañaba su séquito, compuesto por una secretaria, varios asistentes científicos, un fotógrafo y Chim, uno de sus dos adorados chimpancés —Chim pronto contrajo una neumonía y murió—. Almost Human, su relato clásico de varias semanas de estudio en la Finca de los Monos, se publicó al año siguiente. En esta obra, Yerkes comenta el terror que los simios de Abreu sentían por las armas, su odio a ser fotografiados y los hábitos de su ama, descritos de forma similar por Emerson Brown:
Ver cómo sacaban a estos enormes chimpancés de sus jaulas cada noche y los conducían por los imponentes escalones de piedra hasta su casa palaciega era un ejemplo notable del control que ejercía. Monos que podrían matar a media docena de hombres, amarrados con diminutas cadenas apenas capaces de sujetar a un perro pequeño, eran conducidos en silencio a una habitación del segundo piso, donde pasaban la noche.
En una solicitud de financiación datada en aquella época, Yerkes formuló en privado esta presuntuosa aserción:
Aunque nunca he pedido la aprobación formal de la declaración, estoy seguro de que ella [Abreu] cree como nosotros que el estudio científico de los primates es extraordinariamente importante como medio para aumentar la comprensión de los problemas de la vida y, en consecuencia, ampliar nuestro control sobre ella.
La Fundación Rockefeller no tardó en conceder 500 000 dólares (unos nueve millones actuales) al nuevo laboratorio de Yerkes, quien empezó a ser reconocido como el especialista en primates más importante del mundo.
Almost Human relata principalmente los estudios de Yerkes en La Habana, pero también trata sobre Alyse Cunningham —que había criado un gorila en su casa de Londres— y sobre la investigadora soviética Nadezhda Ladygina-Kohts, máxima defensora de la psicología comparada entre chimpancés y bebés humanos. En The Great Apes: A Short History (Los grandes simios: una historia corta), Chris Herzfeld explica que Ladygina-Kohts trabajaba en el departamento de Zoopsicología Darwiniana de Moscú —donde Yerkes fue a visitarla en 1929—. Sus descubrimientos se basaban en los proyectos pioneros, aunque heterodoxos, de Iliá Ivánovich Ivanov, precursor de la inseminación artificial. En 1917 Ivanov había recibido la aprobación oficial de los bolcheviques para su trabajo —Lenin se había interesado personalmente en él—, orientado a demostrar el “potencial para la mejora de la humanidad” por medio del progreso científico. Muchos en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, como en Estados Unidos y en otros países, aún se negaban a creer que los humanos pudieran compartir un antepasado común con los simples simios. Con una lógica inexorable, surgió una propuesta soviética para crear un híbrido entre chimpancé y humano como prueba indiscutible de la teoría darwiniana y, de manera implícita, para derrumbar los anatemas del zarismo tradicionalista y la Iglesia ortodoxa rusa. Nikolái Gorbunov, comisario del partido, que había sido secretario de Lenin, facilitó y obtuvo fondos para los experimentos de Ivanov. (Se ha llegado a decir que detrás de esta iniciativa estaba el deseo de Stalin de crear un batallón de infantería mestizo, al estilo de El planeta de los simios, para enfrentarse a los ejércitos fascistas y liberales de Europa y Estados Unidos).
Primero en San Petersburgo y luego en París, Ivanov intentó fecundar hembras de chimpancé con esperma humano, pero no lo consiguió. Más tarde continuó sus esfuerzos, esta vez de noche, en un laboratorio improvisado en Guinea, empleando “voluntarios” locales engañados. En junio de 1926, The New York Times se hizo eco de estos ensayos y publicó el clamoroso titular “Soviet Backs Plan to Test Evolution” (“El Gobierno soviético respalda un plan para demostrar la evolución”); el presidente de la Asociación Americana para el Avance del Ateísmo declaraba: “Confiamos en que puedan producirse híbridos y, si todo va bien, la cuestión de la evolución del ser humano quedará demostrada para contento de los antievolucionistas más dogmáticos”. Ivanov atribuyó sus fracasos iniciales en la fecundación de prisioneras en Moscú al escaso rendimiento del esperma de chimpancé que había estado previamente congelado. Así que, bajo la autoridad del Instituto Soviético de Patología y Terapia Experimental, envió cuatro chimpancés y un orangután a Sujumi, a orillas del Mar Negro, donde había establecido la primera estación de cría de primates del mundo. Pero, en 1928, cuando estos simios sementales expiraron en rápida sucesión, y percibiendo que Stalin se impacientaba ante su falta de avances, Ivanov suplicó a Rosalía Abreu, solicitándole un “espécimen macho, robusto y viril” que asegurara la inseminación de al menos una de las cinco hembras humanas voluntarias que esperaban valerosamente en Sujumi.
Abreu accedió con gusto a la petición de Ivanov, aunque se vio obligada a retractarse de su apoyo al recibir amenazas de muerte del Ku Klux Klan, que aborrecía este experimento “abominable para el Creador”. En noviembre de 1930, entre sus instrucciones póstumas para la dispersión de sus mamíferos, Abreu precisó que seguía sin mantener “ninguna objeción al cruce de chimpancé macho con Homo hembra”. Un mes después de su muerte, Ivanov cayó en desgracia ante Stalin, fue arrestado y enviado a un gulag en la actual Kazajistán. Gorbunov, su facilitador en el partido, fue más tarde purgado por un pelotón de fusilamiento y, por si fuera poco, el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos de la Unión Soviética persiguió a las cinco jóvenes abjasias (naturales de la ciudad de Sujumi, en el Mar Negro) que se habían ofrecido, con tanto patriotismo, como voluntarias para engendrar lo que podría haberse convertido en el invencible e infrahumano ejército simio de Stalin, y las ejecutó a todas. El alucinado pasaje de la historia ha sido documentado ampliamente por investigadores como Kirill Rossiianov y analizado por Eric Michael Johnson en Scientific American.
Se dice que la película King Kong (1933), esa clásica representación alarmista del mestizaje representado como simio mutante, “ni bestia ni hombre”, se inspiró en este estrambótico episodio. Es difícil de comprobar. En todo caso, hay una sorprendente concurrencia entre estos intentos de mestizaje en la vida real entre grandes simios humanos y no humanos y obras de ficción como la influyente película de Erle C. Kenton La isla de las almas perdidas (1932), y la novela de H. G. Wells en la que esta se basa. Ambas describen una isla remota gobernada por un Frankenstein demente, el doctor Moreau, que crea una raza servil de híbridos de gorila y humano como, de nuevo, siervos de la ciencia. Estos desafortunados seres amalgamados terminan rebelándose contra los atroces experimentos que se llevan a cabo con ellos en la Casa del Dolor, la estación de investigación de Moreau, situada en lo alto de una colina o un cerro.
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Los 15 años de intercambios entre Yerkes y Rosalía Abreu, que se conservan en los archivos de Yerkes en Yale, muestran dos personalidades muy distintas. Rosalía tenía 62 años cuando recibió por primera vez la visita de Yerkes, quien entonces contaba cuarenta y tantos y empezaba a labrarse un nombre. Los resultados de sus pruebas durante la Primera Guerra Mundial acababan de ser recopilados y publicados como “Eugenic Bearing of Measurements of Intelligence” (“Relevancia eugenésica de las mediciones de la inteligencia”, 1923) y Psychological Examining in the United States Army (Exámenes psicológicos en el Ejército de Estados Unidos); combinados, tendrían implicaciones duraderas en la política social y la demografía de Estados Unidos.
Tanto Yerkes como Ivanov, en el mismo momento, se esforzaron por construir un hombre nuevo en sus respectivos países, aunque con fines ideológicos divergentes. La experiencia de Abreu fue un recurso primordial. El intelectual cubano Jorge Mañach, cuando escribió en El País sobre la lectura de Almost Human, observó con perspicacia que los países pequeños a menudo solo pueden hacerse notar mediante actos grandiosos y extravagantes. Mañach arremetió contra sus compatriotas por ridiculizar constantemente a Rosalía Abreu, destacando sus logros y cómo habían honrado a Cuba: “Observen cómo puede forjarse una patria incluso mediante la cría de monos”. A pesar de que los animales de Rosalía se mantenían como mascotas, sin el deseo de hacer de ellos, en palabras de Yerkes, “siervos de la ciencia”, la influencia de sus éxitos tuvo una repercusión duradera.
Yerkes, por su parte, se dedicó en su día a utilizar la investigación genética y los procedimientos selectivos para fabricar un ser humano “más perfecto”. Al fin y al cabo, como aprendió de Rosalía Abreu, si se podía hacer que los simios ampliaran su comportamiento desde el mero instinto hacia la conciencia, sin duda se podría mejorar la humanidad. Pero lo que extrajo de sus pruebas en tiempos de guerra, lo que decidió extraer de sus propios datos, tenía connotaciones, por decir lo menos, inquietantes. Podemos hacernos una idea aproximada al leer las siguientes líneas de Almost Human:
Es curioso que África, continente rico en variedades relativamente primitivas de la especie humana, sea también el hogar de los tipos más elevados de simios antropoides y de infinitas especies de monos. El negro y el chimpancé parecen reconocer en el otro similitudes que atraen y diferencias que repelen.
En los años treinta, e incluso durante la Segunda Guerra Mundial, proliferaron las sociedades e iniciativas que promovían el estudio de la eugenesia “negativa”, que buscaba eliminar características humanas —en contraste con la eugenesia “positiva”, que aún es popular hoy—. El propio Yerkes consideraba que Estados Unidos se estaba quedando atrás en ese campo y que se le habían negado posibilidades de capitalizar y ampliar sus estudios anteriores, hasta el punto de que
Alemania nos lleva una extensa ventaja en el desarrollo de la psicología militar […]. Los nazis han conseguido algo que no tiene parangón […], lo que ha ocurrido en Alemania es la secuela lógica de [mis] servicios psicológicos y de personal en nuestro propio Ejército entre 1917 y 1918.
El ayudante de Yerkes, E. G. Boring, había extrapolado a partir de los datos de las pruebas que la edad mental del varón blanco norteamericano medio era de “13 años”: menos de lo que se pensaba con anterioridad y rondando el límite —entre los ocho y 12 años— de los puntos de referencia oficiales para la “imbecilidad” adulta. Este hallazgo, interpretado de forma reduccionista, se convirtió en un grito de guerra para los eugenistas agoreros, que lo consideraban una prueba positiva de que la inmigración procedente del sur y del este de Europa estaba debilitando un “tronco nativo robusto” y, por supuesto, del mestizaje provocado por la mezcla “deletérea” de sangre negra.
Según su esquema, el ruso medio tenía una edad mental de 11.34, es decir, dentro de la franja de los imbéciles; el italiano, 11.01; el polaco languidecía en la poco halagüeña calificación de 10.74. De ahí que Yerkes llegara a la conclusión de que los futuros inmigrantes europeos podían ser clasificados por su país de origen, pues la “supremacía natural” de los europeos “nórdicos” y occidentales contaba ahora con respaldo científico. Los hombres negros, indiferenciados por nacionalidad u origen, fueron los peor parados, con una edad mental media de 10.41 años, de acuerdo con las pruebas del estadounidense. Yerkes observó que
el negro carece de iniciativa, muestra poco o ningún liderazgo y no puede aceptar responsabilidades. Algunos señalan que estos defectos son mayores en los negros del sur […]. Los hurtos y las enfermedades venéreas son más frecuentes que entre las tropas blancas.
El eminente profesor advirtió que “ninguno de nosotros, como ciudadanos, puede permitirse ignorar la amenaza del deterioro racial o las evidentes relaciones de la inmigración con el progreso y el bienestar nacionales”.
La metodología de las pruebas de inteligencia de Yerkes, como han demostrado Stephen Jay Gould y otros, era, por supuesto, defectuosa a profundidad. Supuestamente pretendían demostrar la “capacidad intelectual nativa” sin tener en cuenta los logros o niveles previos de educación. Pero, debido a la forma en que estaban formuladas las preguntas, para obtener una buena puntuación era necesario contar con una educación básica y un conocimiento previo de la cultura estadounidense. Es comprensible que los nuevos inmigrantes, con bajo nivel de inglés, y los sectores de la sociedad ya marginados o excluidos por la pobreza obtuvieran malos resultados. Las clasificaciones raciales de Yerkes —“ingleses, escandinavos y teutones”, por un lado; “eslavos y latinos”, por otro—, eran poco científicas, confusas y delataban sus prejuicios latentes. Lo que es aún más triste: iban a jugar a favor de poderosas facciones hereditarias de la élite de Washington. Sus pruebas influyeron en el grupo de presión que permitió que se aprobase la Ley de Inmigración de 1924. Los debates del Congreso que precedieron a la aprobación de esta ley hicieron referencia constante a los datos de Yerkes y llevaron al establecimiento por primera vez de cuotas nacionales de inmigración. Henry Fairfield Osborn, entonces presidente del Museo Americano de Historia Natural, escribió sobre las pruebas de Yerkes:
Hemos aprendido de una vez por todas que el negro no es como nosotros. Lo mismo hemos aprendido con respecto a muchas razas y subrazas de Europa: algunas [léase judíos], que creíamos poseedoras de una inteligencia quizá superior a la nuestra, eran en realidad muy inferiores.
“América debe seguir siendo americana”, enunció el presidente Calvin Coolidge antes de firmar la entrada en vigor de la Ley de Inmigración.
Se calcula que, entre 1924 y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, hasta seis millones de europeos del sur, del este y del centro —incluidos, naturalmente, innumerables judíos que deseaban escapar del nazismo— no encontraron asilo en Estados Unidos a causa de esta ley. Su aprobación significó, en opinión de Gould, que “los eugenistas pelearon y se anotaron una de las mayores victorias del racismo científico en la historia de Estados Unidos”.
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They built us in the House of Pain
high up on the Hill
sometimes things go wrong
so they’re experimenting still.
But we are still evolving
while they are standing still
one day we’re gonna go and take
the house upon the hill!
Nos crearon en la Casa del Dolor
en lo alto de la colina
porque las cosas a veces salen mal
siguen con experimentos todavía.
Nosotros evolucionamos hoy día
ellos son los que se quedan tiesos
¡iremos un día y conquistaremos
la casa en la colina!
“ISLAND OF LOST SOULS”, THE TALL BOYS (1982)
A la luz de la luna llena, como aún pueden contar los residentes del barrio habanero de El Cerro, los monos salen a bailar.
Estamos a finales de 2019, es la noche en la que, por fin, podré satisfacer mi deseo de visitar la Quinta Palatino en persona. La semana antes de mi llegada, a tiempo para las festividades por el quingentésimo aniversario de La Habana, los terrenos de la casa de la familia Abreu en la cima de El Cerro se abrieron al público por primera vez. En las nuevas verjas perimetrales de hierro se ha grabado el nuevo nombre “oficial” de la mansión: Finca de los monos: Palacio tecnológico.
Gloria Swanson solía visitar La Habana en los años veinte, y quizá por eso, al detenerme ante un viejo almendrón de la época de Eisenhower, a las puertas de la finca, me siento realmente como el guionista de Sunset Boulevard entrando en la propiedad de una Norma Desmond cubana. (En cualquier momento espero que aparezca un mayordomo, con un inquietante acento centroeuropeo, y me introduzca en la mansión donde encontraré —como en la secuencia inicial de la película— a su decadente propietaria sumida en el luto por un chimpancé fallecido, que yace en su féretro.)
Pedro Abreu, nieto de Rosalía, el último miembro de la familia que habitó la Quinta, era famoso por tener allí a una leona adulta llamada Dalila. Los Abreu dejaron Cuba, con destino a París y Roma, tras la Revolución de 1959, cuando muchas de sus propiedades fueron expropiadas. La finca estuvo semiabandonada durante años, antes de convertirse en el Palacio de los Matrimonios, disponible para las parejas que deseen celebrar sus nupcias en un entorno memorable, entre ruinosos salones de banquetes y terrenos cubiertos por la maleza, y el Palacio de Pioneros, bajo la dirección de la Unión de Jóvenes Comunistas y la Organización de Pioneros “José Martí”.
Llego y veo que todavía están en marcha las obras del nuevo Palacio Tecnológico, un espacio híbrido para niños que también funciona como parque temático en miniatura, con restaurantes al aire libre de estilo indio y pasarelas elevadas. Deambulando en solitario por el recinto, me encuentro con el administrador, Iván Azurdia, que me acompaña a visitarlo. A ambos lados de la entrada de la casa, se yerguen gigantescas estatuas animatrónicas de gorilas de goma de ocho metros de altura —moldeadas especialmente en Sichuan, China—. Junto a la pequeña capilla donde Rosalía reprendió una vez a sus “penitentes” mascotas con un rosario —y donde, en 1930, yacía su propio cuerpo embalsamado, a la espera de que sus hijos regresaran de París para el funeral—, dos chimpancés esculpidos están sentados en taburetes. Llevan auriculares y al parecer están metidos de lleno en una partida de ajedrez. Varios simios amenazadores asoman entre los matorrales, entre ellos un albino de gran tamaño y pelaje rosa fluorescente. Dos obreros están soldando un cerco protector de hierro a una fuente profunda repleta de renacuajos, coronada en su centro por un mono trovador de tamaño natural que canturrea por un micrófono. Iván me conduce hasta un chimpancé gigante, a cuatro patas, que vigila la entrada a una enramada cubierta de maleza. Al enchufarlo, chilla desconsoladamente y mueve la cabeza de un lado a otro. (Ahora me doy cuenta de que incluso los dos gorilas gigantes, a ambos lados de la porte-cochère de la mansión, están mecanizados y emiten gruñidos bajos a intervalos regulares.) En la entrada hay una pequeña placa que informa que aquí, en noviembre de 1989, se expusieron los restos de los hombres caídos en la guerra de Cuba en Angola.
Los salones de la finca, elegantemente restaurados, han sido amueblados con un bar de jugos, estridentes videojuegos estilo arcade, una mesa de hockey sobre hielo y demás consolas aparatosas. Murales con chimpancés vestidos de humanos cubren las paredes. Ascendemos por la escalera que sube en espiral por el interior del torreón de la azotea y contemplamos las estupendas vistas de La Habana y, más allá, una panorámica ininterrumpida del estrecho de Florida. Al descender por la escalinata de mármol de la Quinta, con balaustrada de volutas de acanto labradas en bronce que conduce al vestíbulo de entrada, trato de imaginar cómo sería ser arrastrado de los pelos, como le ocurrió a Rosalía en una ocasión, por las garras de un orangután furioso que había roto sus cadenas. Mirando hacia arriba, antes de salir al aire libre, me detengo a admirar un lienzo majestuoso, en mal estado, que llena el enclave curvo sobre las puertas principales. Se trata de la Batalla de Coliseo, la representación de Armando García Menocal, uno de los artistas más importantes del país, de una victoria decisiva contra los españoles liderados por Máximo Gómez y Antonio Maceo en 1895. Es la única obra de este tipo que se conserva de García Menocal en una residencia privada. Un regimiento montado de mambises, los irregulares nacionalistas cubanos, vigilan un campo de batalla, donde el general Gómez, quien más tarde apoyaría la candidatura del cuñado de Rosalía para vicepresidente de la nueva República, apunta con una pistola a su contraparte española, que se rinde.
Rosalía Abreu recurrió a los servicios de un eminente cirujano que había luchado a las órdenes de Gómez —y que más tarde escribiría su biografía— cuando sus monos enfermaron. El doctor Benigno Souza y Rodríguez, quien en su día atendió las necesidades médicas de las fuerzas independentistas cubanas, operó a las mascotas de Abreu. Al preguntar por qué no hay información sobre la historia del edificio ni sobre su antigua propietaria, se me responde con aseveraciones —quizá por confusión con su hermana Marta— sobre la indiscutible condición revolucionaria de Rosalía, sobre la necesidad local de un espacio popular de verdad, concebido sobre todo para niños y familias. He escuchado rumores sobre una reunión, a principios de 2019, de un comité de planeamiento urbano, en la que se plantearon objeciones a la propuesta —del todo seria— de encargar nuevos murales, que representarían a figuras del ejército mambí cubano del siglo XIX en forma de monos marchando al paso del Ejército Revolucionario de Fidel Castro.
La restauración de los terrenos de la finca al estilo de un parque de atracciones, desprovista de cualquier detalle verdaderamente informativo de una historia que apenas necesita adornos, es sintomática de la relación insegura de Cuba con su pasado prerrevolucionario, con todas las instituciones y narrativas que esta convulsión eliminó y que ahora, con cautela, intenta reincorporar. Esta miscelánea surrealista que se expone hoy en la finca, su diorama de juguete, cuya iconografía se superpone a un continuo insurreccional —un arco ininterrumpido desde la resistencia indígena hasta la misión internacionalista de la revolución en Angola, pasando por la dominación española— es característica de la aspiración del Gobierno por apropiarse de todos y cada uno de los episodios del pasado de la nación en una secuencia progresista y materialista.
Al salir de la Finca de los Monos aquel día recordé la respuesta de Abreu a T. Everett Harré cuando le prometió que le enviaría su última novela: “No leo libros. ¡¿Leer romances!? Me pregunto qué romance podría escribir usted que yo no haya vivido. ¡La vida es aún más insólita que los libros… sí, sí!”.
Fotografía del chimpancé: Robert Mearns Yerkes Papers (MS 569). Manuscripts and Archives, Yale University Library. Fotografía de Rosalía Abreu: tomada por JS Tennant de un retrato en la Casa de la Ciudad, Santa Clara, Cuba.
En una casa de la colina, una vieja mansión de La Habana, quedan rastros de la vida de un clan: 130 monos y primates que estuvieron alguna vez, durante la primera mitad del siglo XX, bajo el manto protector de una mujer extraordinaria: Rosalía Abreu. Lo que ocurrió en esa finca dio pie a capítulos en la historia de la ciencia, la cultura y hasta del desarrollo demográfico mundial que muchos quisieran olvidar.
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Hace unos años, antes de empezar un doctorado en el Reino Unido, pasé una temporada como becario de investigación en el departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Yale. Ya por entonces hacía unos 20 años que viajaba a Cuba con cierta frecuencia y mi área de estudio eran las descripciones del espacio urbano de La Habana en la literatura contemporánea. Una tendencia innata a la procrastinación me llevó a investigar las vastas colecciones sobre Cuba de la biblioteca de la universidad, llamado por pura distracción por aquí o a golpe de clic por allá, alejándome de aquellos libros y archivos en los que me tenía que centrar. A través del catálogo digitalizado me di cuenta de la existencia de un importante archivo científico de principios del siglo XX que estaba relacionado, de alguna manera, con Cuba. Durante los días siguientes, mientras pedía cajas y cajas de borradores manuscritos, recortes de periódicos y revistas, álbumes de fotografías y una correspondencia inédita que abarcaba unos 40 años, me sumí, fascinado, en una historia verídica más fantástica que cualquier obra de ficción.
El primer documento del archivo era una carta manuscrita, enviada desde el laboratorio de Psicología de la Universidad de Harvard en el verano de 1915:
Mi querida señora Abreu:
Estoy profundamente interesado en el estudio de los hábitos, el instinto y la inteligencia de los simios antropoides (especialmente el orangután y el chimpancé), y al conocer su éxito en el cuidado de varios de ellos en su finca de La Habana me tomo la libertad de escribirle para pedirle información. En primer lugar, me gustaría saber si ha conseguido reproducirlos en cautiverio y, de ser así, ¿en qué condiciones?
El autor, Robert M. Yerkes —un psicólogo estadounidense que llegaría a ser director del departamento de Psicología de Yale, pero que hoy es conocido por sus pioneros trabajos en primatología, sus avances en psicología comparada, y sus coqueteos con la eugenesia—, se tomaría ciertas “libertades” con Rosalía Abreu, la destinataria de la carta, una heredera cubana célebre por el celo con el que se apartó de la vida social. El tono indiferente e impersonal de la misiva y la naturaleza transaccional de sus requerimientos contrastan nítidamente con las respuestas efusivas y profusas de Abreu. Yerkes estaba disimulando su admiración. No cabe duda de que sabía que en abril de aquel año la historia se había empezado a escribir en la mansión de Abreu, a las afueras de La Habana. Una de las monas que Abreu tenía como mascotas había parido. Era el primer parto de una chimpancé en cautiverio del que se tuviese noticia. Hasta ese momento, ningún científico o zoológico había logrado semejante proeza: aquello sacudió los cimientos del mundo de la zoología y fue objeto de efusivas felicitaciones de los investigadores más destacados de la época.
El año en que la atención del mundo entero se concentraba en la Primera Guerra Mundial, este intercambio epistolar inauguraba —cada día me convencía más de ello— una de las relaciones más extrañas del siglo xx. Se trataba de una historia que incluía acusaciones de demencia, eugenesia, tentativas para crear un híbrido entre humanos y simios, gulags soviéticos, ejecuciones, la primera prueba de coeficiente intelectual de producción en masa en el mundo, la colección privada de monos y simios más grande del planeta, amenazas de muerte del Ku Klux Klan y el racismo científico que alteraría la composición demográfica de Estados Unidos.
Desde 1915 hasta la aparición de un cuaderno azul de páginas dobladas anotado con la cursiva de Yerkes, “Registro diario de trabajo antropoide en La Habana (Cuba) julio/agosto de 1924”, el archivo no contiene más información. Pero fue durante este periodo de estudio, en la extensa colección zoológica de Abreu, cuando se consolidó la relación entre el psicólogo y la heredera. La correspondencia entre los dos se mantuvo hasta la muerte de Abreu en 1930 y, a partir de entonces, hasta su propia defunción en la década de los cincuenta, entre Yerkes y Pierre Abreu, hijo de Rosalía. A partir de ese cuaderno de notas, Yerkes escribió en 1925 su libro Almost Human (Casi humano), un trabajo precursor de lo que hoy se conoce como primatología.
Las cajas contienen fotografías originales de Abreu, de su mansión almenada y de sus extensos terrenos, de numeroso personal y de cuidadores de animales. Una de las imágenes muestra un singular retrato al óleo, enmarcado en un bastidor dorado, de una chimpancé de gran porte, que se encuentra sentada, orgullosa, en una silla que parece un trono, sosteniendo a su cría a la manera de una madona con niño del Renacimiento. El cuadro fue encargado para conmemorar el histórico nacimiento de Anumá, nombrado así en honor del dios mono hindú (Hanumân), el primer chimpancé nacido en cautiverio fuera de África. Este cuadro era, como llegué a entender, el testimonio de los atributos espirituales que Rosalía Abreu les confería a los simios a su cargo.
Durante horas, pasando páginas en la biblioteca de Yale, seguí la narración de Pierre sobre el final prematuro del pobre Anumá, aquel involuntario Cristo de los simios, y su agónica muerte por los estigmas de unas heridas mortales:
De Madre hace meses que no tengo noticias de primera mano. Solamente a través de amistades que me han escrito me hago una idea general de la tragedia de este verano. Pero quizás ni tú tengas conocimiento del accidente al que me refiero. Parece ser que Lescano [uno de los cuidadores de los monos], hoy inmortalizado en el frontispicio de Almost Human, sufrió una mordedura muy grave de Anumá, y en represalia le disparó con su revólver. Creo que el mono murió tras un largo sufrimiento y, por supuesto, esfuerzos extraordinarios por parte de Madre para salvarle la vida. Pero no tengo los detalles precisos. Lo único que sé es que el pobre Lescano perdió dos dedos de la mano izquierda y su trabajo.
Los rumores y las injurias acosaron siempre a Rosalía y a sus monos y simios. Tras recibir el manuscrito de Almost Human para aprobar su publicación, en su respuesta Pierre Abreu demanda cambios para proteger la reputación de su madre:
Mi única objeción, como recordarás, estaba relacionada con la aplicación de “agua bendita” de Lourdes en la farmacopea de los simios, porque publicar eso podía provocar críticas vehementes de personas religiosas. Algunas de las historias que mi madre te contó son veraces, otras son exageradas o están distorsionadas por el afecto que sentía por sus mascotas.
Un artículo de la revista madrileña Estampa de enero de 1931 describe un episodio similar a “Los crímenes de la calle Morgue”, de Poe, ya que uno de los orangutanes de Rosalía, entrenado por ella misma en el servicio del salón comedor, estranguló al administrador en un ataque de celos por pasar demasiado tiempo junto a su querida ama. Abreu salvó al mono de que lo ajusticiaran, pues consideraba que aquel asesinato había sido un crimen de pasión.
Durante los últimos años de la vida de su madre, Pierre Abreu estaba cada día más preocupado por el comportamiento de ella. Como demuestran sus francas misivas a Yerkes, pretendía controlarla mediante cualquier medio a su alcance y le preocupaba su herencia:
En términos generales, estamos muy angustiados por su salud mental, que cada año resulta menos normal, y creemos que se encuentra a la merced de cualquiera que quiera hacerle creer que “ama” a los animales en general y a los monos en particular […]. Aunque odie pensar en ello, es posible que algún día tenga que tomar las medidas necesarias para incapacitarla desde el punto de vista legal y así prevenir que haga una tontería.
Contrariado por compartir la finca con los animales de su madre, Pierre consiguió en dos ocasiones una audiencia con Gerardo “el Carnicero” Machado, el cruel presidente de Cuba (que, como el personaje homónimo de Valle-Inclán en Tirano Banderas, disfrutaba darles de comer periodistas a los tiburones), a quien Rosalía Abreu había legado su colección de animales.
La vida en la quinta se ha vuelto más incómoda de lo que ya era, si cabe. A mi hermana y a mi cuñado les cuesta acostumbrarse a la inmundicia y al hedor que invade la casa por los monos que duermen dentro. Ha sido necesario que me rebelase y amenazara con mudarme a un hotel vecino para que sacaran unos seis o siete monos de una habitación contigua a mi estudio. Habían ocupado el lugar recientemente y lo habían vuelto inhabitable.
Al morir su madre, Pierre dispuso que la mayor parte del zoológico privado de la familia fuese donado a Yerkes y transferido al Centro de Experimentos Antropoides de Yale que el profesor había establecido en Orange Park (Florida). Allí, contra la última voluntad de Rosalía Abreu, se llevaron a cabo prácticas experimentales como la extracción de embriones por cesárea y ovariectomías. Aquellos pocos simios cubanos que seguían con vida al estallar la Segunda Guerra Mundial fueron los que padecieron la peor suerte: fueron sacrificados como parte del “esfuerzo bélico” en el departamento de Neuropsicología de Harvard, en pruebas sobre los efectos de “la malaria, las lesiones cerebrales repentinas y la guerra química”.
Cada historia que encontraba en el archivo era más sorprendente que la anterior. Y había un elemento adicional. Yo había vivido en La Habana, pero nunca había oído hablar de Rosalía Abreu. En general, no muchas personas en Cuba o fuera de la isla conocen su legado. Robert M. Yerkes, en cambio, aun habiéndose convertido en un eugenista con simpatías por ciertos aspectos del nazismo, ascendió a prestigiosas cátedras, trabajó con el Gobierno y formó parte de comités de algunas de las instituciones más reconocidas del mundo. Entre tanto, Abreu fue vilipendiada como “la loca del desván”, pese a sus logros sin par. A medida que leía sin pausa el fascinante acervo de documentación que tenía en mis manos, empecé a tener la certidumbre —que no me tomaba del todo en serio— de que en la relación entre Abreu y Yerkes había algo, como en un microcosmos, de la dinámica de poder imperantes entre Cuba y Estados Unidos. Fue solo más tarde, en 2024 —100 años después de la llegada de Yerkes a La Habana—, que pude conocer a Aymée Borroto, filóloga e investigadora centrada en revitalizar la figura de Rosalía Abreu. Paso a paso fui dilucidando con ella no solo la importancia que tenía aquella mujer, sino también —en cierta medida— el porqué del silencio histórico: más allá de lo que realmente había hecho (y mucho) para Cuba, pesaba la leyenda que la envolvía, menospreciada, mal vista por buena parte de esas mismas personas contemporáneas que se aprovecharon de sus beneficios como filántropa y amante de la cultura y la ciencia.
Lo que supe con certeza, a medida que indagaba más en esta historia —que no tardó en convertirse en una especie de obsesión para mí—, es que ya no quería estudiar un doctorado sobre literatura cubana.
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En un artículo de Cosmopolitan de abril de 1930, intitulado “A Mansion for Monkeys: A Visit with One of the Strangest Women of Our Time” [“Una mansión para monos: visita a una de las mujeres más extrañas de nuestros tiempos”], el novelista T. Everett Harré escribe:
A las afueras de La Habana existe una vasta propiedad de selva tropical y jardines hermosos. En un fantástico palacio que vale millones de dólares reside una mujer misteriosa, casi legendaria. Considerada la más rica de América Latina, rehúye la compañía de la sociedad y lleva una vida reclusa, acompañada por la mayor colección de monos y simios antropoides del mundo. Se trata de la señora Rosalía Abreu.
Nacida el 15 de enero de 1862, Rosalía Abreu Arencibia era hija de Pedro Nolasco González Abreu y Jiménez y cobeneficiaria, junto a sus dos hermanas, de una descomunal fortuna familiar derivada de ingenios azucareros de la provincia de Villa Clara. En la década de 1890, Marta Abreu, una de las hermanas de Rosalía, donó 40 000 dólares (equivalentes a casi un millón y medio de dólares actuales) a la causa de la independencia cubana de España (eso sí: Rosalía contribuyó con 50 000 dólares, la suma más grande donada por cualquier mujer). Marta se casó después con Luis Estévez, quien en 1902 se convirtió en vicepresidente de la primera República cubana.
Tras pasar su infancia en Santa Clara, Rosalía repartió su tiempo entre Nueva York y París, donde se casó y donde nacieron sus hijos. Su hija Rosalía, conocida desde siempre como Lilita, tendría una relación difícil con su madre y se convertiría en musa de los poetas franceses Jean Giraudoux y Saint-John Perse, este último galardonado con el Premio Nobel de Literatura, que dedicó a Lilita Abreu su obra más perenne: “Poema a la extranjera”. (Más tarde, ambos escritores tendrían un papel fundamental en la difusión de los mitos sobre la vida de la excéntrica madre de Lilita.)
A principios del siglo xx Rosalía se separó de su marido y regresó a su país natal, donde había heredado la Quinta Palatino, más conocida como Las Delicias, la residencia almenada que hacía las veces de casa familiar de fin de semana en lo alto de la Calzada de Palatino, en el barrio El Cerro de La Habana. Ya para entonces Abreu se había convertido en miembro de la alta sociedad internacional. El simbolista francés Paul Adam, de visita por aquella época, la celebraba así en Vues d’Amérique:
En torno a esta dama de singular inteligencia, activa y sensible, la elite cubana se reúne alegremente en esta finca donde convive la vegetación de los trópicos con las especies raras habidas y por haber, los árboles magníficos, todas las plantas extrañas y las palmeras donde anidan unos diminutos buitres negros propios del país. Las galerías del palacio, bajo amplias arcadas, se abren a este parque de Las mil y una noches.
Abreu fue la primera cubana en volar en avión, y sus opulentas fiestas de sociedad son fuente de leyenda. La noche posterior a una de ellas, Las Delicias fue arrasada por un incendio; mandó que se reconstruyese poco después con un estilo neogótico fortificado. Los nuevos jardines se diseñaron como una reproducción de Versalles en miniatura, y las estatuas se encargaron a importantes escultores franceses. Los recitales y bailes de máscaras se sucedieron sin cesar. No era raro ver a eminencias como Hubert de Blanck tocar el piano vertical alemán —que perteneciese antaño a Carol I, rey de Rumania— en una de las salas de recepción del palacio, unos salones iluminados por lámparas Tiffany y adornados con tapices del Segundo Imperio, cuyas paredes estucadas alguna vez resonaron con la primera interpretación de la icónica habanera Tú, de Eduardo Sánchez de Fuentes.
Aunque provenía de una ilustre familia criolla, cuyos miembros de forma mayoritaria habían respaldado con sano juicio la independencia de la isla, Rosalía, a diferencia de su hermana, era una ferviente proestadounidense y parece ser que habría apoyado toda la vida las intervenciones políticas de aquella potencia en Cuba. La casa nueva estaba adornada con gigantescos lienzos que representaban escenas de la Guerra Necesaria —la Guerra de Independencia librada contra España— durante el siglo XIX: obras de arte que incluían (no sin controversia) La batalla del cerro San Juan, de Armando García Menocal, que mostraba a Theodore Roosevelt, amigo personal, al frente de la carga de sus Rough Riders.
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Esta es la recóndita mansión que más tarde describió Everett Harré en Cosmopolitan: un sitio de extraños sucesos, presidido por una hacendada que se volvió reacia a la compañía de los humanos, una heredera cuyas extravagancias jamás dejaron de agitar las malas lenguas habaneras:
Muchas cosas raras se pueden oír en La Habana sobre la señora Abreu. Guapa, admirada, popular sea en Cuba como en las capitales de Europa hace 30 años, esta mujer se retiró extraña y repentinamente de los placeres sociales, de todo aquello que la riqueza y una alta posición le permitían disfrutar, para recluirse en lo que prácticamente se ha convertido en un reino de simios.
Dicen que Abreu, de niña, animada por un padre al que adoraba, había tenido una paloma como mascota, un perro mexicano sin pelo —un xoloitzcuintle— y, más tarde, un colibrí. Pero no fue hasta la treintena, después de haber regresado a Cuba tras tener cinco hijos, que su hábito por el coleccionismo menos ortodoxo tomó vuelo. Cuando Everett Harré encontró a Rosalía en 1930, el año de su muerte, documentó que el jardín en terrazas de estilo italiano de la mansión estaba lleno de “guacamayos, loros, canarios, pavorreales, pavos, águilas, gallos japoneses con colas de tres metros, ciervos, un oso, conejos, un caimán y perros en representación de cada nación”. Abreu había pagado recientemente los vitrales de El Cobre, en el oriente del país: el santuario nacional que es la Lourdes de Cuba, cuya Virgen es tan venerada como la Virgen de Guadalupe en México o la Virgen del Rocío en España (cuando Everett Harré vio a la rica heredera por primera vez, estaba inmersa en una conversación con un grupo de monjes franciscanos residentes que vestían hábito). El novelista señala que en una oportunidad Rosalía llevaba un elefante indio de Singapur, para el cual había encargado un estanque de casi media hectárea, escondido en la cabina de un barco a vapor.
Por lo que más se recuerda a Rosalía Abreu, no obstante, es por las criaturas que llevaron a la Quinta Palatino a ser conocida todavía hoy como la Finca de los Monos. La historia se remonta a la Francia de 1894, cuando compró su primer mono, un macaco, en Biarritz. En pocos años adquirió en Cuba un repertorio de gibones, orangutanes, chimpancés, monos búho, monos ardilla, monos araña, monos aulladores, monos lanudos, monos Rhesus, monos verdes, macacos cola de león, un wau-wau, titís, guenones, dos raros ejemplares de simios negros de las Célebes, 10 babuinos y dos mandriles. En febrero de 1928, la revista Time contó 130 monos y simios (de unas 25 especies distintas) de Borneo, el Congo, Sierra Leona, Centro y Sudamérica y Gibraltar. Había 50 jaulas en semicírculo a unos 30 metros de la terraza de la finca, atendidas por 18 cuidadores a tiempo completo. La bailarina Isadora Duncan, de visita en 1916, describió cómo Rosalía
recibía a los invitados con un mono en el hombro y de la mano de un gorila […]. Era una mujer muy hermosa, de ojos grandes y expresivos, culta e inteligente, que acostumbraba a reunir en su casa a las figuras más rutilantes del mundo de la literatura y el arte.
Las primeras notas publicadas en el mundo sobre la actividad sexual de los chimpancés, su nacimiento y desarrollo se tomaron de los animales de Abreu, así como las primeras fotografías de carácter científico de monos. A la vez, una “personalidad de excentricidades estrafalarias, [y] objeto de especulaciones e infundios extravagantes entre su propia gente”, en los términos de Everett Harré, su precursora colección de primates llevó a Abreu a convertirse en “amiga y confidente de algunos de los científicos más importantes sobre la faz de la tierra”. No era para menos: Abreu fue la primera persona en reproducir un chimpancé en cautividad y criar su descendencia, y la primera en realizar un estudio exhaustivo sobre el cuidado de los primates cautivos, en particular, de los simios.
Los grandes simios —homínidos sin cola entre los que se incluyen gorilas, chimpancés, humanos y orangutanes— siempre nos han fascinado por comportamientos que a menudo evocan, e incluso son equivalentes, a los nuestros, seres humanos. Pero los animales de Abreu eran mascotas, no eran sujetos de experimentación. El éxito sin parangón (en aquel momento, eran pocos los grandes simios que habían sobrevivido un tiempo prolongado en cautiverio y casi ninguno se había reproducido) que tuvo en la cría de simios y monos se atribuyó al amor incondicional que les profesaba a estas criaturas.
Belle Benchley —conocida como “la Dama del Zoológico” por haber sido pionera en la dirección del Zoológico de San Diego entre 1927 y 1953— acudió a Abreu al principio de su carrera para que la orientara sobre los orangutanes, especie que, como el chimpancé, se reprodujo por primera vez con éxito en la Quinta. En My Friends the Apes (Mis amigos los simios), describe a Abreu como una persona “saturada de la vida social y política de Europa y Cuba, que había desarrollado en cambio un interés intenso, casi fanático, por los monos y los simios. Esto la hizo famosa”. Benchley retrata una visita a la Quinta, en la que Abreu
empleaba sirvientes nativos para cuidarlos, pero ella misma hacía buena parte incluso del trabajo más duro. Nunca superaré la sorpresa de sentarme en su fastuoso salón y adivinar a través de la luz cómo el corpulento sirviente negro subía lentamente las hermosas escaleras de mármol con un chimpancé joven sentado en su hombro y llevando a otro de la mano. Más tarde, madame Abreau [sic] me contó que compartía su dormitorio con aquellos dos en particular.
En My Animal Friends (Mis amigos animales), C. Emerson Brown cuenta:
Hizo mucho por la investigación de los simios antropoides, y sus conocimientos y sinceridad de propósito en este sentido han demostrado ser de gran valor para la ciencia. Cuando visité su finca por primera vez en 1929, antes de su muerte, me habló de su profunda convicción de que los simios tienen sentidos inusuales, de los que carece el ser humano. Por ejemplo, creía que tenían una vista poderosa, similar a los rayos X, que les permitía ver a través de sustancias sólidas, como tabiques de madera […]. Incluso la impresión religiosa, decía, era posible para sus pupilos y podía demostrarse con experimentos reales.
Es cierto que los primates muestran equivalencias con los conceptos humanos de razón, lógica matemática, aptitud para el lenguaje, conciencia de sí mismos, capacidad para engañar y quizá pruebas de (al menos lo que algunos de nosotros, humanos primates, hemos decidido que es) un sentido de moralidad o justicia retributiva. Rosalía Abreu, sin duda, estaba convencida de que los monos tenían alma. Además, vestía a algunos de sus animales, permitía que sus favoritos durmieran en la casa y dirigía en oración en una pequeña capilla familiar, que estaba situada en sus terrenos, a los que mostraban “promesa espiritual”.
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Remontemos el relato. A finales de abril de 1915, decía, se hizo historia en la Quinta Palatino. Una de las chimpancés de Abreu dio a luz. Tres meses después, Robert M. Yerkes, un profesor que estaba a punto de alistarse en el Ejército de Estados Unidos, le escribió para preguntarle por sus métodos de cría de simios, y le expresó su deseo de visitar La Habana. No fue el único interesado. Un mes más tarde Abreu recibió la siguiente consulta, aparentemente lasciva, de uno de los fundadores de la investigación médica, el Premio Nobel Iliá Méchnikov, del Instituto Pasteur de París:
¿Cuál es el procedimiento por el que el macho accede al coito con la hembra? ¿Cómo se comporta él al adoptar su posición particular? ¿Muestra ella algún tipo de coquetería? ¿Continúan las cópulas durante el embarazo? ¿O la hembra deja de aceptar al macho? ¿Acaricia este a la hembra antes y después del acto?
Robert M. Yerkes fue un precursor de la psicología comparada en una época en la que diversas vertientes de la investigación del comportamiento, como la psicobiología y la etología —el estudio del comportamiento animal—, se esforzaban por abrirse camino a través del campo de la primatología que, en sí misma y como disciplina propia, no pasó a primer plano hasta los años cincuenta.
Yerkes fundó el primer laboratorio de experimentación con primates de Estados Unidos. Profesionalizó en solitario el estudio de los simios mediante pruebas a largo plazo en condiciones controladas; sus experimentos iniciales fueron con un orangután joven y, un año después de escribirle a Abreu, publicó su primera e influyente monografía The Mental Life of Monkeys and Apes (La vida mental de monos y simios). Abreu respondió con efusividad a la carta de Yerkes, invitándolo a abrir una estación de investigación en La Habana e incluso ofreciéndose a costearla. Pero su propuesta de empresa conjunta se vio interrumpida por la Gran Guerra y, más concretamente, por el trabajo de Yerkes durante ese periodo. No volvería a visitar la Quinta hasta pasados nueve años.
Stephen Jay Gould, en La falsa medida del hombre, escribe cómo a principios del siglo XX la psicología seguía adoleciendo de falta de prestigio entre las ciencias; muchos psicólogos, por ejemplo, estaban exiliados en departamentos de filosofía o humanidades. Yerkes llegó a considerar las pruebas mentales, la cuestión del “potencial humano”, como una forma de corregir esta injusticia, un medio para que su campo saliera a flote. Lo que faltaba eran entornos rigurosos para realizar pruebas con acceso a suficientes pacientes, lo bastante diversos como para obtener datos representativos de la sociedad en general.
En ese sentido, la movilización masiva de la Primera Guerra Mundial fue una oportunidad para Yerkes: persuadió al Ejército para que le diera acceso a 1.7 millones de reclutas que servirían de prueba de ácido colectiva para sus incipientes teorías, iniciadas a partir del trabajo con simios. Más adelante afirmaría, con una buena dosis de arrogancia, que sus pruebas mentales habían “ayudado a ganar la guerra […] [y] demostrado su derecho a ser tomadas en serio en la ingeniería humana”. Lo cierto es que los militares consideraron los experimentos de Yerkes durante la guerra como una mera molestia: sus descubrimientos fueron ampliamente ignorados en un principio. No obstante, lo que sí que había logrado fue la primera prueba de inteligencia, por escrito, producida en serie.
A lo largo de su vida, Yerkes mantuvo la creencia en la inferioridad innata de la mayoría de los grupos oprimidos o desfavorecidos. Afirmaba que la inteligencia es, de manera uniforme, heredable y fácil de medir. Esta idea de clasificar a los grupos en función de algún parámetro de valor innato, como las pruebas de inteligencia, se ha denominado “determinismo biológico”. A lo largo de los siglos, a menudo los deterministas han extraído de la “ciencia” simplemente aquello que querían hallar, aprovechando las cualidades putativas del conocimiento objetivo de la disciplina (que se supone libre de contingencias sociales o políticas) para sus propios fines, respaldando prejuicios y, de forma deliberada o no, malinterpretando conjuntos de datos. Como en otros lugares, la “eugenesia”, como se ha denominado de forma genérica a este tipo de instrumentalización de la ciencia en pos del perfeccionamiento de la especie humana, se hizo cada vez más popular en Estados Unidos a principios del siglo XX, y no perdió adeptos hasta que se dieron a conocer los programas de esterilización masiva y purificación racial de Hitler.
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Yerkes llegó finalmente a Cuba en el verano de 1924, año en que fundó, bajo el auspicio de su Departamento de Psicología, el Laboratorio de Biología de Primates de Yale, dedicado a convertir a los monos en “siervos de la ciencia”. Lo acompañaba su séquito, compuesto por una secretaria, varios asistentes científicos, un fotógrafo y Chim, uno de sus dos adorados chimpancés —Chim pronto contrajo una neumonía y murió—. Almost Human, su relato clásico de varias semanas de estudio en la Finca de los Monos, se publicó al año siguiente. En esta obra, Yerkes comenta el terror que los simios de Abreu sentían por las armas, su odio a ser fotografiados y los hábitos de su ama, descritos de forma similar por Emerson Brown:
Ver cómo sacaban a estos enormes chimpancés de sus jaulas cada noche y los conducían por los imponentes escalones de piedra hasta su casa palaciega era un ejemplo notable del control que ejercía. Monos que podrían matar a media docena de hombres, amarrados con diminutas cadenas apenas capaces de sujetar a un perro pequeño, eran conducidos en silencio a una habitación del segundo piso, donde pasaban la noche.
En una solicitud de financiación datada en aquella época, Yerkes formuló en privado esta presuntuosa aserción:
Aunque nunca he pedido la aprobación formal de la declaración, estoy seguro de que ella [Abreu] cree como nosotros que el estudio científico de los primates es extraordinariamente importante como medio para aumentar la comprensión de los problemas de la vida y, en consecuencia, ampliar nuestro control sobre ella.
La Fundación Rockefeller no tardó en conceder 500 000 dólares (unos nueve millones actuales) al nuevo laboratorio de Yerkes, quien empezó a ser reconocido como el especialista en primates más importante del mundo.
Almost Human relata principalmente los estudios de Yerkes en La Habana, pero también trata sobre Alyse Cunningham —que había criado un gorila en su casa de Londres— y sobre la investigadora soviética Nadezhda Ladygina-Kohts, máxima defensora de la psicología comparada entre chimpancés y bebés humanos. En The Great Apes: A Short History (Los grandes simios: una historia corta), Chris Herzfeld explica que Ladygina-Kohts trabajaba en el departamento de Zoopsicología Darwiniana de Moscú —donde Yerkes fue a visitarla en 1929—. Sus descubrimientos se basaban en los proyectos pioneros, aunque heterodoxos, de Iliá Ivánovich Ivanov, precursor de la inseminación artificial. En 1917 Ivanov había recibido la aprobación oficial de los bolcheviques para su trabajo —Lenin se había interesado personalmente en él—, orientado a demostrar el “potencial para la mejora de la humanidad” por medio del progreso científico. Muchos en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, como en Estados Unidos y en otros países, aún se negaban a creer que los humanos pudieran compartir un antepasado común con los simples simios. Con una lógica inexorable, surgió una propuesta soviética para crear un híbrido entre chimpancé y humano como prueba indiscutible de la teoría darwiniana y, de manera implícita, para derrumbar los anatemas del zarismo tradicionalista y la Iglesia ortodoxa rusa. Nikolái Gorbunov, comisario del partido, que había sido secretario de Lenin, facilitó y obtuvo fondos para los experimentos de Ivanov. (Se ha llegado a decir que detrás de esta iniciativa estaba el deseo de Stalin de crear un batallón de infantería mestizo, al estilo de El planeta de los simios, para enfrentarse a los ejércitos fascistas y liberales de Europa y Estados Unidos).
Primero en San Petersburgo y luego en París, Ivanov intentó fecundar hembras de chimpancé con esperma humano, pero no lo consiguió. Más tarde continuó sus esfuerzos, esta vez de noche, en un laboratorio improvisado en Guinea, empleando “voluntarios” locales engañados. En junio de 1926, The New York Times se hizo eco de estos ensayos y publicó el clamoroso titular “Soviet Backs Plan to Test Evolution” (“El Gobierno soviético respalda un plan para demostrar la evolución”); el presidente de la Asociación Americana para el Avance del Ateísmo declaraba: “Confiamos en que puedan producirse híbridos y, si todo va bien, la cuestión de la evolución del ser humano quedará demostrada para contento de los antievolucionistas más dogmáticos”. Ivanov atribuyó sus fracasos iniciales en la fecundación de prisioneras en Moscú al escaso rendimiento del esperma de chimpancé que había estado previamente congelado. Así que, bajo la autoridad del Instituto Soviético de Patología y Terapia Experimental, envió cuatro chimpancés y un orangután a Sujumi, a orillas del Mar Negro, donde había establecido la primera estación de cría de primates del mundo. Pero, en 1928, cuando estos simios sementales expiraron en rápida sucesión, y percibiendo que Stalin se impacientaba ante su falta de avances, Ivanov suplicó a Rosalía Abreu, solicitándole un “espécimen macho, robusto y viril” que asegurara la inseminación de al menos una de las cinco hembras humanas voluntarias que esperaban valerosamente en Sujumi.
Abreu accedió con gusto a la petición de Ivanov, aunque se vio obligada a retractarse de su apoyo al recibir amenazas de muerte del Ku Klux Klan, que aborrecía este experimento “abominable para el Creador”. En noviembre de 1930, entre sus instrucciones póstumas para la dispersión de sus mamíferos, Abreu precisó que seguía sin mantener “ninguna objeción al cruce de chimpancé macho con Homo hembra”. Un mes después de su muerte, Ivanov cayó en desgracia ante Stalin, fue arrestado y enviado a un gulag en la actual Kazajistán. Gorbunov, su facilitador en el partido, fue más tarde purgado por un pelotón de fusilamiento y, por si fuera poco, el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos de la Unión Soviética persiguió a las cinco jóvenes abjasias (naturales de la ciudad de Sujumi, en el Mar Negro) que se habían ofrecido, con tanto patriotismo, como voluntarias para engendrar lo que podría haberse convertido en el invencible e infrahumano ejército simio de Stalin, y las ejecutó a todas. El alucinado pasaje de la historia ha sido documentado ampliamente por investigadores como Kirill Rossiianov y analizado por Eric Michael Johnson en Scientific American.
Se dice que la película King Kong (1933), esa clásica representación alarmista del mestizaje representado como simio mutante, “ni bestia ni hombre”, se inspiró en este estrambótico episodio. Es difícil de comprobar. En todo caso, hay una sorprendente concurrencia entre estos intentos de mestizaje en la vida real entre grandes simios humanos y no humanos y obras de ficción como la influyente película de Erle C. Kenton La isla de las almas perdidas (1932), y la novela de H. G. Wells en la que esta se basa. Ambas describen una isla remota gobernada por un Frankenstein demente, el doctor Moreau, que crea una raza servil de híbridos de gorila y humano como, de nuevo, siervos de la ciencia. Estos desafortunados seres amalgamados terminan rebelándose contra los atroces experimentos que se llevan a cabo con ellos en la Casa del Dolor, la estación de investigación de Moreau, situada en lo alto de una colina o un cerro.
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Los 15 años de intercambios entre Yerkes y Rosalía Abreu, que se conservan en los archivos de Yerkes en Yale, muestran dos personalidades muy distintas. Rosalía tenía 62 años cuando recibió por primera vez la visita de Yerkes, quien entonces contaba cuarenta y tantos y empezaba a labrarse un nombre. Los resultados de sus pruebas durante la Primera Guerra Mundial acababan de ser recopilados y publicados como “Eugenic Bearing of Measurements of Intelligence” (“Relevancia eugenésica de las mediciones de la inteligencia”, 1923) y Psychological Examining in the United States Army (Exámenes psicológicos en el Ejército de Estados Unidos); combinados, tendrían implicaciones duraderas en la política social y la demografía de Estados Unidos.
Tanto Yerkes como Ivanov, en el mismo momento, se esforzaron por construir un hombre nuevo en sus respectivos países, aunque con fines ideológicos divergentes. La experiencia de Abreu fue un recurso primordial. El intelectual cubano Jorge Mañach, cuando escribió en El País sobre la lectura de Almost Human, observó con perspicacia que los países pequeños a menudo solo pueden hacerse notar mediante actos grandiosos y extravagantes. Mañach arremetió contra sus compatriotas por ridiculizar constantemente a Rosalía Abreu, destacando sus logros y cómo habían honrado a Cuba: “Observen cómo puede forjarse una patria incluso mediante la cría de monos”. A pesar de que los animales de Rosalía se mantenían como mascotas, sin el deseo de hacer de ellos, en palabras de Yerkes, “siervos de la ciencia”, la influencia de sus éxitos tuvo una repercusión duradera.
Yerkes, por su parte, se dedicó en su día a utilizar la investigación genética y los procedimientos selectivos para fabricar un ser humano “más perfecto”. Al fin y al cabo, como aprendió de Rosalía Abreu, si se podía hacer que los simios ampliaran su comportamiento desde el mero instinto hacia la conciencia, sin duda se podría mejorar la humanidad. Pero lo que extrajo de sus pruebas en tiempos de guerra, lo que decidió extraer de sus propios datos, tenía connotaciones, por decir lo menos, inquietantes. Podemos hacernos una idea aproximada al leer las siguientes líneas de Almost Human:
Es curioso que África, continente rico en variedades relativamente primitivas de la especie humana, sea también el hogar de los tipos más elevados de simios antropoides y de infinitas especies de monos. El negro y el chimpancé parecen reconocer en el otro similitudes que atraen y diferencias que repelen.
En los años treinta, e incluso durante la Segunda Guerra Mundial, proliferaron las sociedades e iniciativas que promovían el estudio de la eugenesia “negativa”, que buscaba eliminar características humanas —en contraste con la eugenesia “positiva”, que aún es popular hoy—. El propio Yerkes consideraba que Estados Unidos se estaba quedando atrás en ese campo y que se le habían negado posibilidades de capitalizar y ampliar sus estudios anteriores, hasta el punto de que
Alemania nos lleva una extensa ventaja en el desarrollo de la psicología militar […]. Los nazis han conseguido algo que no tiene parangón […], lo que ha ocurrido en Alemania es la secuela lógica de [mis] servicios psicológicos y de personal en nuestro propio Ejército entre 1917 y 1918.
El ayudante de Yerkes, E. G. Boring, había extrapolado a partir de los datos de las pruebas que la edad mental del varón blanco norteamericano medio era de “13 años”: menos de lo que se pensaba con anterioridad y rondando el límite —entre los ocho y 12 años— de los puntos de referencia oficiales para la “imbecilidad” adulta. Este hallazgo, interpretado de forma reduccionista, se convirtió en un grito de guerra para los eugenistas agoreros, que lo consideraban una prueba positiva de que la inmigración procedente del sur y del este de Europa estaba debilitando un “tronco nativo robusto” y, por supuesto, del mestizaje provocado por la mezcla “deletérea” de sangre negra.
Según su esquema, el ruso medio tenía una edad mental de 11.34, es decir, dentro de la franja de los imbéciles; el italiano, 11.01; el polaco languidecía en la poco halagüeña calificación de 10.74. De ahí que Yerkes llegara a la conclusión de que los futuros inmigrantes europeos podían ser clasificados por su país de origen, pues la “supremacía natural” de los europeos “nórdicos” y occidentales contaba ahora con respaldo científico. Los hombres negros, indiferenciados por nacionalidad u origen, fueron los peor parados, con una edad mental media de 10.41 años, de acuerdo con las pruebas del estadounidense. Yerkes observó que
el negro carece de iniciativa, muestra poco o ningún liderazgo y no puede aceptar responsabilidades. Algunos señalan que estos defectos son mayores en los negros del sur […]. Los hurtos y las enfermedades venéreas son más frecuentes que entre las tropas blancas.
El eminente profesor advirtió que “ninguno de nosotros, como ciudadanos, puede permitirse ignorar la amenaza del deterioro racial o las evidentes relaciones de la inmigración con el progreso y el bienestar nacionales”.
La metodología de las pruebas de inteligencia de Yerkes, como han demostrado Stephen Jay Gould y otros, era, por supuesto, defectuosa a profundidad. Supuestamente pretendían demostrar la “capacidad intelectual nativa” sin tener en cuenta los logros o niveles previos de educación. Pero, debido a la forma en que estaban formuladas las preguntas, para obtener una buena puntuación era necesario contar con una educación básica y un conocimiento previo de la cultura estadounidense. Es comprensible que los nuevos inmigrantes, con bajo nivel de inglés, y los sectores de la sociedad ya marginados o excluidos por la pobreza obtuvieran malos resultados. Las clasificaciones raciales de Yerkes —“ingleses, escandinavos y teutones”, por un lado; “eslavos y latinos”, por otro—, eran poco científicas, confusas y delataban sus prejuicios latentes. Lo que es aún más triste: iban a jugar a favor de poderosas facciones hereditarias de la élite de Washington. Sus pruebas influyeron en el grupo de presión que permitió que se aprobase la Ley de Inmigración de 1924. Los debates del Congreso que precedieron a la aprobación de esta ley hicieron referencia constante a los datos de Yerkes y llevaron al establecimiento por primera vez de cuotas nacionales de inmigración. Henry Fairfield Osborn, entonces presidente del Museo Americano de Historia Natural, escribió sobre las pruebas de Yerkes:
Hemos aprendido de una vez por todas que el negro no es como nosotros. Lo mismo hemos aprendido con respecto a muchas razas y subrazas de Europa: algunas [léase judíos], que creíamos poseedoras de una inteligencia quizá superior a la nuestra, eran en realidad muy inferiores.
“América debe seguir siendo americana”, enunció el presidente Calvin Coolidge antes de firmar la entrada en vigor de la Ley de Inmigración.
Se calcula que, entre 1924 y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, hasta seis millones de europeos del sur, del este y del centro —incluidos, naturalmente, innumerables judíos que deseaban escapar del nazismo— no encontraron asilo en Estados Unidos a causa de esta ley. Su aprobación significó, en opinión de Gould, que “los eugenistas pelearon y se anotaron una de las mayores victorias del racismo científico en la historia de Estados Unidos”.
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They built us in the House of Pain
high up on the Hill
sometimes things go wrong
so they’re experimenting still.
But we are still evolving
while they are standing still
one day we’re gonna go and take
the house upon the hill!
Nos crearon en la Casa del Dolor
en lo alto de la colina
porque las cosas a veces salen mal
siguen con experimentos todavía.
Nosotros evolucionamos hoy día
ellos son los que se quedan tiesos
¡iremos un día y conquistaremos
la casa en la colina!
“ISLAND OF LOST SOULS”, THE TALL BOYS (1982)
A la luz de la luna llena, como aún pueden contar los residentes del barrio habanero de El Cerro, los monos salen a bailar.
Estamos a finales de 2019, es la noche en la que, por fin, podré satisfacer mi deseo de visitar la Quinta Palatino en persona. La semana antes de mi llegada, a tiempo para las festividades por el quingentésimo aniversario de La Habana, los terrenos de la casa de la familia Abreu en la cima de El Cerro se abrieron al público por primera vez. En las nuevas verjas perimetrales de hierro se ha grabado el nuevo nombre “oficial” de la mansión: Finca de los monos: Palacio tecnológico.
Gloria Swanson solía visitar La Habana en los años veinte, y quizá por eso, al detenerme ante un viejo almendrón de la época de Eisenhower, a las puertas de la finca, me siento realmente como el guionista de Sunset Boulevard entrando en la propiedad de una Norma Desmond cubana. (En cualquier momento espero que aparezca un mayordomo, con un inquietante acento centroeuropeo, y me introduzca en la mansión donde encontraré —como en la secuencia inicial de la película— a su decadente propietaria sumida en el luto por un chimpancé fallecido, que yace en su féretro.)
Pedro Abreu, nieto de Rosalía, el último miembro de la familia que habitó la Quinta, era famoso por tener allí a una leona adulta llamada Dalila. Los Abreu dejaron Cuba, con destino a París y Roma, tras la Revolución de 1959, cuando muchas de sus propiedades fueron expropiadas. La finca estuvo semiabandonada durante años, antes de convertirse en el Palacio de los Matrimonios, disponible para las parejas que deseen celebrar sus nupcias en un entorno memorable, entre ruinosos salones de banquetes y terrenos cubiertos por la maleza, y el Palacio de Pioneros, bajo la dirección de la Unión de Jóvenes Comunistas y la Organización de Pioneros “José Martí”.
Llego y veo que todavía están en marcha las obras del nuevo Palacio Tecnológico, un espacio híbrido para niños que también funciona como parque temático en miniatura, con restaurantes al aire libre de estilo indio y pasarelas elevadas. Deambulando en solitario por el recinto, me encuentro con el administrador, Iván Azurdia, que me acompaña a visitarlo. A ambos lados de la entrada de la casa, se yerguen gigantescas estatuas animatrónicas de gorilas de goma de ocho metros de altura —moldeadas especialmente en Sichuan, China—. Junto a la pequeña capilla donde Rosalía reprendió una vez a sus “penitentes” mascotas con un rosario —y donde, en 1930, yacía su propio cuerpo embalsamado, a la espera de que sus hijos regresaran de París para el funeral—, dos chimpancés esculpidos están sentados en taburetes. Llevan auriculares y al parecer están metidos de lleno en una partida de ajedrez. Varios simios amenazadores asoman entre los matorrales, entre ellos un albino de gran tamaño y pelaje rosa fluorescente. Dos obreros están soldando un cerco protector de hierro a una fuente profunda repleta de renacuajos, coronada en su centro por un mono trovador de tamaño natural que canturrea por un micrófono. Iván me conduce hasta un chimpancé gigante, a cuatro patas, que vigila la entrada a una enramada cubierta de maleza. Al enchufarlo, chilla desconsoladamente y mueve la cabeza de un lado a otro. (Ahora me doy cuenta de que incluso los dos gorilas gigantes, a ambos lados de la porte-cochère de la mansión, están mecanizados y emiten gruñidos bajos a intervalos regulares.) En la entrada hay una pequeña placa que informa que aquí, en noviembre de 1989, se expusieron los restos de los hombres caídos en la guerra de Cuba en Angola.
Los salones de la finca, elegantemente restaurados, han sido amueblados con un bar de jugos, estridentes videojuegos estilo arcade, una mesa de hockey sobre hielo y demás consolas aparatosas. Murales con chimpancés vestidos de humanos cubren las paredes. Ascendemos por la escalera que sube en espiral por el interior del torreón de la azotea y contemplamos las estupendas vistas de La Habana y, más allá, una panorámica ininterrumpida del estrecho de Florida. Al descender por la escalinata de mármol de la Quinta, con balaustrada de volutas de acanto labradas en bronce que conduce al vestíbulo de entrada, trato de imaginar cómo sería ser arrastrado de los pelos, como le ocurrió a Rosalía en una ocasión, por las garras de un orangután furioso que había roto sus cadenas. Mirando hacia arriba, antes de salir al aire libre, me detengo a admirar un lienzo majestuoso, en mal estado, que llena el enclave curvo sobre las puertas principales. Se trata de la Batalla de Coliseo, la representación de Armando García Menocal, uno de los artistas más importantes del país, de una victoria decisiva contra los españoles liderados por Máximo Gómez y Antonio Maceo en 1895. Es la única obra de este tipo que se conserva de García Menocal en una residencia privada. Un regimiento montado de mambises, los irregulares nacionalistas cubanos, vigilan un campo de batalla, donde el general Gómez, quien más tarde apoyaría la candidatura del cuñado de Rosalía para vicepresidente de la nueva República, apunta con una pistola a su contraparte española, que se rinde.
Rosalía Abreu recurrió a los servicios de un eminente cirujano que había luchado a las órdenes de Gómez —y que más tarde escribiría su biografía— cuando sus monos enfermaron. El doctor Benigno Souza y Rodríguez, quien en su día atendió las necesidades médicas de las fuerzas independentistas cubanas, operó a las mascotas de Abreu. Al preguntar por qué no hay información sobre la historia del edificio ni sobre su antigua propietaria, se me responde con aseveraciones —quizá por confusión con su hermana Marta— sobre la indiscutible condición revolucionaria de Rosalía, sobre la necesidad local de un espacio popular de verdad, concebido sobre todo para niños y familias. He escuchado rumores sobre una reunión, a principios de 2019, de un comité de planeamiento urbano, en la que se plantearon objeciones a la propuesta —del todo seria— de encargar nuevos murales, que representarían a figuras del ejército mambí cubano del siglo XIX en forma de monos marchando al paso del Ejército Revolucionario de Fidel Castro.
La restauración de los terrenos de la finca al estilo de un parque de atracciones, desprovista de cualquier detalle verdaderamente informativo de una historia que apenas necesita adornos, es sintomática de la relación insegura de Cuba con su pasado prerrevolucionario, con todas las instituciones y narrativas que esta convulsión eliminó y que ahora, con cautela, intenta reincorporar. Esta miscelánea surrealista que se expone hoy en la finca, su diorama de juguete, cuya iconografía se superpone a un continuo insurreccional —un arco ininterrumpido desde la resistencia indígena hasta la misión internacionalista de la revolución en Angola, pasando por la dominación española— es característica de la aspiración del Gobierno por apropiarse de todos y cada uno de los episodios del pasado de la nación en una secuencia progresista y materialista.
Al salir de la Finca de los Monos aquel día recordé la respuesta de Abreu a T. Everett Harré cuando le prometió que le enviaría su última novela: “No leo libros. ¡¿Leer romances!? Me pregunto qué romance podría escribir usted que yo no haya vivido. ¡La vida es aún más insólita que los libros… sí, sí!”.
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