Una palma de saludables hojas puntiagudas crece en una maceta junto a un ventanal por el que entra la luz de la mañana. Desde su casa en Bogotá, en entrevista por Zoom el 31 de marzo de 2021, la escritora colombiana Pilar Quintana dice que cuando busca un sitio para mudarse –algo que ha hecho con relativa frecuencia–, lo más importante es que haya al menos un árbol en la calle donde vivirá. La portada de su más reciente novela, Los abismos, está ilustrada con un vericueto de plantas. “En el apartamento había tantas plantas que le decíamos la selva”, narra Claudia, una mujer que intenta dar sentido a los recuerdos de su infancia en Cali, la ciudad al suroccidente de Colombia donde Pilar Quintana nació en 1972.
—Vi a mi esposo afuera y dije: ¿A esta hora con quién estará hablando? Luego entró al cuarto con cara de acontecimiento y pensé: ‘Se murió alguien’. Entonces me pasó a Héctor Abad Faciolince, el presidente del jurado, que cantó “Las mañanitas” y yo muda —dice Quintana al otro lado de la pantalla con una voz cálida que de inmediato da una sensación de confianza.
Su vida, vista a la distancia, ha sido profusa: una infancia de clase media alta en Cali, en un paisaje urbano, pero exuberante –el río, las ceibas gigantes, los pájaros–, con un padre amante de la naturaleza que en los viajes en carro señalaba el valle, la montaña, el océano Pacífico a lo lejos, tras la cordillera. Una infancia, sin embargo, constreñida por las normas de la sociedad conservadora sobre las mujeres y el ideal de la belleza rubia y de ojos claros en una ciudad donde la mayoría de la población es mestiza y afrodescendiente.
—Para mí fue duro crecer como la niña que era: salvaje, de acción, que le gustaba estar con bluyines y botas machitas y un palo jugando en la calle. Y encima con el pelo negro.
Después, de adulta, llegó una enorme libertad resumida así: vivió nueve años en la selva, cerca de Buenaventura, en el Pacífico colombiano; cuidó un jaguar en Bolivia; hizo bungee jumping en un puente de mil metros; caminó quince días por el Himalaya hasta el campamento base del Everest y otros quince por la cordillera Huayhuash en Perú; cruzó el Amazonas desde Belém a Leticia.
Además, estudió Comunicación Social, trabajó en publicidad y como guionista y libretista –una escuela que influyó en su escritura clara, concreta, sin sobrantes, que tan hábilmente administra el ritmo y la tensión narrativos–. Publicó las novelas Cosquillas en la lengua (2003), Coleccionistas de polvos raros (2007) y Conspiración iguana (2009), y el libro de cuentos Caperucita se come al lobo (2012).
Entonces, hará unos cinco años, quiso escribir sobre una niña que, tras una crisis familiar, se va con su madre a la casa de los abuelos. Aunque la niña no sería la narradora, contaría la historia desde su punto de vista.
—No funcionó por ningún lado, no lo encontré y me demoré bastante tiempo, yo creo que dos años. Siempre es una crisis cuando te dedicás a algo y luego tenés que botarlo a la basura. Sentí que fracasé. Pasaron muchas cosas en mi vida: escribí cuentos y La perra —su cuarta novela, publicada en 2017, que obtuvo el Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana y fue finalista del National Book Award al mejor libro traducido en Estados Unidos—. Tuve un hijo —es Salvador, un niño de seis años que se asoma risueño a la pantalla de Zoom— y de repente empecé a escribir otra historia.
En entrevistas Pilar Quintana nombra sus influencias literarias: Kurt Vonnegut, Patricia Highsmith, Flaubert. De Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez, dijo a El País de Cali: “Creo que tenía catorce años cuando la leí. La volví a leer al día siguiente y dije: ‘Alguna vez quiero escribir una historia que obsesione a alguien tanto como ésta me obsesionó a mí’”. Y en ese mismo periódico mencionó a Andrés Caicedo: “Lo considero mi papá literario. […] Caicedo me mostró que yo podía hacer una literatura de las cosas que me pasaban a mí, en la Cali que conocía y en la Cali que crecí”.
Lo que sucedió en la nueva historia que empezó a escribir fue una mezcla entre lo gótico –Quintana ha hablado de Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, pero también de una tradición gótica tropical– y un escenario, justamente, caleño, que ella conoce bien: la carretera al mar.
—Era una mujer llamada Claudia que pasaba temporadas largas en una finca que había comprado en la carretera al mar, en Cali. Era una historia gótica con elementos de terror. En la primera escena, Claudia manejaba por la carretera llena de curvas y neblina, muy miedosa, y recordaba que cuando niña su mamá le contó que una mujer se había perdido allá.
Pero esa historia tampoco encajaba o encajaba a medias porque continuamente debía volver al pasado para contar la vida de la niña, así que Pilar Quintana resolvió iniciar un tercer borrador en el que la adulta narraba su infancia y ése fue el que, luego de un trabajo de reescritura, se convirtió en Los abismos.
El apartamento en el que ocurre gran parte de la novela es, en efecto, una selva: “Helechos lisos y rizados, matas con hojas rayadas, manchadas, coloradas, palmeras, arbustos, árboles enormes que se daban bien en materas y delicadas hierbas que cabían en mi mano de niña”. Allí viven Claudia, una niña de ocho años, y sus padres, Jorge y Claudia. Son una familia de clase media alta, en cierta medida, típica de Cali en los años setenta: un padre proveedor, un poco ensimismado, mayor que la madre, una mujer de enorme belleza, siempre maquillada y elegante, que quiso ser abogada y ahora oscila entre una depresión invalidante, el deber de ser una buena madre e intentos fallidos por llevar una vida diferente, más intensa que la que tiene.
—Yo soy una escritora profundamente realista y quiero que el lector sienta que está habitando la novela. Todas las situaciones de la vida pasan con un clima, un color, un paisaje, pero hay un peligro y es que uno no puede hacer cuatro páginas de descripciones, o sí puede, pero a mí me gusta ser una narradora efectiva y la descripción y la atmósfera tienen que estar con un objetivo que generalmente es acrecentar la tensión o reflejar el estado de ánimo de un personaje.
A medida que la narración avanza, esa selva se torna artificial, domesticada, y da paso a un segundo escenario: una finca rodeada de neblina, despeñaderos y leyendas de un diablo que habita en los muros. En medio están Claudia, la narradora, que trata de hilar aquello tan fragmentado que resuena en su memoria, y Claudia, “chiquita, flaquita, morenita, según mi mamá decía que fue ella de niña, pero igualita a mi papá. Una niña fea”, que actúa como detective de su propia familia y también descubre cierta feminidad. Porque en Los abismos transitan mujeres cansadas, asfixiadas, casi todas suicidas o víctimas de extraños accidentes, algunas muy bellas como la madre de Claudia, “en la foto estás linda, pero en la vida real más. Tenía una camisa amarilla de botones y el cuello en alto, los labios rojos, el pelo en una cola de caballo que le daba elegancia” o como las actrices que salen en las revistas que la madre lee –Grace Kelly y Natalie Wood– o la amiga de la familia que se lanza del balcón o Rebeca, la mujer irlandesa que desaparece una noche en la carretera al mar.
“Pensé en las mujeres muertas. Asomarse a un precipicio era mirar en sus ojos. En los de Gloria Inés, igual de altiva que una yegua y más tarde reventada contra el andén. Miré a mi mamá, que estaba inclinada como yo hacia el abismo.
—Mejor volvamos —dijo”.
De la escritura limpia de Los abismos, de sus espacios tangibles, surgen muchos temas. La novela habla de la memoria, de lo que se hereda –una pregunta palpita todo el tiempo: ¿También Claudia adulta carga con un abismo interior?–, de lo impuesto y lo deseado, de la orfandad, de la mirada infantil, “busqué en las gavetas del baño y la cocina, en la ducha, el clóset, las mesas de noche y los cajones del tocador. Regresé a la sala. Busqué en las caras de mi tía y mi papá, en las cosas que se decían y en las que no. No encontré nada”.
Dice Pilar Quintana:
—Un niño se da cuenta de todo, pero a veces pone un velo porque la realidad es insoportable y no puede decirle a su familia: Ustedes son tóxicos, me voy. Necesita de esas personas tóxicas para sobrevivir. Entonces pone un velo sobre el trauma. Y luego en terapia uno corre ese velo y enfrenta de nuevo el horror. Pero cuando vos ves, ese horror parecía peor cuando estaba velado. El monstruo es más horrible cuando no lo ves. Yo por momentos sentía que la Claudia adulta estaba en el consultorio de la psicóloga, poniéndose en el lugar de la niña que fue y dejando que hablara ella.
Pero Los abismos también habla de la maternidad. Quizás comparta eso con La perra, la novela anterior de Quintana, cuya protagonista es una mujer de mediana edad que vive en la selva de la costa del Pacífico y que, al no quedar embarazada, adopta a una perra que no resulta ser lo que quería. “Yo tenía certezas”, dice Claudia en Los abismos, “las mamás tenían hijos porque los deseaban”. Esa certeza, desde luego, termina por romperse.
—En los noventa a uno le decían que para ser escritora no podía ser madre, que si querías ser escritora tenías que sacrificar la maternidad. Yo en ese momento no quería tener hijos y decía: magnífico. Fui madre y fue como si quitaran una compuerta y saliera un caudal nuevo y más poderoso de creatividad. La maternidad es un gran material literario. […] Yo he vivido cosas intensas, pero la más determinante de todas es la maternidad. Es algo que me atraviesa y ha hecho que cuide mi salud, que me alimente y duerma bien, que no beba tanto, que deje de fumar, que me reconcilie con mi mamá y también me ha mostrado mi capacidad de convertirme en monstruo. O sea, uno ama a ese muchachito, pero ese muchachito tiene la capacidad de sacar lo peor de vos.
Pilar Quintana tiene una teoría: A todos les gusta mostrar su lado de luz y ocultar el lado de sombra, aunque, si se mira con atención, aparecen ambos: si alguien es muy generoso es porque en el fondo es tacaño. Esa doble condición está en los personajes de Los abismos: Claudia, la niña, carga con los problemas de los adultos, aunque es capaz del egoísmo; Jorge, el padre, introvertido y enjuto como un garfio, es violento y dominante con su esposa; Claudia, la madre, de espíritu aventurero y libre, vive encerrada en una jaula de obligaciones, incluida la de ser madre. En su escritura Pilar Quintana detalla con agudeza el reverso de las cosas, la luz y la sombra, también de la maternidad, la que se desea y aquella que es impuesta a las mujeres.
“Una tarde, muy serio, él le preguntó si quería tener hijos.
Mi mamá se interrumpió.
—¿Y vos qué le dijiste? —pregunté.
Ella, con vergüenza, desvió los ojos.
—Que no”.