Los límites de la verdad
Hiram Ruvalcaba
Ilustraciones de Mara Hernández
En el centenario del nacimiento de Truman Capote su propuesta de romper las fronteras entre la literatura y el periodismo sigue vigente; existen diversas líneas de conexión entre el padrino del true crime y escritores como Cristina Rivera Garza y Jorge Ibargüengoitia.
Hace un par de meses, en mayo, la literatura mexicana conoció una de las noticias más importantes en las últimas décadas: la escritora Cristina Rivera Garza recibió el Premio Pulitzer por su obra El invencible verano de Liliana (2021). La novela —que además resultó ganadora del Premio Xavier Villaurrutia— detalla una investigación sobre el feminicidio de Liliana Rivera Garza, hermana de la autora, quien fue asesinada por su pareja en julio de 1990, cuando ella tenía 20 años. En el proceso de indagación, los lectores observamos no solo el dolor por su familiar, o la larga labor por los laberínticos procesos judiciales; ante todo, la autora atestigua que la justicia y el amor son dos valores ligados por los lazos consanguíneos y por la esperanza de dar luz los eventos del pasado.
Sobre el premio, me gustaría anotar que la categoría en que se galardonó a la obra de Rivera Garza no fue la de “Ficción”; antes bien, la reconocieron en el ámbito de “Memorias y Autobiografía”. El hecho me pareció relevante, y me permite ahora abrir una serie de reflexiones acerca de los límites que puede tocar una novela entre la realidad y la ficción, la memoria y sus recovecos inconexos y, si se me permite la expresión, entre la verdad eventual y la verdad humana. El invencible verano de Liliana es, a mi parecer, un excelente ejercicio autobiográfico, pero es también otra cosa: uno de los referentes contemporáneos más importantes del true crime latinoamericano. Por cierto que esta particularidad en la definición genérica de la obra de Rivera Garza, me hizo recordar otra novela que, por su propia naturaleza, fue también compleja en su clasificación, y que es considerada uno de los clásicos inagotables del género true crime. Hablo, claro, de A sangre fría (1965), del aclamado escritor estadounidense Truman Capote.
Desde su publicación, la obra de Capote prometía ser una exploración distinta de la novela negra, género que vivió su apogeo en las décadas inmediatas anteriores, y que incluso había probado su éxito en el cine, sobre todo en los años cuarenta y cincuenta. Al elemento de la investigación policiaca, Capote agregaba un elemento innovador e inusitado: la pretensión de verdad, la insistencia en que los eventos que aparecían narrados habían sido recopilados —y no inventados— por el autor. Capote declaró que su obra era “inmaculadamente factual”, y cada una de las entregas que entregó a The New Yorker iba acompañada por una nota del editor que decía: “Todas las citas en este artículo fueron tomadas de fuentes oficiales o de conversaciones entre el autor y los involucrados transcritas textualmente”. Con esto, nos recuerda Ben Yagoda en su artículo “Fact Checking In Cold Blood”, Capote haría gala ante la crítica de la invención de un género, la novela de no ficción, y se dedicaría “a explicar con lujo de detalle los métodos que había desarrollado para asegurar la veracidad de su trabajo”.
No es mi intención enumerar las críticas que el trabajo de Capote recibió en ese momento, pero me gustaría recuperar un par de temas que son cruciales para este texto y para la influencia que A sangre fría ha tenido en otros autores. Parto, precisamente, de la pretensión de verdad que Capote declaraba para su propia novela —y que es aplicable a El invencible verano de Liliana, por cierto—, elemento que fue y sigue siendo estudiado por la crítica literaria. No es para menos: un análisis superficial nos permite ver que, como anota la crítica Sophia Leonard en su artículo “Journalism as Artistic Expression: The Critical Response to Truman Capote’s In Cold Blood”, la obra se escribió empleando herramientas literarias convencionales. Por ejemplo, dice Leonard, “uno de los elementos que los críticos resaltan con frecuencia es el estilo de la narración, así como el argumento narrativo de A sangre fría, que se emplean como medios para influir la experiencia de lectura del propio texto” (p. 7). En su exploración de los hechos, Capote siempre deja manifiesta cierta forma en que se debe atender la historia, pues se coloca a sí mismo como un narrador omnisciente que observa e interpreta los actos de los dos delincuentes. Esto, me parece, apunta más hacia el carácter subjetivo de una novela que a la objetividad que pregona la prensa.
La elección del título muestra también una evidente intención literaria: la definición del término a sangre fría, de acuerdo con el diccionario Collins expresa lo siguiente: “Si algo violento y cruel se hace a sangre fría, significa que se realizó de forma deliberada y sin emociones”. De acuerdo con lo anterior, los que leímos la novela sabemos que el título no puede referirse a las acciones de Perry Edward Smith y Richard Eugene Hickock —asesinos de la familia Clutter—, pues sus actos están dominados por la emoción del momento, las malas decisiones y la urgencia de la oportunidad. Antes que ejercer un juicio moral sobre los actos criminales, el título es una crítica al sistema penal norteamericano que, en su magnanimidad, envía a más de 2 000 presos a su muerte cada año. Capote se posiciona más allá del recuento periodístico y se interna en los territorios de la literatura: sus personajes no son solo agentes testimoniales, son metáforas de la existencia, de valores humanos universales —la culpa, la tentación, el remordimiento— que moldean la base misma de la sociedad.
La amistad con Harper Lee
De más está decir que Capote ha influido en la obra de centenares de escritores, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo. Para este trabajo, no obstante, me gustaría rescatar —acaso mencionar— dos obras que, me parece, llevan a cabo un ejercicio muy similar en el tratamiento de la realidad: Matar un ruiseñor (1960), de Harper Lee, y Las muertas (1977), de Jorge Ibargüengoitia.
De la primera obra me parece importante anotar que se publicó cinco años antes que A sangre fría; a pesar de esto, creo que pocos autores han estado tan influidos por Capote como Harper Lee. Nacida en Alabama en 1926, Lee compartió con él sus años de la infancia en Monroeville, y son muchos los biógrafos que hacen notar la gran influencia que tuvieron el uno en el otro. La amistad fue tal que, cuando Capote se encontraba haciendo la investigación de las muertes de la familia Clutter, fue la propia Lee quien lo acompañó al sitio, recibiendo el título de “asistente de investigación” en las entregas que Capote hizo a The New Yorker. Su rol, por cierto, no se limitó a la asistencia, sino que ella misma escribió un perfil para el FBI sobre el caso de los Clutter en 1960, el cual no vio la luz sino hasta 2016, cuando la Smithsonian Magazine decidió republicarlo.
El texto de Lee es un recuento de las circunstancias que rodearon el asesinato, así como de algunos de los personajes involucrados, detalles del caso o menciones de algunas pistas y su relevancia. No hay una profundización en la psicología de los asesinos o de las víctimas ni un estilo envolvente o una narración que nos permita identificar la secuencia de causalidad-fatalidad en los eventos. No hay, pues, una intención literaria. Sin embargo, es evidente el rigor en la investigación de los eventos, así como el interés de la autora por apegarse a la objetividad periodística. El texto es valioso, también, en cuanto a que ofreció una primera aproximación a un caso que cimbró la comunidad afectada.
En la novela de Lee, por cierto, podemos encontrar una intención literaria llevada a su óptima expresión. Si bien Matar a un ruiseñor no es una novela de autoficción ni se circunscribe en el género del true crime, Harper Lee también supo utilizar su biografía para construir una obra literaria contundente. Es bien sabido, por ejemplo, que esgrimió el carácter imaginativo e inteligente de su amigo Truman para crear al personaje de Charles Baker Harris (Dill), el pequeño mitómano que creía que Boo Radley se alimentaba de gatos y por eso nunca salía de casa. Por otro lado, fue la presencia taciturna de su padre, A.C. Lee, quien le sirvió de inspiración para crear a Atticus Finch, el abogado que, contra viento y marea, defiende a Tom Robinson de las acusaciones de violación. Aunado a las cualidades de su padre, es evidente que Lee hace gala de su preparación como abogada para entretejer una trama de mentiras, racismo y violencia, que refleja una sociedad decadente con una perspectiva humana y sensible.
En 1965, mientras preparaba su almuerzo, la escritora Harper Lee se quemó ambas manos luego de que una de sus cazuelas se incendió y terminó explotando en su cocina. Las heridas que sufrió, si bien no mortales, sí fueron lo suficientemente graves como para que dejara de escribir durante algún tiempo. Aquella herida simbólica, sin embargo, no impidió que ayudara a su amigo a corregir las últimas pruebas de A sangre fría.
De Capote a Ibargüengoitia
Sobre Las muertas (1977) me gustaría hacer dos breves anotaciones. En primer lugar, me parece importante señalar que pocos estilos narrativos son tan disímiles como el de Ibargüengoitia y el de Capote. A la aguda observación del estadounidense se contrapone el humor del mexicano, que funciona como un elixir atenuante de la terrible violencia descrita en la novela. Y no se trata de violencia gratuita, sino del horror que las Poquianchis sembraron en Lagos de Moreno, Jalisco, un caso que sigue sorprendiendo a los habitantes del estado y el país. No es que a Capote le falte ironía o, incluso, humor, pero su aproximación a la violencia es distinta, más introspectiva y cercana a la reflexión. Quizá, también, menos pirotécnica.
La influencia de A sangre fría en la obra de Ibargüengoitia resulta evidente también en la forma en que se utiliza el testimonio, la investigación periodística, la evidencia documental y, en general, la “verdad eventual” para construir una trama sistémica. Leer Las muertas recuerda, en muchos momentos, la agilidad del reportaje, el humor negro de la nota roja que inunda las páginas de los periódicos de México; pero, sobre todo, el compromiso del periodista con la objetividad de los hechos. Jorge Ibargüengoitia, me parece, supo conjugar con acierto ambos ejercicios, lo que nos recuerda que la distancia entre el periodismo y la literatura es en esencia inexistente.
En una entrevista con el periodista Ernesto González Bermejo, publicada por la Revista de la Universidad de México, Juan Rulfo dijo que la literatura es una mentira que dice la verdad. Esta frase –una de sus escasas declaraciones sobre el quehacer literario– me parece especialmente cierta si se mira desde el punto de vista de la ficción. En cuanto a los motivos que llevan a un escritor a hablar sobre sus propias experiencias con la violencia, la muerte, el feminicidio, o demás para escribir literatura, tengo un par de opiniones.
Como lector, aventuraré que las obras aquí analizadas son muestra de cómo la literatura nos permite conectar las vidas de los otros con nuestra propia experiencia. Intimamos con los textos, estirando o fracturando los límites de la realidad para acercarnos a verdades metafóricas que revelan algo sobre nuestro carácter en relación con el mundo. Como autor de autoficción, me parece que escribir desde la certeza de los hechos permite nutrir la literatura aprovechando aquel famoso axioma de que “la realidad supera la ficción”. Desde A sangre fría hasta El invencible verano de Liliana, lo que encontramos no es la mera exploración de la memoria: hay, ante todo, un ejercicio de introspección donde el trasfondo histórico se entremezcla con el sentir humano, y donde la memoria se convierte en experiencia simbólica de los valores que integran nuestra sociedad. La verdad humana, que mencioné antes, se encuentra en esto: en resignificar la experiencia personal para tocar la experiencia universal de nuestra especie.
Quizá, entonces, valdría reconstruir la declaración de Rulfo y agregar que escribir sobre acontecimientos reales y verificables puede ser una herramienta indispensable para hablar sobre los conflictos que inundan el quehacer humano. Y que, a veces, también los hechos comprobables nos permiten decir la verdad.
Bibliografía
Clasen, Sharon, Ed., (abril de 2016). Exclusive: Read Harper Lee’s Profile of In Cold Blood Detective Al Dewey That Hasn’t Been Seen in More Than 50 Years. The Smithsonian Magazine.
Leonard, Sophia (2015). Journalism as Artistic Expression: The Critical Response to Truman Capote’s In Cold Blood. Tulane Undergraduate Research Journal, vol. 2, pp. 6-13.
Yagoda, Ben (marzo 20 de 2013). “Fact Checking ‘In Cold Blood’”. Slate.
HIRAM RUVALCABA (Zapotlán el Grande, 1988) es narrador, periodista y profesor de literatura. Estudia el Doctorado en Humanidades de la Universidad de Guadalajara. Licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara y maestro en Estudios de Asia y África por El Colegio de México. Fue becario del PECDA Jalisco y del FONCA. Ganador del Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela (2016), del Premio Nacional de Cuento Joven Comala (2018), del Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay (2020), del Premio Nacional de Cuento José Alvarado (2020) y del Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez (2021). Publicó los libros de cuentos El espectador (2013), Me negarás tres veces (2017), La noche sin nombre (2018), Padres sin hijos (2021), De cerca nadie es normal (2022), el libro de crónicas Los niños del agua (2021), así como la novela Todo pueblo es cicatriz (RandomHouse, Mapa de las lenguas 2024).
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