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El escritor dejó a sus fanáticos numerosas enseñanzas. La última lección fue el golpe de una noticia terrible al otro lado del teléfono.
“Mucha gente ha recibido a las ocho de la mañana una llamada telefónica que anunciaba una muerte: el teléfono es una ruleta rusa, aunque el muerto no sea el que recibe el disparo, la llamada telefónica”, dice (o dijo) Paul Auster, mi escritor favorito, en El cuaderno rojo (Anagrama, 1994).
Recibí esa llamada antes del amanecer, el día de mi cumpleaños. Mi mamá, que llevaba el calendario de los cumpleaños de una familia de más de 100 personas, no se olvidaba de ninguno.
Dejé pasar, a las cuatro de la mañana, los primeros intentos de una llamada internacional, hasta que desperté de golpe. Entonces, entendí de pronto y tristemente de lo que hablaba Auster: ese sonido de arma, de ruleta rusa, como metáfora de un mensaje que no se espera y que igual se queda retumbando.
Lo que parecía iba a ser una felicitación, era más bien una despedida. Se había ido. Ni ese ni otro día volví a dormir igual.
Dos meses antes, mamá tomaba un vuelo de México a Venezuela. En medio de la multitud del aeropuerto, en esa sólida esperanza de volvernos a ver, le pregunté: “mamá, ¿me esperas?”. Ella asintió con los ojos muy abiertos llenos de ternura, intentando cumplir una promesa anticipada pero, en su eterna ironía, nunca me dijo si me esperaría aquí o en el más allá.
Sin saberlo, llevaba batallando con el peso de un cáncer que se la comió de a poco, muy rápidamente. En el hospital, aún sin diagnóstico, aburrida y viendo su celular, soltaba de vez en cuando un suspiro, con la mano en la cabeza, como queriendo que todo mejorara. “¿Qué te preocupa?”, le pregunté. “Ustedes, mis hijos”. Una tríada de viejos que desde hace rato pasan los treinta años y tienen la vida medio resuelta. “Mamá, ¿qué te preocupa de nosotros?”. “El mundo”, me contestó, “la guerra, la guerra entre Rusia y Ucrania, nada más”.
También te puede interesar leer: "Paul Auster y Siri Hustvedt en Oaxaca".
No era eso. Ella no era proclive a seguir los asuntos internacionales. Como típica madre latinoamericana, era más de vivir su día a día, tratando de subsanar los pesares cotidianos o las catástrofes más pesadas con bromas, un sentido del humor compuesto de chistes casi siempre negros, y que forma parte de mi herencia.
Un ejemplo. Ante los primeros síntomas de su enfermedad mamá no podía tragar, iba corriendo al baño, casi sofocada, intentando respirar. De repente, el silencio, entonces el miedo salía en forma de broma: “¿ya te moriste?”, le dije. A lo que ella respondía, “todavía no, todavía no”. Y entre diversas formas de sostener el dolor, elegía el de la risa.
La guerra, lo malo en el mundo y esas preocupaciones eran mentira, lo cierto es que quería salvarnos con cada uno de los 39 kilos que le quedaban.
Esa madrugada del día de mi cumpleaños, con dos horas menos en México que en Venezuela, mamá decidió sin consultar que debía darme el mejor de los regalos. En su fervorosa fe católica, donde Cristo entrega su vida para salvar a la humanidad, ella habría hecho lo mismo por mí, por sus hijos.
Volviendo atrás. Era septiembre de 2023 cuando a mamá todavía le preocupaba la guerra, una guerra. En octubre, un mes después, estallaba el conflicto en Medio Oriente, supongo, no lo sé, que en ese caso mamá hubiera insistido en que el motivo de su mano en la cabeza y su suspiro era “la guerra, la guerra de Gaza”.
Hay una foto que nunca olvido de Paul Auster, una en la que el lente está muy cerca y lo retrata con ambas manos en la frente, con un semblante ambiguo que es de resignación y de preocupación. Me recuerda un poco a mamá, sobre todo después de que ambos fallecieron.
Sin embargo, a Paul sí le preocupaban y mucho las guerras, así le dice en una carta a John Coetzee en su libro de correspondencias Aquí y ahora (Anagrama, 2019):
La Tercera Guerra Mundial, un sinnúmero de muertos, desastre incalculable. Por otro lado, pese a la histórica relación del pueblo judío con la región, los vecinos árabes de Israel consideran el Estado judío como un cáncer.
En 1997, cuando Auster visitó Israel junto a su hija Sophie y su esposa, la también escritora Siri Hustvedt, Benjamin Netanyahu ya dirigía el país. En aquel entonces escribió, también a Coetzee, que su impresión había sido que: “la mayor amenaza para Israel no eran los palestinos, sino los propios israelíes, que el país estaba tan dividido [...] que había posibilidad de una guerra civil”.
En 2010, volvió a Israel, habían pasado trece años desde su última visita, y lo vio todo peor: "El miedo hace que vivan obsesionados consigo mismos, aislados del resto del mundo”, escribió.
Frente a una histórica realidad devastadora, el neoyorquino encontraba en el “humor”, lo que él llamaba en sus cartas a Coetzee “una solución quijotesca”: “Evacuar a toda la población israelí y darle el estado de Wyoming. Es un territorio inmenso y escasamente poblado, y en interés de la paz mundial, el Gobierno estadounidense podría simplemente comprar ranchos y granjas y reasentar a la población de Wyoming en otros estados de la región. ¿Por qué no?”.
Entre 1997 y 2010 pasaron trece años; entre 2010 y 2023, trece años más. En marzo de ese año, Siri Hustvedt, esposa de Auster, un empedernido fanático de los Mets de Nueva York, anunciaba uno de sus peores strikes: Paul tenía cáncer.
El beso en la frente
Es diciembre de 2020 y Siri Hustvedt publica en Instagram: se le ve besando a su marido en la frente. Con esa imagen, ella describe lo que para muchos es el peor de los diagnósticos. Con esa foto y desde lo que ella llamaba “Cancerland”, un refugio ficticio donde convivían con la enfermedad, escribió:
El cáncer es diferente para cada persona que lo padece. Todos los cuerpos humanos son iguales y no hay dos iguales. Algunas personas sobreviven y otras mueren. Esto lo sabe todo el mundo y, sin embargo, vivir de cerca esa verdad cambia la realidad cotidiana [...]. Esta cuerda floja no siempre es fácil de caminar, por supuesto, pero es el verdadero trabajo del amor.
Aún fumaba cuando leí la descripción de la publicación. Paul Auster con cáncer. Me helé y di una aspiración honda. El golpe de humo, ese dolor que atravesaba mis pulmones y que, a veces, era placentero, esta vez era distinto. Era, más bien, un golpe que, por muy irónico que fuera, te deja sin aire.
La noticia se queda trabada en el pecho. Y recuerdas aquella mirada cómplice, conocedora y triste de dos médicas en un hospital mexicano cuando les dijiste que mamá no podía tragar. La duda se te mete al cuerpo, intuyes lo peor, te tiembla el pie, el ojo, la mano, pero no te lo imaginas, o más bien, empiezas a creer en todas las posibilidades. Parecía solo el comienzo. Con mamá fue la misma sensación, solo que ahí ya no fumaba. Y sueltas algo que ya no es humo, pero el dolor permanece.
Paul Auster me había enseñado a valorar los cambios, las despedidas, las rupturas, al deseo, pero nunca al cáncer. “Nadie está preparado para resistir”, pensé.
El día que murió Paul, decenas de amigos publicaron cómo sus novelas se metieron en sus propias historias. Él los había levantado de sus depresiones con una tristeza ficcional. El “inventor de la soledad”, al parecer, hacía un juego matemático con la realidad: menos por menos da más; tristeza más tristeza te levanta, te impulsa. Vayamos paso a paso, libro a libro, hoja a hoja.
Para ellos y para mí, que habíamos leído el Libro de las Ilusiones (Anagrama, 2002), Paul Auster había sido nuestro propio Héctor Mann.
En esa novela el protagonista entra en depresión luego de la muerte de su familia. Luego encontró en Héctor Mann, un cómico que desapareció con los años dorados del cine mudo, la duda, la sorpresa y —pues eso— la ilusión de vivir.
De esas mismas páginas aprendí el truco del protagonista: aplicar en pequeñas dosis el perfume de quien ya no está, pero aún se ama.
En las páginas de Tombuctú (Anagrama, 2012), esa novela que retrata la vida humana en los ojos de un perro, me inicié en la posibilidad de querer como humano a un perro y viceversa porque “...una vez que te enamoras de ella, la amaste hasta el día de tu muerte”.
Además de que el amor, en sí mismo, “no era una sustancia cuantificable”. También supe que si fuera perro y me comiera a otro perro, porque están en la carne de la comida china, no habría mejor homenaje para mi especie que saborearlo y degustar con placer, pero esa es otra historia.
Sobre todo, aprendí que en la ficción o en la realidad, en su cine o en su poesía, Paul Auster nos enseñó a creer en el azar por sobre todas las cosas.
Y entonces, (haciendo scroll como en Instagram) Siri habla de una línea delgada: “Uno tiene que estar lo suficientemente cerca como para sentir los tratamientos energéticos casi como si fueran tuyos, y lo suficientemente lejos como para ser una verdadera ayuda”, todo bajo el marco de esa foto donde besa a su esposo en la frente.
Es lo que —ahora— más recuerdo de mamá. El beso en la frente antes de salir de la habitación del hospital, lo que se le volvió hábito y era esencial en ella, tanto, tanto que hasta lo pedía.
Se fue a los 77 años, como Paul, también por culpa del cáncer. Se fue con un beso en la frente.
El escritor dejó a sus fanáticos numerosas enseñanzas. La última lección fue el golpe de una noticia terrible al otro lado del teléfono.
“Mucha gente ha recibido a las ocho de la mañana una llamada telefónica que anunciaba una muerte: el teléfono es una ruleta rusa, aunque el muerto no sea el que recibe el disparo, la llamada telefónica”, dice (o dijo) Paul Auster, mi escritor favorito, en El cuaderno rojo (Anagrama, 1994).
Recibí esa llamada antes del amanecer, el día de mi cumpleaños. Mi mamá, que llevaba el calendario de los cumpleaños de una familia de más de 100 personas, no se olvidaba de ninguno.
Dejé pasar, a las cuatro de la mañana, los primeros intentos de una llamada internacional, hasta que desperté de golpe. Entonces, entendí de pronto y tristemente de lo que hablaba Auster: ese sonido de arma, de ruleta rusa, como metáfora de un mensaje que no se espera y que igual se queda retumbando.
Lo que parecía iba a ser una felicitación, era más bien una despedida. Se había ido. Ni ese ni otro día volví a dormir igual.
Dos meses antes, mamá tomaba un vuelo de México a Venezuela. En medio de la multitud del aeropuerto, en esa sólida esperanza de volvernos a ver, le pregunté: “mamá, ¿me esperas?”. Ella asintió con los ojos muy abiertos llenos de ternura, intentando cumplir una promesa anticipada pero, en su eterna ironía, nunca me dijo si me esperaría aquí o en el más allá.
Sin saberlo, llevaba batallando con el peso de un cáncer que se la comió de a poco, muy rápidamente. En el hospital, aún sin diagnóstico, aburrida y viendo su celular, soltaba de vez en cuando un suspiro, con la mano en la cabeza, como queriendo que todo mejorara. “¿Qué te preocupa?”, le pregunté. “Ustedes, mis hijos”. Una tríada de viejos que desde hace rato pasan los treinta años y tienen la vida medio resuelta. “Mamá, ¿qué te preocupa de nosotros?”. “El mundo”, me contestó, “la guerra, la guerra entre Rusia y Ucrania, nada más”.
También te puede interesar leer: "Paul Auster y Siri Hustvedt en Oaxaca".
No era eso. Ella no era proclive a seguir los asuntos internacionales. Como típica madre latinoamericana, era más de vivir su día a día, tratando de subsanar los pesares cotidianos o las catástrofes más pesadas con bromas, un sentido del humor compuesto de chistes casi siempre negros, y que forma parte de mi herencia.
Un ejemplo. Ante los primeros síntomas de su enfermedad mamá no podía tragar, iba corriendo al baño, casi sofocada, intentando respirar. De repente, el silencio, entonces el miedo salía en forma de broma: “¿ya te moriste?”, le dije. A lo que ella respondía, “todavía no, todavía no”. Y entre diversas formas de sostener el dolor, elegía el de la risa.
La guerra, lo malo en el mundo y esas preocupaciones eran mentira, lo cierto es que quería salvarnos con cada uno de los 39 kilos que le quedaban.
Esa madrugada del día de mi cumpleaños, con dos horas menos en México que en Venezuela, mamá decidió sin consultar que debía darme el mejor de los regalos. En su fervorosa fe católica, donde Cristo entrega su vida para salvar a la humanidad, ella habría hecho lo mismo por mí, por sus hijos.
Volviendo atrás. Era septiembre de 2023 cuando a mamá todavía le preocupaba la guerra, una guerra. En octubre, un mes después, estallaba el conflicto en Medio Oriente, supongo, no lo sé, que en ese caso mamá hubiera insistido en que el motivo de su mano en la cabeza y su suspiro era “la guerra, la guerra de Gaza”.
Hay una foto que nunca olvido de Paul Auster, una en la que el lente está muy cerca y lo retrata con ambas manos en la frente, con un semblante ambiguo que es de resignación y de preocupación. Me recuerda un poco a mamá, sobre todo después de que ambos fallecieron.
Sin embargo, a Paul sí le preocupaban y mucho las guerras, así le dice en una carta a John Coetzee en su libro de correspondencias Aquí y ahora (Anagrama, 2019):
La Tercera Guerra Mundial, un sinnúmero de muertos, desastre incalculable. Por otro lado, pese a la histórica relación del pueblo judío con la región, los vecinos árabes de Israel consideran el Estado judío como un cáncer.
En 1997, cuando Auster visitó Israel junto a su hija Sophie y su esposa, la también escritora Siri Hustvedt, Benjamin Netanyahu ya dirigía el país. En aquel entonces escribió, también a Coetzee, que su impresión había sido que: “la mayor amenaza para Israel no eran los palestinos, sino los propios israelíes, que el país estaba tan dividido [...] que había posibilidad de una guerra civil”.
En 2010, volvió a Israel, habían pasado trece años desde su última visita, y lo vio todo peor: "El miedo hace que vivan obsesionados consigo mismos, aislados del resto del mundo”, escribió.
Frente a una histórica realidad devastadora, el neoyorquino encontraba en el “humor”, lo que él llamaba en sus cartas a Coetzee “una solución quijotesca”: “Evacuar a toda la población israelí y darle el estado de Wyoming. Es un territorio inmenso y escasamente poblado, y en interés de la paz mundial, el Gobierno estadounidense podría simplemente comprar ranchos y granjas y reasentar a la población de Wyoming en otros estados de la región. ¿Por qué no?”.
Entre 1997 y 2010 pasaron trece años; entre 2010 y 2023, trece años más. En marzo de ese año, Siri Hustvedt, esposa de Auster, un empedernido fanático de los Mets de Nueva York, anunciaba uno de sus peores strikes: Paul tenía cáncer.
El beso en la frente
Es diciembre de 2020 y Siri Hustvedt publica en Instagram: se le ve besando a su marido en la frente. Con esa imagen, ella describe lo que para muchos es el peor de los diagnósticos. Con esa foto y desde lo que ella llamaba “Cancerland”, un refugio ficticio donde convivían con la enfermedad, escribió:
El cáncer es diferente para cada persona que lo padece. Todos los cuerpos humanos son iguales y no hay dos iguales. Algunas personas sobreviven y otras mueren. Esto lo sabe todo el mundo y, sin embargo, vivir de cerca esa verdad cambia la realidad cotidiana [...]. Esta cuerda floja no siempre es fácil de caminar, por supuesto, pero es el verdadero trabajo del amor.
Aún fumaba cuando leí la descripción de la publicación. Paul Auster con cáncer. Me helé y di una aspiración honda. El golpe de humo, ese dolor que atravesaba mis pulmones y que, a veces, era placentero, esta vez era distinto. Era, más bien, un golpe que, por muy irónico que fuera, te deja sin aire.
La noticia se queda trabada en el pecho. Y recuerdas aquella mirada cómplice, conocedora y triste de dos médicas en un hospital mexicano cuando les dijiste que mamá no podía tragar. La duda se te mete al cuerpo, intuyes lo peor, te tiembla el pie, el ojo, la mano, pero no te lo imaginas, o más bien, empiezas a creer en todas las posibilidades. Parecía solo el comienzo. Con mamá fue la misma sensación, solo que ahí ya no fumaba. Y sueltas algo que ya no es humo, pero el dolor permanece.
Paul Auster me había enseñado a valorar los cambios, las despedidas, las rupturas, al deseo, pero nunca al cáncer. “Nadie está preparado para resistir”, pensé.
El día que murió Paul, decenas de amigos publicaron cómo sus novelas se metieron en sus propias historias. Él los había levantado de sus depresiones con una tristeza ficcional. El “inventor de la soledad”, al parecer, hacía un juego matemático con la realidad: menos por menos da más; tristeza más tristeza te levanta, te impulsa. Vayamos paso a paso, libro a libro, hoja a hoja.
Para ellos y para mí, que habíamos leído el Libro de las Ilusiones (Anagrama, 2002), Paul Auster había sido nuestro propio Héctor Mann.
En esa novela el protagonista entra en depresión luego de la muerte de su familia. Luego encontró en Héctor Mann, un cómico que desapareció con los años dorados del cine mudo, la duda, la sorpresa y —pues eso— la ilusión de vivir.
De esas mismas páginas aprendí el truco del protagonista: aplicar en pequeñas dosis el perfume de quien ya no está, pero aún se ama.
En las páginas de Tombuctú (Anagrama, 2012), esa novela que retrata la vida humana en los ojos de un perro, me inicié en la posibilidad de querer como humano a un perro y viceversa porque “...una vez que te enamoras de ella, la amaste hasta el día de tu muerte”.
Además de que el amor, en sí mismo, “no era una sustancia cuantificable”. También supe que si fuera perro y me comiera a otro perro, porque están en la carne de la comida china, no habría mejor homenaje para mi especie que saborearlo y degustar con placer, pero esa es otra historia.
Sobre todo, aprendí que en la ficción o en la realidad, en su cine o en su poesía, Paul Auster nos enseñó a creer en el azar por sobre todas las cosas.
Y entonces, (haciendo scroll como en Instagram) Siri habla de una línea delgada: “Uno tiene que estar lo suficientemente cerca como para sentir los tratamientos energéticos casi como si fueran tuyos, y lo suficientemente lejos como para ser una verdadera ayuda”, todo bajo el marco de esa foto donde besa a su esposo en la frente.
Es lo que —ahora— más recuerdo de mamá. El beso en la frente antes de salir de la habitación del hospital, lo que se le volvió hábito y era esencial en ella, tanto, tanto que hasta lo pedía.
Se fue a los 77 años, como Paul, también por culpa del cáncer. Se fue con un beso en la frente.
El escritor dejó a sus fanáticos numerosas enseñanzas. La última lección fue el golpe de una noticia terrible al otro lado del teléfono.
“Mucha gente ha recibido a las ocho de la mañana una llamada telefónica que anunciaba una muerte: el teléfono es una ruleta rusa, aunque el muerto no sea el que recibe el disparo, la llamada telefónica”, dice (o dijo) Paul Auster, mi escritor favorito, en El cuaderno rojo (Anagrama, 1994).
Recibí esa llamada antes del amanecer, el día de mi cumpleaños. Mi mamá, que llevaba el calendario de los cumpleaños de una familia de más de 100 personas, no se olvidaba de ninguno.
Dejé pasar, a las cuatro de la mañana, los primeros intentos de una llamada internacional, hasta que desperté de golpe. Entonces, entendí de pronto y tristemente de lo que hablaba Auster: ese sonido de arma, de ruleta rusa, como metáfora de un mensaje que no se espera y que igual se queda retumbando.
Lo que parecía iba a ser una felicitación, era más bien una despedida. Se había ido. Ni ese ni otro día volví a dormir igual.
Dos meses antes, mamá tomaba un vuelo de México a Venezuela. En medio de la multitud del aeropuerto, en esa sólida esperanza de volvernos a ver, le pregunté: “mamá, ¿me esperas?”. Ella asintió con los ojos muy abiertos llenos de ternura, intentando cumplir una promesa anticipada pero, en su eterna ironía, nunca me dijo si me esperaría aquí o en el más allá.
Sin saberlo, llevaba batallando con el peso de un cáncer que se la comió de a poco, muy rápidamente. En el hospital, aún sin diagnóstico, aburrida y viendo su celular, soltaba de vez en cuando un suspiro, con la mano en la cabeza, como queriendo que todo mejorara. “¿Qué te preocupa?”, le pregunté. “Ustedes, mis hijos”. Una tríada de viejos que desde hace rato pasan los treinta años y tienen la vida medio resuelta. “Mamá, ¿qué te preocupa de nosotros?”. “El mundo”, me contestó, “la guerra, la guerra entre Rusia y Ucrania, nada más”.
También te puede interesar leer: "Paul Auster y Siri Hustvedt en Oaxaca".
No era eso. Ella no era proclive a seguir los asuntos internacionales. Como típica madre latinoamericana, era más de vivir su día a día, tratando de subsanar los pesares cotidianos o las catástrofes más pesadas con bromas, un sentido del humor compuesto de chistes casi siempre negros, y que forma parte de mi herencia.
Un ejemplo. Ante los primeros síntomas de su enfermedad mamá no podía tragar, iba corriendo al baño, casi sofocada, intentando respirar. De repente, el silencio, entonces el miedo salía en forma de broma: “¿ya te moriste?”, le dije. A lo que ella respondía, “todavía no, todavía no”. Y entre diversas formas de sostener el dolor, elegía el de la risa.
La guerra, lo malo en el mundo y esas preocupaciones eran mentira, lo cierto es que quería salvarnos con cada uno de los 39 kilos que le quedaban.
Esa madrugada del día de mi cumpleaños, con dos horas menos en México que en Venezuela, mamá decidió sin consultar que debía darme el mejor de los regalos. En su fervorosa fe católica, donde Cristo entrega su vida para salvar a la humanidad, ella habría hecho lo mismo por mí, por sus hijos.
Volviendo atrás. Era septiembre de 2023 cuando a mamá todavía le preocupaba la guerra, una guerra. En octubre, un mes después, estallaba el conflicto en Medio Oriente, supongo, no lo sé, que en ese caso mamá hubiera insistido en que el motivo de su mano en la cabeza y su suspiro era “la guerra, la guerra de Gaza”.
Hay una foto que nunca olvido de Paul Auster, una en la que el lente está muy cerca y lo retrata con ambas manos en la frente, con un semblante ambiguo que es de resignación y de preocupación. Me recuerda un poco a mamá, sobre todo después de que ambos fallecieron.
Sin embargo, a Paul sí le preocupaban y mucho las guerras, así le dice en una carta a John Coetzee en su libro de correspondencias Aquí y ahora (Anagrama, 2019):
La Tercera Guerra Mundial, un sinnúmero de muertos, desastre incalculable. Por otro lado, pese a la histórica relación del pueblo judío con la región, los vecinos árabes de Israel consideran el Estado judío como un cáncer.
En 1997, cuando Auster visitó Israel junto a su hija Sophie y su esposa, la también escritora Siri Hustvedt, Benjamin Netanyahu ya dirigía el país. En aquel entonces escribió, también a Coetzee, que su impresión había sido que: “la mayor amenaza para Israel no eran los palestinos, sino los propios israelíes, que el país estaba tan dividido [...] que había posibilidad de una guerra civil”.
En 2010, volvió a Israel, habían pasado trece años desde su última visita, y lo vio todo peor: "El miedo hace que vivan obsesionados consigo mismos, aislados del resto del mundo”, escribió.
Frente a una histórica realidad devastadora, el neoyorquino encontraba en el “humor”, lo que él llamaba en sus cartas a Coetzee “una solución quijotesca”: “Evacuar a toda la población israelí y darle el estado de Wyoming. Es un territorio inmenso y escasamente poblado, y en interés de la paz mundial, el Gobierno estadounidense podría simplemente comprar ranchos y granjas y reasentar a la población de Wyoming en otros estados de la región. ¿Por qué no?”.
Entre 1997 y 2010 pasaron trece años; entre 2010 y 2023, trece años más. En marzo de ese año, Siri Hustvedt, esposa de Auster, un empedernido fanático de los Mets de Nueva York, anunciaba uno de sus peores strikes: Paul tenía cáncer.
El beso en la frente
Es diciembre de 2020 y Siri Hustvedt publica en Instagram: se le ve besando a su marido en la frente. Con esa imagen, ella describe lo que para muchos es el peor de los diagnósticos. Con esa foto y desde lo que ella llamaba “Cancerland”, un refugio ficticio donde convivían con la enfermedad, escribió:
El cáncer es diferente para cada persona que lo padece. Todos los cuerpos humanos son iguales y no hay dos iguales. Algunas personas sobreviven y otras mueren. Esto lo sabe todo el mundo y, sin embargo, vivir de cerca esa verdad cambia la realidad cotidiana [...]. Esta cuerda floja no siempre es fácil de caminar, por supuesto, pero es el verdadero trabajo del amor.
Aún fumaba cuando leí la descripción de la publicación. Paul Auster con cáncer. Me helé y di una aspiración honda. El golpe de humo, ese dolor que atravesaba mis pulmones y que, a veces, era placentero, esta vez era distinto. Era, más bien, un golpe que, por muy irónico que fuera, te deja sin aire.
La noticia se queda trabada en el pecho. Y recuerdas aquella mirada cómplice, conocedora y triste de dos médicas en un hospital mexicano cuando les dijiste que mamá no podía tragar. La duda se te mete al cuerpo, intuyes lo peor, te tiembla el pie, el ojo, la mano, pero no te lo imaginas, o más bien, empiezas a creer en todas las posibilidades. Parecía solo el comienzo. Con mamá fue la misma sensación, solo que ahí ya no fumaba. Y sueltas algo que ya no es humo, pero el dolor permanece.
Paul Auster me había enseñado a valorar los cambios, las despedidas, las rupturas, al deseo, pero nunca al cáncer. “Nadie está preparado para resistir”, pensé.
El día que murió Paul, decenas de amigos publicaron cómo sus novelas se metieron en sus propias historias. Él los había levantado de sus depresiones con una tristeza ficcional. El “inventor de la soledad”, al parecer, hacía un juego matemático con la realidad: menos por menos da más; tristeza más tristeza te levanta, te impulsa. Vayamos paso a paso, libro a libro, hoja a hoja.
Para ellos y para mí, que habíamos leído el Libro de las Ilusiones (Anagrama, 2002), Paul Auster había sido nuestro propio Héctor Mann.
En esa novela el protagonista entra en depresión luego de la muerte de su familia. Luego encontró en Héctor Mann, un cómico que desapareció con los años dorados del cine mudo, la duda, la sorpresa y —pues eso— la ilusión de vivir.
De esas mismas páginas aprendí el truco del protagonista: aplicar en pequeñas dosis el perfume de quien ya no está, pero aún se ama.
En las páginas de Tombuctú (Anagrama, 2012), esa novela que retrata la vida humana en los ojos de un perro, me inicié en la posibilidad de querer como humano a un perro y viceversa porque “...una vez que te enamoras de ella, la amaste hasta el día de tu muerte”.
Además de que el amor, en sí mismo, “no era una sustancia cuantificable”. También supe que si fuera perro y me comiera a otro perro, porque están en la carne de la comida china, no habría mejor homenaje para mi especie que saborearlo y degustar con placer, pero esa es otra historia.
Sobre todo, aprendí que en la ficción o en la realidad, en su cine o en su poesía, Paul Auster nos enseñó a creer en el azar por sobre todas las cosas.
Y entonces, (haciendo scroll como en Instagram) Siri habla de una línea delgada: “Uno tiene que estar lo suficientemente cerca como para sentir los tratamientos energéticos casi como si fueran tuyos, y lo suficientemente lejos como para ser una verdadera ayuda”, todo bajo el marco de esa foto donde besa a su esposo en la frente.
Es lo que —ahora— más recuerdo de mamá. El beso en la frente antes de salir de la habitación del hospital, lo que se le volvió hábito y era esencial en ella, tanto, tanto que hasta lo pedía.
Se fue a los 77 años, como Paul, también por culpa del cáncer. Se fue con un beso en la frente.
El escritor dejó a sus fanáticos numerosas enseñanzas. La última lección fue el golpe de una noticia terrible al otro lado del teléfono.
“Mucha gente ha recibido a las ocho de la mañana una llamada telefónica que anunciaba una muerte: el teléfono es una ruleta rusa, aunque el muerto no sea el que recibe el disparo, la llamada telefónica”, dice (o dijo) Paul Auster, mi escritor favorito, en El cuaderno rojo (Anagrama, 1994).
Recibí esa llamada antes del amanecer, el día de mi cumpleaños. Mi mamá, que llevaba el calendario de los cumpleaños de una familia de más de 100 personas, no se olvidaba de ninguno.
Dejé pasar, a las cuatro de la mañana, los primeros intentos de una llamada internacional, hasta que desperté de golpe. Entonces, entendí de pronto y tristemente de lo que hablaba Auster: ese sonido de arma, de ruleta rusa, como metáfora de un mensaje que no se espera y que igual se queda retumbando.
Lo que parecía iba a ser una felicitación, era más bien una despedida. Se había ido. Ni ese ni otro día volví a dormir igual.
Dos meses antes, mamá tomaba un vuelo de México a Venezuela. En medio de la multitud del aeropuerto, en esa sólida esperanza de volvernos a ver, le pregunté: “mamá, ¿me esperas?”. Ella asintió con los ojos muy abiertos llenos de ternura, intentando cumplir una promesa anticipada pero, en su eterna ironía, nunca me dijo si me esperaría aquí o en el más allá.
Sin saberlo, llevaba batallando con el peso de un cáncer que se la comió de a poco, muy rápidamente. En el hospital, aún sin diagnóstico, aburrida y viendo su celular, soltaba de vez en cuando un suspiro, con la mano en la cabeza, como queriendo que todo mejorara. “¿Qué te preocupa?”, le pregunté. “Ustedes, mis hijos”. Una tríada de viejos que desde hace rato pasan los treinta años y tienen la vida medio resuelta. “Mamá, ¿qué te preocupa de nosotros?”. “El mundo”, me contestó, “la guerra, la guerra entre Rusia y Ucrania, nada más”.
También te puede interesar leer: "Paul Auster y Siri Hustvedt en Oaxaca".
No era eso. Ella no era proclive a seguir los asuntos internacionales. Como típica madre latinoamericana, era más de vivir su día a día, tratando de subsanar los pesares cotidianos o las catástrofes más pesadas con bromas, un sentido del humor compuesto de chistes casi siempre negros, y que forma parte de mi herencia.
Un ejemplo. Ante los primeros síntomas de su enfermedad mamá no podía tragar, iba corriendo al baño, casi sofocada, intentando respirar. De repente, el silencio, entonces el miedo salía en forma de broma: “¿ya te moriste?”, le dije. A lo que ella respondía, “todavía no, todavía no”. Y entre diversas formas de sostener el dolor, elegía el de la risa.
La guerra, lo malo en el mundo y esas preocupaciones eran mentira, lo cierto es que quería salvarnos con cada uno de los 39 kilos que le quedaban.
Esa madrugada del día de mi cumpleaños, con dos horas menos en México que en Venezuela, mamá decidió sin consultar que debía darme el mejor de los regalos. En su fervorosa fe católica, donde Cristo entrega su vida para salvar a la humanidad, ella habría hecho lo mismo por mí, por sus hijos.
Volviendo atrás. Era septiembre de 2023 cuando a mamá todavía le preocupaba la guerra, una guerra. En octubre, un mes después, estallaba el conflicto en Medio Oriente, supongo, no lo sé, que en ese caso mamá hubiera insistido en que el motivo de su mano en la cabeza y su suspiro era “la guerra, la guerra de Gaza”.
Hay una foto que nunca olvido de Paul Auster, una en la que el lente está muy cerca y lo retrata con ambas manos en la frente, con un semblante ambiguo que es de resignación y de preocupación. Me recuerda un poco a mamá, sobre todo después de que ambos fallecieron.
Sin embargo, a Paul sí le preocupaban y mucho las guerras, así le dice en una carta a John Coetzee en su libro de correspondencias Aquí y ahora (Anagrama, 2019):
La Tercera Guerra Mundial, un sinnúmero de muertos, desastre incalculable. Por otro lado, pese a la histórica relación del pueblo judío con la región, los vecinos árabes de Israel consideran el Estado judío como un cáncer.
En 1997, cuando Auster visitó Israel junto a su hija Sophie y su esposa, la también escritora Siri Hustvedt, Benjamin Netanyahu ya dirigía el país. En aquel entonces escribió, también a Coetzee, que su impresión había sido que: “la mayor amenaza para Israel no eran los palestinos, sino los propios israelíes, que el país estaba tan dividido [...] que había posibilidad de una guerra civil”.
En 2010, volvió a Israel, habían pasado trece años desde su última visita, y lo vio todo peor: "El miedo hace que vivan obsesionados consigo mismos, aislados del resto del mundo”, escribió.
Frente a una histórica realidad devastadora, el neoyorquino encontraba en el “humor”, lo que él llamaba en sus cartas a Coetzee “una solución quijotesca”: “Evacuar a toda la población israelí y darle el estado de Wyoming. Es un territorio inmenso y escasamente poblado, y en interés de la paz mundial, el Gobierno estadounidense podría simplemente comprar ranchos y granjas y reasentar a la población de Wyoming en otros estados de la región. ¿Por qué no?”.
Entre 1997 y 2010 pasaron trece años; entre 2010 y 2023, trece años más. En marzo de ese año, Siri Hustvedt, esposa de Auster, un empedernido fanático de los Mets de Nueva York, anunciaba uno de sus peores strikes: Paul tenía cáncer.
El beso en la frente
Es diciembre de 2020 y Siri Hustvedt publica en Instagram: se le ve besando a su marido en la frente. Con esa imagen, ella describe lo que para muchos es el peor de los diagnósticos. Con esa foto y desde lo que ella llamaba “Cancerland”, un refugio ficticio donde convivían con la enfermedad, escribió:
El cáncer es diferente para cada persona que lo padece. Todos los cuerpos humanos son iguales y no hay dos iguales. Algunas personas sobreviven y otras mueren. Esto lo sabe todo el mundo y, sin embargo, vivir de cerca esa verdad cambia la realidad cotidiana [...]. Esta cuerda floja no siempre es fácil de caminar, por supuesto, pero es el verdadero trabajo del amor.
Aún fumaba cuando leí la descripción de la publicación. Paul Auster con cáncer. Me helé y di una aspiración honda. El golpe de humo, ese dolor que atravesaba mis pulmones y que, a veces, era placentero, esta vez era distinto. Era, más bien, un golpe que, por muy irónico que fuera, te deja sin aire.
La noticia se queda trabada en el pecho. Y recuerdas aquella mirada cómplice, conocedora y triste de dos médicas en un hospital mexicano cuando les dijiste que mamá no podía tragar. La duda se te mete al cuerpo, intuyes lo peor, te tiembla el pie, el ojo, la mano, pero no te lo imaginas, o más bien, empiezas a creer en todas las posibilidades. Parecía solo el comienzo. Con mamá fue la misma sensación, solo que ahí ya no fumaba. Y sueltas algo que ya no es humo, pero el dolor permanece.
Paul Auster me había enseñado a valorar los cambios, las despedidas, las rupturas, al deseo, pero nunca al cáncer. “Nadie está preparado para resistir”, pensé.
El día que murió Paul, decenas de amigos publicaron cómo sus novelas se metieron en sus propias historias. Él los había levantado de sus depresiones con una tristeza ficcional. El “inventor de la soledad”, al parecer, hacía un juego matemático con la realidad: menos por menos da más; tristeza más tristeza te levanta, te impulsa. Vayamos paso a paso, libro a libro, hoja a hoja.
Para ellos y para mí, que habíamos leído el Libro de las Ilusiones (Anagrama, 2002), Paul Auster había sido nuestro propio Héctor Mann.
En esa novela el protagonista entra en depresión luego de la muerte de su familia. Luego encontró en Héctor Mann, un cómico que desapareció con los años dorados del cine mudo, la duda, la sorpresa y —pues eso— la ilusión de vivir.
De esas mismas páginas aprendí el truco del protagonista: aplicar en pequeñas dosis el perfume de quien ya no está, pero aún se ama.
En las páginas de Tombuctú (Anagrama, 2012), esa novela que retrata la vida humana en los ojos de un perro, me inicié en la posibilidad de querer como humano a un perro y viceversa porque “...una vez que te enamoras de ella, la amaste hasta el día de tu muerte”.
Además de que el amor, en sí mismo, “no era una sustancia cuantificable”. También supe que si fuera perro y me comiera a otro perro, porque están en la carne de la comida china, no habría mejor homenaje para mi especie que saborearlo y degustar con placer, pero esa es otra historia.
Sobre todo, aprendí que en la ficción o en la realidad, en su cine o en su poesía, Paul Auster nos enseñó a creer en el azar por sobre todas las cosas.
Y entonces, (haciendo scroll como en Instagram) Siri habla de una línea delgada: “Uno tiene que estar lo suficientemente cerca como para sentir los tratamientos energéticos casi como si fueran tuyos, y lo suficientemente lejos como para ser una verdadera ayuda”, todo bajo el marco de esa foto donde besa a su esposo en la frente.
Es lo que —ahora— más recuerdo de mamá. El beso en la frente antes de salir de la habitación del hospital, lo que se le volvió hábito y era esencial en ella, tanto, tanto que hasta lo pedía.
Se fue a los 77 años, como Paul, también por culpa del cáncer. Se fue con un beso en la frente.
“Mucha gente ha recibido a las ocho de la mañana una llamada telefónica que anunciaba una muerte: el teléfono es una ruleta rusa, aunque el muerto no sea el que recibe el disparo, la llamada telefónica”, dice (o dijo) Paul Auster, mi escritor favorito, en El cuaderno rojo (Anagrama, 1994).
Recibí esa llamada antes del amanecer, el día de mi cumpleaños. Mi mamá, que llevaba el calendario de los cumpleaños de una familia de más de 100 personas, no se olvidaba de ninguno.
Dejé pasar, a las cuatro de la mañana, los primeros intentos de una llamada internacional, hasta que desperté de golpe. Entonces, entendí de pronto y tristemente de lo que hablaba Auster: ese sonido de arma, de ruleta rusa, como metáfora de un mensaje que no se espera y que igual se queda retumbando.
Lo que parecía iba a ser una felicitación, era más bien una despedida. Se había ido. Ni ese ni otro día volví a dormir igual.
Dos meses antes, mamá tomaba un vuelo de México a Venezuela. En medio de la multitud del aeropuerto, en esa sólida esperanza de volvernos a ver, le pregunté: “mamá, ¿me esperas?”. Ella asintió con los ojos muy abiertos llenos de ternura, intentando cumplir una promesa anticipada pero, en su eterna ironía, nunca me dijo si me esperaría aquí o en el más allá.
Sin saberlo, llevaba batallando con el peso de un cáncer que se la comió de a poco, muy rápidamente. En el hospital, aún sin diagnóstico, aburrida y viendo su celular, soltaba de vez en cuando un suspiro, con la mano en la cabeza, como queriendo que todo mejorara. “¿Qué te preocupa?”, le pregunté. “Ustedes, mis hijos”. Una tríada de viejos que desde hace rato pasan los treinta años y tienen la vida medio resuelta. “Mamá, ¿qué te preocupa de nosotros?”. “El mundo”, me contestó, “la guerra, la guerra entre Rusia y Ucrania, nada más”.
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No era eso. Ella no era proclive a seguir los asuntos internacionales. Como típica madre latinoamericana, era más de vivir su día a día, tratando de subsanar los pesares cotidianos o las catástrofes más pesadas con bromas, un sentido del humor compuesto de chistes casi siempre negros, y que forma parte de mi herencia.
Un ejemplo. Ante los primeros síntomas de su enfermedad mamá no podía tragar, iba corriendo al baño, casi sofocada, intentando respirar. De repente, el silencio, entonces el miedo salía en forma de broma: “¿ya te moriste?”, le dije. A lo que ella respondía, “todavía no, todavía no”. Y entre diversas formas de sostener el dolor, elegía el de la risa.
La guerra, lo malo en el mundo y esas preocupaciones eran mentira, lo cierto es que quería salvarnos con cada uno de los 39 kilos que le quedaban.
Esa madrugada del día de mi cumpleaños, con dos horas menos en México que en Venezuela, mamá decidió sin consultar que debía darme el mejor de los regalos. En su fervorosa fe católica, donde Cristo entrega su vida para salvar a la humanidad, ella habría hecho lo mismo por mí, por sus hijos.
Volviendo atrás. Era septiembre de 2023 cuando a mamá todavía le preocupaba la guerra, una guerra. En octubre, un mes después, estallaba el conflicto en Medio Oriente, supongo, no lo sé, que en ese caso mamá hubiera insistido en que el motivo de su mano en la cabeza y su suspiro era “la guerra, la guerra de Gaza”.
Hay una foto que nunca olvido de Paul Auster, una en la que el lente está muy cerca y lo retrata con ambas manos en la frente, con un semblante ambiguo que es de resignación y de preocupación. Me recuerda un poco a mamá, sobre todo después de que ambos fallecieron.
Sin embargo, a Paul sí le preocupaban y mucho las guerras, así le dice en una carta a John Coetzee en su libro de correspondencias Aquí y ahora (Anagrama, 2019):
La Tercera Guerra Mundial, un sinnúmero de muertos, desastre incalculable. Por otro lado, pese a la histórica relación del pueblo judío con la región, los vecinos árabes de Israel consideran el Estado judío como un cáncer.
En 1997, cuando Auster visitó Israel junto a su hija Sophie y su esposa, la también escritora Siri Hustvedt, Benjamin Netanyahu ya dirigía el país. En aquel entonces escribió, también a Coetzee, que su impresión había sido que: “la mayor amenaza para Israel no eran los palestinos, sino los propios israelíes, que el país estaba tan dividido [...] que había posibilidad de una guerra civil”.
En 2010, volvió a Israel, habían pasado trece años desde su última visita, y lo vio todo peor: "El miedo hace que vivan obsesionados consigo mismos, aislados del resto del mundo”, escribió.
Frente a una histórica realidad devastadora, el neoyorquino encontraba en el “humor”, lo que él llamaba en sus cartas a Coetzee “una solución quijotesca”: “Evacuar a toda la población israelí y darle el estado de Wyoming. Es un territorio inmenso y escasamente poblado, y en interés de la paz mundial, el Gobierno estadounidense podría simplemente comprar ranchos y granjas y reasentar a la población de Wyoming en otros estados de la región. ¿Por qué no?”.
Entre 1997 y 2010 pasaron trece años; entre 2010 y 2023, trece años más. En marzo de ese año, Siri Hustvedt, esposa de Auster, un empedernido fanático de los Mets de Nueva York, anunciaba uno de sus peores strikes: Paul tenía cáncer.
El beso en la frente
Es diciembre de 2020 y Siri Hustvedt publica en Instagram: se le ve besando a su marido en la frente. Con esa imagen, ella describe lo que para muchos es el peor de los diagnósticos. Con esa foto y desde lo que ella llamaba “Cancerland”, un refugio ficticio donde convivían con la enfermedad, escribió:
El cáncer es diferente para cada persona que lo padece. Todos los cuerpos humanos son iguales y no hay dos iguales. Algunas personas sobreviven y otras mueren. Esto lo sabe todo el mundo y, sin embargo, vivir de cerca esa verdad cambia la realidad cotidiana [...]. Esta cuerda floja no siempre es fácil de caminar, por supuesto, pero es el verdadero trabajo del amor.
Aún fumaba cuando leí la descripción de la publicación. Paul Auster con cáncer. Me helé y di una aspiración honda. El golpe de humo, ese dolor que atravesaba mis pulmones y que, a veces, era placentero, esta vez era distinto. Era, más bien, un golpe que, por muy irónico que fuera, te deja sin aire.
La noticia se queda trabada en el pecho. Y recuerdas aquella mirada cómplice, conocedora y triste de dos médicas en un hospital mexicano cuando les dijiste que mamá no podía tragar. La duda se te mete al cuerpo, intuyes lo peor, te tiembla el pie, el ojo, la mano, pero no te lo imaginas, o más bien, empiezas a creer en todas las posibilidades. Parecía solo el comienzo. Con mamá fue la misma sensación, solo que ahí ya no fumaba. Y sueltas algo que ya no es humo, pero el dolor permanece.
Paul Auster me había enseñado a valorar los cambios, las despedidas, las rupturas, al deseo, pero nunca al cáncer. “Nadie está preparado para resistir”, pensé.
El día que murió Paul, decenas de amigos publicaron cómo sus novelas se metieron en sus propias historias. Él los había levantado de sus depresiones con una tristeza ficcional. El “inventor de la soledad”, al parecer, hacía un juego matemático con la realidad: menos por menos da más; tristeza más tristeza te levanta, te impulsa. Vayamos paso a paso, libro a libro, hoja a hoja.
Para ellos y para mí, que habíamos leído el Libro de las Ilusiones (Anagrama, 2002), Paul Auster había sido nuestro propio Héctor Mann.
En esa novela el protagonista entra en depresión luego de la muerte de su familia. Luego encontró en Héctor Mann, un cómico que desapareció con los años dorados del cine mudo, la duda, la sorpresa y —pues eso— la ilusión de vivir.
De esas mismas páginas aprendí el truco del protagonista: aplicar en pequeñas dosis el perfume de quien ya no está, pero aún se ama.
En las páginas de Tombuctú (Anagrama, 2012), esa novela que retrata la vida humana en los ojos de un perro, me inicié en la posibilidad de querer como humano a un perro y viceversa porque “...una vez que te enamoras de ella, la amaste hasta el día de tu muerte”.
Además de que el amor, en sí mismo, “no era una sustancia cuantificable”. También supe que si fuera perro y me comiera a otro perro, porque están en la carne de la comida china, no habría mejor homenaje para mi especie que saborearlo y degustar con placer, pero esa es otra historia.
Sobre todo, aprendí que en la ficción o en la realidad, en su cine o en su poesía, Paul Auster nos enseñó a creer en el azar por sobre todas las cosas.
Y entonces, (haciendo scroll como en Instagram) Siri habla de una línea delgada: “Uno tiene que estar lo suficientemente cerca como para sentir los tratamientos energéticos casi como si fueran tuyos, y lo suficientemente lejos como para ser una verdadera ayuda”, todo bajo el marco de esa foto donde besa a su esposo en la frente.
Es lo que —ahora— más recuerdo de mamá. El beso en la frente antes de salir de la habitación del hospital, lo que se le volvió hábito y era esencial en ella, tanto, tanto que hasta lo pedía.
Se fue a los 77 años, como Paul, también por culpa del cáncer. Se fue con un beso en la frente.
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