Una literatura de ausencias: buscamos lo que no existe
Mariana Ortiz
Ilustraciones de Miss Lettera
¿Cómo le hace uno para deshacerse del cariño a un muerto? Mediante la narrativa, distintas escritoras han explorado los fantasmas de sus familiares para intentar comprender sus motivaciones y cuánto de sus ausencias habita en ellas.
Yo no creo en Dios, pero sí creo en los fantasmas
Nayeli García Sánchez, Especies tan lejanas
Hablar de la ausencia, lo quiera o no, evoca melancolía. Mi abuelo paterno murió hace muchos años, cuando yo no alcanzaba ni siquiera la pubertad. Aunque conservo una serie de dibujos que él mismo hizo para mis primeros cumpleaños, no lo recuerdo sosteniéndome la mano por algún jardín o dándome dinero a escondidas de mis padres. Ni siquiera sé cómo sonaba su voz. En su lugar, cuando lo evoco, de vez en vez, lo veo solo en sus últimos días, casi sin abrir los ojos, acostado en un colchón de una habitación alfombrada de un departamento oscuro y frío en el lejano Santa Fe.
Quién sabe por qué, esa escena me ha atormentado de forma reciente. Como si temiera no tener nada que me vincule a él más que eso. La cosa empeora cuando me doy cuenta de que no tengo más información sobre su vida, sus anhelos, lo que fue y lo que dejó ir. A duras penas tengo su nombre en mi memoria. Mi papá fue el último de sus hijos, y yo una de las nietas con quien casi no convivió. Quizá algún día me toque a mí emprender el viaje alrededor de su fantasma.
Y tal vez porque no logro sacudirme de encima esa nostalgia, me ha dado por leer novelas o ensayos que giran alrededor de las ausencias, aquella literatura que más que encontrar, dedica sus esfuerzos a buscar lo que se sabe de antemano que no existe. A hurgar dentro de lo que sí hay para obtener ciertas pistas. Se trata de escrituras sobre el viaje, pero no es así. Son, más bien, apuntes sobre la memoria: como si se tratara de una lista de pendientes, son anotaciones que están ahí para no olvidar.
La ausencia como un tópico literario aún es relevante en nuestros días, no solo porque vivimos en ciudades acechadas por la violencia y la inseguridad, por las desapariciones forzadas y las muertes anticipadas, sino porque también hemos construido una fascinación alrededor del vacío, como un hueco en la tierra, conformado por quien nos hace falta. No por nada tradiciones como el Día de Muertos suelen resonar de forma tan profunda en quienes lo celebran, por ello es inevitable sentirse abrumados por la desolación y la esperanza por igual.
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Quien lee Pedro Páramo (FCE, 1955) por primera vez —quizá la expresión literaria más famosa de perseguir un vacío— puede vislumbrar la manera en que la búsqueda de algo inexistente, de algo parecido a un fantasma o a un espectro, a veces es suficiente para constituir una identidad alrededor de la ausencia. De pensarse a sí mismo en relación con eso que falta. En aquel relato, Juan Preciado emprende un viaje a Comala en busca de su padre, solo para darse cuenta que está rodeado de espectros, un pasado del que no conserva recuerdos. No soy quien para ahondar en la importancia de Pedro Páramo y Juan Rulfo en la literatura universal; al contrario, mi intención es detenerme en la herencia que dejó para la consolidación de una literatura de ausencias.
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Luego de la publicación de Pedro Páramo vinieron un montón de relatos (literarios, sí, pero también de otras disciplinas como el cine y el arte) que siguen esa misma tesis: perseguir los fantasmas que nos rodean y, de una manera u otra, hacerlos nuestros con tal de que no vuelvan a desaparecer. ¿De dónde viene esa obsesión? Ciertamente no solo de Pedro Páramo. Quizá no exista una sola respuesta, sino varias. Distintos modos de convertir esa fascinación por lo que nos hace falta, en expresiones más amables, en archivos de la memoria que vale la pena consultar y conservar hasta el fin de nuestros días.
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En Especies tan lejanas (Sexto Piso, 2024), la primera novela escrita por Nayeli García Sánchez, Natalia busca algún rastro de su padre, quien la abandonó junto con su madre, cuando apenas ella era una pequeña de 6 años. Al enterarse por internet de la muerte de su padre en el Estado de México, Natalia se pregunta por esa parte de su identidad que está irremediablemente perdida. Así, decide irse a Irapuato y seguir los pasos de su padre cuando vivió en ese lugar, descubrir cuál es el límite de su búsqueda y si es que esta arroja algo que le sea suficiente. “Volver sobre sus pasos, desandar el tiempo hasta el momento previo en que decidió alejarse de mí”, dice la protagonista.
En su viaje no encuentra sino más interrogantes, con el pretexto de hallar a un perro perdido, el Aquiles. Como el lector va suponiendo, la idea central de la búsqueda no es en sí buscar, sino entender. ¿Por qué se fue? ¿Por qué dejó a su madre y a ella? Con esa huida, ¿cuánto de su identidad se disolvió con su padre? La narración, de corte autoficcional, se teje como telaraña. Esto no es una coincidencia. Natalia, cuya obsesión son todos los arácnidos, trabaja en un aracnario en Ciudad Universitaria. Por ello, en ocasiones de forma aleatoria, pretende trasladar el comportamiento de los seres alrededor de ella (su madre, su pareja, su padre ya muerto) a las arañas:
Intento entender el duelo de las hijas, satisfechas de haberse comido a la madre y sin apego alguno por el padre. En la brevedad de sus vidas no hay tiempo para desarrollar traumas. Son expertas en despedirse. Una araña no está condenada a la tristeza de fallar a las promesas (a cumplir las venganzas) que sus progenitores depositaron en ella.
No puedo decir que los cuestionamientos se resolvieron, al final Natalia encuentra al Aquiles y a una familia que no sabe ni supo nada de ella hasta ese momento. No hace promesas para volverlos a ver ni jura que establecerá un vínculo. La novela, en ese sentido, no es esperanzadora. ¿Qué más da encontrar algo si está a medias? Quizá la búsqueda de la protagonista es la respuesta a una interrogante que nunca podrá ser respondida: ¿por qué se abandona? Esto no se explora, o al menos no de forma profunda en Especies tan lejanas. Sin embargo, tampoco creo que importe. Supongo, como los fantasmas, la mera certeza de su existencia y su sitio en cierto espacio del mundo, le basta.
Por otro lado, en Caballo fantasma (Almadía, 2020) de Karina Sosa, una mujer llamada Ka indaga en los diarios que escribió a lo largo de 10 años. Mientras trata de averiguar su propia identidad, de vuelta en su ciudad y en un trabajo nuevo, Ka también trata de ir más allá de la noción de su madre: una apasionada de los caballos que murió hace 600 días. A diferencia de lo hecho por García Sánchez, Sosa no traza tal cual una historia, sino más bien una revisión de su entendimiento a partir de tener una madre ausente:
Quizá llevo todos estos días, los días en que he escrito esto, soñando. Como si un sueño pudiese llevarse hasta el extremo de la irrealidad. Pienso que tengo una vida vacía y por ello he inventado a mi madre, a los caballos, a los libros, a esas fotografías.
Sosa también recurre a la autoficción como un escudo para protegerse de la vulnerabilidad que implica perseguir fantasmas; sin embargo, apenas deja huellas (como pueden interpretarse sus parágrafos) de sus certezas, si es que acaso presencia alguna.
Mi madre siempre fue un secreto. Para una parte del mundo. Para mí, para mi padre. Para todos los que lleguen a ver las fotografías donde aparece como “la mujer desconocida”.
Al final, como sucede en Especies tan lejanas, el lector no experimenta el hallazgo de la clave para buscar, en cambio se siente un tanto acompañado en ese vacío que provoca la muerte de un familiar.
Pero quizá el ejercicio mejor logrado lo realizó Cristina Rivera Garza en Autobiografía del algodón (Literatura Random House, 2020). Con la experiencia de Rivera Garza con el archivo y la memoria, no podría ser de otra forma. En este libro —que merece su propio ensayo— la autora recorre de forma minuciosa, como si se estuviera examinando, cada grano de arena en el desierto con la calma de quien tiene tiempo, su propia genealogía familiar.
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Sin embargo, no solo es su historia, sino también la del país, la de miles de muertos que comparten un territorio con ella. Acá los detalles son extensos, abrumadores, de alguna forma para hacernos sentir los pasos que han caminado por los senderos que la autora se dispone a recorrer. Precisamente por eso, Autobiografía del algodón tiene un tinte político que las otras novelas no.
Cuando mi abuelo murió, el viernes 6 de abril de 1973, sus restos fueron trasladados de regreso al Poblado Anáhuac, desde Tampico, Tamaulipas, a donde habían inmigrado cuando el experimento agrícola y social dejó a la corteza de la tierra a un lado del Río Bravo convertida en un cascarón seco y cuarteado donde los insectos y los hongos instauraron su nuevo reino.
Cuando Rivera Garza indaga en sus fantasmas, ausencias de las cuales no sabe más que el territorio por donde anduvieron, también apela a otros factores, distintos elementos que le ayudan no solo a ubicarse a ella misma sino a lo que persigue —de ahí que su escritura sea geológica—.
Paredes blancas con ribetes verde limón. Mosaicos con motivos geométricos. Techos altos. Un edificio del gobierno que no ha cambiado nada en décadas. Un edificio de gobierno sin gente, en el que nuestras voces producen un eco que va de pared a pared hasta difuminarse por completo.
Hay respuestas dentro de esos mismos detalles que la autora se rehúsa a dejar ir.
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No tengo una razón específica para pensar que la literatura de ausencias deje pronto de manifestarse. De alguna manera, la forma en que tres mujeres emprenden un viaje con tal de obtener respuestas acerca de los fantasmas que las rodean y la manera en que estos han definido su forma de ser, me hace preguntarme hasta qué punto no estaré ignorando mis propios espectros. Y si es así, cómo eso ha repercutido incluso en mi propia relación con la muerte o la desaparición. Hace ya más de 10 años que mi abuelo paterno no está en esta dimensión.
Hay vacíos que nos enfrentan. En el caso de Especies tan lejanas, es el abandono; en Caballo fantasma, es la muerte tan repentina; en Autobiografía del algodón, es la historia del espacio que habitamos. Con lo anterior quiero decir que hay distintas formas de habitar las ausencias, de hacerlas nuestras o de luchar contra ellas: en mi caso, tal vez valga la pena hablar de cómo, aunque perdí contacto con la familia y hace tiempo no hablo del cariño que le tuve a mi abuelo, estas historias resuenan en mi interior como alguien en una búsqueda constante —sobre todo al escribir ensayos personales— de algo que hace mucho dejó de existir. ¿Cómo le hace una para deshacerse del cariño a un muerto?
Pienso, después de revisitar estos relatos, en mi abuelo paterno y en todas las cosas que quizá tuvimos en común. Veo en mi padre algunos rasgos de él y reconozco que me los ha heredado, aunque con sus modificaciones inevitables. Me dan ganas de nombrarlo más a menudo, de ponerle en estas fechas su altar con una fotografía para que ese vacío, latente y tangible, se pueda difuminar. Al fin y al cabo, cuando buscamos eso que creemos que no existe, lo que queremos —como Natalia, como Ka, como la misma Rivera Garza— es sabernos menos solos.
MARIANA ORTIZ. Correctora de estilo y fact-checker para Architectural Digest México y Latinoamérica, también colabora en ese mismo sitio con artículos sobre estilo de vida en la Ciudad de México. Aunque estudió Relaciones Internacionales en la UNAM, se dedica a la edición, corrección y redacción independiente. Fue becaria del Sistema de Apoyos a la Creación y a Proyectos Culturales (antes FONCA) en ensayo creativo en 2022 con un proyecto sobre el Oxxo. Sus ensayos pueden leerse en Gatopardo, Tierra Adentro, la Revista de la Universidad de México y Este País.
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