Lo que Julian Assange desató con sus filtraciones tuvo alcances internacionales. En México despertó un conflicto entre los gobiernos de Felipe Calderón y Barack Obama. Ante su inminente liberación, recordamos el episodio con este fragmento del libro <i>Narcoleaks</i>, de Wilbert Torre.
La tarde del 24 de enero de 2011, Hillary Clinton llegó puntual a Los Pinos. Caminaba con prisa y no sonreía. El presidente Felipe Calderón entró a la biblioteca, la saludó con un gélido apretón de manos y desató un largo monólogo. Sacudía las manos y apuntaba con el índice. Después, en distintos momentos, alzaría la voz.
Un mes atrás, Wikileaks había publicado un tesoro oscuro de miles de documentos diplomáticos y militares de Estados Unidos. La secretaria de Estado sabía que la relación entre el presidente Calderón y el embajador Pascual era de choque frontal, pero desconocía el contexto bajo el cual ocurrió la ruptura definitiva, detonada por la publicación de los memorándums confidenciales que acusaban de incapacidad al Ejército mexicano, y por una revoltura de asuntos políticos y personales.
Calderón cumplía tres años en el poder y el mundo se enteraba de la existencia de Wikileaks. Julian Assange, un hacker australiano, había penetrado los sistemas de información del gobierno de Estados Unidos para hacer públicos los secretos de la superpotencia y sus intereses globales. Un video reveló el asesinato de 12 civiles en Bagdad a manos de soldados estadounidenses, y los papeles de Afganistán descubrieron la matanza de 20 000 afganos. Entre los documentos aparecía una serie de cables escritos por el embajador Carlos Pascual en su misión en México.
Los informes de Pascual eran un relato minucioso del gobierno calderonista en la guerra contra el narcotráfico. El embajador era cáustico en sus juicios sobre el ejército. Lo llamaba parroquial y sostenía que había mostrado falta de valentía para capturar a narcotraficantes, como aquella ocasión en Monterrey, cuando dos generales se resistieron a que una unidad especial de militares interviniera para detener al Gori, el líder de Los Zetas asesinado por una fuerza especial de la Marina. Criticaba la falta de coordinación y las rivalidades entre el ejército, la Policía Federal, la Procuraduría General y otras instituciones encargadas de combatir a los cárteles. Para el enviado de Washington, la inteligencia mexicana estaba en pañales y la corrupción era la cabeza de una hidra podrida.
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Calderón debió sentir que la sangre le ardía cuando leyó los memorándums. Antes de los informes ya era clara su animadversión hacia el embajador de Estados Unidos. En una entrevista con Roberto Rock, director de El Universal, Calderón decidió ventilar en público su molestia con Pascual.
—¿Cuál es su opinión sobre los cables de Wikileaks?
—El embajador o quienes generaron los cables le echaron mucha crema a sus tacos —respondió Calderón—. Querían levantar sus agendas y han hecho mucho daño por las historias distorsionadas que cuentan. Al embajador no tengo por qué decirle cuántas veces me reúno con el gabinete de seguridad, que no es un asunto de su incumbencia. No acepto ni tolero ningún tipo de intervención. Pero la ignorancia del señor se traduce en una distorsión de lo que ocurre en México y provoca una afectación y una molestia. Donde hay descoordinación es entre las agencias de seguridad de Estados Unidos. La DEA, la CIA y el ICE tienen una política de “Borondongo le dio a Bernabé”. No se coordinan, y rivalizan.
A través de la prensa, Calderón dirimía un diferendo político y sentaba a Pascual en un banquillo de acusados. El presidente se conducía con la lógica de un presidente municipal. En los círculos de la diplomacia mexicana causó desazón la forma en la que Calderón enfrentó el escándalo Wikileaks. Para la excanciller Rosario Green y Jorge Montaño, embajador en Washington en la era salinista, no había nada raro, irregular ni sorpresivo en los análisis que Pascual enviaba a su gobierno como hacían las representaciones diplomáticas en el mundo. Incluso para el embajador Sarukhan resultaba difícil entender la dimensión del enojo de su jefe. ¿No se suponía que escribir memorándums era una de las tareas principales de un embajador? ¿Acaso el gobierno calderonista no recibía informes confidenciales de su embajada en Washington? ¿Por qué el presidente reaccionaba con tanta virulencia?
Los gobiernos de Siria, Ecuador y Turquía habían expulsado a los embajadores de Estados Unidos y Calderón parecía decidido a seguir el mismo camino, a pesar de que el presidente Obama y la secretaria Clinton habían conversado con él por teléfono para explicarle que los cables eran privados, que habían sido robados y que su difusión representaba un ataque a la diplomacia estadounidense y a la comunidad internacional. Pese a ello, a lo largo de diciembre Calderón continuó su campaña en contra de Pascual.
Desde el Departamento de Estado surgió una señal con ánimo conciliatorio: la última semana de enero de 2011 la secretaria Clinton debía llegar a México en una visita programada con meses de anticipación para revisar el avance de la Iniciativa Mérida con la canciller Patricia Espinosa. Clinton propuso aprovechar su viaje para reunirse con el presidente.
La respuesta de Los Pinos dejó helados a los funcionarios del Departamento de Estado: Calderón no la recibiría.
En Washington continuaron los planes para el encuentro de Clinton y Espinosa. La cancillería proponía que tuviera lugar en Oaxaca, pero el equipo más próximo a la secretaria Clinton no quería que a la mitad del invierno estadounidense Clinton apareciera en una playa. Al final surgió una propuesta que generó acuerdos: la reunión tendría lugar en Guanajuato.
Dos días antes de la visita, una llamada desde Los Pinos barrió con los preparativos. El presidente Calderón había cambiado de idea: recibiría a Clinton.
Los equipos deshicieron los planes, improvisaron y redujeron el programa para que las secretarias trabajaran por la mañana y después sostuvieran una comida de trabajo. Más tarde, en avión privado, Clinton se trasladaría a Los Pinos para ver a Calderón.
Al llegar a Guanajuato Clinton se encontró con Espinosa y se reunieron para discutir los avances de la Iniciativa Mérida. En un receso, cuando todo estaba listo para el encuentro en Los Pinos, la canciller recibió una llamada que le descompuso el rostro. El presidente Calderón, dijo Espinosa a Clinton, tenía una condición final: excluir a Pascual de la reunión.
Espinosa y Clinton habían trabado una buena relación con el paso de los años. Había una química especial entre ellas y Clinton la estimaba. Espinosa estaba apenadísima de que su invitada tuviese que pasar por ese viacrucis.
Clinton se mostró desconcertada. Había hablado con Pascual tras el estallido de Wikileaks. El embajador le dijo que las cosas no estaban bien, pero no le contó la película completa. No le mencionó su relación con Gabriela Rojas, hija del líder del PRI en la Cámara de Diputados, y mucho menos que su novia había sido esposa de Antonio Vivanco, jefe de asesores de Calderón. Tampoco que Calderón y su equipo habían reaccionado con molestia a esa relación. Y menos aún que habían pasado 358 días desde su último encuentro con el presidente.
Tras un titubeo, Clinton tomó una decisión. Dijo a su equipo que no era momento de reciprocar la actitud de Calderón con un berrinche. Aceptó la condición del presidente, pero devolvió el golpe bajo: si no asistía Pascual, tampoco estaría presente el embajador Sarukhan.
La canciller Espinosa transmitió la propuesta. Calderón aceptó.
El vuelo de Guanajuato a la ciudad de México se prolongó 15 minutos. Clinton llegó cuando comenzaba a anochecer. En la reunión estuvieron Calderón, Clinton y la canciller Espinosa. Ni siquiera se permitió, como era rutina, la presencia del personal diplomático para tomar las notas del encuentro.
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Al iniciar el largo monólogo, Calderón manoteó, alzó la voz y sacudió la cabeza en desacuerdo. La reunión debía durar 30 minutos y se extendió una hora y media. Durante todo ese tiempo fue frío y duro en sus argumentos y reclamos. Su embajador –le dijo a Clinton– ha sido intervencionista. Con frecuencia opina sobre decisiones y acciones tácticas, y sus consideraciones sobre el ejército son erróneas, injustas y ofensivas.
Calderón dijo que no entendía por qué el gobierno de Estados Unidos le pagaba de esa manera, si había hecho hasta lo imposible por cumplir los compromisos de la guerra contra el narcotráfico, pactada en la Casa Blanca en octubre de 2006, cuando dijo a Bush en la oficina oval: “I need you on board”, y le pidió que le proporcionara “ todos los juguetes” para enfrentar a los narcotraficantes como en la serie “24 horas”, en donde un agente hacía estallar bombas y empleaba todo un arsenal contra sus enemigos.
Cumplimos nuestra palabra —Calderón alzó el índice y martilló el aire con molestia— con extraditar narcotraficantes y rompimos los registros previos. La Marina y el ejército aceptaron protocolos inéditos de cooperación y yo personalmente autoricé todas las solicitudes de la DEA y el FBI para operar sin restricciones en territorio mexicano.
Le recriminó que, en cambio, el gobierno estadounidense no hubiera hecho casi nada para reducir el consumo de drogas en Estados Unidos y frenar el tráfico de armas que abastecía a los cárteles mexicanos. Al llegar a este punto, los gritos de Calderón se escuchaban fuera de la sala.
El embajador Pascual –quiso explicarle al presidente– había cumplido su tarea diplomática, los cables difundidos por Wikileaks eran confidenciales, habían sido robados, y no representaban necesariamente una fotografía del país, sino instantáneas sobre instantes y circunstancias. En uno de los momentos más intensos, Clinton quiso persuadirlo de que no era correcta su apreciación.
–No lo traicionamos –le dijo en tono seco–. Por el contrario, el gobierno de Estados Unidos reconoce su valentía y los esfuerzos de su gobierno para enfrentar al narcotráfico. Señor presidente: no sólo somos vecinos y socios. ¡Somos una familia!
Pero Calderón no estaba de humor para escuchar.
No pudieron llegar a un acuerdo sobre Pascual y su misión en México. Pero después de todo, sus países eran socios, así que al final convinieron en que a pesar de todo debían continuar unidos en la guerra contra el narcotráfico y ambos gobiernos debían hacer lo posible por remontar el asunto. Por lo menos en ese momento no se decidió la salida del embajador estadounidense.
Al término del encuentro, la secretaria de Estado abordó un vehículo que la condujo al aeropuerto, donde su equipo la esperaba.
La vieron llegar sin sonreír. A uno de sus colaboradores le pareció que apretaba los dientes. Parecía de muy mal humor.
Cuando estuvo con su equipo, Clinton alzó las manos al cielo, suspiró y sacudió la cabeza. Sintetizó la reunión con Calderón en una frase:
—It was the worst meeting I have had with a head of state. (Fue el peor encuentro que he tenido con un jefe de Estado.)
***
Tres semanas después, otro asunto volvía a sacudir la sociedad contra el narco: el asesinato de Jaime Zapata, de 32 años, un agente del ICE, a manos de Julián Zapata, un sicario de Los Zetas, en la carretera que une a la ciudad de México con San Luis Potosí.
La ejecución del agente ocurrió cuando Calderón seguía en pie de guerra y unos días antes de una visita de trabajo a Washington. El gobierno de Estados Unidos daba por descontado que Calderón trataría el tema Wikileaks en la reunión privada con el presidente Obama. La secretaria Clinton creía que la reunión de Los Pinos había logrado apaciguar los ánimos de Calderón. Pensaba que se había desahogado con ella, y ahora estaría más tranquilo en su visita a la Casa Blanca.
Clinton se equivocaba.
Tan pronto el avión presidencial descendió en la base Andrews, Calderón lanzó las primeras señales de guerra. Asistió a una entrevista en The Washington Post y no esperó a encontrarse con Obama para decirle lo que dijo a los periodistas cuando le preguntaron sobre Pascual.
—¿Ha perdido la confianza en el embajador de Estados Unidos en México?
—La confianza es difícil de ganar y fácil de perder.
—¿Seguirá trabajando con el embajador?
—Es algo que puedo conversar con el presidente Obama.
Por medio del diario, el presidente de Estados Unidos se enteró de que el affaire Wikileaks no estaba superado y que Calderón deseaba la cabeza del embajador.
Al día siguiente, Calderón se reunió con Obama y formalizó la petición de que Pascual fuese retirado. Obama se refirió al asesinato de Zapata y fue puntual y enfático al exigir a Calderón garantizar la seguridad de los servidores estadounidenses que cumplían una misión en México. incluso pidió considerar que los agentes norteamericanos en México portaran armas para protegerse.
En la conferencia de prensa posterior al encuentro, Calderón declaró que su gobierno haría todo lo posible por proteger a los agentes estadounidenses.
El presidente parecía de buen humor. El presidente sonreía. Pero no todo era sonrisas en la delegación mexicana. El embajador Sarukhan estaba muy apenado por el hecho de que Calderón hubiera incurrido en un albazo al pasar por alto a Obama y exigir la renuncia de Pascual en su encuentro con los periodistas de The Washington Post. Al hacerlo había contrariado las más elementales normas de la diplomacia y la racionalidad política.
El embajador Sarukhan aprovechó un momento para acercarse al presidente de Estados Unidos.
—Mr. President. I’m so sorry. I know you are pissed off (Señor presidente, lo siento mucho. Sé que está furioso) —dijo Sarukhan.
—I am not pissed off. My team is pissed off. (Yo no estoy furioso. Mi equipo está furioso) —respondió Obama.
Dieciséis días después, Pascual renunció a la embajada.
La alianza México–Estados Unidos contra el narcotráfico continuó hasta el final del sexenio de Calderón, pese a que desde el tercer año ambos países tuvieron claro que perdían la guerra. Deniss Blair, director de Inteligencia, lo dijo en Los Pinos en octubre de 2009:
—Señor presidente, esto es como una serpiente de mil cabezas: cortamos una, y muchas cabezas nuevas crecen.