Plaza de las Tres Culturas
Una sombra larguirucha se desliza sobre la Plaza de las Tres Culturas. Cae la tarde, la sombra se enrosca y afila alrededor de un dedo índice que señala un cráter pequeñito —del tamaño de un orificio de la nariz— en el suelo de cantera.
“¿Lo ves?”, pregunta Mishell Altamirano, con el índice aún sumergido en su propia sombra. Es la huella de un proyectil.
Una gorra de béisbol le ensombrece los ojos y una solemnidad a prueba de dudas le tensa la mitad del rostro. La cantera de la Plaza de las Tres Culturas fue reemplazada en 2015, pero eso lo sabré después. Ahora, con la uña todavía rascando el suelo, Mishell Altamirano habla de calibres y trayectorias. Luego dibuja una línea punteada en el aire y enfatiza que el agujero en la cantera sugiere una dirección. Señala el Edificio Chihuahua: esa mole rectangular de acero y concreto, tres edificios hechos uno, 58 metros de altura, 14 pisos, cientos de ventanas en columnas idénticas.
“Desde allí dispararon los militares”, dice.
O los francotiradores del Estado Mayor Presidencial.
O del Batallón Olimpia, según la versión.
“2 de octubre no se olvida”, reza la consigna y Mishell suspira cansado.
De cuando en cuando, personas como él quisieran que esa fecha no fuera el único motivo para recordar Tlatelolco. Arquitecto de profesión, nacido hace 33 años y criado en el edificio Sinaloa —en la esquina norponiente de esta plaza—, Michell suele dedicar su tiempo libre a revisar la historia de estos rumbos, ofrecer visitas guiadas y generar contenido para su blog de arquitectura o para su página de Facebook, a la que le debe su apodo: el Tlatelover.
–Tlatelolco es más que el 68 y que el 85 –sentencia–. Caray, aquí estuvo el Colegio de la Santa Cruz: la primera universidad que se fundó en la Nueva España y Latinoamérica después de la Conquista. Aquí se escribió el Códice Florentino y se resguardó buena parte del conocimiento indígena.
Altamirano también es autor de Tlatelolco. Una ciudad dentro de la ciudad, un libro en el que recopila los detalles significativos de la historia, arquitectura y urbanismo en torno al Conjunto Urbano Adolfo López Mateos de Nonoalco-Tlatelolco, el cual cumple 60 años de haber sido inaugurado este 21 noviembre.
Ciento dos edificios construidos en alrededor de 90 hectáreas donde antes solo había talleres ferrocarrileros, algunos campamentos en medio del lodo y un campo militar. Eran los años del Milagro Mexicano y de las bonanzas en las arcas públicas. Once mil 916 departamentos fueron levantados originalmente aquí y ofrecidos después en rentas —a un precio proporcional al salario del trabajador— administradas por el Banco Nacional Hipotecario Urbano y de Obras Públicas (Banobras) o por el recién creado Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE), con distintas facilidades de pago en la opción a compra a 120 meses.
El proyecto Tlatelolco, presentado en su momento como un ícono de la política social del entonces omnipresente Partido Revolucionario Institucional, y con las oficinas de la Secretaría de Relaciones Exteriores dentro del mismo conjunto urbano, era también un aparador urbanístico: una pasarela diplomática en donde el gobierno mexicano podía presumir la prosperidad del país a reyes, presidentes y empresarios; la promesa cumplida de la modernidad, la utopía futura concretada con grandilocuencia industrial.
Tal vez ahora que el gobierno de la Ciudad de México intenta solucionar —de nuevo— una crisis de vivienda a gran escala sea un buen momento para revisar los achaques más urgentes, todas esas virtudes de Tlatelolco que envejecieron mal; los pendientes, las deudas, los errores en el diseño urbano; incluso las maravillas de aquella ciudad dentro de la ciudad, ese monstruo dentro del monstruo que hoy entra, oficialmente, a su tercera edad.
Edificio 2 de Abril, Tlatelolco, Tercera Sección
Yadira Montiel tiene 54 años y varios padecimientos que los médicos aún no logran diagnosticar con exactitud. Fibromialgia, osteoartrosis, espondiloartrosis. Esos son, hasta el momento, los nombres con los que intentan explicar las oleadas de dolor que le nacen en los pies, le hinchan los tobillos y le acalambran el cuerpo entero.
Vive con sus dos hijos, su marido y un perro en un departamento en la cima del Edificio 2 de Abril. Desde su ventana se miran las copas de los árboles y la Plaza de las Tres Culturas. Es una estampa apacible, pero a Yadira le hastía. El elevador está descompuesto desde hace siete años y ella, con sus dolencias, hace tiempo que renunció a salir a la calle: “Mi esposo es quien baja y compra lo necesario para la semana porque yo no puedo salir del edificio por mi condición —se queja—. Más que el dolor físico, a mí me lastima el aislamiento: extraño salir y platicar; extraño caminar, caminar, caminar”.
Los elevadores son un problema serio en estos rumbos. En septiembre de 2015, un incendio en el piso 20 del edificio Coahuila dejó inservibles ambos elevadores. En aquel entonces, la delegación Cuauhtémoc tuvo que invertir 1 300 000 pesos para instalar un nuevo sistema, pero ese apoyo fue más bien excepcional. La falta de mantenimiento y el deterioro han sido la marca durante años en buena parte de estos edificios.
En febrero de 2018, uno de los elevadores cayó 15 pisos en el edificio Veracruz: llevaba seis personas a bordo.
En agosto de 2019, una mujer que hacía una entrega a domicilio no se percató de que uno de los elevadores del edificio Tamaulipas no funcionaba: cayó desde el 10º piso y murió.
El año pasado, en la Tercera Sección, un elevador cayó desde el cuarto piso de la torre Cuauhtémoc, con 24 pisos de altura; murió un vecino que iba dentro.
—¿Qué pasa si tiembla?
—Pues nada —responde Yadira Montiel—. Aquí me quedo yo, aquí nos quedamos. Rezando.
Edificio Zacatecas, Tercera Sección
Pocos se privan del gozo de enumerar los nombres de las celebridades que han habitado estos edificios: Juan Gabriel, Rigo Tovar, Chabelo, Roberto Cobo —el “Jaibo” en Los olvidados—, Johnny Laboriel, los hermanos Bichir, el cantautor cubano Bienvenido Granda, los actores colombianos Harry y Aura Cristina Geithner, el violinista Hermilo Novelo, Víctor Fox —el autor del cómic Kalimán—, José Ángel Espinoza “Ferrusquilla”, las actrices Consuelo Duval y Leticia Perdigón. Y no falta quien menciona a las amantes de más de un expresidente.
“Tlatelolco lo que tiene es su nostalgia, o sea, esto es como las vitrinas que tienen los abuelitos: cada elemento es un recuerdo que debe resguardarse y quedarse tal como está”, habla Gaby Rivera, orgullosa vecina de la Primera Sección. Estamos en uno de los salones de usos múltiples ubicados bajo el edificio Zacatecas. Hay algunos arreglos decorativos con globos, el rastro de alguna fiesta infantil, un par de sofás viejos. “Por eso los tlatelolcas peleamos siempre con los alcaldes: por el color de los edificios, por el color de los pasillos, por el material con el que se remodelan los andadores, por el tipo de baldosas con el que quieren remodelar el Jardín Santiago. Esas cosas nos importan mucho”.
Gaby menciona al paso la declaratoria de Patrimonio Cultural Intangible en 2018, pero hace énfasis en que lo más importante de Tlatelolco es la gente que lo ha habitado desde siempre: la que ha forjado una identidad y un sentido de pertenencia a este lugar como si se tratara de una gran familia unida por valores compartidos. Aquí conoció a su esposo, aquí crecieron sus hijos y aquí viven todavía: “Sigo teniendo los mismos amigos —dice—. Nos seguimos hablando con los cuates de la escuela, de la infancia y adolescencia. Es algo característico de Tlatelolco: somos una comunidad unida gracias a que aquí dentro hay escuelas, jardines, hospitales, clubes y espacios comunes en donde todos crecimos y nos conocemos”.
Gaby es una mujer simpática, de agradable sonrisa y trato cordial. Su padre es Roberto G. Rivera, un hombre que pasó de cantante a actor durante los últimos años de la época de oro del cine mexicano y que también produjo, durante los años setenta, varias películas de Benito Alazraki: La ley de las pistolas y Pistolas invencibles. En 1981 debutó como director de una de las películas mexicanas más taquilleras y premiadas de esa década: El Mil Usos.
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Escrita por el novelista Ricardo Garibay y protagonizada por un joven Héctor Suárez, El Mil Usos narra la vida de Tránsito, un campesino analfabeta de Tlaxcala que migra a la capital y que, a causa de su ignorancia de las reglas urbanas, no para de meterse en problemas. La película retrata el hacinamiento de los mercados públicos, la violencia de las calles, la embriaguez de los cabarets o la vida sórdida en las cárceles: la mirada de Televisa sobre las clases populares.
“¿Por qué vienen ustedes a la ciudad? —le pregunta un abogado a Tránsito, el campesino degradado a lépero—. No digo que en su tierra vivan bien, pero esto es mucho peor. Aquí ya no cabemos, váyase a su pueblo: allá es alguien, aquí no es nadie. La ciudad para ustedes es el hambre, la servidumbre, la cárcel y usted ya lo vivió: sabe que le estoy diciendo la verdad. Piénselo, piénselo, regrese con los suyos”.
“No es por ser elitistas o clasistas: es real —dice Gaby Rivera—. Tlatelolco se vino abajo después del terremoto del 85. Por miedo mucha gente se fue, bajaron los precios y llegó mucha gente de otros lados: gente que no tenían el arraigo por este lugar. Ahí empezaron los problemas”.
Cuadros y supermanzanas
Quien más gozó del paraíso funcionalista diseñado por el arquitecto Mario Pani quizá fue la niñez que inauguró el conjunto habitacional.
A pesar de estar atravesada y rodeada por grandes avenidas —Insurgentes, Reforma, Eje Central—, durante las primeras dos décadas Tlatelolco fue un territorio tomado por las niñas y los niños gracias al concepto de “supermanzanas”: grandes espacios en los cuales se sustituyó a las calles vehiculares por grandes jardines, espacios de recreo y andadores peatonales.
Tlatelolco entero podía recorrerse casi por completo a pie, así que, mientras las cabezas de familia se dedicaban al trabajo o al hogar, pandillas de niños de primaria se dedicaron a cartografiar el nuevo ecosistema con libertad desbordada. Ordenaron el territorio a partir de “cuadros”: los espacios de juego que existen al centro de tres o cuatro edificios contrapuestos. El Cuadro Artistas, el Cuadro Pelusa, el Cuadro Panaderos, el Cuadro Miserable, el Cuadro Pitecos, el Cuadro Diablos, el Cuadro Topeka. Muchos de estos nombres —producto de anécdotas y chistes locales— siguen vigentes como una suerte de código informal tlatelolca que solo quienes crecieron aquí entienden.
Sindicato ferrocarrilero, Puente de Nonoalco
Si uno camina por las colonias vecinas, la Atlampa o la Buenavista, aún es posible encontrar antiguas bodegas vueltas ruinas, campamentos al lado de las vías. Pero en Tlatelolco queda poco, casi nada de esa época. Sólo este viejo y modesto edificio con aire soviético: las oficinas del Sindicato de Trabajadores Ferrocarrileros de la República Mexicana (STFRM), con su pequeño museo, su teatro y una locomotora instalada, como un monumento, junto al estacionamiento casi vacío.
“Todo esto eran los patios y talleres de los maquinistas”, dice Manuel Armando Márquez.
Estamos a unos pasos del Puente de Nonoalco. Márquez es un hombrón de 66 años, espalda ancha, cabello todavía negrísimo y una voz áspera que emana una autoridad añeja. Es escritor, locutor, tesorero del sindicato y actual director del Museo Ferrocarrilero Víctor Flores, en las oficinas de esta organización: el último rastro de una batalla perdida hace 65 años.
Buena parte de los barrios del centro de la capital fueron construidos por obreros del ferrocarril de la estación Buenavista, a donde llegaban las vías desde Veracruz y Nuevo Laredo. Los mismos obreros que hicieron estallar la huelga de 1958: la primera gran lucha que se enfrentó al PRI y exigió una vida democrática real.
“En Aguascalientes estaban los talleres de soldadores –explica Márquez–. Pero aquí en Nonoalco arreglaban las máquinas, las calderas, todo eso. Eran máquinas de vapor o de diésel, pesaban toneladas. Muchas de ellas no se apagaban nunca: se dejaban encendidas cuando acababa el viaje porque volverlas a encender tardaba mucho tiempo”.
Esquirlas de la historia: Demetrio Vallejo, telegrafista ferrocarrilero y rabioso sindicalista, le había ganado en las urnas la dirección sindical al primer gran “charro” de México: Jesús Díaz de León. Pero el gobierno de Adolfo López Mateos hizo lo imposible por desconocerlo como líder, acusándolo de comunista y agitador.
“Aquí están las fotos de todos los líderes del sindicato ferrocarrilero que han existido —dice Márquez y señala una pequeña fotografía amarillenta en donde aparece un hombre de ojos tristes y semblante caído—. Siempre me lo preguntan: ahí está Demetrio Vallejo también, en el breve tiempo que fue presidente”.
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Lo dice restándole importancia pues quiere presumir una sala repleta de ferrocarriles de juguete que dan vuelta a toda la habitación. Dos empleados lo siguen a todos lados, secundando sus chistes mientras Márquez presume pedazos de vías antiguas, durmientes, clavos de oro, telégrafos, maniquíes modelando uniformes, una copia del gigantesco contrato colectivo, engranes, cajas fuertes…
Tras el desconocimiento de Vallejo como líder del sindicato en 1959, una oleada de paros detuvo los ferrocarriles de todo el país. Decenas de miles de mecánicos, rieleros, telegrafistas y conductores se sumaron a una revuelta que costó millones a las compañías ferroviarias y al propio gobierno. La represión fue proporcional: miles de despidos, el cuerpo de granaderos y los militares disolviendo mítines, agentes de la policía secreta infiltrados en los talleres, detenciones, torturas, asesinatos.
Demetrio Vallejo fue detenido el 28 de junio de 1959, junto a Valentín Campa, también líder ferrocarrilero y abiertamente comunista. La hija de este último, María Fernanda Campa Uranga, solía contar que, al salir de la cárcel tras 11 años de encierro, el primer lugar que su padre pidió visitar fue Tlatelolco. Era 1971: ya había ocurrido la masacre estudiantil y, cuando Campa y Vallejo cayeron presos, el conjunto urbano aún no existía.
Antes del Conjunto Urbano, los talleres de Buenavista y Nonoalco eran un refugio y un bastión: aquí corrían a recuperarse de los macanazos y las gaseadas, aquí volvían a organizarse. La planeación y construcción de Tlatelolco como una nueva ciudad fue realizada inmediatamente después de la represión ferrocarrilera. El Ejército tomó los talleres de Nonoalco semanas después de detener a los principales dirigentes y los desmanteló en pocos meses. Poco más de un año después comenzó a construirse la Primera Sección y no son pocos quienes aseguran que Tlatelolco fue un instrumento diseñado para el olvido: con la arquitectura quiso enterrarse el recuerdo de aquellos días, cuando Campa y Vallejo lograron sentar al presidente y arrebatarle aumentos salariales, seguro médico para los familiares de los trabajadores, viviendas y otros beneficios laborales bajo la amenaza de volver a detener los trenes.
Ágora, Parque de la Paz, Segunda Sección
Llueve en el Parque de la Paz. Es septiembre. Un hombre que paseaba a cuatro perros se ha refugiado en el Ágora: esa plazoleta hundida y techada al centro del jardín. Hay también un par de adolescentes que practican trucos en patineta y unas 20 vecinas, habitantes de los edificios aledaños —el Xicoténcatl, el General Anaya, el 16 del ISSSTE, el Molino del Rey—, que se habían reunido aquí para dar fe del uso que se ha dado a los recursos obtenidos gracias al programa gubernamental de Presupuesto Participativo.
La lluvia las desanima. Todas han visto las jardineras que se han rehabilitado y los andadores peatonales restaurados. Que se firmen los documentos y ya.
“Generalmente es así” —me dice Sergio Martínez Cervantes, de la Comisión de Participación Ciudadana de esta sección—. La gente está muy politizada, pero participa poco, casi no se realizan asambleas. Es difícil organizarse”.
En el imaginario político de la ciudad, los tlatelolcas son una población inclinada hacia la derecha electoral. En realidad, Tlatelolco es una muestra más de la polarización que existe en cualquier parte de la ciudad o del país pero es cierto que, en las últimas votaciones, las secciones electorales de esta zona sí han preferido a los partidos de oposición.
En los comicios de junio de este año, por ejemplo, 47% de los votos tlatelolcas fueron para el panista Santiago Taboada como jefe de gobierno, por encima del 42% de la morenista Clara Brugada, quien terminó ganando la jefatura de la ciudad. Para la alcaldía Cuauhtémoc, 40% votó por la candidata de Morena, Caty Monreal, mientras que la candidata del PRI-PAN-PRD, Alessandra Rojo de la Vega, obtuvo un 51% de los votos. En Tlatelolco, 46% votó por la actual presidenta, Claudia Sheinbaum —hija de Annie Pardo, Profesora Emérita en el Departamento de Biología Celular de la UNAM que participó en el movimiento estudiantil del 68—, apenas un punto por encima del 45% que obtuvo su principal oponente Xóchitl Gálvez.
“Es imposible no politizarse en Tlatelolco —me dice Gaby Rivera—. Porque es innegable que hay un antes y un después: el PRI puede ser lo peor como partido político si quieres, pero, por lo menos, aquí en Tlatelolco, funcionaba. Pero también apoyamos a Néstor Núñez [Morena] porque como diputado respondió por nosotros”.
“Somos morenistas pero somos críticos –me dice Mizayra Reyes, militante de Morena–. Yo voté por Catalina Monreal pero Tlatelolco no. Veníamos de un reclamo muy fuerte al monrealismo. Monreal nos jugó en contra: fue él quien impuso a Sandra Cuevas, un personaje que nos hizo mucho daño”.
“Al PRI le interesó siempre Tlatelolco como un bastión —cuenta Miguel Ángel Marez, doctor en Antropología y en Estudios de Ciudad, también consultor en estrategia política y vecino tlatelolca—. A Luis Echeverría le interesó particularmente y no por Tlatelolco en sí. Él quiso borrar la huellas de la masacre del 2 de Octubre y del Halconazo. Para ello invirtió en los niños: los futuros votantes. Traían espectáculos infantiles todo el tiempo y muchos vecinos tienen fotos junto a Echeverría cuando eran niños”.
“A pesar del proyecto gubernamental, la izquierda siempre ha existido aquí —me dice Ignacio Arellano Mora, periodista y cronista de Tlatelolco—. El movimiento estudiantil no fue algo externo a Tlatelolco. Muchos hijos de trabajadores y funcionarios que vivían aquí participaban. El Ejército invadió aquí la Vocacional 7. Y una de las demandas más fuertes del movimiento fue la liberación de Campa y Vallejo. Yo soy hijo de ferrocarrilero y sé que hubo muchos ferrocarrileros que compraron departamentos aquí. Más aún: gran parte de lo que existe hoy en Tlatelolco, los servicios, las escuelas, los mercados, las clínicas se lograron gracias a la lucha de la gente que venía expulsada de las vecindades que demolieron para ampliar Reforma y que inauguraron la Primera Sección”.
Visitado constantemente por presidentes, mandatarios y diplomáticos, Tlatelolco fue escenario de encuentros de alcance mundial. Un año antes de la masacre del 68, por ejemplo, se firmó el Tratado de Tlatelolco, con el cual más de 30 naciones de América Latina y el Caribe se comprometieron a no desarrollar armas nucleares “por el bien de la humanidad”. Los gobiernos estadounidenses también fueron una visita recurrente. El mismo Henry Kissinger —el secretario de Estado durante los mandatos de Richard Nixon y Gerald Ford, responsable de fraguar buena parte de las dictaduras en Latinoamérica— visitó más de una vez estos rumbos para celebrar diálogos y tratados que involucraron a todo el sur del continente.
Llueve todavía en el Jardín de la Paz. Los presupuestos participativos apenas alcanzan para mejorar un poco andadores y jardineras, para sustituir los juegos infantiles. Pese a ello, este es uno de los lugares más vivos del conjunto urbano: tlatelolcas y no tlatelolcas se dan cita aquí para echar novio, patinar, bailar, celebrar batallas de rap o refugiarse del sol o de los aguaceros del verano.
Hace no mucho un contingente de consumidores de cannabis quiso establecer el Ágora como un lugar “liberado” para fumar marihuana; los vecinos, por supuesto, no lo permitieron. El 26 de agosto pasado, aquí también tuvo lugar un concierto que congregó a cientos de jóvenes, en su mayoría menores de 30 años. Tocaron Diles Que No me Maten y Siglo Vacío: dos propuestas de la joven vanguardia sonora de la Ciudad de México. Algunos de sus integrantes viven ahora en estos edificios. Pocos vecinos mayores de 40 años se enteraron del suceso, pero hubo algunos curiosos que, al escuchar el ritmo, recordaron los conciertos organizados por Paco Gruexxo en el Auditorio Antonio Caso y no faltó quien opinara sobre las ventajas de recuperar la tradición musical de Tlatelolco.
Auditorio Antonio Caso, Tercera Sección
No era la primera vez que el Auditorio Antonio Caso, que forma parte del deportivo del mismo nombre, ubicado en la Segunda Sección de Tlatelolco, fue usado para espectáculos masivos. Aquí se presentaron en su momento El Three Souls in My Mind de Alex Lora, Los Dug Dug’s, El Ritual. Que el rock estuviera prohibido después de Avándaro era mentira. Al menos no en Tlatelolco: este era uno de los pocos lugares donde el rocanrol era bienvenido y podían tocar grandes bandas sin arriesgarse a un apañe de la policía.
Todo gracias a Francisco Aguilar, mejor conocido como Paco Gruexxo: un rocanrolero con pinta de cholo que, gracias a sus vínculos con el PRI de la Ciudad de México, controlaba a su gusto y antojo los auditorios de la Primera, Segunda y Tercera Sección de Tlatelolco. Incluso logró que Canned Heat, la emblemática banda de blues rock de los años sesenta, se presentara en el teatro Ferrocarrilero. Regentes, delegados y policías lo veían con buenos ojos porque, al final de los eventos, solía hacer proselitismo a favor del partido.
Pero en la calle había nuevos sonidos. En Tepito el Sonido La Changa inauguraba el auge de los sonideros con ritmos tropicales y, aquí, en Tlatelolco, Jaime Ruelas conoció a Apolinar Silva y juntos fundaron el sonido Polymarch en los sótanos del edificio Allende: con ellos quedó inaugurado el breve capítulo del high-energy en el entonces Distrito Federal.
“Llegamos al auditorio Antonio Caso gracias a Paco Gruexxo —narra Jaime Ruelas—. Y pues nadie había visto esa cantidad de equipo de luz y sonido en ese teatro que, en realidad, era una cancha de basquetbol, sin gradas, en un primer piso. Esa noche había tanta gente bailando y el sonido era tan intenso que comenzó a desprenderse el plafón del techo de abajo, donde se estaban festejando unos XV años o algo así. Cancelaron el evento, por supuesto, pero desde entonces se volvió un fenómeno multitudinario”.
Junto con Patrick Miller y Sound Set, el faraónico sonido Polymarch llevó a los equipos de luz y sonido a un clímax nutrido por la imaginería de la ciencia ficción y el antiguo Egipto que atrajo a una comunidad de melómanos bailarines ansiosos de futuro y novedad. No solo eso: de acuerdo con Ruelas, además de la alta fidelidad, el high-energy de la capital se caracterizó por ser una alternativa cultural para las clases medias y bajas: “Decidimos construir nuestra propia escena —dice—. Y es que muchos de los que llegamos a Tlatelolco, sobre todo en la Primera Sección, veníamos de las vecindades. Había gente de Garibaldi o de Tepito, incluso. Y no nos alcanzaba para ir a los antros caros de Satélite, de la Zona Rosa”.
Su familia llegó a la Tercera Sección de Tlatelolco, al edificio Quintana Roo, luego de habitar una vecindad de la colonia Guerrero que fue demolida a principios de los sesenta, cuando el regente Ernesto P. Uruchurtu ordenó demoler todo un tramo de vecindades para construir la prolongación de avenida Reforma. Ruelas tenía cuatro años y dice que crecer dentro del sueño de Mario Pani fue una alucinación futurista, una sinestesia arquitectónica en donde las geometrías audaces, los puntos de fuga que se disparaban por todos lados, afectaban a diario su estado de ánimo.
Quizá por eso, después de las primeras fiestas con Polymarch, Jaime Ruelas dejó las tornamesas y prefirió dedicarse al diseño gráfico. Siguió involucrado ilustrando y diseñando los carteles de los eventos. Sus dibujos de fantasía y ciencia ficción (cíborgs con caseteras incorporadas al cuerpo, astronautas persiguiendo discos de acetato en gravedad cero, tractocamiones sobrevolando las azoteas de los edificios chilangos) se han convertido en inconfundibles signos de una época: “Estoy seguro de que crecer en Tlatelolco influyó por completo en mi trabajo. Mi tendencia hacia lo técnico, hacia el pensamiento lógico, a ser meticuloso y a poder dibujar cualquier escenario desde cualquier ángulo se debe a que crecí dentro de estos juegos de perspectiva”.
“Herradura de tugurios”
No es fortuito que Mario Pani, el célebre arquitecto que abrazó los ideales del funcionalismo de Le Corbusier y la escuela Bauhaus —y la idea de que la arquitectura podía ser una herramienta para moldear la conducta social con el fin de generar sociedades prósperas—, fuera sobrino de Alberto J. Pani: ingeniero civil que llegó a ser titular de las secretarías de Hacienda y Crédito Público y de Relaciones Exteriores, autor de La higiene en México, un estudio que buscaba denunciar la insalubridad y el hacinamiento en el México posrevolucionario.
Desde mediados de los años cuarenta fue común escuchar sobre la “herradura de tugurios”, un cinturón de barrios populares que rodeaba al Centro Histórico y que quedó inmortalizado en la cinta Los olvidados de Luis Buñuel: arrabales en donde no había pavimento ni servicios adecuados de agua potable o luz eléctrica. Ya a medio siglo, el taller de urbanismo de Pani, junto con el Instituto Nacional de Vivienda y Banobras se dedicaron a estudiar la zona de La Lagunilla, Tepito, La Merced, Jamaica y Los Reyes, con el propósito de generar proyectos de renovación. Sus estudios de zona eran una denuncia por la pauperización de la vida y también una condena moral: a la deficiencia de servicios y la inexistencia de áreas verdes, se sumó la denuncia de una supuesta promiscuidad y tendencias delictivas de sus habitantes.
La vivienda comenzó a ser entendida como un tema de salubridad pública en aquellos años. El Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), durante la gestión de Antonio Ortiz Mena, pasó de construir hospitales a levantar complejos habitacionales —o multifamiliares, como solía llamarlos Mario Pani—. Ortiz Mena, nombrado secretario de Hacienda, sería el responsable de plantear la necesidad urgente de construir al menos cinco millones de viviendas. El Centro Urbano Tlatelolco fue el megaproyecto más ambicioso del gobierno mexicano con ese objetivo.
Algo curioso es que la distribución espacial de Tlatelolco está pensada para que el nivel adquisitivo de las familias sea evidente en el mismo espacio. Aun cuando logró integrar a una diversidad económica en su ecosistema total, también la segregó en edificios de Clase A, Clase B, Clase C, siendo estos últimos los más lujosos.
La misma identidad tlatelolca se basa en tales contrastes y en la construcción de ese “otro” como enemigo permanente. Todavía hoy muchas vecinas y vecinos —incluso aquellos que militan en la izquierda partidista— atribuyen la actual decadencia de Tlatelolco a la llegada de un tipo de población distinta después del terremoto del 85, “con otras costumbres”, “con otra educación”, “que cuelga su ropa en la ventana”, “que es escandalosa”, “que llegan con sus mañas”, “que viven todos en un mismo cuarto”, “que no pagan por el mantenimiento de su edificio”.
Las razones de la decadencia son complejas, incluso burocráticas. El Centro Urbano Presidente Adolfo López Mateos Nonoalco-Tlatelolco fue construido bajo la figura del primer fideicomiso que ha existido en el país con el gobierno de México como principal titular, aunque la administración la compartiera con Banobras. El esquema tuvo un punto débil que se hizo evidente pronto: construir Tlatelolco fue carísimo y requirió de millones de pesos en créditos de bancas internacionales. Pero mantenerlo fue incluso peor.
Al ser un esquema de alquiler de vivienda, sobre todo, era el mismo gobierno federal en conjunto con Banobras el principal responsable de administrar esta ciudad que, en sus mejores tiempos, llegó a albergar más de 80 000 habitantes —hoy quedan menos de la mitad—: cobrar cuotas de mantenimiento, brindar servicios de reparación, jardinería, limpieza, etcétera. Fue después de 1985, con la deuda añadida por la rehabilitación de varios edificios, que el Estado decidió deshacerse de tal peso y comenzó a ofrecer opciones de compra aún más accesibles; entonces creó una ley condominal y dejó a sus habitantes la responsabilidad de administrar el destino de Tlatelolco.
Nunca más el gobierno mexicano intentaría construir otro complejo urbano a esta escala ni de esta forma.
“La ley condominal dice que todo lo que está en el interior del condominio es propiedad del condominio”, me dice Enrique Ramírez García, vecino de la Segunda Sección y quien ha sido funcionario público en distintas dependencias de la ciudad; “pero en Tlatelolco no. Se le considera vía pública a los jardines interiores, los cuales al parecer dependen de la alcaldía. También hay partes de Tlatelolco que dependen del INAH, otras dependen de gobierno central, algunas de los vecinos. Es un enredo: muchas veces ni las mismas autoridades parecen saber cuáles son sus atribuciones. Y en términos económicos, los vecinos no siempre tienen la capacidad para dar mantenimiento a elevadores o a desazolvar sus cimientos: es muy muy caro. Hay edificios en donde la cimentación es una alberca por toda el agua infiltrada. Eso es peligrosísimo”.
Jardín Santiago
La población arbórea de Tlatelolco, según cifras de 2020 de la alcaldía Cuauhtémoc, es de unos 16 000 ejemplares entre fresnos, pinos, eucaliptos, jacarandas, sauces llorones, chopos, álamos, colorines, hules, jacarandas, cedros bancos, truenos, pirules.
Tlatelolco es la colonia con más población verde en la alcaldía, seguida por la Roma Norte. Algunos de estos árboles rebasan los edificios con sus copas. Se calcula que un 25% está infectado de muérdago, una plaga que debilita a los árboles, la cual los convierte en un peligro: los días de aironazos provocan, cada año, derrumbes de sauces y eucaliptos que, debilitados por la plaga, destrozan semáforos y andadores. En marzo de 2022 un árbol se derrumbó sobre el patio de una estancia infantil alarmando a las madres de familia.
En Tlatelolco habitan zanates y palomas, pájaros carpinteros, tordos, mirlos, primaveras reales y cuitlacoches. Ubicado en la esquina de Ricardo Flores Magón y Paseo de la Reforma, en el Jardín Santiago, construido por Mario Pani en 1960 como una réplica del Jardín San Marcos de Aguascalientes, vive también una familia de aguilillas de Harris: una especie en peligro de extinción.
Edificio ISSSTE 11, Biblioteca, Segunda Sección
Tlatelolco también podría ser nuestra Ciudad Gótica. El follaje tupido brinda sombra y frescura en días de sol; también, oscuridad cerrada por las noches. Las cámaras de vigilancia suelen estar obstruidas por la vegetación incontrolable y el aire se impregna de miedo y chismes de fantasmas.
“Todo tenemos una historia —me dice Griselda Domínguez, activista y vecina, durante una breve asamblea vecinal celebrada una noche de octubre en la Biblioteca 12 del edificio ISSSTE, en la Segunda Sección—. Creas o no creas en esas cosas: hay quien no aguanta la energía de todo lo que se ha vivido aquí. Es palpable”.
Marcada una y otra vez por la tragedia, su arquitectura uniforme que integra distintas épocas —distintas visiones del mundo—, está sobrecargada de relatos fantásticos con los que, quizá, se busca olvidar las tragedias reales. La matanza del 68, la represión ferrocarrilera del 59, las últimas batallas contra el ejército de Hernán Cortes, los sacrificios humanos antes de la Conquista, las imágenes del terremoto —Roberto Cobos siendo rescatado de entre los escombros del edificio Nuevo León, caído durante el terremoto del 85; Plácido Domingo viajando a México para buscar a sus familiares que murieron en esa misma torre—, los pisos que se han quemado en las últimas décadas y que se han consumido por completo por la falta de hidrantes funcionales en la zona, los departamentos abandonados tras el terremoto de 2017 que han sido tomados por células del crimen organizado, los niños enmaletados, los restos desmembrados arrojados en Eje Central, el feminicida que abandonó los restos de su víctima en una jardinera, la Mataviejitas: todo eso ha ocurrido aquí.
“Además, solo tenemos tres policías, cuatro a lo mucho, por sección —me dice Jois Valdez, vecina de la Segunda Sección, luego de coordinarse con unos policías para que retiraran a una persona en situación de calle que estaba drogándose en una de las jardineras—. Cada edificio debe designar un enlace con la policía porque de veras son pocos. A veces ellos también tienen miedo”.
Elevadores, Primera Sección
A Yotzin, habitante de la Primera Sección, le desespera el individualismo que, según percibe, permea todo Tlatelolco. Los vecinos no se hablan entre sí, apenas se miran, viven a puerta cerrada. Lo nota, sobre todo, en su elevador cuando muchos vecinos prefieren entablar conversación con su perra antes que con ella.
—Hola, bonito —dicen mirando hacia abajo—. ¿Eres niña o niño?
—Es macho —responde Yotzin.
—Qué chulo estás, ¿y qué edad tienes? —insisten sin siquiera mirarla a ella a los ojos.
Yotzin llegó en el 97 a Tlatelolco, siendo una niña. Su mamá heredó el departamento cuando falleció uno de sus hermanos. Venían de vivir en una vecindad en la Magdalena Mixiuhca, una vida de barrio completamente distinta en la cual era común conocer el nombre de todos en la cuadra, pues cada diciembre se organizaban posadas y fiestas callejeras.
“Las personas que nacieron aquí en Tlatelolco y se criaron aquí de pronto parece que solo quieren hacer comunidad entre ellas en un rollo de ʻnosotros somos los verdaderos tlatelolcasʼ. Y entonces te desconocen y se la pasan hablando de lo hermoso que era Tlatelolco antes de que tú llegaras”.
Yotzin es artista sonora y coordina un Laboratorio de Tecnologías y Lenguas Originarias. Estudió Literatura Intercultural en la UNAM . Le gusta revisar las expresiones verbales de la gente en su vida cotidiana y hay veces que no tolera las palabras con la que los vecinos se refieren a la gente que llegó después del 85.
—Son gente de derecha: al menos en mi sección yo sí he tenido, pues, agresiones, malos tratos que estoy segura es por mi color de piel o por el color de piel de mi novio. Hay mucha gente que se quedó con esta idea de que Tlatelolco era una colonia de alcurnia y entonces el racismo y el clasismo están muy marcados. Yo lo percibo muchísimo, particularmente de ciertos vecinos que performan esta idea de status: tener un coche chido, vestirse a la línea, tener una familia tradicional… gente que quiere demostrar que son blancos no de la piel sino de la mente.
—¿Has notado algún cambio con los nuevos tiempos?
—Sí. El año pasado vi en una ventana una bandera LGBT+. Para mí eso fue como un “ay, güey”. Era la primera vez que veía algo así. Sentí bonito, pero volvemos a lo mismo: me destacó tanto porque yo me siento inmersa en una población muy conservadora. A estas alturas, la verdad es que tampoco sé qué tanto deseo una comunidad con estos vecinos o relacionarme con ellos.
Tecpan de Tlatelolco, Tercera Sección
León Rhon llegó en 1973 a Tlatelolco, al edificio Hidalgo. Ser niño en Tlatelolco era gozar de una libertad desmesurada: grandes jardines, enormes espacios peatonales, bibliotecas, deportivos, canchas, espacios de sobra para explorar y perderse: “Yo siempre pensé que en Tlatelolco se daba una ʻprogramaciónʼ, ¿me explico? Por las costumbres, por la educación de quienes crecimos allí antes del 85. Pues sí: tenemos una programación diferente por toda la riqueza cultural que existía a nuestro alrededor”.
En su caso, tener acceso gratuito a los teatros y los espectáculos que allí se presentaban lo acercó a las artes. Pero guarda especial cariño por las tardes en que solía refugiarse en el Tecpan: ese antiguo edificio virreinal que, tras la caída de México-Tenochtitlán, pretendía funcionar como casa de gobierno para la “república de indios” cuya sede era Santiago Tlatelolco. Adentro, una vez construido el centro urbano, se instaló uno de los primeros murales de David Alfaro Siqueiros, Cuauhtémoc contra el mito, una pintura monumental en donde Siqueiros representa la batalla final del último tlatoani mexica contra los españoles.
“Yo siempre tuve el don de dibujar. Creo que en gran parte era por ese espacio. A mí me encantaba meterme ahí, jugando, y cuando veía el mural de Siqueiros pensaba que era algo imposible. Me quedaba mucho tiempo ahí, nada más mirando aquello”.
León Rhon es sobrino de Carlos Hank González, apodado el Profesor, empresario y político que llegó a ser gobernador del Estado de México en 1969. El presidente José López Portillo lo nombró en 1976 regente del Distrito Federal y Carlos Salinas lo hizo secretario de Turismo.
“Nada más como anécdota, yo por mi tío conocí a David Alfaro Siqueiros porque el Profesor era uno de los mecenas del Coronelazo. Yo era muy niño y él era ya un viejillo al que yo no entendía porque trataban de manera tan solemne”.
Rhon está convencido de que Tlatelolco lo hizo ser quién es: un artista que, durante los años ochenta y noventa se dedicó a decorar discotecas en Monterrey. Hoy trabaja también para Grupo Caliente, una empresa que posee por todo México hoteles, centros comerciales, casinos, galgódromos, centros de apuestas y equipos deportivos, propiedad de su primo e hijo del Profesor, Jorge Hank Rhon.
—Yo generé toda la decoración de los puntos de Caliente en México. La última obra que hice, la que culminó mi sueño, fue el mural del recibidor y los dos túneles del estadio de los Xolos aquí en Tijuana. Cuatro paredes de 30 metros por 9 de altura y una cúpula enorme. Fue catalogado como uno de los mejores vestidores de cualquier estadio en Latinoamérica.
—Tú sigues teniendo mucho contacto con Tlatelolco, ¿cuál crees que sea el principal problema ahora que lo ves desde afuera?
—El paraíso donde yo crecí ya no existe. Después del 85 se abarató la plusvalía y entró gente de otros lados que ya nada tenía que ver con nosotros. Y se ha abusado de eso. Yo siempre se los he dicho: todos los problemas de Tlatelolco, la inseguridad, el deterioro, se resuelven poniendo una barda alrededor de las unidades. Que ya no entre nadie que no viva allí.
Edificio Ignacio Ramírez, edificio Arteaga
Parece tonto, pero sin elevadores la verticalidad es un absurdo en cualquier ciudad. Fue gracias a ellos que ciudades como Nueva York o Chicago comenzaron a aspirar a las alturas. Signo de la industrialización de las ciudades, los primeros elevadores funcionaban con vapor —“ferrocarriles verticales” los llamaba Elisha Otis, su inventor— y con ellos comenzó la urbanización del cielo: habitar en un nivel alto se convirtió pronto en símbolo de status. El glamour de dormir por encima del ruido de la ciudad y sus malos olores, con mayor luz natural y mejor vista, devaluó pronto los pisos bajos de los edificios.
En Tlatelolco, sin embargo, este factor se ha invertido: departamentos ubicados en los primeros niveles se suelen cotizar más alto debido a los constantes desperfectos de los elevadores. Sin ellos, las alturas representan un problema para personas con alguna discapacidad o para la población de la tercera edad.
En el edificio 2 de Abril, por ejemplo y de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), habitan hoy 74 personas; al menos 10 tienen más de 60 años. Y es un edificio pequeño de siete pisos —otros seis fueron demolidos tras el terremoto del 85—. En el edificio Allende y en el Ignacio Ramírez, ambos de 15 pisos, habitan hoy 612 y 138 personas de la tercera edad, respectivamente.
“A mí personalmente me ha tocado entrar a departamentos solo para constatar que algún vecino ha muerto y no nos damos cuenta hasta días después —cuenta Sergio Martínez Cervantes, vecino de la Segunda Sección—. Como vecinos intentamos estar pendientes de las personas que viven solas”.
En la Ciudad de México, el 9% de la población es adulta mayor. En Tlatelolco este porcentaje crece hasta un 23%. Hay quienes viven en soledad y entre cuchicheos y chismes, los vecinos aseguran que algunos habitantes cuentan años sin salir de sus departamentos más allá del pasillo; personas que se las arreglan gracias a los familiares que viven en los edificios cercanos o que se apoyan de la solidaridad de los vecinos para mantener una vida social y auxiliarse en las labores diarias: “Yo le llevo la despensa cada semana a más de 10 personas viejitas —me dice un joven repartidor de la zona—. Todos los días le llevo comida preparada a un señor en el edificio Arteaga. Es lo más común aquí”.
Edificio Coahuila, Tercera Sección, PH, piso 24
Desde aquí arriba se ve la ciudad entera, su inabarcable horizonte sumergido en esmog. La vista deslavada y gris de este enorme trozo de ciudad se entrelaza con el follaje apretado que colorea cada espacio libre de un verde intenso. A pocos metros, la cima de la torre Veracruz exhibe sus ventanas oxidadas y el deterioro de sus muros.
Estamos en la terraza del penthouse de la torre Coahuila, muy cerca de avenida Reforma. Hasta hace unos días este espacio funcionaba como galería para exhibir obras relacionadas, sobre todo, con la arquitectura y el diseño. Mirador Tlatelolco fue inaugurado hace poco más de un año por Rodrigo Torres, un joven arquitecto que buscaba mantener viva la conversación en torno a Tlatelolco y el trabajo de Mario Pani. Hace unos meses, sin embargo, de súbito y sin aviso previo, la dueña del inmueble le informó que tendría que desalojar el departamento, pues había sido vendido. Hoy, domingo 10 de noviembre, debe entregar el espacio: “Estoy molesto —me cuenta—. Yo no me quería ir de aquí. Tlatelolco no es ajeno a fenómenos como la gentrificación. Ya es cada vez más difícil encontrar un espacio aquí por menos de 12 o 10 000 pesos.
A pesar de la fama de Tlatelolco debido a los sismos, lo cierto es que la zona vive una revalorización al grado de que ciertas inmobiliarias han estado comprando departamentos desde hace años o construyendo complejos habitacionales en los alrededores para aprovechar los servicios que aquí se ofrecen. Tras el terremoto de 2017, surgió una Unión de Afectados por los Sismos en la que se congregan habitantes de 12 edificios, siendo el Baja California, el Tamaulipas, el Zacatecas, el Arteaga y el Allende los que presentan más riesgos.
El edificio Coahuila, donde estamos ahora parados, se encuentra en buenas condiciones estructurales, a pesar de tener un pequeño grado de inclinación; los elevadores funcionan bien, aunque con una capacidad limitada y un espacio como Mirador Tlatelolco puede ser muy codiciado: “Hoy se habla mucho del fracaso de la modernidad y del funcionalismo en la arquitectura —dice Rodrigo Torres—. Sinceramente yo no sé de qué hablan. Al menos en Tlatelolco no existe ese fracaso. Con todos los problemas que tiene, la verdad es que es un proyecto muy vivo. Y es que Mario Pani no solo diseñó un espacio frío y funcionalista: lo pensó como una ciudad jardín, llena de espacios lúdicos. Por eso tantos seguimos aquí, por eso yo no me quiero ir. Con todos sus problemas, es una maravilla”.
Es cierto. Además de los jardines y los espacios de recreo, Tlatelolco cuenta con clínicas, tiendas, lugares para comer, teatros, ruinas arqueológicas, un huerto urbano, deportivos con alberca, gimnasios al aire libre, murales monumentales, escuelas, una planta de tratamiento de agua, una iglesia, estaciones del Metro, el Trolebús y el Metrobús... En los últimos años, además, proyectos similares a Mirador Tlatelolco han comenzado a hacer un uso alternativo de algunos de los departamentos del conjunto urbano. Los diseños tridimensionales de Central de Maquetas son una referencia en el mundo arquitectónico, Tlatelolco 1008 mantiene una oferta cultural basada en el performance y otras artes vivas, el estudio de grabación de música en casete Comealgo se instaló recientemente en la zona; sin mencionar los espacios institucionales como el Centro Cultural Universitario Tlatelolco y la Unidad de Vinculación Artística (UVA), ambos de la UNAM.
“Hace poco —cuenta Torres—, caminaba con un amigo y vimos una bodega que estaban limpiando. Estaban por tirar a la basura uno de los carteles que anunciaban la inauguración de la Primera Unidad. ¡Nos lo llevamos, por supuesto! Esos registros son pura memoria, son valiosos”.
No es raro que esto suceda. Sin importar edad, ideología política o clase social, la fascinación que —pese a todo— el Conjunto Urbano Tlatelolco despierta todavía en buena parte de sus habitantes es palpable. Como en pocos lugares de la ciudad, las y los vecinos de estos rumbos imprimen gacetas o revistas, redactan enciclopedias, producen programas de televisión, filman documentales, toman las redes sociales para hablar de Tlatelolco y defenderlo de cualquier posible amenaza: Voces de Tlatelolco, Tlatelolco Noticias, Unidos por Tlatelolco, Tlatelover, TlatelolcoTV, Tlatelolco Libre, Amigos de Tlatelolco, ConTlatelolco son algunos de los nombres de esas iniciativas que narran Tlatelolco desde adentro, testimonios del cariño intenso y todavía vigente que miles de personas guardan por un lugar marcado por sus promesas y tragedias, quizá en igual medida.
El elevador nos lleva de vuelta a tierra. Es temprano todavía. En la Plaza de las Tres Culturas miles de danzantes concheros se han congregado para hacer sonar sus cascabeles y caracoles. Los tambores resuenan con estruendo desde Reforma hasta Eje Central, como el eco de una batalla antigua que espera, todavía, su último encuentro.
Las fotografías que ilustran este reportaje fueron capturadas en películas blanco y negro, cortesía del laboratorio Foto Hércules, en donde se revelaron y se digitalizaron. Agradecemos su apoyo.
Mapas y asesoría geográfica: Brenda Raya y Juan Manuel García.