Afire, o el cine como posibilidad de salvación
El alemán Christian Petzold rechaza activamente toda ironía posmoderna, y abraza rasgos como la narración, el conocimiento, la sinceridad y la voluntad de catarsis, propios del clasicismo.
¡Qué extraño es el cine de Christian Petzold!, aunque no por razones aparentes. Si le prestamos poca atención, da un aire convencional: su estilo es económico y rechaza tanto el minimalismo que enfatiza el paso del tiempo, como el (pos)modernismo que explota la forma cinematográfica a partir de notorios cortes, planos y sonidos. En la filmografía de Petzold, como en el cine clásico, la cámara no se percibe, la narración y los actores se ponen al frente y, sin embargo, a veces salimos desconcertados: Transit (2018) se sitúa en la Francia ocupada por los alemanes, pero aparecen coches y ropa de la actualidad; Barbara (2012) y Phoenix (2014), que conforman junto con Transit una trilogía sobre el amor aplastado por la historia, sostienen un diálogo con el Nuevo Cine Alemán y su radicalidad, mientras que Undine (2020) es una fábula romántica entre un humano y una criatura acuática, aunque no cuenta con efectos especiales y se distrae para reflexionar sobre la historia de Berlín.
En Afire (2023) —título traducido como El cielo rojo—, la película más reciente del director alemán, su clasicismo culmina mediante un aspecto, a estas alturas, insólito: un estudio de carácter bajo los principios de la dramaturgia clásica. El cine contemporáneo busca zafarse por completo del énfasis en la escritura y la psicología individual, y por ello busca la espontaneidad y la saturación. Una película que se exprese mediante la tragedia o la comedia clásicas resulta anacrónica porque, al menos entre los cineastas más aventurados, abunda la consciencia de que el cine es un arte de imágenes, y lo que tenga que decir se transmitirá mediante planos y montaje. Pero si esta es ya lo norma, ¿no será tiempo de distinguirse volviendo a la escritura?
En los años 60 se dio una polémica importante entre los intelectuales del cine europeo: la modernidad, decía el ala progresista representada por Pier Paolo Pasolini, tenía más en común con el cine soviético —un cine de poesía por su montaje estimulante, sus planos anómalos y su narración vaga— que con el hollywoodense, cuyas formas orientadas a narrar sin más intenciones que mostrar personajes y sus espacios, se apreciaban todavía en el cine de prosa de Éric Rohmer. Al final se impusieron los modernistas de izquierda como Pasolini y Jean-Luc Godard, pero con el tiempo el cine hegemónico aprendió de ellos y ahora Hollywood se adueñó de las estrategias más estimulantes. Por ello los minimalistas dominan el cine marginal, ya que contrastan la aceleración de la imagen mercantil con el pasmo subversivo de Robert Bresson. Petzold está en medio, proponiendo un cine que no canse al público mediante una velocidad u otra, sino que se lance a entretenerlo, a conmoverlo, pero sin manipulación de por medio: es el cine de prosa de Rohmer.
Cabe aclarar que el gran director francés negaba las categorías de Pasolini porque asumía el cine como un ente diverso: siempre habían existido tanto imágenes poéticas como prosaicas, y la distinción entre una era del cine y otra no se asentaba en el conflicto entre estas dos formas, sino en la modernización de cada cual. En ese sentido, Petzold logra con Afire un cine de prosa verdaderamente contemporáneo al romper algunas veces el clasicismo con montaje, pero preservando su devoción al acto de narrar y una voluntad de ofrecerle al público identificación y catarsis.
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Afire es protagonizada por Leon (Thomas Schubert), un joven novelista que se retira con su alivianado amigo Felix (Langston Uibel) a la casa de campo familiar de este último, para trabajar en un manuscrito. Felix prepara un portafolio de fotografías, pero también se da tiempo para disfrutar del verano —la única temporada en la que los alemanes ven el sol—, a diferencia de Leon, una figura de fábula. Si Oscar Wilde escribió sobre un gigante egoísta, Petzold describe en Afire al ogro elitista: huraño, envidioso, negativo, ostentoso de su intelecto y reacio a colaborar en las labores domésticas. A menudo Leon se niega a salir de la casa pretextando el trabajo, cuando en realidad pasa su tiempo rebotando una pelota o durmiendo.
Por una confusión, la madre de Felix le presta también la casa a Nadja (Paula Beer), una muchacha que de inmediato llama la atención de Leon. Él la mira con una fascinación avecindada con el miedo: su libertad, su ligereza y su generosidad se oponen absolutamente a Leon, que con cada rechazo a Nadja, pero también a Felix y a un nuevo amigo —el guardacostas Devid (Enno Trebs)—, va exasperando al público. Con todo, Petzold no le tiene mala fe a su protagonista. Mediante el humor y un arco de educación sentimental, el director nos muestra cómo a veces el mundo toca a la puerta del ogro hasta que lo saca a departir. Tal vez suene burdo, pero Petzold hizo Shrek (2001) para —y sobre— los intelectuales.
La influencia de Rohmer se detecta en el verdor que envuelve a los protagonistas y el ambiente vacacional en el que se situaron muchas de sus películas, pero también está presente en la dramaturgia, que parte de un principio esencial: acción denota carácter. Leon se expresa en cada uno de sus actos, y Thomas Schubert toma la oportunidad para hacer de su cuerpo una significación persistente. Al principio se les descompone el coche a Leon y Felix, por lo que se ven obligados a caminar hasta la casa. Leon se mueve desairado y responde a una broma pesada de Felix atacándolo, a manera de juego, aunque en su cara enrojecida se asoma la rabia de haber sido obligado a ejercitarse.
En una escena en particular, los ojos intensamente azules de Leon transmiten más envidia y desahucio que la belleza normalmente asociada a ellos. Nadja recita El Asra, del poeta alemán Heinrich Heine, y Leon la ve dolido al encontrar que la vendedora de helados que desestimó un día antes su manuscrito es una académica literaria. Petzold emplea aquí varias herramientas visuales que rompen con la impresión de una película sin mucha imaginación formal, empezando por el plano-contraplano. Su mentor, el cineasta Harun Farocki, escribió alguna vez que el contraste de dos rostros es la unidad fundamental del cine, y en esta escena de Afire queda claro por qué: no es necesario que Leon hable para que entendamos su desazón; el goce de Nadja al recitar en un plano choca con la rabia del ogro devastado en el otro, y las emociones brotan sin necesidad de palabras que las describan.
Otro detalle importante es el ritmo, ya que la trama se detiene en el breve recital y Petzold deja de narrar, es decir, deja de contarnos acciones que construyan la historia de Leon para dedicarse a mirar, hipnotizado, a Nadja. Paula Beer es tratada por su director como una de las grandes estrellas del cine clásico, cuyos rostros atractivos, pero sobre todo carismáticos, bastaban para llenar un cuadro y el corazón de su público. Este es un ejemplo de montaje clásico al que se contraponen algunos saltos —cortes que brincan de una acción a otra dentro del mismo plano—, dispersos a lo largo de la película para burlarse de Leon, sus expectativas y su carácter odioso. El primero de estos interrumpe la llegada al bosque majestuoso con la abrupta y decepcionante imagen del coche descompuesto.
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Los símbolos de Afire también participan de las estrategias clásicas del cine de prosa: en la tranquilidad aparente del bosque nace un incendio. No solo se trata de flamas literales que arrasan con toda la vida, sino también de una violencia adentro de Leon. Petzold se aferra a la forma clásica de la tragicomedia y rechaza la modernidad de una película que justifique a su protagonista. Si en las redes sociales abundan términos mal aplicados de la psicología para sugerir que el paciente no es quien necesita cambiar, sino su entorno, Petzold responde con una trama en la que no hay excusas para vivir en el error, y a esto se debe el símbolo del fuego: lo que arde en el interior terminará quemando todo lo que hay fuera. Como ya lo dije antes, Afire es catártica, y en medio de un panorama de películas que evaden las tramas, el conocimiento o la sinceridad bajo la influencia de la ironía posmoderna, nos ofrece un importante regreso a la era clásica, cuando el cine supuso una oportunidad de mirarnos en la pantalla y de evadir (si atendíamos) la tragedia. Aquellas eran películas, como Afire, que nos situaban frente a un espejo con la esperanza de algo más importante que entretener: buscaban salvarnos de nosotros mismos.
ALONSO DÍAZ DE LA VEGA. Crítico cinematográfico para Gatopardo. En 2015 fue el primer crítico mexicano convocado por Berlinale Talents, la cumbre de jóvenes talentos del Festival Internacional de Cine de Berlín. Ha escrito sobre cine en La Tempestad, Revista Ambulante, Tierra Adentro, Frente, Butaca Ancha y Cuadrivio. En televisión participó en el programa Mi cine, tu cine, de Canal Once. A lo largo de su carrera ha participado como miembro del jurado en el Festival Internacional de Cine de Róterdam, FICUNAM, Festival del Nuevo Cine Mexicano de Durango, Shorts México y Doqumenta.
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