El castigo cruel de Jerzy Skolimowski en la cinta ‘EO’
Ya está en cines mexicanos la ganadora del Premio del Jurado en el pasado Festival de Cannes. Protagonizada por un burrito homónimo, la película EO cuenta sus peripecias y encuentros en un mundo poblado por personas insondablemente crueles. Más que cuestionar a nuestras sociedades, el gran director polaco termina castigando a su público mediante las imágenes.
En las semanas previas al estreno de EO (2022) me encontré en Twitter con la melancolía de quienes ya habían podido verla y guardaban, después de mucho tiempo, la herida de sus imágenes. Ninguno de los planos en la película, protagonizados por un burrito aventurero que atestigua y experimenta la crueldad humana, me parece propiamente explícito; sin embargo, la mayoría tiene una sobrecarga desconcertante, si uno conoce al director polaco Jerzy Skolimowski por sus películas clásicas, o si uno admite la cantada influencia de Robert Bresson y su obra discreta, canónica: Au hasard Balthazar (1966). Si el Skolimowski de los setenta, en paralelo con Bresson, partía de la incertidumbre y el misterio, el de la última década, más o menos, es un hombre de certezas y violencia implacables que pretende impactar a su público a partir de imágenes que no solo contienen torturas, sino que laceran a la propia mirada espectadora.
En películas tan extrañas como The shout (1978) y Moonlighting (1982), que Skolimowski filmó en Reino Unido, apenas si se asoma una trama, aunque sí hay eventos dramáticos: en la primera, un inexplicable invasor doméstico capaz de matar con un grito sobrenatural atormenta a un matrimonio, aunque esta podría ser solo la fantasía de un paciente psiquiátrico; en la segunda, un trabajador temporal polaco experimenta un thriller de peligros cotidianos, administrativos: el presupuesto para su subsistencia se acaba, y su país, donde se encuentra el patrón, está incomunicado por un golpe militar; al final, la película ni siquiera cuenta con un desenlace en el sentido típico. En los últimos años, Skolimowski ha cambiado ese tono hermético por películas tan agresivas como Essential killing (2010), en la que un combatiente afgano —interpretado inexplicablemente por el estadounidense Vincent Gallo— escapa de sus captores imperialistas con una violencia tal que, en un punto, fuerza a una mujer lactante a alimentarlo con su pecho. A ella se suma EO, parecida en su desarrollo dramático y sus excesos, que me hacen cuestionar la influencia de Bresson.
El gran cineasta francés hizo una película sobre la vida en un pueblo y sus ocasionales brotes de sadismo, incomparables con la intensidad de Skolimowski, sobre todo en cuanto al estilo. Au hasard Balthazar se desarrolla silenciosamente y a menudo excluye eventos importantes del cuadro o de la narrativa misma; sus imágenes de manos, de puertas, hacen de la cotidianidad un milagro. No sobra elogiar su visión, que, en vez de concentrarse en la crueldad, abarca mucho de la experiencia humana, de la desobediencia al infortunio, presenciado todo por el burrito Balthazar, inocente incansable que termina revelado como un santo.
En contraste, Skolimowski asalta al público desde el inicio con una engañosa imagen empapada de rojo neón, cuya luz parpadea intensamente para producir malentendidos. Parece una estampa de sufrimiento, quizá de agonía, en la que Kasandra (Sandra Drzymalska), una cirquera, llama a su burrito: “¡EO!”, murmura con aparente angustia, “¡EO!”. Parece perderlo. Resulta que solo es el divertido número que interpretan ambos cada noche frente a su público, pero Skolimowski lo deforma para producir, antes que cualquier otra emoción, angustia. La distancia entre él y Bresson es grande, tanto como la de su filmografía contemporánea y la que lo hizo famoso.
Terminando esta escena comienzan las desventuras de EO, separado de Kasandra por animalistas que han logrado prohibir los circos. A lo largo de varios escapes e intercambios, el héroe mudo se cruza con políticos, futbolistas, migrantes, metaleros, que describen a la humanidad como una especie salvaje, oportunista y francamente malévola. El viejo Skolimowski encuentra alrededor de EO una galaxia de planetas muertos: estereotipos que apenas si describen seres humanos y que tendrían su lugar tal vez en una sátira, pero no en una película cuyo sentido del humor es mínimo y opacado con frecuencia por su pesimismo. El peor ejemplo de ello es un italiano presentado con el aria “Vesti la giubba” de fondo —porque a todos sus compatriotas los representa la ópera, claro—, pero se acercan a ese nivel de caracterización una despiadada Isabelle Huppert que rompe platos para amenazarlo y una comunidad de brutos que celebra de manera caótica su triunfo en un partido de futbol, apaleada en venganza por los derrotados. Así nos damos cuenta de que Skolimowski parte de la claridad de quien lo sabe todo, y que por eso mira a sus personajes hacia abajo, sin saber que exhibe una y otra vez un entendimiento limitado por el prejuicio.
En EO es condenable el grupo de animalistas y un personaje aparentemente anárquico por provocar con sus torpezas los primeros dolores del protagonista, aunque los políticos reciben menos golpes. Más adelante, un camionero que exige sexo medio en broma a una migrante parece inofensivo, comparado con lo que le termina sucediendo y que bien podría ser el ejemplo de un discurso antiinmigrante. Skolimowski no parece consciente de las diferencias entre personas vulnerables y los poderosos causantes de los malestares sociales porque para él todas las personas están ubicadas en un mismo plano primitivo que ya había descrito en Essential killing. En esta ocasión el protagonista no es un monstruo por necesidad, al menos, pero es un símbolo de inocencia tan ajeno, por momentos, a su naturaleza real que parece humano.
Bresson mostró a Balthazar siempre desde afuera; se rehusó a humanizarlo y a conmovernos con la imagen de sus ojos brillantes, de su rostro peludo, porque su intención no era controlar los afectos de la audiencia, sino permitirle participar en la película reconstruyendo todo lo que no se ve, entendiendo por sus medios todo lo que no se explica. Skolimowski toma, por el contrario, decisiones que nos llevan al interior de EO: planos desde su perspectiva que, en vez de asumir lo natural —no podemos saber qué piensan, qué perciben otros seres vivos—, lo acercan a la audiencia para generar empatía. Al menos la imagen se empaña y el sonido se apaga para representar un modo distinto de interpretar la realidad, pero pronto vemos ensoñaciones que hacen de EO ya no un burrito, sino una caricatura de uno imaginado desde la experiencia humana. En una escena, él ve desde un camión a unos caballos libres y parece soñar con ser uno de ellos, como lo señalan el cielo y el pasto radiantes. Otra vez el director lo sabe todo y nos dirige a nosotros para emocionarnos como él cree mejor.
En sus películas inglesas, Skolimowski llegó a ser incluso humorístico, como en algunos momentos de Deep end (1970), subrayados por canciones de Cat Stevens y Can que ilustran sobre todo el tiempo-espacio llamado Swinging London. En EO, la música es uno de muchos trucos que han provocado la intensa reacción de la audiencia, junto con planos que insisten, a diferencia de Bresson, en la belleza tierna del protagonista o sus sensaciones y temores. Por supuesto, todas estas son herramientas que hemos visto, escuchado o incluso sentido en grandes películas: por sí solas son ejercicios válidos del lenguaje fílmico, pero el exceso moralizante de Skolimowski las junta hasta saturarnos y en cierto modo someternos. EO nos convierte en los zorros asesinados por sus pieles en una escena: acorralados en jaulas por la amenaza de un choque eléctrico, pero no está con nosotros el burrito protagónico que nos defienda; al contrario, nos espera otro impacto más, otra idealización asaltante de Skolimowski, ya sea de lo que le parece bello, como los caballos o un encuentro de EO con niñas y niños con síndrome de Down, u horrible, como el sonido de una navaja que mata toda ambigüedad y toda esperanza. ¿Qué le hace una película así a su público? A juzgar por las evidencias, no lo motiva a actuar contra tanto dolor en la realidad, sino a albergarlo, paralizado por un sufrimiento que sanciona su humanidad.
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