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La labor que esperamos de nuestros jueces constitucionales es fungir como poder contramayoritario ante la reforma judicial.
Ocho integrantes de la Suprema Corte, que votaron a favor de analizar la reciente reforma judicial, revisarán la validez que trastocará la vida de miles de personas, empleados judiciales y los pilares del estado de derecho.
Aunque parece que madurar es darse cuenta de que los refranes nunca se equivocan, de vez en cuando emergen situaciones con implicaciones excepcionalmente imprevistas y de imperecederas consecuencias a lo largo del tiempo, desfondando por completo el conocimiento que postula la tradición y la sabiduría popular. Dicen que guerra avisada no mata soldados, pero los enfrentamientos entre el poder Ejecutivo y el Judicial, aunque llevan seis años gestándose, hicieron de la justicia su principal víctima.
Lo que hemos presenciado durante los últimos meses de la administración de Andrés Manuel López Obrador, simple y sencillamente, no tiene comparación con otro fin de sexenio en la historia contemporánea del México democrático ni existe aforismo que lo resuma y contenga.
Se podría decir que con la atropellada aprobación de ciertas iniciativas de reforma se ha pretendido cambiar por completo la Constitución, sin la necesidad de hacer formalmente una nueva Constitución. La modificación de aspectos fundamentales en la estructuración de uno de los poderes del Estado, así como la militarización de la Guardia Nacional, suponen un cambio de régimen, un terremoto constitucional de implicaciones todavía desconocidas, y en el que la incertidumbre es la palabra que guiará la dinámica entre poderes en los años venideros.
En concreto, las transformaciones normativas impulsadas por el oficialismo en materia de impartición de justicia son de tales magnitudes que su implementación institucional es aún desconocida. A continuación, y en aras de esbozar algunos escenarios a futuro, se presentan distintas reflexiones respecto a las impredecibles consecuencias en sus principales involucrados, tanto en sus derivaciones a largo plazo en la ciudadanía como en su impacto más inmediato en el personal que forma parte del sistema de justicia (aunque no precisamente se desempeñe como juzgador). A fin de cuentas, de lo que se trata es de intentar darle cuadratura a un círculo que parece ha destruido la racionalidad y congruencia que se espera del ámbito jurídico.
“No dejes para mañana lo que puedes hacer pasado mañana”
Antes que nada, habrá que recordar que la reforma judicial morenista ya entró en vigor y, si se pretende que realmente suceda lo que López Obrador y sus aliados no se cansaron de repetir durante el primer semestre de este año electoral y que sirvió como justificación para su impulso (que los jueces liberan criminales, que el poder judicial está podrido, que los jueces son una casta de privilegiados y corruptos, que ahora el pueblo tendrá mayor justicia al elegir a sus juzgadores), quizá es un buen momento para que, de una vez por todas, el poder en turno se tome en serio la Constitución y cumpla todo aquello que le prometió a sus simpatizantes.
Así, si la reforma judicial se concreta en la realidad con la legislación secundaria y la voluntad política de la nueva administración de Claudia Sheinbaum, la ciudadanía —los justiciables— solo podrá conocer en carne viva los deterioros de tales modificaciones constitucionales hasta que pase un tiempo considerable; es decir, cuando en el mediano y largo plazo las personas se percaten de que elegir a sus jueces no era la solución para salir de la crisis de injusticia e impunidad que acecha al país.
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Para sus seguidores será bastante triste advertir que todo cambió para que todo haya seguido exactamente igual, resignándose a aceptar que al expresidente López Obrador nunca le importó demasiado la justicia social, sino más bien emprender una cruzada contra sus adversarios políticos.
Mientras llega ese momento, Morena aprovecha la luna de miel con su electorado y gana tiempo a expensas de la certeza que comprende el ejercicio del derecho, alegando que muchas de las dudas y de las contradicciones de su reforma judicial serán solventadas con las posteriores modificaciones legislativas que le corresponden al Congreso de la Unión.
Si el pueblo es de memoria endeble y, por lo pronto, el objetivo político fue conseguido con creces (no importando que haya sido con la ayuda de la familia Yunes, o con la ausencia de un representante de Movimiento Ciudadano), qué mejor que dejar para mañana lo que se puede hacer mucho tiempo después. De cualquier forma, tal parece que la premisa morenista es apostar por seguir enredando y alejando un sistema de justicia ya de por sí bastante complejo y lejano para quien lo necesita.
El momento de transformar la justicia mexicana no es hoy ni tampoco mañana. López Obrador ha cumplido con cambiar la Constitución y ha condicionado a su sucesora en la Presidencia a que sea ella quien resuelva este entuerto. Porque quizá esa es la mayor decepción de esta reforma judicial, que se ha evidenciado no como un esfuerzo serio y diligente orientado a mejorar la experiencia de la justicia en las personas, sino como una oportunidad perdida, una decepción futura de un pueblo acostumbrado, sexenio tras sexenio, a la mediocridad de sus líderes.
Ahora bien, el proceso tan desaseado que implicó su aprobación no es inocente ni una cuestión menor, mucho menos algo que se pueda remediar en unos meses con algunos parches legislativos y otras cuantas indemnizaciones. Nada más errado. Baste decir que el daño estructural está hecho al haber perjudicado directamente y en lo inmediato a un sinfín de personas cruciales para el correcto funcionamiento de la justicia en México.
“Después de la tormenta no llega la calma”
Empleado para mantener el optimismo a flote frente a fracasos inesperados, el dicho popular que titula este apartado pretende aliviar cualquier catástrofe más allá del corto plazo. Así, independientemente del paso arrollador que haya dejado la tormenta judicial, no cabe dudar respecto a que el sol, tarde que temprano, siempre termina por salir para todos, aunque no alumbra a todos por igual.
Y es que para algunos las palabras de la clase política no se las llevará el viento ni serán contempladas como un mero agravio electoral. Paradójicamente, no solo serán los juzgadores que serán removidos durante los próximos dos años a quienes más les impacte la reforma en el corto plazo, sino también a todo un conglomerado de trabajadores judiciales de segundo rango, una amplia red de juristas que no necesariamente ejercen un rol protagónico en la toma de decisiones, pero que de cada uno de ellos depende por completo el aparato de justicia.
Pensar en los ministros, las magistradas y los jueces —las cerca de 7 000 personas juzgadoras tanto en lo federal como en lo local—, como las únicas y principales posiciones afectadas por la reforma judicial es tan erróneo como irresponsable. La idea de organizar desde cero un nuevo Poder Judicial, tal y como lo postula la Constitución vigente, envuelve por lo menos un par de factores por considerar desde una óptica colectiva e integral.
El primero es relativo a la fuga de equipos estables de trabajo con probada experiencia en el sistema, pues cuando muchos de los actuales jueces ya han expresado (con justa razón) que no se prestarán a participar en las elecciones populares para mantener ese mismo trabajo que se han ganado, o han renunciado o solicitado su jubilación anticipada ante el radical cambio de planes de vida que se les ha impuesto, queda claro que se provocará una desarticulación del funcionariado. De esa manera, las labores del personal jurisdiccional y administrativo se verán trastocadas por la llegada de nuevos superiores jerárquicos, implicando dilatadas curvas de aprendizaje, la indispensable generación de renovados vínculos de confianza y, sobre todo, el tratar de adecuarse a los nuevos criterios, estilos y formas de la persona que ejercerá su poder ante sus nuevos subordinados.
Cambiar solo las cabezas de los poderes judiciales no solo es ignorar cómo funcionan estos, sino menospreciar los roles de todas las personas que colaboran y soportan el sistema. No hay que ir muy lejos para ver qué fue lo que sucedió con el equipo del exministro Arturo Zaldívar cuando renunció a su cargo en la Suprema Corte y llegó en su lugar Lenia Batres. Antes que mantener ciertas dinámicas y evitar una fuga de algunos cuantos talentos, la nueva ministra les exigió no solo bajarse el sueldo sino adecuar sus criterios a la concepción que ella tiene de la justicia y, en caso de no hacerlo, sencillamente debían renunciar. Baste decir que hoy en día la autodenominada “ministra del pueblo” se encuentra muy lejos de alcanzar el número neto de resoluciones que tienen las demás ponencias durante este año, evidenciando su baja productividad al sentenciar. Si esto lo estamos viendo en tiempo real a nivel micro, que no nos sorprenda cuando a nivel macro los retrasos sean generalizados a causa de la fuga de conocimiento y experiencia en la judicatura.
El segundo factor es el relativo a las percepciones económicas, ya que, aunque el oficialismo ha insistido en que los derechos laborales (sueldos y prestaciones) del personal que trabaja en los poderes judiciales no se verán afectados por los recientes cambios constitucionales, lo cierto es que la incertidumbre es lo que prevalece. No solo es que desde inicios del sexenio anterior distintos funcionarios hayan interpuesto medios de defensa ante el propio Poder Judicial para evitar una reducción en sus salarios, sino que también, unos días después de la entrada en vigor de la reforma judicial, Morena presentó otra iniciativa de reforma ahora a la Ley Orgánica del Poder Judicial para insistir en que nadie que labore en esta instancia podrá contar con un salario mayor al del presidente de la República, y a la par se eliminaron las pensiones vitalicias de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
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Entre que son peras o son manzanas, la verdad es que todo puede pasar mientras no se conozcan las leyes secundarias que, en los próximos meses, supuestamente, expedirán nuestros representantes populares. En el inter, una persona que trabaje en el Poder Judicial no cuenta con la seguridad de que podrá tener el nivel de vida al que se había acostumbrado. La reciente experiencia con la reforma judicial a nivel constitucional sirve de ejemplo de cómo los propios morenistas no son de fiar por haber pactado escuchar a los disidentes, realizar modificaciones a partir de los foros de escucha realizados y, sobre todo, matizar algunos postulados. Siguiendo este orden de ideas, no se vale que funcionarios valiosos y comprometidos con la impartición de justicia, (que claramente no son todos, pero tampoco son excepciones) en cuestión de meses tengan que modificar por completo sus proyectos personales y profesionales gracias a los caprichos de una persona.
La combinación de estos dos factores concibe un escenario perfecto para la desarticulación de una fuerza laboral importante, cuyas labores forjaron algunos de los criterios jurídicos más solventes y congruentes para una sociedad democrática. Esta tormenta que recién acabó y que está por llegar con la legislación secundaria ha servido la mesa para que se vayan los mejores elementos de los poderes judiciales, y se queden aquellos que están dispuestos a soportar la politiquería y una visión improvisada de la justicia.
“La esperanza muere al último, pero sí muere”
Antes de que todo se pierda y el Poder Judicial deje de existir como fue ideado a lo largo de los últimos 30 años dentro de los esquemas que postulaba una democracia constitucional a la mexicana, algunos juristas han llamado la atención respecto a si la propia Suprema Corte podría declarar inconstitucional la reforma recién aprobada en materia judicial.
Ante este panorama, habrá que destacar que, apenas la semana pasada, 8 de los 11 ministros y ministras que integran al todavía máximo tribunal del país han decido abrir una posibilidad para realizar un análisis sobre la constitucionalidad de las reformas a la Constitución. No obstante, la discusión lleva muchos años ocurriendo en la academia y supone un debate de corte técnico (y, por ende, en ocasiones profundamente aburrido para la clase política y la ciudadanía en general), no deja de ser significativo que esta alternativa jurídica encuentre resonancia en el actual contexto y casi de forma inmediata el oficialismo ha salido a descalificarla, llamándola “golpe de estado”, o incluso amenazando con llevar a juicio político a los ministros de la Corte.
Más allá de la polarización y la polémica cotidiana, queda claro que, aunque políticamente la decisión será muy complicada, su viabilidad jurídica dependerá exclusivamente de los 11 ministros y ministras. La cuestión será construir mayorías y argumentos suficientes para poder dotar de legitimidad el hecho de expulsar la reciente reforma judicial de la Constitución. Aunque los temas relativos al procedimiento legislativo ya han sido destacados como una de las vías para echar abajo la reforma, el escenario se torna cuesta arriba por un derecho que cada vez pierde más peso frente a la política.
Al momento en que han sido ignoradas distintas suspensiones otorgadas por múltiples jueces del país para que no entrara en vigor la reforma, tanto por el presidente de la República, por el Congreso de la Unión e incluso por el INE, la judicatura pierde relevancia y legitimidad frente a un poder político incontenible.
Ante todo esto salta la pregunta: ¿cuál será el papel de la ministra presidenta y del resto de los ministros e integrantes de los poderes judiciales durante este periodo? La respuesta debería ser la congruencia y la entereza. En estos difíciles momentos quienes integran la Suprema Corte aún son los guardianes de la Constitución y del estado de derecho.
En un México donde sale muchísimo más barato cambiar las leyes que cambiar la realidad, donde la retórica provoca que hasta los refranes populares tengan que resignificarse, uno de los mayores riesgos que conllevan los malos hábitos de nuestra clase política es mudar la forma sin trastocar el fondo, dejar que los días pasen y que un nuevo tema, otro escándalo o polémica hagan a las personas olvidar las promesas electorales y lo que exige el orden legal vigente.
Aun cuando el país esté siendo completamente moldeado a conveniencia de quienes creen que tener la mayoría también significa tener la razón, la labor que esperamos de nuestros jueces constitucionales es fungir, justamente, como poder contramayoritario en aras de salvaguardar el futuro. Ni más ni menos.
Ocho integrantes de la Suprema Corte, que votaron a favor de analizar la reciente reforma judicial, revisarán la validez que trastocará la vida de miles de personas, empleados judiciales y los pilares del estado de derecho.
Aunque parece que madurar es darse cuenta de que los refranes nunca se equivocan, de vez en cuando emergen situaciones con implicaciones excepcionalmente imprevistas y de imperecederas consecuencias a lo largo del tiempo, desfondando por completo el conocimiento que postula la tradición y la sabiduría popular. Dicen que guerra avisada no mata soldados, pero los enfrentamientos entre el poder Ejecutivo y el Judicial, aunque llevan seis años gestándose, hicieron de la justicia su principal víctima.
Lo que hemos presenciado durante los últimos meses de la administración de Andrés Manuel López Obrador, simple y sencillamente, no tiene comparación con otro fin de sexenio en la historia contemporánea del México democrático ni existe aforismo que lo resuma y contenga.
Se podría decir que con la atropellada aprobación de ciertas iniciativas de reforma se ha pretendido cambiar por completo la Constitución, sin la necesidad de hacer formalmente una nueva Constitución. La modificación de aspectos fundamentales en la estructuración de uno de los poderes del Estado, así como la militarización de la Guardia Nacional, suponen un cambio de régimen, un terremoto constitucional de implicaciones todavía desconocidas, y en el que la incertidumbre es la palabra que guiará la dinámica entre poderes en los años venideros.
En concreto, las transformaciones normativas impulsadas por el oficialismo en materia de impartición de justicia son de tales magnitudes que su implementación institucional es aún desconocida. A continuación, y en aras de esbozar algunos escenarios a futuro, se presentan distintas reflexiones respecto a las impredecibles consecuencias en sus principales involucrados, tanto en sus derivaciones a largo plazo en la ciudadanía como en su impacto más inmediato en el personal que forma parte del sistema de justicia (aunque no precisamente se desempeñe como juzgador). A fin de cuentas, de lo que se trata es de intentar darle cuadratura a un círculo que parece ha destruido la racionalidad y congruencia que se espera del ámbito jurídico.
“No dejes para mañana lo que puedes hacer pasado mañana”
Antes que nada, habrá que recordar que la reforma judicial morenista ya entró en vigor y, si se pretende que realmente suceda lo que López Obrador y sus aliados no se cansaron de repetir durante el primer semestre de este año electoral y que sirvió como justificación para su impulso (que los jueces liberan criminales, que el poder judicial está podrido, que los jueces son una casta de privilegiados y corruptos, que ahora el pueblo tendrá mayor justicia al elegir a sus juzgadores), quizá es un buen momento para que, de una vez por todas, el poder en turno se tome en serio la Constitución y cumpla todo aquello que le prometió a sus simpatizantes.
Así, si la reforma judicial se concreta en la realidad con la legislación secundaria y la voluntad política de la nueva administración de Claudia Sheinbaum, la ciudadanía —los justiciables— solo podrá conocer en carne viva los deterioros de tales modificaciones constitucionales hasta que pase un tiempo considerable; es decir, cuando en el mediano y largo plazo las personas se percaten de que elegir a sus jueces no era la solución para salir de la crisis de injusticia e impunidad que acecha al país.
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Para sus seguidores será bastante triste advertir que todo cambió para que todo haya seguido exactamente igual, resignándose a aceptar que al expresidente López Obrador nunca le importó demasiado la justicia social, sino más bien emprender una cruzada contra sus adversarios políticos.
Mientras llega ese momento, Morena aprovecha la luna de miel con su electorado y gana tiempo a expensas de la certeza que comprende el ejercicio del derecho, alegando que muchas de las dudas y de las contradicciones de su reforma judicial serán solventadas con las posteriores modificaciones legislativas que le corresponden al Congreso de la Unión.
Si el pueblo es de memoria endeble y, por lo pronto, el objetivo político fue conseguido con creces (no importando que haya sido con la ayuda de la familia Yunes, o con la ausencia de un representante de Movimiento Ciudadano), qué mejor que dejar para mañana lo que se puede hacer mucho tiempo después. De cualquier forma, tal parece que la premisa morenista es apostar por seguir enredando y alejando un sistema de justicia ya de por sí bastante complejo y lejano para quien lo necesita.
El momento de transformar la justicia mexicana no es hoy ni tampoco mañana. López Obrador ha cumplido con cambiar la Constitución y ha condicionado a su sucesora en la Presidencia a que sea ella quien resuelva este entuerto. Porque quizá esa es la mayor decepción de esta reforma judicial, que se ha evidenciado no como un esfuerzo serio y diligente orientado a mejorar la experiencia de la justicia en las personas, sino como una oportunidad perdida, una decepción futura de un pueblo acostumbrado, sexenio tras sexenio, a la mediocridad de sus líderes.
Ahora bien, el proceso tan desaseado que implicó su aprobación no es inocente ni una cuestión menor, mucho menos algo que se pueda remediar en unos meses con algunos parches legislativos y otras cuantas indemnizaciones. Nada más errado. Baste decir que el daño estructural está hecho al haber perjudicado directamente y en lo inmediato a un sinfín de personas cruciales para el correcto funcionamiento de la justicia en México.
“Después de la tormenta no llega la calma”
Empleado para mantener el optimismo a flote frente a fracasos inesperados, el dicho popular que titula este apartado pretende aliviar cualquier catástrofe más allá del corto plazo. Así, independientemente del paso arrollador que haya dejado la tormenta judicial, no cabe dudar respecto a que el sol, tarde que temprano, siempre termina por salir para todos, aunque no alumbra a todos por igual.
Y es que para algunos las palabras de la clase política no se las llevará el viento ni serán contempladas como un mero agravio electoral. Paradójicamente, no solo serán los juzgadores que serán removidos durante los próximos dos años a quienes más les impacte la reforma en el corto plazo, sino también a todo un conglomerado de trabajadores judiciales de segundo rango, una amplia red de juristas que no necesariamente ejercen un rol protagónico en la toma de decisiones, pero que de cada uno de ellos depende por completo el aparato de justicia.
Pensar en los ministros, las magistradas y los jueces —las cerca de 7 000 personas juzgadoras tanto en lo federal como en lo local—, como las únicas y principales posiciones afectadas por la reforma judicial es tan erróneo como irresponsable. La idea de organizar desde cero un nuevo Poder Judicial, tal y como lo postula la Constitución vigente, envuelve por lo menos un par de factores por considerar desde una óptica colectiva e integral.
El primero es relativo a la fuga de equipos estables de trabajo con probada experiencia en el sistema, pues cuando muchos de los actuales jueces ya han expresado (con justa razón) que no se prestarán a participar en las elecciones populares para mantener ese mismo trabajo que se han ganado, o han renunciado o solicitado su jubilación anticipada ante el radical cambio de planes de vida que se les ha impuesto, queda claro que se provocará una desarticulación del funcionariado. De esa manera, las labores del personal jurisdiccional y administrativo se verán trastocadas por la llegada de nuevos superiores jerárquicos, implicando dilatadas curvas de aprendizaje, la indispensable generación de renovados vínculos de confianza y, sobre todo, el tratar de adecuarse a los nuevos criterios, estilos y formas de la persona que ejercerá su poder ante sus nuevos subordinados.
Cambiar solo las cabezas de los poderes judiciales no solo es ignorar cómo funcionan estos, sino menospreciar los roles de todas las personas que colaboran y soportan el sistema. No hay que ir muy lejos para ver qué fue lo que sucedió con el equipo del exministro Arturo Zaldívar cuando renunció a su cargo en la Suprema Corte y llegó en su lugar Lenia Batres. Antes que mantener ciertas dinámicas y evitar una fuga de algunos cuantos talentos, la nueva ministra les exigió no solo bajarse el sueldo sino adecuar sus criterios a la concepción que ella tiene de la justicia y, en caso de no hacerlo, sencillamente debían renunciar. Baste decir que hoy en día la autodenominada “ministra del pueblo” se encuentra muy lejos de alcanzar el número neto de resoluciones que tienen las demás ponencias durante este año, evidenciando su baja productividad al sentenciar. Si esto lo estamos viendo en tiempo real a nivel micro, que no nos sorprenda cuando a nivel macro los retrasos sean generalizados a causa de la fuga de conocimiento y experiencia en la judicatura.
El segundo factor es el relativo a las percepciones económicas, ya que, aunque el oficialismo ha insistido en que los derechos laborales (sueldos y prestaciones) del personal que trabaja en los poderes judiciales no se verán afectados por los recientes cambios constitucionales, lo cierto es que la incertidumbre es lo que prevalece. No solo es que desde inicios del sexenio anterior distintos funcionarios hayan interpuesto medios de defensa ante el propio Poder Judicial para evitar una reducción en sus salarios, sino que también, unos días después de la entrada en vigor de la reforma judicial, Morena presentó otra iniciativa de reforma ahora a la Ley Orgánica del Poder Judicial para insistir en que nadie que labore en esta instancia podrá contar con un salario mayor al del presidente de la República, y a la par se eliminaron las pensiones vitalicias de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
También te puede interesar: "¿Qué esperan los mexicanos de Claudia Sheinbaum al asumir la presidencia de México?"
Entre que son peras o son manzanas, la verdad es que todo puede pasar mientras no se conozcan las leyes secundarias que, en los próximos meses, supuestamente, expedirán nuestros representantes populares. En el inter, una persona que trabaje en el Poder Judicial no cuenta con la seguridad de que podrá tener el nivel de vida al que se había acostumbrado. La reciente experiencia con la reforma judicial a nivel constitucional sirve de ejemplo de cómo los propios morenistas no son de fiar por haber pactado escuchar a los disidentes, realizar modificaciones a partir de los foros de escucha realizados y, sobre todo, matizar algunos postulados. Siguiendo este orden de ideas, no se vale que funcionarios valiosos y comprometidos con la impartición de justicia, (que claramente no son todos, pero tampoco son excepciones) en cuestión de meses tengan que modificar por completo sus proyectos personales y profesionales gracias a los caprichos de una persona.
La combinación de estos dos factores concibe un escenario perfecto para la desarticulación de una fuerza laboral importante, cuyas labores forjaron algunos de los criterios jurídicos más solventes y congruentes para una sociedad democrática. Esta tormenta que recién acabó y que está por llegar con la legislación secundaria ha servido la mesa para que se vayan los mejores elementos de los poderes judiciales, y se queden aquellos que están dispuestos a soportar la politiquería y una visión improvisada de la justicia.
“La esperanza muere al último, pero sí muere”
Antes de que todo se pierda y el Poder Judicial deje de existir como fue ideado a lo largo de los últimos 30 años dentro de los esquemas que postulaba una democracia constitucional a la mexicana, algunos juristas han llamado la atención respecto a si la propia Suprema Corte podría declarar inconstitucional la reforma recién aprobada en materia judicial.
Ante este panorama, habrá que destacar que, apenas la semana pasada, 8 de los 11 ministros y ministras que integran al todavía máximo tribunal del país han decido abrir una posibilidad para realizar un análisis sobre la constitucionalidad de las reformas a la Constitución. No obstante, la discusión lleva muchos años ocurriendo en la academia y supone un debate de corte técnico (y, por ende, en ocasiones profundamente aburrido para la clase política y la ciudadanía en general), no deja de ser significativo que esta alternativa jurídica encuentre resonancia en el actual contexto y casi de forma inmediata el oficialismo ha salido a descalificarla, llamándola “golpe de estado”, o incluso amenazando con llevar a juicio político a los ministros de la Corte.
Más allá de la polarización y la polémica cotidiana, queda claro que, aunque políticamente la decisión será muy complicada, su viabilidad jurídica dependerá exclusivamente de los 11 ministros y ministras. La cuestión será construir mayorías y argumentos suficientes para poder dotar de legitimidad el hecho de expulsar la reciente reforma judicial de la Constitución. Aunque los temas relativos al procedimiento legislativo ya han sido destacados como una de las vías para echar abajo la reforma, el escenario se torna cuesta arriba por un derecho que cada vez pierde más peso frente a la política.
Al momento en que han sido ignoradas distintas suspensiones otorgadas por múltiples jueces del país para que no entrara en vigor la reforma, tanto por el presidente de la República, por el Congreso de la Unión e incluso por el INE, la judicatura pierde relevancia y legitimidad frente a un poder político incontenible.
Ante todo esto salta la pregunta: ¿cuál será el papel de la ministra presidenta y del resto de los ministros e integrantes de los poderes judiciales durante este periodo? La respuesta debería ser la congruencia y la entereza. En estos difíciles momentos quienes integran la Suprema Corte aún son los guardianes de la Constitución y del estado de derecho.
En un México donde sale muchísimo más barato cambiar las leyes que cambiar la realidad, donde la retórica provoca que hasta los refranes populares tengan que resignificarse, uno de los mayores riesgos que conllevan los malos hábitos de nuestra clase política es mudar la forma sin trastocar el fondo, dejar que los días pasen y que un nuevo tema, otro escándalo o polémica hagan a las personas olvidar las promesas electorales y lo que exige el orden legal vigente.
Aun cuando el país esté siendo completamente moldeado a conveniencia de quienes creen que tener la mayoría también significa tener la razón, la labor que esperamos de nuestros jueces constitucionales es fungir, justamente, como poder contramayoritario en aras de salvaguardar el futuro. Ni más ni menos.
La labor que esperamos de nuestros jueces constitucionales es fungir como poder contramayoritario ante la reforma judicial.
Ocho integrantes de la Suprema Corte, que votaron a favor de analizar la reciente reforma judicial, revisarán la validez que trastocará la vida de miles de personas, empleados judiciales y los pilares del estado de derecho.
Aunque parece que madurar es darse cuenta de que los refranes nunca se equivocan, de vez en cuando emergen situaciones con implicaciones excepcionalmente imprevistas y de imperecederas consecuencias a lo largo del tiempo, desfondando por completo el conocimiento que postula la tradición y la sabiduría popular. Dicen que guerra avisada no mata soldados, pero los enfrentamientos entre el poder Ejecutivo y el Judicial, aunque llevan seis años gestándose, hicieron de la justicia su principal víctima.
Lo que hemos presenciado durante los últimos meses de la administración de Andrés Manuel López Obrador, simple y sencillamente, no tiene comparación con otro fin de sexenio en la historia contemporánea del México democrático ni existe aforismo que lo resuma y contenga.
Se podría decir que con la atropellada aprobación de ciertas iniciativas de reforma se ha pretendido cambiar por completo la Constitución, sin la necesidad de hacer formalmente una nueva Constitución. La modificación de aspectos fundamentales en la estructuración de uno de los poderes del Estado, así como la militarización de la Guardia Nacional, suponen un cambio de régimen, un terremoto constitucional de implicaciones todavía desconocidas, y en el que la incertidumbre es la palabra que guiará la dinámica entre poderes en los años venideros.
En concreto, las transformaciones normativas impulsadas por el oficialismo en materia de impartición de justicia son de tales magnitudes que su implementación institucional es aún desconocida. A continuación, y en aras de esbozar algunos escenarios a futuro, se presentan distintas reflexiones respecto a las impredecibles consecuencias en sus principales involucrados, tanto en sus derivaciones a largo plazo en la ciudadanía como en su impacto más inmediato en el personal que forma parte del sistema de justicia (aunque no precisamente se desempeñe como juzgador). A fin de cuentas, de lo que se trata es de intentar darle cuadratura a un círculo que parece ha destruido la racionalidad y congruencia que se espera del ámbito jurídico.
“No dejes para mañana lo que puedes hacer pasado mañana”
Antes que nada, habrá que recordar que la reforma judicial morenista ya entró en vigor y, si se pretende que realmente suceda lo que López Obrador y sus aliados no se cansaron de repetir durante el primer semestre de este año electoral y que sirvió como justificación para su impulso (que los jueces liberan criminales, que el poder judicial está podrido, que los jueces son una casta de privilegiados y corruptos, que ahora el pueblo tendrá mayor justicia al elegir a sus juzgadores), quizá es un buen momento para que, de una vez por todas, el poder en turno se tome en serio la Constitución y cumpla todo aquello que le prometió a sus simpatizantes.
Así, si la reforma judicial se concreta en la realidad con la legislación secundaria y la voluntad política de la nueva administración de Claudia Sheinbaum, la ciudadanía —los justiciables— solo podrá conocer en carne viva los deterioros de tales modificaciones constitucionales hasta que pase un tiempo considerable; es decir, cuando en el mediano y largo plazo las personas se percaten de que elegir a sus jueces no era la solución para salir de la crisis de injusticia e impunidad que acecha al país.
También te puede interesar: "Claudia Sheinbaum, la primera presidenta de México y las mujeres que le abrieron el camino"
Para sus seguidores será bastante triste advertir que todo cambió para que todo haya seguido exactamente igual, resignándose a aceptar que al expresidente López Obrador nunca le importó demasiado la justicia social, sino más bien emprender una cruzada contra sus adversarios políticos.
Mientras llega ese momento, Morena aprovecha la luna de miel con su electorado y gana tiempo a expensas de la certeza que comprende el ejercicio del derecho, alegando que muchas de las dudas y de las contradicciones de su reforma judicial serán solventadas con las posteriores modificaciones legislativas que le corresponden al Congreso de la Unión.
Si el pueblo es de memoria endeble y, por lo pronto, el objetivo político fue conseguido con creces (no importando que haya sido con la ayuda de la familia Yunes, o con la ausencia de un representante de Movimiento Ciudadano), qué mejor que dejar para mañana lo que se puede hacer mucho tiempo después. De cualquier forma, tal parece que la premisa morenista es apostar por seguir enredando y alejando un sistema de justicia ya de por sí bastante complejo y lejano para quien lo necesita.
El momento de transformar la justicia mexicana no es hoy ni tampoco mañana. López Obrador ha cumplido con cambiar la Constitución y ha condicionado a su sucesora en la Presidencia a que sea ella quien resuelva este entuerto. Porque quizá esa es la mayor decepción de esta reforma judicial, que se ha evidenciado no como un esfuerzo serio y diligente orientado a mejorar la experiencia de la justicia en las personas, sino como una oportunidad perdida, una decepción futura de un pueblo acostumbrado, sexenio tras sexenio, a la mediocridad de sus líderes.
Ahora bien, el proceso tan desaseado que implicó su aprobación no es inocente ni una cuestión menor, mucho menos algo que se pueda remediar en unos meses con algunos parches legislativos y otras cuantas indemnizaciones. Nada más errado. Baste decir que el daño estructural está hecho al haber perjudicado directamente y en lo inmediato a un sinfín de personas cruciales para el correcto funcionamiento de la justicia en México.
“Después de la tormenta no llega la calma”
Empleado para mantener el optimismo a flote frente a fracasos inesperados, el dicho popular que titula este apartado pretende aliviar cualquier catástrofe más allá del corto plazo. Así, independientemente del paso arrollador que haya dejado la tormenta judicial, no cabe dudar respecto a que el sol, tarde que temprano, siempre termina por salir para todos, aunque no alumbra a todos por igual.
Y es que para algunos las palabras de la clase política no se las llevará el viento ni serán contempladas como un mero agravio electoral. Paradójicamente, no solo serán los juzgadores que serán removidos durante los próximos dos años a quienes más les impacte la reforma en el corto plazo, sino también a todo un conglomerado de trabajadores judiciales de segundo rango, una amplia red de juristas que no necesariamente ejercen un rol protagónico en la toma de decisiones, pero que de cada uno de ellos depende por completo el aparato de justicia.
Pensar en los ministros, las magistradas y los jueces —las cerca de 7 000 personas juzgadoras tanto en lo federal como en lo local—, como las únicas y principales posiciones afectadas por la reforma judicial es tan erróneo como irresponsable. La idea de organizar desde cero un nuevo Poder Judicial, tal y como lo postula la Constitución vigente, envuelve por lo menos un par de factores por considerar desde una óptica colectiva e integral.
El primero es relativo a la fuga de equipos estables de trabajo con probada experiencia en el sistema, pues cuando muchos de los actuales jueces ya han expresado (con justa razón) que no se prestarán a participar en las elecciones populares para mantener ese mismo trabajo que se han ganado, o han renunciado o solicitado su jubilación anticipada ante el radical cambio de planes de vida que se les ha impuesto, queda claro que se provocará una desarticulación del funcionariado. De esa manera, las labores del personal jurisdiccional y administrativo se verán trastocadas por la llegada de nuevos superiores jerárquicos, implicando dilatadas curvas de aprendizaje, la indispensable generación de renovados vínculos de confianza y, sobre todo, el tratar de adecuarse a los nuevos criterios, estilos y formas de la persona que ejercerá su poder ante sus nuevos subordinados.
Cambiar solo las cabezas de los poderes judiciales no solo es ignorar cómo funcionan estos, sino menospreciar los roles de todas las personas que colaboran y soportan el sistema. No hay que ir muy lejos para ver qué fue lo que sucedió con el equipo del exministro Arturo Zaldívar cuando renunció a su cargo en la Suprema Corte y llegó en su lugar Lenia Batres. Antes que mantener ciertas dinámicas y evitar una fuga de algunos cuantos talentos, la nueva ministra les exigió no solo bajarse el sueldo sino adecuar sus criterios a la concepción que ella tiene de la justicia y, en caso de no hacerlo, sencillamente debían renunciar. Baste decir que hoy en día la autodenominada “ministra del pueblo” se encuentra muy lejos de alcanzar el número neto de resoluciones que tienen las demás ponencias durante este año, evidenciando su baja productividad al sentenciar. Si esto lo estamos viendo en tiempo real a nivel micro, que no nos sorprenda cuando a nivel macro los retrasos sean generalizados a causa de la fuga de conocimiento y experiencia en la judicatura.
El segundo factor es el relativo a las percepciones económicas, ya que, aunque el oficialismo ha insistido en que los derechos laborales (sueldos y prestaciones) del personal que trabaja en los poderes judiciales no se verán afectados por los recientes cambios constitucionales, lo cierto es que la incertidumbre es lo que prevalece. No solo es que desde inicios del sexenio anterior distintos funcionarios hayan interpuesto medios de defensa ante el propio Poder Judicial para evitar una reducción en sus salarios, sino que también, unos días después de la entrada en vigor de la reforma judicial, Morena presentó otra iniciativa de reforma ahora a la Ley Orgánica del Poder Judicial para insistir en que nadie que labore en esta instancia podrá contar con un salario mayor al del presidente de la República, y a la par se eliminaron las pensiones vitalicias de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
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Entre que son peras o son manzanas, la verdad es que todo puede pasar mientras no se conozcan las leyes secundarias que, en los próximos meses, supuestamente, expedirán nuestros representantes populares. En el inter, una persona que trabaje en el Poder Judicial no cuenta con la seguridad de que podrá tener el nivel de vida al que se había acostumbrado. La reciente experiencia con la reforma judicial a nivel constitucional sirve de ejemplo de cómo los propios morenistas no son de fiar por haber pactado escuchar a los disidentes, realizar modificaciones a partir de los foros de escucha realizados y, sobre todo, matizar algunos postulados. Siguiendo este orden de ideas, no se vale que funcionarios valiosos y comprometidos con la impartición de justicia, (que claramente no son todos, pero tampoco son excepciones) en cuestión de meses tengan que modificar por completo sus proyectos personales y profesionales gracias a los caprichos de una persona.
La combinación de estos dos factores concibe un escenario perfecto para la desarticulación de una fuerza laboral importante, cuyas labores forjaron algunos de los criterios jurídicos más solventes y congruentes para una sociedad democrática. Esta tormenta que recién acabó y que está por llegar con la legislación secundaria ha servido la mesa para que se vayan los mejores elementos de los poderes judiciales, y se queden aquellos que están dispuestos a soportar la politiquería y una visión improvisada de la justicia.
“La esperanza muere al último, pero sí muere”
Antes de que todo se pierda y el Poder Judicial deje de existir como fue ideado a lo largo de los últimos 30 años dentro de los esquemas que postulaba una democracia constitucional a la mexicana, algunos juristas han llamado la atención respecto a si la propia Suprema Corte podría declarar inconstitucional la reforma recién aprobada en materia judicial.
Ante este panorama, habrá que destacar que, apenas la semana pasada, 8 de los 11 ministros y ministras que integran al todavía máximo tribunal del país han decido abrir una posibilidad para realizar un análisis sobre la constitucionalidad de las reformas a la Constitución. No obstante, la discusión lleva muchos años ocurriendo en la academia y supone un debate de corte técnico (y, por ende, en ocasiones profundamente aburrido para la clase política y la ciudadanía en general), no deja de ser significativo que esta alternativa jurídica encuentre resonancia en el actual contexto y casi de forma inmediata el oficialismo ha salido a descalificarla, llamándola “golpe de estado”, o incluso amenazando con llevar a juicio político a los ministros de la Corte.
Más allá de la polarización y la polémica cotidiana, queda claro que, aunque políticamente la decisión será muy complicada, su viabilidad jurídica dependerá exclusivamente de los 11 ministros y ministras. La cuestión será construir mayorías y argumentos suficientes para poder dotar de legitimidad el hecho de expulsar la reciente reforma judicial de la Constitución. Aunque los temas relativos al procedimiento legislativo ya han sido destacados como una de las vías para echar abajo la reforma, el escenario se torna cuesta arriba por un derecho que cada vez pierde más peso frente a la política.
Al momento en que han sido ignoradas distintas suspensiones otorgadas por múltiples jueces del país para que no entrara en vigor la reforma, tanto por el presidente de la República, por el Congreso de la Unión e incluso por el INE, la judicatura pierde relevancia y legitimidad frente a un poder político incontenible.
Ante todo esto salta la pregunta: ¿cuál será el papel de la ministra presidenta y del resto de los ministros e integrantes de los poderes judiciales durante este periodo? La respuesta debería ser la congruencia y la entereza. En estos difíciles momentos quienes integran la Suprema Corte aún son los guardianes de la Constitución y del estado de derecho.
En un México donde sale muchísimo más barato cambiar las leyes que cambiar la realidad, donde la retórica provoca que hasta los refranes populares tengan que resignificarse, uno de los mayores riesgos que conllevan los malos hábitos de nuestra clase política es mudar la forma sin trastocar el fondo, dejar que los días pasen y que un nuevo tema, otro escándalo o polémica hagan a las personas olvidar las promesas electorales y lo que exige el orden legal vigente.
Aun cuando el país esté siendo completamente moldeado a conveniencia de quienes creen que tener la mayoría también significa tener la razón, la labor que esperamos de nuestros jueces constitucionales es fungir, justamente, como poder contramayoritario en aras de salvaguardar el futuro. Ni más ni menos.
Ocho integrantes de la Suprema Corte, que votaron a favor de analizar la reciente reforma judicial, revisarán la validez que trastocará la vida de miles de personas, empleados judiciales y los pilares del estado de derecho.
Aunque parece que madurar es darse cuenta de que los refranes nunca se equivocan, de vez en cuando emergen situaciones con implicaciones excepcionalmente imprevistas y de imperecederas consecuencias a lo largo del tiempo, desfondando por completo el conocimiento que postula la tradición y la sabiduría popular. Dicen que guerra avisada no mata soldados, pero los enfrentamientos entre el poder Ejecutivo y el Judicial, aunque llevan seis años gestándose, hicieron de la justicia su principal víctima.
Lo que hemos presenciado durante los últimos meses de la administración de Andrés Manuel López Obrador, simple y sencillamente, no tiene comparación con otro fin de sexenio en la historia contemporánea del México democrático ni existe aforismo que lo resuma y contenga.
Se podría decir que con la atropellada aprobación de ciertas iniciativas de reforma se ha pretendido cambiar por completo la Constitución, sin la necesidad de hacer formalmente una nueva Constitución. La modificación de aspectos fundamentales en la estructuración de uno de los poderes del Estado, así como la militarización de la Guardia Nacional, suponen un cambio de régimen, un terremoto constitucional de implicaciones todavía desconocidas, y en el que la incertidumbre es la palabra que guiará la dinámica entre poderes en los años venideros.
En concreto, las transformaciones normativas impulsadas por el oficialismo en materia de impartición de justicia son de tales magnitudes que su implementación institucional es aún desconocida. A continuación, y en aras de esbozar algunos escenarios a futuro, se presentan distintas reflexiones respecto a las impredecibles consecuencias en sus principales involucrados, tanto en sus derivaciones a largo plazo en la ciudadanía como en su impacto más inmediato en el personal que forma parte del sistema de justicia (aunque no precisamente se desempeñe como juzgador). A fin de cuentas, de lo que se trata es de intentar darle cuadratura a un círculo que parece ha destruido la racionalidad y congruencia que se espera del ámbito jurídico.
“No dejes para mañana lo que puedes hacer pasado mañana”
Antes que nada, habrá que recordar que la reforma judicial morenista ya entró en vigor y, si se pretende que realmente suceda lo que López Obrador y sus aliados no se cansaron de repetir durante el primer semestre de este año electoral y que sirvió como justificación para su impulso (que los jueces liberan criminales, que el poder judicial está podrido, que los jueces son una casta de privilegiados y corruptos, que ahora el pueblo tendrá mayor justicia al elegir a sus juzgadores), quizá es un buen momento para que, de una vez por todas, el poder en turno se tome en serio la Constitución y cumpla todo aquello que le prometió a sus simpatizantes.
Así, si la reforma judicial se concreta en la realidad con la legislación secundaria y la voluntad política de la nueva administración de Claudia Sheinbaum, la ciudadanía —los justiciables— solo podrá conocer en carne viva los deterioros de tales modificaciones constitucionales hasta que pase un tiempo considerable; es decir, cuando en el mediano y largo plazo las personas se percaten de que elegir a sus jueces no era la solución para salir de la crisis de injusticia e impunidad que acecha al país.
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Para sus seguidores será bastante triste advertir que todo cambió para que todo haya seguido exactamente igual, resignándose a aceptar que al expresidente López Obrador nunca le importó demasiado la justicia social, sino más bien emprender una cruzada contra sus adversarios políticos.
Mientras llega ese momento, Morena aprovecha la luna de miel con su electorado y gana tiempo a expensas de la certeza que comprende el ejercicio del derecho, alegando que muchas de las dudas y de las contradicciones de su reforma judicial serán solventadas con las posteriores modificaciones legislativas que le corresponden al Congreso de la Unión.
Si el pueblo es de memoria endeble y, por lo pronto, el objetivo político fue conseguido con creces (no importando que haya sido con la ayuda de la familia Yunes, o con la ausencia de un representante de Movimiento Ciudadano), qué mejor que dejar para mañana lo que se puede hacer mucho tiempo después. De cualquier forma, tal parece que la premisa morenista es apostar por seguir enredando y alejando un sistema de justicia ya de por sí bastante complejo y lejano para quien lo necesita.
El momento de transformar la justicia mexicana no es hoy ni tampoco mañana. López Obrador ha cumplido con cambiar la Constitución y ha condicionado a su sucesora en la Presidencia a que sea ella quien resuelva este entuerto. Porque quizá esa es la mayor decepción de esta reforma judicial, que se ha evidenciado no como un esfuerzo serio y diligente orientado a mejorar la experiencia de la justicia en las personas, sino como una oportunidad perdida, una decepción futura de un pueblo acostumbrado, sexenio tras sexenio, a la mediocridad de sus líderes.
Ahora bien, el proceso tan desaseado que implicó su aprobación no es inocente ni una cuestión menor, mucho menos algo que se pueda remediar en unos meses con algunos parches legislativos y otras cuantas indemnizaciones. Nada más errado. Baste decir que el daño estructural está hecho al haber perjudicado directamente y en lo inmediato a un sinfín de personas cruciales para el correcto funcionamiento de la justicia en México.
“Después de la tormenta no llega la calma”
Empleado para mantener el optimismo a flote frente a fracasos inesperados, el dicho popular que titula este apartado pretende aliviar cualquier catástrofe más allá del corto plazo. Así, independientemente del paso arrollador que haya dejado la tormenta judicial, no cabe dudar respecto a que el sol, tarde que temprano, siempre termina por salir para todos, aunque no alumbra a todos por igual.
Y es que para algunos las palabras de la clase política no se las llevará el viento ni serán contempladas como un mero agravio electoral. Paradójicamente, no solo serán los juzgadores que serán removidos durante los próximos dos años a quienes más les impacte la reforma en el corto plazo, sino también a todo un conglomerado de trabajadores judiciales de segundo rango, una amplia red de juristas que no necesariamente ejercen un rol protagónico en la toma de decisiones, pero que de cada uno de ellos depende por completo el aparato de justicia.
Pensar en los ministros, las magistradas y los jueces —las cerca de 7 000 personas juzgadoras tanto en lo federal como en lo local—, como las únicas y principales posiciones afectadas por la reforma judicial es tan erróneo como irresponsable. La idea de organizar desde cero un nuevo Poder Judicial, tal y como lo postula la Constitución vigente, envuelve por lo menos un par de factores por considerar desde una óptica colectiva e integral.
El primero es relativo a la fuga de equipos estables de trabajo con probada experiencia en el sistema, pues cuando muchos de los actuales jueces ya han expresado (con justa razón) que no se prestarán a participar en las elecciones populares para mantener ese mismo trabajo que se han ganado, o han renunciado o solicitado su jubilación anticipada ante el radical cambio de planes de vida que se les ha impuesto, queda claro que se provocará una desarticulación del funcionariado. De esa manera, las labores del personal jurisdiccional y administrativo se verán trastocadas por la llegada de nuevos superiores jerárquicos, implicando dilatadas curvas de aprendizaje, la indispensable generación de renovados vínculos de confianza y, sobre todo, el tratar de adecuarse a los nuevos criterios, estilos y formas de la persona que ejercerá su poder ante sus nuevos subordinados.
Cambiar solo las cabezas de los poderes judiciales no solo es ignorar cómo funcionan estos, sino menospreciar los roles de todas las personas que colaboran y soportan el sistema. No hay que ir muy lejos para ver qué fue lo que sucedió con el equipo del exministro Arturo Zaldívar cuando renunció a su cargo en la Suprema Corte y llegó en su lugar Lenia Batres. Antes que mantener ciertas dinámicas y evitar una fuga de algunos cuantos talentos, la nueva ministra les exigió no solo bajarse el sueldo sino adecuar sus criterios a la concepción que ella tiene de la justicia y, en caso de no hacerlo, sencillamente debían renunciar. Baste decir que hoy en día la autodenominada “ministra del pueblo” se encuentra muy lejos de alcanzar el número neto de resoluciones que tienen las demás ponencias durante este año, evidenciando su baja productividad al sentenciar. Si esto lo estamos viendo en tiempo real a nivel micro, que no nos sorprenda cuando a nivel macro los retrasos sean generalizados a causa de la fuga de conocimiento y experiencia en la judicatura.
El segundo factor es el relativo a las percepciones económicas, ya que, aunque el oficialismo ha insistido en que los derechos laborales (sueldos y prestaciones) del personal que trabaja en los poderes judiciales no se verán afectados por los recientes cambios constitucionales, lo cierto es que la incertidumbre es lo que prevalece. No solo es que desde inicios del sexenio anterior distintos funcionarios hayan interpuesto medios de defensa ante el propio Poder Judicial para evitar una reducción en sus salarios, sino que también, unos días después de la entrada en vigor de la reforma judicial, Morena presentó otra iniciativa de reforma ahora a la Ley Orgánica del Poder Judicial para insistir en que nadie que labore en esta instancia podrá contar con un salario mayor al del presidente de la República, y a la par se eliminaron las pensiones vitalicias de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
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Entre que son peras o son manzanas, la verdad es que todo puede pasar mientras no se conozcan las leyes secundarias que, en los próximos meses, supuestamente, expedirán nuestros representantes populares. En el inter, una persona que trabaje en el Poder Judicial no cuenta con la seguridad de que podrá tener el nivel de vida al que se había acostumbrado. La reciente experiencia con la reforma judicial a nivel constitucional sirve de ejemplo de cómo los propios morenistas no son de fiar por haber pactado escuchar a los disidentes, realizar modificaciones a partir de los foros de escucha realizados y, sobre todo, matizar algunos postulados. Siguiendo este orden de ideas, no se vale que funcionarios valiosos y comprometidos con la impartición de justicia, (que claramente no son todos, pero tampoco son excepciones) en cuestión de meses tengan que modificar por completo sus proyectos personales y profesionales gracias a los caprichos de una persona.
La combinación de estos dos factores concibe un escenario perfecto para la desarticulación de una fuerza laboral importante, cuyas labores forjaron algunos de los criterios jurídicos más solventes y congruentes para una sociedad democrática. Esta tormenta que recién acabó y que está por llegar con la legislación secundaria ha servido la mesa para que se vayan los mejores elementos de los poderes judiciales, y se queden aquellos que están dispuestos a soportar la politiquería y una visión improvisada de la justicia.
“La esperanza muere al último, pero sí muere”
Antes de que todo se pierda y el Poder Judicial deje de existir como fue ideado a lo largo de los últimos 30 años dentro de los esquemas que postulaba una democracia constitucional a la mexicana, algunos juristas han llamado la atención respecto a si la propia Suprema Corte podría declarar inconstitucional la reforma recién aprobada en materia judicial.
Ante este panorama, habrá que destacar que, apenas la semana pasada, 8 de los 11 ministros y ministras que integran al todavía máximo tribunal del país han decido abrir una posibilidad para realizar un análisis sobre la constitucionalidad de las reformas a la Constitución. No obstante, la discusión lleva muchos años ocurriendo en la academia y supone un debate de corte técnico (y, por ende, en ocasiones profundamente aburrido para la clase política y la ciudadanía en general), no deja de ser significativo que esta alternativa jurídica encuentre resonancia en el actual contexto y casi de forma inmediata el oficialismo ha salido a descalificarla, llamándola “golpe de estado”, o incluso amenazando con llevar a juicio político a los ministros de la Corte.
Más allá de la polarización y la polémica cotidiana, queda claro que, aunque políticamente la decisión será muy complicada, su viabilidad jurídica dependerá exclusivamente de los 11 ministros y ministras. La cuestión será construir mayorías y argumentos suficientes para poder dotar de legitimidad el hecho de expulsar la reciente reforma judicial de la Constitución. Aunque los temas relativos al procedimiento legislativo ya han sido destacados como una de las vías para echar abajo la reforma, el escenario se torna cuesta arriba por un derecho que cada vez pierde más peso frente a la política.
Al momento en que han sido ignoradas distintas suspensiones otorgadas por múltiples jueces del país para que no entrara en vigor la reforma, tanto por el presidente de la República, por el Congreso de la Unión e incluso por el INE, la judicatura pierde relevancia y legitimidad frente a un poder político incontenible.
Ante todo esto salta la pregunta: ¿cuál será el papel de la ministra presidenta y del resto de los ministros e integrantes de los poderes judiciales durante este periodo? La respuesta debería ser la congruencia y la entereza. En estos difíciles momentos quienes integran la Suprema Corte aún son los guardianes de la Constitución y del estado de derecho.
En un México donde sale muchísimo más barato cambiar las leyes que cambiar la realidad, donde la retórica provoca que hasta los refranes populares tengan que resignificarse, uno de los mayores riesgos que conllevan los malos hábitos de nuestra clase política es mudar la forma sin trastocar el fondo, dejar que los días pasen y que un nuevo tema, otro escándalo o polémica hagan a las personas olvidar las promesas electorales y lo que exige el orden legal vigente.
Aun cuando el país esté siendo completamente moldeado a conveniencia de quienes creen que tener la mayoría también significa tener la razón, la labor que esperamos de nuestros jueces constitucionales es fungir, justamente, como poder contramayoritario en aras de salvaguardar el futuro. Ni más ni menos.
La labor que esperamos de nuestros jueces constitucionales es fungir como poder contramayoritario ante la reforma judicial.
Ocho integrantes de la Suprema Corte, que votaron a favor de analizar la reciente reforma judicial, revisarán la validez que trastocará la vida de miles de personas, empleados judiciales y los pilares del estado de derecho.
Aunque parece que madurar es darse cuenta de que los refranes nunca se equivocan, de vez en cuando emergen situaciones con implicaciones excepcionalmente imprevistas y de imperecederas consecuencias a lo largo del tiempo, desfondando por completo el conocimiento que postula la tradición y la sabiduría popular. Dicen que guerra avisada no mata soldados, pero los enfrentamientos entre el poder Ejecutivo y el Judicial, aunque llevan seis años gestándose, hicieron de la justicia su principal víctima.
Lo que hemos presenciado durante los últimos meses de la administración de Andrés Manuel López Obrador, simple y sencillamente, no tiene comparación con otro fin de sexenio en la historia contemporánea del México democrático ni existe aforismo que lo resuma y contenga.
Se podría decir que con la atropellada aprobación de ciertas iniciativas de reforma se ha pretendido cambiar por completo la Constitución, sin la necesidad de hacer formalmente una nueva Constitución. La modificación de aspectos fundamentales en la estructuración de uno de los poderes del Estado, así como la militarización de la Guardia Nacional, suponen un cambio de régimen, un terremoto constitucional de implicaciones todavía desconocidas, y en el que la incertidumbre es la palabra que guiará la dinámica entre poderes en los años venideros.
En concreto, las transformaciones normativas impulsadas por el oficialismo en materia de impartición de justicia son de tales magnitudes que su implementación institucional es aún desconocida. A continuación, y en aras de esbozar algunos escenarios a futuro, se presentan distintas reflexiones respecto a las impredecibles consecuencias en sus principales involucrados, tanto en sus derivaciones a largo plazo en la ciudadanía como en su impacto más inmediato en el personal que forma parte del sistema de justicia (aunque no precisamente se desempeñe como juzgador). A fin de cuentas, de lo que se trata es de intentar darle cuadratura a un círculo que parece ha destruido la racionalidad y congruencia que se espera del ámbito jurídico.
“No dejes para mañana lo que puedes hacer pasado mañana”
Antes que nada, habrá que recordar que la reforma judicial morenista ya entró en vigor y, si se pretende que realmente suceda lo que López Obrador y sus aliados no se cansaron de repetir durante el primer semestre de este año electoral y que sirvió como justificación para su impulso (que los jueces liberan criminales, que el poder judicial está podrido, que los jueces son una casta de privilegiados y corruptos, que ahora el pueblo tendrá mayor justicia al elegir a sus juzgadores), quizá es un buen momento para que, de una vez por todas, el poder en turno se tome en serio la Constitución y cumpla todo aquello que le prometió a sus simpatizantes.
Así, si la reforma judicial se concreta en la realidad con la legislación secundaria y la voluntad política de la nueva administración de Claudia Sheinbaum, la ciudadanía —los justiciables— solo podrá conocer en carne viva los deterioros de tales modificaciones constitucionales hasta que pase un tiempo considerable; es decir, cuando en el mediano y largo plazo las personas se percaten de que elegir a sus jueces no era la solución para salir de la crisis de injusticia e impunidad que acecha al país.
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Para sus seguidores será bastante triste advertir que todo cambió para que todo haya seguido exactamente igual, resignándose a aceptar que al expresidente López Obrador nunca le importó demasiado la justicia social, sino más bien emprender una cruzada contra sus adversarios políticos.
Mientras llega ese momento, Morena aprovecha la luna de miel con su electorado y gana tiempo a expensas de la certeza que comprende el ejercicio del derecho, alegando que muchas de las dudas y de las contradicciones de su reforma judicial serán solventadas con las posteriores modificaciones legislativas que le corresponden al Congreso de la Unión.
Si el pueblo es de memoria endeble y, por lo pronto, el objetivo político fue conseguido con creces (no importando que haya sido con la ayuda de la familia Yunes, o con la ausencia de un representante de Movimiento Ciudadano), qué mejor que dejar para mañana lo que se puede hacer mucho tiempo después. De cualquier forma, tal parece que la premisa morenista es apostar por seguir enredando y alejando un sistema de justicia ya de por sí bastante complejo y lejano para quien lo necesita.
El momento de transformar la justicia mexicana no es hoy ni tampoco mañana. López Obrador ha cumplido con cambiar la Constitución y ha condicionado a su sucesora en la Presidencia a que sea ella quien resuelva este entuerto. Porque quizá esa es la mayor decepción de esta reforma judicial, que se ha evidenciado no como un esfuerzo serio y diligente orientado a mejorar la experiencia de la justicia en las personas, sino como una oportunidad perdida, una decepción futura de un pueblo acostumbrado, sexenio tras sexenio, a la mediocridad de sus líderes.
Ahora bien, el proceso tan desaseado que implicó su aprobación no es inocente ni una cuestión menor, mucho menos algo que se pueda remediar en unos meses con algunos parches legislativos y otras cuantas indemnizaciones. Nada más errado. Baste decir que el daño estructural está hecho al haber perjudicado directamente y en lo inmediato a un sinfín de personas cruciales para el correcto funcionamiento de la justicia en México.
“Después de la tormenta no llega la calma”
Empleado para mantener el optimismo a flote frente a fracasos inesperados, el dicho popular que titula este apartado pretende aliviar cualquier catástrofe más allá del corto plazo. Así, independientemente del paso arrollador que haya dejado la tormenta judicial, no cabe dudar respecto a que el sol, tarde que temprano, siempre termina por salir para todos, aunque no alumbra a todos por igual.
Y es que para algunos las palabras de la clase política no se las llevará el viento ni serán contempladas como un mero agravio electoral. Paradójicamente, no solo serán los juzgadores que serán removidos durante los próximos dos años a quienes más les impacte la reforma en el corto plazo, sino también a todo un conglomerado de trabajadores judiciales de segundo rango, una amplia red de juristas que no necesariamente ejercen un rol protagónico en la toma de decisiones, pero que de cada uno de ellos depende por completo el aparato de justicia.
Pensar en los ministros, las magistradas y los jueces —las cerca de 7 000 personas juzgadoras tanto en lo federal como en lo local—, como las únicas y principales posiciones afectadas por la reforma judicial es tan erróneo como irresponsable. La idea de organizar desde cero un nuevo Poder Judicial, tal y como lo postula la Constitución vigente, envuelve por lo menos un par de factores por considerar desde una óptica colectiva e integral.
El primero es relativo a la fuga de equipos estables de trabajo con probada experiencia en el sistema, pues cuando muchos de los actuales jueces ya han expresado (con justa razón) que no se prestarán a participar en las elecciones populares para mantener ese mismo trabajo que se han ganado, o han renunciado o solicitado su jubilación anticipada ante el radical cambio de planes de vida que se les ha impuesto, queda claro que se provocará una desarticulación del funcionariado. De esa manera, las labores del personal jurisdiccional y administrativo se verán trastocadas por la llegada de nuevos superiores jerárquicos, implicando dilatadas curvas de aprendizaje, la indispensable generación de renovados vínculos de confianza y, sobre todo, el tratar de adecuarse a los nuevos criterios, estilos y formas de la persona que ejercerá su poder ante sus nuevos subordinados.
Cambiar solo las cabezas de los poderes judiciales no solo es ignorar cómo funcionan estos, sino menospreciar los roles de todas las personas que colaboran y soportan el sistema. No hay que ir muy lejos para ver qué fue lo que sucedió con el equipo del exministro Arturo Zaldívar cuando renunció a su cargo en la Suprema Corte y llegó en su lugar Lenia Batres. Antes que mantener ciertas dinámicas y evitar una fuga de algunos cuantos talentos, la nueva ministra les exigió no solo bajarse el sueldo sino adecuar sus criterios a la concepción que ella tiene de la justicia y, en caso de no hacerlo, sencillamente debían renunciar. Baste decir que hoy en día la autodenominada “ministra del pueblo” se encuentra muy lejos de alcanzar el número neto de resoluciones que tienen las demás ponencias durante este año, evidenciando su baja productividad al sentenciar. Si esto lo estamos viendo en tiempo real a nivel micro, que no nos sorprenda cuando a nivel macro los retrasos sean generalizados a causa de la fuga de conocimiento y experiencia en la judicatura.
El segundo factor es el relativo a las percepciones económicas, ya que, aunque el oficialismo ha insistido en que los derechos laborales (sueldos y prestaciones) del personal que trabaja en los poderes judiciales no se verán afectados por los recientes cambios constitucionales, lo cierto es que la incertidumbre es lo que prevalece. No solo es que desde inicios del sexenio anterior distintos funcionarios hayan interpuesto medios de defensa ante el propio Poder Judicial para evitar una reducción en sus salarios, sino que también, unos días después de la entrada en vigor de la reforma judicial, Morena presentó otra iniciativa de reforma ahora a la Ley Orgánica del Poder Judicial para insistir en que nadie que labore en esta instancia podrá contar con un salario mayor al del presidente de la República, y a la par se eliminaron las pensiones vitalicias de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
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Entre que son peras o son manzanas, la verdad es que todo puede pasar mientras no se conozcan las leyes secundarias que, en los próximos meses, supuestamente, expedirán nuestros representantes populares. En el inter, una persona que trabaje en el Poder Judicial no cuenta con la seguridad de que podrá tener el nivel de vida al que se había acostumbrado. La reciente experiencia con la reforma judicial a nivel constitucional sirve de ejemplo de cómo los propios morenistas no son de fiar por haber pactado escuchar a los disidentes, realizar modificaciones a partir de los foros de escucha realizados y, sobre todo, matizar algunos postulados. Siguiendo este orden de ideas, no se vale que funcionarios valiosos y comprometidos con la impartición de justicia, (que claramente no son todos, pero tampoco son excepciones) en cuestión de meses tengan que modificar por completo sus proyectos personales y profesionales gracias a los caprichos de una persona.
La combinación de estos dos factores concibe un escenario perfecto para la desarticulación de una fuerza laboral importante, cuyas labores forjaron algunos de los criterios jurídicos más solventes y congruentes para una sociedad democrática. Esta tormenta que recién acabó y que está por llegar con la legislación secundaria ha servido la mesa para que se vayan los mejores elementos de los poderes judiciales, y se queden aquellos que están dispuestos a soportar la politiquería y una visión improvisada de la justicia.
“La esperanza muere al último, pero sí muere”
Antes de que todo se pierda y el Poder Judicial deje de existir como fue ideado a lo largo de los últimos 30 años dentro de los esquemas que postulaba una democracia constitucional a la mexicana, algunos juristas han llamado la atención respecto a si la propia Suprema Corte podría declarar inconstitucional la reforma recién aprobada en materia judicial.
Ante este panorama, habrá que destacar que, apenas la semana pasada, 8 de los 11 ministros y ministras que integran al todavía máximo tribunal del país han decido abrir una posibilidad para realizar un análisis sobre la constitucionalidad de las reformas a la Constitución. No obstante, la discusión lleva muchos años ocurriendo en la academia y supone un debate de corte técnico (y, por ende, en ocasiones profundamente aburrido para la clase política y la ciudadanía en general), no deja de ser significativo que esta alternativa jurídica encuentre resonancia en el actual contexto y casi de forma inmediata el oficialismo ha salido a descalificarla, llamándola “golpe de estado”, o incluso amenazando con llevar a juicio político a los ministros de la Corte.
Más allá de la polarización y la polémica cotidiana, queda claro que, aunque políticamente la decisión será muy complicada, su viabilidad jurídica dependerá exclusivamente de los 11 ministros y ministras. La cuestión será construir mayorías y argumentos suficientes para poder dotar de legitimidad el hecho de expulsar la reciente reforma judicial de la Constitución. Aunque los temas relativos al procedimiento legislativo ya han sido destacados como una de las vías para echar abajo la reforma, el escenario se torna cuesta arriba por un derecho que cada vez pierde más peso frente a la política.
Al momento en que han sido ignoradas distintas suspensiones otorgadas por múltiples jueces del país para que no entrara en vigor la reforma, tanto por el presidente de la República, por el Congreso de la Unión e incluso por el INE, la judicatura pierde relevancia y legitimidad frente a un poder político incontenible.
Ante todo esto salta la pregunta: ¿cuál será el papel de la ministra presidenta y del resto de los ministros e integrantes de los poderes judiciales durante este periodo? La respuesta debería ser la congruencia y la entereza. En estos difíciles momentos quienes integran la Suprema Corte aún son los guardianes de la Constitución y del estado de derecho.
En un México donde sale muchísimo más barato cambiar las leyes que cambiar la realidad, donde la retórica provoca que hasta los refranes populares tengan que resignificarse, uno de los mayores riesgos que conllevan los malos hábitos de nuestra clase política es mudar la forma sin trastocar el fondo, dejar que los días pasen y que un nuevo tema, otro escándalo o polémica hagan a las personas olvidar las promesas electorales y lo que exige el orden legal vigente.
Aun cuando el país esté siendo completamente moldeado a conveniencia de quienes creen que tener la mayoría también significa tener la razón, la labor que esperamos de nuestros jueces constitucionales es fungir, justamente, como poder contramayoritario en aras de salvaguardar el futuro. Ni más ni menos.
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