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En busca del niño perdido

En busca del niño perdido

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
29
.
03
.
22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Mi abuelo llegó a México huyendo de lo que hoy es Ucrania. El pueblo donde nació se llamaba Kupel, pero hoy no existe más. Intenté reconstruir su historia y esto es lo que conseguí:

Una foto. Es todo lo que hay. La tomé de su buró cuando murió, ahí estaba siempre, resguardada debajo de un cristal. Vista pero silenciada, jamás se hablaba de los fantasmas plasmados en ella: una familia compuesta de papá, mamá y cinco hijos entre los dos y los doce años. Ni siquiera ubico cuál de ellos es mi abuelo.

Nací en Rusia, me decía, con esa erre gutural que sonaba más a una ge de gato. Mi zeide [1] hablaba raro. Estaba acostumbrada a ello. Pensaba que esa era la dicción normal de todos los abuelos, con las vocales volteadas. Boino, en vez de bueno. Voilo en vez de vuelo. El resto del mundo nadaba en una piscina o alberca, él se bañaba in tanque. Bajen in zaguán a jugar mit valón, nos decía a mis primos y a mí cuando nos notaba inquietos y mal portados.

Los sábados le gustaba salir a dar un paseyo por el Parque México, donde jugaba dominó con sus otros amigos viejitos. Los domingos, no perdonaba el baño de vapor en el deporgtive.

En los bolsillos de su saco siempre traía dulces, que repartía a la menor provocación. Sólo siendo adulta comprendí que los llevaba para contrarrestar el constante sabor amargo que asaltaba su boca, no por goloso.

Se peinaba de queso Oaxaca, con su escaso pelo atravesándole la mollera para disimular la calvicie. Creo que tenía una debilidad por mí, su primera nieta después de tres varones, ¿qué otra razón habría para que me dejara hacerle peinados chistosos con su mechón ralo y hasta ponerle moñitos?

Diario mi abuela le servía un vaso de té hirviendo. A gluz tei[2], le pedía, y más que su capacidad de ingerir el brebaje a una temperatura infernal, me llamaba la atención la extraña forma en que lo sujetaba; el dedo gordo en el borde superior del recipiente y el resto de la mano en la base inferior.

Manuel Waisser en 1965
Manuel Waisser en 1965

—¿Cómo era tu pueblo, zeide? —le preguntaba.

—Se llamaba Kupel. Éramos muy pobres. Y hacía mucho fríllo.

—¿Por eso te gusta dormir en gatkes[3], aunque aquí ya no haga frío?

Una tarjeta color sepia y desgastada me confirma que entró a México por el puerto de Veracruz en 1926. La encontró mi primo, quien se dedica a tramitar nacionalidades europeas a todo aquel que pueda avalar sus orígenes y, en sus ratos libres, es también cónsul de Lituania en México. Se mueve como pez en el agua en los archivos de Relaciones Exteriores, es una especie de detective del pasado.

Mi zeide Manuel, como le tropicalizaron el nombre a su llegada, se llamaba en realidad Meer. Con solo 15 años hizo el viaje en barco (alrededor de dos semanas en la infrahumana tercera clase) desde Europa oriental, hasta la exótica tierra de México, acompañado de un hermano dos años mayor, otro de escasos diez (del que prácticamente tendría que hacerse cargo), cero pesos en la bolsa y nulo español.

Cartilla identificación refugiado Ucrania
Cartilla de identificación del registro de extranjeros, emitida unos años después del ingreso de mi abuelo al país.

Nada de esto me sorprende, ni es información nueva. Pero entender las condiciones de su inmigración bajo una mirada adulta, les otorga otra dimensión: tres muchachitos desamparados, sin recursos, sin crianza, sin hogar; salvajes, pues.

Recuerdo que la caligrafía de mi zeide era incompresible, sus frases, plagadas de faltas de ortografía. Ahora caigo en cuenta que su única educación formal debió haber sido unos cuantos años en el jeder[4]. Y, sin embargo, para mí, era la persona más instruida, un caballero… salvo cuando, según cuenta mi papá, porque yo jamás le vi atisbo alguno de agresividad, lo agarraba a cinturonazos por sacar malas notas en el colegio. Y es que, tener una carrera universitaria no era opcional, sino una obligación moral y el único camino hacia una vida digna, advertía Manuel a mis tíos y a mi padre.

Zeide, ¿por qué te fuiste de Rusia?

—Había muchas gueras, pogroms, el zar era un antisemit.

—Dime algo en ruso.

—No recoirdo nada.

1926. Para cuando decidió huir, Manuel traía a cuestas la Primera Guerra Mundial, la caída del zarismo, la revolución bolchevique y el ascenso y muerte de Lenin, sin mencionar las hambrunas y ataques sistemáticos de cosacos.

Manuel Waisser con alrededor de veinte años
Manuel Waisser con alrededor de veinte años.

Recuerdo que cuando estudiábamos historia universal en la secundaria, no podía dejar de situar a mi abuelo dentro de dichos acontecimientos, en apariencia tan distantes y ajenos a mi realidad. ¿Habría tenido algún hermano mayor obligado a pelear en aquellos conflictos? ¿Quién de las mujeres del pueblo habría sido violada durante los habituales progroms?

Más adelante, al hablar sobre genética en clase de biología, me cayó el veinte del por qué de nuestro fenotipo blanco, de ojos claros y caucásico, cuando nuestro origen étnico en teoría es semita, es decir, de hebreos provenientes de Canaán. Ya no cabe duda, los judíos ashkenazitas[5] somos producto de mil años de mezcolanza con rusos y polacos, ya sea a manera de violación o de canitas al aire. De mi abuelo tengo el color de piel transparente y ojos verdosos, que no sobrevivirían una hora bajo el calor abrazador del desierto de Judea.

—Pero, si ya habían derrocado al zar. ¿Con los socialistas no pintaba mejor la situación?

—Los rojos eran peyor. Y luego vinieron di natzim.

Los nazis. El monstruo de mi infancia. El protagonista de mis pesadillas. Vendrían por nosotros. Nadie estaba seguro. Nadie se salvaría. Nos acarrearían a una plaza y de la nada, se materializarían francotiradores. Pum, pum, pum. Todos muertos. Sin escapatoria. No importaba que viviéramos en el D.F., muy apartados de Alemania y más lejos aún de la década de los cuarenta. La amenaza permanecía latente, vivita y coleando.

Foto familiar en Kupel, hoy Ucrania.
Única foto de la familia de mi abuelo, tomada en Kupel. (Supongo que mi abuelo es el niño grande parado entre los papás)

—¿Pero quiénes son los de la foto? —le pregunto a mi papá, muchos años después de que falleciera mi abuelo.

—No sé bien. Mi papá tenía muchos hermanos. La primera esposa de mi abuelo se murió. Al poco tiempo se volvió a casar. Tu zeide fue de la segunda camada, era de los pequeños.

—¿O sea que ya existían medios hermanos adultos cuando él nació?

—Sí, probablemente ya estarían casados y con sus propias familias. Quizás por eso se tuvieron que quedar allá.

El hombre que aparece en la foto, mi bisabuelo, viste indumentaria de principio del siglo XX, la gorra típica de trabajador humilde, largas barbas y ojos penetrantes. La bisabuela, un vestido oscuro recatado con cuello blanco y el pelo recogido. Intento buscarme un parecido con ellos. De ahí vengo, pero no encuentro ninguno.

A últimos tiempos, ha incrementado mi curiosidad por mi ascendencia. No sé si es porque el tiempo apremia y los de arriba se van yendo, llevándose consigo sus secretos y linaje.

Me propongo hacer un viaje para visitar los pueblos de mis cuatro abuelos: Kupel, Kutno, Drobin y Augustov, estos últimos tres, dentro de Polonia.

Busco en Google Maps. Todos aparecen, menos Kupel. No existe más. De hacerlo, estaría situado en la zona de Starokonstantinov, Ucrania, a unas cinco horas de Kyiv en auto. Manuel era ruso, pero nacido en Ucrania, cuando ambas regiones eran una y la misma. Entre que fueran peras o manzanas, en cuanto llegó a México y le fue posible, se despojó de su nacionalidad. Renunció a ella para ser cien por ciento mexicano, aunque la mitad de sus compatriotas no entendieran ni jota de lo que hablaba cuando les trataba de vender retazos de tela.

No puedo dejar de observar el puntito en el mapa cerca de Leópolis, que marca la localización del campo de exterminio Janowska, el que por cercanía le hubiera correspondido de haberse quedado en Europa. O eso me lleva a creer la geografía.

—¿Nunca regresaste a ver a tus papás, zeide?

—No se podía. No me dejaban entrar in Rusland[6].

—¿Les escribiste cartas?

—¿Quieres que te cante la canción de la chenita? ¿No quieres una kijele[7]?, las acaba de hacer tu bobe[8]. Cilia, traiga una galletita a Djékelin.

Mi zeide no sólo era incapaz de pronunciar correctamente el nombre de mi abuela Cecilia o el mío, guardaba otras verdades impronunciables.

Opto por ir a Polonia. Son tres abuelos polacos contra uno ruso-ucraniano. Además, viajar a este país resulta más práctico, pues ahora pertenece a la Unión Europea con todo lo que eso implica: pagos en euros, gentrificación, Starbucks y Zara si se extraña demasiado lo familiar y genérico. El aire cosmopolita ya ha permeado a Varsovia e incluso ha llegado hasta la pequeña Cracovia, localidad que aloja a Auschwitz-Birkanau. Después de tu tour por los campos de exterminio y concentración, es posible sentarte en un lindo cafecito con bebidas orgánicas y sándwiches de masa madre, en un barrio que no le pide nada a la Condesa, Le Marais, o Tribeca. A diferencia de Ucrania, queda poco de su pasado comunista, es decir, la estética jodida tremendista ha sido suplantada por arquitectura contemporánea, perviven sólo los suficientes guiños al pasado para alimentar el morbo occidental que nos ha inyectado el cine ochentero de Hollywood sobre la satánica Cortina de Hierro.

—¿Por qué no sabemos nada de la familia de mi zeide? —cuestiono a la persona cuya sangre me liga directamente a Manuel—. Es como si hubiera aparecido en este mundo por generación espontánea. La historia comienza con él y con los hermanos que huyeron y se establecieron entre México y Estados Unidos. Arriba de él no hay nadie.

—Se rompió el contacto. Eran muy complicadas las comunicaciones —justifica mi papá.

Me viene a la mente la historia del abuelo de mi esposo, también originario de Ucrania y con la misma narrativa que tantos otros inmigrantes judíos: vino a México solo y muy joven, dejando atrás a sus padres, a quienes, después de un tiempo, creyó muertos. En los años sesenta, empero, descubrió que su madre seguía viva en la Unión Soviética. Tomó un avión a pesar de su paranoia y terror de la KGB, y visitó a una señora que no había visto en cincuenta años y quien, a su vez, tuvo que creer en la buena fe de aquel hombre que decía ser su hijo, porque, al haberlo dejado de ver cuando niño, no lo reconocía en lo absoluto.

—¿Nunca te dio curiosidad preguntarle sobre tus abuelos? —insisto.

—No se hablaba del tema —remata mi papá.

Conozco los relatos familiares de mis otros abuelos; quién vino, quién se quedó, qué fue de los parientes. Tienen nombres, profesiones, personalidades. Sólo el de mi zeide Manuel permanece un enigma.

A falta de información, me imagino que mi bisabuelo era lechero, como el Tevie de Sholem Aleijem, y que Kupel era igual de pintoresco que Anatevka. No tengo nada más con qué proceder para crearme una idea clara de su vida en Ucrania. Me divierte fantasear con el violinista del pueblo, balanceándose sobre los tejados, amenizando a los habitantes de Kupel con sus melancólicas melodías. Me encantaría pensar que el bisabuelo, de quien ni siquiera conozco el nombre, compartía el sardónico sentido del humor de Tevie. El semblante sombrío de la foto, sin embargo, me indica lo contrario.

Hacer un viaje a Polonia y no recorrer la ruta de los campos de concentración es un sacrilegio para todo judío. Más, cuando los panteones locales están llenos de tus antepasados.

Auschwitz es un campo-museo impactante, por su tamaño, por el material histórico que aloja, por los horrores que aún se filtran en el éter. Es un hermoso día de primavera. El clima es inmejorable y el verdor deleita las pupilas. Hay jóvenes madres paseando a sus bebés en carriolas por los vastos campos. No se engañen, nos advierte nuestro guía, están parados en medio del mismísimo infierno.

Recorremos cada rincón. Cada paso nos va deformando un poco el rostro. Cada hallazgo es un gancho al hígado. Dentro de la cámara de gas, el guía nos encierra unos segundos, quizás por un torcido sentido del humor, quizás para darnos la experiencia más vivencial posible.

Después de ver zapatos, pelo, lentes y cualquier cantidad de objetos, llegamos a la biblioteca, que aloja tomos gigantescos llenos de nombres. Ahí es posible enterarse cuál fue el triste desenlace de alguna persona en específico. Busco en la letra W. A saber cómo escribían el apellido en Ucrania. Estoy segura que, así como las autoridades migratorias mexicanas se tomaron licencia poética con el nombre de pila de mi abuelo, también con la forma de escribir el apellido.

No encuentro lo que busco, porque el lugar de origen de los varios Waisser/Weiser/Wajzer que ahí aparecen, no coincide con el de mis antepasados.

Si ni el museo de Auschwitz o la fundación Yad Vashem, con sus vastos archivos y equipos de investigación, han podido averiguar qué fue de los bisabuelos, por qué pensaría que Manuel iba a saberlo.

Zeide, ¿no extrañas Rusia?

—No mijita, yo soy mexicaner.

—¿Ni a tus papás? —señalo la foto del buró.

Mira la imagen por millonésima vez. Sus ojos están vidriosos. Pero así los tiene siempre. Encima, uno de ellos está entrecerrado por una operación de catarata mal realizada y, además, usa lentes de fondo de botella. Me voltea a ver. Su ojo bueno se ve acuoso, del color de un río eslavo.

-Fuey hace mucho tiempo. Mi mishpoje[9] está aquí, son ustedes.

Jacqueline y Manuel Waisser
Mi abuelo y yo, con un año de edad.

Kupel. Agosto de 1942. 100 hombres judíos son hacinados y encerrados en una bodega del mercado local. Testigos afirman que el recinto está lleno de piso a techo. A la mañana siguiente todos están muertos. Se improvisa una fosa común al lado del molino del pueblo. A los pocos días, el hedor es tan insoportable, que los cuerpos son exhumados y enterrados en el cementerio judío.

Kupel. Yom Kipur, 21 de septiembre de 1942. El ejército alemán, auxiliado por la policía ucraniana, apresa a aproximadamente 600 personas sin importar sexo o edad (testigos refieren más bien una cifra en los miles). Son llevados a un desfiladero detrás de la fábrica de ladrillos del pueblo vecino, Volochisk, donde se les dispara en el acto. Los cuerpos caen en un pozo previamente cavado. Los que no alcanzaron a morir, son enterrados vivos.

Los siguientes días, los alemanes regresan a Kupel para cerciorarse que no quede nadie. Los judíos que lograron esconderse son descubiertos, acarreados al cementerio y asesinados ahí mismo. Todas las propiedades son destruidas o expoliadas. No queda rastro de la comunidad judía en Kupel.

24 de febrero, 2022. Rusia comienza la invasión militar sobre Ucrania. La historia se repite. No porque esta frase sea un cliché, resulta menos cierta. Las circunstancias serán distintas, pero en el recuento de los daños (que aún desconocemos), la destrucción, la carencia, la desesperanza, el desplazamiento y la muerte pasarán a checar tarjeta.

El éxodo ya ha comenzado. Se habla de 3 millones de refugiados pidiendo asilo. Me pregunto cuáles de ellos regresarán a sus hogares. ¿Quedaran de pie sus pueblos o serán aplastados por los bombardeos?, ¿cuántos pequeños tendrán que hacerse de una nueva identidad cultural en países distintos al de su origen? Conforme rehagan su vida en otras latitudes, ¿querrán recordar?, ¿se volverán a reunir las familias separadas?, ¿habrá una nueva generación de niños perdidos?

Si bien es cierto que el mundo ya es otro y que, gracias a la globalización y a la tecnología, las comunicaciones son bastante más eficientes que a principios del siglo pasado, el problema sigue siendo que, con los muertos (800 civiles, más 3000 soldados aproximadamente… y contando), es imposible reconectar.

[1] Abuelo (idish).

[2] Un vaso de té (idish).

[3] Ropa interior térmica de invierno (idish).

[4] Pequeña escuela donde se enseñaba la Torah.

[5] Provenientes de la región de Alsacia-Lorena y Renania (frontera con Francia, Bélgica, Luxemburgo y Países Bajos), que emigraron a Europa del Este al finalizar las Cruzadas.

[6] Rusia (idish).

[7] Galletita (idish).

[8] Abuela (idish).

[9] Familia (idish).

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En busca del niño perdido

En busca del niño perdido

Texto de
Fotografía de
Realización de
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Traducción de
29
.
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AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Mi abuelo llegó a México huyendo de lo que hoy es Ucrania. El pueblo donde nació se llamaba Kupel, pero hoy no existe más. Intenté reconstruir su historia y esto es lo que conseguí:

Una foto. Es todo lo que hay. La tomé de su buró cuando murió, ahí estaba siempre, resguardada debajo de un cristal. Vista pero silenciada, jamás se hablaba de los fantasmas plasmados en ella: una familia compuesta de papá, mamá y cinco hijos entre los dos y los doce años. Ni siquiera ubico cuál de ellos es mi abuelo.

Nací en Rusia, me decía, con esa erre gutural que sonaba más a una ge de gato. Mi zeide [1] hablaba raro. Estaba acostumbrada a ello. Pensaba que esa era la dicción normal de todos los abuelos, con las vocales volteadas. Boino, en vez de bueno. Voilo en vez de vuelo. El resto del mundo nadaba en una piscina o alberca, él se bañaba in tanque. Bajen in zaguán a jugar mit valón, nos decía a mis primos y a mí cuando nos notaba inquietos y mal portados.

Los sábados le gustaba salir a dar un paseyo por el Parque México, donde jugaba dominó con sus otros amigos viejitos. Los domingos, no perdonaba el baño de vapor en el deporgtive.

En los bolsillos de su saco siempre traía dulces, que repartía a la menor provocación. Sólo siendo adulta comprendí que los llevaba para contrarrestar el constante sabor amargo que asaltaba su boca, no por goloso.

Se peinaba de queso Oaxaca, con su escaso pelo atravesándole la mollera para disimular la calvicie. Creo que tenía una debilidad por mí, su primera nieta después de tres varones, ¿qué otra razón habría para que me dejara hacerle peinados chistosos con su mechón ralo y hasta ponerle moñitos?

Diario mi abuela le servía un vaso de té hirviendo. A gluz tei[2], le pedía, y más que su capacidad de ingerir el brebaje a una temperatura infernal, me llamaba la atención la extraña forma en que lo sujetaba; el dedo gordo en el borde superior del recipiente y el resto de la mano en la base inferior.

Manuel Waisser en 1965
Manuel Waisser en 1965

—¿Cómo era tu pueblo, zeide? —le preguntaba.

—Se llamaba Kupel. Éramos muy pobres. Y hacía mucho fríllo.

—¿Por eso te gusta dormir en gatkes[3], aunque aquí ya no haga frío?

Una tarjeta color sepia y desgastada me confirma que entró a México por el puerto de Veracruz en 1926. La encontró mi primo, quien se dedica a tramitar nacionalidades europeas a todo aquel que pueda avalar sus orígenes y, en sus ratos libres, es también cónsul de Lituania en México. Se mueve como pez en el agua en los archivos de Relaciones Exteriores, es una especie de detective del pasado.

Mi zeide Manuel, como le tropicalizaron el nombre a su llegada, se llamaba en realidad Meer. Con solo 15 años hizo el viaje en barco (alrededor de dos semanas en la infrahumana tercera clase) desde Europa oriental, hasta la exótica tierra de México, acompañado de un hermano dos años mayor, otro de escasos diez (del que prácticamente tendría que hacerse cargo), cero pesos en la bolsa y nulo español.

Cartilla identificación refugiado Ucrania
Cartilla de identificación del registro de extranjeros, emitida unos años después del ingreso de mi abuelo al país.

Nada de esto me sorprende, ni es información nueva. Pero entender las condiciones de su inmigración bajo una mirada adulta, les otorga otra dimensión: tres muchachitos desamparados, sin recursos, sin crianza, sin hogar; salvajes, pues.

Recuerdo que la caligrafía de mi zeide era incompresible, sus frases, plagadas de faltas de ortografía. Ahora caigo en cuenta que su única educación formal debió haber sido unos cuantos años en el jeder[4]. Y, sin embargo, para mí, era la persona más instruida, un caballero… salvo cuando, según cuenta mi papá, porque yo jamás le vi atisbo alguno de agresividad, lo agarraba a cinturonazos por sacar malas notas en el colegio. Y es que, tener una carrera universitaria no era opcional, sino una obligación moral y el único camino hacia una vida digna, advertía Manuel a mis tíos y a mi padre.

Zeide, ¿por qué te fuiste de Rusia?

—Había muchas gueras, pogroms, el zar era un antisemit.

—Dime algo en ruso.

—No recoirdo nada.

1926. Para cuando decidió huir, Manuel traía a cuestas la Primera Guerra Mundial, la caída del zarismo, la revolución bolchevique y el ascenso y muerte de Lenin, sin mencionar las hambrunas y ataques sistemáticos de cosacos.

Manuel Waisser con alrededor de veinte años
Manuel Waisser con alrededor de veinte años.

Recuerdo que cuando estudiábamos historia universal en la secundaria, no podía dejar de situar a mi abuelo dentro de dichos acontecimientos, en apariencia tan distantes y ajenos a mi realidad. ¿Habría tenido algún hermano mayor obligado a pelear en aquellos conflictos? ¿Quién de las mujeres del pueblo habría sido violada durante los habituales progroms?

Más adelante, al hablar sobre genética en clase de biología, me cayó el veinte del por qué de nuestro fenotipo blanco, de ojos claros y caucásico, cuando nuestro origen étnico en teoría es semita, es decir, de hebreos provenientes de Canaán. Ya no cabe duda, los judíos ashkenazitas[5] somos producto de mil años de mezcolanza con rusos y polacos, ya sea a manera de violación o de canitas al aire. De mi abuelo tengo el color de piel transparente y ojos verdosos, que no sobrevivirían una hora bajo el calor abrazador del desierto de Judea.

—Pero, si ya habían derrocado al zar. ¿Con los socialistas no pintaba mejor la situación?

—Los rojos eran peyor. Y luego vinieron di natzim.

Los nazis. El monstruo de mi infancia. El protagonista de mis pesadillas. Vendrían por nosotros. Nadie estaba seguro. Nadie se salvaría. Nos acarrearían a una plaza y de la nada, se materializarían francotiradores. Pum, pum, pum. Todos muertos. Sin escapatoria. No importaba que viviéramos en el D.F., muy apartados de Alemania y más lejos aún de la década de los cuarenta. La amenaza permanecía latente, vivita y coleando.

Foto familiar en Kupel, hoy Ucrania.
Única foto de la familia de mi abuelo, tomada en Kupel. (Supongo que mi abuelo es el niño grande parado entre los papás)

—¿Pero quiénes son los de la foto? —le pregunto a mi papá, muchos años después de que falleciera mi abuelo.

—No sé bien. Mi papá tenía muchos hermanos. La primera esposa de mi abuelo se murió. Al poco tiempo se volvió a casar. Tu zeide fue de la segunda camada, era de los pequeños.

—¿O sea que ya existían medios hermanos adultos cuando él nació?

—Sí, probablemente ya estarían casados y con sus propias familias. Quizás por eso se tuvieron que quedar allá.

El hombre que aparece en la foto, mi bisabuelo, viste indumentaria de principio del siglo XX, la gorra típica de trabajador humilde, largas barbas y ojos penetrantes. La bisabuela, un vestido oscuro recatado con cuello blanco y el pelo recogido. Intento buscarme un parecido con ellos. De ahí vengo, pero no encuentro ninguno.

A últimos tiempos, ha incrementado mi curiosidad por mi ascendencia. No sé si es porque el tiempo apremia y los de arriba se van yendo, llevándose consigo sus secretos y linaje.

Me propongo hacer un viaje para visitar los pueblos de mis cuatro abuelos: Kupel, Kutno, Drobin y Augustov, estos últimos tres, dentro de Polonia.

Busco en Google Maps. Todos aparecen, menos Kupel. No existe más. De hacerlo, estaría situado en la zona de Starokonstantinov, Ucrania, a unas cinco horas de Kyiv en auto. Manuel era ruso, pero nacido en Ucrania, cuando ambas regiones eran una y la misma. Entre que fueran peras o manzanas, en cuanto llegó a México y le fue posible, se despojó de su nacionalidad. Renunció a ella para ser cien por ciento mexicano, aunque la mitad de sus compatriotas no entendieran ni jota de lo que hablaba cuando les trataba de vender retazos de tela.

No puedo dejar de observar el puntito en el mapa cerca de Leópolis, que marca la localización del campo de exterminio Janowska, el que por cercanía le hubiera correspondido de haberse quedado en Europa. O eso me lleva a creer la geografía.

—¿Nunca regresaste a ver a tus papás, zeide?

—No se podía. No me dejaban entrar in Rusland[6].

—¿Les escribiste cartas?

—¿Quieres que te cante la canción de la chenita? ¿No quieres una kijele[7]?, las acaba de hacer tu bobe[8]. Cilia, traiga una galletita a Djékelin.

Mi zeide no sólo era incapaz de pronunciar correctamente el nombre de mi abuela Cecilia o el mío, guardaba otras verdades impronunciables.

Opto por ir a Polonia. Son tres abuelos polacos contra uno ruso-ucraniano. Además, viajar a este país resulta más práctico, pues ahora pertenece a la Unión Europea con todo lo que eso implica: pagos en euros, gentrificación, Starbucks y Zara si se extraña demasiado lo familiar y genérico. El aire cosmopolita ya ha permeado a Varsovia e incluso ha llegado hasta la pequeña Cracovia, localidad que aloja a Auschwitz-Birkanau. Después de tu tour por los campos de exterminio y concentración, es posible sentarte en un lindo cafecito con bebidas orgánicas y sándwiches de masa madre, en un barrio que no le pide nada a la Condesa, Le Marais, o Tribeca. A diferencia de Ucrania, queda poco de su pasado comunista, es decir, la estética jodida tremendista ha sido suplantada por arquitectura contemporánea, perviven sólo los suficientes guiños al pasado para alimentar el morbo occidental que nos ha inyectado el cine ochentero de Hollywood sobre la satánica Cortina de Hierro.

—¿Por qué no sabemos nada de la familia de mi zeide? —cuestiono a la persona cuya sangre me liga directamente a Manuel—. Es como si hubiera aparecido en este mundo por generación espontánea. La historia comienza con él y con los hermanos que huyeron y se establecieron entre México y Estados Unidos. Arriba de él no hay nadie.

—Se rompió el contacto. Eran muy complicadas las comunicaciones —justifica mi papá.

Me viene a la mente la historia del abuelo de mi esposo, también originario de Ucrania y con la misma narrativa que tantos otros inmigrantes judíos: vino a México solo y muy joven, dejando atrás a sus padres, a quienes, después de un tiempo, creyó muertos. En los años sesenta, empero, descubrió que su madre seguía viva en la Unión Soviética. Tomó un avión a pesar de su paranoia y terror de la KGB, y visitó a una señora que no había visto en cincuenta años y quien, a su vez, tuvo que creer en la buena fe de aquel hombre que decía ser su hijo, porque, al haberlo dejado de ver cuando niño, no lo reconocía en lo absoluto.

—¿Nunca te dio curiosidad preguntarle sobre tus abuelos? —insisto.

—No se hablaba del tema —remata mi papá.

Conozco los relatos familiares de mis otros abuelos; quién vino, quién se quedó, qué fue de los parientes. Tienen nombres, profesiones, personalidades. Sólo el de mi zeide Manuel permanece un enigma.

A falta de información, me imagino que mi bisabuelo era lechero, como el Tevie de Sholem Aleijem, y que Kupel era igual de pintoresco que Anatevka. No tengo nada más con qué proceder para crearme una idea clara de su vida en Ucrania. Me divierte fantasear con el violinista del pueblo, balanceándose sobre los tejados, amenizando a los habitantes de Kupel con sus melancólicas melodías. Me encantaría pensar que el bisabuelo, de quien ni siquiera conozco el nombre, compartía el sardónico sentido del humor de Tevie. El semblante sombrío de la foto, sin embargo, me indica lo contrario.

Hacer un viaje a Polonia y no recorrer la ruta de los campos de concentración es un sacrilegio para todo judío. Más, cuando los panteones locales están llenos de tus antepasados.

Auschwitz es un campo-museo impactante, por su tamaño, por el material histórico que aloja, por los horrores que aún se filtran en el éter. Es un hermoso día de primavera. El clima es inmejorable y el verdor deleita las pupilas. Hay jóvenes madres paseando a sus bebés en carriolas por los vastos campos. No se engañen, nos advierte nuestro guía, están parados en medio del mismísimo infierno.

Recorremos cada rincón. Cada paso nos va deformando un poco el rostro. Cada hallazgo es un gancho al hígado. Dentro de la cámara de gas, el guía nos encierra unos segundos, quizás por un torcido sentido del humor, quizás para darnos la experiencia más vivencial posible.

Después de ver zapatos, pelo, lentes y cualquier cantidad de objetos, llegamos a la biblioteca, que aloja tomos gigantescos llenos de nombres. Ahí es posible enterarse cuál fue el triste desenlace de alguna persona en específico. Busco en la letra W. A saber cómo escribían el apellido en Ucrania. Estoy segura que, así como las autoridades migratorias mexicanas se tomaron licencia poética con el nombre de pila de mi abuelo, también con la forma de escribir el apellido.

No encuentro lo que busco, porque el lugar de origen de los varios Waisser/Weiser/Wajzer que ahí aparecen, no coincide con el de mis antepasados.

Si ni el museo de Auschwitz o la fundación Yad Vashem, con sus vastos archivos y equipos de investigación, han podido averiguar qué fue de los bisabuelos, por qué pensaría que Manuel iba a saberlo.

Zeide, ¿no extrañas Rusia?

—No mijita, yo soy mexicaner.

—¿Ni a tus papás? —señalo la foto del buró.

Mira la imagen por millonésima vez. Sus ojos están vidriosos. Pero así los tiene siempre. Encima, uno de ellos está entrecerrado por una operación de catarata mal realizada y, además, usa lentes de fondo de botella. Me voltea a ver. Su ojo bueno se ve acuoso, del color de un río eslavo.

-Fuey hace mucho tiempo. Mi mishpoje[9] está aquí, son ustedes.

Jacqueline y Manuel Waisser
Mi abuelo y yo, con un año de edad.

Kupel. Agosto de 1942. 100 hombres judíos son hacinados y encerrados en una bodega del mercado local. Testigos afirman que el recinto está lleno de piso a techo. A la mañana siguiente todos están muertos. Se improvisa una fosa común al lado del molino del pueblo. A los pocos días, el hedor es tan insoportable, que los cuerpos son exhumados y enterrados en el cementerio judío.

Kupel. Yom Kipur, 21 de septiembre de 1942. El ejército alemán, auxiliado por la policía ucraniana, apresa a aproximadamente 600 personas sin importar sexo o edad (testigos refieren más bien una cifra en los miles). Son llevados a un desfiladero detrás de la fábrica de ladrillos del pueblo vecino, Volochisk, donde se les dispara en el acto. Los cuerpos caen en un pozo previamente cavado. Los que no alcanzaron a morir, son enterrados vivos.

Los siguientes días, los alemanes regresan a Kupel para cerciorarse que no quede nadie. Los judíos que lograron esconderse son descubiertos, acarreados al cementerio y asesinados ahí mismo. Todas las propiedades son destruidas o expoliadas. No queda rastro de la comunidad judía en Kupel.

24 de febrero, 2022. Rusia comienza la invasión militar sobre Ucrania. La historia se repite. No porque esta frase sea un cliché, resulta menos cierta. Las circunstancias serán distintas, pero en el recuento de los daños (que aún desconocemos), la destrucción, la carencia, la desesperanza, el desplazamiento y la muerte pasarán a checar tarjeta.

El éxodo ya ha comenzado. Se habla de 3 millones de refugiados pidiendo asilo. Me pregunto cuáles de ellos regresarán a sus hogares. ¿Quedaran de pie sus pueblos o serán aplastados por los bombardeos?, ¿cuántos pequeños tendrán que hacerse de una nueva identidad cultural en países distintos al de su origen? Conforme rehagan su vida en otras latitudes, ¿querrán recordar?, ¿se volverán a reunir las familias separadas?, ¿habrá una nueva generación de niños perdidos?

Si bien es cierto que el mundo ya es otro y que, gracias a la globalización y a la tecnología, las comunicaciones son bastante más eficientes que a principios del siglo pasado, el problema sigue siendo que, con los muertos (800 civiles, más 3000 soldados aproximadamente… y contando), es imposible reconectar.

[1] Abuelo (idish).

[2] Un vaso de té (idish).

[3] Ropa interior térmica de invierno (idish).

[4] Pequeña escuela donde se enseñaba la Torah.

[5] Provenientes de la región de Alsacia-Lorena y Renania (frontera con Francia, Bélgica, Luxemburgo y Países Bajos), que emigraron a Europa del Este al finalizar las Cruzadas.

[6] Rusia (idish).

[7] Galletita (idish).

[8] Abuela (idish).

[9] Familia (idish).

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En busca del niño perdido

En busca del niño perdido

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
29
.
03
.
22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Mi abuelo llegó a México huyendo de lo que hoy es Ucrania. El pueblo donde nació se llamaba Kupel, pero hoy no existe más. Intenté reconstruir su historia y esto es lo que conseguí:

Una foto. Es todo lo que hay. La tomé de su buró cuando murió, ahí estaba siempre, resguardada debajo de un cristal. Vista pero silenciada, jamás se hablaba de los fantasmas plasmados en ella: una familia compuesta de papá, mamá y cinco hijos entre los dos y los doce años. Ni siquiera ubico cuál de ellos es mi abuelo.

Nací en Rusia, me decía, con esa erre gutural que sonaba más a una ge de gato. Mi zeide [1] hablaba raro. Estaba acostumbrada a ello. Pensaba que esa era la dicción normal de todos los abuelos, con las vocales volteadas. Boino, en vez de bueno. Voilo en vez de vuelo. El resto del mundo nadaba en una piscina o alberca, él se bañaba in tanque. Bajen in zaguán a jugar mit valón, nos decía a mis primos y a mí cuando nos notaba inquietos y mal portados.

Los sábados le gustaba salir a dar un paseyo por el Parque México, donde jugaba dominó con sus otros amigos viejitos. Los domingos, no perdonaba el baño de vapor en el deporgtive.

En los bolsillos de su saco siempre traía dulces, que repartía a la menor provocación. Sólo siendo adulta comprendí que los llevaba para contrarrestar el constante sabor amargo que asaltaba su boca, no por goloso.

Se peinaba de queso Oaxaca, con su escaso pelo atravesándole la mollera para disimular la calvicie. Creo que tenía una debilidad por mí, su primera nieta después de tres varones, ¿qué otra razón habría para que me dejara hacerle peinados chistosos con su mechón ralo y hasta ponerle moñitos?

Diario mi abuela le servía un vaso de té hirviendo. A gluz tei[2], le pedía, y más que su capacidad de ingerir el brebaje a una temperatura infernal, me llamaba la atención la extraña forma en que lo sujetaba; el dedo gordo en el borde superior del recipiente y el resto de la mano en la base inferior.

Manuel Waisser en 1965
Manuel Waisser en 1965

—¿Cómo era tu pueblo, zeide? —le preguntaba.

—Se llamaba Kupel. Éramos muy pobres. Y hacía mucho fríllo.

—¿Por eso te gusta dormir en gatkes[3], aunque aquí ya no haga frío?

Una tarjeta color sepia y desgastada me confirma que entró a México por el puerto de Veracruz en 1926. La encontró mi primo, quien se dedica a tramitar nacionalidades europeas a todo aquel que pueda avalar sus orígenes y, en sus ratos libres, es también cónsul de Lituania en México. Se mueve como pez en el agua en los archivos de Relaciones Exteriores, es una especie de detective del pasado.

Mi zeide Manuel, como le tropicalizaron el nombre a su llegada, se llamaba en realidad Meer. Con solo 15 años hizo el viaje en barco (alrededor de dos semanas en la infrahumana tercera clase) desde Europa oriental, hasta la exótica tierra de México, acompañado de un hermano dos años mayor, otro de escasos diez (del que prácticamente tendría que hacerse cargo), cero pesos en la bolsa y nulo español.

Cartilla identificación refugiado Ucrania
Cartilla de identificación del registro de extranjeros, emitida unos años después del ingreso de mi abuelo al país.

Nada de esto me sorprende, ni es información nueva. Pero entender las condiciones de su inmigración bajo una mirada adulta, les otorga otra dimensión: tres muchachitos desamparados, sin recursos, sin crianza, sin hogar; salvajes, pues.

Recuerdo que la caligrafía de mi zeide era incompresible, sus frases, plagadas de faltas de ortografía. Ahora caigo en cuenta que su única educación formal debió haber sido unos cuantos años en el jeder[4]. Y, sin embargo, para mí, era la persona más instruida, un caballero… salvo cuando, según cuenta mi papá, porque yo jamás le vi atisbo alguno de agresividad, lo agarraba a cinturonazos por sacar malas notas en el colegio. Y es que, tener una carrera universitaria no era opcional, sino una obligación moral y el único camino hacia una vida digna, advertía Manuel a mis tíos y a mi padre.

Zeide, ¿por qué te fuiste de Rusia?

—Había muchas gueras, pogroms, el zar era un antisemit.

—Dime algo en ruso.

—No recoirdo nada.

1926. Para cuando decidió huir, Manuel traía a cuestas la Primera Guerra Mundial, la caída del zarismo, la revolución bolchevique y el ascenso y muerte de Lenin, sin mencionar las hambrunas y ataques sistemáticos de cosacos.

Manuel Waisser con alrededor de veinte años
Manuel Waisser con alrededor de veinte años.

Recuerdo que cuando estudiábamos historia universal en la secundaria, no podía dejar de situar a mi abuelo dentro de dichos acontecimientos, en apariencia tan distantes y ajenos a mi realidad. ¿Habría tenido algún hermano mayor obligado a pelear en aquellos conflictos? ¿Quién de las mujeres del pueblo habría sido violada durante los habituales progroms?

Más adelante, al hablar sobre genética en clase de biología, me cayó el veinte del por qué de nuestro fenotipo blanco, de ojos claros y caucásico, cuando nuestro origen étnico en teoría es semita, es decir, de hebreos provenientes de Canaán. Ya no cabe duda, los judíos ashkenazitas[5] somos producto de mil años de mezcolanza con rusos y polacos, ya sea a manera de violación o de canitas al aire. De mi abuelo tengo el color de piel transparente y ojos verdosos, que no sobrevivirían una hora bajo el calor abrazador del desierto de Judea.

—Pero, si ya habían derrocado al zar. ¿Con los socialistas no pintaba mejor la situación?

—Los rojos eran peyor. Y luego vinieron di natzim.

Los nazis. El monstruo de mi infancia. El protagonista de mis pesadillas. Vendrían por nosotros. Nadie estaba seguro. Nadie se salvaría. Nos acarrearían a una plaza y de la nada, se materializarían francotiradores. Pum, pum, pum. Todos muertos. Sin escapatoria. No importaba que viviéramos en el D.F., muy apartados de Alemania y más lejos aún de la década de los cuarenta. La amenaza permanecía latente, vivita y coleando.

Foto familiar en Kupel, hoy Ucrania.
Única foto de la familia de mi abuelo, tomada en Kupel. (Supongo que mi abuelo es el niño grande parado entre los papás)

—¿Pero quiénes son los de la foto? —le pregunto a mi papá, muchos años después de que falleciera mi abuelo.

—No sé bien. Mi papá tenía muchos hermanos. La primera esposa de mi abuelo se murió. Al poco tiempo se volvió a casar. Tu zeide fue de la segunda camada, era de los pequeños.

—¿O sea que ya existían medios hermanos adultos cuando él nació?

—Sí, probablemente ya estarían casados y con sus propias familias. Quizás por eso se tuvieron que quedar allá.

El hombre que aparece en la foto, mi bisabuelo, viste indumentaria de principio del siglo XX, la gorra típica de trabajador humilde, largas barbas y ojos penetrantes. La bisabuela, un vestido oscuro recatado con cuello blanco y el pelo recogido. Intento buscarme un parecido con ellos. De ahí vengo, pero no encuentro ninguno.

A últimos tiempos, ha incrementado mi curiosidad por mi ascendencia. No sé si es porque el tiempo apremia y los de arriba se van yendo, llevándose consigo sus secretos y linaje.

Me propongo hacer un viaje para visitar los pueblos de mis cuatro abuelos: Kupel, Kutno, Drobin y Augustov, estos últimos tres, dentro de Polonia.

Busco en Google Maps. Todos aparecen, menos Kupel. No existe más. De hacerlo, estaría situado en la zona de Starokonstantinov, Ucrania, a unas cinco horas de Kyiv en auto. Manuel era ruso, pero nacido en Ucrania, cuando ambas regiones eran una y la misma. Entre que fueran peras o manzanas, en cuanto llegó a México y le fue posible, se despojó de su nacionalidad. Renunció a ella para ser cien por ciento mexicano, aunque la mitad de sus compatriotas no entendieran ni jota de lo que hablaba cuando les trataba de vender retazos de tela.

No puedo dejar de observar el puntito en el mapa cerca de Leópolis, que marca la localización del campo de exterminio Janowska, el que por cercanía le hubiera correspondido de haberse quedado en Europa. O eso me lleva a creer la geografía.

—¿Nunca regresaste a ver a tus papás, zeide?

—No se podía. No me dejaban entrar in Rusland[6].

—¿Les escribiste cartas?

—¿Quieres que te cante la canción de la chenita? ¿No quieres una kijele[7]?, las acaba de hacer tu bobe[8]. Cilia, traiga una galletita a Djékelin.

Mi zeide no sólo era incapaz de pronunciar correctamente el nombre de mi abuela Cecilia o el mío, guardaba otras verdades impronunciables.

Opto por ir a Polonia. Son tres abuelos polacos contra uno ruso-ucraniano. Además, viajar a este país resulta más práctico, pues ahora pertenece a la Unión Europea con todo lo que eso implica: pagos en euros, gentrificación, Starbucks y Zara si se extraña demasiado lo familiar y genérico. El aire cosmopolita ya ha permeado a Varsovia e incluso ha llegado hasta la pequeña Cracovia, localidad que aloja a Auschwitz-Birkanau. Después de tu tour por los campos de exterminio y concentración, es posible sentarte en un lindo cafecito con bebidas orgánicas y sándwiches de masa madre, en un barrio que no le pide nada a la Condesa, Le Marais, o Tribeca. A diferencia de Ucrania, queda poco de su pasado comunista, es decir, la estética jodida tremendista ha sido suplantada por arquitectura contemporánea, perviven sólo los suficientes guiños al pasado para alimentar el morbo occidental que nos ha inyectado el cine ochentero de Hollywood sobre la satánica Cortina de Hierro.

—¿Por qué no sabemos nada de la familia de mi zeide? —cuestiono a la persona cuya sangre me liga directamente a Manuel—. Es como si hubiera aparecido en este mundo por generación espontánea. La historia comienza con él y con los hermanos que huyeron y se establecieron entre México y Estados Unidos. Arriba de él no hay nadie.

—Se rompió el contacto. Eran muy complicadas las comunicaciones —justifica mi papá.

Me viene a la mente la historia del abuelo de mi esposo, también originario de Ucrania y con la misma narrativa que tantos otros inmigrantes judíos: vino a México solo y muy joven, dejando atrás a sus padres, a quienes, después de un tiempo, creyó muertos. En los años sesenta, empero, descubrió que su madre seguía viva en la Unión Soviética. Tomó un avión a pesar de su paranoia y terror de la KGB, y visitó a una señora que no había visto en cincuenta años y quien, a su vez, tuvo que creer en la buena fe de aquel hombre que decía ser su hijo, porque, al haberlo dejado de ver cuando niño, no lo reconocía en lo absoluto.

—¿Nunca te dio curiosidad preguntarle sobre tus abuelos? —insisto.

—No se hablaba del tema —remata mi papá.

Conozco los relatos familiares de mis otros abuelos; quién vino, quién se quedó, qué fue de los parientes. Tienen nombres, profesiones, personalidades. Sólo el de mi zeide Manuel permanece un enigma.

A falta de información, me imagino que mi bisabuelo era lechero, como el Tevie de Sholem Aleijem, y que Kupel era igual de pintoresco que Anatevka. No tengo nada más con qué proceder para crearme una idea clara de su vida en Ucrania. Me divierte fantasear con el violinista del pueblo, balanceándose sobre los tejados, amenizando a los habitantes de Kupel con sus melancólicas melodías. Me encantaría pensar que el bisabuelo, de quien ni siquiera conozco el nombre, compartía el sardónico sentido del humor de Tevie. El semblante sombrío de la foto, sin embargo, me indica lo contrario.

Hacer un viaje a Polonia y no recorrer la ruta de los campos de concentración es un sacrilegio para todo judío. Más, cuando los panteones locales están llenos de tus antepasados.

Auschwitz es un campo-museo impactante, por su tamaño, por el material histórico que aloja, por los horrores que aún se filtran en el éter. Es un hermoso día de primavera. El clima es inmejorable y el verdor deleita las pupilas. Hay jóvenes madres paseando a sus bebés en carriolas por los vastos campos. No se engañen, nos advierte nuestro guía, están parados en medio del mismísimo infierno.

Recorremos cada rincón. Cada paso nos va deformando un poco el rostro. Cada hallazgo es un gancho al hígado. Dentro de la cámara de gas, el guía nos encierra unos segundos, quizás por un torcido sentido del humor, quizás para darnos la experiencia más vivencial posible.

Después de ver zapatos, pelo, lentes y cualquier cantidad de objetos, llegamos a la biblioteca, que aloja tomos gigantescos llenos de nombres. Ahí es posible enterarse cuál fue el triste desenlace de alguna persona en específico. Busco en la letra W. A saber cómo escribían el apellido en Ucrania. Estoy segura que, así como las autoridades migratorias mexicanas se tomaron licencia poética con el nombre de pila de mi abuelo, también con la forma de escribir el apellido.

No encuentro lo que busco, porque el lugar de origen de los varios Waisser/Weiser/Wajzer que ahí aparecen, no coincide con el de mis antepasados.

Si ni el museo de Auschwitz o la fundación Yad Vashem, con sus vastos archivos y equipos de investigación, han podido averiguar qué fue de los bisabuelos, por qué pensaría que Manuel iba a saberlo.

Zeide, ¿no extrañas Rusia?

—No mijita, yo soy mexicaner.

—¿Ni a tus papás? —señalo la foto del buró.

Mira la imagen por millonésima vez. Sus ojos están vidriosos. Pero así los tiene siempre. Encima, uno de ellos está entrecerrado por una operación de catarata mal realizada y, además, usa lentes de fondo de botella. Me voltea a ver. Su ojo bueno se ve acuoso, del color de un río eslavo.

-Fuey hace mucho tiempo. Mi mishpoje[9] está aquí, son ustedes.

Jacqueline y Manuel Waisser
Mi abuelo y yo, con un año de edad.

Kupel. Agosto de 1942. 100 hombres judíos son hacinados y encerrados en una bodega del mercado local. Testigos afirman que el recinto está lleno de piso a techo. A la mañana siguiente todos están muertos. Se improvisa una fosa común al lado del molino del pueblo. A los pocos días, el hedor es tan insoportable, que los cuerpos son exhumados y enterrados en el cementerio judío.

Kupel. Yom Kipur, 21 de septiembre de 1942. El ejército alemán, auxiliado por la policía ucraniana, apresa a aproximadamente 600 personas sin importar sexo o edad (testigos refieren más bien una cifra en los miles). Son llevados a un desfiladero detrás de la fábrica de ladrillos del pueblo vecino, Volochisk, donde se les dispara en el acto. Los cuerpos caen en un pozo previamente cavado. Los que no alcanzaron a morir, son enterrados vivos.

Los siguientes días, los alemanes regresan a Kupel para cerciorarse que no quede nadie. Los judíos que lograron esconderse son descubiertos, acarreados al cementerio y asesinados ahí mismo. Todas las propiedades son destruidas o expoliadas. No queda rastro de la comunidad judía en Kupel.

24 de febrero, 2022. Rusia comienza la invasión militar sobre Ucrania. La historia se repite. No porque esta frase sea un cliché, resulta menos cierta. Las circunstancias serán distintas, pero en el recuento de los daños (que aún desconocemos), la destrucción, la carencia, la desesperanza, el desplazamiento y la muerte pasarán a checar tarjeta.

El éxodo ya ha comenzado. Se habla de 3 millones de refugiados pidiendo asilo. Me pregunto cuáles de ellos regresarán a sus hogares. ¿Quedaran de pie sus pueblos o serán aplastados por los bombardeos?, ¿cuántos pequeños tendrán que hacerse de una nueva identidad cultural en países distintos al de su origen? Conforme rehagan su vida en otras latitudes, ¿querrán recordar?, ¿se volverán a reunir las familias separadas?, ¿habrá una nueva generación de niños perdidos?

Si bien es cierto que el mundo ya es otro y que, gracias a la globalización y a la tecnología, las comunicaciones son bastante más eficientes que a principios del siglo pasado, el problema sigue siendo que, con los muertos (800 civiles, más 3000 soldados aproximadamente… y contando), es imposible reconectar.

[1] Abuelo (idish).

[2] Un vaso de té (idish).

[3] Ropa interior térmica de invierno (idish).

[4] Pequeña escuela donde se enseñaba la Torah.

[5] Provenientes de la región de Alsacia-Lorena y Renania (frontera con Francia, Bélgica, Luxemburgo y Países Bajos), que emigraron a Europa del Este al finalizar las Cruzadas.

[6] Rusia (idish).

[7] Galletita (idish).

[8] Abuela (idish).

[9] Familia (idish).

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29
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22
2022
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Mi abuelo llegó a México huyendo de lo que hoy es Ucrania. El pueblo donde nació se llamaba Kupel, pero hoy no existe más. Intenté reconstruir su historia y esto es lo que conseguí:

Una foto. Es todo lo que hay. La tomé de su buró cuando murió, ahí estaba siempre, resguardada debajo de un cristal. Vista pero silenciada, jamás se hablaba de los fantasmas plasmados en ella: una familia compuesta de papá, mamá y cinco hijos entre los dos y los doce años. Ni siquiera ubico cuál de ellos es mi abuelo.

Nací en Rusia, me decía, con esa erre gutural que sonaba más a una ge de gato. Mi zeide [1] hablaba raro. Estaba acostumbrada a ello. Pensaba que esa era la dicción normal de todos los abuelos, con las vocales volteadas. Boino, en vez de bueno. Voilo en vez de vuelo. El resto del mundo nadaba en una piscina o alberca, él se bañaba in tanque. Bajen in zaguán a jugar mit valón, nos decía a mis primos y a mí cuando nos notaba inquietos y mal portados.

Los sábados le gustaba salir a dar un paseyo por el Parque México, donde jugaba dominó con sus otros amigos viejitos. Los domingos, no perdonaba el baño de vapor en el deporgtive.

En los bolsillos de su saco siempre traía dulces, que repartía a la menor provocación. Sólo siendo adulta comprendí que los llevaba para contrarrestar el constante sabor amargo que asaltaba su boca, no por goloso.

Se peinaba de queso Oaxaca, con su escaso pelo atravesándole la mollera para disimular la calvicie. Creo que tenía una debilidad por mí, su primera nieta después de tres varones, ¿qué otra razón habría para que me dejara hacerle peinados chistosos con su mechón ralo y hasta ponerle moñitos?

Diario mi abuela le servía un vaso de té hirviendo. A gluz tei[2], le pedía, y más que su capacidad de ingerir el brebaje a una temperatura infernal, me llamaba la atención la extraña forma en que lo sujetaba; el dedo gordo en el borde superior del recipiente y el resto de la mano en la base inferior.

Manuel Waisser en 1965
Manuel Waisser en 1965

—¿Cómo era tu pueblo, zeide? —le preguntaba.

—Se llamaba Kupel. Éramos muy pobres. Y hacía mucho fríllo.

—¿Por eso te gusta dormir en gatkes[3], aunque aquí ya no haga frío?

Una tarjeta color sepia y desgastada me confirma que entró a México por el puerto de Veracruz en 1926. La encontró mi primo, quien se dedica a tramitar nacionalidades europeas a todo aquel que pueda avalar sus orígenes y, en sus ratos libres, es también cónsul de Lituania en México. Se mueve como pez en el agua en los archivos de Relaciones Exteriores, es una especie de detective del pasado.

Mi zeide Manuel, como le tropicalizaron el nombre a su llegada, se llamaba en realidad Meer. Con solo 15 años hizo el viaje en barco (alrededor de dos semanas en la infrahumana tercera clase) desde Europa oriental, hasta la exótica tierra de México, acompañado de un hermano dos años mayor, otro de escasos diez (del que prácticamente tendría que hacerse cargo), cero pesos en la bolsa y nulo español.

Cartilla identificación refugiado Ucrania
Cartilla de identificación del registro de extranjeros, emitida unos años después del ingreso de mi abuelo al país.

Nada de esto me sorprende, ni es información nueva. Pero entender las condiciones de su inmigración bajo una mirada adulta, les otorga otra dimensión: tres muchachitos desamparados, sin recursos, sin crianza, sin hogar; salvajes, pues.

Recuerdo que la caligrafía de mi zeide era incompresible, sus frases, plagadas de faltas de ortografía. Ahora caigo en cuenta que su única educación formal debió haber sido unos cuantos años en el jeder[4]. Y, sin embargo, para mí, era la persona más instruida, un caballero… salvo cuando, según cuenta mi papá, porque yo jamás le vi atisbo alguno de agresividad, lo agarraba a cinturonazos por sacar malas notas en el colegio. Y es que, tener una carrera universitaria no era opcional, sino una obligación moral y el único camino hacia una vida digna, advertía Manuel a mis tíos y a mi padre.

Zeide, ¿por qué te fuiste de Rusia?

—Había muchas gueras, pogroms, el zar era un antisemit.

—Dime algo en ruso.

—No recoirdo nada.

1926. Para cuando decidió huir, Manuel traía a cuestas la Primera Guerra Mundial, la caída del zarismo, la revolución bolchevique y el ascenso y muerte de Lenin, sin mencionar las hambrunas y ataques sistemáticos de cosacos.

Manuel Waisser con alrededor de veinte años
Manuel Waisser con alrededor de veinte años.

Recuerdo que cuando estudiábamos historia universal en la secundaria, no podía dejar de situar a mi abuelo dentro de dichos acontecimientos, en apariencia tan distantes y ajenos a mi realidad. ¿Habría tenido algún hermano mayor obligado a pelear en aquellos conflictos? ¿Quién de las mujeres del pueblo habría sido violada durante los habituales progroms?

Más adelante, al hablar sobre genética en clase de biología, me cayó el veinte del por qué de nuestro fenotipo blanco, de ojos claros y caucásico, cuando nuestro origen étnico en teoría es semita, es decir, de hebreos provenientes de Canaán. Ya no cabe duda, los judíos ashkenazitas[5] somos producto de mil años de mezcolanza con rusos y polacos, ya sea a manera de violación o de canitas al aire. De mi abuelo tengo el color de piel transparente y ojos verdosos, que no sobrevivirían una hora bajo el calor abrazador del desierto de Judea.

—Pero, si ya habían derrocado al zar. ¿Con los socialistas no pintaba mejor la situación?

—Los rojos eran peyor. Y luego vinieron di natzim.

Los nazis. El monstruo de mi infancia. El protagonista de mis pesadillas. Vendrían por nosotros. Nadie estaba seguro. Nadie se salvaría. Nos acarrearían a una plaza y de la nada, se materializarían francotiradores. Pum, pum, pum. Todos muertos. Sin escapatoria. No importaba que viviéramos en el D.F., muy apartados de Alemania y más lejos aún de la década de los cuarenta. La amenaza permanecía latente, vivita y coleando.

Foto familiar en Kupel, hoy Ucrania.
Única foto de la familia de mi abuelo, tomada en Kupel. (Supongo que mi abuelo es el niño grande parado entre los papás)

—¿Pero quiénes son los de la foto? —le pregunto a mi papá, muchos años después de que falleciera mi abuelo.

—No sé bien. Mi papá tenía muchos hermanos. La primera esposa de mi abuelo se murió. Al poco tiempo se volvió a casar. Tu zeide fue de la segunda camada, era de los pequeños.

—¿O sea que ya existían medios hermanos adultos cuando él nació?

—Sí, probablemente ya estarían casados y con sus propias familias. Quizás por eso se tuvieron que quedar allá.

El hombre que aparece en la foto, mi bisabuelo, viste indumentaria de principio del siglo XX, la gorra típica de trabajador humilde, largas barbas y ojos penetrantes. La bisabuela, un vestido oscuro recatado con cuello blanco y el pelo recogido. Intento buscarme un parecido con ellos. De ahí vengo, pero no encuentro ninguno.

A últimos tiempos, ha incrementado mi curiosidad por mi ascendencia. No sé si es porque el tiempo apremia y los de arriba se van yendo, llevándose consigo sus secretos y linaje.

Me propongo hacer un viaje para visitar los pueblos de mis cuatro abuelos: Kupel, Kutno, Drobin y Augustov, estos últimos tres, dentro de Polonia.

Busco en Google Maps. Todos aparecen, menos Kupel. No existe más. De hacerlo, estaría situado en la zona de Starokonstantinov, Ucrania, a unas cinco horas de Kyiv en auto. Manuel era ruso, pero nacido en Ucrania, cuando ambas regiones eran una y la misma. Entre que fueran peras o manzanas, en cuanto llegó a México y le fue posible, se despojó de su nacionalidad. Renunció a ella para ser cien por ciento mexicano, aunque la mitad de sus compatriotas no entendieran ni jota de lo que hablaba cuando les trataba de vender retazos de tela.

No puedo dejar de observar el puntito en el mapa cerca de Leópolis, que marca la localización del campo de exterminio Janowska, el que por cercanía le hubiera correspondido de haberse quedado en Europa. O eso me lleva a creer la geografía.

—¿Nunca regresaste a ver a tus papás, zeide?

—No se podía. No me dejaban entrar in Rusland[6].

—¿Les escribiste cartas?

—¿Quieres que te cante la canción de la chenita? ¿No quieres una kijele[7]?, las acaba de hacer tu bobe[8]. Cilia, traiga una galletita a Djékelin.

Mi zeide no sólo era incapaz de pronunciar correctamente el nombre de mi abuela Cecilia o el mío, guardaba otras verdades impronunciables.

Opto por ir a Polonia. Son tres abuelos polacos contra uno ruso-ucraniano. Además, viajar a este país resulta más práctico, pues ahora pertenece a la Unión Europea con todo lo que eso implica: pagos en euros, gentrificación, Starbucks y Zara si se extraña demasiado lo familiar y genérico. El aire cosmopolita ya ha permeado a Varsovia e incluso ha llegado hasta la pequeña Cracovia, localidad que aloja a Auschwitz-Birkanau. Después de tu tour por los campos de exterminio y concentración, es posible sentarte en un lindo cafecito con bebidas orgánicas y sándwiches de masa madre, en un barrio que no le pide nada a la Condesa, Le Marais, o Tribeca. A diferencia de Ucrania, queda poco de su pasado comunista, es decir, la estética jodida tremendista ha sido suplantada por arquitectura contemporánea, perviven sólo los suficientes guiños al pasado para alimentar el morbo occidental que nos ha inyectado el cine ochentero de Hollywood sobre la satánica Cortina de Hierro.

—¿Por qué no sabemos nada de la familia de mi zeide? —cuestiono a la persona cuya sangre me liga directamente a Manuel—. Es como si hubiera aparecido en este mundo por generación espontánea. La historia comienza con él y con los hermanos que huyeron y se establecieron entre México y Estados Unidos. Arriba de él no hay nadie.

—Se rompió el contacto. Eran muy complicadas las comunicaciones —justifica mi papá.

Me viene a la mente la historia del abuelo de mi esposo, también originario de Ucrania y con la misma narrativa que tantos otros inmigrantes judíos: vino a México solo y muy joven, dejando atrás a sus padres, a quienes, después de un tiempo, creyó muertos. En los años sesenta, empero, descubrió que su madre seguía viva en la Unión Soviética. Tomó un avión a pesar de su paranoia y terror de la KGB, y visitó a una señora que no había visto en cincuenta años y quien, a su vez, tuvo que creer en la buena fe de aquel hombre que decía ser su hijo, porque, al haberlo dejado de ver cuando niño, no lo reconocía en lo absoluto.

—¿Nunca te dio curiosidad preguntarle sobre tus abuelos? —insisto.

—No se hablaba del tema —remata mi papá.

Conozco los relatos familiares de mis otros abuelos; quién vino, quién se quedó, qué fue de los parientes. Tienen nombres, profesiones, personalidades. Sólo el de mi zeide Manuel permanece un enigma.

A falta de información, me imagino que mi bisabuelo era lechero, como el Tevie de Sholem Aleijem, y que Kupel era igual de pintoresco que Anatevka. No tengo nada más con qué proceder para crearme una idea clara de su vida en Ucrania. Me divierte fantasear con el violinista del pueblo, balanceándose sobre los tejados, amenizando a los habitantes de Kupel con sus melancólicas melodías. Me encantaría pensar que el bisabuelo, de quien ni siquiera conozco el nombre, compartía el sardónico sentido del humor de Tevie. El semblante sombrío de la foto, sin embargo, me indica lo contrario.

Hacer un viaje a Polonia y no recorrer la ruta de los campos de concentración es un sacrilegio para todo judío. Más, cuando los panteones locales están llenos de tus antepasados.

Auschwitz es un campo-museo impactante, por su tamaño, por el material histórico que aloja, por los horrores que aún se filtran en el éter. Es un hermoso día de primavera. El clima es inmejorable y el verdor deleita las pupilas. Hay jóvenes madres paseando a sus bebés en carriolas por los vastos campos. No se engañen, nos advierte nuestro guía, están parados en medio del mismísimo infierno.

Recorremos cada rincón. Cada paso nos va deformando un poco el rostro. Cada hallazgo es un gancho al hígado. Dentro de la cámara de gas, el guía nos encierra unos segundos, quizás por un torcido sentido del humor, quizás para darnos la experiencia más vivencial posible.

Después de ver zapatos, pelo, lentes y cualquier cantidad de objetos, llegamos a la biblioteca, que aloja tomos gigantescos llenos de nombres. Ahí es posible enterarse cuál fue el triste desenlace de alguna persona en específico. Busco en la letra W. A saber cómo escribían el apellido en Ucrania. Estoy segura que, así como las autoridades migratorias mexicanas se tomaron licencia poética con el nombre de pila de mi abuelo, también con la forma de escribir el apellido.

No encuentro lo que busco, porque el lugar de origen de los varios Waisser/Weiser/Wajzer que ahí aparecen, no coincide con el de mis antepasados.

Si ni el museo de Auschwitz o la fundación Yad Vashem, con sus vastos archivos y equipos de investigación, han podido averiguar qué fue de los bisabuelos, por qué pensaría que Manuel iba a saberlo.

Zeide, ¿no extrañas Rusia?

—No mijita, yo soy mexicaner.

—¿Ni a tus papás? —señalo la foto del buró.

Mira la imagen por millonésima vez. Sus ojos están vidriosos. Pero así los tiene siempre. Encima, uno de ellos está entrecerrado por una operación de catarata mal realizada y, además, usa lentes de fondo de botella. Me voltea a ver. Su ojo bueno se ve acuoso, del color de un río eslavo.

-Fuey hace mucho tiempo. Mi mishpoje[9] está aquí, son ustedes.

Jacqueline y Manuel Waisser
Mi abuelo y yo, con un año de edad.

Kupel. Agosto de 1942. 100 hombres judíos son hacinados y encerrados en una bodega del mercado local. Testigos afirman que el recinto está lleno de piso a techo. A la mañana siguiente todos están muertos. Se improvisa una fosa común al lado del molino del pueblo. A los pocos días, el hedor es tan insoportable, que los cuerpos son exhumados y enterrados en el cementerio judío.

Kupel. Yom Kipur, 21 de septiembre de 1942. El ejército alemán, auxiliado por la policía ucraniana, apresa a aproximadamente 600 personas sin importar sexo o edad (testigos refieren más bien una cifra en los miles). Son llevados a un desfiladero detrás de la fábrica de ladrillos del pueblo vecino, Volochisk, donde se les dispara en el acto. Los cuerpos caen en un pozo previamente cavado. Los que no alcanzaron a morir, son enterrados vivos.

Los siguientes días, los alemanes regresan a Kupel para cerciorarse que no quede nadie. Los judíos que lograron esconderse son descubiertos, acarreados al cementerio y asesinados ahí mismo. Todas las propiedades son destruidas o expoliadas. No queda rastro de la comunidad judía en Kupel.

24 de febrero, 2022. Rusia comienza la invasión militar sobre Ucrania. La historia se repite. No porque esta frase sea un cliché, resulta menos cierta. Las circunstancias serán distintas, pero en el recuento de los daños (que aún desconocemos), la destrucción, la carencia, la desesperanza, el desplazamiento y la muerte pasarán a checar tarjeta.

El éxodo ya ha comenzado. Se habla de 3 millones de refugiados pidiendo asilo. Me pregunto cuáles de ellos regresarán a sus hogares. ¿Quedaran de pie sus pueblos o serán aplastados por los bombardeos?, ¿cuántos pequeños tendrán que hacerse de una nueva identidad cultural en países distintos al de su origen? Conforme rehagan su vida en otras latitudes, ¿querrán recordar?, ¿se volverán a reunir las familias separadas?, ¿habrá una nueva generación de niños perdidos?

Si bien es cierto que el mundo ya es otro y que, gracias a la globalización y a la tecnología, las comunicaciones son bastante más eficientes que a principios del siglo pasado, el problema sigue siendo que, con los muertos (800 civiles, más 3000 soldados aproximadamente… y contando), es imposible reconectar.

[1] Abuelo (idish).

[2] Un vaso de té (idish).

[3] Ropa interior térmica de invierno (idish).

[4] Pequeña escuela donde se enseñaba la Torah.

[5] Provenientes de la región de Alsacia-Lorena y Renania (frontera con Francia, Bélgica, Luxemburgo y Países Bajos), que emigraron a Europa del Este al finalizar las Cruzadas.

[6] Rusia (idish).

[7] Galletita (idish).

[8] Abuela (idish).

[9] Familia (idish).

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En busca del niño perdido

En busca del niño perdido

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Mi abuelo llegó a México huyendo de lo que hoy es Ucrania. El pueblo donde nació se llamaba Kupel, pero hoy no existe más. Intenté reconstruir su historia y esto es lo que conseguí:

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Una foto. Es todo lo que hay. La tomé de su buró cuando murió, ahí estaba siempre, resguardada debajo de un cristal. Vista pero silenciada, jamás se hablaba de los fantasmas plasmados en ella: una familia compuesta de papá, mamá y cinco hijos entre los dos y los doce años. Ni siquiera ubico cuál de ellos es mi abuelo.

Nací en Rusia, me decía, con esa erre gutural que sonaba más a una ge de gato. Mi zeide [1] hablaba raro. Estaba acostumbrada a ello. Pensaba que esa era la dicción normal de todos los abuelos, con las vocales volteadas. Boino, en vez de bueno. Voilo en vez de vuelo. El resto del mundo nadaba en una piscina o alberca, él se bañaba in tanque. Bajen in zaguán a jugar mit valón, nos decía a mis primos y a mí cuando nos notaba inquietos y mal portados.

Los sábados le gustaba salir a dar un paseyo por el Parque México, donde jugaba dominó con sus otros amigos viejitos. Los domingos, no perdonaba el baño de vapor en el deporgtive.

En los bolsillos de su saco siempre traía dulces, que repartía a la menor provocación. Sólo siendo adulta comprendí que los llevaba para contrarrestar el constante sabor amargo que asaltaba su boca, no por goloso.

Se peinaba de queso Oaxaca, con su escaso pelo atravesándole la mollera para disimular la calvicie. Creo que tenía una debilidad por mí, su primera nieta después de tres varones, ¿qué otra razón habría para que me dejara hacerle peinados chistosos con su mechón ralo y hasta ponerle moñitos?

Diario mi abuela le servía un vaso de té hirviendo. A gluz tei[2], le pedía, y más que su capacidad de ingerir el brebaje a una temperatura infernal, me llamaba la atención la extraña forma en que lo sujetaba; el dedo gordo en el borde superior del recipiente y el resto de la mano en la base inferior.

Manuel Waisser en 1965
Manuel Waisser en 1965

—¿Cómo era tu pueblo, zeide? —le preguntaba.

—Se llamaba Kupel. Éramos muy pobres. Y hacía mucho fríllo.

—¿Por eso te gusta dormir en gatkes[3], aunque aquí ya no haga frío?

Una tarjeta color sepia y desgastada me confirma que entró a México por el puerto de Veracruz en 1926. La encontró mi primo, quien se dedica a tramitar nacionalidades europeas a todo aquel que pueda avalar sus orígenes y, en sus ratos libres, es también cónsul de Lituania en México. Se mueve como pez en el agua en los archivos de Relaciones Exteriores, es una especie de detective del pasado.

Mi zeide Manuel, como le tropicalizaron el nombre a su llegada, se llamaba en realidad Meer. Con solo 15 años hizo el viaje en barco (alrededor de dos semanas en la infrahumana tercera clase) desde Europa oriental, hasta la exótica tierra de México, acompañado de un hermano dos años mayor, otro de escasos diez (del que prácticamente tendría que hacerse cargo), cero pesos en la bolsa y nulo español.

Cartilla identificación refugiado Ucrania
Cartilla de identificación del registro de extranjeros, emitida unos años después del ingreso de mi abuelo al país.

Nada de esto me sorprende, ni es información nueva. Pero entender las condiciones de su inmigración bajo una mirada adulta, les otorga otra dimensión: tres muchachitos desamparados, sin recursos, sin crianza, sin hogar; salvajes, pues.

Recuerdo que la caligrafía de mi zeide era incompresible, sus frases, plagadas de faltas de ortografía. Ahora caigo en cuenta que su única educación formal debió haber sido unos cuantos años en el jeder[4]. Y, sin embargo, para mí, era la persona más instruida, un caballero… salvo cuando, según cuenta mi papá, porque yo jamás le vi atisbo alguno de agresividad, lo agarraba a cinturonazos por sacar malas notas en el colegio. Y es que, tener una carrera universitaria no era opcional, sino una obligación moral y el único camino hacia una vida digna, advertía Manuel a mis tíos y a mi padre.

Zeide, ¿por qué te fuiste de Rusia?

—Había muchas gueras, pogroms, el zar era un antisemit.

—Dime algo en ruso.

—No recoirdo nada.

1926. Para cuando decidió huir, Manuel traía a cuestas la Primera Guerra Mundial, la caída del zarismo, la revolución bolchevique y el ascenso y muerte de Lenin, sin mencionar las hambrunas y ataques sistemáticos de cosacos.

Manuel Waisser con alrededor de veinte años
Manuel Waisser con alrededor de veinte años.

Recuerdo que cuando estudiábamos historia universal en la secundaria, no podía dejar de situar a mi abuelo dentro de dichos acontecimientos, en apariencia tan distantes y ajenos a mi realidad. ¿Habría tenido algún hermano mayor obligado a pelear en aquellos conflictos? ¿Quién de las mujeres del pueblo habría sido violada durante los habituales progroms?

Más adelante, al hablar sobre genética en clase de biología, me cayó el veinte del por qué de nuestro fenotipo blanco, de ojos claros y caucásico, cuando nuestro origen étnico en teoría es semita, es decir, de hebreos provenientes de Canaán. Ya no cabe duda, los judíos ashkenazitas[5] somos producto de mil años de mezcolanza con rusos y polacos, ya sea a manera de violación o de canitas al aire. De mi abuelo tengo el color de piel transparente y ojos verdosos, que no sobrevivirían una hora bajo el calor abrazador del desierto de Judea.

—Pero, si ya habían derrocado al zar. ¿Con los socialistas no pintaba mejor la situación?

—Los rojos eran peyor. Y luego vinieron di natzim.

Los nazis. El monstruo de mi infancia. El protagonista de mis pesadillas. Vendrían por nosotros. Nadie estaba seguro. Nadie se salvaría. Nos acarrearían a una plaza y de la nada, se materializarían francotiradores. Pum, pum, pum. Todos muertos. Sin escapatoria. No importaba que viviéramos en el D.F., muy apartados de Alemania y más lejos aún de la década de los cuarenta. La amenaza permanecía latente, vivita y coleando.

Foto familiar en Kupel, hoy Ucrania.
Única foto de la familia de mi abuelo, tomada en Kupel. (Supongo que mi abuelo es el niño grande parado entre los papás)

—¿Pero quiénes son los de la foto? —le pregunto a mi papá, muchos años después de que falleciera mi abuelo.

—No sé bien. Mi papá tenía muchos hermanos. La primera esposa de mi abuelo se murió. Al poco tiempo se volvió a casar. Tu zeide fue de la segunda camada, era de los pequeños.

—¿O sea que ya existían medios hermanos adultos cuando él nació?

—Sí, probablemente ya estarían casados y con sus propias familias. Quizás por eso se tuvieron que quedar allá.

El hombre que aparece en la foto, mi bisabuelo, viste indumentaria de principio del siglo XX, la gorra típica de trabajador humilde, largas barbas y ojos penetrantes. La bisabuela, un vestido oscuro recatado con cuello blanco y el pelo recogido. Intento buscarme un parecido con ellos. De ahí vengo, pero no encuentro ninguno.

A últimos tiempos, ha incrementado mi curiosidad por mi ascendencia. No sé si es porque el tiempo apremia y los de arriba se van yendo, llevándose consigo sus secretos y linaje.

Me propongo hacer un viaje para visitar los pueblos de mis cuatro abuelos: Kupel, Kutno, Drobin y Augustov, estos últimos tres, dentro de Polonia.

Busco en Google Maps. Todos aparecen, menos Kupel. No existe más. De hacerlo, estaría situado en la zona de Starokonstantinov, Ucrania, a unas cinco horas de Kyiv en auto. Manuel era ruso, pero nacido en Ucrania, cuando ambas regiones eran una y la misma. Entre que fueran peras o manzanas, en cuanto llegó a México y le fue posible, se despojó de su nacionalidad. Renunció a ella para ser cien por ciento mexicano, aunque la mitad de sus compatriotas no entendieran ni jota de lo que hablaba cuando les trataba de vender retazos de tela.

No puedo dejar de observar el puntito en el mapa cerca de Leópolis, que marca la localización del campo de exterminio Janowska, el que por cercanía le hubiera correspondido de haberse quedado en Europa. O eso me lleva a creer la geografía.

—¿Nunca regresaste a ver a tus papás, zeide?

—No se podía. No me dejaban entrar in Rusland[6].

—¿Les escribiste cartas?

—¿Quieres que te cante la canción de la chenita? ¿No quieres una kijele[7]?, las acaba de hacer tu bobe[8]. Cilia, traiga una galletita a Djékelin.

Mi zeide no sólo era incapaz de pronunciar correctamente el nombre de mi abuela Cecilia o el mío, guardaba otras verdades impronunciables.

Opto por ir a Polonia. Son tres abuelos polacos contra uno ruso-ucraniano. Además, viajar a este país resulta más práctico, pues ahora pertenece a la Unión Europea con todo lo que eso implica: pagos en euros, gentrificación, Starbucks y Zara si se extraña demasiado lo familiar y genérico. El aire cosmopolita ya ha permeado a Varsovia e incluso ha llegado hasta la pequeña Cracovia, localidad que aloja a Auschwitz-Birkanau. Después de tu tour por los campos de exterminio y concentración, es posible sentarte en un lindo cafecito con bebidas orgánicas y sándwiches de masa madre, en un barrio que no le pide nada a la Condesa, Le Marais, o Tribeca. A diferencia de Ucrania, queda poco de su pasado comunista, es decir, la estética jodida tremendista ha sido suplantada por arquitectura contemporánea, perviven sólo los suficientes guiños al pasado para alimentar el morbo occidental que nos ha inyectado el cine ochentero de Hollywood sobre la satánica Cortina de Hierro.

—¿Por qué no sabemos nada de la familia de mi zeide? —cuestiono a la persona cuya sangre me liga directamente a Manuel—. Es como si hubiera aparecido en este mundo por generación espontánea. La historia comienza con él y con los hermanos que huyeron y se establecieron entre México y Estados Unidos. Arriba de él no hay nadie.

—Se rompió el contacto. Eran muy complicadas las comunicaciones —justifica mi papá.

Me viene a la mente la historia del abuelo de mi esposo, también originario de Ucrania y con la misma narrativa que tantos otros inmigrantes judíos: vino a México solo y muy joven, dejando atrás a sus padres, a quienes, después de un tiempo, creyó muertos. En los años sesenta, empero, descubrió que su madre seguía viva en la Unión Soviética. Tomó un avión a pesar de su paranoia y terror de la KGB, y visitó a una señora que no había visto en cincuenta años y quien, a su vez, tuvo que creer en la buena fe de aquel hombre que decía ser su hijo, porque, al haberlo dejado de ver cuando niño, no lo reconocía en lo absoluto.

—¿Nunca te dio curiosidad preguntarle sobre tus abuelos? —insisto.

—No se hablaba del tema —remata mi papá.

Conozco los relatos familiares de mis otros abuelos; quién vino, quién se quedó, qué fue de los parientes. Tienen nombres, profesiones, personalidades. Sólo el de mi zeide Manuel permanece un enigma.

A falta de información, me imagino que mi bisabuelo era lechero, como el Tevie de Sholem Aleijem, y que Kupel era igual de pintoresco que Anatevka. No tengo nada más con qué proceder para crearme una idea clara de su vida en Ucrania. Me divierte fantasear con el violinista del pueblo, balanceándose sobre los tejados, amenizando a los habitantes de Kupel con sus melancólicas melodías. Me encantaría pensar que el bisabuelo, de quien ni siquiera conozco el nombre, compartía el sardónico sentido del humor de Tevie. El semblante sombrío de la foto, sin embargo, me indica lo contrario.

Hacer un viaje a Polonia y no recorrer la ruta de los campos de concentración es un sacrilegio para todo judío. Más, cuando los panteones locales están llenos de tus antepasados.

Auschwitz es un campo-museo impactante, por su tamaño, por el material histórico que aloja, por los horrores que aún se filtran en el éter. Es un hermoso día de primavera. El clima es inmejorable y el verdor deleita las pupilas. Hay jóvenes madres paseando a sus bebés en carriolas por los vastos campos. No se engañen, nos advierte nuestro guía, están parados en medio del mismísimo infierno.

Recorremos cada rincón. Cada paso nos va deformando un poco el rostro. Cada hallazgo es un gancho al hígado. Dentro de la cámara de gas, el guía nos encierra unos segundos, quizás por un torcido sentido del humor, quizás para darnos la experiencia más vivencial posible.

Después de ver zapatos, pelo, lentes y cualquier cantidad de objetos, llegamos a la biblioteca, que aloja tomos gigantescos llenos de nombres. Ahí es posible enterarse cuál fue el triste desenlace de alguna persona en específico. Busco en la letra W. A saber cómo escribían el apellido en Ucrania. Estoy segura que, así como las autoridades migratorias mexicanas se tomaron licencia poética con el nombre de pila de mi abuelo, también con la forma de escribir el apellido.

No encuentro lo que busco, porque el lugar de origen de los varios Waisser/Weiser/Wajzer que ahí aparecen, no coincide con el de mis antepasados.

Si ni el museo de Auschwitz o la fundación Yad Vashem, con sus vastos archivos y equipos de investigación, han podido averiguar qué fue de los bisabuelos, por qué pensaría que Manuel iba a saberlo.

Zeide, ¿no extrañas Rusia?

—No mijita, yo soy mexicaner.

—¿Ni a tus papás? —señalo la foto del buró.

Mira la imagen por millonésima vez. Sus ojos están vidriosos. Pero así los tiene siempre. Encima, uno de ellos está entrecerrado por una operación de catarata mal realizada y, además, usa lentes de fondo de botella. Me voltea a ver. Su ojo bueno se ve acuoso, del color de un río eslavo.

-Fuey hace mucho tiempo. Mi mishpoje[9] está aquí, son ustedes.

Jacqueline y Manuel Waisser
Mi abuelo y yo, con un año de edad.

Kupel. Agosto de 1942. 100 hombres judíos son hacinados y encerrados en una bodega del mercado local. Testigos afirman que el recinto está lleno de piso a techo. A la mañana siguiente todos están muertos. Se improvisa una fosa común al lado del molino del pueblo. A los pocos días, el hedor es tan insoportable, que los cuerpos son exhumados y enterrados en el cementerio judío.

Kupel. Yom Kipur, 21 de septiembre de 1942. El ejército alemán, auxiliado por la policía ucraniana, apresa a aproximadamente 600 personas sin importar sexo o edad (testigos refieren más bien una cifra en los miles). Son llevados a un desfiladero detrás de la fábrica de ladrillos del pueblo vecino, Volochisk, donde se les dispara en el acto. Los cuerpos caen en un pozo previamente cavado. Los que no alcanzaron a morir, son enterrados vivos.

Los siguientes días, los alemanes regresan a Kupel para cerciorarse que no quede nadie. Los judíos que lograron esconderse son descubiertos, acarreados al cementerio y asesinados ahí mismo. Todas las propiedades son destruidas o expoliadas. No queda rastro de la comunidad judía en Kupel.

24 de febrero, 2022. Rusia comienza la invasión militar sobre Ucrania. La historia se repite. No porque esta frase sea un cliché, resulta menos cierta. Las circunstancias serán distintas, pero en el recuento de los daños (que aún desconocemos), la destrucción, la carencia, la desesperanza, el desplazamiento y la muerte pasarán a checar tarjeta.

El éxodo ya ha comenzado. Se habla de 3 millones de refugiados pidiendo asilo. Me pregunto cuáles de ellos regresarán a sus hogares. ¿Quedaran de pie sus pueblos o serán aplastados por los bombardeos?, ¿cuántos pequeños tendrán que hacerse de una nueva identidad cultural en países distintos al de su origen? Conforme rehagan su vida en otras latitudes, ¿querrán recordar?, ¿se volverán a reunir las familias separadas?, ¿habrá una nueva generación de niños perdidos?

Si bien es cierto que el mundo ya es otro y que, gracias a la globalización y a la tecnología, las comunicaciones son bastante más eficientes que a principios del siglo pasado, el problema sigue siendo que, con los muertos (800 civiles, más 3000 soldados aproximadamente… y contando), es imposible reconectar.

[1] Abuelo (idish).

[2] Un vaso de té (idish).

[3] Ropa interior térmica de invierno (idish).

[4] Pequeña escuela donde se enseñaba la Torah.

[5] Provenientes de la región de Alsacia-Lorena y Renania (frontera con Francia, Bélgica, Luxemburgo y Países Bajos), que emigraron a Europa del Este al finalizar las Cruzadas.

[6] Rusia (idish).

[7] Galletita (idish).

[8] Abuela (idish).

[9] Familia (idish).

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