Futbol femenil y barras feministas: la pelota no se mancha

El futbol que yo soñé

Las barras pueden ser un hervidero: en ocasiones la pasión por el futbol alcanza las fronteras de lo violento y la pelota corre el riesgo de mancharse. ¿Acaso existe una manera distinta de apoyar a un equipo? ¿Esto solo ocurre en los partidos varoniles?

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Cada domingo a las diez de la mañana desde hace 25 años, tanto los integrantes más acérrimos de La Rebel, la barra del Club Universidad Nacional, como algunos curiosos, se dan cita a las afueras de metro Copilco para recorrer Eje 10 e Insurgentes Sur con una marcha que pinta aquel sur citadino con colores azul y oro. El encanto es inmediato. Hay al menos una centena de aficionados, desde adolescentes hasta adultos de cincuenta o sesenta años, que sostienen mantas o banderas con los símbolos del equipo, que cantan “Cómo no te voy a querer, si mi corazón azul es y mi piel dorada, siempre te querré” por los márgenes de Ciudad Universitaria. Una vez en el Estadio Olímpico, no cesan los cánticos al ritmo de “Domingo lo dejo todo, me voy a ver Pumas, porque sus jugadores me van a demostrar que hoy salen a ganar, que quieren salir campeón, que lo llevan adentro como lo llevo yo”, “Goooya, goooya, cachún cachún ra ra, goooya, universidad”, “Pumas, Pumas de mi vida, eres la alegría de mi corazóoon”, ni siquiera porque hay que hacer fila para atravesar la doble inspección de seguridad. 

El Estadio Olímpico Universitario (EOU), ubicado frente al edificio de la Rectoría de la UNAM, del lado opuesto de Insurgentes, es un óvalo de piedra volcánica que por fuera aloja un mural de Diego Rivera, titulado “La universidad, la familia y el deporte en México”, cuyo planteamiento en un inicio fue abarcar toda la fachada del estadio, pero el artista falleció antes de lograrlo. La grandeza del EOU trasciende su arquitectura, pues fue sede de los Juegos Olímpicos de 1968 y de la Copa del Mundo de México 1986, por lo mismo, ha visto desfilar a miles de deportistas de alto rendimiento. Por dentro se divide en zonas: cabecera sur —donde generalmente van los aficionados visitantes—, cabecera norte —que tiene su propia barra—, Palomar —la zona más alta y la más moderna—, Pebetero —el hogar de la Rebel— y toda la planta baja, que rodea la cancha casi a ras de suelo. Además, el estadio carece de un techo envolvente, detalle que suele ser la maldición para los partidos en domingo al mediodía, horario estelar de los Pumas. Con todo eso, la UNESCO lo nombró Patrimonio Cultural de la Humanidad en 2007.

En sus inicios La Rebel ocupaba el Palomar, esas gradas de concreto con vista a la torre de Rectoría. Con la llegada de Hugo Sánchez al banquillo universitario en el año 2000 el equipo vivió nuevas glorias. A iniciativa del Pentapichichi y debido a que el número de gente —jóvenes aficionados que viven la intensidad del futbol— aumentaba exponencialmente cada semana, la barra se trasladó en 2002 a la zona del Pebetero. Quien quiera ingresar debe conocer ciertas restricciones por mera integridad: no decir en voz alta que se es aficionado de otro equipo —sobre todo si se trata del Club América, las Chivas del Guadalajara o el Cruz Azul— y no celebrar los goles contrarios. Portar playeras o jerseys deportivos ajenos a los de Pumas es una transgresión, una ofensa grave, como si un extraño enemigo profanara tu casa.

“Contra el Ame y el Cruz Azul NO se puede perder. Eso era lo que nos decían en las prácticas, nos inculcaban el orgullo a los colores y por eso había mucha rivalidad entre ellos y nosotros. En los partidos que eran en Ciudad Universitaria contra el América llevábamos pollos y patas de pollo —yo era el que los llevaba— para aventarlos a la cancha, distraerlos, insultarlos. Nos mentábamos la madre, cuando jugabas te decías de todo con los contrarios, hasta nos picotéabamos. Era un desahogo lo que hacíamos ahí”, Marcelino Ricardo Sánchez Villalba o “El Loquito” Villalba, como según cuenta que le decían, estuvo en las fuerzas básicas de Pumas y alcanzó la primera división en 1985, hasta que se cruzó con la ruda pierna de Rubén Omar Romano. “Me chingué la rodilla”, y con el paso de los años ingratos, “El Loquito” Villalba se volvió el conductor de aplicación que me llevó al estadio, cuyo anhelo se quedó en el aire como un diente de león que poco a poco se desintegra.

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Fotografía de Jeoffrey Guillemard.

Aunque mi relación como espectadora del futbol varonil se trazó hace más de una década, cuando Hugo Sánchez llegó a la dirección técnica del equipo y con él, un bicampeonato inolvidable, el amorío por su barra loca empezó apenas hace un par de años con la idea general acerca del futbol mexicano: que es una fiesta irremediablemente violenta. La banda del Pebetero, a pesar de jurarse como una de las más seguras que hay, no deja de mostrar sus arrebatos iracundos cuando el juego de cancha enoja o decepciona. En 2022, cuando se disputó un partido entre Pumas y Cruz Azul y las emociones revoloteaban en la garganta, el sudor se convertía en bolitas de suciedad sobre las palmas de mis manos  —sobre todo porque el club de la UNAM perdía—, una aficionada de Pumas le aventó una cerveza con todo y vaso de plástico a mi acompañante, quien vestía una playera del equipo de La Noria. Yo, sin poder defenderlo realmente, solo pude gritarle “¡oye, qué te pasa!” sin recibir respuesta alguna. 

Al mirarlo a la distancia… qué tal que me hubiera reclamado ser acompañante del  “enemigo”, o qué tal si su respuesta hubiera sido tan física como un madrazo en la cara. Tuve suerte, creo. Aquello aparentaba ser un hecho aislado, algo que algún desubicado o alguna desubicada puede hacer. Pero incluso en ocasiones, los desubicados se salen de control como sucedió meses antes en Querétaro: durante un juego entre los Gallos Blancos y Atlas, las barras de ambos equipos —La Barra 51 y La Resistencia— se enfrentaron violentamente dentro del estadio, provocando no solo que el partido se detuviera sino que decenas de personas invadieran la cancha como medida de seguridad. La cifras oficiales no arrojaron ningún deceso; sin embargo, “la tragedia del Estadio Corregidora” resultó en al menos veinte personas heridas, tres de ellas de forma grave.

Tristemente, el pasado violento del futbol no solo se limita al territorio nacional ni a tiempos recientes: el 29 de mayo de 1985 en Bruselas, durante un partido entre el Liverpool y la Juventus de Turín en el Estadio Heysel, 39 aficionados murieron y otros 600 resultaron heridos debido a una avalancha humana provocada por algunos hooligans ingleses; en 1964, en una final disputada entre Perú y Argentina para clasificar a las Olimpiadas de Tokio, entre 300 y 400 personas fallecieron luego de un estallido de rabia e histeria colectiva por parte de los aficionados peruanos (enojados por un gol anulado que daba a su equipo el empate), que provocó no solo que la policía soltara perros de ataque sino también una pelea con palos y navajas; un partido entre Hearts of Oak y el Asante Kotoko el 9 de mayo de 2001, en el estadio Estadio Ohene Djan, en la capital de Ghana, terminó con 127 muertos por asfixia, a causa de una avalancha provocada por gases lacrimógenos que los cuerpos de seguridad lanzaron a las gradas luego de que diversos aficionados aventaran botellas de vidrio y asientos a la cancha.

Por supuesto, sé y comprendo de dónde viene el enojo irracional cuando se pierde o cuando no se gana. En 2018 asistí a una de las semifinales del torneo Apertura 2018 que se disputaron entre Pumas y América en el Estadio Azteca. Como muchos aficionados de Pumas, llegué a mis asientos con el entusiasmo en las manos y una ilusión genuina en el corazón, pues quería ver avanzar a un equipo que, al menos desde 2004, no daba señales de siquiera querer ganar un campeonato. Al minuto ocho y medio, el primer gol del América rompía el empate a ceros del marcador global; al minuto 24, un gol de los Pumas devolvía el alma al cuerpo de los visitantes; cuatro minutos después, otro gol del América; al 35, gol de las águilas; al final del primer tiempo, otro pinche golazo del club de Televisa; a los cuatro minutos de iniciado el segundo periodo, otro gol seguido de un infame comentario del ídem Raúl Orvañanos, “esto ya alcanza tintes humillantes”; finalmente, cuando el reloj llegaba al 68 un penal en favor del América terminaría por aniquilar cualquier esperanza. En un escenario así, es inevitable la manifestación de una cólera enfermiza que nubla mi razón, al grado de permitirme estupideces como aventar cerveza o mandar a chingar a su madre a la gente que viste de amarillo, lo confieso con vergüenza.

Sin embargo, imaginar que toda esta violencia tiene un principio y un fin, totalmente focalizada al juego, es tal vez algo que compartimos todos los hinchas que hemos asistido varias veces a algún estadio. La verdad es que las agresiones perduran más allá del futbol, como si se tratara de una maldición por los siglos de los siglos. Pero me estoy adelantando. Por ahora, no dejo de preguntarme cómo pensar en otras formas de alentar, si es posible que una barra no sea violenta o si esa sea su naturaleza invariable, quisiera dilucidar cuáles son las otras tareas de la barra, más allá de su presencia en los estadios. Y quizá, para encontrar las respuestas a estas preguntas, baste mirar al otro lado de la historia, al futbol femenil.

Fotografía de Jeoffrey Guillemard.

Otras formas de ser barras

El mismo EOU cambia de ritmo y entonación cuando juegan las Pumas, el equipo femenil del Club Universidad: la cantidad de gente que asiste a los partidos en sábado a mediodía disminuye considerablemente. La venta de playeras en los accesos A y B del estadio es mínima, apenas hay un par de puestos ambulantes vendiendo raspados o tacos de canasta, no hay cuerpos de seguridad resguardando las entradas, y las filas para ingresar son prácticamente inexistentes. A las afueras del estadio se ven familias enteras con mujeres, adolescentes, niños pequeños y hasta recién nacidos. 

Desde hace tiempo esto ya no es posible en el futbol varonil, no solo por la exposición a violencias y agresiones físicas, derivadas del enfrentamiento natural entre dos equipos históricamente contrarios, sino porque las porras que se entonan son en sí cánticos machistas, homofóbicos y groseros que nadie quiere exponer a sus hijas e hijos por razones obvias. En los partidos entre Pumas y América, casi siempre se escucha “El Puma no tiene mujer, el Puma no tiene marido, pero tiene un hijo puto que se viste de amarillo”. Así también, cuando hay clásicos entre América y Chivas en el Estadio Azteca, los aficionados de color amarillo entonan “No son la mitad más uno, son la vergüenza nacional. Ay, putas Chivas, qué asco me das, lávate el culo con aguarrás”. Eso, sin olvidar el conflictivo grito de “¡Ehhh, Putooo!” o el cántico “Que lo vengan a ver, que lo vengan a ver, eso no es un portero es una puta de cabaret” de los locales —del equipo mexicano que sea— ante cualquier portero rival.

Este sábado 13 de abril a mediodía no hay marchas ni carnavales que recorren parte de Insurgentes Sur, y tampoco hay cánticos que perduren hasta que se pita el silbido final del partido; por el contrario, cuando hay partidos de futbol femenil en CU —como el disputado entre las Amazonas de Tigres y las Pumas en enero de este año—, apenas un par de voces entonan el goya. En medio de un escenario casi desértico en Ciudad Universitaria, un grupo de a lo mucho diez mujeres jóvenes carga tambores y banderas con el escudo de los Pumas en color rosa, además de los ya tradicionales azul y oro, listas para adentrarse en el partido contra las Chivas del Guadalajara; para su sorpresa, hay mayores camisetas rojas y blancas que del color local. Casi todas ellas pertenecen a La Rebel y a DePumasYoSoy, un medio de comunicación que comparte las noticias más relevantes del equipo varonil y femenil, y vienen a alentar a sus colores.

“Hay equipos que tienen muchísimo apoyo de su afición [como Tigres] pero también hay equipos a los que hacen menos. Falta más apoyo de las directivas y que no nos pongan tantas trabas”, me cuenta Alondra Cruz, una joven aficionada que es parte de DePumasYoSoy, sobre las faltas o deudas que tenía la Federación Mexicana de Futbol (FMF) con la liga femenil, entre las que resalta el  “salario igualitario, pero también más apoyo por parte de la afición de cualquier equipo”. 

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Fotografía de Jeoffrey Guillemard

La liga varonil fue creada en 1943 y aunque cambió su nombre a Liga MX en 2012, tuvieron que pasar 74 años para que se inaugurara la femenil —a pesar de la existencia de una Liga Mexicana de Futbol Femenil o Superliga, creada en 2007 pero dejada en el olvido hasta convertirse en Liga MX—. Empezando por la tardanza de la FMF para crear una liga femenil de futbol profesional, existen varios compromisos que la Federación no ha cumplido para las futbolistas. Quizá el más evidente sea la diferencia entre presupuestos, para no ir más lejos, entre los dos equipos más caros en su respectiva liga. Por un lado, Monterrey varonil tiene un costo de mercado de 95 millones de euros (equivalentes a 102 millones de dólares); por otro, Tigres femenil ronda apenas los 5.5 millones de dólares. A pesar de lo nauseabundo que resulta el comparativo, no es lo más grave que rodea a la liga femenil. Uno de los problemas más preocupantes es la falta de protocolos de seguridad que protejan a las futbolistas del acoso que sufren prácticamente todos los días, dentro y fuera de la cancha.

“Nosotras, como parte Rebel, atendemos a la autoridad porque siempre hay represalía, solo por traer la playera de Pumas la policía te discrimina. Y nos ha tocado con familias, con niños, con mujeres, arrasan parejo. Yo creo que el que junten a las aficiones [en los partidos de la liga femenil] no funciona porque hay violencia, hay gente que es muy apasionada que va a defender sus colores, ahorita por ejemplo no nos abrieron el Pebetero y vamos a estar en planta baja junto con todos los de Chivas”, confiesa Ariadna, una aficionada que de igual forma convoca a miembros de La Rebel a apoyar al equipo femenil y ya entrada en pasión, se envuelve en la bandera azul y oro para cubrirse del inclemente sol.

Hay algo que me llama la atención: en medio de todo el barullo que supone una pequeña barra como la que tengo frente a mí, un grupo amplio de personas con discapacidad visual y auditiva forma una fila para que puedan ingresar al estadio. Alguien me explica que, parte de la labor de aquellas mujeres, es hacer que la barra sea incluyente, que quienes tengan una discapacidad no deban renunciar a sentirse parte de La Rebel, en este caso. Así, no es raro ver a personas con ayuda de bastones o en silla de ruedas a un lado de la porra, incluso se ha vuelto tradición que un intérprete de señas acompañe y narre el partido para cierto sector de las gradas. Quizá, más allá de los cánticos y las marchas, sí exista una labor social dentro de las barras, tal vez a través de estas se pueda contribuir a la democratización o socialización de los deportes y a posicionarse fuerte y claro en contra de la discriminación. Sobre todo porque los lineamientos de la Liga MX se limitan a establecer los servicios con los que debe contar un estadio (“Rampas, accesos, asientos y áreas en general destinadas a personas con capacidades diferentes”) o bien, los castigos que deberán seguir a insultos racistas o discriminatorios —tampoco hay, por ejemplo, una sección en la que se esclarezca qué se entiende por insultos discriminatorios—: “Primera fase: Parar el partido, Segunda fase: Suspender el partido [5 – 10 minutos], Tercera Fase: Suspensión para el Desalojo del Estadio”. Al respecto, nunca he visto que haya algún cuerpo de seguridad destinado a dar aviso, dentro de las aficiones o porras, si existen insultos racistas o discriminatorios, tampoco me ha tocado que se identifique de dónde vienen los insultos o si acaso, que las consecuencias trasciendan el partido y lleguen a instancias jurídicas.

En 2017, cuando se creó oficialmente la Liga MX de futbol femenil, los partidos de las mujeres eran vistos por casi nadie. Y más adelante, cuando la pandemia nos obligó al encierro, el panorama deportivo no era alentador gracias a los partidos a puerta cerrada. Sin embargo, las cosas han ido cambiando pues ya “han conseguido 9.2 millones de televidentes y 4.9 millones de asistentes a sus estadios”. Pero por sí sol0, el mero aumento de la asistencia a los estadios o de la audiencia televisiva de los partidos, parece insuficiente para evitar la manifestación de la violencia y que ocurran nuevas tragedias. “Desde que empezaron los torneos de femenil, yo no he dejado de verlas. Yo no le voy a Pumas, le voy a Chivas, y desde niña soy fanática del Guadalajara”, Ana María Carrasco cuenta que “en algunas ocasiones el ambiente del futbol femenil también es violento, pero no se compara con el de los hombres. Aunque no te digan nada, voltean [los del equipo contrario] y están echando una porra, te lo están diciendo a ti porque te están viendo. En general cada quien viene a gritar lo que quiere, pero sí hay que tener un poquito más de respeto”.

Fotografía de Jeoffrey Guillemard.

La Barra Feminista

Si bien la tarea de pensar otras formas de ser barras, de alentar o de ver futbol es compleja, lo cierto es que nos encontramos en un escenario en el que reinventarnos no es tan difícil. Ya sucedió que aficionados japoneses han llamado la atención de otros equipos alrededor del mundo por hacerse responsables de la basura que generan durante los partidos en el Mundial de Catar en 2022; pero otro buen ejemplo de esa reinvención es la Barra Feminista, conformada por un grupo de mujeres de la CDMX que se niegan a normalizar las prácticas violentas en espacios deportivos y, como aficionadas, se comprometen a no reproducirlas sino, más bien, “señalarlas e incentivar nuevas dinámicas de apoyo a las jugadoras y entre equipos rivales a través de nuestras porras”, según sus propios lineamientos. Esta Barra no es como La Rebel o como la Barra 51 o La Resistencia, aquí se tiene la creencia de que otro futbol es posible y que se puede alentar de forma distinta, menos agresiva, y sobre todo que esas porras le sirven a cada jugadora para lograr un pago salarial justo o sortear de la mejor manera los atropellos de seguridad, como le sucedió a Greta Espinoza, de Tigres, y a Scarlett Camberos, que tuvo que abandonar su club (América) e incluso el país, ante la falta de respuesta de las autoridades a sus denuncias por acoso cibernético.

“Que las vengan a ver, que las vengan a ver, esas son las mujeres que hacen el futbol que yo soñé”, dice una de las porras de la Barra Feminista. En sus voces se entona: “Señor, señora, no sea indiferente, a nuestras futbolistas no les pagan suficiente”, como una crítica a los salarios injustos que aún hoy reciben casi todas las futbolistas profesionales en México, y las cosas se complican ante la aprobación de una reforma a la Ley Federal del Trabajo que establece salarios igualitarios entre hombres y mujeres deportistas sin pensar los costos reales que implica esto para equipos con apenas presupuesto, sin patrocinios sustanciosos y sin ingresos reales por venta de boletos. Es vergonzoso, por decir lo menos, que la futbolista estadounidense Alex Morgan sea la mejor pagada con 7.1 millones de dólares al año y que Cristiano Ronaldo haya cobrado —tan solo en 2023— un monto total de 961 millones de dólares. La diferencia es abismal.

Las conocí brevemente durante el encuentro entre las Pumas y Tigres en Ciudad Universitaria, algunas de ellas portaban telas de color morado con la reveladora consigna “No hay futuro sin mujeres en los deportes” o las frases “Gana una ganamos todas” u “Otro futbol es posible”. Por supuesto, tienen sus preferencias, en esa ocasión la mayoría iba a alentar a las pentacampeonas de la Liga MX femenil, pero otras van por el compromiso que supone ser una barra solo de mujeres. El día del partido entre las Pumas y las Chivas no estuvieron entre los más de ocho mil aficionados que se dieron cita en Ciudad Universitaria; no obstante, entre sus actividades, organizan “retas” de futbol en el Zócalo o proyecciones de documentales como Copa 71 (2023) en el Centro Nacional de las Artes (Cenart o CNA) de la mano de Ambulante. La Barra Feminista, que tiene como principio resignificar a las barras de futbol como espacios de alegría, de encuentro, de lucha y gozo, pudiera ser otra vía para que el futbol vuelva a sentirse como un lugar seguro —si es que acaso algún día lo fue—, o un espacio para reflexionar en las formas en que dejamos de pensar en los otros o las otras y volvamos a hacerlo. Quiero creer que la solución no está solo en este colectivo, sino en el núcleo de las barras bravas tradicionales, en estos ambientes que se han tornado irremediablemente violentos y que, a pesar de ello, busca en la colectividad un motivo para llenar los estadios.

Me gusta pensar que esto va más allá, que se trata de un movimiento con distintas aristas y puntos de partida, no solamente desde la tribuna. Al menos hasta el momento que este ensayo fue escrito, no han aparecido barras feministas en otros países, pero a pesar de eso, la esperanza permanece, no se apaga. Basta con mirar a la selección nacional femenil de Estados Unidos, lideradas por Megan Rapinoe, que demandó en 2019 a la federación para exigir el mismo pago salarial que recibían sus compañeros hombres y lo lograron; o a las 15 futbolistas españolas que, luego del asalto por parte de Luis Rubiales a Jennifer Hermoso, renunciaron a su selección nacional hasta que se les aseguraran “cambios profundos e inmediatos”. Así como el balón rueda y avanza por la cancha, también las ganas de todas las futbolistas y aficionadas de ver y ser parte de un futbol mejor.

 


MARIANA ORTIZ. Correctora de estilo y fact-checker para Architectural Digest México y Latinoamérica, también colabora en ese mismo sitio con artículos sobre estilo de vida en la Ciudad de México. Aunque estudió Relaciones Internacionales en la UNAM, se dedica a la edición, corrección y redacción independiente. Fue becaria del Sistema de Apoyos a la Creación y a Proyectos Culturales (antes FONCA) en ensayo creativo en 2022 con un proyecto sobre el Oxxo. Sus ensayos pueden leerse en Tierra Adentro, la Revista de la Universidad de México y Este País.


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