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Imane Khelif: De escenificaciones, supremacía y justicia biológica

Imane Khelif: De escenificaciones, supremacía y justicia biológica

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Juegos Olímpicos de París 2024. Boxeo femenino. Arena, Villepinte, Francia. Imane Khelif de Argelia reacciona después de su pelea contra Anna Luca Hamori de Hungría. REUTERS/Peter Cziborra
04
.
08
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

La boxeadora argelina, Imane Khelif, obtuvo la medalla de oro en los Juegos Olímpicos París 2024; sin embargo, a lo largo de la competencia fue juzgada brutalmente por su fuerza y su apariencia física, ¿qué hay detrás de la polémica por su supuesto exceso de testosterona?

En 2023, la Asociación Internacional de Boxeo (IBA) descalificó en plena competencia a dos boxeadoras: la argelina Imane Khelif —hoy campeona olímpica en París 2024— y la taiwanesa Lin Yu-ting, en ambos casos, sin presentar pruebas del alegato de su inelegibilidad. La elegibilidad de una atleta mujer atraviesa reglas diferenciadas respecto de la elegibilidad de un atleta varón: al segundo jamás se le cuestiona la posesión de características anatómicas que representen una ventaja biológica. Michael Phelps no fue nunca descalificado por sus capacidades excepcionales y existe un reconocimiento extendido de que esa excepcionalidad es la clave de sus triunfos. Ninguno de sus oponentes, ninguna asociación nacional de natación, ningún juez, ningún periodista, ningún influencer en redes sociales, nadie puso en duda la legitimidad de sus medallas. Jamás se le sometió a un escrutinio público ni se revelaron detalles incómodos de su intimidad ni se puso en duda su adscripción identitaria. Todas sus marcas fueron aceptadas con la conformidad honorable que se espera de quienes pierden en una competencia deportiva. Porque esa es una de las condiciones de la masculinidad ideal: el reconocimiento de la superioridad del macho dominante.

Aquí hay claridad: algunos hombres son extraordinarios y, en el deporte varonil, el límite es el cielo. Cada nueva justa entregará nuevos récords. Más rápido, más alto, más fuerte. Los hombres extraordinarios figuran como la demostración inequívoca de ese afán masculino de crecer, aguantar, superar, demostrar, vencer. En los héroes deportivos se reflejan los anhelos de cada varón particular y el triunfo del héroe es el triunfo del hombrecito común y corriente que ve demostrada la supremacía de su sexo en la marca olímpica: si Phelps gana, ganan todos.

Desde luego hay matices y hay rivalidades y hay hooligans y barras y disturbios callejeros. Hay trampas, descalificaciones por doping, discriminación, racismo, clasismo, chovinismo. La escena deportiva admite a la vez las noblezas más altas y las más ruines mezquindades. Por eso las asociaciones internacionales se blindan con reglamentaciones interminables: para demostrar al ojo público que las corruptelas de la avaricia humana no pueden tocarlas. Por eso en 2023 el Comité Olímpico Internacional desconoció definitivamente a la Asociación Internacional de Boxeo como árbitro legítimo de esa disciplina: porque por lo menos desde 2019, en la IBA hay evidencia de corrupción, falta de transparencia financiera y falta de claridad en el nombramiento de jueces y de réferis. Así, el COI se deslinda de los negocios turbios.

También te puede interesar leer: "París 2024: nos reservamos el derecho de admisión".

Ahora bien, la descalificación de Imane Khelif y Lin Yu-ting por parte de la IBA ¿se puede contar entre los negocios turbios que empañan a la asociación? Parece que sí. En 2023 aparecen dudas acerca de su “feminidad” y se les aplican pruebas —nadie sabe qué pruebas— cuyos resultados nunca se hacen públicos —dizque para proteger sus privacidades—, pero en un mensaje informal, el presidente de la IBA, Umar Kremlev, aduce a pruebas de ADN y a cromosomas XY. Lo extraño es que ambas atletas tenían un historial en la misma IBA.

En particular, Imane Khelif, en los Juegos Olímpicos de Tokio (2021) fue derrotada en cuartos de final por Kellie Harrington, y en 2022, la irlandesa Amy Broadhurst le ganó en la final del campeonato mundial de boxeo de Estambul —organizado por la IBA— y se quedó con la medalla de plata sin que nadie protestara. Para participar en ambas contiendas, Khelif tuvo que pasar pruebas de elegibilidad. Pero en 2023 le ganó a una rusa y, de pronto, la someten a otra prueba a partir de la cual la declaran inelegible. Khelif y su delegación protestan, pero no hay repercusiones. Al final del cuento, se trata de Argelia, un país chiquito, africano, musulmán, ¿a quién le importa?

El escándalo está teñido por los males de nuestro tiempo: desinformación, prejuicios, odio. En ese clima, cada quien es especialista en biología, endocrinología y cromatografía.

Khelif llega a París entre las 5 250 mujeres que participan por primera vez en cantidad paritaria y en su primera pelea vence en 46 segundos a la italiana Angela Carini, que se retira llorando porque “nunca había sentido tanto dolor por un golpe”. Y entonces estalla un escándalo de proporciones olímpicas, donde interviene prácticamente todo el mundo: desde el más remoto usuario de redes sociales hasta jefes de estado. El escándalo está teñido por los males de nuestro tiempo: desinformación, prejuicios, odio. En ese clima, cada quien es especialista en biología, endocrinología y cromatografía. Pero la prueba más contundente de lo que se afirma es el típico: “yo lo sé, a mí no me pueden engañar, lo vi con mis propios ojos, ¡es obvio!”

El escándalo obvia muchas cosas. Las pasa por alto olímpicamente. Pasa por alto que, para participar en juegos olímpicos, las mujeres deben demostrar que son mujeres. Pasa por alto que, en los juegos de París no participa ninguna mujer trans. Pasa por alto que en Argelia no hay ley de identidad de género y, por lo tanto, el Estado argelino nunca emitiría un pasaporte para una mujer trans. Pasa por alto, en resumen, que Imane Khelif es una mujer cis: una mujer asignada mujer al nacimiento que ha vivido toda su vida como mujer.

El problema es que boxea. Invade uno de los territorios más sagrados de la masculinidad. El último espacio del privilegio varonil, el último espacio donde se definía y se practicaba y se cultivaba la masculinidad ruda, fuerte, estoica, heroica, arriesgada, noble e impecable. El último símbolo de la separación de esferas. Y al invadir ese lugar, plantea serias dudas respecto de la diferenciación entre los sexos. Como lo hacen todas las deportistas.

El campo deportivo —el último coto de la masculinidad— fue creado y está estructurado para escenificar la supremacía varonil. Por eso, las mujeres atletas son construidas como biológicamente sospechosas y están sometidas a un esfuerzo continuado y activo de expulsión mediante fronteras celosamente vigiladas, y estrategias para mantener a las atletas en el lugar social y simbólico “al que pertenecen”.

El deporte organizado —del cual, los Juegos Olímpicos son paradigma— se inaugura con la prohibición explícita de la participación femenil. Cuando la prohibición deja de tener eficacia, se estructura el campo para reducir la presencia de las mujeres a su mínima expresión. El siglo XX va a restringir el desempeño deportivo femenil con múltiples estrategias, entre las cuales destacan la prueba de sexo, los códigos indumentarios, la creación de estereotipos, la sexualización y estigmatización de las atletas, la falta de cobertura mediática y los ataques públicos en los medios de comunicación de masas.

Si la feminidad ya no se muestra sumisa, frágil, indefensa, pequeñita, suave, sexi, dulce, grácil, ingrávida, amable y sonriente —como la que las atletas se ven obligadas a escenificar en los deportes apropiados para ellas—, entonces ¿dónde queda la supremacía varonil del guerrero fuerte, grande y poderoso?

El siglo XXI tiene que refinar las estrategias porque la participación femenina en el deporte adquiere una importancia inédita. Si la prueba de sexo en el siglo XX pasó de la exhibición obligatoria de la anatomía genital a la prueba de ADN —una larga y vergonzosa lista de atentados en contra de los derechos humanos—, en el siglo XXI, la prueba para medir los niveles de testosterona sigue causando estragos y se sigue usando, aunque cada vez haya más pruebas científicas de que no sirve para indicar la supuesta “ventaja injusta” de algunas mujeres, cuyo nivel de testosterona natural rebasa los rangos “normales”.

A fin de cuentas, lo que está en juego aquí es el propio significado de la masculinidad que solo puede medirse en oposición, en contraposición, en comparación con la feminidad. Si la feminidad ya no se muestra sumisa, frágil, indefensa, pequeñita, suave, sexi, dulce, grácil, ingrávida, amable y sonriente —como la que las atletas se ven obligadas a escenificar en los deportes apropiados para ellas—, entonces ¿dónde queda la supremacía varonil del guerrero fuerte, grande y poderoso?

También te puede interesar leer: "Emi, la historia de una joven científica transicionando en Mérida".

Lo único que puede salvar la supremacía varonil es la aplicación del doble estándar que juzga de manera diferenciada el desempeño deportivo de hombres y mujeres a partir de estereotipos, mandatos y expectativas de género. Si una mujer quiere destacar en la justa deportiva debe seguir unas simples reglas: Primero, dedicarse a los deportes aceptables, los que están claramente etiquetados como femeninos. Segundo, si neciamente se afilia a un deporte masculino, debe desplegar de manera acentuada su feminidad en todos los momentos posibles. Tercero, si se mete entre las patas de los caballos, es preferible no destacar, no llamar demasiado la atención (de todas formas, ya la afición de su país —su club de fans— le hará sentir la sangrienta crueldad del chovinismo frustrado, haga lo que haga). Cuarto, hay que ser bonita, sumisa, sonriente, agradecida, graciosa. Imane Khelif rompe todas las reglas.

¿Podemos imaginar al mundo indignado ante la injusticia biológica flagrante que han cometido Usain Bolt o Michael Phelps? ¿Podemos pensar al auditorio de los olímpicos exigiendo a ambos atletas que disminuyan sus niveles de testosterona, escrutando cada una de sus ventajas anatómicas, denunciándolas ante la sociedad, explicando cómo esas características únicas son las culpables de sus triunfos? ¿Nos los imaginamos demandando la descalificación de Leon Marchand “porque nada demasiado rápido”? ¿Nos imaginamos a los corredores en la línea de los 100 metros planos de los Juegos Olímpicos de Pekín llorando afrentados porque Usain Bolt los dejó atrás con un tiempo imbatible de 9.69 segundos y nunca habían visto a nadie correr a tal velocidad? ¿Alguien cuestiona su identidad? ¿Alguien pone en duda su sexualidad? ¿Alguien demanda una prueba cromosómica?

En cambio, la identidad de Imane Khelif se pone en entredicho. El argumento de la “ventaja competitiva” se esgrime para someterla a juicio público. Lo que se olvida es que en el deporte competitivo lo que está en juego no es la “justicia biológica” o la igualdad de condiciones corporales, sino precisamente lo contrario. La hazaña deportiva hacia donde apunta es hacia lo extraordinario. No obstante, todo parece indicar que las opiniones y los despliegues de superioridad moral emitidos en los medios no tienen que medirse por la verdad, la información o la reflexión crítica en un mundo donde el odio, las mentiras, los insultos, las calumnias, no tienen ninguna repercusión para quienes las emiten sin pudor en las redes sociales.

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Tiempo de Lectura: 00 min

La boxeadora argelina, Imane Khelif, obtuvo la medalla de oro en los Juegos Olímpicos París 2024; sin embargo, a lo largo de la competencia fue juzgada brutalmente por su fuerza y su apariencia física, ¿qué hay detrás de la polémica por su supuesto exceso de testosterona?

En 2023, la Asociación Internacional de Boxeo (IBA) descalificó en plena competencia a dos boxeadoras: la argelina Imane Khelif —hoy campeona olímpica en París 2024— y la taiwanesa Lin Yu-ting, en ambos casos, sin presentar pruebas del alegato de su inelegibilidad. La elegibilidad de una atleta mujer atraviesa reglas diferenciadas respecto de la elegibilidad de un atleta varón: al segundo jamás se le cuestiona la posesión de características anatómicas que representen una ventaja biológica. Michael Phelps no fue nunca descalificado por sus capacidades excepcionales y existe un reconocimiento extendido de que esa excepcionalidad es la clave de sus triunfos. Ninguno de sus oponentes, ninguna asociación nacional de natación, ningún juez, ningún periodista, ningún influencer en redes sociales, nadie puso en duda la legitimidad de sus medallas. Jamás se le sometió a un escrutinio público ni se revelaron detalles incómodos de su intimidad ni se puso en duda su adscripción identitaria. Todas sus marcas fueron aceptadas con la conformidad honorable que se espera de quienes pierden en una competencia deportiva. Porque esa es una de las condiciones de la masculinidad ideal: el reconocimiento de la superioridad del macho dominante.

Aquí hay claridad: algunos hombres son extraordinarios y, en el deporte varonil, el límite es el cielo. Cada nueva justa entregará nuevos récords. Más rápido, más alto, más fuerte. Los hombres extraordinarios figuran como la demostración inequívoca de ese afán masculino de crecer, aguantar, superar, demostrar, vencer. En los héroes deportivos se reflejan los anhelos de cada varón particular y el triunfo del héroe es el triunfo del hombrecito común y corriente que ve demostrada la supremacía de su sexo en la marca olímpica: si Phelps gana, ganan todos.

Desde luego hay matices y hay rivalidades y hay hooligans y barras y disturbios callejeros. Hay trampas, descalificaciones por doping, discriminación, racismo, clasismo, chovinismo. La escena deportiva admite a la vez las noblezas más altas y las más ruines mezquindades. Por eso las asociaciones internacionales se blindan con reglamentaciones interminables: para demostrar al ojo público que las corruptelas de la avaricia humana no pueden tocarlas. Por eso en 2023 el Comité Olímpico Internacional desconoció definitivamente a la Asociación Internacional de Boxeo como árbitro legítimo de esa disciplina: porque por lo menos desde 2019, en la IBA hay evidencia de corrupción, falta de transparencia financiera y falta de claridad en el nombramiento de jueces y de réferis. Así, el COI se deslinda de los negocios turbios.

También te puede interesar leer: "París 2024: nos reservamos el derecho de admisión".

Ahora bien, la descalificación de Imane Khelif y Lin Yu-ting por parte de la IBA ¿se puede contar entre los negocios turbios que empañan a la asociación? Parece que sí. En 2023 aparecen dudas acerca de su “feminidad” y se les aplican pruebas —nadie sabe qué pruebas— cuyos resultados nunca se hacen públicos —dizque para proteger sus privacidades—, pero en un mensaje informal, el presidente de la IBA, Umar Kremlev, aduce a pruebas de ADN y a cromosomas XY. Lo extraño es que ambas atletas tenían un historial en la misma IBA.

En particular, Imane Khelif, en los Juegos Olímpicos de Tokio (2021) fue derrotada en cuartos de final por Kellie Harrington, y en 2022, la irlandesa Amy Broadhurst le ganó en la final del campeonato mundial de boxeo de Estambul —organizado por la IBA— y se quedó con la medalla de plata sin que nadie protestara. Para participar en ambas contiendas, Khelif tuvo que pasar pruebas de elegibilidad. Pero en 2023 le ganó a una rusa y, de pronto, la someten a otra prueba a partir de la cual la declaran inelegible. Khelif y su delegación protestan, pero no hay repercusiones. Al final del cuento, se trata de Argelia, un país chiquito, africano, musulmán, ¿a quién le importa?

El escándalo está teñido por los males de nuestro tiempo: desinformación, prejuicios, odio. En ese clima, cada quien es especialista en biología, endocrinología y cromatografía.

Khelif llega a París entre las 5 250 mujeres que participan por primera vez en cantidad paritaria y en su primera pelea vence en 46 segundos a la italiana Angela Carini, que se retira llorando porque “nunca había sentido tanto dolor por un golpe”. Y entonces estalla un escándalo de proporciones olímpicas, donde interviene prácticamente todo el mundo: desde el más remoto usuario de redes sociales hasta jefes de estado. El escándalo está teñido por los males de nuestro tiempo: desinformación, prejuicios, odio. En ese clima, cada quien es especialista en biología, endocrinología y cromatografía. Pero la prueba más contundente de lo que se afirma es el típico: “yo lo sé, a mí no me pueden engañar, lo vi con mis propios ojos, ¡es obvio!”

El escándalo obvia muchas cosas. Las pasa por alto olímpicamente. Pasa por alto que, para participar en juegos olímpicos, las mujeres deben demostrar que son mujeres. Pasa por alto que, en los juegos de París no participa ninguna mujer trans. Pasa por alto que en Argelia no hay ley de identidad de género y, por lo tanto, el Estado argelino nunca emitiría un pasaporte para una mujer trans. Pasa por alto, en resumen, que Imane Khelif es una mujer cis: una mujer asignada mujer al nacimiento que ha vivido toda su vida como mujer.

El problema es que boxea. Invade uno de los territorios más sagrados de la masculinidad. El último espacio del privilegio varonil, el último espacio donde se definía y se practicaba y se cultivaba la masculinidad ruda, fuerte, estoica, heroica, arriesgada, noble e impecable. El último símbolo de la separación de esferas. Y al invadir ese lugar, plantea serias dudas respecto de la diferenciación entre los sexos. Como lo hacen todas las deportistas.

El campo deportivo —el último coto de la masculinidad— fue creado y está estructurado para escenificar la supremacía varonil. Por eso, las mujeres atletas son construidas como biológicamente sospechosas y están sometidas a un esfuerzo continuado y activo de expulsión mediante fronteras celosamente vigiladas, y estrategias para mantener a las atletas en el lugar social y simbólico “al que pertenecen”.

El deporte organizado —del cual, los Juegos Olímpicos son paradigma— se inaugura con la prohibición explícita de la participación femenil. Cuando la prohibición deja de tener eficacia, se estructura el campo para reducir la presencia de las mujeres a su mínima expresión. El siglo XX va a restringir el desempeño deportivo femenil con múltiples estrategias, entre las cuales destacan la prueba de sexo, los códigos indumentarios, la creación de estereotipos, la sexualización y estigmatización de las atletas, la falta de cobertura mediática y los ataques públicos en los medios de comunicación de masas.

Si la feminidad ya no se muestra sumisa, frágil, indefensa, pequeñita, suave, sexi, dulce, grácil, ingrávida, amable y sonriente —como la que las atletas se ven obligadas a escenificar en los deportes apropiados para ellas—, entonces ¿dónde queda la supremacía varonil del guerrero fuerte, grande y poderoso?

El siglo XXI tiene que refinar las estrategias porque la participación femenina en el deporte adquiere una importancia inédita. Si la prueba de sexo en el siglo XX pasó de la exhibición obligatoria de la anatomía genital a la prueba de ADN —una larga y vergonzosa lista de atentados en contra de los derechos humanos—, en el siglo XXI, la prueba para medir los niveles de testosterona sigue causando estragos y se sigue usando, aunque cada vez haya más pruebas científicas de que no sirve para indicar la supuesta “ventaja injusta” de algunas mujeres, cuyo nivel de testosterona natural rebasa los rangos “normales”.

A fin de cuentas, lo que está en juego aquí es el propio significado de la masculinidad que solo puede medirse en oposición, en contraposición, en comparación con la feminidad. Si la feminidad ya no se muestra sumisa, frágil, indefensa, pequeñita, suave, sexi, dulce, grácil, ingrávida, amable y sonriente —como la que las atletas se ven obligadas a escenificar en los deportes apropiados para ellas—, entonces ¿dónde queda la supremacía varonil del guerrero fuerte, grande y poderoso?

También te puede interesar leer: "Emi, la historia de una joven científica transicionando en Mérida".

Lo único que puede salvar la supremacía varonil es la aplicación del doble estándar que juzga de manera diferenciada el desempeño deportivo de hombres y mujeres a partir de estereotipos, mandatos y expectativas de género. Si una mujer quiere destacar en la justa deportiva debe seguir unas simples reglas: Primero, dedicarse a los deportes aceptables, los que están claramente etiquetados como femeninos. Segundo, si neciamente se afilia a un deporte masculino, debe desplegar de manera acentuada su feminidad en todos los momentos posibles. Tercero, si se mete entre las patas de los caballos, es preferible no destacar, no llamar demasiado la atención (de todas formas, ya la afición de su país —su club de fans— le hará sentir la sangrienta crueldad del chovinismo frustrado, haga lo que haga). Cuarto, hay que ser bonita, sumisa, sonriente, agradecida, graciosa. Imane Khelif rompe todas las reglas.

¿Podemos imaginar al mundo indignado ante la injusticia biológica flagrante que han cometido Usain Bolt o Michael Phelps? ¿Podemos pensar al auditorio de los olímpicos exigiendo a ambos atletas que disminuyan sus niveles de testosterona, escrutando cada una de sus ventajas anatómicas, denunciándolas ante la sociedad, explicando cómo esas características únicas son las culpables de sus triunfos? ¿Nos los imaginamos demandando la descalificación de Leon Marchand “porque nada demasiado rápido”? ¿Nos imaginamos a los corredores en la línea de los 100 metros planos de los Juegos Olímpicos de Pekín llorando afrentados porque Usain Bolt los dejó atrás con un tiempo imbatible de 9.69 segundos y nunca habían visto a nadie correr a tal velocidad? ¿Alguien cuestiona su identidad? ¿Alguien pone en duda su sexualidad? ¿Alguien demanda una prueba cromosómica?

En cambio, la identidad de Imane Khelif se pone en entredicho. El argumento de la “ventaja competitiva” se esgrime para someterla a juicio público. Lo que se olvida es que en el deporte competitivo lo que está en juego no es la “justicia biológica” o la igualdad de condiciones corporales, sino precisamente lo contrario. La hazaña deportiva hacia donde apunta es hacia lo extraordinario. No obstante, todo parece indicar que las opiniones y los despliegues de superioridad moral emitidos en los medios no tienen que medirse por la verdad, la información o la reflexión crítica en un mundo donde el odio, las mentiras, los insultos, las calumnias, no tienen ninguna repercusión para quienes las emiten sin pudor en las redes sociales.

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Juegos Olímpicos de París 2024. Boxeo femenino. Arena, Villepinte, Francia. Imane Khelif de Argelia reacciona después de su pelea contra Anna Luca Hamori de Hungría. REUTERS/Peter Cziborra
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La boxeadora argelina, Imane Khelif, obtuvo la medalla de oro en los Juegos Olímpicos París 2024; sin embargo, a lo largo de la competencia fue juzgada brutalmente por su fuerza y su apariencia física, ¿qué hay detrás de la polémica por su supuesto exceso de testosterona?

En 2023, la Asociación Internacional de Boxeo (IBA) descalificó en plena competencia a dos boxeadoras: la argelina Imane Khelif —hoy campeona olímpica en París 2024— y la taiwanesa Lin Yu-ting, en ambos casos, sin presentar pruebas del alegato de su inelegibilidad. La elegibilidad de una atleta mujer atraviesa reglas diferenciadas respecto de la elegibilidad de un atleta varón: al segundo jamás se le cuestiona la posesión de características anatómicas que representen una ventaja biológica. Michael Phelps no fue nunca descalificado por sus capacidades excepcionales y existe un reconocimiento extendido de que esa excepcionalidad es la clave de sus triunfos. Ninguno de sus oponentes, ninguna asociación nacional de natación, ningún juez, ningún periodista, ningún influencer en redes sociales, nadie puso en duda la legitimidad de sus medallas. Jamás se le sometió a un escrutinio público ni se revelaron detalles incómodos de su intimidad ni se puso en duda su adscripción identitaria. Todas sus marcas fueron aceptadas con la conformidad honorable que se espera de quienes pierden en una competencia deportiva. Porque esa es una de las condiciones de la masculinidad ideal: el reconocimiento de la superioridad del macho dominante.

Aquí hay claridad: algunos hombres son extraordinarios y, en el deporte varonil, el límite es el cielo. Cada nueva justa entregará nuevos récords. Más rápido, más alto, más fuerte. Los hombres extraordinarios figuran como la demostración inequívoca de ese afán masculino de crecer, aguantar, superar, demostrar, vencer. En los héroes deportivos se reflejan los anhelos de cada varón particular y el triunfo del héroe es el triunfo del hombrecito común y corriente que ve demostrada la supremacía de su sexo en la marca olímpica: si Phelps gana, ganan todos.

Desde luego hay matices y hay rivalidades y hay hooligans y barras y disturbios callejeros. Hay trampas, descalificaciones por doping, discriminación, racismo, clasismo, chovinismo. La escena deportiva admite a la vez las noblezas más altas y las más ruines mezquindades. Por eso las asociaciones internacionales se blindan con reglamentaciones interminables: para demostrar al ojo público que las corruptelas de la avaricia humana no pueden tocarlas. Por eso en 2023 el Comité Olímpico Internacional desconoció definitivamente a la Asociación Internacional de Boxeo como árbitro legítimo de esa disciplina: porque por lo menos desde 2019, en la IBA hay evidencia de corrupción, falta de transparencia financiera y falta de claridad en el nombramiento de jueces y de réferis. Así, el COI se deslinda de los negocios turbios.

También te puede interesar leer: "París 2024: nos reservamos el derecho de admisión".

Ahora bien, la descalificación de Imane Khelif y Lin Yu-ting por parte de la IBA ¿se puede contar entre los negocios turbios que empañan a la asociación? Parece que sí. En 2023 aparecen dudas acerca de su “feminidad” y se les aplican pruebas —nadie sabe qué pruebas— cuyos resultados nunca se hacen públicos —dizque para proteger sus privacidades—, pero en un mensaje informal, el presidente de la IBA, Umar Kremlev, aduce a pruebas de ADN y a cromosomas XY. Lo extraño es que ambas atletas tenían un historial en la misma IBA.

En particular, Imane Khelif, en los Juegos Olímpicos de Tokio (2021) fue derrotada en cuartos de final por Kellie Harrington, y en 2022, la irlandesa Amy Broadhurst le ganó en la final del campeonato mundial de boxeo de Estambul —organizado por la IBA— y se quedó con la medalla de plata sin que nadie protestara. Para participar en ambas contiendas, Khelif tuvo que pasar pruebas de elegibilidad. Pero en 2023 le ganó a una rusa y, de pronto, la someten a otra prueba a partir de la cual la declaran inelegible. Khelif y su delegación protestan, pero no hay repercusiones. Al final del cuento, se trata de Argelia, un país chiquito, africano, musulmán, ¿a quién le importa?

El escándalo está teñido por los males de nuestro tiempo: desinformación, prejuicios, odio. En ese clima, cada quien es especialista en biología, endocrinología y cromatografía.

Khelif llega a París entre las 5 250 mujeres que participan por primera vez en cantidad paritaria y en su primera pelea vence en 46 segundos a la italiana Angela Carini, que se retira llorando porque “nunca había sentido tanto dolor por un golpe”. Y entonces estalla un escándalo de proporciones olímpicas, donde interviene prácticamente todo el mundo: desde el más remoto usuario de redes sociales hasta jefes de estado. El escándalo está teñido por los males de nuestro tiempo: desinformación, prejuicios, odio. En ese clima, cada quien es especialista en biología, endocrinología y cromatografía. Pero la prueba más contundente de lo que se afirma es el típico: “yo lo sé, a mí no me pueden engañar, lo vi con mis propios ojos, ¡es obvio!”

El escándalo obvia muchas cosas. Las pasa por alto olímpicamente. Pasa por alto que, para participar en juegos olímpicos, las mujeres deben demostrar que son mujeres. Pasa por alto que, en los juegos de París no participa ninguna mujer trans. Pasa por alto que en Argelia no hay ley de identidad de género y, por lo tanto, el Estado argelino nunca emitiría un pasaporte para una mujer trans. Pasa por alto, en resumen, que Imane Khelif es una mujer cis: una mujer asignada mujer al nacimiento que ha vivido toda su vida como mujer.

El problema es que boxea. Invade uno de los territorios más sagrados de la masculinidad. El último espacio del privilegio varonil, el último espacio donde se definía y se practicaba y se cultivaba la masculinidad ruda, fuerte, estoica, heroica, arriesgada, noble e impecable. El último símbolo de la separación de esferas. Y al invadir ese lugar, plantea serias dudas respecto de la diferenciación entre los sexos. Como lo hacen todas las deportistas.

El campo deportivo —el último coto de la masculinidad— fue creado y está estructurado para escenificar la supremacía varonil. Por eso, las mujeres atletas son construidas como biológicamente sospechosas y están sometidas a un esfuerzo continuado y activo de expulsión mediante fronteras celosamente vigiladas, y estrategias para mantener a las atletas en el lugar social y simbólico “al que pertenecen”.

El deporte organizado —del cual, los Juegos Olímpicos son paradigma— se inaugura con la prohibición explícita de la participación femenil. Cuando la prohibición deja de tener eficacia, se estructura el campo para reducir la presencia de las mujeres a su mínima expresión. El siglo XX va a restringir el desempeño deportivo femenil con múltiples estrategias, entre las cuales destacan la prueba de sexo, los códigos indumentarios, la creación de estereotipos, la sexualización y estigmatización de las atletas, la falta de cobertura mediática y los ataques públicos en los medios de comunicación de masas.

Si la feminidad ya no se muestra sumisa, frágil, indefensa, pequeñita, suave, sexi, dulce, grácil, ingrávida, amable y sonriente —como la que las atletas se ven obligadas a escenificar en los deportes apropiados para ellas—, entonces ¿dónde queda la supremacía varonil del guerrero fuerte, grande y poderoso?

El siglo XXI tiene que refinar las estrategias porque la participación femenina en el deporte adquiere una importancia inédita. Si la prueba de sexo en el siglo XX pasó de la exhibición obligatoria de la anatomía genital a la prueba de ADN —una larga y vergonzosa lista de atentados en contra de los derechos humanos—, en el siglo XXI, la prueba para medir los niveles de testosterona sigue causando estragos y se sigue usando, aunque cada vez haya más pruebas científicas de que no sirve para indicar la supuesta “ventaja injusta” de algunas mujeres, cuyo nivel de testosterona natural rebasa los rangos “normales”.

A fin de cuentas, lo que está en juego aquí es el propio significado de la masculinidad que solo puede medirse en oposición, en contraposición, en comparación con la feminidad. Si la feminidad ya no se muestra sumisa, frágil, indefensa, pequeñita, suave, sexi, dulce, grácil, ingrávida, amable y sonriente —como la que las atletas se ven obligadas a escenificar en los deportes apropiados para ellas—, entonces ¿dónde queda la supremacía varonil del guerrero fuerte, grande y poderoso?

También te puede interesar leer: "Emi, la historia de una joven científica transicionando en Mérida".

Lo único que puede salvar la supremacía varonil es la aplicación del doble estándar que juzga de manera diferenciada el desempeño deportivo de hombres y mujeres a partir de estereotipos, mandatos y expectativas de género. Si una mujer quiere destacar en la justa deportiva debe seguir unas simples reglas: Primero, dedicarse a los deportes aceptables, los que están claramente etiquetados como femeninos. Segundo, si neciamente se afilia a un deporte masculino, debe desplegar de manera acentuada su feminidad en todos los momentos posibles. Tercero, si se mete entre las patas de los caballos, es preferible no destacar, no llamar demasiado la atención (de todas formas, ya la afición de su país —su club de fans— le hará sentir la sangrienta crueldad del chovinismo frustrado, haga lo que haga). Cuarto, hay que ser bonita, sumisa, sonriente, agradecida, graciosa. Imane Khelif rompe todas las reglas.

¿Podemos imaginar al mundo indignado ante la injusticia biológica flagrante que han cometido Usain Bolt o Michael Phelps? ¿Podemos pensar al auditorio de los olímpicos exigiendo a ambos atletas que disminuyan sus niveles de testosterona, escrutando cada una de sus ventajas anatómicas, denunciándolas ante la sociedad, explicando cómo esas características únicas son las culpables de sus triunfos? ¿Nos los imaginamos demandando la descalificación de Leon Marchand “porque nada demasiado rápido”? ¿Nos imaginamos a los corredores en la línea de los 100 metros planos de los Juegos Olímpicos de Pekín llorando afrentados porque Usain Bolt los dejó atrás con un tiempo imbatible de 9.69 segundos y nunca habían visto a nadie correr a tal velocidad? ¿Alguien cuestiona su identidad? ¿Alguien pone en duda su sexualidad? ¿Alguien demanda una prueba cromosómica?

En cambio, la identidad de Imane Khelif se pone en entredicho. El argumento de la “ventaja competitiva” se esgrime para someterla a juicio público. Lo que se olvida es que en el deporte competitivo lo que está en juego no es la “justicia biológica” o la igualdad de condiciones corporales, sino precisamente lo contrario. La hazaña deportiva hacia donde apunta es hacia lo extraordinario. No obstante, todo parece indicar que las opiniones y los despliegues de superioridad moral emitidos en los medios no tienen que medirse por la verdad, la información o la reflexión crítica en un mundo donde el odio, las mentiras, los insultos, las calumnias, no tienen ninguna repercusión para quienes las emiten sin pudor en las redes sociales.

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Imane Khelif: De escenificaciones, supremacía y justicia biológica

Imane Khelif: De escenificaciones, supremacía y justicia biológica

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24
2024
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La boxeadora argelina, Imane Khelif, obtuvo la medalla de oro en los Juegos Olímpicos París 2024; sin embargo, a lo largo de la competencia fue juzgada brutalmente por su fuerza y su apariencia física, ¿qué hay detrás de la polémica por su supuesto exceso de testosterona?

En 2023, la Asociación Internacional de Boxeo (IBA) descalificó en plena competencia a dos boxeadoras: la argelina Imane Khelif —hoy campeona olímpica en París 2024— y la taiwanesa Lin Yu-ting, en ambos casos, sin presentar pruebas del alegato de su inelegibilidad. La elegibilidad de una atleta mujer atraviesa reglas diferenciadas respecto de la elegibilidad de un atleta varón: al segundo jamás se le cuestiona la posesión de características anatómicas que representen una ventaja biológica. Michael Phelps no fue nunca descalificado por sus capacidades excepcionales y existe un reconocimiento extendido de que esa excepcionalidad es la clave de sus triunfos. Ninguno de sus oponentes, ninguna asociación nacional de natación, ningún juez, ningún periodista, ningún influencer en redes sociales, nadie puso en duda la legitimidad de sus medallas. Jamás se le sometió a un escrutinio público ni se revelaron detalles incómodos de su intimidad ni se puso en duda su adscripción identitaria. Todas sus marcas fueron aceptadas con la conformidad honorable que se espera de quienes pierden en una competencia deportiva. Porque esa es una de las condiciones de la masculinidad ideal: el reconocimiento de la superioridad del macho dominante.

Aquí hay claridad: algunos hombres son extraordinarios y, en el deporte varonil, el límite es el cielo. Cada nueva justa entregará nuevos récords. Más rápido, más alto, más fuerte. Los hombres extraordinarios figuran como la demostración inequívoca de ese afán masculino de crecer, aguantar, superar, demostrar, vencer. En los héroes deportivos se reflejan los anhelos de cada varón particular y el triunfo del héroe es el triunfo del hombrecito común y corriente que ve demostrada la supremacía de su sexo en la marca olímpica: si Phelps gana, ganan todos.

Desde luego hay matices y hay rivalidades y hay hooligans y barras y disturbios callejeros. Hay trampas, descalificaciones por doping, discriminación, racismo, clasismo, chovinismo. La escena deportiva admite a la vez las noblezas más altas y las más ruines mezquindades. Por eso las asociaciones internacionales se blindan con reglamentaciones interminables: para demostrar al ojo público que las corruptelas de la avaricia humana no pueden tocarlas. Por eso en 2023 el Comité Olímpico Internacional desconoció definitivamente a la Asociación Internacional de Boxeo como árbitro legítimo de esa disciplina: porque por lo menos desde 2019, en la IBA hay evidencia de corrupción, falta de transparencia financiera y falta de claridad en el nombramiento de jueces y de réferis. Así, el COI se deslinda de los negocios turbios.

También te puede interesar leer: "París 2024: nos reservamos el derecho de admisión".

Ahora bien, la descalificación de Imane Khelif y Lin Yu-ting por parte de la IBA ¿se puede contar entre los negocios turbios que empañan a la asociación? Parece que sí. En 2023 aparecen dudas acerca de su “feminidad” y se les aplican pruebas —nadie sabe qué pruebas— cuyos resultados nunca se hacen públicos —dizque para proteger sus privacidades—, pero en un mensaje informal, el presidente de la IBA, Umar Kremlev, aduce a pruebas de ADN y a cromosomas XY. Lo extraño es que ambas atletas tenían un historial en la misma IBA.

En particular, Imane Khelif, en los Juegos Olímpicos de Tokio (2021) fue derrotada en cuartos de final por Kellie Harrington, y en 2022, la irlandesa Amy Broadhurst le ganó en la final del campeonato mundial de boxeo de Estambul —organizado por la IBA— y se quedó con la medalla de plata sin que nadie protestara. Para participar en ambas contiendas, Khelif tuvo que pasar pruebas de elegibilidad. Pero en 2023 le ganó a una rusa y, de pronto, la someten a otra prueba a partir de la cual la declaran inelegible. Khelif y su delegación protestan, pero no hay repercusiones. Al final del cuento, se trata de Argelia, un país chiquito, africano, musulmán, ¿a quién le importa?

El escándalo está teñido por los males de nuestro tiempo: desinformación, prejuicios, odio. En ese clima, cada quien es especialista en biología, endocrinología y cromatografía.

Khelif llega a París entre las 5 250 mujeres que participan por primera vez en cantidad paritaria y en su primera pelea vence en 46 segundos a la italiana Angela Carini, que se retira llorando porque “nunca había sentido tanto dolor por un golpe”. Y entonces estalla un escándalo de proporciones olímpicas, donde interviene prácticamente todo el mundo: desde el más remoto usuario de redes sociales hasta jefes de estado. El escándalo está teñido por los males de nuestro tiempo: desinformación, prejuicios, odio. En ese clima, cada quien es especialista en biología, endocrinología y cromatografía. Pero la prueba más contundente de lo que se afirma es el típico: “yo lo sé, a mí no me pueden engañar, lo vi con mis propios ojos, ¡es obvio!”

El escándalo obvia muchas cosas. Las pasa por alto olímpicamente. Pasa por alto que, para participar en juegos olímpicos, las mujeres deben demostrar que son mujeres. Pasa por alto que, en los juegos de París no participa ninguna mujer trans. Pasa por alto que en Argelia no hay ley de identidad de género y, por lo tanto, el Estado argelino nunca emitiría un pasaporte para una mujer trans. Pasa por alto, en resumen, que Imane Khelif es una mujer cis: una mujer asignada mujer al nacimiento que ha vivido toda su vida como mujer.

El problema es que boxea. Invade uno de los territorios más sagrados de la masculinidad. El último espacio del privilegio varonil, el último espacio donde se definía y se practicaba y se cultivaba la masculinidad ruda, fuerte, estoica, heroica, arriesgada, noble e impecable. El último símbolo de la separación de esferas. Y al invadir ese lugar, plantea serias dudas respecto de la diferenciación entre los sexos. Como lo hacen todas las deportistas.

El campo deportivo —el último coto de la masculinidad— fue creado y está estructurado para escenificar la supremacía varonil. Por eso, las mujeres atletas son construidas como biológicamente sospechosas y están sometidas a un esfuerzo continuado y activo de expulsión mediante fronteras celosamente vigiladas, y estrategias para mantener a las atletas en el lugar social y simbólico “al que pertenecen”.

El deporte organizado —del cual, los Juegos Olímpicos son paradigma— se inaugura con la prohibición explícita de la participación femenil. Cuando la prohibición deja de tener eficacia, se estructura el campo para reducir la presencia de las mujeres a su mínima expresión. El siglo XX va a restringir el desempeño deportivo femenil con múltiples estrategias, entre las cuales destacan la prueba de sexo, los códigos indumentarios, la creación de estereotipos, la sexualización y estigmatización de las atletas, la falta de cobertura mediática y los ataques públicos en los medios de comunicación de masas.

Si la feminidad ya no se muestra sumisa, frágil, indefensa, pequeñita, suave, sexi, dulce, grácil, ingrávida, amable y sonriente —como la que las atletas se ven obligadas a escenificar en los deportes apropiados para ellas—, entonces ¿dónde queda la supremacía varonil del guerrero fuerte, grande y poderoso?

El siglo XXI tiene que refinar las estrategias porque la participación femenina en el deporte adquiere una importancia inédita. Si la prueba de sexo en el siglo XX pasó de la exhibición obligatoria de la anatomía genital a la prueba de ADN —una larga y vergonzosa lista de atentados en contra de los derechos humanos—, en el siglo XXI, la prueba para medir los niveles de testosterona sigue causando estragos y se sigue usando, aunque cada vez haya más pruebas científicas de que no sirve para indicar la supuesta “ventaja injusta” de algunas mujeres, cuyo nivel de testosterona natural rebasa los rangos “normales”.

A fin de cuentas, lo que está en juego aquí es el propio significado de la masculinidad que solo puede medirse en oposición, en contraposición, en comparación con la feminidad. Si la feminidad ya no se muestra sumisa, frágil, indefensa, pequeñita, suave, sexi, dulce, grácil, ingrávida, amable y sonriente —como la que las atletas se ven obligadas a escenificar en los deportes apropiados para ellas—, entonces ¿dónde queda la supremacía varonil del guerrero fuerte, grande y poderoso?

También te puede interesar leer: "Emi, la historia de una joven científica transicionando en Mérida".

Lo único que puede salvar la supremacía varonil es la aplicación del doble estándar que juzga de manera diferenciada el desempeño deportivo de hombres y mujeres a partir de estereotipos, mandatos y expectativas de género. Si una mujer quiere destacar en la justa deportiva debe seguir unas simples reglas: Primero, dedicarse a los deportes aceptables, los que están claramente etiquetados como femeninos. Segundo, si neciamente se afilia a un deporte masculino, debe desplegar de manera acentuada su feminidad en todos los momentos posibles. Tercero, si se mete entre las patas de los caballos, es preferible no destacar, no llamar demasiado la atención (de todas formas, ya la afición de su país —su club de fans— le hará sentir la sangrienta crueldad del chovinismo frustrado, haga lo que haga). Cuarto, hay que ser bonita, sumisa, sonriente, agradecida, graciosa. Imane Khelif rompe todas las reglas.

¿Podemos imaginar al mundo indignado ante la injusticia biológica flagrante que han cometido Usain Bolt o Michael Phelps? ¿Podemos pensar al auditorio de los olímpicos exigiendo a ambos atletas que disminuyan sus niveles de testosterona, escrutando cada una de sus ventajas anatómicas, denunciándolas ante la sociedad, explicando cómo esas características únicas son las culpables de sus triunfos? ¿Nos los imaginamos demandando la descalificación de Leon Marchand “porque nada demasiado rápido”? ¿Nos imaginamos a los corredores en la línea de los 100 metros planos de los Juegos Olímpicos de Pekín llorando afrentados porque Usain Bolt los dejó atrás con un tiempo imbatible de 9.69 segundos y nunca habían visto a nadie correr a tal velocidad? ¿Alguien cuestiona su identidad? ¿Alguien pone en duda su sexualidad? ¿Alguien demanda una prueba cromosómica?

En cambio, la identidad de Imane Khelif se pone en entredicho. El argumento de la “ventaja competitiva” se esgrime para someterla a juicio público. Lo que se olvida es que en el deporte competitivo lo que está en juego no es la “justicia biológica” o la igualdad de condiciones corporales, sino precisamente lo contrario. La hazaña deportiva hacia donde apunta es hacia lo extraordinario. No obstante, todo parece indicar que las opiniones y los despliegues de superioridad moral emitidos en los medios no tienen que medirse por la verdad, la información o la reflexión crítica en un mundo donde el odio, las mentiras, los insultos, las calumnias, no tienen ninguna repercusión para quienes las emiten sin pudor en las redes sociales.

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Juegos Olímpicos de París 2024. Boxeo femenino. Arena, Villepinte, Francia. Imane Khelif de Argelia reacciona después de su pelea contra Anna Luca Hamori de Hungría. REUTERS/Peter Cziborra

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La boxeadora argelina, Imane Khelif, obtuvo la medalla de oro en los Juegos Olímpicos París 2024; sin embargo, a lo largo de la competencia fue juzgada brutalmente por su fuerza y su apariencia física, ¿qué hay detrás de la polémica por su supuesto exceso de testosterona?

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En 2023, la Asociación Internacional de Boxeo (IBA) descalificó en plena competencia a dos boxeadoras: la argelina Imane Khelif —hoy campeona olímpica en París 2024— y la taiwanesa Lin Yu-ting, en ambos casos, sin presentar pruebas del alegato de su inelegibilidad. La elegibilidad de una atleta mujer atraviesa reglas diferenciadas respecto de la elegibilidad de un atleta varón: al segundo jamás se le cuestiona la posesión de características anatómicas que representen una ventaja biológica. Michael Phelps no fue nunca descalificado por sus capacidades excepcionales y existe un reconocimiento extendido de que esa excepcionalidad es la clave de sus triunfos. Ninguno de sus oponentes, ninguna asociación nacional de natación, ningún juez, ningún periodista, ningún influencer en redes sociales, nadie puso en duda la legitimidad de sus medallas. Jamás se le sometió a un escrutinio público ni se revelaron detalles incómodos de su intimidad ni se puso en duda su adscripción identitaria. Todas sus marcas fueron aceptadas con la conformidad honorable que se espera de quienes pierden en una competencia deportiva. Porque esa es una de las condiciones de la masculinidad ideal: el reconocimiento de la superioridad del macho dominante.

Aquí hay claridad: algunos hombres son extraordinarios y, en el deporte varonil, el límite es el cielo. Cada nueva justa entregará nuevos récords. Más rápido, más alto, más fuerte. Los hombres extraordinarios figuran como la demostración inequívoca de ese afán masculino de crecer, aguantar, superar, demostrar, vencer. En los héroes deportivos se reflejan los anhelos de cada varón particular y el triunfo del héroe es el triunfo del hombrecito común y corriente que ve demostrada la supremacía de su sexo en la marca olímpica: si Phelps gana, ganan todos.

Desde luego hay matices y hay rivalidades y hay hooligans y barras y disturbios callejeros. Hay trampas, descalificaciones por doping, discriminación, racismo, clasismo, chovinismo. La escena deportiva admite a la vez las noblezas más altas y las más ruines mezquindades. Por eso las asociaciones internacionales se blindan con reglamentaciones interminables: para demostrar al ojo público que las corruptelas de la avaricia humana no pueden tocarlas. Por eso en 2023 el Comité Olímpico Internacional desconoció definitivamente a la Asociación Internacional de Boxeo como árbitro legítimo de esa disciplina: porque por lo menos desde 2019, en la IBA hay evidencia de corrupción, falta de transparencia financiera y falta de claridad en el nombramiento de jueces y de réferis. Así, el COI se deslinda de los negocios turbios.

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Ahora bien, la descalificación de Imane Khelif y Lin Yu-ting por parte de la IBA ¿se puede contar entre los negocios turbios que empañan a la asociación? Parece que sí. En 2023 aparecen dudas acerca de su “feminidad” y se les aplican pruebas —nadie sabe qué pruebas— cuyos resultados nunca se hacen públicos —dizque para proteger sus privacidades—, pero en un mensaje informal, el presidente de la IBA, Umar Kremlev, aduce a pruebas de ADN y a cromosomas XY. Lo extraño es que ambas atletas tenían un historial en la misma IBA.

En particular, Imane Khelif, en los Juegos Olímpicos de Tokio (2021) fue derrotada en cuartos de final por Kellie Harrington, y en 2022, la irlandesa Amy Broadhurst le ganó en la final del campeonato mundial de boxeo de Estambul —organizado por la IBA— y se quedó con la medalla de plata sin que nadie protestara. Para participar en ambas contiendas, Khelif tuvo que pasar pruebas de elegibilidad. Pero en 2023 le ganó a una rusa y, de pronto, la someten a otra prueba a partir de la cual la declaran inelegible. Khelif y su delegación protestan, pero no hay repercusiones. Al final del cuento, se trata de Argelia, un país chiquito, africano, musulmán, ¿a quién le importa?

El escándalo está teñido por los males de nuestro tiempo: desinformación, prejuicios, odio. En ese clima, cada quien es especialista en biología, endocrinología y cromatografía.

Khelif llega a París entre las 5 250 mujeres que participan por primera vez en cantidad paritaria y en su primera pelea vence en 46 segundos a la italiana Angela Carini, que se retira llorando porque “nunca había sentido tanto dolor por un golpe”. Y entonces estalla un escándalo de proporciones olímpicas, donde interviene prácticamente todo el mundo: desde el más remoto usuario de redes sociales hasta jefes de estado. El escándalo está teñido por los males de nuestro tiempo: desinformación, prejuicios, odio. En ese clima, cada quien es especialista en biología, endocrinología y cromatografía. Pero la prueba más contundente de lo que se afirma es el típico: “yo lo sé, a mí no me pueden engañar, lo vi con mis propios ojos, ¡es obvio!”

El escándalo obvia muchas cosas. Las pasa por alto olímpicamente. Pasa por alto que, para participar en juegos olímpicos, las mujeres deben demostrar que son mujeres. Pasa por alto que, en los juegos de París no participa ninguna mujer trans. Pasa por alto que en Argelia no hay ley de identidad de género y, por lo tanto, el Estado argelino nunca emitiría un pasaporte para una mujer trans. Pasa por alto, en resumen, que Imane Khelif es una mujer cis: una mujer asignada mujer al nacimiento que ha vivido toda su vida como mujer.

El problema es que boxea. Invade uno de los territorios más sagrados de la masculinidad. El último espacio del privilegio varonil, el último espacio donde se definía y se practicaba y se cultivaba la masculinidad ruda, fuerte, estoica, heroica, arriesgada, noble e impecable. El último símbolo de la separación de esferas. Y al invadir ese lugar, plantea serias dudas respecto de la diferenciación entre los sexos. Como lo hacen todas las deportistas.

El campo deportivo —el último coto de la masculinidad— fue creado y está estructurado para escenificar la supremacía varonil. Por eso, las mujeres atletas son construidas como biológicamente sospechosas y están sometidas a un esfuerzo continuado y activo de expulsión mediante fronteras celosamente vigiladas, y estrategias para mantener a las atletas en el lugar social y simbólico “al que pertenecen”.

El deporte organizado —del cual, los Juegos Olímpicos son paradigma— se inaugura con la prohibición explícita de la participación femenil. Cuando la prohibición deja de tener eficacia, se estructura el campo para reducir la presencia de las mujeres a su mínima expresión. El siglo XX va a restringir el desempeño deportivo femenil con múltiples estrategias, entre las cuales destacan la prueba de sexo, los códigos indumentarios, la creación de estereotipos, la sexualización y estigmatización de las atletas, la falta de cobertura mediática y los ataques públicos en los medios de comunicación de masas.

Si la feminidad ya no se muestra sumisa, frágil, indefensa, pequeñita, suave, sexi, dulce, grácil, ingrávida, amable y sonriente —como la que las atletas se ven obligadas a escenificar en los deportes apropiados para ellas—, entonces ¿dónde queda la supremacía varonil del guerrero fuerte, grande y poderoso?

El siglo XXI tiene que refinar las estrategias porque la participación femenina en el deporte adquiere una importancia inédita. Si la prueba de sexo en el siglo XX pasó de la exhibición obligatoria de la anatomía genital a la prueba de ADN —una larga y vergonzosa lista de atentados en contra de los derechos humanos—, en el siglo XXI, la prueba para medir los niveles de testosterona sigue causando estragos y se sigue usando, aunque cada vez haya más pruebas científicas de que no sirve para indicar la supuesta “ventaja injusta” de algunas mujeres, cuyo nivel de testosterona natural rebasa los rangos “normales”.

A fin de cuentas, lo que está en juego aquí es el propio significado de la masculinidad que solo puede medirse en oposición, en contraposición, en comparación con la feminidad. Si la feminidad ya no se muestra sumisa, frágil, indefensa, pequeñita, suave, sexi, dulce, grácil, ingrávida, amable y sonriente —como la que las atletas se ven obligadas a escenificar en los deportes apropiados para ellas—, entonces ¿dónde queda la supremacía varonil del guerrero fuerte, grande y poderoso?

También te puede interesar leer: "Emi, la historia de una joven científica transicionando en Mérida".

Lo único que puede salvar la supremacía varonil es la aplicación del doble estándar que juzga de manera diferenciada el desempeño deportivo de hombres y mujeres a partir de estereotipos, mandatos y expectativas de género. Si una mujer quiere destacar en la justa deportiva debe seguir unas simples reglas: Primero, dedicarse a los deportes aceptables, los que están claramente etiquetados como femeninos. Segundo, si neciamente se afilia a un deporte masculino, debe desplegar de manera acentuada su feminidad en todos los momentos posibles. Tercero, si se mete entre las patas de los caballos, es preferible no destacar, no llamar demasiado la atención (de todas formas, ya la afición de su país —su club de fans— le hará sentir la sangrienta crueldad del chovinismo frustrado, haga lo que haga). Cuarto, hay que ser bonita, sumisa, sonriente, agradecida, graciosa. Imane Khelif rompe todas las reglas.

¿Podemos imaginar al mundo indignado ante la injusticia biológica flagrante que han cometido Usain Bolt o Michael Phelps? ¿Podemos pensar al auditorio de los olímpicos exigiendo a ambos atletas que disminuyan sus niveles de testosterona, escrutando cada una de sus ventajas anatómicas, denunciándolas ante la sociedad, explicando cómo esas características únicas son las culpables de sus triunfos? ¿Nos los imaginamos demandando la descalificación de Leon Marchand “porque nada demasiado rápido”? ¿Nos imaginamos a los corredores en la línea de los 100 metros planos de los Juegos Olímpicos de Pekín llorando afrentados porque Usain Bolt los dejó atrás con un tiempo imbatible de 9.69 segundos y nunca habían visto a nadie correr a tal velocidad? ¿Alguien cuestiona su identidad? ¿Alguien pone en duda su sexualidad? ¿Alguien demanda una prueba cromosómica?

En cambio, la identidad de Imane Khelif se pone en entredicho. El argumento de la “ventaja competitiva” se esgrime para someterla a juicio público. Lo que se olvida es que en el deporte competitivo lo que está en juego no es la “justicia biológica” o la igualdad de condiciones corporales, sino precisamente lo contrario. La hazaña deportiva hacia donde apunta es hacia lo extraordinario. No obstante, todo parece indicar que las opiniones y los despliegues de superioridad moral emitidos en los medios no tienen que medirse por la verdad, la información o la reflexión crítica en un mundo donde el odio, las mentiras, los insultos, las calumnias, no tienen ninguna repercusión para quienes las emiten sin pudor en las redes sociales.

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