Lucha libre al extremo en un deshuesadero de Tultitlán

Lucha extrema (y muy libre) en un deshuesadero de Tultitlán

Para toda persona que ya no siente nada con la lucha libre tradicional (desde las butacas o en el ring), está la lucha extrema. Y a pesar de tanto dolor, sangre y vidrios rotos, lo que Zona 23 propone es un espectáculo familiar.

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La cita es la tarde de un domingo a inicios de año en un deshuesadero de autos en el municipio de Tultitlán, Estado de México. Una zona polvosa, sucia y cubierta de concreto, a unos 30 kilómetros al norte de la Ciudad de México, donde el asomo de un árbol es un lujo. Pero aquí nadie viene a por un remanso de paz o a conectar con la naturaleza, sino todo lo contrario: los asistentes quieren disfrutar con la visión de dos hombres (o dos mujeres) que se golpean con parabrisas o focos de lámparas, que se engrapan la frente o se azotan contra los cofres de carros desvencijados.

El público, hombres y mujeres por igual, algunos extranjeros, obtiene lo que busca. La sangre salpica. Las cortaduras con vidrios son reales. Pero no hay nada clandestino ni inusitado en ello. Todos han pagado 250 pesos para ser testigos del dolor, para sentir algo de verdad. Ver a alguien sufriendo es parte de su plan de domingo, tan familiar que hay parejas que llevan a sus niños.   

Desde hace ocho años, Zona 23 se ha erigido como una alternativa de lucha libre en la que todo se vale. Lejos de recintos tradicionales como la Arena México o la Coliseo, y de la parafernalia de Pentagón Jr. o Místico, la propuesta es simple: llevar al extremo los golpes y la posibilidad de lesiones. 

“Siempre fui fan de la lucha libre. Desde niño veía las luchas los sábados y domingos por la televisión, y durante varios años fui a la Arena México. Pero llega un momento en que te da güeva, ¿no? Mucha coreografía, es puro show, pura faramalla, la neta. Un amigo me dijo que existía Zona 23 y me trajo hace unos meses, y me gustó un chingo porque es real. Hay sangre y se madrean en serio, ¿no? Todos venimos aquí porque buscamos algo más, algo que te emocione”, dice Juan Carlos, un asistente al show, mientras sostiene un vaso de cerveza y sonríe emocionado. 

Zona 23 es un sitio donde la lucha libre se torna altamente sangrienta y distinta a lo visto en otras arenas. Fotografías de Haarón Álvarez.

Una clave policiaca

Zona 23 debe su nombre a una clave usada por la policía del Estado de México para referirse a una persona alcoholizada, drogada. Así que, literalmente, es una “zona de borrachera”: un lugar para desinhibirse. 

Abel Guerrero es el fundador y promotor de este espacio. La primera función se llevó a cabo el 10 de julio de 2016, aunque Guerrero comenzó a rentar el deshuesadero como escenario el 20 de noviembre de ese año. Como su familia tiene negocios de grúas, cada vez que hay función les pide ayuda para arrastrar vehículos viejos y dejar libre el área de lucha.

“Como tal, el concepto de lucha libre extrema ya existe tanto en México como en Estados Unidos. ¿no? [se refiere a ciertos torneos o al negocio de empresas productoras derivadas de lo mainstream, con una lucha estilo ‘rudos contra rudos’ sobre el ring], pero quisimos darle un toque único, que fuera en medio de un deshuesadero y que los mismos autos sirvieran para las peleas”, recuerda Guerrero.

“Me gustó un chingo porque es real. Hay sangre y se madrean en serio, ¿no? Todos venimos aquí porque buscamos algo más, algo que te emocione”, Juan Carlos, asistente al show.

El deshuesadero se ubica en la avenida López Portillo, a unos pasos del Mexibús Ciudad Labor, y de lunes a sábado opera con normalidad: se venden autopartes usadas, se desmantelan vehículos. Pero en los domingos de función, un cuadrilátero rentado se instala en el patio principal, junto con el sistema de sonido. También se ponen puestos de cervezas, refrescos y algo de comida papas, tacos de canasta, sopas instantáneas. Nada muy diferente a lo que podría verse, por ejemplo, en una feria de barrio, solo que en Zona 23 no se da el grito tradicional de ¡Lucharán a dos de tres caídas sin límite de tiempo! No. Esta lucha extrema es de un solo round, que puede durar hasta media hora.

¿Cuál es el límite de violencia en las luchas de Zona 23? —se le pregunta.

No hay límite —responde tranquilo Guerrero.

Se cortan, se entierran vidrios, se azotan en cofres de autos… 

Para eso tenemos un buen equipo de paramédicos.

¿Alguien ha salido en ambulancia?

Hasta ahora, no. Somos la promotora más violenta de México y nunca nadie ha ido a dar al hospital, dice el promotor con orgullo.

Guerrero tuvo la idea de crear el espectáculo después de asistir a una función de lucha extrema que lo decepcionó: no había lámparas rotas, no había nada de la violencia que le habían prometido. Él quería ver y sentir algo más. Comenzó a imaginar que un día él organizaría una buena función de lucha libre, en la que hubiera de todo. “Una cosa es decir que tú puedes hacerlo mejor, y otra de verdad hacerlo”. Y él lo logró.

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Esta lucha extrema es de un solo round, que puede durar hasta media hora. Fotografías de Haarón Álvarez.

Yo quería que mostráramos un estilo único, algo diferente. Y el deshuesadero me pareció el espacio ideal. Y desde entonces no hemos parado, hacemos unas ocho o diez funciones al año y cada vez viene más gente…

El espacio no es cómodo. Todo huele a grasa vieja, a mugre, a polvo. La mayoría del público está de pie; solo unos cuantos tienen silla en primera fila, pero han pagado casi el doble por la entrada. Los más avispados se instalan en las cabinas de los tráileres y autos destartalados. Bajo el sol a plomo (o la ocasional lluvia), cualquier espacio semitechado es un palco VIP.

Hay gente que cree que la lucha libre es fingida, que la sangre es falsa, pero yo los invito a que vengan, para que vean si esto es falso —reta Guerrero.

Viejas y nuevas leyendas

Esta mañana del domingo 21 de enero, es fría, lluviosa. Es la primera función del año. Han puesto una lona sobre el cuadrilátero. Comienza el show con unos 200 espectadores.

La primera función incluye a los luchadores Sobredosis, Dragón y Macuarro; éste último es el más veterano, y formó parte de la dinastía de Los Porros, nombrados así en honor a la huelga de 1999 de la UNAM. Este grupo perteneció a la AAA, una de las promotoras más importantes de México, cuyas luchas aún se transmiten por televisión abierta.

Como la mayoría de la gente está de pie, es libre de deambular y seguir a los luchadores cuando no están en el ring. Tal cual, pueden arremolinarse en torno a ellos o seguirlos si es que deciden azotarse contra un auto. El público los graba con sus smartphones, quieren conservar cada golpe, cada patada.

Macuarro sale victorioso. No tiene clemencia: rompe parabrisas en las cabezas de sus rivales, blande un palo forrado con alambre de púas y los golpea en la espalda, les rompe lámparas en las cabezas. Pero su truco emblemático es enterrar grapas metálicas en las frentes de sus rivales. Los otros dos quedan tirados en el suelo, abatidos.

Desde hace 35 años me dedico a esto. Pero así, en el estilo extremo, unos 20. Ahorita vengo regresando a la lucha, gracias a Dios.

¿Te tomaste un receso?

Hace poco perdí dos dedos en mi trabajo de carpintero, pero traemos muchas ganas… —dice mientras muestra su mano dispareja.

Habla mientras trae el rostro cubierto de sangre. Está tranquilo. Su apariencia —una gran calva, restos de cabello negro a los lados— recuerda a Héctor Salamanca, el personaje de la serie Breaking Bad que elimina a Gus Fring con una bomba escondida en su silla de ruedas. Un niño se le acerca para pedirle una foto. Él sonríe. El pequeño posa con los brazos como si tuviera músculos. Su papá toma una foto con celular, antes de que Macuarro siga su camino al camerino para limpiarse la sangre. 

¿No le importa que su hijo vea violencia?

A mi hijo le gusta la lucha libre. Es todo, no tiene nada de malo… Mi papá me llevaba de niño a las luchas y yo hago lo mismo con él, responde tranquilo el padre de familia.

“Hay gente que cree que la lucha libre es fingida, que la sangre es falsa, pero yo los invito a que vengan, para que vean si esto es falso”, Abel Guerrero, promotor de Zona 23.

Entre el público está Luis Sánchez, un periodista del sitio web Sin Aflojar, especializado en lucha libre en la capital y el Estado de México. Ya perdió la cuenta de cuántos enfrentamientos ha visto en un ring. Pero sabe que Zona 23 es única en su estilo.

Lo que hace la diferencia entre la lucha tradicional y la extrema es el corazón que ponen los luchadores, porque al trabajo y a los madrazos no cualquiera le entra… Aquí todo es real, es crudo. La gente puede decir: “Ayyy, si hasta se ponen de acuerdo”, pero la verdadera lucha libre es como bailar: se da, fluye, se va acomodando. Y aquí se acomodan madrazos.

Mientras en la Arena México o en la López Mateos, ubicada en Tlalnepantla, Estado de México, las luchas se caracterizan por las tradicionales llaves, contrallaves y acrobacias, en el deshuesadero rigen otros códigos.

Aquí los luchadores y la gente vienen por la adrenalina y porque hacen cosas diferentes. Una vez, en lugar de poner cuerdas en el cuadrilátero, pusieron alambre de púas que además estaba electrificado. Así que cada vez que se lanzaban a las cuerdas, se electrocutaban. Ese día la gente estaba bien emocionada —recuerda Sánchez.

Cada función tiene modificaciones, algún giro que las hace únicas. En febrero de este año, por ejemplo, la lucha estelar fue dentro de una jaula y en el ring se colocaron focos, sillas, palos y demás instrumentos para que los luchadores se golpearan. 

La vida activa de los luchadores del deshuesadero también es más corta, a diferencia de sus homólogos de la lucha tradicional. “Para todo hay gusto, pero aquí un luchador sí se consume más rápido, por el tipo de lesiones”, explica el periodista.

Hay gente que cree que la lucha libre es fingida, que la sangre es falsa, pero en Zona 23 todo es real. Fotografías de Haarón Álvarez.

Ambiente familiar

Jorge llegó hace un año y medio al deshuesadero, como aficionado. Viste una playera con el logo de Zona 23 que intercambió en su primera visita. “Yo traía una playera del equipo de futbol Toluca y llegó un chavo y me dijo: ‘Te la cambio’, y dije ¡va! Y ahora cada vez que vengo, me la pongo como mi uniforme”.

Desde que tenía cuatro años de edad comenzó a ver lucha libre con su familia. Fue seguidor de Atlantis y Octagón, aquellos luchadores que fueron leyenda en los años 90, y hasta películas protagonizaron. Durante décadas siguió las peleas, hasta que se volvieron rutinarias, predecibles. Y así llegó a este deshuesadero en Tultitlán.

De aquí me gusta que empiezan con las llaves, con lo tradicional, pero ya después sacan el parabrisas, los sillazos, el alambre de púas… No sé, es algo que te llena, te da adrenalina. La verdad, me emociono como cuando era niño.

Contrario a lo que se puede pensar, en el deshuesadero la violencia profesional no se contagia entre el público. Habrá algunos empujones en la “bola” que se forma para ver a los luchadores trenzados en el suelo, pero nada más. “La gente alburea, dicen groserías… lo normal en una función de lucha libre, pero nunca me ha tocado ver que el público se agreda, no hay gente ‘malacopa’, todos respetan”, dice Jorge.

Cada que acaba una pelea y los luchadores dejan el ring para volver al camerino unos cuartos improvisados que tienen como sillas viejos asientos de autos—, niños y fans se acercan a pedir un autógrafo o una fotografía, una selfie. No siempre tienen esa oportunidad. En ocasiones los luchadores salen tan golpeados, que el grupo de paramédicos los saca cargando, directo a recibir atención médica.

A veces hay que suturar heridas, vendar. Pero nada grave. Todos son profesionales —asegura Abel Guerrero, el organizador.

La lucha empieza con las llaves tradicionales y conforme se intensifica aparecen los azotes en el parabrisas, los sillazos, el alambre de púas. Fotografías de Haarón Álvarez.

Mujeres extremas

Su nombre de batalla es Baby Judas, pero en su familia todos la conocen como Teresa García. Ha peleado decenas de veces, pero solo una vez se ha subido al ring de Zona 23. Aún recuerda las puntadas en el cuero cabelludo que le quedaron después de que le rompieran un par de lámparas, de ésas fluorescentes y largas que alumbran oficinas. “El dolor de un lamparazo en la cabeza no se compara a ningún azotón o una llave”, dice.

Desde hace diez años lucha y sabe que para las mujeres el cuadrilátero tiene más obstáculos: “La lucha femenil siempre ha sido menospreciada, tanto por el público como por las propias compañeras, que no le ponen empeño”. Es robusta, de piernas y brazos anchos, morena y cabello negro. En su vida cotidiana es instructora de fisicoculturismo. “Las pesas, la lucha y mi casita son mi vida, a eso me dedico”, explica. Pertenece al equipo ‘infierno’, que básicamente significa que es del equipo ‘rudo’, los “malos”, que se enfrentan contra los técnicos. 

“En la lucha extrema sí sobrepasas ciertos límites de dolor que no te imaginas, y eso te causa mucha adrenalina. Y ése es parte del problema, porque te puedes hacer adicta. Hay mucha gente que después regresa a la lucha tradicional y dice: ‘No, aquí no siento nada, me aburre, mejor me quedo en la lucha extrema’, y está cabrón”, dice Baby Judas.

Hay un momento que no olvida en su paso por Zona 23: cuando sintió la primera gota de sangre caliente escurriendo sobre su frente. Algo en ella se activó. “No sé cómo explicarlo, pero cuando sentí esa gota, ya no pude detenerme, y quise más y más”. 

Mientras ella habla, cuatro mujeres se enfrentan en el ring. Vuelan sillas y pedazos de parabrisas. La gente grita, las anima a golpearse con más fuerza.

La verdad, las peleas de mujeres pueden ser más violentas que las de hombres, no sé por qué, pero se dan con todo— dice Luis Sánchez, el periodista de lucha libre.

Baby Judas confirma. En todas las luchas extremas de mujeres que ha visto, ellas suelen golpearse con más fuerza. “A veces hasta es más difícil para los réferis separarlas”, dice. En esta lucha los réferis no separan a los luchadores, sean hombres y mujeres. El encuentro se acaba hasta que se acaba, hasta que tienen la espalda sobre el suelo y cuentan tres.

Ella no sabe cuándo volverá a subirse al ring. Aún está sanando de una lesión en una rodilla. Quiere entrenar bien, prepararse para dar una pelea digna, y no perder como la primera vez que se presentó en el deshuesadero contra la Guerrera Negra, una luchadora brava, chaparrita.

La verdad sí me hace ilusión volver a presentarme. Quiero hablar con el promotor y programar una lucha. Aún no sé contra quién me quiero enfrentar… No sé si pedirle revancha a la Guerrera Negra o buscar otra rival. Pero sí quiero, entre que me da nervio y me emociona. Es una sensación que solo estando ahí arriba puedes entender.

Sentir algo diferente, algo más real. Como una gota de sangre escurriendo por tu frente que te da vida, y quieres más. 

 


RAFAEL CABRERACiudad de México, 1983. Periodista por la UNAM y el CIDE. Su trabajo gira en torno a archivos históricos, transparencia y consumo de drogas. Da clases en la Universidad Iberoamericana. Ha publicado desde 2003 en medios nacionales e internacionales, incluidos Aristegui NoticiasAPUnivisión y Gatopardo. Es coautor de la investigación “La casa blanca de Peña Nieto” y de Debo olvidar que existí, una biografía sobre la escritora mexicana Elena Garro. En el pódcast Así Como Suena acaba de publicar el episodio titulado “Amor de cristal”, una historia sobre amor gay y consumo de metanfetaminas.

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