Suicidios colectivos: La factura del fanatismo religoso - Gatopardo

Suicidios colectivos: La factura del fanatismo religioso

Esta es la historia de cuatro sectas cuyos líderes, de aires mesiánicos, alcanzaron dominación total de sus fieles y adeptos al grado de convencerlos del suicidio en masa. Cinco fenómenos sociales donde se violaron los derechos humanos.

Tiempo de lectura: 7 minutos

En el siglo pasado preponderó la incertidumbre y las tensiones sociales, caldo de cultivo de suicidios colectivos que sorprendieron al mundo. En parte, resultado del impulso que tomaron ciertos líderes religiosos para construir sectas y cultos, que les permitieran alcanzar bienestar económico y una fuente inagotable de satisfacción a sus necesidades mesiánicas. Las carencias emocionales, intelectuales y sociales de los adeptos fueron (o son aún) el arma más poderosa para que, mediante discursos y prácticas coercitivas, estos líderes alcanzaran dominación y devoción total de sus fieles, al grado de convencerlos de que el suicidio es la única catarsis posible para superar su naturaleza mundana. Aunque la muerte fue concebida por esta sectas como un acto de redención, estos suicidios en masa se traducen en la historia como eventos siniestros y lastimosos.

Templo del pueblo (Jonestown)

En su momento fue clasificado como el suicidio masivo “más grande de la historia”. Tiene sus antecedentes en Indianápolis, Estados Unidos en los años 50, cuando el pastor Jim Jones fundó el Templo del Pueblo, secta que buscaba la integración racial y el derrocamiento del sistema capitalista a través del “socialismo religioso”. En un contexto de fundamentalismo cristiano y segregación racial, estos “ideales” lograron que, para mediados de los 60, la secta tuviera aproximadamente 3,000 fieles, de los cuales tres cuartas partes eran afroamericanos.

Jim Jones atrajo proselitistas no sólo con su gran capacidad discursiva, sino también a través del trabajo social que realizaba con las personas que vivían en la calle, las “curaciones por la fe” con las que “demostraba” que tenía el poder de levantar inválidos de sus sillas de ruedas; y la formación de una “familia arcoíris”, en la que el pastor adoptó seis niños de diferentes razas para demostrar que en el Templo del Pueblo no existían las fronteras raciales.

Pero lo que prometió ser un “paraíso socialista” pronto se convirtió en un calvario de explotación laboral y de feroces palizas y amenazas en contra de las personas que intentaban abandonar la secta. Atosigado por las acusaciones de la prensa, Jim Jones terminó por huir a Guyana, seguido de aproximadamente 900 proselitistas. Allí fundó Jonestown, una granja en la que las personas, incluidos los niños, eran obligados a criar animales y a trabajar las tierras seis días a la semana, de sol a sol.

El cénit de la desgracia, el 17 de noviembre de 1978, luego de que el congresista estadounidense, Leo Ryan, acompañado de una comitiva, visitó la granja para invitar a los fieles a que regresaran con él a Estados Unidos, varios miembros decidieron abandonar el Templo del Pueblo, pero antes de lograr salir de Guayana, los desertores, la comitiva y Leo Ryan fueron asesinados a balazos por miembros de la secta.

Esa misma noche, Jim Jones reunió a todos los miembros. Con un discurso persuasivo en el que les prometía que la muerte sería el ascenso a un “nuevo nivel” espiritual, convenció a los fieles de comerte suicidio mediante envenenamiento.

Lo que fue calificado de “suicidio”, en voz de los sobrevivientes en realidad fue un asesinato masivo, ya que las víctimas adultas fueron obligadas a tomar cianuro, no sin haber suministrado la misma sustancia a sus propios hijos mediante jugos e inyecciones. Entre mujeres, hombres, niños y ancianos, sobre el suelo de Jonestown, un total de 918 personas murieron. Jim Jones no tomó veneno, murió esa misma noche de un balazo en la cabeza. No se sabe si él mismo se disparó u obligó a alguien más a hacerlo. 

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