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En marzo de este año, las bandas se unieron para causar destrozos en la ciudad, empeorando aún más la crisis que ya se venía gestando desde hace años. Una de las zonas de clase media, Carrefour, fue totalmente saqueada y destruida, lo que obligó a sus habitantes a huir de la zona y, en algunos casos, del país. Ahora es un área gris, sin servicios, y controlada por soldados de las bandas: niños y jóvenes armados de entre 10 y 20 años que patrullan mientras escuchan rap, fuman marihuana, beben alcohol y se olvidan de la vida que alguna vez tuvieron.
La violencia y las guerras internas han hecho de Haití, una pequeña isla caribeña, la presa perfecta para pandillas, militares y fuerzas armadas ilegales. Un fotoperiodista relata su recorrido por una tierra que parece abandonada.
Una multitud se reúne alrededor del Palacio Nacional. En sus manos portan escobas y machetes con los que comenzarán la limpieza de los barrios que, desde hace unos meses, se encontraban en manos de las violentas pandillas, las cuales hasta ahora siguen dominando la mayoría del territorio de Haití. En las calles hay toneladas de basura por todos lados y los edificios que rodean la sede presidencial se encuentran abandonados y con las huellas de las batallas libradas entre las fuerzas gubernamentales y los pandilleros.
Hay cientos de casquillos de balas en el piso, llantas quemadas, millones de vidrios rotos y, desgraciadamente, también encontramos restos óseos humanos de los cadáveres de víctimas que nadie reclamó; se quedaron ahí, tendidos a su suerte.
No es complicado ser testigo de la profunda ruptura social por la que pasa el país caribeño. Es bastante común escuchar cerca y a lo lejos tiroteos durante todo el día que se acrecientan durante la noche, rompiendo el silencio sepulcral del Puerto en estado de sitio. Durante algunos recorridos que realizamos en las inmediaciones del hotel encontramos más de una ocasión cuerpos abandonados, frescos, de hombres ejecutados recientemente, los que, si nadie reclama, estarán ahí para que alguien tenga la piedad de por lo menos quemarlos. De otro modo, quedarán a merced de animales carroñeros que los devorarán a la vista de todos sin que nadie mueva un dedo.
Hace unas semanas una fuerza policial multinacional, liderada por Kenia, llegó a Haití para encabezar la lucha en contra de las pandillas. El primer ministro, Garry Conille, ha prometido a la población restaurar el orden y la paz, así como llevar a la justicia a los líderes de las bandas; sin embargo, hasta ahora el único logro visible es la limpieza de las calles.
Cercano al Palacio Nacional se encuentra el hoy destruido Hospital General; su fachada está severamente dañada por los enfrentamientos. Durante meses estuvo ocupado por miembros de las pandillas que saquearon las instalaciones.
El interior es el escenario perfecto para una película de terror. En el suelo se aprecian marcas de cuerpos en descomposición cuya silueta está delimitada con precisión, a pesar de que los restos ya no están en el sitio. Kilos y kilos de basura están esparcidos por el suelo al lado de material médico como jeringas, vendas, estetoscopios, zapatos, batas médicas e incluso microscopios. Orificios de balas y ventanas rotas son la única entrada de luz para lo que antes fuera el hospital público más importante de Puerto Príncipe, hoy reducido a una macabra zona donde los muros seguramente atestiguaron horrores que pueden intuirse por los charcos de sangre seca y el alto nivel de destrucción. Se cuenta que durante el asalto al hospital los pacientes que no consiguieron huir quizá fueron ahí mismo ejecutados, quemados vivos o simplemente abandonados.
Desde el ataque al hospital hubo un sitio que logró salvarse: el ala psiquiátrica. Días antes de la liberación del centro médico, un hombre nos llamó a mí y a un colega de manera sigilosa a través de una rendija de la puerta. A pesar de la desconfianza, entramos y fuimos testigos de las terribles condiciones de los “sobrevivientes”. La visión fue dantesca.
Los pacientes psiquiátricos estaban encerrados y sólo se les alimentaba con lo que se podía hallar. Una familia los cuidaba desde afuera de las celdas y se preocupaban por la situación. Resistieron la violencia al hospital, pero desgraciadamente quedaron olvidados y en condiciones deplorables. Las mujeres, tal vez 20, yacían confinadas, con heridas abiertas, y muchas de ellas sin ropa alguna padeciendo severas crisis y añorando comida o dinero. Había celdas clausuradas por completo y nadie sabía qué podía haber adentro. Sus cuerpos se veían desnutridos y sin la mínima higiene. Hubo quienes nos saludaron e incluso sonreían. Otras deambulaban por el lugar con sus delgadísimos cuerpos desnudos. En la lejanía se escuchaban fuertes gritos y lamentos ahogados detrás de las puertas cerradas.
Regresé una semana después de la liberación del hospital para ver si era otra la situación. Si bien es cierto que limpiaron un poco, las mujeres seguían encerradas bajo llave y sin ayuda aparente.
Por ahora, las pandillas aún controlan el territorio capitalino. Puerto Príncipe es un campo de batalla activo en el que todos los días se pueden escuchar tiroteos a cualquier hora mientras los pocos kenianos que han llegado cuidan algunos edificios y embajadas. Son los policías locales quienes con desgano suben a sus vehículos blindados y realizan patrullaje. Durante el día es común ver estos rinocerontes de hierro recorrer las calles donde eventualmente un oficial saca la cabeza y muestra su arma fuera de la torreta. También es un secreto a voces que la policía ha cobrado venganza contra las pandillas y realizan ejecuciones. Ni hablar de los elementos policiales también coludidos con las bandas.
Desde las calles no se percibe un cambio. Sin embargo, algunos haitianos confían en que la situación puede llegar a mejorar. Los domingos, días profundamente religiosos, suele haber un poco de calma. Las familias van a la iglesia e incluso algunos barrios tratan de regresar a la vida cotidiana en la que se puede tener una partida de dominó con los amigos; también ya puede encontrarse a niños y adultos que juegan futbol por las calles cuando la tarde comienza a caer.
Ojalá todos los días fueran domingo para que los niños tomaran un balón de futbol y no un arma.
La violencia y las guerras internas han hecho de Haití, una pequeña isla caribeña, la presa perfecta para pandillas, militares y fuerzas armadas ilegales. Un fotoperiodista relata su recorrido por una tierra que parece abandonada.
Una multitud se reúne alrededor del Palacio Nacional. En sus manos portan escobas y machetes con los que comenzarán la limpieza de los barrios que, desde hace unos meses, se encontraban en manos de las violentas pandillas, las cuales hasta ahora siguen dominando la mayoría del territorio de Haití. En las calles hay toneladas de basura por todos lados y los edificios que rodean la sede presidencial se encuentran abandonados y con las huellas de las batallas libradas entre las fuerzas gubernamentales y los pandilleros.
Hay cientos de casquillos de balas en el piso, llantas quemadas, millones de vidrios rotos y, desgraciadamente, también encontramos restos óseos humanos de los cadáveres de víctimas que nadie reclamó; se quedaron ahí, tendidos a su suerte.
No es complicado ser testigo de la profunda ruptura social por la que pasa el país caribeño. Es bastante común escuchar cerca y a lo lejos tiroteos durante todo el día que se acrecientan durante la noche, rompiendo el silencio sepulcral del Puerto en estado de sitio. Durante algunos recorridos que realizamos en las inmediaciones del hotel encontramos más de una ocasión cuerpos abandonados, frescos, de hombres ejecutados recientemente, los que, si nadie reclama, estarán ahí para que alguien tenga la piedad de por lo menos quemarlos. De otro modo, quedarán a merced de animales carroñeros que los devorarán a la vista de todos sin que nadie mueva un dedo.
Hace unas semanas una fuerza policial multinacional, liderada por Kenia, llegó a Haití para encabezar la lucha en contra de las pandillas. El primer ministro, Garry Conille, ha prometido a la población restaurar el orden y la paz, así como llevar a la justicia a los líderes de las bandas; sin embargo, hasta ahora el único logro visible es la limpieza de las calles.
Cercano al Palacio Nacional se encuentra el hoy destruido Hospital General; su fachada está severamente dañada por los enfrentamientos. Durante meses estuvo ocupado por miembros de las pandillas que saquearon las instalaciones.
El interior es el escenario perfecto para una película de terror. En el suelo se aprecian marcas de cuerpos en descomposición cuya silueta está delimitada con precisión, a pesar de que los restos ya no están en el sitio. Kilos y kilos de basura están esparcidos por el suelo al lado de material médico como jeringas, vendas, estetoscopios, zapatos, batas médicas e incluso microscopios. Orificios de balas y ventanas rotas son la única entrada de luz para lo que antes fuera el hospital público más importante de Puerto Príncipe, hoy reducido a una macabra zona donde los muros seguramente atestiguaron horrores que pueden intuirse por los charcos de sangre seca y el alto nivel de destrucción. Se cuenta que durante el asalto al hospital los pacientes que no consiguieron huir quizá fueron ahí mismo ejecutados, quemados vivos o simplemente abandonados.
Desde el ataque al hospital hubo un sitio que logró salvarse: el ala psiquiátrica. Días antes de la liberación del centro médico, un hombre nos llamó a mí y a un colega de manera sigilosa a través de una rendija de la puerta. A pesar de la desconfianza, entramos y fuimos testigos de las terribles condiciones de los “sobrevivientes”. La visión fue dantesca.
Los pacientes psiquiátricos estaban encerrados y sólo se les alimentaba con lo que se podía hallar. Una familia los cuidaba desde afuera de las celdas y se preocupaban por la situación. Resistieron la violencia al hospital, pero desgraciadamente quedaron olvidados y en condiciones deplorables. Las mujeres, tal vez 20, yacían confinadas, con heridas abiertas, y muchas de ellas sin ropa alguna padeciendo severas crisis y añorando comida o dinero. Había celdas clausuradas por completo y nadie sabía qué podía haber adentro. Sus cuerpos se veían desnutridos y sin la mínima higiene. Hubo quienes nos saludaron e incluso sonreían. Otras deambulaban por el lugar con sus delgadísimos cuerpos desnudos. En la lejanía se escuchaban fuertes gritos y lamentos ahogados detrás de las puertas cerradas.
Regresé una semana después de la liberación del hospital para ver si era otra la situación. Si bien es cierto que limpiaron un poco, las mujeres seguían encerradas bajo llave y sin ayuda aparente.
Por ahora, las pandillas aún controlan el territorio capitalino. Puerto Príncipe es un campo de batalla activo en el que todos los días se pueden escuchar tiroteos a cualquier hora mientras los pocos kenianos que han llegado cuidan algunos edificios y embajadas. Son los policías locales quienes con desgano suben a sus vehículos blindados y realizan patrullaje. Durante el día es común ver estos rinocerontes de hierro recorrer las calles donde eventualmente un oficial saca la cabeza y muestra su arma fuera de la torreta. También es un secreto a voces que la policía ha cobrado venganza contra las pandillas y realizan ejecuciones. Ni hablar de los elementos policiales también coludidos con las bandas.
Desde las calles no se percibe un cambio. Sin embargo, algunos haitianos confían en que la situación puede llegar a mejorar. Los domingos, días profundamente religiosos, suele haber un poco de calma. Las familias van a la iglesia e incluso algunos barrios tratan de regresar a la vida cotidiana en la que se puede tener una partida de dominó con los amigos; también ya puede encontrarse a niños y adultos que juegan futbol por las calles cuando la tarde comienza a caer.
Ojalá todos los días fueran domingo para que los niños tomaran un balón de futbol y no un arma.
En marzo de este año, las bandas se unieron para causar destrozos en la ciudad, empeorando aún más la crisis que ya se venía gestando desde hace años. Una de las zonas de clase media, Carrefour, fue totalmente saqueada y destruida, lo que obligó a sus habitantes a huir de la zona y, en algunos casos, del país. Ahora es un área gris, sin servicios, y controlada por soldados de las bandas: niños y jóvenes armados de entre 10 y 20 años que patrullan mientras escuchan rap, fuman marihuana, beben alcohol y se olvidan de la vida que alguna vez tuvieron.
La violencia y las guerras internas han hecho de Haití, una pequeña isla caribeña, la presa perfecta para pandillas, militares y fuerzas armadas ilegales. Un fotoperiodista relata su recorrido por una tierra que parece abandonada.
Una multitud se reúne alrededor del Palacio Nacional. En sus manos portan escobas y machetes con los que comenzarán la limpieza de los barrios que, desde hace unos meses, se encontraban en manos de las violentas pandillas, las cuales hasta ahora siguen dominando la mayoría del territorio de Haití. En las calles hay toneladas de basura por todos lados y los edificios que rodean la sede presidencial se encuentran abandonados y con las huellas de las batallas libradas entre las fuerzas gubernamentales y los pandilleros.
Hay cientos de casquillos de balas en el piso, llantas quemadas, millones de vidrios rotos y, desgraciadamente, también encontramos restos óseos humanos de los cadáveres de víctimas que nadie reclamó; se quedaron ahí, tendidos a su suerte.
No es complicado ser testigo de la profunda ruptura social por la que pasa el país caribeño. Es bastante común escuchar cerca y a lo lejos tiroteos durante todo el día que se acrecientan durante la noche, rompiendo el silencio sepulcral del Puerto en estado de sitio. Durante algunos recorridos que realizamos en las inmediaciones del hotel encontramos más de una ocasión cuerpos abandonados, frescos, de hombres ejecutados recientemente, los que, si nadie reclama, estarán ahí para que alguien tenga la piedad de por lo menos quemarlos. De otro modo, quedarán a merced de animales carroñeros que los devorarán a la vista de todos sin que nadie mueva un dedo.
Hace unas semanas una fuerza policial multinacional, liderada por Kenia, llegó a Haití para encabezar la lucha en contra de las pandillas. El primer ministro, Garry Conille, ha prometido a la población restaurar el orden y la paz, así como llevar a la justicia a los líderes de las bandas; sin embargo, hasta ahora el único logro visible es la limpieza de las calles.
Cercano al Palacio Nacional se encuentra el hoy destruido Hospital General; su fachada está severamente dañada por los enfrentamientos. Durante meses estuvo ocupado por miembros de las pandillas que saquearon las instalaciones.
El interior es el escenario perfecto para una película de terror. En el suelo se aprecian marcas de cuerpos en descomposición cuya silueta está delimitada con precisión, a pesar de que los restos ya no están en el sitio. Kilos y kilos de basura están esparcidos por el suelo al lado de material médico como jeringas, vendas, estetoscopios, zapatos, batas médicas e incluso microscopios. Orificios de balas y ventanas rotas son la única entrada de luz para lo que antes fuera el hospital público más importante de Puerto Príncipe, hoy reducido a una macabra zona donde los muros seguramente atestiguaron horrores que pueden intuirse por los charcos de sangre seca y el alto nivel de destrucción. Se cuenta que durante el asalto al hospital los pacientes que no consiguieron huir quizá fueron ahí mismo ejecutados, quemados vivos o simplemente abandonados.
Desde el ataque al hospital hubo un sitio que logró salvarse: el ala psiquiátrica. Días antes de la liberación del centro médico, un hombre nos llamó a mí y a un colega de manera sigilosa a través de una rendija de la puerta. A pesar de la desconfianza, entramos y fuimos testigos de las terribles condiciones de los “sobrevivientes”. La visión fue dantesca.
Los pacientes psiquiátricos estaban encerrados y sólo se les alimentaba con lo que se podía hallar. Una familia los cuidaba desde afuera de las celdas y se preocupaban por la situación. Resistieron la violencia al hospital, pero desgraciadamente quedaron olvidados y en condiciones deplorables. Las mujeres, tal vez 20, yacían confinadas, con heridas abiertas, y muchas de ellas sin ropa alguna padeciendo severas crisis y añorando comida o dinero. Había celdas clausuradas por completo y nadie sabía qué podía haber adentro. Sus cuerpos se veían desnutridos y sin la mínima higiene. Hubo quienes nos saludaron e incluso sonreían. Otras deambulaban por el lugar con sus delgadísimos cuerpos desnudos. En la lejanía se escuchaban fuertes gritos y lamentos ahogados detrás de las puertas cerradas.
Regresé una semana después de la liberación del hospital para ver si era otra la situación. Si bien es cierto que limpiaron un poco, las mujeres seguían encerradas bajo llave y sin ayuda aparente.
Por ahora, las pandillas aún controlan el territorio capitalino. Puerto Príncipe es un campo de batalla activo en el que todos los días se pueden escuchar tiroteos a cualquier hora mientras los pocos kenianos que han llegado cuidan algunos edificios y embajadas. Son los policías locales quienes con desgano suben a sus vehículos blindados y realizan patrullaje. Durante el día es común ver estos rinocerontes de hierro recorrer las calles donde eventualmente un oficial saca la cabeza y muestra su arma fuera de la torreta. También es un secreto a voces que la policía ha cobrado venganza contra las pandillas y realizan ejecuciones. Ni hablar de los elementos policiales también coludidos con las bandas.
Desde las calles no se percibe un cambio. Sin embargo, algunos haitianos confían en que la situación puede llegar a mejorar. Los domingos, días profundamente religiosos, suele haber un poco de calma. Las familias van a la iglesia e incluso algunos barrios tratan de regresar a la vida cotidiana en la que se puede tener una partida de dominó con los amigos; también ya puede encontrarse a niños y adultos que juegan futbol por las calles cuando la tarde comienza a caer.
Ojalá todos los días fueran domingo para que los niños tomaran un balón de futbol y no un arma.
La violencia y las guerras internas han hecho de Haití, una pequeña isla caribeña, la presa perfecta para pandillas, militares y fuerzas armadas ilegales. Un fotoperiodista relata su recorrido por una tierra que parece abandonada.
Una multitud se reúne alrededor del Palacio Nacional. En sus manos portan escobas y machetes con los que comenzarán la limpieza de los barrios que, desde hace unos meses, se encontraban en manos de las violentas pandillas, las cuales hasta ahora siguen dominando la mayoría del territorio de Haití. En las calles hay toneladas de basura por todos lados y los edificios que rodean la sede presidencial se encuentran abandonados y con las huellas de las batallas libradas entre las fuerzas gubernamentales y los pandilleros.
Hay cientos de casquillos de balas en el piso, llantas quemadas, millones de vidrios rotos y, desgraciadamente, también encontramos restos óseos humanos de los cadáveres de víctimas que nadie reclamó; se quedaron ahí, tendidos a su suerte.
No es complicado ser testigo de la profunda ruptura social por la que pasa el país caribeño. Es bastante común escuchar cerca y a lo lejos tiroteos durante todo el día que se acrecientan durante la noche, rompiendo el silencio sepulcral del Puerto en estado de sitio. Durante algunos recorridos que realizamos en las inmediaciones del hotel encontramos más de una ocasión cuerpos abandonados, frescos, de hombres ejecutados recientemente, los que, si nadie reclama, estarán ahí para que alguien tenga la piedad de por lo menos quemarlos. De otro modo, quedarán a merced de animales carroñeros que los devorarán a la vista de todos sin que nadie mueva un dedo.
Hace unas semanas una fuerza policial multinacional, liderada por Kenia, llegó a Haití para encabezar la lucha en contra de las pandillas. El primer ministro, Garry Conille, ha prometido a la población restaurar el orden y la paz, así como llevar a la justicia a los líderes de las bandas; sin embargo, hasta ahora el único logro visible es la limpieza de las calles.
Cercano al Palacio Nacional se encuentra el hoy destruido Hospital General; su fachada está severamente dañada por los enfrentamientos. Durante meses estuvo ocupado por miembros de las pandillas que saquearon las instalaciones.
El interior es el escenario perfecto para una película de terror. En el suelo se aprecian marcas de cuerpos en descomposición cuya silueta está delimitada con precisión, a pesar de que los restos ya no están en el sitio. Kilos y kilos de basura están esparcidos por el suelo al lado de material médico como jeringas, vendas, estetoscopios, zapatos, batas médicas e incluso microscopios. Orificios de balas y ventanas rotas son la única entrada de luz para lo que antes fuera el hospital público más importante de Puerto Príncipe, hoy reducido a una macabra zona donde los muros seguramente atestiguaron horrores que pueden intuirse por los charcos de sangre seca y el alto nivel de destrucción. Se cuenta que durante el asalto al hospital los pacientes que no consiguieron huir quizá fueron ahí mismo ejecutados, quemados vivos o simplemente abandonados.
Desde el ataque al hospital hubo un sitio que logró salvarse: el ala psiquiátrica. Días antes de la liberación del centro médico, un hombre nos llamó a mí y a un colega de manera sigilosa a través de una rendija de la puerta. A pesar de la desconfianza, entramos y fuimos testigos de las terribles condiciones de los “sobrevivientes”. La visión fue dantesca.
Los pacientes psiquiátricos estaban encerrados y sólo se les alimentaba con lo que se podía hallar. Una familia los cuidaba desde afuera de las celdas y se preocupaban por la situación. Resistieron la violencia al hospital, pero desgraciadamente quedaron olvidados y en condiciones deplorables. Las mujeres, tal vez 20, yacían confinadas, con heridas abiertas, y muchas de ellas sin ropa alguna padeciendo severas crisis y añorando comida o dinero. Había celdas clausuradas por completo y nadie sabía qué podía haber adentro. Sus cuerpos se veían desnutridos y sin la mínima higiene. Hubo quienes nos saludaron e incluso sonreían. Otras deambulaban por el lugar con sus delgadísimos cuerpos desnudos. En la lejanía se escuchaban fuertes gritos y lamentos ahogados detrás de las puertas cerradas.
Regresé una semana después de la liberación del hospital para ver si era otra la situación. Si bien es cierto que limpiaron un poco, las mujeres seguían encerradas bajo llave y sin ayuda aparente.
Por ahora, las pandillas aún controlan el territorio capitalino. Puerto Príncipe es un campo de batalla activo en el que todos los días se pueden escuchar tiroteos a cualquier hora mientras los pocos kenianos que han llegado cuidan algunos edificios y embajadas. Son los policías locales quienes con desgano suben a sus vehículos blindados y realizan patrullaje. Durante el día es común ver estos rinocerontes de hierro recorrer las calles donde eventualmente un oficial saca la cabeza y muestra su arma fuera de la torreta. También es un secreto a voces que la policía ha cobrado venganza contra las pandillas y realizan ejecuciones. Ni hablar de los elementos policiales también coludidos con las bandas.
Desde las calles no se percibe un cambio. Sin embargo, algunos haitianos confían en que la situación puede llegar a mejorar. Los domingos, días profundamente religiosos, suele haber un poco de calma. Las familias van a la iglesia e incluso algunos barrios tratan de regresar a la vida cotidiana en la que se puede tener una partida de dominó con los amigos; también ya puede encontrarse a niños y adultos que juegan futbol por las calles cuando la tarde comienza a caer.
Ojalá todos los días fueran domingo para que los niños tomaran un balón de futbol y no un arma.
En marzo de este año, las bandas se unieron para causar destrozos en la ciudad, empeorando aún más la crisis que ya se venía gestando desde hace años. Una de las zonas de clase media, Carrefour, fue totalmente saqueada y destruida, lo que obligó a sus habitantes a huir de la zona y, en algunos casos, del país. Ahora es un área gris, sin servicios, y controlada por soldados de las bandas: niños y jóvenes armados de entre 10 y 20 años que patrullan mientras escuchan rap, fuman marihuana, beben alcohol y se olvidan de la vida que alguna vez tuvieron.
La violencia y las guerras internas han hecho de Haití, una pequeña isla caribeña, la presa perfecta para pandillas, militares y fuerzas armadas ilegales. Un fotoperiodista relata su recorrido por una tierra que parece abandonada.
Una multitud se reúne alrededor del Palacio Nacional. En sus manos portan escobas y machetes con los que comenzarán la limpieza de los barrios que, desde hace unos meses, se encontraban en manos de las violentas pandillas, las cuales hasta ahora siguen dominando la mayoría del territorio de Haití. En las calles hay toneladas de basura por todos lados y los edificios que rodean la sede presidencial se encuentran abandonados y con las huellas de las batallas libradas entre las fuerzas gubernamentales y los pandilleros.
Hay cientos de casquillos de balas en el piso, llantas quemadas, millones de vidrios rotos y, desgraciadamente, también encontramos restos óseos humanos de los cadáveres de víctimas que nadie reclamó; se quedaron ahí, tendidos a su suerte.
No es complicado ser testigo de la profunda ruptura social por la que pasa el país caribeño. Es bastante común escuchar cerca y a lo lejos tiroteos durante todo el día que se acrecientan durante la noche, rompiendo el silencio sepulcral del Puerto en estado de sitio. Durante algunos recorridos que realizamos en las inmediaciones del hotel encontramos más de una ocasión cuerpos abandonados, frescos, de hombres ejecutados recientemente, los que, si nadie reclama, estarán ahí para que alguien tenga la piedad de por lo menos quemarlos. De otro modo, quedarán a merced de animales carroñeros que los devorarán a la vista de todos sin que nadie mueva un dedo.
Hace unas semanas una fuerza policial multinacional, liderada por Kenia, llegó a Haití para encabezar la lucha en contra de las pandillas. El primer ministro, Garry Conille, ha prometido a la población restaurar el orden y la paz, así como llevar a la justicia a los líderes de las bandas; sin embargo, hasta ahora el único logro visible es la limpieza de las calles.
Cercano al Palacio Nacional se encuentra el hoy destruido Hospital General; su fachada está severamente dañada por los enfrentamientos. Durante meses estuvo ocupado por miembros de las pandillas que saquearon las instalaciones.
El interior es el escenario perfecto para una película de terror. En el suelo se aprecian marcas de cuerpos en descomposición cuya silueta está delimitada con precisión, a pesar de que los restos ya no están en el sitio. Kilos y kilos de basura están esparcidos por el suelo al lado de material médico como jeringas, vendas, estetoscopios, zapatos, batas médicas e incluso microscopios. Orificios de balas y ventanas rotas son la única entrada de luz para lo que antes fuera el hospital público más importante de Puerto Príncipe, hoy reducido a una macabra zona donde los muros seguramente atestiguaron horrores que pueden intuirse por los charcos de sangre seca y el alto nivel de destrucción. Se cuenta que durante el asalto al hospital los pacientes que no consiguieron huir quizá fueron ahí mismo ejecutados, quemados vivos o simplemente abandonados.
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Regresé una semana después de la liberación del hospital para ver si era otra la situación. Si bien es cierto que limpiaron un poco, las mujeres seguían encerradas bajo llave y sin ayuda aparente.
Por ahora, las pandillas aún controlan el territorio capitalino. Puerto Príncipe es un campo de batalla activo en el que todos los días se pueden escuchar tiroteos a cualquier hora mientras los pocos kenianos que han llegado cuidan algunos edificios y embajadas. Son los policías locales quienes con desgano suben a sus vehículos blindados y realizan patrullaje. Durante el día es común ver estos rinocerontes de hierro recorrer las calles donde eventualmente un oficial saca la cabeza y muestra su arma fuera de la torreta. También es un secreto a voces que la policía ha cobrado venganza contra las pandillas y realizan ejecuciones. Ni hablar de los elementos policiales también coludidos con las bandas.
Desde las calles no se percibe un cambio. Sin embargo, algunos haitianos confían en que la situación puede llegar a mejorar. Los domingos, días profundamente religiosos, suele haber un poco de calma. Las familias van a la iglesia e incluso algunos barrios tratan de regresar a la vida cotidiana en la que se puede tener una partida de dominó con los amigos; también ya puede encontrarse a niños y adultos que juegan futbol por las calles cuando la tarde comienza a caer.
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