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Da rabia pensar lo fácil que es acostumbrarse al estado de las cosas que no funcionan.

Escenas cotidianas.Es una mañana de otoño y los pasajeros viajan apilados en un tren de Buenos Aires. Es el ramal Retiro-Tigre, el de mejor reputación de la ciudad. El vagón está tan lleno que no hay posibilidades de sostener un libro entre las manos. Muchos llevan auriculares puestos en sus oídos. Los que no, tienen que escuchar una grabación con voz femenina y cadencia de azafata que va describiendo el recorrido. Anuncia el momento en que el tren está aproximándose a la siguiente estación; un par de minutos después, el momento en que el tren arribó a la estación; y un par de minutos después, el momento en que el tren ha emprendido nuevamente la marcha hacia la siguiente parada. El volumen es alto, muy alto. Y antes y después del anuncio suena una alarma con un volumen también altísimo que imita el replicar de campanas. Por la escasa distancia que hay entre una y otra estación, la grabación se escucha de manera casi continua. Sólo unos pocos segundos de silencio dejan oír el traqueteo parejo del tren sobre las vías. Después, otra vez el sonido de campanas y el nombre de la próxima estación. Pero la que se anuncia no es la estación que sigue sino la que ya pasó. Algo anda mal. La grabación avanza en la dirección contraria a la que avanza el tren. Ni el guarda ni el conductor parecen darse cuenta del error que se repite a todo volumen, estación tras estación. Nadie parece preocuparse. Tal vez porque la consecuencia es, en este caso, bastante inocua; cada pasajero parece saber bien dónde descender. ¿Y si fuese de otro modo? ¿Y si la consecuencia no fuese inocua?El día comienza así. Con la rabia de saber que hasta la noche –y también mañana, pasado y los días que sigan– habrá que vivir entre rutinas minadas de cosas que simulan funcionar bien pero andan mal, de voces mecánicas que describen al mundo de una manera distinta al modo en que se lo percibe. Da rabia pensar lo fácil que es acostumbrarse a ese estado de cosas; a que nos digan que es blanco lo que es gris, o al revés y sólo hay que habituarse a los audífonos o al desinterés. Aceptar la indolencia. Da rabia pensar que esa calma corrosiva, puede ser capaz de impregnarse en uno y quedarse allí por un tiempo largo, o tal vez para siempre.

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Escenas cotidianas.Es una mañana de otoño y los pasajeros viajan apilados en un tren de Buenos Aires. Es el ramal Retiro-Tigre, el de mejor reputación de la ciudad. El vagón está tan lleno que no hay posibilidades de sostener un libro entre las manos. Muchos llevan auriculares puestos en sus oídos. Los que no, tienen que escuchar una grabación con voz femenina y cadencia de azafata que va describiendo el recorrido. Anuncia el momento en que el tren está aproximándose a la siguiente estación; un par de minutos después, el momento en que el tren arribó a la estación; y un par de minutos después, el momento en que el tren ha emprendido nuevamente la marcha hacia la siguiente parada. El volumen es alto, muy alto. Y antes y después del anuncio suena una alarma con un volumen también altísimo que imita el replicar de campanas. Por la escasa distancia que hay entre una y otra estación, la grabación se escucha de manera casi continua. Sólo unos pocos segundos de silencio dejan oír el traqueteo parejo del tren sobre las vías. Después, otra vez el sonido de campanas y el nombre de la próxima estación. Pero la que se anuncia no es la estación que sigue sino la que ya pasó. Algo anda mal. La grabación avanza en la dirección contraria a la que avanza el tren. Ni el guarda ni el conductor parecen darse cuenta del error que se repite a todo volumen, estación tras estación. Nadie parece preocuparse. Tal vez porque la consecuencia es, en este caso, bastante inocua; cada pasajero parece saber bien dónde descender. ¿Y si fuese de otro modo? ¿Y si la consecuencia no fuese inocua?El día comienza así. Con la rabia de saber que hasta la noche –y también mañana, pasado y los días que sigan– habrá que vivir entre rutinas minadas de cosas que simulan funcionar bien pero andan mal, de voces mecánicas que describen al mundo de una manera distinta al modo en que se lo percibe. Da rabia pensar lo fácil que es acostumbrarse a ese estado de cosas; a que nos digan que es blanco lo que es gris, o al revés y sólo hay que habituarse a los audífonos o al desinterés. Aceptar la indolencia. Da rabia pensar que esa calma corrosiva, puede ser capaz de impregnarse en uno y quedarse allí por un tiempo largo, o tal vez para siempre.

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Escenas cotidianas.Es una mañana de otoño y los pasajeros viajan apilados en un tren de Buenos Aires. Es el ramal Retiro-Tigre, el de mejor reputación de la ciudad. El vagón está tan lleno que no hay posibilidades de sostener un libro entre las manos. Muchos llevan auriculares puestos en sus oídos. Los que no, tienen que escuchar una grabación con voz femenina y cadencia de azafata que va describiendo el recorrido. Anuncia el momento en que el tren está aproximándose a la siguiente estación; un par de minutos después, el momento en que el tren arribó a la estación; y un par de minutos después, el momento en que el tren ha emprendido nuevamente la marcha hacia la siguiente parada. El volumen es alto, muy alto. Y antes y después del anuncio suena una alarma con un volumen también altísimo que imita el replicar de campanas. Por la escasa distancia que hay entre una y otra estación, la grabación se escucha de manera casi continua. Sólo unos pocos segundos de silencio dejan oír el traqueteo parejo del tren sobre las vías. Después, otra vez el sonido de campanas y el nombre de la próxima estación. Pero la que se anuncia no es la estación que sigue sino la que ya pasó. Algo anda mal. La grabación avanza en la dirección contraria a la que avanza el tren. Ni el guarda ni el conductor parecen darse cuenta del error que se repite a todo volumen, estación tras estación. Nadie parece preocuparse. Tal vez porque la consecuencia es, en este caso, bastante inocua; cada pasajero parece saber bien dónde descender. ¿Y si fuese de otro modo? ¿Y si la consecuencia no fuese inocua?El día comienza así. Con la rabia de saber que hasta la noche –y también mañana, pasado y los días que sigan– habrá que vivir entre rutinas minadas de cosas que simulan funcionar bien pero andan mal, de voces mecánicas que describen al mundo de una manera distinta al modo en que se lo percibe. Da rabia pensar lo fácil que es acostumbrarse a ese estado de cosas; a que nos digan que es blanco lo que es gris, o al revés y sólo hay que habituarse a los audífonos o al desinterés. Aceptar la indolencia. Da rabia pensar que esa calma corrosiva, puede ser capaz de impregnarse en uno y quedarse allí por un tiempo largo, o tal vez para siempre.

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