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Imaginar es una fantasía en gran medida autoindulgente, en ausencia de la tarea mucho más prometedora de trabajar por una sociedad más educada, por condiciones de existencia menos precarias, y por una sensibilidad colectiva e inteligente: precisamente aquello que la producción cultural y el arte tienen por objetivo.
De un modo insistente y circular (la repetición es la marca del trauma) en los últimos meses ocurre una paradoja. Experimentamos con una sorpresa mortífera el primer evento auténticamente global: la sincronía de la amenaza de una pandemia gravísima que pone en crisis la apariencia todopoderosa de la atención médica farmacéutica, y que nos ha dejado en manos de una táctica que tiene mucho de arcaico: el encierro o cuarentena destinado a mitigar la intensidad del contagio. Caímos en una experiencia efectivamente in-audita, in-édita: que no se anuncia, que acontece sin el refinamiento de lo editado. Lo extravagante es que esa interrupción de la continuidad de planes y expectativas, no nos parezca suficiente para aniquilar el prestigio de la predicción, el utopismo o lo profético. Estamos viviendo un descalabro que cancela toda hipótesis sobre el mañana, que abole de golpe todo pro-yecto, y caemos en la obcecación de querer perforar la oscuridad, en lugar de aprender a caminar a tientas.
Por un instante al menos contemplemos el accidente como un hecho verdadero y frustremos la reacción defensiva de reclamar como niños en la autopista saber cuándo y cómo y a dónde llegaremos. Quisiera compartirles la radicalidad de una exigencia que yo mismo me hago: dejar de cuestionar el paracaídas, y plantearnos operar en este campo tanto técnico como político. Un momento que es a la vez anuncio y catástrofe. Podemos luchar colectiva y organizadamente, en medio de un gran caos, para hacer caso del augur, y empezar a transformar la interfase entre sociedad, proyecto, especies y mundo.
No hay “futuro”. Todo está sujeto a nuestra capacidad de acción, acuerdo, aprendizaje y circunstancias. La idea de origen Saint-simoniano que expresó hacia la década de 1820 Benjamín Olinde Rodrigues, concebía al artista como un “hombre de imaginación” capaz de figurar y crear el futuro humano. En nuestro contexto habría que asumir ya la condición de no saber, ni tener siquiera elementos para imaginar, y sin embargo estar felizmente obligados a actuar y pensar. El espejo que extendía la propaganda del ayer, tanto la capitalista como la supuesta alternativa, y sobre todo el dictado supuestamente emancipatorio del patriarcado latinoamericano, es una línea continua que hoy ya estalló. Condenados a permanecer sentados ante la alucinación colectiva de las imágenes, sonidos, fantasmas, caracteres y paisajes que brotan del cristal líquido de nuestra computadora o teléfono, saquemos una conclusión provisional: el por-venir ha sido postergado.
Estamos en condición de espera, pero aún así es una condición más activa que lo que admitimos. Es a la vez demasiado tarde, y aún demasiado temprano, para pre-ocuparnos.
Al tomar esta posición escéptica y activa a la vez, busco enterrar ya de una vez una idea que cada vez resulta más irreconocible: El futuro posible es la ruina. Y ahí está también, como recordatorio, Hubert Robert, quien al tiempo que organizaba por primera vez el Louvre en orden cronológico y en plena revolución francesa, se entretenía haciendo recorridos del museo como ruina futura.
Ser honestos en este tiempo implica asumir que lo que figura la imaginación es más parecido a un lomerío de escombros, símbolos, ilusiones y cadáveres de José Clemente Orozco, que a un futuro de promesas.
Esa negativa al utopismo, lo mismo que a aferrarnos siquiera a la certeza de un apocalipsis, es una buena tarea para este tiempo detenido. Habitar este hiato puede ser la oportunidad de asumir un estado de atención aumentada: el tiempo pasa lentamente, los hechos se agrandan; estamos obligados a monitorear la situación del mundo, a recibir sus imágenes, a sopesar argumentos contrarios y a inquietarnos por lo que nos concierne con fuerzas renovadas.
Curiosamente, el estado de animación suspendida que hemos adoptado, es también un grado inesperado de reflexividad y de vigilancia política. Para empezar, debemos asombrarnos, por más que la odiemos, por la hazaña organizativa y logística que representa esta cuarentena global. Pues con todos sus defectos, y su limitada eficacia, es la acción colectiva coordinada más grande que hemos atestiguado. Dos tercios de la humanidad sometidos a un cierto grado de limitación con la esperanza de entorpecer la multiplicación del ARN de un virus. Finalmente, hacemos algo a escala planetaria que no sea evidenciar nuestro odio.
En segundo lugar, espero, pues de otro modo tendremos que declarar una derrota prematura, una buena parte de quienes atravesamos este tiempo hemos asumido la necesidad de cuestionar las condiciones que nos han llevado al desastre. Partiendo de esto podremos coincidir, al menos, en que tolerar una sociedad iletrada, incapaz de un pensamiento complejo y de múltiples planos, dogmática y sometida a toda clase de manipulaciones y demagogias, se ha convertido en una amenaza monstruosa. Si no es del todo factible imaginar el futuro es porque las tareas urgentes de cambio social no encuentran agentes. Imaginar es una fantasía en gran medida autoindulgente, en ausencia de la tarea mucho más prometedora de trabajar por una sociedad más educada, por condiciones de existencia menos precarias, y por una sensibilidad colectiva e inteligente: precisamente aquello que la producción cultural y el arte tienen por objetivo. Imaginar el futuro, puede ser un distractor ante la urgencia de actuar e intervenir en el hoy de un tiempo que no tiene nada de ausente, y donde no existe siquiera el privilegio de la paciencia.
No sé si esto es algo que ustedes comparten, pero para muchos, entre los que me incluyo, el tiempo descarrilado de la pandemia ha sido un tiempo de luchas, protesta, organización y movilización. En México, muchos hemos visto importunada la aplicación de las medidas sanitarias por políticas irreflexivas de austeridad, con la pretensión de desmantelar instituciones sociales del neoliberalismo mediante la imposición de un pobrísimo moralista. Adicionalmente, en lugares tan disímiles como Estados Unidos, México o la India, la violencia estatal y policial ha obligado a la acción en las calles, una toma de espacio y voz que el riesgo de contagio ha vuelto más radical. Salir a la calle para romper la cuarentena expresa una condición política venerable, y no sin riesgos, donde la búsqueda de la justicia cuestiona la prioridad de la supervivencia. Señala que la paciencia de entender que todo está todavía por-venir, no puede ser del todo paciente. Es un riesgo radicalmente distinto de la demagogia, compartida por gobiernos y plutocracia, de querernos convencer de afrontar el contagio como un desafío a la fortuna en favor del monstruo de “la economía”. En un mismo movimiento convergen la protesta ciudadana y la exigencia al poder estatal y económico de hacer efectiva su falsa promesa: que la acumulación de poder y riqueza se justifican precisamente ante la necesidad de enfrentarse a un peligro común.
Si los museos son en verdad una heterotopía, su condición a la vez especular y espectral debería mostrarse hoy como una locación decisiva para el pensamiento en un tiempo interrumpido y un por-venir todavía prematuro para ser prospecto. Incluso oscuros, solitarios y silenciosos, cerrados a públicos y profesionales, rodeados del cintillo de protección, cámaras y candados, estas instituciones no están muertas, las hemos puesto en una especie de coma inducido. Sin embargo su potencial más hondo, servir de locación a una constante interferencia de temporalidades, geografías, historias, alucinaciones, fantasmas, y las interacciones entre los muertos y los vivos, se antoja como un referente decisivo de la profunda alteración de la historicidad que como mundo atravesamos. Esto es evidente en la ansiedad con que nos reunimos desde la distancia con tanta frecuencia y prematuramente a discutir sobre su futuro y supervivencia. Poniendo a un lado el problema de su viabilidad financiera, no es verdad que los museos sean instituciones peculiarmente amenazadas por la falta de público en los siguientes meses o años, no como como sí lo están los conciertos de todo tipo o el teatro. Tiendo a pensar que el impulso de las instituciones y sus profesionales por teorizar y compartir su ansiedad por el tiempo que viene es parte de su activismo. Los museos son, además de edificios, bodegas, objetos, y depósitos de registros, imanes de comunidades, de grupos e individuos, y crecientemente, nodos de conversación y pensamiento. En el encierro muchos hemos radicalizado esta tarea de hacer confluir personas, ideas y fantasmas, además de imágenes y objetos, de trazar esferas públicas remotas y virtuales. Expresamos la urgencia de teorización y pensamiento en público. Lo urgente y lo difícil es hacernos presentes, ahora y en lo que venga, el no permitirnos el espectro de la irrelevancia.
Poesía y contingencia: Sara Uribe.
Por un fantástico error de envío de la librería La Murciélaga, llegó a mis manos el último libro de Sara Uribe: Un montón de escritura para nada (México, Dharma books, 2019) Tomarlo en las manos y verse impelido a leerlo en una sola tirada ha sido un chapuzón en agua fresca, no porque se trate de una escritura que pretenda en absoluto la cercanía con un manantial cristalino, sino por todo lo contrario. Fue encontrarse con la inteligencia de un texto hecho de lugares comunes literarios, "discursos" del oficio y la frustración, en el sentido barthesiano del término; en otras palabras, fabricado del repertorio de las frases e "ideas recibidas" que constituyen el tejido de la fatiga cultural del primer cuarto del siglo XXI.
¿Qué clase de pertenencias/autorías podemos establecer —se pregunta Uribe— frente a escrituras hechas de recortes que otros hicieron previamente del presente?
¿Todavía crees en los finales felices? (p. 54)
Cada página es de hecho un homenaje gráfico a la (auto) referencialidad, rasgo subrayado por un diseño que, como en una rudimentaria animación de Powerpoint, nos lleva a las autoras y autores de sus citas, en un poema que no oculta estar hecho de la convivencia atormentada de las frases desafiantes de una literatura mayoritariamente femenina/feminista, y la acumulación de tonterías pasivo-agresivos que implica el atrevimiento de escribir y publicar en esta etapa histórica. Es un acierto constante que buena parte de la prosa poética de este volumen diseñado en un cuadrado amarillo, como de catálogo de exhibición de arte oficial de los años 80, esté enmarcada en signos de interrogación. En efecto, se trata de un libro que registra la duda sobre su existencia como libro, cosa que ya plantea el título, saqueado explícitamente de una cita de Miyó Vestrini. Este es un texto que se juega su destino al borde de descubrirse suplementario, desechable, extra-literario, epigonal. Lo escribe Uribe con toda conciencia:
Si escribo un libro a finales de la segunda década del siglo XXI, ¿en verdad puedo sustraerme a la aceleración?
¿También caíste en la trampa de creer que el futuro no existe, que es imposible? (p. 58)
Es un texto que no es errado llamar postconceptual en su afán de interrogar la situación socio-psico-política del campo artístico, y que consigue el salvamento poético por virtud de la (auto)crítica y la decisión de abrazar la singularidad del presente con todas sus frustraciones y dilemas:
Queremos un poema acróbata, políglota, un poema con una playera que diga (p. 14)
Imaginar es una fantasía en gran medida autoindulgente, en ausencia de la tarea mucho más prometedora de trabajar por una sociedad más educada, por condiciones de existencia menos precarias, y por una sensibilidad colectiva e inteligente: precisamente aquello que la producción cultural y el arte tienen por objetivo.
De un modo insistente y circular (la repetición es la marca del trauma) en los últimos meses ocurre una paradoja. Experimentamos con una sorpresa mortífera el primer evento auténticamente global: la sincronía de la amenaza de una pandemia gravísima que pone en crisis la apariencia todopoderosa de la atención médica farmacéutica, y que nos ha dejado en manos de una táctica que tiene mucho de arcaico: el encierro o cuarentena destinado a mitigar la intensidad del contagio. Caímos en una experiencia efectivamente in-audita, in-édita: que no se anuncia, que acontece sin el refinamiento de lo editado. Lo extravagante es que esa interrupción de la continuidad de planes y expectativas, no nos parezca suficiente para aniquilar el prestigio de la predicción, el utopismo o lo profético. Estamos viviendo un descalabro que cancela toda hipótesis sobre el mañana, que abole de golpe todo pro-yecto, y caemos en la obcecación de querer perforar la oscuridad, en lugar de aprender a caminar a tientas.
Por un instante al menos contemplemos el accidente como un hecho verdadero y frustremos la reacción defensiva de reclamar como niños en la autopista saber cuándo y cómo y a dónde llegaremos. Quisiera compartirles la radicalidad de una exigencia que yo mismo me hago: dejar de cuestionar el paracaídas, y plantearnos operar en este campo tanto técnico como político. Un momento que es a la vez anuncio y catástrofe. Podemos luchar colectiva y organizadamente, en medio de un gran caos, para hacer caso del augur, y empezar a transformar la interfase entre sociedad, proyecto, especies y mundo.
No hay “futuro”. Todo está sujeto a nuestra capacidad de acción, acuerdo, aprendizaje y circunstancias. La idea de origen Saint-simoniano que expresó hacia la década de 1820 Benjamín Olinde Rodrigues, concebía al artista como un “hombre de imaginación” capaz de figurar y crear el futuro humano. En nuestro contexto habría que asumir ya la condición de no saber, ni tener siquiera elementos para imaginar, y sin embargo estar felizmente obligados a actuar y pensar. El espejo que extendía la propaganda del ayer, tanto la capitalista como la supuesta alternativa, y sobre todo el dictado supuestamente emancipatorio del patriarcado latinoamericano, es una línea continua que hoy ya estalló. Condenados a permanecer sentados ante la alucinación colectiva de las imágenes, sonidos, fantasmas, caracteres y paisajes que brotan del cristal líquido de nuestra computadora o teléfono, saquemos una conclusión provisional: el por-venir ha sido postergado.
Estamos en condición de espera, pero aún así es una condición más activa que lo que admitimos. Es a la vez demasiado tarde, y aún demasiado temprano, para pre-ocuparnos.
Al tomar esta posición escéptica y activa a la vez, busco enterrar ya de una vez una idea que cada vez resulta más irreconocible: El futuro posible es la ruina. Y ahí está también, como recordatorio, Hubert Robert, quien al tiempo que organizaba por primera vez el Louvre en orden cronológico y en plena revolución francesa, se entretenía haciendo recorridos del museo como ruina futura.
Ser honestos en este tiempo implica asumir que lo que figura la imaginación es más parecido a un lomerío de escombros, símbolos, ilusiones y cadáveres de José Clemente Orozco, que a un futuro de promesas.
Esa negativa al utopismo, lo mismo que a aferrarnos siquiera a la certeza de un apocalipsis, es una buena tarea para este tiempo detenido. Habitar este hiato puede ser la oportunidad de asumir un estado de atención aumentada: el tiempo pasa lentamente, los hechos se agrandan; estamos obligados a monitorear la situación del mundo, a recibir sus imágenes, a sopesar argumentos contrarios y a inquietarnos por lo que nos concierne con fuerzas renovadas.
Curiosamente, el estado de animación suspendida que hemos adoptado, es también un grado inesperado de reflexividad y de vigilancia política. Para empezar, debemos asombrarnos, por más que la odiemos, por la hazaña organizativa y logística que representa esta cuarentena global. Pues con todos sus defectos, y su limitada eficacia, es la acción colectiva coordinada más grande que hemos atestiguado. Dos tercios de la humanidad sometidos a un cierto grado de limitación con la esperanza de entorpecer la multiplicación del ARN de un virus. Finalmente, hacemos algo a escala planetaria que no sea evidenciar nuestro odio.
En segundo lugar, espero, pues de otro modo tendremos que declarar una derrota prematura, una buena parte de quienes atravesamos este tiempo hemos asumido la necesidad de cuestionar las condiciones que nos han llevado al desastre. Partiendo de esto podremos coincidir, al menos, en que tolerar una sociedad iletrada, incapaz de un pensamiento complejo y de múltiples planos, dogmática y sometida a toda clase de manipulaciones y demagogias, se ha convertido en una amenaza monstruosa. Si no es del todo factible imaginar el futuro es porque las tareas urgentes de cambio social no encuentran agentes. Imaginar es una fantasía en gran medida autoindulgente, en ausencia de la tarea mucho más prometedora de trabajar por una sociedad más educada, por condiciones de existencia menos precarias, y por una sensibilidad colectiva e inteligente: precisamente aquello que la producción cultural y el arte tienen por objetivo. Imaginar el futuro, puede ser un distractor ante la urgencia de actuar e intervenir en el hoy de un tiempo que no tiene nada de ausente, y donde no existe siquiera el privilegio de la paciencia.
No sé si esto es algo que ustedes comparten, pero para muchos, entre los que me incluyo, el tiempo descarrilado de la pandemia ha sido un tiempo de luchas, protesta, organización y movilización. En México, muchos hemos visto importunada la aplicación de las medidas sanitarias por políticas irreflexivas de austeridad, con la pretensión de desmantelar instituciones sociales del neoliberalismo mediante la imposición de un pobrísimo moralista. Adicionalmente, en lugares tan disímiles como Estados Unidos, México o la India, la violencia estatal y policial ha obligado a la acción en las calles, una toma de espacio y voz que el riesgo de contagio ha vuelto más radical. Salir a la calle para romper la cuarentena expresa una condición política venerable, y no sin riesgos, donde la búsqueda de la justicia cuestiona la prioridad de la supervivencia. Señala que la paciencia de entender que todo está todavía por-venir, no puede ser del todo paciente. Es un riesgo radicalmente distinto de la demagogia, compartida por gobiernos y plutocracia, de querernos convencer de afrontar el contagio como un desafío a la fortuna en favor del monstruo de “la economía”. En un mismo movimiento convergen la protesta ciudadana y la exigencia al poder estatal y económico de hacer efectiva su falsa promesa: que la acumulación de poder y riqueza se justifican precisamente ante la necesidad de enfrentarse a un peligro común.
Si los museos son en verdad una heterotopía, su condición a la vez especular y espectral debería mostrarse hoy como una locación decisiva para el pensamiento en un tiempo interrumpido y un por-venir todavía prematuro para ser prospecto. Incluso oscuros, solitarios y silenciosos, cerrados a públicos y profesionales, rodeados del cintillo de protección, cámaras y candados, estas instituciones no están muertas, las hemos puesto en una especie de coma inducido. Sin embargo su potencial más hondo, servir de locación a una constante interferencia de temporalidades, geografías, historias, alucinaciones, fantasmas, y las interacciones entre los muertos y los vivos, se antoja como un referente decisivo de la profunda alteración de la historicidad que como mundo atravesamos. Esto es evidente en la ansiedad con que nos reunimos desde la distancia con tanta frecuencia y prematuramente a discutir sobre su futuro y supervivencia. Poniendo a un lado el problema de su viabilidad financiera, no es verdad que los museos sean instituciones peculiarmente amenazadas por la falta de público en los siguientes meses o años, no como como sí lo están los conciertos de todo tipo o el teatro. Tiendo a pensar que el impulso de las instituciones y sus profesionales por teorizar y compartir su ansiedad por el tiempo que viene es parte de su activismo. Los museos son, además de edificios, bodegas, objetos, y depósitos de registros, imanes de comunidades, de grupos e individuos, y crecientemente, nodos de conversación y pensamiento. En el encierro muchos hemos radicalizado esta tarea de hacer confluir personas, ideas y fantasmas, además de imágenes y objetos, de trazar esferas públicas remotas y virtuales. Expresamos la urgencia de teorización y pensamiento en público. Lo urgente y lo difícil es hacernos presentes, ahora y en lo que venga, el no permitirnos el espectro de la irrelevancia.
Poesía y contingencia: Sara Uribe.
Por un fantástico error de envío de la librería La Murciélaga, llegó a mis manos el último libro de Sara Uribe: Un montón de escritura para nada (México, Dharma books, 2019) Tomarlo en las manos y verse impelido a leerlo en una sola tirada ha sido un chapuzón en agua fresca, no porque se trate de una escritura que pretenda en absoluto la cercanía con un manantial cristalino, sino por todo lo contrario. Fue encontrarse con la inteligencia de un texto hecho de lugares comunes literarios, "discursos" del oficio y la frustración, en el sentido barthesiano del término; en otras palabras, fabricado del repertorio de las frases e "ideas recibidas" que constituyen el tejido de la fatiga cultural del primer cuarto del siglo XXI.
¿Qué clase de pertenencias/autorías podemos establecer —se pregunta Uribe— frente a escrituras hechas de recortes que otros hicieron previamente del presente?
¿Todavía crees en los finales felices? (p. 54)
Cada página es de hecho un homenaje gráfico a la (auto) referencialidad, rasgo subrayado por un diseño que, como en una rudimentaria animación de Powerpoint, nos lleva a las autoras y autores de sus citas, en un poema que no oculta estar hecho de la convivencia atormentada de las frases desafiantes de una literatura mayoritariamente femenina/feminista, y la acumulación de tonterías pasivo-agresivos que implica el atrevimiento de escribir y publicar en esta etapa histórica. Es un acierto constante que buena parte de la prosa poética de este volumen diseñado en un cuadrado amarillo, como de catálogo de exhibición de arte oficial de los años 80, esté enmarcada en signos de interrogación. En efecto, se trata de un libro que registra la duda sobre su existencia como libro, cosa que ya plantea el título, saqueado explícitamente de una cita de Miyó Vestrini. Este es un texto que se juega su destino al borde de descubrirse suplementario, desechable, extra-literario, epigonal. Lo escribe Uribe con toda conciencia:
Si escribo un libro a finales de la segunda década del siglo XXI, ¿en verdad puedo sustraerme a la aceleración?
¿También caíste en la trampa de creer que el futuro no existe, que es imposible? (p. 58)
Es un texto que no es errado llamar postconceptual en su afán de interrogar la situación socio-psico-política del campo artístico, y que consigue el salvamento poético por virtud de la (auto)crítica y la decisión de abrazar la singularidad del presente con todas sus frustraciones y dilemas:
Queremos un poema acróbata, políglota, un poema con una playera que diga (p. 14)
Imaginar es una fantasía en gran medida autoindulgente, en ausencia de la tarea mucho más prometedora de trabajar por una sociedad más educada, por condiciones de existencia menos precarias, y por una sensibilidad colectiva e inteligente: precisamente aquello que la producción cultural y el arte tienen por objetivo.
De un modo insistente y circular (la repetición es la marca del trauma) en los últimos meses ocurre una paradoja. Experimentamos con una sorpresa mortífera el primer evento auténticamente global: la sincronía de la amenaza de una pandemia gravísima que pone en crisis la apariencia todopoderosa de la atención médica farmacéutica, y que nos ha dejado en manos de una táctica que tiene mucho de arcaico: el encierro o cuarentena destinado a mitigar la intensidad del contagio. Caímos en una experiencia efectivamente in-audita, in-édita: que no se anuncia, que acontece sin el refinamiento de lo editado. Lo extravagante es que esa interrupción de la continuidad de planes y expectativas, no nos parezca suficiente para aniquilar el prestigio de la predicción, el utopismo o lo profético. Estamos viviendo un descalabro que cancela toda hipótesis sobre el mañana, que abole de golpe todo pro-yecto, y caemos en la obcecación de querer perforar la oscuridad, en lugar de aprender a caminar a tientas.
Por un instante al menos contemplemos el accidente como un hecho verdadero y frustremos la reacción defensiva de reclamar como niños en la autopista saber cuándo y cómo y a dónde llegaremos. Quisiera compartirles la radicalidad de una exigencia que yo mismo me hago: dejar de cuestionar el paracaídas, y plantearnos operar en este campo tanto técnico como político. Un momento que es a la vez anuncio y catástrofe. Podemos luchar colectiva y organizadamente, en medio de un gran caos, para hacer caso del augur, y empezar a transformar la interfase entre sociedad, proyecto, especies y mundo.
No hay “futuro”. Todo está sujeto a nuestra capacidad de acción, acuerdo, aprendizaje y circunstancias. La idea de origen Saint-simoniano que expresó hacia la década de 1820 Benjamín Olinde Rodrigues, concebía al artista como un “hombre de imaginación” capaz de figurar y crear el futuro humano. En nuestro contexto habría que asumir ya la condición de no saber, ni tener siquiera elementos para imaginar, y sin embargo estar felizmente obligados a actuar y pensar. El espejo que extendía la propaganda del ayer, tanto la capitalista como la supuesta alternativa, y sobre todo el dictado supuestamente emancipatorio del patriarcado latinoamericano, es una línea continua que hoy ya estalló. Condenados a permanecer sentados ante la alucinación colectiva de las imágenes, sonidos, fantasmas, caracteres y paisajes que brotan del cristal líquido de nuestra computadora o teléfono, saquemos una conclusión provisional: el por-venir ha sido postergado.
Estamos en condición de espera, pero aún así es una condición más activa que lo que admitimos. Es a la vez demasiado tarde, y aún demasiado temprano, para pre-ocuparnos.
Al tomar esta posición escéptica y activa a la vez, busco enterrar ya de una vez una idea que cada vez resulta más irreconocible: El futuro posible es la ruina. Y ahí está también, como recordatorio, Hubert Robert, quien al tiempo que organizaba por primera vez el Louvre en orden cronológico y en plena revolución francesa, se entretenía haciendo recorridos del museo como ruina futura.
Ser honestos en este tiempo implica asumir que lo que figura la imaginación es más parecido a un lomerío de escombros, símbolos, ilusiones y cadáveres de José Clemente Orozco, que a un futuro de promesas.
Esa negativa al utopismo, lo mismo que a aferrarnos siquiera a la certeza de un apocalipsis, es una buena tarea para este tiempo detenido. Habitar este hiato puede ser la oportunidad de asumir un estado de atención aumentada: el tiempo pasa lentamente, los hechos se agrandan; estamos obligados a monitorear la situación del mundo, a recibir sus imágenes, a sopesar argumentos contrarios y a inquietarnos por lo que nos concierne con fuerzas renovadas.
Curiosamente, el estado de animación suspendida que hemos adoptado, es también un grado inesperado de reflexividad y de vigilancia política. Para empezar, debemos asombrarnos, por más que la odiemos, por la hazaña organizativa y logística que representa esta cuarentena global. Pues con todos sus defectos, y su limitada eficacia, es la acción colectiva coordinada más grande que hemos atestiguado. Dos tercios de la humanidad sometidos a un cierto grado de limitación con la esperanza de entorpecer la multiplicación del ARN de un virus. Finalmente, hacemos algo a escala planetaria que no sea evidenciar nuestro odio.
En segundo lugar, espero, pues de otro modo tendremos que declarar una derrota prematura, una buena parte de quienes atravesamos este tiempo hemos asumido la necesidad de cuestionar las condiciones que nos han llevado al desastre. Partiendo de esto podremos coincidir, al menos, en que tolerar una sociedad iletrada, incapaz de un pensamiento complejo y de múltiples planos, dogmática y sometida a toda clase de manipulaciones y demagogias, se ha convertido en una amenaza monstruosa. Si no es del todo factible imaginar el futuro es porque las tareas urgentes de cambio social no encuentran agentes. Imaginar es una fantasía en gran medida autoindulgente, en ausencia de la tarea mucho más prometedora de trabajar por una sociedad más educada, por condiciones de existencia menos precarias, y por una sensibilidad colectiva e inteligente: precisamente aquello que la producción cultural y el arte tienen por objetivo. Imaginar el futuro, puede ser un distractor ante la urgencia de actuar e intervenir en el hoy de un tiempo que no tiene nada de ausente, y donde no existe siquiera el privilegio de la paciencia.
No sé si esto es algo que ustedes comparten, pero para muchos, entre los que me incluyo, el tiempo descarrilado de la pandemia ha sido un tiempo de luchas, protesta, organización y movilización. En México, muchos hemos visto importunada la aplicación de las medidas sanitarias por políticas irreflexivas de austeridad, con la pretensión de desmantelar instituciones sociales del neoliberalismo mediante la imposición de un pobrísimo moralista. Adicionalmente, en lugares tan disímiles como Estados Unidos, México o la India, la violencia estatal y policial ha obligado a la acción en las calles, una toma de espacio y voz que el riesgo de contagio ha vuelto más radical. Salir a la calle para romper la cuarentena expresa una condición política venerable, y no sin riesgos, donde la búsqueda de la justicia cuestiona la prioridad de la supervivencia. Señala que la paciencia de entender que todo está todavía por-venir, no puede ser del todo paciente. Es un riesgo radicalmente distinto de la demagogia, compartida por gobiernos y plutocracia, de querernos convencer de afrontar el contagio como un desafío a la fortuna en favor del monstruo de “la economía”. En un mismo movimiento convergen la protesta ciudadana y la exigencia al poder estatal y económico de hacer efectiva su falsa promesa: que la acumulación de poder y riqueza se justifican precisamente ante la necesidad de enfrentarse a un peligro común.
Si los museos son en verdad una heterotopía, su condición a la vez especular y espectral debería mostrarse hoy como una locación decisiva para el pensamiento en un tiempo interrumpido y un por-venir todavía prematuro para ser prospecto. Incluso oscuros, solitarios y silenciosos, cerrados a públicos y profesionales, rodeados del cintillo de protección, cámaras y candados, estas instituciones no están muertas, las hemos puesto en una especie de coma inducido. Sin embargo su potencial más hondo, servir de locación a una constante interferencia de temporalidades, geografías, historias, alucinaciones, fantasmas, y las interacciones entre los muertos y los vivos, se antoja como un referente decisivo de la profunda alteración de la historicidad que como mundo atravesamos. Esto es evidente en la ansiedad con que nos reunimos desde la distancia con tanta frecuencia y prematuramente a discutir sobre su futuro y supervivencia. Poniendo a un lado el problema de su viabilidad financiera, no es verdad que los museos sean instituciones peculiarmente amenazadas por la falta de público en los siguientes meses o años, no como como sí lo están los conciertos de todo tipo o el teatro. Tiendo a pensar que el impulso de las instituciones y sus profesionales por teorizar y compartir su ansiedad por el tiempo que viene es parte de su activismo. Los museos son, además de edificios, bodegas, objetos, y depósitos de registros, imanes de comunidades, de grupos e individuos, y crecientemente, nodos de conversación y pensamiento. En el encierro muchos hemos radicalizado esta tarea de hacer confluir personas, ideas y fantasmas, además de imágenes y objetos, de trazar esferas públicas remotas y virtuales. Expresamos la urgencia de teorización y pensamiento en público. Lo urgente y lo difícil es hacernos presentes, ahora y en lo que venga, el no permitirnos el espectro de la irrelevancia.
Poesía y contingencia: Sara Uribe.
Por un fantástico error de envío de la librería La Murciélaga, llegó a mis manos el último libro de Sara Uribe: Un montón de escritura para nada (México, Dharma books, 2019) Tomarlo en las manos y verse impelido a leerlo en una sola tirada ha sido un chapuzón en agua fresca, no porque se trate de una escritura que pretenda en absoluto la cercanía con un manantial cristalino, sino por todo lo contrario. Fue encontrarse con la inteligencia de un texto hecho de lugares comunes literarios, "discursos" del oficio y la frustración, en el sentido barthesiano del término; en otras palabras, fabricado del repertorio de las frases e "ideas recibidas" que constituyen el tejido de la fatiga cultural del primer cuarto del siglo XXI.
¿Qué clase de pertenencias/autorías podemos establecer —se pregunta Uribe— frente a escrituras hechas de recortes que otros hicieron previamente del presente?
¿Todavía crees en los finales felices? (p. 54)
Cada página es de hecho un homenaje gráfico a la (auto) referencialidad, rasgo subrayado por un diseño que, como en una rudimentaria animación de Powerpoint, nos lleva a las autoras y autores de sus citas, en un poema que no oculta estar hecho de la convivencia atormentada de las frases desafiantes de una literatura mayoritariamente femenina/feminista, y la acumulación de tonterías pasivo-agresivos que implica el atrevimiento de escribir y publicar en esta etapa histórica. Es un acierto constante que buena parte de la prosa poética de este volumen diseñado en un cuadrado amarillo, como de catálogo de exhibición de arte oficial de los años 80, esté enmarcada en signos de interrogación. En efecto, se trata de un libro que registra la duda sobre su existencia como libro, cosa que ya plantea el título, saqueado explícitamente de una cita de Miyó Vestrini. Este es un texto que se juega su destino al borde de descubrirse suplementario, desechable, extra-literario, epigonal. Lo escribe Uribe con toda conciencia:
Si escribo un libro a finales de la segunda década del siglo XXI, ¿en verdad puedo sustraerme a la aceleración?
¿También caíste en la trampa de creer que el futuro no existe, que es imposible? (p. 58)
Es un texto que no es errado llamar postconceptual en su afán de interrogar la situación socio-psico-política del campo artístico, y que consigue el salvamento poético por virtud de la (auto)crítica y la decisión de abrazar la singularidad del presente con todas sus frustraciones y dilemas:
Queremos un poema acróbata, políglota, un poema con una playera que diga (p. 14)
Imaginar es una fantasía en gran medida autoindulgente, en ausencia de la tarea mucho más prometedora de trabajar por una sociedad más educada, por condiciones de existencia menos precarias, y por una sensibilidad colectiva e inteligente: precisamente aquello que la producción cultural y el arte tienen por objetivo.
De un modo insistente y circular (la repetición es la marca del trauma) en los últimos meses ocurre una paradoja. Experimentamos con una sorpresa mortífera el primer evento auténticamente global: la sincronía de la amenaza de una pandemia gravísima que pone en crisis la apariencia todopoderosa de la atención médica farmacéutica, y que nos ha dejado en manos de una táctica que tiene mucho de arcaico: el encierro o cuarentena destinado a mitigar la intensidad del contagio. Caímos en una experiencia efectivamente in-audita, in-édita: que no se anuncia, que acontece sin el refinamiento de lo editado. Lo extravagante es que esa interrupción de la continuidad de planes y expectativas, no nos parezca suficiente para aniquilar el prestigio de la predicción, el utopismo o lo profético. Estamos viviendo un descalabro que cancela toda hipótesis sobre el mañana, que abole de golpe todo pro-yecto, y caemos en la obcecación de querer perforar la oscuridad, en lugar de aprender a caminar a tientas.
Por un instante al menos contemplemos el accidente como un hecho verdadero y frustremos la reacción defensiva de reclamar como niños en la autopista saber cuándo y cómo y a dónde llegaremos. Quisiera compartirles la radicalidad de una exigencia que yo mismo me hago: dejar de cuestionar el paracaídas, y plantearnos operar en este campo tanto técnico como político. Un momento que es a la vez anuncio y catástrofe. Podemos luchar colectiva y organizadamente, en medio de un gran caos, para hacer caso del augur, y empezar a transformar la interfase entre sociedad, proyecto, especies y mundo.
No hay “futuro”. Todo está sujeto a nuestra capacidad de acción, acuerdo, aprendizaje y circunstancias. La idea de origen Saint-simoniano que expresó hacia la década de 1820 Benjamín Olinde Rodrigues, concebía al artista como un “hombre de imaginación” capaz de figurar y crear el futuro humano. En nuestro contexto habría que asumir ya la condición de no saber, ni tener siquiera elementos para imaginar, y sin embargo estar felizmente obligados a actuar y pensar. El espejo que extendía la propaganda del ayer, tanto la capitalista como la supuesta alternativa, y sobre todo el dictado supuestamente emancipatorio del patriarcado latinoamericano, es una línea continua que hoy ya estalló. Condenados a permanecer sentados ante la alucinación colectiva de las imágenes, sonidos, fantasmas, caracteres y paisajes que brotan del cristal líquido de nuestra computadora o teléfono, saquemos una conclusión provisional: el por-venir ha sido postergado.
Estamos en condición de espera, pero aún así es una condición más activa que lo que admitimos. Es a la vez demasiado tarde, y aún demasiado temprano, para pre-ocuparnos.
Al tomar esta posición escéptica y activa a la vez, busco enterrar ya de una vez una idea que cada vez resulta más irreconocible: El futuro posible es la ruina. Y ahí está también, como recordatorio, Hubert Robert, quien al tiempo que organizaba por primera vez el Louvre en orden cronológico y en plena revolución francesa, se entretenía haciendo recorridos del museo como ruina futura.
Ser honestos en este tiempo implica asumir que lo que figura la imaginación es más parecido a un lomerío de escombros, símbolos, ilusiones y cadáveres de José Clemente Orozco, que a un futuro de promesas.
Esa negativa al utopismo, lo mismo que a aferrarnos siquiera a la certeza de un apocalipsis, es una buena tarea para este tiempo detenido. Habitar este hiato puede ser la oportunidad de asumir un estado de atención aumentada: el tiempo pasa lentamente, los hechos se agrandan; estamos obligados a monitorear la situación del mundo, a recibir sus imágenes, a sopesar argumentos contrarios y a inquietarnos por lo que nos concierne con fuerzas renovadas.
Curiosamente, el estado de animación suspendida que hemos adoptado, es también un grado inesperado de reflexividad y de vigilancia política. Para empezar, debemos asombrarnos, por más que la odiemos, por la hazaña organizativa y logística que representa esta cuarentena global. Pues con todos sus defectos, y su limitada eficacia, es la acción colectiva coordinada más grande que hemos atestiguado. Dos tercios de la humanidad sometidos a un cierto grado de limitación con la esperanza de entorpecer la multiplicación del ARN de un virus. Finalmente, hacemos algo a escala planetaria que no sea evidenciar nuestro odio.
En segundo lugar, espero, pues de otro modo tendremos que declarar una derrota prematura, una buena parte de quienes atravesamos este tiempo hemos asumido la necesidad de cuestionar las condiciones que nos han llevado al desastre. Partiendo de esto podremos coincidir, al menos, en que tolerar una sociedad iletrada, incapaz de un pensamiento complejo y de múltiples planos, dogmática y sometida a toda clase de manipulaciones y demagogias, se ha convertido en una amenaza monstruosa. Si no es del todo factible imaginar el futuro es porque las tareas urgentes de cambio social no encuentran agentes. Imaginar es una fantasía en gran medida autoindulgente, en ausencia de la tarea mucho más prometedora de trabajar por una sociedad más educada, por condiciones de existencia menos precarias, y por una sensibilidad colectiva e inteligente: precisamente aquello que la producción cultural y el arte tienen por objetivo. Imaginar el futuro, puede ser un distractor ante la urgencia de actuar e intervenir en el hoy de un tiempo que no tiene nada de ausente, y donde no existe siquiera el privilegio de la paciencia.
No sé si esto es algo que ustedes comparten, pero para muchos, entre los que me incluyo, el tiempo descarrilado de la pandemia ha sido un tiempo de luchas, protesta, organización y movilización. En México, muchos hemos visto importunada la aplicación de las medidas sanitarias por políticas irreflexivas de austeridad, con la pretensión de desmantelar instituciones sociales del neoliberalismo mediante la imposición de un pobrísimo moralista. Adicionalmente, en lugares tan disímiles como Estados Unidos, México o la India, la violencia estatal y policial ha obligado a la acción en las calles, una toma de espacio y voz que el riesgo de contagio ha vuelto más radical. Salir a la calle para romper la cuarentena expresa una condición política venerable, y no sin riesgos, donde la búsqueda de la justicia cuestiona la prioridad de la supervivencia. Señala que la paciencia de entender que todo está todavía por-venir, no puede ser del todo paciente. Es un riesgo radicalmente distinto de la demagogia, compartida por gobiernos y plutocracia, de querernos convencer de afrontar el contagio como un desafío a la fortuna en favor del monstruo de “la economía”. En un mismo movimiento convergen la protesta ciudadana y la exigencia al poder estatal y económico de hacer efectiva su falsa promesa: que la acumulación de poder y riqueza se justifican precisamente ante la necesidad de enfrentarse a un peligro común.
Si los museos son en verdad una heterotopía, su condición a la vez especular y espectral debería mostrarse hoy como una locación decisiva para el pensamiento en un tiempo interrumpido y un por-venir todavía prematuro para ser prospecto. Incluso oscuros, solitarios y silenciosos, cerrados a públicos y profesionales, rodeados del cintillo de protección, cámaras y candados, estas instituciones no están muertas, las hemos puesto en una especie de coma inducido. Sin embargo su potencial más hondo, servir de locación a una constante interferencia de temporalidades, geografías, historias, alucinaciones, fantasmas, y las interacciones entre los muertos y los vivos, se antoja como un referente decisivo de la profunda alteración de la historicidad que como mundo atravesamos. Esto es evidente en la ansiedad con que nos reunimos desde la distancia con tanta frecuencia y prematuramente a discutir sobre su futuro y supervivencia. Poniendo a un lado el problema de su viabilidad financiera, no es verdad que los museos sean instituciones peculiarmente amenazadas por la falta de público en los siguientes meses o años, no como como sí lo están los conciertos de todo tipo o el teatro. Tiendo a pensar que el impulso de las instituciones y sus profesionales por teorizar y compartir su ansiedad por el tiempo que viene es parte de su activismo. Los museos son, además de edificios, bodegas, objetos, y depósitos de registros, imanes de comunidades, de grupos e individuos, y crecientemente, nodos de conversación y pensamiento. En el encierro muchos hemos radicalizado esta tarea de hacer confluir personas, ideas y fantasmas, además de imágenes y objetos, de trazar esferas públicas remotas y virtuales. Expresamos la urgencia de teorización y pensamiento en público. Lo urgente y lo difícil es hacernos presentes, ahora y en lo que venga, el no permitirnos el espectro de la irrelevancia.
Poesía y contingencia: Sara Uribe.
Por un fantástico error de envío de la librería La Murciélaga, llegó a mis manos el último libro de Sara Uribe: Un montón de escritura para nada (México, Dharma books, 2019) Tomarlo en las manos y verse impelido a leerlo en una sola tirada ha sido un chapuzón en agua fresca, no porque se trate de una escritura que pretenda en absoluto la cercanía con un manantial cristalino, sino por todo lo contrario. Fue encontrarse con la inteligencia de un texto hecho de lugares comunes literarios, "discursos" del oficio y la frustración, en el sentido barthesiano del término; en otras palabras, fabricado del repertorio de las frases e "ideas recibidas" que constituyen el tejido de la fatiga cultural del primer cuarto del siglo XXI.
¿Qué clase de pertenencias/autorías podemos establecer —se pregunta Uribe— frente a escrituras hechas de recortes que otros hicieron previamente del presente?
¿Todavía crees en los finales felices? (p. 54)
Cada página es de hecho un homenaje gráfico a la (auto) referencialidad, rasgo subrayado por un diseño que, como en una rudimentaria animación de Powerpoint, nos lleva a las autoras y autores de sus citas, en un poema que no oculta estar hecho de la convivencia atormentada de las frases desafiantes de una literatura mayoritariamente femenina/feminista, y la acumulación de tonterías pasivo-agresivos que implica el atrevimiento de escribir y publicar en esta etapa histórica. Es un acierto constante que buena parte de la prosa poética de este volumen diseñado en un cuadrado amarillo, como de catálogo de exhibición de arte oficial de los años 80, esté enmarcada en signos de interrogación. En efecto, se trata de un libro que registra la duda sobre su existencia como libro, cosa que ya plantea el título, saqueado explícitamente de una cita de Miyó Vestrini. Este es un texto que se juega su destino al borde de descubrirse suplementario, desechable, extra-literario, epigonal. Lo escribe Uribe con toda conciencia:
Si escribo un libro a finales de la segunda década del siglo XXI, ¿en verdad puedo sustraerme a la aceleración?
¿También caíste en la trampa de creer que el futuro no existe, que es imposible? (p. 58)
Es un texto que no es errado llamar postconceptual en su afán de interrogar la situación socio-psico-política del campo artístico, y que consigue el salvamento poético por virtud de la (auto)crítica y la decisión de abrazar la singularidad del presente con todas sus frustraciones y dilemas:
Queremos un poema acróbata, políglota, un poema con una playera que diga (p. 14)
Imaginar es una fantasía en gran medida autoindulgente, en ausencia de la tarea mucho más prometedora de trabajar por una sociedad más educada, por condiciones de existencia menos precarias, y por una sensibilidad colectiva e inteligente: precisamente aquello que la producción cultural y el arte tienen por objetivo.
De un modo insistente y circular (la repetición es la marca del trauma) en los últimos meses ocurre una paradoja. Experimentamos con una sorpresa mortífera el primer evento auténticamente global: la sincronía de la amenaza de una pandemia gravísima que pone en crisis la apariencia todopoderosa de la atención médica farmacéutica, y que nos ha dejado en manos de una táctica que tiene mucho de arcaico: el encierro o cuarentena destinado a mitigar la intensidad del contagio. Caímos en una experiencia efectivamente in-audita, in-édita: que no se anuncia, que acontece sin el refinamiento de lo editado. Lo extravagante es que esa interrupción de la continuidad de planes y expectativas, no nos parezca suficiente para aniquilar el prestigio de la predicción, el utopismo o lo profético. Estamos viviendo un descalabro que cancela toda hipótesis sobre el mañana, que abole de golpe todo pro-yecto, y caemos en la obcecación de querer perforar la oscuridad, en lugar de aprender a caminar a tientas.
Por un instante al menos contemplemos el accidente como un hecho verdadero y frustremos la reacción defensiva de reclamar como niños en la autopista saber cuándo y cómo y a dónde llegaremos. Quisiera compartirles la radicalidad de una exigencia que yo mismo me hago: dejar de cuestionar el paracaídas, y plantearnos operar en este campo tanto técnico como político. Un momento que es a la vez anuncio y catástrofe. Podemos luchar colectiva y organizadamente, en medio de un gran caos, para hacer caso del augur, y empezar a transformar la interfase entre sociedad, proyecto, especies y mundo.
No hay “futuro”. Todo está sujeto a nuestra capacidad de acción, acuerdo, aprendizaje y circunstancias. La idea de origen Saint-simoniano que expresó hacia la década de 1820 Benjamín Olinde Rodrigues, concebía al artista como un “hombre de imaginación” capaz de figurar y crear el futuro humano. En nuestro contexto habría que asumir ya la condición de no saber, ni tener siquiera elementos para imaginar, y sin embargo estar felizmente obligados a actuar y pensar. El espejo que extendía la propaganda del ayer, tanto la capitalista como la supuesta alternativa, y sobre todo el dictado supuestamente emancipatorio del patriarcado latinoamericano, es una línea continua que hoy ya estalló. Condenados a permanecer sentados ante la alucinación colectiva de las imágenes, sonidos, fantasmas, caracteres y paisajes que brotan del cristal líquido de nuestra computadora o teléfono, saquemos una conclusión provisional: el por-venir ha sido postergado.
Estamos en condición de espera, pero aún así es una condición más activa que lo que admitimos. Es a la vez demasiado tarde, y aún demasiado temprano, para pre-ocuparnos.
Al tomar esta posición escéptica y activa a la vez, busco enterrar ya de una vez una idea que cada vez resulta más irreconocible: El futuro posible es la ruina. Y ahí está también, como recordatorio, Hubert Robert, quien al tiempo que organizaba por primera vez el Louvre en orden cronológico y en plena revolución francesa, se entretenía haciendo recorridos del museo como ruina futura.
Ser honestos en este tiempo implica asumir que lo que figura la imaginación es más parecido a un lomerío de escombros, símbolos, ilusiones y cadáveres de José Clemente Orozco, que a un futuro de promesas.
Esa negativa al utopismo, lo mismo que a aferrarnos siquiera a la certeza de un apocalipsis, es una buena tarea para este tiempo detenido. Habitar este hiato puede ser la oportunidad de asumir un estado de atención aumentada: el tiempo pasa lentamente, los hechos se agrandan; estamos obligados a monitorear la situación del mundo, a recibir sus imágenes, a sopesar argumentos contrarios y a inquietarnos por lo que nos concierne con fuerzas renovadas.
Curiosamente, el estado de animación suspendida que hemos adoptado, es también un grado inesperado de reflexividad y de vigilancia política. Para empezar, debemos asombrarnos, por más que la odiemos, por la hazaña organizativa y logística que representa esta cuarentena global. Pues con todos sus defectos, y su limitada eficacia, es la acción colectiva coordinada más grande que hemos atestiguado. Dos tercios de la humanidad sometidos a un cierto grado de limitación con la esperanza de entorpecer la multiplicación del ARN de un virus. Finalmente, hacemos algo a escala planetaria que no sea evidenciar nuestro odio.
En segundo lugar, espero, pues de otro modo tendremos que declarar una derrota prematura, una buena parte de quienes atravesamos este tiempo hemos asumido la necesidad de cuestionar las condiciones que nos han llevado al desastre. Partiendo de esto podremos coincidir, al menos, en que tolerar una sociedad iletrada, incapaz de un pensamiento complejo y de múltiples planos, dogmática y sometida a toda clase de manipulaciones y demagogias, se ha convertido en una amenaza monstruosa. Si no es del todo factible imaginar el futuro es porque las tareas urgentes de cambio social no encuentran agentes. Imaginar es una fantasía en gran medida autoindulgente, en ausencia de la tarea mucho más prometedora de trabajar por una sociedad más educada, por condiciones de existencia menos precarias, y por una sensibilidad colectiva e inteligente: precisamente aquello que la producción cultural y el arte tienen por objetivo. Imaginar el futuro, puede ser un distractor ante la urgencia de actuar e intervenir en el hoy de un tiempo que no tiene nada de ausente, y donde no existe siquiera el privilegio de la paciencia.
No sé si esto es algo que ustedes comparten, pero para muchos, entre los que me incluyo, el tiempo descarrilado de la pandemia ha sido un tiempo de luchas, protesta, organización y movilización. En México, muchos hemos visto importunada la aplicación de las medidas sanitarias por políticas irreflexivas de austeridad, con la pretensión de desmantelar instituciones sociales del neoliberalismo mediante la imposición de un pobrísimo moralista. Adicionalmente, en lugares tan disímiles como Estados Unidos, México o la India, la violencia estatal y policial ha obligado a la acción en las calles, una toma de espacio y voz que el riesgo de contagio ha vuelto más radical. Salir a la calle para romper la cuarentena expresa una condición política venerable, y no sin riesgos, donde la búsqueda de la justicia cuestiona la prioridad de la supervivencia. Señala que la paciencia de entender que todo está todavía por-venir, no puede ser del todo paciente. Es un riesgo radicalmente distinto de la demagogia, compartida por gobiernos y plutocracia, de querernos convencer de afrontar el contagio como un desafío a la fortuna en favor del monstruo de “la economía”. En un mismo movimiento convergen la protesta ciudadana y la exigencia al poder estatal y económico de hacer efectiva su falsa promesa: que la acumulación de poder y riqueza se justifican precisamente ante la necesidad de enfrentarse a un peligro común.
Si los museos son en verdad una heterotopía, su condición a la vez especular y espectral debería mostrarse hoy como una locación decisiva para el pensamiento en un tiempo interrumpido y un por-venir todavía prematuro para ser prospecto. Incluso oscuros, solitarios y silenciosos, cerrados a públicos y profesionales, rodeados del cintillo de protección, cámaras y candados, estas instituciones no están muertas, las hemos puesto en una especie de coma inducido. Sin embargo su potencial más hondo, servir de locación a una constante interferencia de temporalidades, geografías, historias, alucinaciones, fantasmas, y las interacciones entre los muertos y los vivos, se antoja como un referente decisivo de la profunda alteración de la historicidad que como mundo atravesamos. Esto es evidente en la ansiedad con que nos reunimos desde la distancia con tanta frecuencia y prematuramente a discutir sobre su futuro y supervivencia. Poniendo a un lado el problema de su viabilidad financiera, no es verdad que los museos sean instituciones peculiarmente amenazadas por la falta de público en los siguientes meses o años, no como como sí lo están los conciertos de todo tipo o el teatro. Tiendo a pensar que el impulso de las instituciones y sus profesionales por teorizar y compartir su ansiedad por el tiempo que viene es parte de su activismo. Los museos son, además de edificios, bodegas, objetos, y depósitos de registros, imanes de comunidades, de grupos e individuos, y crecientemente, nodos de conversación y pensamiento. En el encierro muchos hemos radicalizado esta tarea de hacer confluir personas, ideas y fantasmas, además de imágenes y objetos, de trazar esferas públicas remotas y virtuales. Expresamos la urgencia de teorización y pensamiento en público. Lo urgente y lo difícil es hacernos presentes, ahora y en lo que venga, el no permitirnos el espectro de la irrelevancia.
Poesía y contingencia: Sara Uribe.
Por un fantástico error de envío de la librería La Murciélaga, llegó a mis manos el último libro de Sara Uribe: Un montón de escritura para nada (México, Dharma books, 2019) Tomarlo en las manos y verse impelido a leerlo en una sola tirada ha sido un chapuzón en agua fresca, no porque se trate de una escritura que pretenda en absoluto la cercanía con un manantial cristalino, sino por todo lo contrario. Fue encontrarse con la inteligencia de un texto hecho de lugares comunes literarios, "discursos" del oficio y la frustración, en el sentido barthesiano del término; en otras palabras, fabricado del repertorio de las frases e "ideas recibidas" que constituyen el tejido de la fatiga cultural del primer cuarto del siglo XXI.
¿Qué clase de pertenencias/autorías podemos establecer —se pregunta Uribe— frente a escrituras hechas de recortes que otros hicieron previamente del presente?
¿Todavía crees en los finales felices? (p. 54)
Cada página es de hecho un homenaje gráfico a la (auto) referencialidad, rasgo subrayado por un diseño que, como en una rudimentaria animación de Powerpoint, nos lleva a las autoras y autores de sus citas, en un poema que no oculta estar hecho de la convivencia atormentada de las frases desafiantes de una literatura mayoritariamente femenina/feminista, y la acumulación de tonterías pasivo-agresivos que implica el atrevimiento de escribir y publicar en esta etapa histórica. Es un acierto constante que buena parte de la prosa poética de este volumen diseñado en un cuadrado amarillo, como de catálogo de exhibición de arte oficial de los años 80, esté enmarcada en signos de interrogación. En efecto, se trata de un libro que registra la duda sobre su existencia como libro, cosa que ya plantea el título, saqueado explícitamente de una cita de Miyó Vestrini. Este es un texto que se juega su destino al borde de descubrirse suplementario, desechable, extra-literario, epigonal. Lo escribe Uribe con toda conciencia:
Si escribo un libro a finales de la segunda década del siglo XXI, ¿en verdad puedo sustraerme a la aceleración?
¿También caíste en la trampa de creer que el futuro no existe, que es imposible? (p. 58)
Es un texto que no es errado llamar postconceptual en su afán de interrogar la situación socio-psico-política del campo artístico, y que consigue el salvamento poético por virtud de la (auto)crítica y la decisión de abrazar la singularidad del presente con todas sus frustraciones y dilemas:
Queremos un poema acróbata, políglota, un poema con una playera que diga (p. 14)
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