La llamada

La llamada

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Leila Guerriero explora una historia cruenta de la dictadura, en el que Labayru fue denunciante, en este adelanto del libro La llamada, publicado por Anagrama.

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Ilustración de
Traducción de

Empieza con un cántico en latín, en una terraza.

Hay viento la noche del 27 de noviembre de 2022 en Buenos Aires. La terraza corona un edificio de dos plantas que retiene una firme autoconciencia de su belleza con esa altanería refinada de las construcciones antiguas. Se llega a ella después de atravesar un corredor extenso cubierto de paneles de vidrio ensombrecidos por el hollín —un detalle que aporta humanidad, un defecto necesario— y subir una escalera, una ascensión virtuosa de mármol blanco. Inserta en el centro de la manzana, la terraza parece una balsa rústica rodeada por olas de edificios más altos. Todo luce atacado por una sequedad armónica, un ascetismo de diseño (lo que no es extraño puesto que dos de las personas que viven aquí son arquitectas): cañas indias, enredaderas, bancos largos, sillas plegables de lona, una banqueta con almohadones blancos. La mesa, de madera cruda, está debajo de una tela de media sombra que se agita con lo que fue primero brisa y ahora es un viento fresco que despeja el calor ingobernable del fin de la primavera austral. En la parrilla se cocinan a fuego lento morcillas, pollo, lomo. Cada tanto, uno de los dueños de casa, el fotógrafo Dani Yako, se acerca hasta allí para controlar la cocción. Está, como siempre, vestido de negro: chomba Lacoste, jeans. Hace algunos años tenía un bigote aparatoso. Ahora lleva barba corta, los mismos anteojos de marcos gruesos. Al volver a la mesa le basta con escuchar dos o tres palabras para reinsertarse en la conversación. Es normal: conoce a casi todas las personas que están allí desde 1969, cuando tenía trece años.

—Me dijeron que en la presentación del libro estuvo la Royo —dice Yako.

—¡Cómo no nos avisaste! —dice Débora.

—Yo no la vi —dice Silvia Luz.

Alba dice, algo indiferente:

—Yo tampoco.

No dicen nada ni Laura ni Julia, la mujer y la hija de Yako —las arquitectas, que ya deben haber escuchado hablar de la Royo en otras cenas como esta—, ni Silvia ni Hugo.

—Bueno, me dijeron que estaba, yo no la vi —dice Yako, fingiendo ofuscación infantil, encogiéndose de hombros.

La presentación a la que alude es la de su último libro de fotos, Exilio, que reúne imágenes tomadas desde 1976 y hasta 1983, la mayor parte de ellas en España, en las que se ve a casi todas las personas que están en la terraza (y a otras que no están aquí). La presentación se hizo en una librería del barrio de Palermo llamada Los Libros del Pasaje el jueves 3 de noviembre de 2022, pocas semanas atrás. Royo es la profesora de latín del colegio secundario al que fueron todos ellos, que rondan la misma edad: sesenta y cinco años.

—Me hubiera gustado verla —dice Débora.

Entonces, como si el apellido Royo hubiera sido una clave, alguien —quizás Débora— entona la frase en latín: «Ut queant laxis / resonare fibris». Y Silvia Luz se suma: «Mira gestorum / famuli tuorum». Y Silvia: «Solve polluti / labii reatum». Y todos llegan al final —«Sancte Ioannes»— mientras golpean la superficie de la mesa con suavidad civilizada para que las botellas y los platos y las copas no terminen en el piso, siguiendo el compás de ese himno que cantaban en años en los que nada había sucedido, en los que todo estaba empezando, una bacteria larvada dentro de una matriz que iba a romperse en pedazos.

UT queant laxis

REsonare fibris

MIra gestorum

FAmuli tuorum

SOLve polluti,

LAbii reatum

Sancte Ioannes.

La traducción sería: «Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan». Es el «Himno a san Juan Bautista», escrito por Pablo el Diácono en el siglo VIII. Sus versos comienzan con las notas musicales: re, mi, fa, sol. «Ut» es la forma antigua utilizada para la nota do.

—¡«Ut» —grita Débora— es do!

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La primera vez que la vi fue en la foto de un periódico. Aunque estaba sentada sobre lo que parecía una tapa de cemento en mitad de un jardín frondoso, se notaba que era alta. El pelo rubio, por debajo de los hombros, enmarcaba un rostro sofisticado, esa clase de belleza felina que da, a algunas personas, el aspecto de una pieza delicada un poco salvaje. Usaba el flequillo insolente que solían usar muchachas de otra época. Le calzaba ese sustantivo: muchacha. Aparentaba muchos años menos de los que se deducían del artículo: sesenta y cuatro. Vestía una prenda de mangas largas color azul, jeans ajustados, sandalias de taco chino con suela de yute. Era delgada, con una voluptuosidad natural. Estaba allí ostentando el desparpajo de quien se ha sentado en el piso muchas veces sin perder el tipo. Miraba hacia arriba. La foto trasuntaba un clima a la vez fértil y amenazador, sumergida en una luz acuática que le daba la cualidad de un sueño (ella se arrepintió de haberse fotografiado allí, en ese jardín demasiado identificable, porque alguno de «estos tipos» podía ubicarla y hacerle pasar «un susto, un mal rato»). Llamaban la atención las manos grandes, compactas, rudas, una música muy fuerte para el resto del conjunto, más sutil. No se le veían los ojos, pero son azules. El título de la nota, firmada por Mariana Carbajal y publicada el 27 de marzo de 2021 en el diario argentino Página/12, decía: «El secuestro de Silvia Labayrú. La llegada a la ESMA y el parto en cautiverio». Tenía un error, y era el acento: su apellido es Labayru, no Labayrú. Pero el día en que leí la nota —edición en papel, era domingo— yo no sabía quién era esa mujer, ni estaba interesada en la ortografía de un texto en el que ella empezaba diciendo: «El 29 de diciembre de 1976, con 20 años, embarazada de cinco meses, me llevaron [...] a la ESMA [...] al sótano, donde torturaban en una salita [...], en un lugar famoso que llamaban “La avenida de la felicidad”. Ahí fui interrogada, torturada durante un tiempo. [...] me tuvieron catorce días [escuchando] día y noche sin parar los alaridos de los compañeros que pasaban por las otras salas de tortura». La periodista aclaraba que la evocación pertenecía a «Silvia Labayrú, ex integrante de Montoneros, sobreviviente de ese centro clandestino de detención», la ESMA, donde había permanecido secuestrada un año y medio.

La ESMA es la Escuela de Mecánica de la Armada, un sitio de instrucción militar donde, desde el golpe de Estado que se produjo el 24 de marzo de 1976 en la Argentina, funcionó un centro clandestino de detención, el más grande de los casi setecientos que hubo en el país. Entre 1976 y 1983, cuando la dictadura terminó, fueron secuestradas, torturadas y asesinadas allí, por los llamados Grupos de Tareas, unas cinco mil personas. Sobrevivieron menos de doscientas. El número total de desaparecidos durante la dictadura es de treinta mil.

Montoneros fue un grupo de extracción peronista, surgido en los setenta que, a mediados de esa década, se militarizó, formando el Ejército Montonero, y pasó a la clandestinidad.

Silvia Labayru militaba allí, y desde los dieciocho años integró el sector de Inteligencia de la capital cuyo responsable máximo era el escritor argentino Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre, abatido en la calle por un Grupo de Tareas de la ESMA el 25 de marzo de 1977, que continúa desaparecido.

El artículo de Página/12 estaba enfocado en el hecho de que ella, junto con Mabel Lucrecia Luisa Zanta y María Rosa Paredes, había sido denunciante en el primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos en ese centro clandestino. La denuncia se había hecho en 2014. El juicio había comenzado en octubre de 2020 y se esperaba sentencia para agosto de 2021, cinco meses después de publicada la nota. Aunque Labayru había dado su testimonio acerca de lo acontecido ante la ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) en 1979, ante la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) en 1984, y en diversos juicios contra represores de la ESMA, y de esos testimonios podía desprenderse que había pasado por algún tipo de abuso, nunca había dado detalles ni se los habían pedido porque, hasta 2010, la violencia sexual formaba parte del rubro «torturas y tormentos», un combo inespecífico en el que se incluían la picana eléctrica, el submarino seco, el simulacro de fusilamiento, los golpes. Recién ese año la violación se transformó en un delito autónomo: algo que podía juzgarse per se. Una década más tarde, Labayru y las otras dos mujeres —a quienes no conoce— testimoniaron en ese juicio. Ella acusaba a dos miembros de la Armada: Alberto Eduardo «Gato» González, como su violador, y Jorge Eduardo «el Tigre» Acosta, al frente del centro clandestino en aquellos años, como el instigador de esas violaciones. Ambos tenían ya varias condenas a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad.

Cuando se publicó el artículo, Silvia Labayru llevaba cuatro décadas sin hablar con periodistas —su hija Vera y su hijo David estaban entrenados para negarla cuando llamaban por teléfono pidiendo entrevistarla— y, aunque yo no lo sabía, no estaba dispuesta a hacer más excepciones que la que había hecho con Página/12.

Dos o tres días después de esa publicación, el fotógrafo Dani Yako, a quien conozco desde hace años, me envió dos mensajes por WhatsApp. El primero tenía un link a esa nota de Página/12, que yo ya había leído. El segundo era una pregunta: «¿Leíste esto de mi amiga Silvia?».

El 18 de noviembre de 2013, en el Juicio ESMA, Causa Unificada, Silvia Labayru declaró: «Las mujeres éramos su botín de guerra. Nuestros cuerpos fueron considerados como botín de guerra. Eso es algo bastante habitual, por no decir muy habitual, en la violencia sexual. Y utilizar o considerar a las mujeres como parte del botín es un clásico en todas las historias represivas de las guerras [...]. En esto no fue una excepción».

Canta Bob Dylan: «¿Cuántas veces puede un hombre volver la cabeza / y fingir no ver lo que ve?». Estaba todo dicho. Solo había que saber —o querer— escuchar.

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En la terraza, Dani Yako dice en voz baja, un ceceo dulce que contrasta con el tono asertivo en el que habla (aunque el contenido de sus frases es siempre el de una duda amable: «A vos no te gusta el jazz, ¿no?»), que en el Colegio leían los clásicos en latín, que cursaban seis años de esa lengua, dos de griego, seis de francés. —Y ahora no me acuerdo de nada, apenas puedo hablar en español. Alguien menciona la frase latina:

—Ego puto in horto meo.

Silvia Luz Fernández dice:

—Con el tiempo, eso va a ser todo lo que nos vamos a acordar del latín.

Dejó de fumar el día anterior (ha dejado de fumar decenas de veces) y mastica chicles de nicotina a cada rato. Tiene una carcajada ronca, rulos cortos, blancos o platinados, una dicción precisa en la que engarza frases irónicas con las que, generalmente, se ataca a sí misma. Está sentada junto a Dani Yako. Al otro lado, Débora Kantor, el pelo corto, un estilo sencillo que contrasta con la cabellera trabajada en grandes ondas de Alba Corral. Siguen Laura Marino, la mujer de Yako, y Julia, la hija de ambos, que escuchan mucho, hablan poco y permanecen en el extremo de la mesa como si fuera plantas frescas, algo profundamente silvestre. Luego, Hugo Dvoskin, la pareja de Silva Labayru, y, junto a Hugo Dvoskin, ella. Silvia Labayru. Lalabayru. Silvia. Silvina. Y el nombre de su peligro: Mora.

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Un día de diciembre de 2022, corriendo por el campo, recuerdo que yo, de niña, tenía una yegua alazana, mansa pero altiva. Se llamaba Mora, Morita. Le pongo un mensaje de WhatsApp mencionando el hecho. Responde escueta: «Ja. Morita». La verdad, pienso después, es una sincronía bastante idiota.

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El predio de la ESMA ocupa diecisiete hectáreas. Desde el 24 de marzo de 2004, y por decreto del entonces presidente Néstor Kirchner, ya no lleva el nombre de Escuela de Mecánica de la Armada y es el Espacio Memoria y Derechos Humanos. Muchos le dicen «la ex-ESMA». Todas las personas entrevistadas para este libro la siguen llamando como entonces: «Vamos a la ESMA», «Nos encontramos en la ESMA», «Me llamaron desde la ESMA». Funcionan allí, en diversos edificios, el Museo Sitio de Memoria ESMA, el Archivo Nacional de la Memoria, la Casa por la Identidad, el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, el Espacio Cultural Nuestros Hijos, el Museo Malvinas, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Equipo Argentino de Antropología Forense, entre otras cosas. Está casi al final de la avenida del Libertador —una vía amplia con construcciones elegantes en las que vive parte de cierta aristocracia criolla tradicional—, a pocas cuadras del límite entre la ciudad y la zona norte del conurbano bonaerense.

Desde 1976, el centro clandestino de detención instalado allí operó en el Casino de Oficiales, el edificio del predio que se encuentra más cercano a la línea que separa la capital del conurbano. Su función era la de hospedar a oficiales y profesores visitantes, y no la perdió durante la dictadura: el primer y segundo pisos continuaron como albergue mientras en el sótano se llevaba a cabo la tortura, se obligaba a los prisioneros a falsificar documentos y procesar información, y en el tercer piso, conocido como Capucha (los detenidos permanecían la mayor parte del tiempo con capuchas y grilletes), estaban los cubículos —camarotes— donde se encerraba a los secuestrados, sobre todo militantes de Montoneros aunque no solo: también se secuestró, en menor medida, a miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y otros grupos de izquierda, y se torturó y asesinó a jubilados, adolescentes, monjas o gente cuyo nombre figuraba en una agenda equivocada. El proceso podía tener variantes, pero era más o menos así: se producía el secuestro —en la calle, en las casas—, se procedía a trasladar al secuestrado al sótano, se lo torturaba de inmediato para obtener información (de manera tal que, por ejemplo, se lograra capturar a quienes tuvieran una cita próxima con esa persona). Los secuestrados recibían un número del 1 al 999. Hubo muchos números 1 y muchos 999. El plantel se renovaba: cada miércoles se seleccionaba a un grupo de personas, se las anestesiaba con pentotal y se las arrojaba al Río de la Plata o al mar desde un avión (el dispositivo se conoce como «vuelos de la muerte»). Había otros métodos: un balazo. Entonces se realizaba un «asadito»: se quemaba el cuerpo en el parque que hay detrás.

Si bien fue uno de los cientos de centros clandestinos por los que pasaron miles de personas, en su inmensa mayoría desaparecidas, no era similar a ninguno.

«Como todos los centros clandestinos de detención de la dictadura», escribe Claudia Feld en el libro ESMA, firmado por ella y por Marina Franco, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2022, «la Escuela de Mecánica de la Armada implementó un sistema de destrucción física y psíquica [...]. Para la mayor parte de las personas secuestradas allí, este circuito fue corto y terminante: sufrieron feroces torturas, fueron inmovilizadas y aisladas en “Capucha” o “Capuchita”, hasta que poco después se las asesinó mediante los “vuelos de la muerte” o con otros métodos. Sin embargo, un grupo minoritario pero significativo de secuestrados y secuestradas fue mantenido con vida, y su cautiverio se prolongó durante meses, incluso años. En ese tiempo, fueron obligados a realizar diversos trabajos bajo amenaza de muerte, en un régimen que se conoció como “proceso de recuperación” [...]. La etapa más activa de este “proceso de recuperación” se produjo cuando el centro clandestino fue conducido por Jorge Acosta, entre fines de 1976 y los primeros meses de 1979.»

Cada persona incorporada a ese proceso estaba a cargo de un militar responsable que, en ocasiones, era el mismo que había procedido a la tortura. Si se consideraba que el proceso de recuperación estaba dando resultados, el prisionero empezaba a realizar algunas salidas. Por ejemplo, podía permanecer unos días en casa de sus familiares. A las mujeres secuestradas se las obligaba a vestir «de manera femenina» como demostración de que estaban dispuestas a dejar atrás la vida unisex de la militancia —todas esas camisas y pantalones de jean tan poco sexis—, y se las sacaba a cenar o a la boîte de moda, Mau Mau, propiedad de un hombre del jet set llamado José Lata Liste.

De todas maneras, nada garantizaba nada.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser puesta en libertad y enviada a otro país.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser obligada a trabajar en dependencias del Estado como la Cancillería o el Ministerio de Bienestar Social y permanecer en un régimen de libertad vigilada hasta, incluso, el comienzo de la democracia.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación y ser ejecutada.

Los motivos por los cuales el destino era uno u otro son oscuros, y terminan en el mismo callejón: no se sabe. La arbitrariedad garantiza un pavor perfecto: infinito.

El libro de Claudia Feld y Marina Franco consigna algunas particularidades de este centro clandestino: se encontraba en el corazón de Buenos Aires, a metros de la cancha de River, en un barrio residencial de mucho movimiento; estaba bajo el poder directo del almirante Massera, uno de los tres miembros de la Junta Militar que había tomado el poder; se mantuvo activo, a diferencia de los demás, durante toda la dictadura; se realizaba allí una producción permanente de documentos falsos, informes políticos o notas de prensa que se obligaba a confeccionar a los secuestrados; fue el epicentro de casos que tuvieron repercusión internacional, como el secuestro de dos monjas francesas, de tres Madres de Plaza de Mayo y —por equivocación en el operativo: buscaban a una persona parecida— el asesinato de la adolescente sueca Dagmar Hagelin; no hubo otro centro clandestino donde se implementara el proceso de recuperación (concebido por Acosta); nacieron más de treinta bebés que, en su mayoría, fueron separados de sus madres y entregados a represores que los criaron como hijos propios.

En el tercer piso de ese lugar, sobre una mesa, Silvia Labayru parió un bebé, uno de los pocos que fue entregado a su familia de origen.

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«No entiendo por qué te interesa Silvia Labayru. ¿Qué tiene de singular?», dice una persona que me da información y me recomienda lecturas relacionadas con el tema: «No sé qué le ves».

Hay una pregunta que hacen siempre: «¿Por qué elige las historias, con qué criterio?». Quizás con el peor de todos. Una abstrusa y soberbia necesidad de complicarse la vida y, al final, vencer. O no.

Te recomendamos el ensayo "La radicalidad de no hacer nada".

Fotografía de Esther Vargas (Flickr).

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La primera en llegar a casa de Dani Yako esa noche fue Silvia Luz Fernández, que tomó el colectivo de la línea 12 demasiado temprano, previendo que iba a demorar, pero el colectivo hizo el trayecto muy rápido. Luego llegaron Débora Kantor, Silvia Labayru y Hugo Dvoskin. Los tres permanecieron un rato tocando timbre sin que nadie les abriera (Yako olvidó decirles que lo llamaran por teléfono en vez de tocar el timbre, que no se escucha desde la terraza: a buena parte de los que forman este grupo parece unirlos una tendencia al despiste). Silvia Labayru portaba un cuenco con ensalada de papas preparada en su casa. Había llegado pocos días antes desde Recife, Brasil, donde Hugo Dvoskin, su pareja, psicoanalista, había participado en un congreso de lacanianos. Él usaba una chomba celeste fuerte y tenía el aspecto de siempre: recién salido de la ducha, fresco y dispuesto a subir un volcán. Ella llevaba un vestido azul oscuro, corto y vaporoso, de tela evanescente. La última en llegar fue Alba Corral. Alba Corral y Silvia Luz Fernández no viven en la Argentina sino en Madrid y París, respectivamente. Todos los demás, en Buenos Aires. Aunque decir exactamente dónde vive ahora Silvia Labayru podría costar un poco más de trabajo.

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Dani Yako, fotógrafo, argentino, exiliado en España desde 1976, retornado a la Argentina en 1983.

Silvia Luz Fernández, psiquiatra, argentina, exiliada en Francia desde 1979. Continúa allí.

Alba Corral, empresaria, argentina, exiliada en España desde 1977. Continúa allí.

Débora Kantor, licenciada en Ciencias de la Educación, argentina.

Hugo Dvoskin, psicoanalista, argentino.

Silvia Labayru, estudiante de Medicina, Historia, Psicología, brevemente de Sociología, argentina, exiliada en España desde junio de 1978, actualmente fluctuando entre Madrid y Buenos Aires. Si se le pregunta dónde vive, a veces responde: «En el limbo».

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Esa noche se habla de todo. De si es mejor la carne de la carnicería Don Julio —no vale la pena el precio exorbitante, dice alguien—, la del supermercado Jumbo o la del supermercado COTO. De fotografía. De vacunas. De un médico que le diagnosticó a Dani Yako una leucemia que no tenía. De un flebólogo al que Débora Kantor consultó por unas venas y le dijo que, si su preocupación era estética, mejor se operara las ojeras. De licencias de conducir. De películas y series. Nadie menciona la palabra secuestro. Nadie menciona la palabra desaparecido. Nadie menciona la palabra exilio.

Dani, Débora, Alba, Silvia Luz, Hugo y Silvia fueron al mismo colegio secundario, el Nacional Buenos Aires, un establecimiento público de exigencia salvaje con un examen de ingreso para el cual los aspirantes se preparan con un año de antelación. Han egresado de él personas que fueron, después, presidentes, diputados, senadores, jueces, premio Nobel. Su prestigio es tal que lo llaman, simplemente, el Colegio. Como si no hubiera otro. Todas las cosas empezaron ahí.

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Cada 14 de marzo, durante años, Silvia Labayru festejó con su padre, Jorge Labayru, mayor de la Fuerza Aérea y piloto civil de Aerolíneas Argentinas, el día en que se produjo la llamada que le salvó la vida. El 14 de marzo de 1977 él levantó el auricular del teléfono de su casa, un piso 12 sobre la avenida del Libertador desde el que se ven el hipódromo de Buenos Aires y la costa uruguaya, escuchó la voz de un hombre que dijo: «Llamo para hablarle de su hija», y respondió con un grito: «¡Montoneros hijos de puta! ¡Ustedes son los responsables morales de la muerte de mi hija! ¡Los voy a cagar a tiros!». O algo así. Para entonces, Jorge Labayru llevaba tres meses creyendo que su hija estaba muerta.

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Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan.

El himno viajó en el tiempo, como viajaron todos ellos, hasta hoy.

Cuando la cena en la terraza termina, Silvia Labayru y yo bajamos y buscamos un taxi para regresar a casa. Nos conocemos desde hace un año y seis meses. Vivimos cerca, así que es usual que, al terminar lo que estemos haciendo, regresemos juntas. La calle está desierta, es domingo, casi no pasan autos. A lo lejos, se ve la luz roja de un taxi libre. Hago señas. Dice: «¿Eso no es un semáforo?». Le digo: «Un semáforo que se mueve». El taxi se acerca, se detiene. Hugo se ha ido antes —atiende el consultorio desde temprano—, y le dejó dinero para pagar el transporte. Ella no reconoció los billetes —hay reales brasileños mezclados con pesos argentinos, un dinero que todavía no entiende; la economía local la confunde y en ocasiones dice: «No me hables en pesos, dime en euros»—, y como no tenía el bolso a mano se los guardó en el soutien. Subo primero al auto, porque bajo después, y damos indicaciones: vamos a tal y tal sitio, nos detenemos primero en tal. Ella lleva el cuenco de la ensalada de papas, ya vacío, dentro de una bolsa, sobre la falda. Le pregunto por Toitoy, su perro de nueve años y medio que está muriendo en Madrid, en casa de su sobrina. «Usualmente, esos perros viven ocho años, pero Toitoy estaba como una rosa. Las fotos que me mandan, los ojitos...», dice, con una pena que no le he oído casi nunca desde mayo de 2021, cuando hablé por primera vez con ella en el balcón de un departamento de la calle Gurruchaga en el que ya no vive. Toitoy tiene una falla renal irreparable, no puede hacerse a la idea de que no lo verá más. El taxi se detiene a dos cuadras de su casa, que está en la calle Costa Rica. Nos despedimos hasta el día siguiente, cuando volveremos a encontrarnos. El taxista, un tipo joven con la cara tatuada, arranca de nuevo y me pregunta: «¿Tu amiga de dónde es?». Le respondo: «Es argentina, pero vive en España desde hace muchos años». No voy a explicarle a un desconocido que ella está desde 2019 en Buenos Aires, con intermitencias, porque se reencontró con el hombre que fue su primer novio importante. «Ah, como hablaba raro no sabía. A esta 26 hora anda todo el mundo copeteado, en pedo». Tomo nota de que no sabe qué relación me une a la mujer que viajaba conmigo y, aun así, me dice que creyó que ella —por su forma de hablar, mezclando el «tú» con el «vos», marcando en ocasiones las ces y las zetas como una española pero en ocasiones no— estaba borracha. Le respondo con más información que la que he entregado a nadie en estos meses: «Es argentina pero tuvo que exiliarse en España en los años setenta». Me dice: «Ah, ¿en los setenta?». Pausa. «Seguro que el marido era peronista o estaba metido en algo.» Siento una hostilidad retorcida. Le digo: «¿Por qué el marido?». Y aunque sé que tengo que frenar, sigo: «Era ella. Era montonera». Me arrepiento del comienzo de la frase, que parece acusatoria: «Era ella». Me mira por el espejo y me dice: «Ah. ¿Montonera?». Y se queda callado. Entonces, después de unos segundos de silencio, me pregunta si vivo por ahí, si estoy casada, si no me da miedo andar sola de noche, subirme a cualquier taxi. Busco en el bolso las llaves de casa, las empuño como me indicó mi padre: una asomando entre los dedos, directo al ojo en caso de agresión. Me digo que soy idiota. Jamás podría hacer eso y, si lo hiciera, me rompería la mano. Pienso en ella ahora, caminando hacia su casa, el dinero metido en el soutien, flotante y rápida en su vestido azul volado, llevando el cuenco de la ensalada de papas. Me doy cuenta de que dije la palabra montonera con altanería, como si quisiera golpear al tipo con un secreto del que soy poseedora. «¿Cómo te llamás?», pregunta. Lo miro por el espejo. No le contesto. Pienso en lo que me ha dicho ella tantas veces: cuando cuenta su historia —apenas el bosquejo: secuestrada un año y medio en un centro clandestino, parto sobre una mesa—, la persona a quien se la cuenta empieza a narrar su propia experiencia de peligro menor: el día en que, por una infracción, terminó en una comisaría; el día en que, durante una marcha por reclamos salariales, resultó perseguida un par de cuadras por las fuerzas del orden («Cuento mi historia y dicen: “Ah, qué difícil debe haber sido, porque a mí también me pasó, bla, bla”, y yo me quedo escuchando su traumática experiencia del día en que los persiguió un policía con una cachiporra»). La necesidad de inventarse un poco de heroísmo para competir. O el regodeo en el dramita propio para no escuchar el drama ajeno. Que fue alto. Que fue mucho.

(El taxista, por supuesto, me deja en la puerta de mi casa y se va.)

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—Yo de política argentina no quiero opinar porque a la política argentina no la entiendo.

Es lo primero que dice el 4 de mayo de 2021 a las dos y media de la tarde en el balcón de un departamento del piso 15 sobre la calle Gurruchaga, barrio de Palermo. El sitio es alquilado y vive allí desde 2019 con Hugo Dvoskin, que tiene su consultorio cinco pisos más arriba. Llegó a Buenos Aires el 7 de junio de ese año, siguiendo la invitación que él le hizo —quedarse ocho días juntos, sin atenuantes, en esta casa—, y ya no se fue (aunque regresa a España de manera regular). Estoy allí porque Dani Yako la llamó, le dijo que yo estaba interesada en su historia, y ella respondió de inmediato: «Que me llame». Convinimos este encuentro solo para conocernos, pero en esa primera conversación informal se establecen las condiciones de trabajo. Ella: «¿Puedo leer lo que escribas antes de que se publique?». Yo: «No». Ella: «¿Entonces puedo grabar las conversaciones que tengamos?». Yo: «Sí».

Usa un pantalón negro chupín, las mismas sandalias de taco chino con suela de yute que le vi en la foto del diario, un suéter liviano, gris, cruzado por delante, y una estrella de David de oro pendiendo de una cadena corta y fina (que no se quitará nunca). Como es plena pandemia de covid-19, y por disposición del gobierno solo se puede circular hasta las ocho de la noche, nos encontramos temprano. Aunque estamos al aire libre usamos barbijo. Lo usaremos por mucho tiempo. Ella ha entrado al programa experimental de un laboratorio alemán que prueba la vacuna Curevac (que no funcionará), pero yo aún (como la mayor parte de los habitantes del planeta) no estoy vacunada. A lo largo de dos horas, contará el bosquejo (adolescencia en el Colegio, militancia en Montoneros, secuestro, tortura, parto, entrega de la hija a los abuelos, exilio en España, repudio por parte de otros sobrevivientes y organismos de derechos humanos), con el mismo tono sereno y racional que utilizará después, a lo largo de un año y siete meses, cuando dé detalles. Solo en dos ocasiones, una en el otoño de 2022 durante un encuentro en mi casa, y otra en el verano de ese año, en un audio de WhatsApp, tendrá la voz estrangulada: por la angustia, primero; por la pena, después. La primera vez que eso ocurre es cuando habla de la posibilidad de que su pareja con Hugo Dvoskin no funcione. La segunda, cuando anuncia la enfermedad de su perro Toitoy. Ese tono imperturbable —del que es consciente— hará que a menudo exprese su preocupación por parecer demasiado fría: «A veces me da temor no poder expresarte lo que pasó, porque tengo esta manera tan fría de contarlo». Nunca grabará las conversaciones. Pedirá algunos resguardos en relación a la intimidad de sus hijos —Vera, David—, de sus nietos —Duncan, de nueve, Ewan, de doce—, o de terceros, esto último en casos de afectos antiguos a los que no quiere incomodar. Por todo lo demás, dirá: «Lo que digas de mí me la suda». Quizás porque ya dijeron de ella tantas cosas.

Y así empieza la historia.

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Un pasado incendiario. Un presente que pendula entre paseos en bicicleta, administración de propiedades en España, viajes —a ciudades como Tandil, a pueblos de Córdoba, a la costa argentina, a Boston, Madrid, Nueva York, a países como Polonia, Brasil, Francia y Austria—, cenas con amigos, cafés con amigos, almuerzos con amigos, visitas al geriátrico en el que vive su padre, despertares al alba tan temprano, el trabajo gestionando publicidad para revistas de ingeniería, el trabajo para Panoplia —la distribuidora de libros que era propiedad de su marido, fallecido en 2018— y el vínculo con un hombre, con este hombre, con Hugo Dvoskin, a quien le hizo enorme daño allá en la adolescencia, a quien envió un telegrama clamando socorro recién salida de la ESMA, a quien escribió cartas de amor rendido sin recibir jamás una respuesta.

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Le pregunto por la tortura con mucha más facilidad con la que le pregunto por las violaciones, porque preguntar por las violaciones puede confundirse con morbo pero la escena de la tortura es sagrada: en ella hay puro sufrimiento. Varias veces, a lo largo de meses, y aunque indagué sobre el asunto, me dirá que nadie, nunca, le preguntó por la tortura excepto una persona: Hugo. Un día le digo: «¿Ni siquiera yo?». Me dice: «Ni siquiera tú». Entonces entiendo: ella quiere decir que nadie a quien ella haya temido o tema perder, que nadie a quien considere incondicional, le ha preguntado. Excepto Hugo.

Este adelanto del libro La llamada, de Leila Guerriero, se publica con autorización de Anagrama.

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Leila Guerriero explora una historia cruenta de la dictadura, en el que Labayru fue denunciante, en este adelanto del libro La llamada, publicado por Anagrama.

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Empieza con un cántico en latín, en una terraza.

Hay viento la noche del 27 de noviembre de 2022 en Buenos Aires. La terraza corona un edificio de dos plantas que retiene una firme autoconciencia de su belleza con esa altanería refinada de las construcciones antiguas. Se llega a ella después de atravesar un corredor extenso cubierto de paneles de vidrio ensombrecidos por el hollín —un detalle que aporta humanidad, un defecto necesario— y subir una escalera, una ascensión virtuosa de mármol blanco. Inserta en el centro de la manzana, la terraza parece una balsa rústica rodeada por olas de edificios más altos. Todo luce atacado por una sequedad armónica, un ascetismo de diseño (lo que no es extraño puesto que dos de las personas que viven aquí son arquitectas): cañas indias, enredaderas, bancos largos, sillas plegables de lona, una banqueta con almohadones blancos. La mesa, de madera cruda, está debajo de una tela de media sombra que se agita con lo que fue primero brisa y ahora es un viento fresco que despeja el calor ingobernable del fin de la primavera austral. En la parrilla se cocinan a fuego lento morcillas, pollo, lomo. Cada tanto, uno de los dueños de casa, el fotógrafo Dani Yako, se acerca hasta allí para controlar la cocción. Está, como siempre, vestido de negro: chomba Lacoste, jeans. Hace algunos años tenía un bigote aparatoso. Ahora lleva barba corta, los mismos anteojos de marcos gruesos. Al volver a la mesa le basta con escuchar dos o tres palabras para reinsertarse en la conversación. Es normal: conoce a casi todas las personas que están allí desde 1969, cuando tenía trece años.

—Me dijeron que en la presentación del libro estuvo la Royo —dice Yako.

—¡Cómo no nos avisaste! —dice Débora.

—Yo no la vi —dice Silvia Luz.

Alba dice, algo indiferente:

—Yo tampoco.

No dicen nada ni Laura ni Julia, la mujer y la hija de Yako —las arquitectas, que ya deben haber escuchado hablar de la Royo en otras cenas como esta—, ni Silvia ni Hugo.

—Bueno, me dijeron que estaba, yo no la vi —dice Yako, fingiendo ofuscación infantil, encogiéndose de hombros.

La presentación a la que alude es la de su último libro de fotos, Exilio, que reúne imágenes tomadas desde 1976 y hasta 1983, la mayor parte de ellas en España, en las que se ve a casi todas las personas que están en la terraza (y a otras que no están aquí). La presentación se hizo en una librería del barrio de Palermo llamada Los Libros del Pasaje el jueves 3 de noviembre de 2022, pocas semanas atrás. Royo es la profesora de latín del colegio secundario al que fueron todos ellos, que rondan la misma edad: sesenta y cinco años.

—Me hubiera gustado verla —dice Débora.

Entonces, como si el apellido Royo hubiera sido una clave, alguien —quizás Débora— entona la frase en latín: «Ut queant laxis / resonare fibris». Y Silvia Luz se suma: «Mira gestorum / famuli tuorum». Y Silvia: «Solve polluti / labii reatum». Y todos llegan al final —«Sancte Ioannes»— mientras golpean la superficie de la mesa con suavidad civilizada para que las botellas y los platos y las copas no terminen en el piso, siguiendo el compás de ese himno que cantaban en años en los que nada había sucedido, en los que todo estaba empezando, una bacteria larvada dentro de una matriz que iba a romperse en pedazos.

UT queant laxis

REsonare fibris

MIra gestorum

FAmuli tuorum

SOLve polluti,

LAbii reatum

Sancte Ioannes.

La traducción sería: «Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan». Es el «Himno a san Juan Bautista», escrito por Pablo el Diácono en el siglo VIII. Sus versos comienzan con las notas musicales: re, mi, fa, sol. «Ut» es la forma antigua utilizada para la nota do.

—¡«Ut» —grita Débora— es do!

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La primera vez que la vi fue en la foto de un periódico. Aunque estaba sentada sobre lo que parecía una tapa de cemento en mitad de un jardín frondoso, se notaba que era alta. El pelo rubio, por debajo de los hombros, enmarcaba un rostro sofisticado, esa clase de belleza felina que da, a algunas personas, el aspecto de una pieza delicada un poco salvaje. Usaba el flequillo insolente que solían usar muchachas de otra época. Le calzaba ese sustantivo: muchacha. Aparentaba muchos años menos de los que se deducían del artículo: sesenta y cuatro. Vestía una prenda de mangas largas color azul, jeans ajustados, sandalias de taco chino con suela de yute. Era delgada, con una voluptuosidad natural. Estaba allí ostentando el desparpajo de quien se ha sentado en el piso muchas veces sin perder el tipo. Miraba hacia arriba. La foto trasuntaba un clima a la vez fértil y amenazador, sumergida en una luz acuática que le daba la cualidad de un sueño (ella se arrepintió de haberse fotografiado allí, en ese jardín demasiado identificable, porque alguno de «estos tipos» podía ubicarla y hacerle pasar «un susto, un mal rato»). Llamaban la atención las manos grandes, compactas, rudas, una música muy fuerte para el resto del conjunto, más sutil. No se le veían los ojos, pero son azules. El título de la nota, firmada por Mariana Carbajal y publicada el 27 de marzo de 2021 en el diario argentino Página/12, decía: «El secuestro de Silvia Labayrú. La llegada a la ESMA y el parto en cautiverio». Tenía un error, y era el acento: su apellido es Labayru, no Labayrú. Pero el día en que leí la nota —edición en papel, era domingo— yo no sabía quién era esa mujer, ni estaba interesada en la ortografía de un texto en el que ella empezaba diciendo: «El 29 de diciembre de 1976, con 20 años, embarazada de cinco meses, me llevaron [...] a la ESMA [...] al sótano, donde torturaban en una salita [...], en un lugar famoso que llamaban “La avenida de la felicidad”. Ahí fui interrogada, torturada durante un tiempo. [...] me tuvieron catorce días [escuchando] día y noche sin parar los alaridos de los compañeros que pasaban por las otras salas de tortura». La periodista aclaraba que la evocación pertenecía a «Silvia Labayrú, ex integrante de Montoneros, sobreviviente de ese centro clandestino de detención», la ESMA, donde había permanecido secuestrada un año y medio.

La ESMA es la Escuela de Mecánica de la Armada, un sitio de instrucción militar donde, desde el golpe de Estado que se produjo el 24 de marzo de 1976 en la Argentina, funcionó un centro clandestino de detención, el más grande de los casi setecientos que hubo en el país. Entre 1976 y 1983, cuando la dictadura terminó, fueron secuestradas, torturadas y asesinadas allí, por los llamados Grupos de Tareas, unas cinco mil personas. Sobrevivieron menos de doscientas. El número total de desaparecidos durante la dictadura es de treinta mil.

Montoneros fue un grupo de extracción peronista, surgido en los setenta que, a mediados de esa década, se militarizó, formando el Ejército Montonero, y pasó a la clandestinidad.

Silvia Labayru militaba allí, y desde los dieciocho años integró el sector de Inteligencia de la capital cuyo responsable máximo era el escritor argentino Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre, abatido en la calle por un Grupo de Tareas de la ESMA el 25 de marzo de 1977, que continúa desaparecido.

El artículo de Página/12 estaba enfocado en el hecho de que ella, junto con Mabel Lucrecia Luisa Zanta y María Rosa Paredes, había sido denunciante en el primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos en ese centro clandestino. La denuncia se había hecho en 2014. El juicio había comenzado en octubre de 2020 y se esperaba sentencia para agosto de 2021, cinco meses después de publicada la nota. Aunque Labayru había dado su testimonio acerca de lo acontecido ante la ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) en 1979, ante la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) en 1984, y en diversos juicios contra represores de la ESMA, y de esos testimonios podía desprenderse que había pasado por algún tipo de abuso, nunca había dado detalles ni se los habían pedido porque, hasta 2010, la violencia sexual formaba parte del rubro «torturas y tormentos», un combo inespecífico en el que se incluían la picana eléctrica, el submarino seco, el simulacro de fusilamiento, los golpes. Recién ese año la violación se transformó en un delito autónomo: algo que podía juzgarse per se. Una década más tarde, Labayru y las otras dos mujeres —a quienes no conoce— testimoniaron en ese juicio. Ella acusaba a dos miembros de la Armada: Alberto Eduardo «Gato» González, como su violador, y Jorge Eduardo «el Tigre» Acosta, al frente del centro clandestino en aquellos años, como el instigador de esas violaciones. Ambos tenían ya varias condenas a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad.

Cuando se publicó el artículo, Silvia Labayru llevaba cuatro décadas sin hablar con periodistas —su hija Vera y su hijo David estaban entrenados para negarla cuando llamaban por teléfono pidiendo entrevistarla— y, aunque yo no lo sabía, no estaba dispuesta a hacer más excepciones que la que había hecho con Página/12.

Dos o tres días después de esa publicación, el fotógrafo Dani Yako, a quien conozco desde hace años, me envió dos mensajes por WhatsApp. El primero tenía un link a esa nota de Página/12, que yo ya había leído. El segundo era una pregunta: «¿Leíste esto de mi amiga Silvia?».

El 18 de noviembre de 2013, en el Juicio ESMA, Causa Unificada, Silvia Labayru declaró: «Las mujeres éramos su botín de guerra. Nuestros cuerpos fueron considerados como botín de guerra. Eso es algo bastante habitual, por no decir muy habitual, en la violencia sexual. Y utilizar o considerar a las mujeres como parte del botín es un clásico en todas las historias represivas de las guerras [...]. En esto no fue una excepción».

Canta Bob Dylan: «¿Cuántas veces puede un hombre volver la cabeza / y fingir no ver lo que ve?». Estaba todo dicho. Solo había que saber —o querer— escuchar.

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En la terraza, Dani Yako dice en voz baja, un ceceo dulce que contrasta con el tono asertivo en el que habla (aunque el contenido de sus frases es siempre el de una duda amable: «A vos no te gusta el jazz, ¿no?»), que en el Colegio leían los clásicos en latín, que cursaban seis años de esa lengua, dos de griego, seis de francés. —Y ahora no me acuerdo de nada, apenas puedo hablar en español. Alguien menciona la frase latina:

—Ego puto in horto meo.

Silvia Luz Fernández dice:

—Con el tiempo, eso va a ser todo lo que nos vamos a acordar del latín.

Dejó de fumar el día anterior (ha dejado de fumar decenas de veces) y mastica chicles de nicotina a cada rato. Tiene una carcajada ronca, rulos cortos, blancos o platinados, una dicción precisa en la que engarza frases irónicas con las que, generalmente, se ataca a sí misma. Está sentada junto a Dani Yako. Al otro lado, Débora Kantor, el pelo corto, un estilo sencillo que contrasta con la cabellera trabajada en grandes ondas de Alba Corral. Siguen Laura Marino, la mujer de Yako, y Julia, la hija de ambos, que escuchan mucho, hablan poco y permanecen en el extremo de la mesa como si fuera plantas frescas, algo profundamente silvestre. Luego, Hugo Dvoskin, la pareja de Silva Labayru, y, junto a Hugo Dvoskin, ella. Silvia Labayru. Lalabayru. Silvia. Silvina. Y el nombre de su peligro: Mora.

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Un día de diciembre de 2022, corriendo por el campo, recuerdo que yo, de niña, tenía una yegua alazana, mansa pero altiva. Se llamaba Mora, Morita. Le pongo un mensaje de WhatsApp mencionando el hecho. Responde escueta: «Ja. Morita». La verdad, pienso después, es una sincronía bastante idiota.

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El predio de la ESMA ocupa diecisiete hectáreas. Desde el 24 de marzo de 2004, y por decreto del entonces presidente Néstor Kirchner, ya no lleva el nombre de Escuela de Mecánica de la Armada y es el Espacio Memoria y Derechos Humanos. Muchos le dicen «la ex-ESMA». Todas las personas entrevistadas para este libro la siguen llamando como entonces: «Vamos a la ESMA», «Nos encontramos en la ESMA», «Me llamaron desde la ESMA». Funcionan allí, en diversos edificios, el Museo Sitio de Memoria ESMA, el Archivo Nacional de la Memoria, la Casa por la Identidad, el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, el Espacio Cultural Nuestros Hijos, el Museo Malvinas, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Equipo Argentino de Antropología Forense, entre otras cosas. Está casi al final de la avenida del Libertador —una vía amplia con construcciones elegantes en las que vive parte de cierta aristocracia criolla tradicional—, a pocas cuadras del límite entre la ciudad y la zona norte del conurbano bonaerense.

Desde 1976, el centro clandestino de detención instalado allí operó en el Casino de Oficiales, el edificio del predio que se encuentra más cercano a la línea que separa la capital del conurbano. Su función era la de hospedar a oficiales y profesores visitantes, y no la perdió durante la dictadura: el primer y segundo pisos continuaron como albergue mientras en el sótano se llevaba a cabo la tortura, se obligaba a los prisioneros a falsificar documentos y procesar información, y en el tercer piso, conocido como Capucha (los detenidos permanecían la mayor parte del tiempo con capuchas y grilletes), estaban los cubículos —camarotes— donde se encerraba a los secuestrados, sobre todo militantes de Montoneros aunque no solo: también se secuestró, en menor medida, a miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y otros grupos de izquierda, y se torturó y asesinó a jubilados, adolescentes, monjas o gente cuyo nombre figuraba en una agenda equivocada. El proceso podía tener variantes, pero era más o menos así: se producía el secuestro —en la calle, en las casas—, se procedía a trasladar al secuestrado al sótano, se lo torturaba de inmediato para obtener información (de manera tal que, por ejemplo, se lograra capturar a quienes tuvieran una cita próxima con esa persona). Los secuestrados recibían un número del 1 al 999. Hubo muchos números 1 y muchos 999. El plantel se renovaba: cada miércoles se seleccionaba a un grupo de personas, se las anestesiaba con pentotal y se las arrojaba al Río de la Plata o al mar desde un avión (el dispositivo se conoce como «vuelos de la muerte»). Había otros métodos: un balazo. Entonces se realizaba un «asadito»: se quemaba el cuerpo en el parque que hay detrás.

Si bien fue uno de los cientos de centros clandestinos por los que pasaron miles de personas, en su inmensa mayoría desaparecidas, no era similar a ninguno.

«Como todos los centros clandestinos de detención de la dictadura», escribe Claudia Feld en el libro ESMA, firmado por ella y por Marina Franco, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2022, «la Escuela de Mecánica de la Armada implementó un sistema de destrucción física y psíquica [...]. Para la mayor parte de las personas secuestradas allí, este circuito fue corto y terminante: sufrieron feroces torturas, fueron inmovilizadas y aisladas en “Capucha” o “Capuchita”, hasta que poco después se las asesinó mediante los “vuelos de la muerte” o con otros métodos. Sin embargo, un grupo minoritario pero significativo de secuestrados y secuestradas fue mantenido con vida, y su cautiverio se prolongó durante meses, incluso años. En ese tiempo, fueron obligados a realizar diversos trabajos bajo amenaza de muerte, en un régimen que se conoció como “proceso de recuperación” [...]. La etapa más activa de este “proceso de recuperación” se produjo cuando el centro clandestino fue conducido por Jorge Acosta, entre fines de 1976 y los primeros meses de 1979.»

Cada persona incorporada a ese proceso estaba a cargo de un militar responsable que, en ocasiones, era el mismo que había procedido a la tortura. Si se consideraba que el proceso de recuperación estaba dando resultados, el prisionero empezaba a realizar algunas salidas. Por ejemplo, podía permanecer unos días en casa de sus familiares. A las mujeres secuestradas se las obligaba a vestir «de manera femenina» como demostración de que estaban dispuestas a dejar atrás la vida unisex de la militancia —todas esas camisas y pantalones de jean tan poco sexis—, y se las sacaba a cenar o a la boîte de moda, Mau Mau, propiedad de un hombre del jet set llamado José Lata Liste.

De todas maneras, nada garantizaba nada.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser puesta en libertad y enviada a otro país.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser obligada a trabajar en dependencias del Estado como la Cancillería o el Ministerio de Bienestar Social y permanecer en un régimen de libertad vigilada hasta, incluso, el comienzo de la democracia.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación y ser ejecutada.

Los motivos por los cuales el destino era uno u otro son oscuros, y terminan en el mismo callejón: no se sabe. La arbitrariedad garantiza un pavor perfecto: infinito.

El libro de Claudia Feld y Marina Franco consigna algunas particularidades de este centro clandestino: se encontraba en el corazón de Buenos Aires, a metros de la cancha de River, en un barrio residencial de mucho movimiento; estaba bajo el poder directo del almirante Massera, uno de los tres miembros de la Junta Militar que había tomado el poder; se mantuvo activo, a diferencia de los demás, durante toda la dictadura; se realizaba allí una producción permanente de documentos falsos, informes políticos o notas de prensa que se obligaba a confeccionar a los secuestrados; fue el epicentro de casos que tuvieron repercusión internacional, como el secuestro de dos monjas francesas, de tres Madres de Plaza de Mayo y —por equivocación en el operativo: buscaban a una persona parecida— el asesinato de la adolescente sueca Dagmar Hagelin; no hubo otro centro clandestino donde se implementara el proceso de recuperación (concebido por Acosta); nacieron más de treinta bebés que, en su mayoría, fueron separados de sus madres y entregados a represores que los criaron como hijos propios.

En el tercer piso de ese lugar, sobre una mesa, Silvia Labayru parió un bebé, uno de los pocos que fue entregado a su familia de origen.

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«No entiendo por qué te interesa Silvia Labayru. ¿Qué tiene de singular?», dice una persona que me da información y me recomienda lecturas relacionadas con el tema: «No sé qué le ves».

Hay una pregunta que hacen siempre: «¿Por qué elige las historias, con qué criterio?». Quizás con el peor de todos. Una abstrusa y soberbia necesidad de complicarse la vida y, al final, vencer. O no.

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Fotografía de Esther Vargas (Flickr).

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La primera en llegar a casa de Dani Yako esa noche fue Silvia Luz Fernández, que tomó el colectivo de la línea 12 demasiado temprano, previendo que iba a demorar, pero el colectivo hizo el trayecto muy rápido. Luego llegaron Débora Kantor, Silvia Labayru y Hugo Dvoskin. Los tres permanecieron un rato tocando timbre sin que nadie les abriera (Yako olvidó decirles que lo llamaran por teléfono en vez de tocar el timbre, que no se escucha desde la terraza: a buena parte de los que forman este grupo parece unirlos una tendencia al despiste). Silvia Labayru portaba un cuenco con ensalada de papas preparada en su casa. Había llegado pocos días antes desde Recife, Brasil, donde Hugo Dvoskin, su pareja, psicoanalista, había participado en un congreso de lacanianos. Él usaba una chomba celeste fuerte y tenía el aspecto de siempre: recién salido de la ducha, fresco y dispuesto a subir un volcán. Ella llevaba un vestido azul oscuro, corto y vaporoso, de tela evanescente. La última en llegar fue Alba Corral. Alba Corral y Silvia Luz Fernández no viven en la Argentina sino en Madrid y París, respectivamente. Todos los demás, en Buenos Aires. Aunque decir exactamente dónde vive ahora Silvia Labayru podría costar un poco más de trabajo.

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Dani Yako, fotógrafo, argentino, exiliado en España desde 1976, retornado a la Argentina en 1983.

Silvia Luz Fernández, psiquiatra, argentina, exiliada en Francia desde 1979. Continúa allí.

Alba Corral, empresaria, argentina, exiliada en España desde 1977. Continúa allí.

Débora Kantor, licenciada en Ciencias de la Educación, argentina.

Hugo Dvoskin, psicoanalista, argentino.

Silvia Labayru, estudiante de Medicina, Historia, Psicología, brevemente de Sociología, argentina, exiliada en España desde junio de 1978, actualmente fluctuando entre Madrid y Buenos Aires. Si se le pregunta dónde vive, a veces responde: «En el limbo».

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Esa noche se habla de todo. De si es mejor la carne de la carnicería Don Julio —no vale la pena el precio exorbitante, dice alguien—, la del supermercado Jumbo o la del supermercado COTO. De fotografía. De vacunas. De un médico que le diagnosticó a Dani Yako una leucemia que no tenía. De un flebólogo al que Débora Kantor consultó por unas venas y le dijo que, si su preocupación era estética, mejor se operara las ojeras. De licencias de conducir. De películas y series. Nadie menciona la palabra secuestro. Nadie menciona la palabra desaparecido. Nadie menciona la palabra exilio.

Dani, Débora, Alba, Silvia Luz, Hugo y Silvia fueron al mismo colegio secundario, el Nacional Buenos Aires, un establecimiento público de exigencia salvaje con un examen de ingreso para el cual los aspirantes se preparan con un año de antelación. Han egresado de él personas que fueron, después, presidentes, diputados, senadores, jueces, premio Nobel. Su prestigio es tal que lo llaman, simplemente, el Colegio. Como si no hubiera otro. Todas las cosas empezaron ahí.

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Cada 14 de marzo, durante años, Silvia Labayru festejó con su padre, Jorge Labayru, mayor de la Fuerza Aérea y piloto civil de Aerolíneas Argentinas, el día en que se produjo la llamada que le salvó la vida. El 14 de marzo de 1977 él levantó el auricular del teléfono de su casa, un piso 12 sobre la avenida del Libertador desde el que se ven el hipódromo de Buenos Aires y la costa uruguaya, escuchó la voz de un hombre que dijo: «Llamo para hablarle de su hija», y respondió con un grito: «¡Montoneros hijos de puta! ¡Ustedes son los responsables morales de la muerte de mi hija! ¡Los voy a cagar a tiros!». O algo así. Para entonces, Jorge Labayru llevaba tres meses creyendo que su hija estaba muerta.

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Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan.

El himno viajó en el tiempo, como viajaron todos ellos, hasta hoy.

Cuando la cena en la terraza termina, Silvia Labayru y yo bajamos y buscamos un taxi para regresar a casa. Nos conocemos desde hace un año y seis meses. Vivimos cerca, así que es usual que, al terminar lo que estemos haciendo, regresemos juntas. La calle está desierta, es domingo, casi no pasan autos. A lo lejos, se ve la luz roja de un taxi libre. Hago señas. Dice: «¿Eso no es un semáforo?». Le digo: «Un semáforo que se mueve». El taxi se acerca, se detiene. Hugo se ha ido antes —atiende el consultorio desde temprano—, y le dejó dinero para pagar el transporte. Ella no reconoció los billetes —hay reales brasileños mezclados con pesos argentinos, un dinero que todavía no entiende; la economía local la confunde y en ocasiones dice: «No me hables en pesos, dime en euros»—, y como no tenía el bolso a mano se los guardó en el soutien. Subo primero al auto, porque bajo después, y damos indicaciones: vamos a tal y tal sitio, nos detenemos primero en tal. Ella lleva el cuenco de la ensalada de papas, ya vacío, dentro de una bolsa, sobre la falda. Le pregunto por Toitoy, su perro de nueve años y medio que está muriendo en Madrid, en casa de su sobrina. «Usualmente, esos perros viven ocho años, pero Toitoy estaba como una rosa. Las fotos que me mandan, los ojitos...», dice, con una pena que no le he oído casi nunca desde mayo de 2021, cuando hablé por primera vez con ella en el balcón de un departamento de la calle Gurruchaga en el que ya no vive. Toitoy tiene una falla renal irreparable, no puede hacerse a la idea de que no lo verá más. El taxi se detiene a dos cuadras de su casa, que está en la calle Costa Rica. Nos despedimos hasta el día siguiente, cuando volveremos a encontrarnos. El taxista, un tipo joven con la cara tatuada, arranca de nuevo y me pregunta: «¿Tu amiga de dónde es?». Le respondo: «Es argentina, pero vive en España desde hace muchos años». No voy a explicarle a un desconocido que ella está desde 2019 en Buenos Aires, con intermitencias, porque se reencontró con el hombre que fue su primer novio importante. «Ah, como hablaba raro no sabía. A esta 26 hora anda todo el mundo copeteado, en pedo». Tomo nota de que no sabe qué relación me une a la mujer que viajaba conmigo y, aun así, me dice que creyó que ella —por su forma de hablar, mezclando el «tú» con el «vos», marcando en ocasiones las ces y las zetas como una española pero en ocasiones no— estaba borracha. Le respondo con más información que la que he entregado a nadie en estos meses: «Es argentina pero tuvo que exiliarse en España en los años setenta». Me dice: «Ah, ¿en los setenta?». Pausa. «Seguro que el marido era peronista o estaba metido en algo.» Siento una hostilidad retorcida. Le digo: «¿Por qué el marido?». Y aunque sé que tengo que frenar, sigo: «Era ella. Era montonera». Me arrepiento del comienzo de la frase, que parece acusatoria: «Era ella». Me mira por el espejo y me dice: «Ah. ¿Montonera?». Y se queda callado. Entonces, después de unos segundos de silencio, me pregunta si vivo por ahí, si estoy casada, si no me da miedo andar sola de noche, subirme a cualquier taxi. Busco en el bolso las llaves de casa, las empuño como me indicó mi padre: una asomando entre los dedos, directo al ojo en caso de agresión. Me digo que soy idiota. Jamás podría hacer eso y, si lo hiciera, me rompería la mano. Pienso en ella ahora, caminando hacia su casa, el dinero metido en el soutien, flotante y rápida en su vestido azul volado, llevando el cuenco de la ensalada de papas. Me doy cuenta de que dije la palabra montonera con altanería, como si quisiera golpear al tipo con un secreto del que soy poseedora. «¿Cómo te llamás?», pregunta. Lo miro por el espejo. No le contesto. Pienso en lo que me ha dicho ella tantas veces: cuando cuenta su historia —apenas el bosquejo: secuestrada un año y medio en un centro clandestino, parto sobre una mesa—, la persona a quien se la cuenta empieza a narrar su propia experiencia de peligro menor: el día en que, por una infracción, terminó en una comisaría; el día en que, durante una marcha por reclamos salariales, resultó perseguida un par de cuadras por las fuerzas del orden («Cuento mi historia y dicen: “Ah, qué difícil debe haber sido, porque a mí también me pasó, bla, bla”, y yo me quedo escuchando su traumática experiencia del día en que los persiguió un policía con una cachiporra»). La necesidad de inventarse un poco de heroísmo para competir. O el regodeo en el dramita propio para no escuchar el drama ajeno. Que fue alto. Que fue mucho.

(El taxista, por supuesto, me deja en la puerta de mi casa y se va.)

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—Yo de política argentina no quiero opinar porque a la política argentina no la entiendo.

Es lo primero que dice el 4 de mayo de 2021 a las dos y media de la tarde en el balcón de un departamento del piso 15 sobre la calle Gurruchaga, barrio de Palermo. El sitio es alquilado y vive allí desde 2019 con Hugo Dvoskin, que tiene su consultorio cinco pisos más arriba. Llegó a Buenos Aires el 7 de junio de ese año, siguiendo la invitación que él le hizo —quedarse ocho días juntos, sin atenuantes, en esta casa—, y ya no se fue (aunque regresa a España de manera regular). Estoy allí porque Dani Yako la llamó, le dijo que yo estaba interesada en su historia, y ella respondió de inmediato: «Que me llame». Convinimos este encuentro solo para conocernos, pero en esa primera conversación informal se establecen las condiciones de trabajo. Ella: «¿Puedo leer lo que escribas antes de que se publique?». Yo: «No». Ella: «¿Entonces puedo grabar las conversaciones que tengamos?». Yo: «Sí».

Usa un pantalón negro chupín, las mismas sandalias de taco chino con suela de yute que le vi en la foto del diario, un suéter liviano, gris, cruzado por delante, y una estrella de David de oro pendiendo de una cadena corta y fina (que no se quitará nunca). Como es plena pandemia de covid-19, y por disposición del gobierno solo se puede circular hasta las ocho de la noche, nos encontramos temprano. Aunque estamos al aire libre usamos barbijo. Lo usaremos por mucho tiempo. Ella ha entrado al programa experimental de un laboratorio alemán que prueba la vacuna Curevac (que no funcionará), pero yo aún (como la mayor parte de los habitantes del planeta) no estoy vacunada. A lo largo de dos horas, contará el bosquejo (adolescencia en el Colegio, militancia en Montoneros, secuestro, tortura, parto, entrega de la hija a los abuelos, exilio en España, repudio por parte de otros sobrevivientes y organismos de derechos humanos), con el mismo tono sereno y racional que utilizará después, a lo largo de un año y siete meses, cuando dé detalles. Solo en dos ocasiones, una en el otoño de 2022 durante un encuentro en mi casa, y otra en el verano de ese año, en un audio de WhatsApp, tendrá la voz estrangulada: por la angustia, primero; por la pena, después. La primera vez que eso ocurre es cuando habla de la posibilidad de que su pareja con Hugo Dvoskin no funcione. La segunda, cuando anuncia la enfermedad de su perro Toitoy. Ese tono imperturbable —del que es consciente— hará que a menudo exprese su preocupación por parecer demasiado fría: «A veces me da temor no poder expresarte lo que pasó, porque tengo esta manera tan fría de contarlo». Nunca grabará las conversaciones. Pedirá algunos resguardos en relación a la intimidad de sus hijos —Vera, David—, de sus nietos —Duncan, de nueve, Ewan, de doce—, o de terceros, esto último en casos de afectos antiguos a los que no quiere incomodar. Por todo lo demás, dirá: «Lo que digas de mí me la suda». Quizás porque ya dijeron de ella tantas cosas.

Y así empieza la historia.

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Un pasado incendiario. Un presente que pendula entre paseos en bicicleta, administración de propiedades en España, viajes —a ciudades como Tandil, a pueblos de Córdoba, a la costa argentina, a Boston, Madrid, Nueva York, a países como Polonia, Brasil, Francia y Austria—, cenas con amigos, cafés con amigos, almuerzos con amigos, visitas al geriátrico en el que vive su padre, despertares al alba tan temprano, el trabajo gestionando publicidad para revistas de ingeniería, el trabajo para Panoplia —la distribuidora de libros que era propiedad de su marido, fallecido en 2018— y el vínculo con un hombre, con este hombre, con Hugo Dvoskin, a quien le hizo enorme daño allá en la adolescencia, a quien envió un telegrama clamando socorro recién salida de la ESMA, a quien escribió cartas de amor rendido sin recibir jamás una respuesta.

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Le pregunto por la tortura con mucha más facilidad con la que le pregunto por las violaciones, porque preguntar por las violaciones puede confundirse con morbo pero la escena de la tortura es sagrada: en ella hay puro sufrimiento. Varias veces, a lo largo de meses, y aunque indagué sobre el asunto, me dirá que nadie, nunca, le preguntó por la tortura excepto una persona: Hugo. Un día le digo: «¿Ni siquiera yo?». Me dice: «Ni siquiera tú». Entonces entiendo: ella quiere decir que nadie a quien ella haya temido o tema perder, que nadie a quien considere incondicional, le ha preguntado. Excepto Hugo.

Este adelanto del libro La llamada, de Leila Guerriero, se publica con autorización de Anagrama.

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Archivo Gatopardo

La llamada

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Leila Guerriero explora una historia cruenta de la dictadura, en el que Labayru fue denunciante, en este adelanto del libro La llamada, publicado por Anagrama.

Empieza con un cántico en latín, en una terraza.

Hay viento la noche del 27 de noviembre de 2022 en Buenos Aires. La terraza corona un edificio de dos plantas que retiene una firme autoconciencia de su belleza con esa altanería refinada de las construcciones antiguas. Se llega a ella después de atravesar un corredor extenso cubierto de paneles de vidrio ensombrecidos por el hollín —un detalle que aporta humanidad, un defecto necesario— y subir una escalera, una ascensión virtuosa de mármol blanco. Inserta en el centro de la manzana, la terraza parece una balsa rústica rodeada por olas de edificios más altos. Todo luce atacado por una sequedad armónica, un ascetismo de diseño (lo que no es extraño puesto que dos de las personas que viven aquí son arquitectas): cañas indias, enredaderas, bancos largos, sillas plegables de lona, una banqueta con almohadones blancos. La mesa, de madera cruda, está debajo de una tela de media sombra que se agita con lo que fue primero brisa y ahora es un viento fresco que despeja el calor ingobernable del fin de la primavera austral. En la parrilla se cocinan a fuego lento morcillas, pollo, lomo. Cada tanto, uno de los dueños de casa, el fotógrafo Dani Yako, se acerca hasta allí para controlar la cocción. Está, como siempre, vestido de negro: chomba Lacoste, jeans. Hace algunos años tenía un bigote aparatoso. Ahora lleva barba corta, los mismos anteojos de marcos gruesos. Al volver a la mesa le basta con escuchar dos o tres palabras para reinsertarse en la conversación. Es normal: conoce a casi todas las personas que están allí desde 1969, cuando tenía trece años.

—Me dijeron que en la presentación del libro estuvo la Royo —dice Yako.

—¡Cómo no nos avisaste! —dice Débora.

—Yo no la vi —dice Silvia Luz.

Alba dice, algo indiferente:

—Yo tampoco.

No dicen nada ni Laura ni Julia, la mujer y la hija de Yako —las arquitectas, que ya deben haber escuchado hablar de la Royo en otras cenas como esta—, ni Silvia ni Hugo.

—Bueno, me dijeron que estaba, yo no la vi —dice Yako, fingiendo ofuscación infantil, encogiéndose de hombros.

La presentación a la que alude es la de su último libro de fotos, Exilio, que reúne imágenes tomadas desde 1976 y hasta 1983, la mayor parte de ellas en España, en las que se ve a casi todas las personas que están en la terraza (y a otras que no están aquí). La presentación se hizo en una librería del barrio de Palermo llamada Los Libros del Pasaje el jueves 3 de noviembre de 2022, pocas semanas atrás. Royo es la profesora de latín del colegio secundario al que fueron todos ellos, que rondan la misma edad: sesenta y cinco años.

—Me hubiera gustado verla —dice Débora.

Entonces, como si el apellido Royo hubiera sido una clave, alguien —quizás Débora— entona la frase en latín: «Ut queant laxis / resonare fibris». Y Silvia Luz se suma: «Mira gestorum / famuli tuorum». Y Silvia: «Solve polluti / labii reatum». Y todos llegan al final —«Sancte Ioannes»— mientras golpean la superficie de la mesa con suavidad civilizada para que las botellas y los platos y las copas no terminen en el piso, siguiendo el compás de ese himno que cantaban en años en los que nada había sucedido, en los que todo estaba empezando, una bacteria larvada dentro de una matriz que iba a romperse en pedazos.

UT queant laxis

REsonare fibris

MIra gestorum

FAmuli tuorum

SOLve polluti,

LAbii reatum

Sancte Ioannes.

La traducción sería: «Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan». Es el «Himno a san Juan Bautista», escrito por Pablo el Diácono en el siglo VIII. Sus versos comienzan con las notas musicales: re, mi, fa, sol. «Ut» es la forma antigua utilizada para la nota do.

—¡«Ut» —grita Débora— es do!

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La primera vez que la vi fue en la foto de un periódico. Aunque estaba sentada sobre lo que parecía una tapa de cemento en mitad de un jardín frondoso, se notaba que era alta. El pelo rubio, por debajo de los hombros, enmarcaba un rostro sofisticado, esa clase de belleza felina que da, a algunas personas, el aspecto de una pieza delicada un poco salvaje. Usaba el flequillo insolente que solían usar muchachas de otra época. Le calzaba ese sustantivo: muchacha. Aparentaba muchos años menos de los que se deducían del artículo: sesenta y cuatro. Vestía una prenda de mangas largas color azul, jeans ajustados, sandalias de taco chino con suela de yute. Era delgada, con una voluptuosidad natural. Estaba allí ostentando el desparpajo de quien se ha sentado en el piso muchas veces sin perder el tipo. Miraba hacia arriba. La foto trasuntaba un clima a la vez fértil y amenazador, sumergida en una luz acuática que le daba la cualidad de un sueño (ella se arrepintió de haberse fotografiado allí, en ese jardín demasiado identificable, porque alguno de «estos tipos» podía ubicarla y hacerle pasar «un susto, un mal rato»). Llamaban la atención las manos grandes, compactas, rudas, una música muy fuerte para el resto del conjunto, más sutil. No se le veían los ojos, pero son azules. El título de la nota, firmada por Mariana Carbajal y publicada el 27 de marzo de 2021 en el diario argentino Página/12, decía: «El secuestro de Silvia Labayrú. La llegada a la ESMA y el parto en cautiverio». Tenía un error, y era el acento: su apellido es Labayru, no Labayrú. Pero el día en que leí la nota —edición en papel, era domingo— yo no sabía quién era esa mujer, ni estaba interesada en la ortografía de un texto en el que ella empezaba diciendo: «El 29 de diciembre de 1976, con 20 años, embarazada de cinco meses, me llevaron [...] a la ESMA [...] al sótano, donde torturaban en una salita [...], en un lugar famoso que llamaban “La avenida de la felicidad”. Ahí fui interrogada, torturada durante un tiempo. [...] me tuvieron catorce días [escuchando] día y noche sin parar los alaridos de los compañeros que pasaban por las otras salas de tortura». La periodista aclaraba que la evocación pertenecía a «Silvia Labayrú, ex integrante de Montoneros, sobreviviente de ese centro clandestino de detención», la ESMA, donde había permanecido secuestrada un año y medio.

La ESMA es la Escuela de Mecánica de la Armada, un sitio de instrucción militar donde, desde el golpe de Estado que se produjo el 24 de marzo de 1976 en la Argentina, funcionó un centro clandestino de detención, el más grande de los casi setecientos que hubo en el país. Entre 1976 y 1983, cuando la dictadura terminó, fueron secuestradas, torturadas y asesinadas allí, por los llamados Grupos de Tareas, unas cinco mil personas. Sobrevivieron menos de doscientas. El número total de desaparecidos durante la dictadura es de treinta mil.

Montoneros fue un grupo de extracción peronista, surgido en los setenta que, a mediados de esa década, se militarizó, formando el Ejército Montonero, y pasó a la clandestinidad.

Silvia Labayru militaba allí, y desde los dieciocho años integró el sector de Inteligencia de la capital cuyo responsable máximo era el escritor argentino Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre, abatido en la calle por un Grupo de Tareas de la ESMA el 25 de marzo de 1977, que continúa desaparecido.

El artículo de Página/12 estaba enfocado en el hecho de que ella, junto con Mabel Lucrecia Luisa Zanta y María Rosa Paredes, había sido denunciante en el primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos en ese centro clandestino. La denuncia se había hecho en 2014. El juicio había comenzado en octubre de 2020 y se esperaba sentencia para agosto de 2021, cinco meses después de publicada la nota. Aunque Labayru había dado su testimonio acerca de lo acontecido ante la ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) en 1979, ante la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) en 1984, y en diversos juicios contra represores de la ESMA, y de esos testimonios podía desprenderse que había pasado por algún tipo de abuso, nunca había dado detalles ni se los habían pedido porque, hasta 2010, la violencia sexual formaba parte del rubro «torturas y tormentos», un combo inespecífico en el que se incluían la picana eléctrica, el submarino seco, el simulacro de fusilamiento, los golpes. Recién ese año la violación se transformó en un delito autónomo: algo que podía juzgarse per se. Una década más tarde, Labayru y las otras dos mujeres —a quienes no conoce— testimoniaron en ese juicio. Ella acusaba a dos miembros de la Armada: Alberto Eduardo «Gato» González, como su violador, y Jorge Eduardo «el Tigre» Acosta, al frente del centro clandestino en aquellos años, como el instigador de esas violaciones. Ambos tenían ya varias condenas a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad.

Cuando se publicó el artículo, Silvia Labayru llevaba cuatro décadas sin hablar con periodistas —su hija Vera y su hijo David estaban entrenados para negarla cuando llamaban por teléfono pidiendo entrevistarla— y, aunque yo no lo sabía, no estaba dispuesta a hacer más excepciones que la que había hecho con Página/12.

Dos o tres días después de esa publicación, el fotógrafo Dani Yako, a quien conozco desde hace años, me envió dos mensajes por WhatsApp. El primero tenía un link a esa nota de Página/12, que yo ya había leído. El segundo era una pregunta: «¿Leíste esto de mi amiga Silvia?».

El 18 de noviembre de 2013, en el Juicio ESMA, Causa Unificada, Silvia Labayru declaró: «Las mujeres éramos su botín de guerra. Nuestros cuerpos fueron considerados como botín de guerra. Eso es algo bastante habitual, por no decir muy habitual, en la violencia sexual. Y utilizar o considerar a las mujeres como parte del botín es un clásico en todas las historias represivas de las guerras [...]. En esto no fue una excepción».

Canta Bob Dylan: «¿Cuántas veces puede un hombre volver la cabeza / y fingir no ver lo que ve?». Estaba todo dicho. Solo había que saber —o querer— escuchar.

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En la terraza, Dani Yako dice en voz baja, un ceceo dulce que contrasta con el tono asertivo en el que habla (aunque el contenido de sus frases es siempre el de una duda amable: «A vos no te gusta el jazz, ¿no?»), que en el Colegio leían los clásicos en latín, que cursaban seis años de esa lengua, dos de griego, seis de francés. —Y ahora no me acuerdo de nada, apenas puedo hablar en español. Alguien menciona la frase latina:

—Ego puto in horto meo.

Silvia Luz Fernández dice:

—Con el tiempo, eso va a ser todo lo que nos vamos a acordar del latín.

Dejó de fumar el día anterior (ha dejado de fumar decenas de veces) y mastica chicles de nicotina a cada rato. Tiene una carcajada ronca, rulos cortos, blancos o platinados, una dicción precisa en la que engarza frases irónicas con las que, generalmente, se ataca a sí misma. Está sentada junto a Dani Yako. Al otro lado, Débora Kantor, el pelo corto, un estilo sencillo que contrasta con la cabellera trabajada en grandes ondas de Alba Corral. Siguen Laura Marino, la mujer de Yako, y Julia, la hija de ambos, que escuchan mucho, hablan poco y permanecen en el extremo de la mesa como si fuera plantas frescas, algo profundamente silvestre. Luego, Hugo Dvoskin, la pareja de Silva Labayru, y, junto a Hugo Dvoskin, ella. Silvia Labayru. Lalabayru. Silvia. Silvina. Y el nombre de su peligro: Mora.

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Un día de diciembre de 2022, corriendo por el campo, recuerdo que yo, de niña, tenía una yegua alazana, mansa pero altiva. Se llamaba Mora, Morita. Le pongo un mensaje de WhatsApp mencionando el hecho. Responde escueta: «Ja. Morita». La verdad, pienso después, es una sincronía bastante idiota.

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El predio de la ESMA ocupa diecisiete hectáreas. Desde el 24 de marzo de 2004, y por decreto del entonces presidente Néstor Kirchner, ya no lleva el nombre de Escuela de Mecánica de la Armada y es el Espacio Memoria y Derechos Humanos. Muchos le dicen «la ex-ESMA». Todas las personas entrevistadas para este libro la siguen llamando como entonces: «Vamos a la ESMA», «Nos encontramos en la ESMA», «Me llamaron desde la ESMA». Funcionan allí, en diversos edificios, el Museo Sitio de Memoria ESMA, el Archivo Nacional de la Memoria, la Casa por la Identidad, el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, el Espacio Cultural Nuestros Hijos, el Museo Malvinas, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Equipo Argentino de Antropología Forense, entre otras cosas. Está casi al final de la avenida del Libertador —una vía amplia con construcciones elegantes en las que vive parte de cierta aristocracia criolla tradicional—, a pocas cuadras del límite entre la ciudad y la zona norte del conurbano bonaerense.

Desde 1976, el centro clandestino de detención instalado allí operó en el Casino de Oficiales, el edificio del predio que se encuentra más cercano a la línea que separa la capital del conurbano. Su función era la de hospedar a oficiales y profesores visitantes, y no la perdió durante la dictadura: el primer y segundo pisos continuaron como albergue mientras en el sótano se llevaba a cabo la tortura, se obligaba a los prisioneros a falsificar documentos y procesar información, y en el tercer piso, conocido como Capucha (los detenidos permanecían la mayor parte del tiempo con capuchas y grilletes), estaban los cubículos —camarotes— donde se encerraba a los secuestrados, sobre todo militantes de Montoneros aunque no solo: también se secuestró, en menor medida, a miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y otros grupos de izquierda, y se torturó y asesinó a jubilados, adolescentes, monjas o gente cuyo nombre figuraba en una agenda equivocada. El proceso podía tener variantes, pero era más o menos así: se producía el secuestro —en la calle, en las casas—, se procedía a trasladar al secuestrado al sótano, se lo torturaba de inmediato para obtener información (de manera tal que, por ejemplo, se lograra capturar a quienes tuvieran una cita próxima con esa persona). Los secuestrados recibían un número del 1 al 999. Hubo muchos números 1 y muchos 999. El plantel se renovaba: cada miércoles se seleccionaba a un grupo de personas, se las anestesiaba con pentotal y se las arrojaba al Río de la Plata o al mar desde un avión (el dispositivo se conoce como «vuelos de la muerte»). Había otros métodos: un balazo. Entonces se realizaba un «asadito»: se quemaba el cuerpo en el parque que hay detrás.

Si bien fue uno de los cientos de centros clandestinos por los que pasaron miles de personas, en su inmensa mayoría desaparecidas, no era similar a ninguno.

«Como todos los centros clandestinos de detención de la dictadura», escribe Claudia Feld en el libro ESMA, firmado por ella y por Marina Franco, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2022, «la Escuela de Mecánica de la Armada implementó un sistema de destrucción física y psíquica [...]. Para la mayor parte de las personas secuestradas allí, este circuito fue corto y terminante: sufrieron feroces torturas, fueron inmovilizadas y aisladas en “Capucha” o “Capuchita”, hasta que poco después se las asesinó mediante los “vuelos de la muerte” o con otros métodos. Sin embargo, un grupo minoritario pero significativo de secuestrados y secuestradas fue mantenido con vida, y su cautiverio se prolongó durante meses, incluso años. En ese tiempo, fueron obligados a realizar diversos trabajos bajo amenaza de muerte, en un régimen que se conoció como “proceso de recuperación” [...]. La etapa más activa de este “proceso de recuperación” se produjo cuando el centro clandestino fue conducido por Jorge Acosta, entre fines de 1976 y los primeros meses de 1979.»

Cada persona incorporada a ese proceso estaba a cargo de un militar responsable que, en ocasiones, era el mismo que había procedido a la tortura. Si se consideraba que el proceso de recuperación estaba dando resultados, el prisionero empezaba a realizar algunas salidas. Por ejemplo, podía permanecer unos días en casa de sus familiares. A las mujeres secuestradas se las obligaba a vestir «de manera femenina» como demostración de que estaban dispuestas a dejar atrás la vida unisex de la militancia —todas esas camisas y pantalones de jean tan poco sexis—, y se las sacaba a cenar o a la boîte de moda, Mau Mau, propiedad de un hombre del jet set llamado José Lata Liste.

De todas maneras, nada garantizaba nada.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser puesta en libertad y enviada a otro país.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser obligada a trabajar en dependencias del Estado como la Cancillería o el Ministerio de Bienestar Social y permanecer en un régimen de libertad vigilada hasta, incluso, el comienzo de la democracia.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación y ser ejecutada.

Los motivos por los cuales el destino era uno u otro son oscuros, y terminan en el mismo callejón: no se sabe. La arbitrariedad garantiza un pavor perfecto: infinito.

El libro de Claudia Feld y Marina Franco consigna algunas particularidades de este centro clandestino: se encontraba en el corazón de Buenos Aires, a metros de la cancha de River, en un barrio residencial de mucho movimiento; estaba bajo el poder directo del almirante Massera, uno de los tres miembros de la Junta Militar que había tomado el poder; se mantuvo activo, a diferencia de los demás, durante toda la dictadura; se realizaba allí una producción permanente de documentos falsos, informes políticos o notas de prensa que se obligaba a confeccionar a los secuestrados; fue el epicentro de casos que tuvieron repercusión internacional, como el secuestro de dos monjas francesas, de tres Madres de Plaza de Mayo y —por equivocación en el operativo: buscaban a una persona parecida— el asesinato de la adolescente sueca Dagmar Hagelin; no hubo otro centro clandestino donde se implementara el proceso de recuperación (concebido por Acosta); nacieron más de treinta bebés que, en su mayoría, fueron separados de sus madres y entregados a represores que los criaron como hijos propios.

En el tercer piso de ese lugar, sobre una mesa, Silvia Labayru parió un bebé, uno de los pocos que fue entregado a su familia de origen.

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«No entiendo por qué te interesa Silvia Labayru. ¿Qué tiene de singular?», dice una persona que me da información y me recomienda lecturas relacionadas con el tema: «No sé qué le ves».

Hay una pregunta que hacen siempre: «¿Por qué elige las historias, con qué criterio?». Quizás con el peor de todos. Una abstrusa y soberbia necesidad de complicarse la vida y, al final, vencer. O no.

Te recomendamos el ensayo "La radicalidad de no hacer nada".

Fotografía de Esther Vargas (Flickr).

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La primera en llegar a casa de Dani Yako esa noche fue Silvia Luz Fernández, que tomó el colectivo de la línea 12 demasiado temprano, previendo que iba a demorar, pero el colectivo hizo el trayecto muy rápido. Luego llegaron Débora Kantor, Silvia Labayru y Hugo Dvoskin. Los tres permanecieron un rato tocando timbre sin que nadie les abriera (Yako olvidó decirles que lo llamaran por teléfono en vez de tocar el timbre, que no se escucha desde la terraza: a buena parte de los que forman este grupo parece unirlos una tendencia al despiste). Silvia Labayru portaba un cuenco con ensalada de papas preparada en su casa. Había llegado pocos días antes desde Recife, Brasil, donde Hugo Dvoskin, su pareja, psicoanalista, había participado en un congreso de lacanianos. Él usaba una chomba celeste fuerte y tenía el aspecto de siempre: recién salido de la ducha, fresco y dispuesto a subir un volcán. Ella llevaba un vestido azul oscuro, corto y vaporoso, de tela evanescente. La última en llegar fue Alba Corral. Alba Corral y Silvia Luz Fernández no viven en la Argentina sino en Madrid y París, respectivamente. Todos los demás, en Buenos Aires. Aunque decir exactamente dónde vive ahora Silvia Labayru podría costar un poco más de trabajo.

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Dani Yako, fotógrafo, argentino, exiliado en España desde 1976, retornado a la Argentina en 1983.

Silvia Luz Fernández, psiquiatra, argentina, exiliada en Francia desde 1979. Continúa allí.

Alba Corral, empresaria, argentina, exiliada en España desde 1977. Continúa allí.

Débora Kantor, licenciada en Ciencias de la Educación, argentina.

Hugo Dvoskin, psicoanalista, argentino.

Silvia Labayru, estudiante de Medicina, Historia, Psicología, brevemente de Sociología, argentina, exiliada en España desde junio de 1978, actualmente fluctuando entre Madrid y Buenos Aires. Si se le pregunta dónde vive, a veces responde: «En el limbo».

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Esa noche se habla de todo. De si es mejor la carne de la carnicería Don Julio —no vale la pena el precio exorbitante, dice alguien—, la del supermercado Jumbo o la del supermercado COTO. De fotografía. De vacunas. De un médico que le diagnosticó a Dani Yako una leucemia que no tenía. De un flebólogo al que Débora Kantor consultó por unas venas y le dijo que, si su preocupación era estética, mejor se operara las ojeras. De licencias de conducir. De películas y series. Nadie menciona la palabra secuestro. Nadie menciona la palabra desaparecido. Nadie menciona la palabra exilio.

Dani, Débora, Alba, Silvia Luz, Hugo y Silvia fueron al mismo colegio secundario, el Nacional Buenos Aires, un establecimiento público de exigencia salvaje con un examen de ingreso para el cual los aspirantes se preparan con un año de antelación. Han egresado de él personas que fueron, después, presidentes, diputados, senadores, jueces, premio Nobel. Su prestigio es tal que lo llaman, simplemente, el Colegio. Como si no hubiera otro. Todas las cosas empezaron ahí.

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Cada 14 de marzo, durante años, Silvia Labayru festejó con su padre, Jorge Labayru, mayor de la Fuerza Aérea y piloto civil de Aerolíneas Argentinas, el día en que se produjo la llamada que le salvó la vida. El 14 de marzo de 1977 él levantó el auricular del teléfono de su casa, un piso 12 sobre la avenida del Libertador desde el que se ven el hipódromo de Buenos Aires y la costa uruguaya, escuchó la voz de un hombre que dijo: «Llamo para hablarle de su hija», y respondió con un grito: «¡Montoneros hijos de puta! ¡Ustedes son los responsables morales de la muerte de mi hija! ¡Los voy a cagar a tiros!». O algo así. Para entonces, Jorge Labayru llevaba tres meses creyendo que su hija estaba muerta.

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Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan.

El himno viajó en el tiempo, como viajaron todos ellos, hasta hoy.

Cuando la cena en la terraza termina, Silvia Labayru y yo bajamos y buscamos un taxi para regresar a casa. Nos conocemos desde hace un año y seis meses. Vivimos cerca, así que es usual que, al terminar lo que estemos haciendo, regresemos juntas. La calle está desierta, es domingo, casi no pasan autos. A lo lejos, se ve la luz roja de un taxi libre. Hago señas. Dice: «¿Eso no es un semáforo?». Le digo: «Un semáforo que se mueve». El taxi se acerca, se detiene. Hugo se ha ido antes —atiende el consultorio desde temprano—, y le dejó dinero para pagar el transporte. Ella no reconoció los billetes —hay reales brasileños mezclados con pesos argentinos, un dinero que todavía no entiende; la economía local la confunde y en ocasiones dice: «No me hables en pesos, dime en euros»—, y como no tenía el bolso a mano se los guardó en el soutien. Subo primero al auto, porque bajo después, y damos indicaciones: vamos a tal y tal sitio, nos detenemos primero en tal. Ella lleva el cuenco de la ensalada de papas, ya vacío, dentro de una bolsa, sobre la falda. Le pregunto por Toitoy, su perro de nueve años y medio que está muriendo en Madrid, en casa de su sobrina. «Usualmente, esos perros viven ocho años, pero Toitoy estaba como una rosa. Las fotos que me mandan, los ojitos...», dice, con una pena que no le he oído casi nunca desde mayo de 2021, cuando hablé por primera vez con ella en el balcón de un departamento de la calle Gurruchaga en el que ya no vive. Toitoy tiene una falla renal irreparable, no puede hacerse a la idea de que no lo verá más. El taxi se detiene a dos cuadras de su casa, que está en la calle Costa Rica. Nos despedimos hasta el día siguiente, cuando volveremos a encontrarnos. El taxista, un tipo joven con la cara tatuada, arranca de nuevo y me pregunta: «¿Tu amiga de dónde es?». Le respondo: «Es argentina, pero vive en España desde hace muchos años». No voy a explicarle a un desconocido que ella está desde 2019 en Buenos Aires, con intermitencias, porque se reencontró con el hombre que fue su primer novio importante. «Ah, como hablaba raro no sabía. A esta 26 hora anda todo el mundo copeteado, en pedo». Tomo nota de que no sabe qué relación me une a la mujer que viajaba conmigo y, aun así, me dice que creyó que ella —por su forma de hablar, mezclando el «tú» con el «vos», marcando en ocasiones las ces y las zetas como una española pero en ocasiones no— estaba borracha. Le respondo con más información que la que he entregado a nadie en estos meses: «Es argentina pero tuvo que exiliarse en España en los años setenta». Me dice: «Ah, ¿en los setenta?». Pausa. «Seguro que el marido era peronista o estaba metido en algo.» Siento una hostilidad retorcida. Le digo: «¿Por qué el marido?». Y aunque sé que tengo que frenar, sigo: «Era ella. Era montonera». Me arrepiento del comienzo de la frase, que parece acusatoria: «Era ella». Me mira por el espejo y me dice: «Ah. ¿Montonera?». Y se queda callado. Entonces, después de unos segundos de silencio, me pregunta si vivo por ahí, si estoy casada, si no me da miedo andar sola de noche, subirme a cualquier taxi. Busco en el bolso las llaves de casa, las empuño como me indicó mi padre: una asomando entre los dedos, directo al ojo en caso de agresión. Me digo que soy idiota. Jamás podría hacer eso y, si lo hiciera, me rompería la mano. Pienso en ella ahora, caminando hacia su casa, el dinero metido en el soutien, flotante y rápida en su vestido azul volado, llevando el cuenco de la ensalada de papas. Me doy cuenta de que dije la palabra montonera con altanería, como si quisiera golpear al tipo con un secreto del que soy poseedora. «¿Cómo te llamás?», pregunta. Lo miro por el espejo. No le contesto. Pienso en lo que me ha dicho ella tantas veces: cuando cuenta su historia —apenas el bosquejo: secuestrada un año y medio en un centro clandestino, parto sobre una mesa—, la persona a quien se la cuenta empieza a narrar su propia experiencia de peligro menor: el día en que, por una infracción, terminó en una comisaría; el día en que, durante una marcha por reclamos salariales, resultó perseguida un par de cuadras por las fuerzas del orden («Cuento mi historia y dicen: “Ah, qué difícil debe haber sido, porque a mí también me pasó, bla, bla”, y yo me quedo escuchando su traumática experiencia del día en que los persiguió un policía con una cachiporra»). La necesidad de inventarse un poco de heroísmo para competir. O el regodeo en el dramita propio para no escuchar el drama ajeno. Que fue alto. Que fue mucho.

(El taxista, por supuesto, me deja en la puerta de mi casa y se va.)

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—Yo de política argentina no quiero opinar porque a la política argentina no la entiendo.

Es lo primero que dice el 4 de mayo de 2021 a las dos y media de la tarde en el balcón de un departamento del piso 15 sobre la calle Gurruchaga, barrio de Palermo. El sitio es alquilado y vive allí desde 2019 con Hugo Dvoskin, que tiene su consultorio cinco pisos más arriba. Llegó a Buenos Aires el 7 de junio de ese año, siguiendo la invitación que él le hizo —quedarse ocho días juntos, sin atenuantes, en esta casa—, y ya no se fue (aunque regresa a España de manera regular). Estoy allí porque Dani Yako la llamó, le dijo que yo estaba interesada en su historia, y ella respondió de inmediato: «Que me llame». Convinimos este encuentro solo para conocernos, pero en esa primera conversación informal se establecen las condiciones de trabajo. Ella: «¿Puedo leer lo que escribas antes de que se publique?». Yo: «No». Ella: «¿Entonces puedo grabar las conversaciones que tengamos?». Yo: «Sí».

Usa un pantalón negro chupín, las mismas sandalias de taco chino con suela de yute que le vi en la foto del diario, un suéter liviano, gris, cruzado por delante, y una estrella de David de oro pendiendo de una cadena corta y fina (que no se quitará nunca). Como es plena pandemia de covid-19, y por disposición del gobierno solo se puede circular hasta las ocho de la noche, nos encontramos temprano. Aunque estamos al aire libre usamos barbijo. Lo usaremos por mucho tiempo. Ella ha entrado al programa experimental de un laboratorio alemán que prueba la vacuna Curevac (que no funcionará), pero yo aún (como la mayor parte de los habitantes del planeta) no estoy vacunada. A lo largo de dos horas, contará el bosquejo (adolescencia en el Colegio, militancia en Montoneros, secuestro, tortura, parto, entrega de la hija a los abuelos, exilio en España, repudio por parte de otros sobrevivientes y organismos de derechos humanos), con el mismo tono sereno y racional que utilizará después, a lo largo de un año y siete meses, cuando dé detalles. Solo en dos ocasiones, una en el otoño de 2022 durante un encuentro en mi casa, y otra en el verano de ese año, en un audio de WhatsApp, tendrá la voz estrangulada: por la angustia, primero; por la pena, después. La primera vez que eso ocurre es cuando habla de la posibilidad de que su pareja con Hugo Dvoskin no funcione. La segunda, cuando anuncia la enfermedad de su perro Toitoy. Ese tono imperturbable —del que es consciente— hará que a menudo exprese su preocupación por parecer demasiado fría: «A veces me da temor no poder expresarte lo que pasó, porque tengo esta manera tan fría de contarlo». Nunca grabará las conversaciones. Pedirá algunos resguardos en relación a la intimidad de sus hijos —Vera, David—, de sus nietos —Duncan, de nueve, Ewan, de doce—, o de terceros, esto último en casos de afectos antiguos a los que no quiere incomodar. Por todo lo demás, dirá: «Lo que digas de mí me la suda». Quizás porque ya dijeron de ella tantas cosas.

Y así empieza la historia.

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Un pasado incendiario. Un presente que pendula entre paseos en bicicleta, administración de propiedades en España, viajes —a ciudades como Tandil, a pueblos de Córdoba, a la costa argentina, a Boston, Madrid, Nueva York, a países como Polonia, Brasil, Francia y Austria—, cenas con amigos, cafés con amigos, almuerzos con amigos, visitas al geriátrico en el que vive su padre, despertares al alba tan temprano, el trabajo gestionando publicidad para revistas de ingeniería, el trabajo para Panoplia —la distribuidora de libros que era propiedad de su marido, fallecido en 2018— y el vínculo con un hombre, con este hombre, con Hugo Dvoskin, a quien le hizo enorme daño allá en la adolescencia, a quien envió un telegrama clamando socorro recién salida de la ESMA, a quien escribió cartas de amor rendido sin recibir jamás una respuesta.

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Le pregunto por la tortura con mucha más facilidad con la que le pregunto por las violaciones, porque preguntar por las violaciones puede confundirse con morbo pero la escena de la tortura es sagrada: en ella hay puro sufrimiento. Varias veces, a lo largo de meses, y aunque indagué sobre el asunto, me dirá que nadie, nunca, le preguntó por la tortura excepto una persona: Hugo. Un día le digo: «¿Ni siquiera yo?». Me dice: «Ni siquiera tú». Entonces entiendo: ella quiere decir que nadie a quien ella haya temido o tema perder, que nadie a quien considere incondicional, le ha preguntado. Excepto Hugo.

Este adelanto del libro La llamada, de Leila Guerriero, se publica con autorización de Anagrama.

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La llamada

La llamada

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Leila Guerriero explora una historia cruenta de la dictadura, en el que Labayru fue denunciante, en este adelanto del libro La llamada, publicado por Anagrama.

Empieza con un cántico en latín, en una terraza.

Hay viento la noche del 27 de noviembre de 2022 en Buenos Aires. La terraza corona un edificio de dos plantas que retiene una firme autoconciencia de su belleza con esa altanería refinada de las construcciones antiguas. Se llega a ella después de atravesar un corredor extenso cubierto de paneles de vidrio ensombrecidos por el hollín —un detalle que aporta humanidad, un defecto necesario— y subir una escalera, una ascensión virtuosa de mármol blanco. Inserta en el centro de la manzana, la terraza parece una balsa rústica rodeada por olas de edificios más altos. Todo luce atacado por una sequedad armónica, un ascetismo de diseño (lo que no es extraño puesto que dos de las personas que viven aquí son arquitectas): cañas indias, enredaderas, bancos largos, sillas plegables de lona, una banqueta con almohadones blancos. La mesa, de madera cruda, está debajo de una tela de media sombra que se agita con lo que fue primero brisa y ahora es un viento fresco que despeja el calor ingobernable del fin de la primavera austral. En la parrilla se cocinan a fuego lento morcillas, pollo, lomo. Cada tanto, uno de los dueños de casa, el fotógrafo Dani Yako, se acerca hasta allí para controlar la cocción. Está, como siempre, vestido de negro: chomba Lacoste, jeans. Hace algunos años tenía un bigote aparatoso. Ahora lleva barba corta, los mismos anteojos de marcos gruesos. Al volver a la mesa le basta con escuchar dos o tres palabras para reinsertarse en la conversación. Es normal: conoce a casi todas las personas que están allí desde 1969, cuando tenía trece años.

—Me dijeron que en la presentación del libro estuvo la Royo —dice Yako.

—¡Cómo no nos avisaste! —dice Débora.

—Yo no la vi —dice Silvia Luz.

Alba dice, algo indiferente:

—Yo tampoco.

No dicen nada ni Laura ni Julia, la mujer y la hija de Yako —las arquitectas, que ya deben haber escuchado hablar de la Royo en otras cenas como esta—, ni Silvia ni Hugo.

—Bueno, me dijeron que estaba, yo no la vi —dice Yako, fingiendo ofuscación infantil, encogiéndose de hombros.

La presentación a la que alude es la de su último libro de fotos, Exilio, que reúne imágenes tomadas desde 1976 y hasta 1983, la mayor parte de ellas en España, en las que se ve a casi todas las personas que están en la terraza (y a otras que no están aquí). La presentación se hizo en una librería del barrio de Palermo llamada Los Libros del Pasaje el jueves 3 de noviembre de 2022, pocas semanas atrás. Royo es la profesora de latín del colegio secundario al que fueron todos ellos, que rondan la misma edad: sesenta y cinco años.

—Me hubiera gustado verla —dice Débora.

Entonces, como si el apellido Royo hubiera sido una clave, alguien —quizás Débora— entona la frase en latín: «Ut queant laxis / resonare fibris». Y Silvia Luz se suma: «Mira gestorum / famuli tuorum». Y Silvia: «Solve polluti / labii reatum». Y todos llegan al final —«Sancte Ioannes»— mientras golpean la superficie de la mesa con suavidad civilizada para que las botellas y los platos y las copas no terminen en el piso, siguiendo el compás de ese himno que cantaban en años en los que nada había sucedido, en los que todo estaba empezando, una bacteria larvada dentro de una matriz que iba a romperse en pedazos.

UT queant laxis

REsonare fibris

MIra gestorum

FAmuli tuorum

SOLve polluti,

LAbii reatum

Sancte Ioannes.

La traducción sería: «Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan». Es el «Himno a san Juan Bautista», escrito por Pablo el Diácono en el siglo VIII. Sus versos comienzan con las notas musicales: re, mi, fa, sol. «Ut» es la forma antigua utilizada para la nota do.

—¡«Ut» —grita Débora— es do!

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La primera vez que la vi fue en la foto de un periódico. Aunque estaba sentada sobre lo que parecía una tapa de cemento en mitad de un jardín frondoso, se notaba que era alta. El pelo rubio, por debajo de los hombros, enmarcaba un rostro sofisticado, esa clase de belleza felina que da, a algunas personas, el aspecto de una pieza delicada un poco salvaje. Usaba el flequillo insolente que solían usar muchachas de otra época. Le calzaba ese sustantivo: muchacha. Aparentaba muchos años menos de los que se deducían del artículo: sesenta y cuatro. Vestía una prenda de mangas largas color azul, jeans ajustados, sandalias de taco chino con suela de yute. Era delgada, con una voluptuosidad natural. Estaba allí ostentando el desparpajo de quien se ha sentado en el piso muchas veces sin perder el tipo. Miraba hacia arriba. La foto trasuntaba un clima a la vez fértil y amenazador, sumergida en una luz acuática que le daba la cualidad de un sueño (ella se arrepintió de haberse fotografiado allí, en ese jardín demasiado identificable, porque alguno de «estos tipos» podía ubicarla y hacerle pasar «un susto, un mal rato»). Llamaban la atención las manos grandes, compactas, rudas, una música muy fuerte para el resto del conjunto, más sutil. No se le veían los ojos, pero son azules. El título de la nota, firmada por Mariana Carbajal y publicada el 27 de marzo de 2021 en el diario argentino Página/12, decía: «El secuestro de Silvia Labayrú. La llegada a la ESMA y el parto en cautiverio». Tenía un error, y era el acento: su apellido es Labayru, no Labayrú. Pero el día en que leí la nota —edición en papel, era domingo— yo no sabía quién era esa mujer, ni estaba interesada en la ortografía de un texto en el que ella empezaba diciendo: «El 29 de diciembre de 1976, con 20 años, embarazada de cinco meses, me llevaron [...] a la ESMA [...] al sótano, donde torturaban en una salita [...], en un lugar famoso que llamaban “La avenida de la felicidad”. Ahí fui interrogada, torturada durante un tiempo. [...] me tuvieron catorce días [escuchando] día y noche sin parar los alaridos de los compañeros que pasaban por las otras salas de tortura». La periodista aclaraba que la evocación pertenecía a «Silvia Labayrú, ex integrante de Montoneros, sobreviviente de ese centro clandestino de detención», la ESMA, donde había permanecido secuestrada un año y medio.

La ESMA es la Escuela de Mecánica de la Armada, un sitio de instrucción militar donde, desde el golpe de Estado que se produjo el 24 de marzo de 1976 en la Argentina, funcionó un centro clandestino de detención, el más grande de los casi setecientos que hubo en el país. Entre 1976 y 1983, cuando la dictadura terminó, fueron secuestradas, torturadas y asesinadas allí, por los llamados Grupos de Tareas, unas cinco mil personas. Sobrevivieron menos de doscientas. El número total de desaparecidos durante la dictadura es de treinta mil.

Montoneros fue un grupo de extracción peronista, surgido en los setenta que, a mediados de esa década, se militarizó, formando el Ejército Montonero, y pasó a la clandestinidad.

Silvia Labayru militaba allí, y desde los dieciocho años integró el sector de Inteligencia de la capital cuyo responsable máximo era el escritor argentino Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre, abatido en la calle por un Grupo de Tareas de la ESMA el 25 de marzo de 1977, que continúa desaparecido.

El artículo de Página/12 estaba enfocado en el hecho de que ella, junto con Mabel Lucrecia Luisa Zanta y María Rosa Paredes, había sido denunciante en el primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos en ese centro clandestino. La denuncia se había hecho en 2014. El juicio había comenzado en octubre de 2020 y se esperaba sentencia para agosto de 2021, cinco meses después de publicada la nota. Aunque Labayru había dado su testimonio acerca de lo acontecido ante la ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) en 1979, ante la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) en 1984, y en diversos juicios contra represores de la ESMA, y de esos testimonios podía desprenderse que había pasado por algún tipo de abuso, nunca había dado detalles ni se los habían pedido porque, hasta 2010, la violencia sexual formaba parte del rubro «torturas y tormentos», un combo inespecífico en el que se incluían la picana eléctrica, el submarino seco, el simulacro de fusilamiento, los golpes. Recién ese año la violación se transformó en un delito autónomo: algo que podía juzgarse per se. Una década más tarde, Labayru y las otras dos mujeres —a quienes no conoce— testimoniaron en ese juicio. Ella acusaba a dos miembros de la Armada: Alberto Eduardo «Gato» González, como su violador, y Jorge Eduardo «el Tigre» Acosta, al frente del centro clandestino en aquellos años, como el instigador de esas violaciones. Ambos tenían ya varias condenas a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad.

Cuando se publicó el artículo, Silvia Labayru llevaba cuatro décadas sin hablar con periodistas —su hija Vera y su hijo David estaban entrenados para negarla cuando llamaban por teléfono pidiendo entrevistarla— y, aunque yo no lo sabía, no estaba dispuesta a hacer más excepciones que la que había hecho con Página/12.

Dos o tres días después de esa publicación, el fotógrafo Dani Yako, a quien conozco desde hace años, me envió dos mensajes por WhatsApp. El primero tenía un link a esa nota de Página/12, que yo ya había leído. El segundo era una pregunta: «¿Leíste esto de mi amiga Silvia?».

El 18 de noviembre de 2013, en el Juicio ESMA, Causa Unificada, Silvia Labayru declaró: «Las mujeres éramos su botín de guerra. Nuestros cuerpos fueron considerados como botín de guerra. Eso es algo bastante habitual, por no decir muy habitual, en la violencia sexual. Y utilizar o considerar a las mujeres como parte del botín es un clásico en todas las historias represivas de las guerras [...]. En esto no fue una excepción».

Canta Bob Dylan: «¿Cuántas veces puede un hombre volver la cabeza / y fingir no ver lo que ve?». Estaba todo dicho. Solo había que saber —o querer— escuchar.

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En la terraza, Dani Yako dice en voz baja, un ceceo dulce que contrasta con el tono asertivo en el que habla (aunque el contenido de sus frases es siempre el de una duda amable: «A vos no te gusta el jazz, ¿no?»), que en el Colegio leían los clásicos en latín, que cursaban seis años de esa lengua, dos de griego, seis de francés. —Y ahora no me acuerdo de nada, apenas puedo hablar en español. Alguien menciona la frase latina:

—Ego puto in horto meo.

Silvia Luz Fernández dice:

—Con el tiempo, eso va a ser todo lo que nos vamos a acordar del latín.

Dejó de fumar el día anterior (ha dejado de fumar decenas de veces) y mastica chicles de nicotina a cada rato. Tiene una carcajada ronca, rulos cortos, blancos o platinados, una dicción precisa en la que engarza frases irónicas con las que, generalmente, se ataca a sí misma. Está sentada junto a Dani Yako. Al otro lado, Débora Kantor, el pelo corto, un estilo sencillo que contrasta con la cabellera trabajada en grandes ondas de Alba Corral. Siguen Laura Marino, la mujer de Yako, y Julia, la hija de ambos, que escuchan mucho, hablan poco y permanecen en el extremo de la mesa como si fuera plantas frescas, algo profundamente silvestre. Luego, Hugo Dvoskin, la pareja de Silva Labayru, y, junto a Hugo Dvoskin, ella. Silvia Labayru. Lalabayru. Silvia. Silvina. Y el nombre de su peligro: Mora.

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Un día de diciembre de 2022, corriendo por el campo, recuerdo que yo, de niña, tenía una yegua alazana, mansa pero altiva. Se llamaba Mora, Morita. Le pongo un mensaje de WhatsApp mencionando el hecho. Responde escueta: «Ja. Morita». La verdad, pienso después, es una sincronía bastante idiota.

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El predio de la ESMA ocupa diecisiete hectáreas. Desde el 24 de marzo de 2004, y por decreto del entonces presidente Néstor Kirchner, ya no lleva el nombre de Escuela de Mecánica de la Armada y es el Espacio Memoria y Derechos Humanos. Muchos le dicen «la ex-ESMA». Todas las personas entrevistadas para este libro la siguen llamando como entonces: «Vamos a la ESMA», «Nos encontramos en la ESMA», «Me llamaron desde la ESMA». Funcionan allí, en diversos edificios, el Museo Sitio de Memoria ESMA, el Archivo Nacional de la Memoria, la Casa por la Identidad, el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, el Espacio Cultural Nuestros Hijos, el Museo Malvinas, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Equipo Argentino de Antropología Forense, entre otras cosas. Está casi al final de la avenida del Libertador —una vía amplia con construcciones elegantes en las que vive parte de cierta aristocracia criolla tradicional—, a pocas cuadras del límite entre la ciudad y la zona norte del conurbano bonaerense.

Desde 1976, el centro clandestino de detención instalado allí operó en el Casino de Oficiales, el edificio del predio que se encuentra más cercano a la línea que separa la capital del conurbano. Su función era la de hospedar a oficiales y profesores visitantes, y no la perdió durante la dictadura: el primer y segundo pisos continuaron como albergue mientras en el sótano se llevaba a cabo la tortura, se obligaba a los prisioneros a falsificar documentos y procesar información, y en el tercer piso, conocido como Capucha (los detenidos permanecían la mayor parte del tiempo con capuchas y grilletes), estaban los cubículos —camarotes— donde se encerraba a los secuestrados, sobre todo militantes de Montoneros aunque no solo: también se secuestró, en menor medida, a miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y otros grupos de izquierda, y se torturó y asesinó a jubilados, adolescentes, monjas o gente cuyo nombre figuraba en una agenda equivocada. El proceso podía tener variantes, pero era más o menos así: se producía el secuestro —en la calle, en las casas—, se procedía a trasladar al secuestrado al sótano, se lo torturaba de inmediato para obtener información (de manera tal que, por ejemplo, se lograra capturar a quienes tuvieran una cita próxima con esa persona). Los secuestrados recibían un número del 1 al 999. Hubo muchos números 1 y muchos 999. El plantel se renovaba: cada miércoles se seleccionaba a un grupo de personas, se las anestesiaba con pentotal y se las arrojaba al Río de la Plata o al mar desde un avión (el dispositivo se conoce como «vuelos de la muerte»). Había otros métodos: un balazo. Entonces se realizaba un «asadito»: se quemaba el cuerpo en el parque que hay detrás.

Si bien fue uno de los cientos de centros clandestinos por los que pasaron miles de personas, en su inmensa mayoría desaparecidas, no era similar a ninguno.

«Como todos los centros clandestinos de detención de la dictadura», escribe Claudia Feld en el libro ESMA, firmado por ella y por Marina Franco, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2022, «la Escuela de Mecánica de la Armada implementó un sistema de destrucción física y psíquica [...]. Para la mayor parte de las personas secuestradas allí, este circuito fue corto y terminante: sufrieron feroces torturas, fueron inmovilizadas y aisladas en “Capucha” o “Capuchita”, hasta que poco después se las asesinó mediante los “vuelos de la muerte” o con otros métodos. Sin embargo, un grupo minoritario pero significativo de secuestrados y secuestradas fue mantenido con vida, y su cautiverio se prolongó durante meses, incluso años. En ese tiempo, fueron obligados a realizar diversos trabajos bajo amenaza de muerte, en un régimen que se conoció como “proceso de recuperación” [...]. La etapa más activa de este “proceso de recuperación” se produjo cuando el centro clandestino fue conducido por Jorge Acosta, entre fines de 1976 y los primeros meses de 1979.»

Cada persona incorporada a ese proceso estaba a cargo de un militar responsable que, en ocasiones, era el mismo que había procedido a la tortura. Si se consideraba que el proceso de recuperación estaba dando resultados, el prisionero empezaba a realizar algunas salidas. Por ejemplo, podía permanecer unos días en casa de sus familiares. A las mujeres secuestradas se las obligaba a vestir «de manera femenina» como demostración de que estaban dispuestas a dejar atrás la vida unisex de la militancia —todas esas camisas y pantalones de jean tan poco sexis—, y se las sacaba a cenar o a la boîte de moda, Mau Mau, propiedad de un hombre del jet set llamado José Lata Liste.

De todas maneras, nada garantizaba nada.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser puesta en libertad y enviada a otro país.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser obligada a trabajar en dependencias del Estado como la Cancillería o el Ministerio de Bienestar Social y permanecer en un régimen de libertad vigilada hasta, incluso, el comienzo de la democracia.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación y ser ejecutada.

Los motivos por los cuales el destino era uno u otro son oscuros, y terminan en el mismo callejón: no se sabe. La arbitrariedad garantiza un pavor perfecto: infinito.

El libro de Claudia Feld y Marina Franco consigna algunas particularidades de este centro clandestino: se encontraba en el corazón de Buenos Aires, a metros de la cancha de River, en un barrio residencial de mucho movimiento; estaba bajo el poder directo del almirante Massera, uno de los tres miembros de la Junta Militar que había tomado el poder; se mantuvo activo, a diferencia de los demás, durante toda la dictadura; se realizaba allí una producción permanente de documentos falsos, informes políticos o notas de prensa que se obligaba a confeccionar a los secuestrados; fue el epicentro de casos que tuvieron repercusión internacional, como el secuestro de dos monjas francesas, de tres Madres de Plaza de Mayo y —por equivocación en el operativo: buscaban a una persona parecida— el asesinato de la adolescente sueca Dagmar Hagelin; no hubo otro centro clandestino donde se implementara el proceso de recuperación (concebido por Acosta); nacieron más de treinta bebés que, en su mayoría, fueron separados de sus madres y entregados a represores que los criaron como hijos propios.

En el tercer piso de ese lugar, sobre una mesa, Silvia Labayru parió un bebé, uno de los pocos que fue entregado a su familia de origen.

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«No entiendo por qué te interesa Silvia Labayru. ¿Qué tiene de singular?», dice una persona que me da información y me recomienda lecturas relacionadas con el tema: «No sé qué le ves».

Hay una pregunta que hacen siempre: «¿Por qué elige las historias, con qué criterio?». Quizás con el peor de todos. Una abstrusa y soberbia necesidad de complicarse la vida y, al final, vencer. O no.

Te recomendamos el ensayo "La radicalidad de no hacer nada".

Fotografía de Esther Vargas (Flickr).

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La primera en llegar a casa de Dani Yako esa noche fue Silvia Luz Fernández, que tomó el colectivo de la línea 12 demasiado temprano, previendo que iba a demorar, pero el colectivo hizo el trayecto muy rápido. Luego llegaron Débora Kantor, Silvia Labayru y Hugo Dvoskin. Los tres permanecieron un rato tocando timbre sin que nadie les abriera (Yako olvidó decirles que lo llamaran por teléfono en vez de tocar el timbre, que no se escucha desde la terraza: a buena parte de los que forman este grupo parece unirlos una tendencia al despiste). Silvia Labayru portaba un cuenco con ensalada de papas preparada en su casa. Había llegado pocos días antes desde Recife, Brasil, donde Hugo Dvoskin, su pareja, psicoanalista, había participado en un congreso de lacanianos. Él usaba una chomba celeste fuerte y tenía el aspecto de siempre: recién salido de la ducha, fresco y dispuesto a subir un volcán. Ella llevaba un vestido azul oscuro, corto y vaporoso, de tela evanescente. La última en llegar fue Alba Corral. Alba Corral y Silvia Luz Fernández no viven en la Argentina sino en Madrid y París, respectivamente. Todos los demás, en Buenos Aires. Aunque decir exactamente dónde vive ahora Silvia Labayru podría costar un poco más de trabajo.

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Dani Yako, fotógrafo, argentino, exiliado en España desde 1976, retornado a la Argentina en 1983.

Silvia Luz Fernández, psiquiatra, argentina, exiliada en Francia desde 1979. Continúa allí.

Alba Corral, empresaria, argentina, exiliada en España desde 1977. Continúa allí.

Débora Kantor, licenciada en Ciencias de la Educación, argentina.

Hugo Dvoskin, psicoanalista, argentino.

Silvia Labayru, estudiante de Medicina, Historia, Psicología, brevemente de Sociología, argentina, exiliada en España desde junio de 1978, actualmente fluctuando entre Madrid y Buenos Aires. Si se le pregunta dónde vive, a veces responde: «En el limbo».

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Esa noche se habla de todo. De si es mejor la carne de la carnicería Don Julio —no vale la pena el precio exorbitante, dice alguien—, la del supermercado Jumbo o la del supermercado COTO. De fotografía. De vacunas. De un médico que le diagnosticó a Dani Yako una leucemia que no tenía. De un flebólogo al que Débora Kantor consultó por unas venas y le dijo que, si su preocupación era estética, mejor se operara las ojeras. De licencias de conducir. De películas y series. Nadie menciona la palabra secuestro. Nadie menciona la palabra desaparecido. Nadie menciona la palabra exilio.

Dani, Débora, Alba, Silvia Luz, Hugo y Silvia fueron al mismo colegio secundario, el Nacional Buenos Aires, un establecimiento público de exigencia salvaje con un examen de ingreso para el cual los aspirantes se preparan con un año de antelación. Han egresado de él personas que fueron, después, presidentes, diputados, senadores, jueces, premio Nobel. Su prestigio es tal que lo llaman, simplemente, el Colegio. Como si no hubiera otro. Todas las cosas empezaron ahí.

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Cada 14 de marzo, durante años, Silvia Labayru festejó con su padre, Jorge Labayru, mayor de la Fuerza Aérea y piloto civil de Aerolíneas Argentinas, el día en que se produjo la llamada que le salvó la vida. El 14 de marzo de 1977 él levantó el auricular del teléfono de su casa, un piso 12 sobre la avenida del Libertador desde el que se ven el hipódromo de Buenos Aires y la costa uruguaya, escuchó la voz de un hombre que dijo: «Llamo para hablarle de su hija», y respondió con un grito: «¡Montoneros hijos de puta! ¡Ustedes son los responsables morales de la muerte de mi hija! ¡Los voy a cagar a tiros!». O algo así. Para entonces, Jorge Labayru llevaba tres meses creyendo que su hija estaba muerta.

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Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan.

El himno viajó en el tiempo, como viajaron todos ellos, hasta hoy.

Cuando la cena en la terraza termina, Silvia Labayru y yo bajamos y buscamos un taxi para regresar a casa. Nos conocemos desde hace un año y seis meses. Vivimos cerca, así que es usual que, al terminar lo que estemos haciendo, regresemos juntas. La calle está desierta, es domingo, casi no pasan autos. A lo lejos, se ve la luz roja de un taxi libre. Hago señas. Dice: «¿Eso no es un semáforo?». Le digo: «Un semáforo que se mueve». El taxi se acerca, se detiene. Hugo se ha ido antes —atiende el consultorio desde temprano—, y le dejó dinero para pagar el transporte. Ella no reconoció los billetes —hay reales brasileños mezclados con pesos argentinos, un dinero que todavía no entiende; la economía local la confunde y en ocasiones dice: «No me hables en pesos, dime en euros»—, y como no tenía el bolso a mano se los guardó en el soutien. Subo primero al auto, porque bajo después, y damos indicaciones: vamos a tal y tal sitio, nos detenemos primero en tal. Ella lleva el cuenco de la ensalada de papas, ya vacío, dentro de una bolsa, sobre la falda. Le pregunto por Toitoy, su perro de nueve años y medio que está muriendo en Madrid, en casa de su sobrina. «Usualmente, esos perros viven ocho años, pero Toitoy estaba como una rosa. Las fotos que me mandan, los ojitos...», dice, con una pena que no le he oído casi nunca desde mayo de 2021, cuando hablé por primera vez con ella en el balcón de un departamento de la calle Gurruchaga en el que ya no vive. Toitoy tiene una falla renal irreparable, no puede hacerse a la idea de que no lo verá más. El taxi se detiene a dos cuadras de su casa, que está en la calle Costa Rica. Nos despedimos hasta el día siguiente, cuando volveremos a encontrarnos. El taxista, un tipo joven con la cara tatuada, arranca de nuevo y me pregunta: «¿Tu amiga de dónde es?». Le respondo: «Es argentina, pero vive en España desde hace muchos años». No voy a explicarle a un desconocido que ella está desde 2019 en Buenos Aires, con intermitencias, porque se reencontró con el hombre que fue su primer novio importante. «Ah, como hablaba raro no sabía. A esta 26 hora anda todo el mundo copeteado, en pedo». Tomo nota de que no sabe qué relación me une a la mujer que viajaba conmigo y, aun así, me dice que creyó que ella —por su forma de hablar, mezclando el «tú» con el «vos», marcando en ocasiones las ces y las zetas como una española pero en ocasiones no— estaba borracha. Le respondo con más información que la que he entregado a nadie en estos meses: «Es argentina pero tuvo que exiliarse en España en los años setenta». Me dice: «Ah, ¿en los setenta?». Pausa. «Seguro que el marido era peronista o estaba metido en algo.» Siento una hostilidad retorcida. Le digo: «¿Por qué el marido?». Y aunque sé que tengo que frenar, sigo: «Era ella. Era montonera». Me arrepiento del comienzo de la frase, que parece acusatoria: «Era ella». Me mira por el espejo y me dice: «Ah. ¿Montonera?». Y se queda callado. Entonces, después de unos segundos de silencio, me pregunta si vivo por ahí, si estoy casada, si no me da miedo andar sola de noche, subirme a cualquier taxi. Busco en el bolso las llaves de casa, las empuño como me indicó mi padre: una asomando entre los dedos, directo al ojo en caso de agresión. Me digo que soy idiota. Jamás podría hacer eso y, si lo hiciera, me rompería la mano. Pienso en ella ahora, caminando hacia su casa, el dinero metido en el soutien, flotante y rápida en su vestido azul volado, llevando el cuenco de la ensalada de papas. Me doy cuenta de que dije la palabra montonera con altanería, como si quisiera golpear al tipo con un secreto del que soy poseedora. «¿Cómo te llamás?», pregunta. Lo miro por el espejo. No le contesto. Pienso en lo que me ha dicho ella tantas veces: cuando cuenta su historia —apenas el bosquejo: secuestrada un año y medio en un centro clandestino, parto sobre una mesa—, la persona a quien se la cuenta empieza a narrar su propia experiencia de peligro menor: el día en que, por una infracción, terminó en una comisaría; el día en que, durante una marcha por reclamos salariales, resultó perseguida un par de cuadras por las fuerzas del orden («Cuento mi historia y dicen: “Ah, qué difícil debe haber sido, porque a mí también me pasó, bla, bla”, y yo me quedo escuchando su traumática experiencia del día en que los persiguió un policía con una cachiporra»). La necesidad de inventarse un poco de heroísmo para competir. O el regodeo en el dramita propio para no escuchar el drama ajeno. Que fue alto. Que fue mucho.

(El taxista, por supuesto, me deja en la puerta de mi casa y se va.)

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—Yo de política argentina no quiero opinar porque a la política argentina no la entiendo.

Es lo primero que dice el 4 de mayo de 2021 a las dos y media de la tarde en el balcón de un departamento del piso 15 sobre la calle Gurruchaga, barrio de Palermo. El sitio es alquilado y vive allí desde 2019 con Hugo Dvoskin, que tiene su consultorio cinco pisos más arriba. Llegó a Buenos Aires el 7 de junio de ese año, siguiendo la invitación que él le hizo —quedarse ocho días juntos, sin atenuantes, en esta casa—, y ya no se fue (aunque regresa a España de manera regular). Estoy allí porque Dani Yako la llamó, le dijo que yo estaba interesada en su historia, y ella respondió de inmediato: «Que me llame». Convinimos este encuentro solo para conocernos, pero en esa primera conversación informal se establecen las condiciones de trabajo. Ella: «¿Puedo leer lo que escribas antes de que se publique?». Yo: «No». Ella: «¿Entonces puedo grabar las conversaciones que tengamos?». Yo: «Sí».

Usa un pantalón negro chupín, las mismas sandalias de taco chino con suela de yute que le vi en la foto del diario, un suéter liviano, gris, cruzado por delante, y una estrella de David de oro pendiendo de una cadena corta y fina (que no se quitará nunca). Como es plena pandemia de covid-19, y por disposición del gobierno solo se puede circular hasta las ocho de la noche, nos encontramos temprano. Aunque estamos al aire libre usamos barbijo. Lo usaremos por mucho tiempo. Ella ha entrado al programa experimental de un laboratorio alemán que prueba la vacuna Curevac (que no funcionará), pero yo aún (como la mayor parte de los habitantes del planeta) no estoy vacunada. A lo largo de dos horas, contará el bosquejo (adolescencia en el Colegio, militancia en Montoneros, secuestro, tortura, parto, entrega de la hija a los abuelos, exilio en España, repudio por parte de otros sobrevivientes y organismos de derechos humanos), con el mismo tono sereno y racional que utilizará después, a lo largo de un año y siete meses, cuando dé detalles. Solo en dos ocasiones, una en el otoño de 2022 durante un encuentro en mi casa, y otra en el verano de ese año, en un audio de WhatsApp, tendrá la voz estrangulada: por la angustia, primero; por la pena, después. La primera vez que eso ocurre es cuando habla de la posibilidad de que su pareja con Hugo Dvoskin no funcione. La segunda, cuando anuncia la enfermedad de su perro Toitoy. Ese tono imperturbable —del que es consciente— hará que a menudo exprese su preocupación por parecer demasiado fría: «A veces me da temor no poder expresarte lo que pasó, porque tengo esta manera tan fría de contarlo». Nunca grabará las conversaciones. Pedirá algunos resguardos en relación a la intimidad de sus hijos —Vera, David—, de sus nietos —Duncan, de nueve, Ewan, de doce—, o de terceros, esto último en casos de afectos antiguos a los que no quiere incomodar. Por todo lo demás, dirá: «Lo que digas de mí me la suda». Quizás porque ya dijeron de ella tantas cosas.

Y así empieza la historia.

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Un pasado incendiario. Un presente que pendula entre paseos en bicicleta, administración de propiedades en España, viajes —a ciudades como Tandil, a pueblos de Córdoba, a la costa argentina, a Boston, Madrid, Nueva York, a países como Polonia, Brasil, Francia y Austria—, cenas con amigos, cafés con amigos, almuerzos con amigos, visitas al geriátrico en el que vive su padre, despertares al alba tan temprano, el trabajo gestionando publicidad para revistas de ingeniería, el trabajo para Panoplia —la distribuidora de libros que era propiedad de su marido, fallecido en 2018— y el vínculo con un hombre, con este hombre, con Hugo Dvoskin, a quien le hizo enorme daño allá en la adolescencia, a quien envió un telegrama clamando socorro recién salida de la ESMA, a quien escribió cartas de amor rendido sin recibir jamás una respuesta.

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Le pregunto por la tortura con mucha más facilidad con la que le pregunto por las violaciones, porque preguntar por las violaciones puede confundirse con morbo pero la escena de la tortura es sagrada: en ella hay puro sufrimiento. Varias veces, a lo largo de meses, y aunque indagué sobre el asunto, me dirá que nadie, nunca, le preguntó por la tortura excepto una persona: Hugo. Un día le digo: «¿Ni siquiera yo?». Me dice: «Ni siquiera tú». Entonces entiendo: ella quiere decir que nadie a quien ella haya temido o tema perder, que nadie a quien considere incondicional, le ha preguntado. Excepto Hugo.

Este adelanto del libro La llamada, de Leila Guerriero, se publica con autorización de Anagrama.

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La llamada

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Leila Guerriero explora una historia cruenta de la dictadura, en el que Labayru fue denunciante, en este adelanto del libro La llamada, publicado por Anagrama.

Empieza con un cántico en latín, en una terraza.

Hay viento la noche del 27 de noviembre de 2022 en Buenos Aires. La terraza corona un edificio de dos plantas que retiene una firme autoconciencia de su belleza con esa altanería refinada de las construcciones antiguas. Se llega a ella después de atravesar un corredor extenso cubierto de paneles de vidrio ensombrecidos por el hollín —un detalle que aporta humanidad, un defecto necesario— y subir una escalera, una ascensión virtuosa de mármol blanco. Inserta en el centro de la manzana, la terraza parece una balsa rústica rodeada por olas de edificios más altos. Todo luce atacado por una sequedad armónica, un ascetismo de diseño (lo que no es extraño puesto que dos de las personas que viven aquí son arquitectas): cañas indias, enredaderas, bancos largos, sillas plegables de lona, una banqueta con almohadones blancos. La mesa, de madera cruda, está debajo de una tela de media sombra que se agita con lo que fue primero brisa y ahora es un viento fresco que despeja el calor ingobernable del fin de la primavera austral. En la parrilla se cocinan a fuego lento morcillas, pollo, lomo. Cada tanto, uno de los dueños de casa, el fotógrafo Dani Yako, se acerca hasta allí para controlar la cocción. Está, como siempre, vestido de negro: chomba Lacoste, jeans. Hace algunos años tenía un bigote aparatoso. Ahora lleva barba corta, los mismos anteojos de marcos gruesos. Al volver a la mesa le basta con escuchar dos o tres palabras para reinsertarse en la conversación. Es normal: conoce a casi todas las personas que están allí desde 1969, cuando tenía trece años.

—Me dijeron que en la presentación del libro estuvo la Royo —dice Yako.

—¡Cómo no nos avisaste! —dice Débora.

—Yo no la vi —dice Silvia Luz.

Alba dice, algo indiferente:

—Yo tampoco.

No dicen nada ni Laura ni Julia, la mujer y la hija de Yako —las arquitectas, que ya deben haber escuchado hablar de la Royo en otras cenas como esta—, ni Silvia ni Hugo.

—Bueno, me dijeron que estaba, yo no la vi —dice Yako, fingiendo ofuscación infantil, encogiéndose de hombros.

La presentación a la que alude es la de su último libro de fotos, Exilio, que reúne imágenes tomadas desde 1976 y hasta 1983, la mayor parte de ellas en España, en las que se ve a casi todas las personas que están en la terraza (y a otras que no están aquí). La presentación se hizo en una librería del barrio de Palermo llamada Los Libros del Pasaje el jueves 3 de noviembre de 2022, pocas semanas atrás. Royo es la profesora de latín del colegio secundario al que fueron todos ellos, que rondan la misma edad: sesenta y cinco años.

—Me hubiera gustado verla —dice Débora.

Entonces, como si el apellido Royo hubiera sido una clave, alguien —quizás Débora— entona la frase en latín: «Ut queant laxis / resonare fibris». Y Silvia Luz se suma: «Mira gestorum / famuli tuorum». Y Silvia: «Solve polluti / labii reatum». Y todos llegan al final —«Sancte Ioannes»— mientras golpean la superficie de la mesa con suavidad civilizada para que las botellas y los platos y las copas no terminen en el piso, siguiendo el compás de ese himno que cantaban en años en los que nada había sucedido, en los que todo estaba empezando, una bacteria larvada dentro de una matriz que iba a romperse en pedazos.

UT queant laxis

REsonare fibris

MIra gestorum

FAmuli tuorum

SOLve polluti,

LAbii reatum

Sancte Ioannes.

La traducción sería: «Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan». Es el «Himno a san Juan Bautista», escrito por Pablo el Diácono en el siglo VIII. Sus versos comienzan con las notas musicales: re, mi, fa, sol. «Ut» es la forma antigua utilizada para la nota do.

—¡«Ut» —grita Débora— es do!

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La primera vez que la vi fue en la foto de un periódico. Aunque estaba sentada sobre lo que parecía una tapa de cemento en mitad de un jardín frondoso, se notaba que era alta. El pelo rubio, por debajo de los hombros, enmarcaba un rostro sofisticado, esa clase de belleza felina que da, a algunas personas, el aspecto de una pieza delicada un poco salvaje. Usaba el flequillo insolente que solían usar muchachas de otra época. Le calzaba ese sustantivo: muchacha. Aparentaba muchos años menos de los que se deducían del artículo: sesenta y cuatro. Vestía una prenda de mangas largas color azul, jeans ajustados, sandalias de taco chino con suela de yute. Era delgada, con una voluptuosidad natural. Estaba allí ostentando el desparpajo de quien se ha sentado en el piso muchas veces sin perder el tipo. Miraba hacia arriba. La foto trasuntaba un clima a la vez fértil y amenazador, sumergida en una luz acuática que le daba la cualidad de un sueño (ella se arrepintió de haberse fotografiado allí, en ese jardín demasiado identificable, porque alguno de «estos tipos» podía ubicarla y hacerle pasar «un susto, un mal rato»). Llamaban la atención las manos grandes, compactas, rudas, una música muy fuerte para el resto del conjunto, más sutil. No se le veían los ojos, pero son azules. El título de la nota, firmada por Mariana Carbajal y publicada el 27 de marzo de 2021 en el diario argentino Página/12, decía: «El secuestro de Silvia Labayrú. La llegada a la ESMA y el parto en cautiverio». Tenía un error, y era el acento: su apellido es Labayru, no Labayrú. Pero el día en que leí la nota —edición en papel, era domingo— yo no sabía quién era esa mujer, ni estaba interesada en la ortografía de un texto en el que ella empezaba diciendo: «El 29 de diciembre de 1976, con 20 años, embarazada de cinco meses, me llevaron [...] a la ESMA [...] al sótano, donde torturaban en una salita [...], en un lugar famoso que llamaban “La avenida de la felicidad”. Ahí fui interrogada, torturada durante un tiempo. [...] me tuvieron catorce días [escuchando] día y noche sin parar los alaridos de los compañeros que pasaban por las otras salas de tortura». La periodista aclaraba que la evocación pertenecía a «Silvia Labayrú, ex integrante de Montoneros, sobreviviente de ese centro clandestino de detención», la ESMA, donde había permanecido secuestrada un año y medio.

La ESMA es la Escuela de Mecánica de la Armada, un sitio de instrucción militar donde, desde el golpe de Estado que se produjo el 24 de marzo de 1976 en la Argentina, funcionó un centro clandestino de detención, el más grande de los casi setecientos que hubo en el país. Entre 1976 y 1983, cuando la dictadura terminó, fueron secuestradas, torturadas y asesinadas allí, por los llamados Grupos de Tareas, unas cinco mil personas. Sobrevivieron menos de doscientas. El número total de desaparecidos durante la dictadura es de treinta mil.

Montoneros fue un grupo de extracción peronista, surgido en los setenta que, a mediados de esa década, se militarizó, formando el Ejército Montonero, y pasó a la clandestinidad.

Silvia Labayru militaba allí, y desde los dieciocho años integró el sector de Inteligencia de la capital cuyo responsable máximo era el escritor argentino Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre, abatido en la calle por un Grupo de Tareas de la ESMA el 25 de marzo de 1977, que continúa desaparecido.

El artículo de Página/12 estaba enfocado en el hecho de que ella, junto con Mabel Lucrecia Luisa Zanta y María Rosa Paredes, había sido denunciante en el primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos en ese centro clandestino. La denuncia se había hecho en 2014. El juicio había comenzado en octubre de 2020 y se esperaba sentencia para agosto de 2021, cinco meses después de publicada la nota. Aunque Labayru había dado su testimonio acerca de lo acontecido ante la ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) en 1979, ante la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) en 1984, y en diversos juicios contra represores de la ESMA, y de esos testimonios podía desprenderse que había pasado por algún tipo de abuso, nunca había dado detalles ni se los habían pedido porque, hasta 2010, la violencia sexual formaba parte del rubro «torturas y tormentos», un combo inespecífico en el que se incluían la picana eléctrica, el submarino seco, el simulacro de fusilamiento, los golpes. Recién ese año la violación se transformó en un delito autónomo: algo que podía juzgarse per se. Una década más tarde, Labayru y las otras dos mujeres —a quienes no conoce— testimoniaron en ese juicio. Ella acusaba a dos miembros de la Armada: Alberto Eduardo «Gato» González, como su violador, y Jorge Eduardo «el Tigre» Acosta, al frente del centro clandestino en aquellos años, como el instigador de esas violaciones. Ambos tenían ya varias condenas a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad.

Cuando se publicó el artículo, Silvia Labayru llevaba cuatro décadas sin hablar con periodistas —su hija Vera y su hijo David estaban entrenados para negarla cuando llamaban por teléfono pidiendo entrevistarla— y, aunque yo no lo sabía, no estaba dispuesta a hacer más excepciones que la que había hecho con Página/12.

Dos o tres días después de esa publicación, el fotógrafo Dani Yako, a quien conozco desde hace años, me envió dos mensajes por WhatsApp. El primero tenía un link a esa nota de Página/12, que yo ya había leído. El segundo era una pregunta: «¿Leíste esto de mi amiga Silvia?».

El 18 de noviembre de 2013, en el Juicio ESMA, Causa Unificada, Silvia Labayru declaró: «Las mujeres éramos su botín de guerra. Nuestros cuerpos fueron considerados como botín de guerra. Eso es algo bastante habitual, por no decir muy habitual, en la violencia sexual. Y utilizar o considerar a las mujeres como parte del botín es un clásico en todas las historias represivas de las guerras [...]. En esto no fue una excepción».

Canta Bob Dylan: «¿Cuántas veces puede un hombre volver la cabeza / y fingir no ver lo que ve?». Estaba todo dicho. Solo había que saber —o querer— escuchar.

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En la terraza, Dani Yako dice en voz baja, un ceceo dulce que contrasta con el tono asertivo en el que habla (aunque el contenido de sus frases es siempre el de una duda amable: «A vos no te gusta el jazz, ¿no?»), que en el Colegio leían los clásicos en latín, que cursaban seis años de esa lengua, dos de griego, seis de francés. —Y ahora no me acuerdo de nada, apenas puedo hablar en español. Alguien menciona la frase latina:

—Ego puto in horto meo.

Silvia Luz Fernández dice:

—Con el tiempo, eso va a ser todo lo que nos vamos a acordar del latín.

Dejó de fumar el día anterior (ha dejado de fumar decenas de veces) y mastica chicles de nicotina a cada rato. Tiene una carcajada ronca, rulos cortos, blancos o platinados, una dicción precisa en la que engarza frases irónicas con las que, generalmente, se ataca a sí misma. Está sentada junto a Dani Yako. Al otro lado, Débora Kantor, el pelo corto, un estilo sencillo que contrasta con la cabellera trabajada en grandes ondas de Alba Corral. Siguen Laura Marino, la mujer de Yako, y Julia, la hija de ambos, que escuchan mucho, hablan poco y permanecen en el extremo de la mesa como si fuera plantas frescas, algo profundamente silvestre. Luego, Hugo Dvoskin, la pareja de Silva Labayru, y, junto a Hugo Dvoskin, ella. Silvia Labayru. Lalabayru. Silvia. Silvina. Y el nombre de su peligro: Mora.

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Un día de diciembre de 2022, corriendo por el campo, recuerdo que yo, de niña, tenía una yegua alazana, mansa pero altiva. Se llamaba Mora, Morita. Le pongo un mensaje de WhatsApp mencionando el hecho. Responde escueta: «Ja. Morita». La verdad, pienso después, es una sincronía bastante idiota.

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El predio de la ESMA ocupa diecisiete hectáreas. Desde el 24 de marzo de 2004, y por decreto del entonces presidente Néstor Kirchner, ya no lleva el nombre de Escuela de Mecánica de la Armada y es el Espacio Memoria y Derechos Humanos. Muchos le dicen «la ex-ESMA». Todas las personas entrevistadas para este libro la siguen llamando como entonces: «Vamos a la ESMA», «Nos encontramos en la ESMA», «Me llamaron desde la ESMA». Funcionan allí, en diversos edificios, el Museo Sitio de Memoria ESMA, el Archivo Nacional de la Memoria, la Casa por la Identidad, el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, el Espacio Cultural Nuestros Hijos, el Museo Malvinas, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Equipo Argentino de Antropología Forense, entre otras cosas. Está casi al final de la avenida del Libertador —una vía amplia con construcciones elegantes en las que vive parte de cierta aristocracia criolla tradicional—, a pocas cuadras del límite entre la ciudad y la zona norte del conurbano bonaerense.

Desde 1976, el centro clandestino de detención instalado allí operó en el Casino de Oficiales, el edificio del predio que se encuentra más cercano a la línea que separa la capital del conurbano. Su función era la de hospedar a oficiales y profesores visitantes, y no la perdió durante la dictadura: el primer y segundo pisos continuaron como albergue mientras en el sótano se llevaba a cabo la tortura, se obligaba a los prisioneros a falsificar documentos y procesar información, y en el tercer piso, conocido como Capucha (los detenidos permanecían la mayor parte del tiempo con capuchas y grilletes), estaban los cubículos —camarotes— donde se encerraba a los secuestrados, sobre todo militantes de Montoneros aunque no solo: también se secuestró, en menor medida, a miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y otros grupos de izquierda, y se torturó y asesinó a jubilados, adolescentes, monjas o gente cuyo nombre figuraba en una agenda equivocada. El proceso podía tener variantes, pero era más o menos así: se producía el secuestro —en la calle, en las casas—, se procedía a trasladar al secuestrado al sótano, se lo torturaba de inmediato para obtener información (de manera tal que, por ejemplo, se lograra capturar a quienes tuvieran una cita próxima con esa persona). Los secuestrados recibían un número del 1 al 999. Hubo muchos números 1 y muchos 999. El plantel se renovaba: cada miércoles se seleccionaba a un grupo de personas, se las anestesiaba con pentotal y se las arrojaba al Río de la Plata o al mar desde un avión (el dispositivo se conoce como «vuelos de la muerte»). Había otros métodos: un balazo. Entonces se realizaba un «asadito»: se quemaba el cuerpo en el parque que hay detrás.

Si bien fue uno de los cientos de centros clandestinos por los que pasaron miles de personas, en su inmensa mayoría desaparecidas, no era similar a ninguno.

«Como todos los centros clandestinos de detención de la dictadura», escribe Claudia Feld en el libro ESMA, firmado por ella y por Marina Franco, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2022, «la Escuela de Mecánica de la Armada implementó un sistema de destrucción física y psíquica [...]. Para la mayor parte de las personas secuestradas allí, este circuito fue corto y terminante: sufrieron feroces torturas, fueron inmovilizadas y aisladas en “Capucha” o “Capuchita”, hasta que poco después se las asesinó mediante los “vuelos de la muerte” o con otros métodos. Sin embargo, un grupo minoritario pero significativo de secuestrados y secuestradas fue mantenido con vida, y su cautiverio se prolongó durante meses, incluso años. En ese tiempo, fueron obligados a realizar diversos trabajos bajo amenaza de muerte, en un régimen que se conoció como “proceso de recuperación” [...]. La etapa más activa de este “proceso de recuperación” se produjo cuando el centro clandestino fue conducido por Jorge Acosta, entre fines de 1976 y los primeros meses de 1979.»

Cada persona incorporada a ese proceso estaba a cargo de un militar responsable que, en ocasiones, era el mismo que había procedido a la tortura. Si se consideraba que el proceso de recuperación estaba dando resultados, el prisionero empezaba a realizar algunas salidas. Por ejemplo, podía permanecer unos días en casa de sus familiares. A las mujeres secuestradas se las obligaba a vestir «de manera femenina» como demostración de que estaban dispuestas a dejar atrás la vida unisex de la militancia —todas esas camisas y pantalones de jean tan poco sexis—, y se las sacaba a cenar o a la boîte de moda, Mau Mau, propiedad de un hombre del jet set llamado José Lata Liste.

De todas maneras, nada garantizaba nada.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser puesta en libertad y enviada a otro país.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser obligada a trabajar en dependencias del Estado como la Cancillería o el Ministerio de Bienestar Social y permanecer en un régimen de libertad vigilada hasta, incluso, el comienzo de la democracia.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación y ser ejecutada.

Los motivos por los cuales el destino era uno u otro son oscuros, y terminan en el mismo callejón: no se sabe. La arbitrariedad garantiza un pavor perfecto: infinito.

El libro de Claudia Feld y Marina Franco consigna algunas particularidades de este centro clandestino: se encontraba en el corazón de Buenos Aires, a metros de la cancha de River, en un barrio residencial de mucho movimiento; estaba bajo el poder directo del almirante Massera, uno de los tres miembros de la Junta Militar que había tomado el poder; se mantuvo activo, a diferencia de los demás, durante toda la dictadura; se realizaba allí una producción permanente de documentos falsos, informes políticos o notas de prensa que se obligaba a confeccionar a los secuestrados; fue el epicentro de casos que tuvieron repercusión internacional, como el secuestro de dos monjas francesas, de tres Madres de Plaza de Mayo y —por equivocación en el operativo: buscaban a una persona parecida— el asesinato de la adolescente sueca Dagmar Hagelin; no hubo otro centro clandestino donde se implementara el proceso de recuperación (concebido por Acosta); nacieron más de treinta bebés que, en su mayoría, fueron separados de sus madres y entregados a represores que los criaron como hijos propios.

En el tercer piso de ese lugar, sobre una mesa, Silvia Labayru parió un bebé, uno de los pocos que fue entregado a su familia de origen.

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«No entiendo por qué te interesa Silvia Labayru. ¿Qué tiene de singular?», dice una persona que me da información y me recomienda lecturas relacionadas con el tema: «No sé qué le ves».

Hay una pregunta que hacen siempre: «¿Por qué elige las historias, con qué criterio?». Quizás con el peor de todos. Una abstrusa y soberbia necesidad de complicarse la vida y, al final, vencer. O no.

Te recomendamos el ensayo "La radicalidad de no hacer nada".

Fotografía de Esther Vargas (Flickr).

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La primera en llegar a casa de Dani Yako esa noche fue Silvia Luz Fernández, que tomó el colectivo de la línea 12 demasiado temprano, previendo que iba a demorar, pero el colectivo hizo el trayecto muy rápido. Luego llegaron Débora Kantor, Silvia Labayru y Hugo Dvoskin. Los tres permanecieron un rato tocando timbre sin que nadie les abriera (Yako olvidó decirles que lo llamaran por teléfono en vez de tocar el timbre, que no se escucha desde la terraza: a buena parte de los que forman este grupo parece unirlos una tendencia al despiste). Silvia Labayru portaba un cuenco con ensalada de papas preparada en su casa. Había llegado pocos días antes desde Recife, Brasil, donde Hugo Dvoskin, su pareja, psicoanalista, había participado en un congreso de lacanianos. Él usaba una chomba celeste fuerte y tenía el aspecto de siempre: recién salido de la ducha, fresco y dispuesto a subir un volcán. Ella llevaba un vestido azul oscuro, corto y vaporoso, de tela evanescente. La última en llegar fue Alba Corral. Alba Corral y Silvia Luz Fernández no viven en la Argentina sino en Madrid y París, respectivamente. Todos los demás, en Buenos Aires. Aunque decir exactamente dónde vive ahora Silvia Labayru podría costar un poco más de trabajo.

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Dani Yako, fotógrafo, argentino, exiliado en España desde 1976, retornado a la Argentina en 1983.

Silvia Luz Fernández, psiquiatra, argentina, exiliada en Francia desde 1979. Continúa allí.

Alba Corral, empresaria, argentina, exiliada en España desde 1977. Continúa allí.

Débora Kantor, licenciada en Ciencias de la Educación, argentina.

Hugo Dvoskin, psicoanalista, argentino.

Silvia Labayru, estudiante de Medicina, Historia, Psicología, brevemente de Sociología, argentina, exiliada en España desde junio de 1978, actualmente fluctuando entre Madrid y Buenos Aires. Si se le pregunta dónde vive, a veces responde: «En el limbo».

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Esa noche se habla de todo. De si es mejor la carne de la carnicería Don Julio —no vale la pena el precio exorbitante, dice alguien—, la del supermercado Jumbo o la del supermercado COTO. De fotografía. De vacunas. De un médico que le diagnosticó a Dani Yako una leucemia que no tenía. De un flebólogo al que Débora Kantor consultó por unas venas y le dijo que, si su preocupación era estética, mejor se operara las ojeras. De licencias de conducir. De películas y series. Nadie menciona la palabra secuestro. Nadie menciona la palabra desaparecido. Nadie menciona la palabra exilio.

Dani, Débora, Alba, Silvia Luz, Hugo y Silvia fueron al mismo colegio secundario, el Nacional Buenos Aires, un establecimiento público de exigencia salvaje con un examen de ingreso para el cual los aspirantes se preparan con un año de antelación. Han egresado de él personas que fueron, después, presidentes, diputados, senadores, jueces, premio Nobel. Su prestigio es tal que lo llaman, simplemente, el Colegio. Como si no hubiera otro. Todas las cosas empezaron ahí.

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Cada 14 de marzo, durante años, Silvia Labayru festejó con su padre, Jorge Labayru, mayor de la Fuerza Aérea y piloto civil de Aerolíneas Argentinas, el día en que se produjo la llamada que le salvó la vida. El 14 de marzo de 1977 él levantó el auricular del teléfono de su casa, un piso 12 sobre la avenida del Libertador desde el que se ven el hipódromo de Buenos Aires y la costa uruguaya, escuchó la voz de un hombre que dijo: «Llamo para hablarle de su hija», y respondió con un grito: «¡Montoneros hijos de puta! ¡Ustedes son los responsables morales de la muerte de mi hija! ¡Los voy a cagar a tiros!». O algo así. Para entonces, Jorge Labayru llevaba tres meses creyendo que su hija estaba muerta.

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Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan.

El himno viajó en el tiempo, como viajaron todos ellos, hasta hoy.

Cuando la cena en la terraza termina, Silvia Labayru y yo bajamos y buscamos un taxi para regresar a casa. Nos conocemos desde hace un año y seis meses. Vivimos cerca, así que es usual que, al terminar lo que estemos haciendo, regresemos juntas. La calle está desierta, es domingo, casi no pasan autos. A lo lejos, se ve la luz roja de un taxi libre. Hago señas. Dice: «¿Eso no es un semáforo?». Le digo: «Un semáforo que se mueve». El taxi se acerca, se detiene. Hugo se ha ido antes —atiende el consultorio desde temprano—, y le dejó dinero para pagar el transporte. Ella no reconoció los billetes —hay reales brasileños mezclados con pesos argentinos, un dinero que todavía no entiende; la economía local la confunde y en ocasiones dice: «No me hables en pesos, dime en euros»—, y como no tenía el bolso a mano se los guardó en el soutien. Subo primero al auto, porque bajo después, y damos indicaciones: vamos a tal y tal sitio, nos detenemos primero en tal. Ella lleva el cuenco de la ensalada de papas, ya vacío, dentro de una bolsa, sobre la falda. Le pregunto por Toitoy, su perro de nueve años y medio que está muriendo en Madrid, en casa de su sobrina. «Usualmente, esos perros viven ocho años, pero Toitoy estaba como una rosa. Las fotos que me mandan, los ojitos...», dice, con una pena que no le he oído casi nunca desde mayo de 2021, cuando hablé por primera vez con ella en el balcón de un departamento de la calle Gurruchaga en el que ya no vive. Toitoy tiene una falla renal irreparable, no puede hacerse a la idea de que no lo verá más. El taxi se detiene a dos cuadras de su casa, que está en la calle Costa Rica. Nos despedimos hasta el día siguiente, cuando volveremos a encontrarnos. El taxista, un tipo joven con la cara tatuada, arranca de nuevo y me pregunta: «¿Tu amiga de dónde es?». Le respondo: «Es argentina, pero vive en España desde hace muchos años». No voy a explicarle a un desconocido que ella está desde 2019 en Buenos Aires, con intermitencias, porque se reencontró con el hombre que fue su primer novio importante. «Ah, como hablaba raro no sabía. A esta 26 hora anda todo el mundo copeteado, en pedo». Tomo nota de que no sabe qué relación me une a la mujer que viajaba conmigo y, aun así, me dice que creyó que ella —por su forma de hablar, mezclando el «tú» con el «vos», marcando en ocasiones las ces y las zetas como una española pero en ocasiones no— estaba borracha. Le respondo con más información que la que he entregado a nadie en estos meses: «Es argentina pero tuvo que exiliarse en España en los años setenta». Me dice: «Ah, ¿en los setenta?». Pausa. «Seguro que el marido era peronista o estaba metido en algo.» Siento una hostilidad retorcida. Le digo: «¿Por qué el marido?». Y aunque sé que tengo que frenar, sigo: «Era ella. Era montonera». Me arrepiento del comienzo de la frase, que parece acusatoria: «Era ella». Me mira por el espejo y me dice: «Ah. ¿Montonera?». Y se queda callado. Entonces, después de unos segundos de silencio, me pregunta si vivo por ahí, si estoy casada, si no me da miedo andar sola de noche, subirme a cualquier taxi. Busco en el bolso las llaves de casa, las empuño como me indicó mi padre: una asomando entre los dedos, directo al ojo en caso de agresión. Me digo que soy idiota. Jamás podría hacer eso y, si lo hiciera, me rompería la mano. Pienso en ella ahora, caminando hacia su casa, el dinero metido en el soutien, flotante y rápida en su vestido azul volado, llevando el cuenco de la ensalada de papas. Me doy cuenta de que dije la palabra montonera con altanería, como si quisiera golpear al tipo con un secreto del que soy poseedora. «¿Cómo te llamás?», pregunta. Lo miro por el espejo. No le contesto. Pienso en lo que me ha dicho ella tantas veces: cuando cuenta su historia —apenas el bosquejo: secuestrada un año y medio en un centro clandestino, parto sobre una mesa—, la persona a quien se la cuenta empieza a narrar su propia experiencia de peligro menor: el día en que, por una infracción, terminó en una comisaría; el día en que, durante una marcha por reclamos salariales, resultó perseguida un par de cuadras por las fuerzas del orden («Cuento mi historia y dicen: “Ah, qué difícil debe haber sido, porque a mí también me pasó, bla, bla”, y yo me quedo escuchando su traumática experiencia del día en que los persiguió un policía con una cachiporra»). La necesidad de inventarse un poco de heroísmo para competir. O el regodeo en el dramita propio para no escuchar el drama ajeno. Que fue alto. Que fue mucho.

(El taxista, por supuesto, me deja en la puerta de mi casa y se va.)

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—Yo de política argentina no quiero opinar porque a la política argentina no la entiendo.

Es lo primero que dice el 4 de mayo de 2021 a las dos y media de la tarde en el balcón de un departamento del piso 15 sobre la calle Gurruchaga, barrio de Palermo. El sitio es alquilado y vive allí desde 2019 con Hugo Dvoskin, que tiene su consultorio cinco pisos más arriba. Llegó a Buenos Aires el 7 de junio de ese año, siguiendo la invitación que él le hizo —quedarse ocho días juntos, sin atenuantes, en esta casa—, y ya no se fue (aunque regresa a España de manera regular). Estoy allí porque Dani Yako la llamó, le dijo que yo estaba interesada en su historia, y ella respondió de inmediato: «Que me llame». Convinimos este encuentro solo para conocernos, pero en esa primera conversación informal se establecen las condiciones de trabajo. Ella: «¿Puedo leer lo que escribas antes de que se publique?». Yo: «No». Ella: «¿Entonces puedo grabar las conversaciones que tengamos?». Yo: «Sí».

Usa un pantalón negro chupín, las mismas sandalias de taco chino con suela de yute que le vi en la foto del diario, un suéter liviano, gris, cruzado por delante, y una estrella de David de oro pendiendo de una cadena corta y fina (que no se quitará nunca). Como es plena pandemia de covid-19, y por disposición del gobierno solo se puede circular hasta las ocho de la noche, nos encontramos temprano. Aunque estamos al aire libre usamos barbijo. Lo usaremos por mucho tiempo. Ella ha entrado al programa experimental de un laboratorio alemán que prueba la vacuna Curevac (que no funcionará), pero yo aún (como la mayor parte de los habitantes del planeta) no estoy vacunada. A lo largo de dos horas, contará el bosquejo (adolescencia en el Colegio, militancia en Montoneros, secuestro, tortura, parto, entrega de la hija a los abuelos, exilio en España, repudio por parte de otros sobrevivientes y organismos de derechos humanos), con el mismo tono sereno y racional que utilizará después, a lo largo de un año y siete meses, cuando dé detalles. Solo en dos ocasiones, una en el otoño de 2022 durante un encuentro en mi casa, y otra en el verano de ese año, en un audio de WhatsApp, tendrá la voz estrangulada: por la angustia, primero; por la pena, después. La primera vez que eso ocurre es cuando habla de la posibilidad de que su pareja con Hugo Dvoskin no funcione. La segunda, cuando anuncia la enfermedad de su perro Toitoy. Ese tono imperturbable —del que es consciente— hará que a menudo exprese su preocupación por parecer demasiado fría: «A veces me da temor no poder expresarte lo que pasó, porque tengo esta manera tan fría de contarlo». Nunca grabará las conversaciones. Pedirá algunos resguardos en relación a la intimidad de sus hijos —Vera, David—, de sus nietos —Duncan, de nueve, Ewan, de doce—, o de terceros, esto último en casos de afectos antiguos a los que no quiere incomodar. Por todo lo demás, dirá: «Lo que digas de mí me la suda». Quizás porque ya dijeron de ella tantas cosas.

Y así empieza la historia.

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Un pasado incendiario. Un presente que pendula entre paseos en bicicleta, administración de propiedades en España, viajes —a ciudades como Tandil, a pueblos de Córdoba, a la costa argentina, a Boston, Madrid, Nueva York, a países como Polonia, Brasil, Francia y Austria—, cenas con amigos, cafés con amigos, almuerzos con amigos, visitas al geriátrico en el que vive su padre, despertares al alba tan temprano, el trabajo gestionando publicidad para revistas de ingeniería, el trabajo para Panoplia —la distribuidora de libros que era propiedad de su marido, fallecido en 2018— y el vínculo con un hombre, con este hombre, con Hugo Dvoskin, a quien le hizo enorme daño allá en la adolescencia, a quien envió un telegrama clamando socorro recién salida de la ESMA, a quien escribió cartas de amor rendido sin recibir jamás una respuesta.

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Le pregunto por la tortura con mucha más facilidad con la que le pregunto por las violaciones, porque preguntar por las violaciones puede confundirse con morbo pero la escena de la tortura es sagrada: en ella hay puro sufrimiento. Varias veces, a lo largo de meses, y aunque indagué sobre el asunto, me dirá que nadie, nunca, le preguntó por la tortura excepto una persona: Hugo. Un día le digo: «¿Ni siquiera yo?». Me dice: «Ni siquiera tú». Entonces entiendo: ella quiere decir que nadie a quien ella haya temido o tema perder, que nadie a quien considere incondicional, le ha preguntado. Excepto Hugo.

Este adelanto del libro La llamada, de Leila Guerriero, se publica con autorización de Anagrama.

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La llamada

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Leila Guerriero explora una historia cruenta de la dictadura, en el que Labayru fue denunciante, en este adelanto del libro La llamada, publicado por Anagrama.

Empieza con un cántico en latín, en una terraza.

Hay viento la noche del 27 de noviembre de 2022 en Buenos Aires. La terraza corona un edificio de dos plantas que retiene una firme autoconciencia de su belleza con esa altanería refinada de las construcciones antiguas. Se llega a ella después de atravesar un corredor extenso cubierto de paneles de vidrio ensombrecidos por el hollín —un detalle que aporta humanidad, un defecto necesario— y subir una escalera, una ascensión virtuosa de mármol blanco. Inserta en el centro de la manzana, la terraza parece una balsa rústica rodeada por olas de edificios más altos. Todo luce atacado por una sequedad armónica, un ascetismo de diseño (lo que no es extraño puesto que dos de las personas que viven aquí son arquitectas): cañas indias, enredaderas, bancos largos, sillas plegables de lona, una banqueta con almohadones blancos. La mesa, de madera cruda, está debajo de una tela de media sombra que se agita con lo que fue primero brisa y ahora es un viento fresco que despeja el calor ingobernable del fin de la primavera austral. En la parrilla se cocinan a fuego lento morcillas, pollo, lomo. Cada tanto, uno de los dueños de casa, el fotógrafo Dani Yako, se acerca hasta allí para controlar la cocción. Está, como siempre, vestido de negro: chomba Lacoste, jeans. Hace algunos años tenía un bigote aparatoso. Ahora lleva barba corta, los mismos anteojos de marcos gruesos. Al volver a la mesa le basta con escuchar dos o tres palabras para reinsertarse en la conversación. Es normal: conoce a casi todas las personas que están allí desde 1969, cuando tenía trece años.

—Me dijeron que en la presentación del libro estuvo la Royo —dice Yako.

—¡Cómo no nos avisaste! —dice Débora.

—Yo no la vi —dice Silvia Luz.

Alba dice, algo indiferente:

—Yo tampoco.

No dicen nada ni Laura ni Julia, la mujer y la hija de Yako —las arquitectas, que ya deben haber escuchado hablar de la Royo en otras cenas como esta—, ni Silvia ni Hugo.

—Bueno, me dijeron que estaba, yo no la vi —dice Yako, fingiendo ofuscación infantil, encogiéndose de hombros.

La presentación a la que alude es la de su último libro de fotos, Exilio, que reúne imágenes tomadas desde 1976 y hasta 1983, la mayor parte de ellas en España, en las que se ve a casi todas las personas que están en la terraza (y a otras que no están aquí). La presentación se hizo en una librería del barrio de Palermo llamada Los Libros del Pasaje el jueves 3 de noviembre de 2022, pocas semanas atrás. Royo es la profesora de latín del colegio secundario al que fueron todos ellos, que rondan la misma edad: sesenta y cinco años.

—Me hubiera gustado verla —dice Débora.

Entonces, como si el apellido Royo hubiera sido una clave, alguien —quizás Débora— entona la frase en latín: «Ut queant laxis / resonare fibris». Y Silvia Luz se suma: «Mira gestorum / famuli tuorum». Y Silvia: «Solve polluti / labii reatum». Y todos llegan al final —«Sancte Ioannes»— mientras golpean la superficie de la mesa con suavidad civilizada para que las botellas y los platos y las copas no terminen en el piso, siguiendo el compás de ese himno que cantaban en años en los que nada había sucedido, en los que todo estaba empezando, una bacteria larvada dentro de una matriz que iba a romperse en pedazos.

UT queant laxis

REsonare fibris

MIra gestorum

FAmuli tuorum

SOLve polluti,

LAbii reatum

Sancte Ioannes.

La traducción sería: «Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan». Es el «Himno a san Juan Bautista», escrito por Pablo el Diácono en el siglo VIII. Sus versos comienzan con las notas musicales: re, mi, fa, sol. «Ut» es la forma antigua utilizada para la nota do.

—¡«Ut» —grita Débora— es do!

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La primera vez que la vi fue en la foto de un periódico. Aunque estaba sentada sobre lo que parecía una tapa de cemento en mitad de un jardín frondoso, se notaba que era alta. El pelo rubio, por debajo de los hombros, enmarcaba un rostro sofisticado, esa clase de belleza felina que da, a algunas personas, el aspecto de una pieza delicada un poco salvaje. Usaba el flequillo insolente que solían usar muchachas de otra época. Le calzaba ese sustantivo: muchacha. Aparentaba muchos años menos de los que se deducían del artículo: sesenta y cuatro. Vestía una prenda de mangas largas color azul, jeans ajustados, sandalias de taco chino con suela de yute. Era delgada, con una voluptuosidad natural. Estaba allí ostentando el desparpajo de quien se ha sentado en el piso muchas veces sin perder el tipo. Miraba hacia arriba. La foto trasuntaba un clima a la vez fértil y amenazador, sumergida en una luz acuática que le daba la cualidad de un sueño (ella se arrepintió de haberse fotografiado allí, en ese jardín demasiado identificable, porque alguno de «estos tipos» podía ubicarla y hacerle pasar «un susto, un mal rato»). Llamaban la atención las manos grandes, compactas, rudas, una música muy fuerte para el resto del conjunto, más sutil. No se le veían los ojos, pero son azules. El título de la nota, firmada por Mariana Carbajal y publicada el 27 de marzo de 2021 en el diario argentino Página/12, decía: «El secuestro de Silvia Labayrú. La llegada a la ESMA y el parto en cautiverio». Tenía un error, y era el acento: su apellido es Labayru, no Labayrú. Pero el día en que leí la nota —edición en papel, era domingo— yo no sabía quién era esa mujer, ni estaba interesada en la ortografía de un texto en el que ella empezaba diciendo: «El 29 de diciembre de 1976, con 20 años, embarazada de cinco meses, me llevaron [...] a la ESMA [...] al sótano, donde torturaban en una salita [...], en un lugar famoso que llamaban “La avenida de la felicidad”. Ahí fui interrogada, torturada durante un tiempo. [...] me tuvieron catorce días [escuchando] día y noche sin parar los alaridos de los compañeros que pasaban por las otras salas de tortura». La periodista aclaraba que la evocación pertenecía a «Silvia Labayrú, ex integrante de Montoneros, sobreviviente de ese centro clandestino de detención», la ESMA, donde había permanecido secuestrada un año y medio.

La ESMA es la Escuela de Mecánica de la Armada, un sitio de instrucción militar donde, desde el golpe de Estado que se produjo el 24 de marzo de 1976 en la Argentina, funcionó un centro clandestino de detención, el más grande de los casi setecientos que hubo en el país. Entre 1976 y 1983, cuando la dictadura terminó, fueron secuestradas, torturadas y asesinadas allí, por los llamados Grupos de Tareas, unas cinco mil personas. Sobrevivieron menos de doscientas. El número total de desaparecidos durante la dictadura es de treinta mil.

Montoneros fue un grupo de extracción peronista, surgido en los setenta que, a mediados de esa década, se militarizó, formando el Ejército Montonero, y pasó a la clandestinidad.

Silvia Labayru militaba allí, y desde los dieciocho años integró el sector de Inteligencia de la capital cuyo responsable máximo era el escritor argentino Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre, abatido en la calle por un Grupo de Tareas de la ESMA el 25 de marzo de 1977, que continúa desaparecido.

El artículo de Página/12 estaba enfocado en el hecho de que ella, junto con Mabel Lucrecia Luisa Zanta y María Rosa Paredes, había sido denunciante en el primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos en ese centro clandestino. La denuncia se había hecho en 2014. El juicio había comenzado en octubre de 2020 y se esperaba sentencia para agosto de 2021, cinco meses después de publicada la nota. Aunque Labayru había dado su testimonio acerca de lo acontecido ante la ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) en 1979, ante la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) en 1984, y en diversos juicios contra represores de la ESMA, y de esos testimonios podía desprenderse que había pasado por algún tipo de abuso, nunca había dado detalles ni se los habían pedido porque, hasta 2010, la violencia sexual formaba parte del rubro «torturas y tormentos», un combo inespecífico en el que se incluían la picana eléctrica, el submarino seco, el simulacro de fusilamiento, los golpes. Recién ese año la violación se transformó en un delito autónomo: algo que podía juzgarse per se. Una década más tarde, Labayru y las otras dos mujeres —a quienes no conoce— testimoniaron en ese juicio. Ella acusaba a dos miembros de la Armada: Alberto Eduardo «Gato» González, como su violador, y Jorge Eduardo «el Tigre» Acosta, al frente del centro clandestino en aquellos años, como el instigador de esas violaciones. Ambos tenían ya varias condenas a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad.

Cuando se publicó el artículo, Silvia Labayru llevaba cuatro décadas sin hablar con periodistas —su hija Vera y su hijo David estaban entrenados para negarla cuando llamaban por teléfono pidiendo entrevistarla— y, aunque yo no lo sabía, no estaba dispuesta a hacer más excepciones que la que había hecho con Página/12.

Dos o tres días después de esa publicación, el fotógrafo Dani Yako, a quien conozco desde hace años, me envió dos mensajes por WhatsApp. El primero tenía un link a esa nota de Página/12, que yo ya había leído. El segundo era una pregunta: «¿Leíste esto de mi amiga Silvia?».

El 18 de noviembre de 2013, en el Juicio ESMA, Causa Unificada, Silvia Labayru declaró: «Las mujeres éramos su botín de guerra. Nuestros cuerpos fueron considerados como botín de guerra. Eso es algo bastante habitual, por no decir muy habitual, en la violencia sexual. Y utilizar o considerar a las mujeres como parte del botín es un clásico en todas las historias represivas de las guerras [...]. En esto no fue una excepción».

Canta Bob Dylan: «¿Cuántas veces puede un hombre volver la cabeza / y fingir no ver lo que ve?». Estaba todo dicho. Solo había que saber —o querer— escuchar.

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En la terraza, Dani Yako dice en voz baja, un ceceo dulce que contrasta con el tono asertivo en el que habla (aunque el contenido de sus frases es siempre el de una duda amable: «A vos no te gusta el jazz, ¿no?»), que en el Colegio leían los clásicos en latín, que cursaban seis años de esa lengua, dos de griego, seis de francés. —Y ahora no me acuerdo de nada, apenas puedo hablar en español. Alguien menciona la frase latina:

—Ego puto in horto meo.

Silvia Luz Fernández dice:

—Con el tiempo, eso va a ser todo lo que nos vamos a acordar del latín.

Dejó de fumar el día anterior (ha dejado de fumar decenas de veces) y mastica chicles de nicotina a cada rato. Tiene una carcajada ronca, rulos cortos, blancos o platinados, una dicción precisa en la que engarza frases irónicas con las que, generalmente, se ataca a sí misma. Está sentada junto a Dani Yako. Al otro lado, Débora Kantor, el pelo corto, un estilo sencillo que contrasta con la cabellera trabajada en grandes ondas de Alba Corral. Siguen Laura Marino, la mujer de Yako, y Julia, la hija de ambos, que escuchan mucho, hablan poco y permanecen en el extremo de la mesa como si fuera plantas frescas, algo profundamente silvestre. Luego, Hugo Dvoskin, la pareja de Silva Labayru, y, junto a Hugo Dvoskin, ella. Silvia Labayru. Lalabayru. Silvia. Silvina. Y el nombre de su peligro: Mora.

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Un día de diciembre de 2022, corriendo por el campo, recuerdo que yo, de niña, tenía una yegua alazana, mansa pero altiva. Se llamaba Mora, Morita. Le pongo un mensaje de WhatsApp mencionando el hecho. Responde escueta: «Ja. Morita». La verdad, pienso después, es una sincronía bastante idiota.

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El predio de la ESMA ocupa diecisiete hectáreas. Desde el 24 de marzo de 2004, y por decreto del entonces presidente Néstor Kirchner, ya no lleva el nombre de Escuela de Mecánica de la Armada y es el Espacio Memoria y Derechos Humanos. Muchos le dicen «la ex-ESMA». Todas las personas entrevistadas para este libro la siguen llamando como entonces: «Vamos a la ESMA», «Nos encontramos en la ESMA», «Me llamaron desde la ESMA». Funcionan allí, en diversos edificios, el Museo Sitio de Memoria ESMA, el Archivo Nacional de la Memoria, la Casa por la Identidad, el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, el Espacio Cultural Nuestros Hijos, el Museo Malvinas, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Equipo Argentino de Antropología Forense, entre otras cosas. Está casi al final de la avenida del Libertador —una vía amplia con construcciones elegantes en las que vive parte de cierta aristocracia criolla tradicional—, a pocas cuadras del límite entre la ciudad y la zona norte del conurbano bonaerense.

Desde 1976, el centro clandestino de detención instalado allí operó en el Casino de Oficiales, el edificio del predio que se encuentra más cercano a la línea que separa la capital del conurbano. Su función era la de hospedar a oficiales y profesores visitantes, y no la perdió durante la dictadura: el primer y segundo pisos continuaron como albergue mientras en el sótano se llevaba a cabo la tortura, se obligaba a los prisioneros a falsificar documentos y procesar información, y en el tercer piso, conocido como Capucha (los detenidos permanecían la mayor parte del tiempo con capuchas y grilletes), estaban los cubículos —camarotes— donde se encerraba a los secuestrados, sobre todo militantes de Montoneros aunque no solo: también se secuestró, en menor medida, a miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y otros grupos de izquierda, y se torturó y asesinó a jubilados, adolescentes, monjas o gente cuyo nombre figuraba en una agenda equivocada. El proceso podía tener variantes, pero era más o menos así: se producía el secuestro —en la calle, en las casas—, se procedía a trasladar al secuestrado al sótano, se lo torturaba de inmediato para obtener información (de manera tal que, por ejemplo, se lograra capturar a quienes tuvieran una cita próxima con esa persona). Los secuestrados recibían un número del 1 al 999. Hubo muchos números 1 y muchos 999. El plantel se renovaba: cada miércoles se seleccionaba a un grupo de personas, se las anestesiaba con pentotal y se las arrojaba al Río de la Plata o al mar desde un avión (el dispositivo se conoce como «vuelos de la muerte»). Había otros métodos: un balazo. Entonces se realizaba un «asadito»: se quemaba el cuerpo en el parque que hay detrás.

Si bien fue uno de los cientos de centros clandestinos por los que pasaron miles de personas, en su inmensa mayoría desaparecidas, no era similar a ninguno.

«Como todos los centros clandestinos de detención de la dictadura», escribe Claudia Feld en el libro ESMA, firmado por ella y por Marina Franco, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2022, «la Escuela de Mecánica de la Armada implementó un sistema de destrucción física y psíquica [...]. Para la mayor parte de las personas secuestradas allí, este circuito fue corto y terminante: sufrieron feroces torturas, fueron inmovilizadas y aisladas en “Capucha” o “Capuchita”, hasta que poco después se las asesinó mediante los “vuelos de la muerte” o con otros métodos. Sin embargo, un grupo minoritario pero significativo de secuestrados y secuestradas fue mantenido con vida, y su cautiverio se prolongó durante meses, incluso años. En ese tiempo, fueron obligados a realizar diversos trabajos bajo amenaza de muerte, en un régimen que se conoció como “proceso de recuperación” [...]. La etapa más activa de este “proceso de recuperación” se produjo cuando el centro clandestino fue conducido por Jorge Acosta, entre fines de 1976 y los primeros meses de 1979.»

Cada persona incorporada a ese proceso estaba a cargo de un militar responsable que, en ocasiones, era el mismo que había procedido a la tortura. Si se consideraba que el proceso de recuperación estaba dando resultados, el prisionero empezaba a realizar algunas salidas. Por ejemplo, podía permanecer unos días en casa de sus familiares. A las mujeres secuestradas se las obligaba a vestir «de manera femenina» como demostración de que estaban dispuestas a dejar atrás la vida unisex de la militancia —todas esas camisas y pantalones de jean tan poco sexis—, y se las sacaba a cenar o a la boîte de moda, Mau Mau, propiedad de un hombre del jet set llamado José Lata Liste.

De todas maneras, nada garantizaba nada.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser puesta en libertad y enviada a otro país.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser obligada a trabajar en dependencias del Estado como la Cancillería o el Ministerio de Bienestar Social y permanecer en un régimen de libertad vigilada hasta, incluso, el comienzo de la democracia.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación y ser ejecutada.

Los motivos por los cuales el destino era uno u otro son oscuros, y terminan en el mismo callejón: no se sabe. La arbitrariedad garantiza un pavor perfecto: infinito.

El libro de Claudia Feld y Marina Franco consigna algunas particularidades de este centro clandestino: se encontraba en el corazón de Buenos Aires, a metros de la cancha de River, en un barrio residencial de mucho movimiento; estaba bajo el poder directo del almirante Massera, uno de los tres miembros de la Junta Militar que había tomado el poder; se mantuvo activo, a diferencia de los demás, durante toda la dictadura; se realizaba allí una producción permanente de documentos falsos, informes políticos o notas de prensa que se obligaba a confeccionar a los secuestrados; fue el epicentro de casos que tuvieron repercusión internacional, como el secuestro de dos monjas francesas, de tres Madres de Plaza de Mayo y —por equivocación en el operativo: buscaban a una persona parecida— el asesinato de la adolescente sueca Dagmar Hagelin; no hubo otro centro clandestino donde se implementara el proceso de recuperación (concebido por Acosta); nacieron más de treinta bebés que, en su mayoría, fueron separados de sus madres y entregados a represores que los criaron como hijos propios.

En el tercer piso de ese lugar, sobre una mesa, Silvia Labayru parió un bebé, uno de los pocos que fue entregado a su familia de origen.

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«No entiendo por qué te interesa Silvia Labayru. ¿Qué tiene de singular?», dice una persona que me da información y me recomienda lecturas relacionadas con el tema: «No sé qué le ves».

Hay una pregunta que hacen siempre: «¿Por qué elige las historias, con qué criterio?». Quizás con el peor de todos. Una abstrusa y soberbia necesidad de complicarse la vida y, al final, vencer. O no.

Te recomendamos el ensayo "La radicalidad de no hacer nada".

Fotografía de Esther Vargas (Flickr).

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La primera en llegar a casa de Dani Yako esa noche fue Silvia Luz Fernández, que tomó el colectivo de la línea 12 demasiado temprano, previendo que iba a demorar, pero el colectivo hizo el trayecto muy rápido. Luego llegaron Débora Kantor, Silvia Labayru y Hugo Dvoskin. Los tres permanecieron un rato tocando timbre sin que nadie les abriera (Yako olvidó decirles que lo llamaran por teléfono en vez de tocar el timbre, que no se escucha desde la terraza: a buena parte de los que forman este grupo parece unirlos una tendencia al despiste). Silvia Labayru portaba un cuenco con ensalada de papas preparada en su casa. Había llegado pocos días antes desde Recife, Brasil, donde Hugo Dvoskin, su pareja, psicoanalista, había participado en un congreso de lacanianos. Él usaba una chomba celeste fuerte y tenía el aspecto de siempre: recién salido de la ducha, fresco y dispuesto a subir un volcán. Ella llevaba un vestido azul oscuro, corto y vaporoso, de tela evanescente. La última en llegar fue Alba Corral. Alba Corral y Silvia Luz Fernández no viven en la Argentina sino en Madrid y París, respectivamente. Todos los demás, en Buenos Aires. Aunque decir exactamente dónde vive ahora Silvia Labayru podría costar un poco más de trabajo.

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Dani Yako, fotógrafo, argentino, exiliado en España desde 1976, retornado a la Argentina en 1983.

Silvia Luz Fernández, psiquiatra, argentina, exiliada en Francia desde 1979. Continúa allí.

Alba Corral, empresaria, argentina, exiliada en España desde 1977. Continúa allí.

Débora Kantor, licenciada en Ciencias de la Educación, argentina.

Hugo Dvoskin, psicoanalista, argentino.

Silvia Labayru, estudiante de Medicina, Historia, Psicología, brevemente de Sociología, argentina, exiliada en España desde junio de 1978, actualmente fluctuando entre Madrid y Buenos Aires. Si se le pregunta dónde vive, a veces responde: «En el limbo».

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Esa noche se habla de todo. De si es mejor la carne de la carnicería Don Julio —no vale la pena el precio exorbitante, dice alguien—, la del supermercado Jumbo o la del supermercado COTO. De fotografía. De vacunas. De un médico que le diagnosticó a Dani Yako una leucemia que no tenía. De un flebólogo al que Débora Kantor consultó por unas venas y le dijo que, si su preocupación era estética, mejor se operara las ojeras. De licencias de conducir. De películas y series. Nadie menciona la palabra secuestro. Nadie menciona la palabra desaparecido. Nadie menciona la palabra exilio.

Dani, Débora, Alba, Silvia Luz, Hugo y Silvia fueron al mismo colegio secundario, el Nacional Buenos Aires, un establecimiento público de exigencia salvaje con un examen de ingreso para el cual los aspirantes se preparan con un año de antelación. Han egresado de él personas que fueron, después, presidentes, diputados, senadores, jueces, premio Nobel. Su prestigio es tal que lo llaman, simplemente, el Colegio. Como si no hubiera otro. Todas las cosas empezaron ahí.

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Cada 14 de marzo, durante años, Silvia Labayru festejó con su padre, Jorge Labayru, mayor de la Fuerza Aérea y piloto civil de Aerolíneas Argentinas, el día en que se produjo la llamada que le salvó la vida. El 14 de marzo de 1977 él levantó el auricular del teléfono de su casa, un piso 12 sobre la avenida del Libertador desde el que se ven el hipódromo de Buenos Aires y la costa uruguaya, escuchó la voz de un hombre que dijo: «Llamo para hablarle de su hija», y respondió con un grito: «¡Montoneros hijos de puta! ¡Ustedes son los responsables morales de la muerte de mi hija! ¡Los voy a cagar a tiros!». O algo así. Para entonces, Jorge Labayru llevaba tres meses creyendo que su hija estaba muerta.

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Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan.

El himno viajó en el tiempo, como viajaron todos ellos, hasta hoy.

Cuando la cena en la terraza termina, Silvia Labayru y yo bajamos y buscamos un taxi para regresar a casa. Nos conocemos desde hace un año y seis meses. Vivimos cerca, así que es usual que, al terminar lo que estemos haciendo, regresemos juntas. La calle está desierta, es domingo, casi no pasan autos. A lo lejos, se ve la luz roja de un taxi libre. Hago señas. Dice: «¿Eso no es un semáforo?». Le digo: «Un semáforo que se mueve». El taxi se acerca, se detiene. Hugo se ha ido antes —atiende el consultorio desde temprano—, y le dejó dinero para pagar el transporte. Ella no reconoció los billetes —hay reales brasileños mezclados con pesos argentinos, un dinero que todavía no entiende; la economía local la confunde y en ocasiones dice: «No me hables en pesos, dime en euros»—, y como no tenía el bolso a mano se los guardó en el soutien. Subo primero al auto, porque bajo después, y damos indicaciones: vamos a tal y tal sitio, nos detenemos primero en tal. Ella lleva el cuenco de la ensalada de papas, ya vacío, dentro de una bolsa, sobre la falda. Le pregunto por Toitoy, su perro de nueve años y medio que está muriendo en Madrid, en casa de su sobrina. «Usualmente, esos perros viven ocho años, pero Toitoy estaba como una rosa. Las fotos que me mandan, los ojitos...», dice, con una pena que no le he oído casi nunca desde mayo de 2021, cuando hablé por primera vez con ella en el balcón de un departamento de la calle Gurruchaga en el que ya no vive. Toitoy tiene una falla renal irreparable, no puede hacerse a la idea de que no lo verá más. El taxi se detiene a dos cuadras de su casa, que está en la calle Costa Rica. Nos despedimos hasta el día siguiente, cuando volveremos a encontrarnos. El taxista, un tipo joven con la cara tatuada, arranca de nuevo y me pregunta: «¿Tu amiga de dónde es?». Le respondo: «Es argentina, pero vive en España desde hace muchos años». No voy a explicarle a un desconocido que ella está desde 2019 en Buenos Aires, con intermitencias, porque se reencontró con el hombre que fue su primer novio importante. «Ah, como hablaba raro no sabía. A esta 26 hora anda todo el mundo copeteado, en pedo». Tomo nota de que no sabe qué relación me une a la mujer que viajaba conmigo y, aun así, me dice que creyó que ella —por su forma de hablar, mezclando el «tú» con el «vos», marcando en ocasiones las ces y las zetas como una española pero en ocasiones no— estaba borracha. Le respondo con más información que la que he entregado a nadie en estos meses: «Es argentina pero tuvo que exiliarse en España en los años setenta». Me dice: «Ah, ¿en los setenta?». Pausa. «Seguro que el marido era peronista o estaba metido en algo.» Siento una hostilidad retorcida. Le digo: «¿Por qué el marido?». Y aunque sé que tengo que frenar, sigo: «Era ella. Era montonera». Me arrepiento del comienzo de la frase, que parece acusatoria: «Era ella». Me mira por el espejo y me dice: «Ah. ¿Montonera?». Y se queda callado. Entonces, después de unos segundos de silencio, me pregunta si vivo por ahí, si estoy casada, si no me da miedo andar sola de noche, subirme a cualquier taxi. Busco en el bolso las llaves de casa, las empuño como me indicó mi padre: una asomando entre los dedos, directo al ojo en caso de agresión. Me digo que soy idiota. Jamás podría hacer eso y, si lo hiciera, me rompería la mano. Pienso en ella ahora, caminando hacia su casa, el dinero metido en el soutien, flotante y rápida en su vestido azul volado, llevando el cuenco de la ensalada de papas. Me doy cuenta de que dije la palabra montonera con altanería, como si quisiera golpear al tipo con un secreto del que soy poseedora. «¿Cómo te llamás?», pregunta. Lo miro por el espejo. No le contesto. Pienso en lo que me ha dicho ella tantas veces: cuando cuenta su historia —apenas el bosquejo: secuestrada un año y medio en un centro clandestino, parto sobre una mesa—, la persona a quien se la cuenta empieza a narrar su propia experiencia de peligro menor: el día en que, por una infracción, terminó en una comisaría; el día en que, durante una marcha por reclamos salariales, resultó perseguida un par de cuadras por las fuerzas del orden («Cuento mi historia y dicen: “Ah, qué difícil debe haber sido, porque a mí también me pasó, bla, bla”, y yo me quedo escuchando su traumática experiencia del día en que los persiguió un policía con una cachiporra»). La necesidad de inventarse un poco de heroísmo para competir. O el regodeo en el dramita propio para no escuchar el drama ajeno. Que fue alto. Que fue mucho.

(El taxista, por supuesto, me deja en la puerta de mi casa y se va.)

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—Yo de política argentina no quiero opinar porque a la política argentina no la entiendo.

Es lo primero que dice el 4 de mayo de 2021 a las dos y media de la tarde en el balcón de un departamento del piso 15 sobre la calle Gurruchaga, barrio de Palermo. El sitio es alquilado y vive allí desde 2019 con Hugo Dvoskin, que tiene su consultorio cinco pisos más arriba. Llegó a Buenos Aires el 7 de junio de ese año, siguiendo la invitación que él le hizo —quedarse ocho días juntos, sin atenuantes, en esta casa—, y ya no se fue (aunque regresa a España de manera regular). Estoy allí porque Dani Yako la llamó, le dijo que yo estaba interesada en su historia, y ella respondió de inmediato: «Que me llame». Convinimos este encuentro solo para conocernos, pero en esa primera conversación informal se establecen las condiciones de trabajo. Ella: «¿Puedo leer lo que escribas antes de que se publique?». Yo: «No». Ella: «¿Entonces puedo grabar las conversaciones que tengamos?». Yo: «Sí».

Usa un pantalón negro chupín, las mismas sandalias de taco chino con suela de yute que le vi en la foto del diario, un suéter liviano, gris, cruzado por delante, y una estrella de David de oro pendiendo de una cadena corta y fina (que no se quitará nunca). Como es plena pandemia de covid-19, y por disposición del gobierno solo se puede circular hasta las ocho de la noche, nos encontramos temprano. Aunque estamos al aire libre usamos barbijo. Lo usaremos por mucho tiempo. Ella ha entrado al programa experimental de un laboratorio alemán que prueba la vacuna Curevac (que no funcionará), pero yo aún (como la mayor parte de los habitantes del planeta) no estoy vacunada. A lo largo de dos horas, contará el bosquejo (adolescencia en el Colegio, militancia en Montoneros, secuestro, tortura, parto, entrega de la hija a los abuelos, exilio en España, repudio por parte de otros sobrevivientes y organismos de derechos humanos), con el mismo tono sereno y racional que utilizará después, a lo largo de un año y siete meses, cuando dé detalles. Solo en dos ocasiones, una en el otoño de 2022 durante un encuentro en mi casa, y otra en el verano de ese año, en un audio de WhatsApp, tendrá la voz estrangulada: por la angustia, primero; por la pena, después. La primera vez que eso ocurre es cuando habla de la posibilidad de que su pareja con Hugo Dvoskin no funcione. La segunda, cuando anuncia la enfermedad de su perro Toitoy. Ese tono imperturbable —del que es consciente— hará que a menudo exprese su preocupación por parecer demasiado fría: «A veces me da temor no poder expresarte lo que pasó, porque tengo esta manera tan fría de contarlo». Nunca grabará las conversaciones. Pedirá algunos resguardos en relación a la intimidad de sus hijos —Vera, David—, de sus nietos —Duncan, de nueve, Ewan, de doce—, o de terceros, esto último en casos de afectos antiguos a los que no quiere incomodar. Por todo lo demás, dirá: «Lo que digas de mí me la suda». Quizás porque ya dijeron de ella tantas cosas.

Y así empieza la historia.

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Un pasado incendiario. Un presente que pendula entre paseos en bicicleta, administración de propiedades en España, viajes —a ciudades como Tandil, a pueblos de Córdoba, a la costa argentina, a Boston, Madrid, Nueva York, a países como Polonia, Brasil, Francia y Austria—, cenas con amigos, cafés con amigos, almuerzos con amigos, visitas al geriátrico en el que vive su padre, despertares al alba tan temprano, el trabajo gestionando publicidad para revistas de ingeniería, el trabajo para Panoplia —la distribuidora de libros que era propiedad de su marido, fallecido en 2018— y el vínculo con un hombre, con este hombre, con Hugo Dvoskin, a quien le hizo enorme daño allá en la adolescencia, a quien envió un telegrama clamando socorro recién salida de la ESMA, a quien escribió cartas de amor rendido sin recibir jamás una respuesta.

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Le pregunto por la tortura con mucha más facilidad con la que le pregunto por las violaciones, porque preguntar por las violaciones puede confundirse con morbo pero la escena de la tortura es sagrada: en ella hay puro sufrimiento. Varias veces, a lo largo de meses, y aunque indagué sobre el asunto, me dirá que nadie, nunca, le preguntó por la tortura excepto una persona: Hugo. Un día le digo: «¿Ni siquiera yo?». Me dice: «Ni siquiera tú». Entonces entiendo: ella quiere decir que nadie a quien ella haya temido o tema perder, que nadie a quien considere incondicional, le ha preguntado. Excepto Hugo.

Este adelanto del libro La llamada, de Leila Guerriero, se publica con autorización de Anagrama.

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La llamada

La llamada

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Ilustración de
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Leila Guerriero explora una historia cruenta de la dictadura, en el que Labayru fue denunciante, en este adelanto del libro La llamada, publicado por Anagrama.

Empieza con un cántico en latín, en una terraza.

Hay viento la noche del 27 de noviembre de 2022 en Buenos Aires. La terraza corona un edificio de dos plantas que retiene una firme autoconciencia de su belleza con esa altanería refinada de las construcciones antiguas. Se llega a ella después de atravesar un corredor extenso cubierto de paneles de vidrio ensombrecidos por el hollín —un detalle que aporta humanidad, un defecto necesario— y subir una escalera, una ascensión virtuosa de mármol blanco. Inserta en el centro de la manzana, la terraza parece una balsa rústica rodeada por olas de edificios más altos. Todo luce atacado por una sequedad armónica, un ascetismo de diseño (lo que no es extraño puesto que dos de las personas que viven aquí son arquitectas): cañas indias, enredaderas, bancos largos, sillas plegables de lona, una banqueta con almohadones blancos. La mesa, de madera cruda, está debajo de una tela de media sombra que se agita con lo que fue primero brisa y ahora es un viento fresco que despeja el calor ingobernable del fin de la primavera austral. En la parrilla se cocinan a fuego lento morcillas, pollo, lomo. Cada tanto, uno de los dueños de casa, el fotógrafo Dani Yako, se acerca hasta allí para controlar la cocción. Está, como siempre, vestido de negro: chomba Lacoste, jeans. Hace algunos años tenía un bigote aparatoso. Ahora lleva barba corta, los mismos anteojos de marcos gruesos. Al volver a la mesa le basta con escuchar dos o tres palabras para reinsertarse en la conversación. Es normal: conoce a casi todas las personas que están allí desde 1969, cuando tenía trece años.

—Me dijeron que en la presentación del libro estuvo la Royo —dice Yako.

—¡Cómo no nos avisaste! —dice Débora.

—Yo no la vi —dice Silvia Luz.

Alba dice, algo indiferente:

—Yo tampoco.

No dicen nada ni Laura ni Julia, la mujer y la hija de Yako —las arquitectas, que ya deben haber escuchado hablar de la Royo en otras cenas como esta—, ni Silvia ni Hugo.

—Bueno, me dijeron que estaba, yo no la vi —dice Yako, fingiendo ofuscación infantil, encogiéndose de hombros.

La presentación a la que alude es la de su último libro de fotos, Exilio, que reúne imágenes tomadas desde 1976 y hasta 1983, la mayor parte de ellas en España, en las que se ve a casi todas las personas que están en la terraza (y a otras que no están aquí). La presentación se hizo en una librería del barrio de Palermo llamada Los Libros del Pasaje el jueves 3 de noviembre de 2022, pocas semanas atrás. Royo es la profesora de latín del colegio secundario al que fueron todos ellos, que rondan la misma edad: sesenta y cinco años.

—Me hubiera gustado verla —dice Débora.

Entonces, como si el apellido Royo hubiera sido una clave, alguien —quizás Débora— entona la frase en latín: «Ut queant laxis / resonare fibris». Y Silvia Luz se suma: «Mira gestorum / famuli tuorum». Y Silvia: «Solve polluti / labii reatum». Y todos llegan al final —«Sancte Ioannes»— mientras golpean la superficie de la mesa con suavidad civilizada para que las botellas y los platos y las copas no terminen en el piso, siguiendo el compás de ese himno que cantaban en años en los que nada había sucedido, en los que todo estaba empezando, una bacteria larvada dentro de una matriz que iba a romperse en pedazos.

UT queant laxis

REsonare fibris

MIra gestorum

FAmuli tuorum

SOLve polluti,

LAbii reatum

Sancte Ioannes.

La traducción sería: «Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan». Es el «Himno a san Juan Bautista», escrito por Pablo el Diácono en el siglo VIII. Sus versos comienzan con las notas musicales: re, mi, fa, sol. «Ut» es la forma antigua utilizada para la nota do.

—¡«Ut» —grita Débora— es do!

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La primera vez que la vi fue en la foto de un periódico. Aunque estaba sentada sobre lo que parecía una tapa de cemento en mitad de un jardín frondoso, se notaba que era alta. El pelo rubio, por debajo de los hombros, enmarcaba un rostro sofisticado, esa clase de belleza felina que da, a algunas personas, el aspecto de una pieza delicada un poco salvaje. Usaba el flequillo insolente que solían usar muchachas de otra época. Le calzaba ese sustantivo: muchacha. Aparentaba muchos años menos de los que se deducían del artículo: sesenta y cuatro. Vestía una prenda de mangas largas color azul, jeans ajustados, sandalias de taco chino con suela de yute. Era delgada, con una voluptuosidad natural. Estaba allí ostentando el desparpajo de quien se ha sentado en el piso muchas veces sin perder el tipo. Miraba hacia arriba. La foto trasuntaba un clima a la vez fértil y amenazador, sumergida en una luz acuática que le daba la cualidad de un sueño (ella se arrepintió de haberse fotografiado allí, en ese jardín demasiado identificable, porque alguno de «estos tipos» podía ubicarla y hacerle pasar «un susto, un mal rato»). Llamaban la atención las manos grandes, compactas, rudas, una música muy fuerte para el resto del conjunto, más sutil. No se le veían los ojos, pero son azules. El título de la nota, firmada por Mariana Carbajal y publicada el 27 de marzo de 2021 en el diario argentino Página/12, decía: «El secuestro de Silvia Labayrú. La llegada a la ESMA y el parto en cautiverio». Tenía un error, y era el acento: su apellido es Labayru, no Labayrú. Pero el día en que leí la nota —edición en papel, era domingo— yo no sabía quién era esa mujer, ni estaba interesada en la ortografía de un texto en el que ella empezaba diciendo: «El 29 de diciembre de 1976, con 20 años, embarazada de cinco meses, me llevaron [...] a la ESMA [...] al sótano, donde torturaban en una salita [...], en un lugar famoso que llamaban “La avenida de la felicidad”. Ahí fui interrogada, torturada durante un tiempo. [...] me tuvieron catorce días [escuchando] día y noche sin parar los alaridos de los compañeros que pasaban por las otras salas de tortura». La periodista aclaraba que la evocación pertenecía a «Silvia Labayrú, ex integrante de Montoneros, sobreviviente de ese centro clandestino de detención», la ESMA, donde había permanecido secuestrada un año y medio.

La ESMA es la Escuela de Mecánica de la Armada, un sitio de instrucción militar donde, desde el golpe de Estado que se produjo el 24 de marzo de 1976 en la Argentina, funcionó un centro clandestino de detención, el más grande de los casi setecientos que hubo en el país. Entre 1976 y 1983, cuando la dictadura terminó, fueron secuestradas, torturadas y asesinadas allí, por los llamados Grupos de Tareas, unas cinco mil personas. Sobrevivieron menos de doscientas. El número total de desaparecidos durante la dictadura es de treinta mil.

Montoneros fue un grupo de extracción peronista, surgido en los setenta que, a mediados de esa década, se militarizó, formando el Ejército Montonero, y pasó a la clandestinidad.

Silvia Labayru militaba allí, y desde los dieciocho años integró el sector de Inteligencia de la capital cuyo responsable máximo era el escritor argentino Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre, abatido en la calle por un Grupo de Tareas de la ESMA el 25 de marzo de 1977, que continúa desaparecido.

El artículo de Página/12 estaba enfocado en el hecho de que ella, junto con Mabel Lucrecia Luisa Zanta y María Rosa Paredes, había sido denunciante en el primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos en ese centro clandestino. La denuncia se había hecho en 2014. El juicio había comenzado en octubre de 2020 y se esperaba sentencia para agosto de 2021, cinco meses después de publicada la nota. Aunque Labayru había dado su testimonio acerca de lo acontecido ante la ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) en 1979, ante la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) en 1984, y en diversos juicios contra represores de la ESMA, y de esos testimonios podía desprenderse que había pasado por algún tipo de abuso, nunca había dado detalles ni se los habían pedido porque, hasta 2010, la violencia sexual formaba parte del rubro «torturas y tormentos», un combo inespecífico en el que se incluían la picana eléctrica, el submarino seco, el simulacro de fusilamiento, los golpes. Recién ese año la violación se transformó en un delito autónomo: algo que podía juzgarse per se. Una década más tarde, Labayru y las otras dos mujeres —a quienes no conoce— testimoniaron en ese juicio. Ella acusaba a dos miembros de la Armada: Alberto Eduardo «Gato» González, como su violador, y Jorge Eduardo «el Tigre» Acosta, al frente del centro clandestino en aquellos años, como el instigador de esas violaciones. Ambos tenían ya varias condenas a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad.

Cuando se publicó el artículo, Silvia Labayru llevaba cuatro décadas sin hablar con periodistas —su hija Vera y su hijo David estaban entrenados para negarla cuando llamaban por teléfono pidiendo entrevistarla— y, aunque yo no lo sabía, no estaba dispuesta a hacer más excepciones que la que había hecho con Página/12.

Dos o tres días después de esa publicación, el fotógrafo Dani Yako, a quien conozco desde hace años, me envió dos mensajes por WhatsApp. El primero tenía un link a esa nota de Página/12, que yo ya había leído. El segundo era una pregunta: «¿Leíste esto de mi amiga Silvia?».

El 18 de noviembre de 2013, en el Juicio ESMA, Causa Unificada, Silvia Labayru declaró: «Las mujeres éramos su botín de guerra. Nuestros cuerpos fueron considerados como botín de guerra. Eso es algo bastante habitual, por no decir muy habitual, en la violencia sexual. Y utilizar o considerar a las mujeres como parte del botín es un clásico en todas las historias represivas de las guerras [...]. En esto no fue una excepción».

Canta Bob Dylan: «¿Cuántas veces puede un hombre volver la cabeza / y fingir no ver lo que ve?». Estaba todo dicho. Solo había que saber —o querer— escuchar.

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En la terraza, Dani Yako dice en voz baja, un ceceo dulce que contrasta con el tono asertivo en el que habla (aunque el contenido de sus frases es siempre el de una duda amable: «A vos no te gusta el jazz, ¿no?»), que en el Colegio leían los clásicos en latín, que cursaban seis años de esa lengua, dos de griego, seis de francés. —Y ahora no me acuerdo de nada, apenas puedo hablar en español. Alguien menciona la frase latina:

—Ego puto in horto meo.

Silvia Luz Fernández dice:

—Con el tiempo, eso va a ser todo lo que nos vamos a acordar del latín.

Dejó de fumar el día anterior (ha dejado de fumar decenas de veces) y mastica chicles de nicotina a cada rato. Tiene una carcajada ronca, rulos cortos, blancos o platinados, una dicción precisa en la que engarza frases irónicas con las que, generalmente, se ataca a sí misma. Está sentada junto a Dani Yako. Al otro lado, Débora Kantor, el pelo corto, un estilo sencillo que contrasta con la cabellera trabajada en grandes ondas de Alba Corral. Siguen Laura Marino, la mujer de Yako, y Julia, la hija de ambos, que escuchan mucho, hablan poco y permanecen en el extremo de la mesa como si fuera plantas frescas, algo profundamente silvestre. Luego, Hugo Dvoskin, la pareja de Silva Labayru, y, junto a Hugo Dvoskin, ella. Silvia Labayru. Lalabayru. Silvia. Silvina. Y el nombre de su peligro: Mora.

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Un día de diciembre de 2022, corriendo por el campo, recuerdo que yo, de niña, tenía una yegua alazana, mansa pero altiva. Se llamaba Mora, Morita. Le pongo un mensaje de WhatsApp mencionando el hecho. Responde escueta: «Ja. Morita». La verdad, pienso después, es una sincronía bastante idiota.

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El predio de la ESMA ocupa diecisiete hectáreas. Desde el 24 de marzo de 2004, y por decreto del entonces presidente Néstor Kirchner, ya no lleva el nombre de Escuela de Mecánica de la Armada y es el Espacio Memoria y Derechos Humanos. Muchos le dicen «la ex-ESMA». Todas las personas entrevistadas para este libro la siguen llamando como entonces: «Vamos a la ESMA», «Nos encontramos en la ESMA», «Me llamaron desde la ESMA». Funcionan allí, en diversos edificios, el Museo Sitio de Memoria ESMA, el Archivo Nacional de la Memoria, la Casa por la Identidad, el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, el Espacio Cultural Nuestros Hijos, el Museo Malvinas, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Equipo Argentino de Antropología Forense, entre otras cosas. Está casi al final de la avenida del Libertador —una vía amplia con construcciones elegantes en las que vive parte de cierta aristocracia criolla tradicional—, a pocas cuadras del límite entre la ciudad y la zona norte del conurbano bonaerense.

Desde 1976, el centro clandestino de detención instalado allí operó en el Casino de Oficiales, el edificio del predio que se encuentra más cercano a la línea que separa la capital del conurbano. Su función era la de hospedar a oficiales y profesores visitantes, y no la perdió durante la dictadura: el primer y segundo pisos continuaron como albergue mientras en el sótano se llevaba a cabo la tortura, se obligaba a los prisioneros a falsificar documentos y procesar información, y en el tercer piso, conocido como Capucha (los detenidos permanecían la mayor parte del tiempo con capuchas y grilletes), estaban los cubículos —camarotes— donde se encerraba a los secuestrados, sobre todo militantes de Montoneros aunque no solo: también se secuestró, en menor medida, a miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y otros grupos de izquierda, y se torturó y asesinó a jubilados, adolescentes, monjas o gente cuyo nombre figuraba en una agenda equivocada. El proceso podía tener variantes, pero era más o menos así: se producía el secuestro —en la calle, en las casas—, se procedía a trasladar al secuestrado al sótano, se lo torturaba de inmediato para obtener información (de manera tal que, por ejemplo, se lograra capturar a quienes tuvieran una cita próxima con esa persona). Los secuestrados recibían un número del 1 al 999. Hubo muchos números 1 y muchos 999. El plantel se renovaba: cada miércoles se seleccionaba a un grupo de personas, se las anestesiaba con pentotal y se las arrojaba al Río de la Plata o al mar desde un avión (el dispositivo se conoce como «vuelos de la muerte»). Había otros métodos: un balazo. Entonces se realizaba un «asadito»: se quemaba el cuerpo en el parque que hay detrás.

Si bien fue uno de los cientos de centros clandestinos por los que pasaron miles de personas, en su inmensa mayoría desaparecidas, no era similar a ninguno.

«Como todos los centros clandestinos de detención de la dictadura», escribe Claudia Feld en el libro ESMA, firmado por ella y por Marina Franco, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2022, «la Escuela de Mecánica de la Armada implementó un sistema de destrucción física y psíquica [...]. Para la mayor parte de las personas secuestradas allí, este circuito fue corto y terminante: sufrieron feroces torturas, fueron inmovilizadas y aisladas en “Capucha” o “Capuchita”, hasta que poco después se las asesinó mediante los “vuelos de la muerte” o con otros métodos. Sin embargo, un grupo minoritario pero significativo de secuestrados y secuestradas fue mantenido con vida, y su cautiverio se prolongó durante meses, incluso años. En ese tiempo, fueron obligados a realizar diversos trabajos bajo amenaza de muerte, en un régimen que se conoció como “proceso de recuperación” [...]. La etapa más activa de este “proceso de recuperación” se produjo cuando el centro clandestino fue conducido por Jorge Acosta, entre fines de 1976 y los primeros meses de 1979.»

Cada persona incorporada a ese proceso estaba a cargo de un militar responsable que, en ocasiones, era el mismo que había procedido a la tortura. Si se consideraba que el proceso de recuperación estaba dando resultados, el prisionero empezaba a realizar algunas salidas. Por ejemplo, podía permanecer unos días en casa de sus familiares. A las mujeres secuestradas se las obligaba a vestir «de manera femenina» como demostración de que estaban dispuestas a dejar atrás la vida unisex de la militancia —todas esas camisas y pantalones de jean tan poco sexis—, y se las sacaba a cenar o a la boîte de moda, Mau Mau, propiedad de un hombre del jet set llamado José Lata Liste.

De todas maneras, nada garantizaba nada.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser puesta en libertad y enviada a otro país.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser obligada a trabajar en dependencias del Estado como la Cancillería o el Ministerio de Bienestar Social y permanecer en un régimen de libertad vigilada hasta, incluso, el comienzo de la democracia.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación y ser ejecutada.

Los motivos por los cuales el destino era uno u otro son oscuros, y terminan en el mismo callejón: no se sabe. La arbitrariedad garantiza un pavor perfecto: infinito.

El libro de Claudia Feld y Marina Franco consigna algunas particularidades de este centro clandestino: se encontraba en el corazón de Buenos Aires, a metros de la cancha de River, en un barrio residencial de mucho movimiento; estaba bajo el poder directo del almirante Massera, uno de los tres miembros de la Junta Militar que había tomado el poder; se mantuvo activo, a diferencia de los demás, durante toda la dictadura; se realizaba allí una producción permanente de documentos falsos, informes políticos o notas de prensa que se obligaba a confeccionar a los secuestrados; fue el epicentro de casos que tuvieron repercusión internacional, como el secuestro de dos monjas francesas, de tres Madres de Plaza de Mayo y —por equivocación en el operativo: buscaban a una persona parecida— el asesinato de la adolescente sueca Dagmar Hagelin; no hubo otro centro clandestino donde se implementara el proceso de recuperación (concebido por Acosta); nacieron más de treinta bebés que, en su mayoría, fueron separados de sus madres y entregados a represores que los criaron como hijos propios.

En el tercer piso de ese lugar, sobre una mesa, Silvia Labayru parió un bebé, uno de los pocos que fue entregado a su familia de origen.

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«No entiendo por qué te interesa Silvia Labayru. ¿Qué tiene de singular?», dice una persona que me da información y me recomienda lecturas relacionadas con el tema: «No sé qué le ves».

Hay una pregunta que hacen siempre: «¿Por qué elige las historias, con qué criterio?». Quizás con el peor de todos. Una abstrusa y soberbia necesidad de complicarse la vida y, al final, vencer. O no.

Te recomendamos el ensayo "La radicalidad de no hacer nada".

Fotografía de Esther Vargas (Flickr).

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La primera en llegar a casa de Dani Yako esa noche fue Silvia Luz Fernández, que tomó el colectivo de la línea 12 demasiado temprano, previendo que iba a demorar, pero el colectivo hizo el trayecto muy rápido. Luego llegaron Débora Kantor, Silvia Labayru y Hugo Dvoskin. Los tres permanecieron un rato tocando timbre sin que nadie les abriera (Yako olvidó decirles que lo llamaran por teléfono en vez de tocar el timbre, que no se escucha desde la terraza: a buena parte de los que forman este grupo parece unirlos una tendencia al despiste). Silvia Labayru portaba un cuenco con ensalada de papas preparada en su casa. Había llegado pocos días antes desde Recife, Brasil, donde Hugo Dvoskin, su pareja, psicoanalista, había participado en un congreso de lacanianos. Él usaba una chomba celeste fuerte y tenía el aspecto de siempre: recién salido de la ducha, fresco y dispuesto a subir un volcán. Ella llevaba un vestido azul oscuro, corto y vaporoso, de tela evanescente. La última en llegar fue Alba Corral. Alba Corral y Silvia Luz Fernández no viven en la Argentina sino en Madrid y París, respectivamente. Todos los demás, en Buenos Aires. Aunque decir exactamente dónde vive ahora Silvia Labayru podría costar un poco más de trabajo.

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Dani Yako, fotógrafo, argentino, exiliado en España desde 1976, retornado a la Argentina en 1983.

Silvia Luz Fernández, psiquiatra, argentina, exiliada en Francia desde 1979. Continúa allí.

Alba Corral, empresaria, argentina, exiliada en España desde 1977. Continúa allí.

Débora Kantor, licenciada en Ciencias de la Educación, argentina.

Hugo Dvoskin, psicoanalista, argentino.

Silvia Labayru, estudiante de Medicina, Historia, Psicología, brevemente de Sociología, argentina, exiliada en España desde junio de 1978, actualmente fluctuando entre Madrid y Buenos Aires. Si se le pregunta dónde vive, a veces responde: «En el limbo».

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Esa noche se habla de todo. De si es mejor la carne de la carnicería Don Julio —no vale la pena el precio exorbitante, dice alguien—, la del supermercado Jumbo o la del supermercado COTO. De fotografía. De vacunas. De un médico que le diagnosticó a Dani Yako una leucemia que no tenía. De un flebólogo al que Débora Kantor consultó por unas venas y le dijo que, si su preocupación era estética, mejor se operara las ojeras. De licencias de conducir. De películas y series. Nadie menciona la palabra secuestro. Nadie menciona la palabra desaparecido. Nadie menciona la palabra exilio.

Dani, Débora, Alba, Silvia Luz, Hugo y Silvia fueron al mismo colegio secundario, el Nacional Buenos Aires, un establecimiento público de exigencia salvaje con un examen de ingreso para el cual los aspirantes se preparan con un año de antelación. Han egresado de él personas que fueron, después, presidentes, diputados, senadores, jueces, premio Nobel. Su prestigio es tal que lo llaman, simplemente, el Colegio. Como si no hubiera otro. Todas las cosas empezaron ahí.

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Cada 14 de marzo, durante años, Silvia Labayru festejó con su padre, Jorge Labayru, mayor de la Fuerza Aérea y piloto civil de Aerolíneas Argentinas, el día en que se produjo la llamada que le salvó la vida. El 14 de marzo de 1977 él levantó el auricular del teléfono de su casa, un piso 12 sobre la avenida del Libertador desde el que se ven el hipódromo de Buenos Aires y la costa uruguaya, escuchó la voz de un hombre que dijo: «Llamo para hablarle de su hija», y respondió con un grito: «¡Montoneros hijos de puta! ¡Ustedes son los responsables morales de la muerte de mi hija! ¡Los voy a cagar a tiros!». O algo así. Para entonces, Jorge Labayru llevaba tres meses creyendo que su hija estaba muerta.

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Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan.

El himno viajó en el tiempo, como viajaron todos ellos, hasta hoy.

Cuando la cena en la terraza termina, Silvia Labayru y yo bajamos y buscamos un taxi para regresar a casa. Nos conocemos desde hace un año y seis meses. Vivimos cerca, así que es usual que, al terminar lo que estemos haciendo, regresemos juntas. La calle está desierta, es domingo, casi no pasan autos. A lo lejos, se ve la luz roja de un taxi libre. Hago señas. Dice: «¿Eso no es un semáforo?». Le digo: «Un semáforo que se mueve». El taxi se acerca, se detiene. Hugo se ha ido antes —atiende el consultorio desde temprano—, y le dejó dinero para pagar el transporte. Ella no reconoció los billetes —hay reales brasileños mezclados con pesos argentinos, un dinero que todavía no entiende; la economía local la confunde y en ocasiones dice: «No me hables en pesos, dime en euros»—, y como no tenía el bolso a mano se los guardó en el soutien. Subo primero al auto, porque bajo después, y damos indicaciones: vamos a tal y tal sitio, nos detenemos primero en tal. Ella lleva el cuenco de la ensalada de papas, ya vacío, dentro de una bolsa, sobre la falda. Le pregunto por Toitoy, su perro de nueve años y medio que está muriendo en Madrid, en casa de su sobrina. «Usualmente, esos perros viven ocho años, pero Toitoy estaba como una rosa. Las fotos que me mandan, los ojitos...», dice, con una pena que no le he oído casi nunca desde mayo de 2021, cuando hablé por primera vez con ella en el balcón de un departamento de la calle Gurruchaga en el que ya no vive. Toitoy tiene una falla renal irreparable, no puede hacerse a la idea de que no lo verá más. El taxi se detiene a dos cuadras de su casa, que está en la calle Costa Rica. Nos despedimos hasta el día siguiente, cuando volveremos a encontrarnos. El taxista, un tipo joven con la cara tatuada, arranca de nuevo y me pregunta: «¿Tu amiga de dónde es?». Le respondo: «Es argentina, pero vive en España desde hace muchos años». No voy a explicarle a un desconocido que ella está desde 2019 en Buenos Aires, con intermitencias, porque se reencontró con el hombre que fue su primer novio importante. «Ah, como hablaba raro no sabía. A esta 26 hora anda todo el mundo copeteado, en pedo». Tomo nota de que no sabe qué relación me une a la mujer que viajaba conmigo y, aun así, me dice que creyó que ella —por su forma de hablar, mezclando el «tú» con el «vos», marcando en ocasiones las ces y las zetas como una española pero en ocasiones no— estaba borracha. Le respondo con más información que la que he entregado a nadie en estos meses: «Es argentina pero tuvo que exiliarse en España en los años setenta». Me dice: «Ah, ¿en los setenta?». Pausa. «Seguro que el marido era peronista o estaba metido en algo.» Siento una hostilidad retorcida. Le digo: «¿Por qué el marido?». Y aunque sé que tengo que frenar, sigo: «Era ella. Era montonera». Me arrepiento del comienzo de la frase, que parece acusatoria: «Era ella». Me mira por el espejo y me dice: «Ah. ¿Montonera?». Y se queda callado. Entonces, después de unos segundos de silencio, me pregunta si vivo por ahí, si estoy casada, si no me da miedo andar sola de noche, subirme a cualquier taxi. Busco en el bolso las llaves de casa, las empuño como me indicó mi padre: una asomando entre los dedos, directo al ojo en caso de agresión. Me digo que soy idiota. Jamás podría hacer eso y, si lo hiciera, me rompería la mano. Pienso en ella ahora, caminando hacia su casa, el dinero metido en el soutien, flotante y rápida en su vestido azul volado, llevando el cuenco de la ensalada de papas. Me doy cuenta de que dije la palabra montonera con altanería, como si quisiera golpear al tipo con un secreto del que soy poseedora. «¿Cómo te llamás?», pregunta. Lo miro por el espejo. No le contesto. Pienso en lo que me ha dicho ella tantas veces: cuando cuenta su historia —apenas el bosquejo: secuestrada un año y medio en un centro clandestino, parto sobre una mesa—, la persona a quien se la cuenta empieza a narrar su propia experiencia de peligro menor: el día en que, por una infracción, terminó en una comisaría; el día en que, durante una marcha por reclamos salariales, resultó perseguida un par de cuadras por las fuerzas del orden («Cuento mi historia y dicen: “Ah, qué difícil debe haber sido, porque a mí también me pasó, bla, bla”, y yo me quedo escuchando su traumática experiencia del día en que los persiguió un policía con una cachiporra»). La necesidad de inventarse un poco de heroísmo para competir. O el regodeo en el dramita propio para no escuchar el drama ajeno. Que fue alto. Que fue mucho.

(El taxista, por supuesto, me deja en la puerta de mi casa y se va.)

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—Yo de política argentina no quiero opinar porque a la política argentina no la entiendo.

Es lo primero que dice el 4 de mayo de 2021 a las dos y media de la tarde en el balcón de un departamento del piso 15 sobre la calle Gurruchaga, barrio de Palermo. El sitio es alquilado y vive allí desde 2019 con Hugo Dvoskin, que tiene su consultorio cinco pisos más arriba. Llegó a Buenos Aires el 7 de junio de ese año, siguiendo la invitación que él le hizo —quedarse ocho días juntos, sin atenuantes, en esta casa—, y ya no se fue (aunque regresa a España de manera regular). Estoy allí porque Dani Yako la llamó, le dijo que yo estaba interesada en su historia, y ella respondió de inmediato: «Que me llame». Convinimos este encuentro solo para conocernos, pero en esa primera conversación informal se establecen las condiciones de trabajo. Ella: «¿Puedo leer lo que escribas antes de que se publique?». Yo: «No». Ella: «¿Entonces puedo grabar las conversaciones que tengamos?». Yo: «Sí».

Usa un pantalón negro chupín, las mismas sandalias de taco chino con suela de yute que le vi en la foto del diario, un suéter liviano, gris, cruzado por delante, y una estrella de David de oro pendiendo de una cadena corta y fina (que no se quitará nunca). Como es plena pandemia de covid-19, y por disposición del gobierno solo se puede circular hasta las ocho de la noche, nos encontramos temprano. Aunque estamos al aire libre usamos barbijo. Lo usaremos por mucho tiempo. Ella ha entrado al programa experimental de un laboratorio alemán que prueba la vacuna Curevac (que no funcionará), pero yo aún (como la mayor parte de los habitantes del planeta) no estoy vacunada. A lo largo de dos horas, contará el bosquejo (adolescencia en el Colegio, militancia en Montoneros, secuestro, tortura, parto, entrega de la hija a los abuelos, exilio en España, repudio por parte de otros sobrevivientes y organismos de derechos humanos), con el mismo tono sereno y racional que utilizará después, a lo largo de un año y siete meses, cuando dé detalles. Solo en dos ocasiones, una en el otoño de 2022 durante un encuentro en mi casa, y otra en el verano de ese año, en un audio de WhatsApp, tendrá la voz estrangulada: por la angustia, primero; por la pena, después. La primera vez que eso ocurre es cuando habla de la posibilidad de que su pareja con Hugo Dvoskin no funcione. La segunda, cuando anuncia la enfermedad de su perro Toitoy. Ese tono imperturbable —del que es consciente— hará que a menudo exprese su preocupación por parecer demasiado fría: «A veces me da temor no poder expresarte lo que pasó, porque tengo esta manera tan fría de contarlo». Nunca grabará las conversaciones. Pedirá algunos resguardos en relación a la intimidad de sus hijos —Vera, David—, de sus nietos —Duncan, de nueve, Ewan, de doce—, o de terceros, esto último en casos de afectos antiguos a los que no quiere incomodar. Por todo lo demás, dirá: «Lo que digas de mí me la suda». Quizás porque ya dijeron de ella tantas cosas.

Y así empieza la historia.

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Un pasado incendiario. Un presente que pendula entre paseos en bicicleta, administración de propiedades en España, viajes —a ciudades como Tandil, a pueblos de Córdoba, a la costa argentina, a Boston, Madrid, Nueva York, a países como Polonia, Brasil, Francia y Austria—, cenas con amigos, cafés con amigos, almuerzos con amigos, visitas al geriátrico en el que vive su padre, despertares al alba tan temprano, el trabajo gestionando publicidad para revistas de ingeniería, el trabajo para Panoplia —la distribuidora de libros que era propiedad de su marido, fallecido en 2018— y el vínculo con un hombre, con este hombre, con Hugo Dvoskin, a quien le hizo enorme daño allá en la adolescencia, a quien envió un telegrama clamando socorro recién salida de la ESMA, a quien escribió cartas de amor rendido sin recibir jamás una respuesta.

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Le pregunto por la tortura con mucha más facilidad con la que le pregunto por las violaciones, porque preguntar por las violaciones puede confundirse con morbo pero la escena de la tortura es sagrada: en ella hay puro sufrimiento. Varias veces, a lo largo de meses, y aunque indagué sobre el asunto, me dirá que nadie, nunca, le preguntó por la tortura excepto una persona: Hugo. Un día le digo: «¿Ni siquiera yo?». Me dice: «Ni siquiera tú». Entonces entiendo: ella quiere decir que nadie a quien ella haya temido o tema perder, que nadie a quien considere incondicional, le ha preguntado. Excepto Hugo.

Este adelanto del libro La llamada, de Leila Guerriero, se publica con autorización de Anagrama.

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La llamada

La llamada

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Leila Guerriero explora una historia cruenta de la dictadura, en el que Labayru fue denunciante, en este adelanto del libro La llamada, publicado por Anagrama.

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Traducción de

Empieza con un cántico en latín, en una terraza.

Hay viento la noche del 27 de noviembre de 2022 en Buenos Aires. La terraza corona un edificio de dos plantas que retiene una firme autoconciencia de su belleza con esa altanería refinada de las construcciones antiguas. Se llega a ella después de atravesar un corredor extenso cubierto de paneles de vidrio ensombrecidos por el hollín —un detalle que aporta humanidad, un defecto necesario— y subir una escalera, una ascensión virtuosa de mármol blanco. Inserta en el centro de la manzana, la terraza parece una balsa rústica rodeada por olas de edificios más altos. Todo luce atacado por una sequedad armónica, un ascetismo de diseño (lo que no es extraño puesto que dos de las personas que viven aquí son arquitectas): cañas indias, enredaderas, bancos largos, sillas plegables de lona, una banqueta con almohadones blancos. La mesa, de madera cruda, está debajo de una tela de media sombra que se agita con lo que fue primero brisa y ahora es un viento fresco que despeja el calor ingobernable del fin de la primavera austral. En la parrilla se cocinan a fuego lento morcillas, pollo, lomo. Cada tanto, uno de los dueños de casa, el fotógrafo Dani Yako, se acerca hasta allí para controlar la cocción. Está, como siempre, vestido de negro: chomba Lacoste, jeans. Hace algunos años tenía un bigote aparatoso. Ahora lleva barba corta, los mismos anteojos de marcos gruesos. Al volver a la mesa le basta con escuchar dos o tres palabras para reinsertarse en la conversación. Es normal: conoce a casi todas las personas que están allí desde 1969, cuando tenía trece años.

—Me dijeron que en la presentación del libro estuvo la Royo —dice Yako.

—¡Cómo no nos avisaste! —dice Débora.

—Yo no la vi —dice Silvia Luz.

Alba dice, algo indiferente:

—Yo tampoco.

No dicen nada ni Laura ni Julia, la mujer y la hija de Yako —las arquitectas, que ya deben haber escuchado hablar de la Royo en otras cenas como esta—, ni Silvia ni Hugo.

—Bueno, me dijeron que estaba, yo no la vi —dice Yako, fingiendo ofuscación infantil, encogiéndose de hombros.

La presentación a la que alude es la de su último libro de fotos, Exilio, que reúne imágenes tomadas desde 1976 y hasta 1983, la mayor parte de ellas en España, en las que se ve a casi todas las personas que están en la terraza (y a otras que no están aquí). La presentación se hizo en una librería del barrio de Palermo llamada Los Libros del Pasaje el jueves 3 de noviembre de 2022, pocas semanas atrás. Royo es la profesora de latín del colegio secundario al que fueron todos ellos, que rondan la misma edad: sesenta y cinco años.

—Me hubiera gustado verla —dice Débora.

Entonces, como si el apellido Royo hubiera sido una clave, alguien —quizás Débora— entona la frase en latín: «Ut queant laxis / resonare fibris». Y Silvia Luz se suma: «Mira gestorum / famuli tuorum». Y Silvia: «Solve polluti / labii reatum». Y todos llegan al final —«Sancte Ioannes»— mientras golpean la superficie de la mesa con suavidad civilizada para que las botellas y los platos y las copas no terminen en el piso, siguiendo el compás de ese himno que cantaban en años en los que nada había sucedido, en los que todo estaba empezando, una bacteria larvada dentro de una matriz que iba a romperse en pedazos.

UT queant laxis

REsonare fibris

MIra gestorum

FAmuli tuorum

SOLve polluti,

LAbii reatum

Sancte Ioannes.

La traducción sería: «Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan». Es el «Himno a san Juan Bautista», escrito por Pablo el Diácono en el siglo VIII. Sus versos comienzan con las notas musicales: re, mi, fa, sol. «Ut» es la forma antigua utilizada para la nota do.

—¡«Ut» —grita Débora— es do!

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La primera vez que la vi fue en la foto de un periódico. Aunque estaba sentada sobre lo que parecía una tapa de cemento en mitad de un jardín frondoso, se notaba que era alta. El pelo rubio, por debajo de los hombros, enmarcaba un rostro sofisticado, esa clase de belleza felina que da, a algunas personas, el aspecto de una pieza delicada un poco salvaje. Usaba el flequillo insolente que solían usar muchachas de otra época. Le calzaba ese sustantivo: muchacha. Aparentaba muchos años menos de los que se deducían del artículo: sesenta y cuatro. Vestía una prenda de mangas largas color azul, jeans ajustados, sandalias de taco chino con suela de yute. Era delgada, con una voluptuosidad natural. Estaba allí ostentando el desparpajo de quien se ha sentado en el piso muchas veces sin perder el tipo. Miraba hacia arriba. La foto trasuntaba un clima a la vez fértil y amenazador, sumergida en una luz acuática que le daba la cualidad de un sueño (ella se arrepintió de haberse fotografiado allí, en ese jardín demasiado identificable, porque alguno de «estos tipos» podía ubicarla y hacerle pasar «un susto, un mal rato»). Llamaban la atención las manos grandes, compactas, rudas, una música muy fuerte para el resto del conjunto, más sutil. No se le veían los ojos, pero son azules. El título de la nota, firmada por Mariana Carbajal y publicada el 27 de marzo de 2021 en el diario argentino Página/12, decía: «El secuestro de Silvia Labayrú. La llegada a la ESMA y el parto en cautiverio». Tenía un error, y era el acento: su apellido es Labayru, no Labayrú. Pero el día en que leí la nota —edición en papel, era domingo— yo no sabía quién era esa mujer, ni estaba interesada en la ortografía de un texto en el que ella empezaba diciendo: «El 29 de diciembre de 1976, con 20 años, embarazada de cinco meses, me llevaron [...] a la ESMA [...] al sótano, donde torturaban en una salita [...], en un lugar famoso que llamaban “La avenida de la felicidad”. Ahí fui interrogada, torturada durante un tiempo. [...] me tuvieron catorce días [escuchando] día y noche sin parar los alaridos de los compañeros que pasaban por las otras salas de tortura». La periodista aclaraba que la evocación pertenecía a «Silvia Labayrú, ex integrante de Montoneros, sobreviviente de ese centro clandestino de detención», la ESMA, donde había permanecido secuestrada un año y medio.

La ESMA es la Escuela de Mecánica de la Armada, un sitio de instrucción militar donde, desde el golpe de Estado que se produjo el 24 de marzo de 1976 en la Argentina, funcionó un centro clandestino de detención, el más grande de los casi setecientos que hubo en el país. Entre 1976 y 1983, cuando la dictadura terminó, fueron secuestradas, torturadas y asesinadas allí, por los llamados Grupos de Tareas, unas cinco mil personas. Sobrevivieron menos de doscientas. El número total de desaparecidos durante la dictadura es de treinta mil.

Montoneros fue un grupo de extracción peronista, surgido en los setenta que, a mediados de esa década, se militarizó, formando el Ejército Montonero, y pasó a la clandestinidad.

Silvia Labayru militaba allí, y desde los dieciocho años integró el sector de Inteligencia de la capital cuyo responsable máximo era el escritor argentino Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre, abatido en la calle por un Grupo de Tareas de la ESMA el 25 de marzo de 1977, que continúa desaparecido.

El artículo de Página/12 estaba enfocado en el hecho de que ella, junto con Mabel Lucrecia Luisa Zanta y María Rosa Paredes, había sido denunciante en el primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos en ese centro clandestino. La denuncia se había hecho en 2014. El juicio había comenzado en octubre de 2020 y se esperaba sentencia para agosto de 2021, cinco meses después de publicada la nota. Aunque Labayru había dado su testimonio acerca de lo acontecido ante la ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) en 1979, ante la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) en 1984, y en diversos juicios contra represores de la ESMA, y de esos testimonios podía desprenderse que había pasado por algún tipo de abuso, nunca había dado detalles ni se los habían pedido porque, hasta 2010, la violencia sexual formaba parte del rubro «torturas y tormentos», un combo inespecífico en el que se incluían la picana eléctrica, el submarino seco, el simulacro de fusilamiento, los golpes. Recién ese año la violación se transformó en un delito autónomo: algo que podía juzgarse per se. Una década más tarde, Labayru y las otras dos mujeres —a quienes no conoce— testimoniaron en ese juicio. Ella acusaba a dos miembros de la Armada: Alberto Eduardo «Gato» González, como su violador, y Jorge Eduardo «el Tigre» Acosta, al frente del centro clandestino en aquellos años, como el instigador de esas violaciones. Ambos tenían ya varias condenas a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad.

Cuando se publicó el artículo, Silvia Labayru llevaba cuatro décadas sin hablar con periodistas —su hija Vera y su hijo David estaban entrenados para negarla cuando llamaban por teléfono pidiendo entrevistarla— y, aunque yo no lo sabía, no estaba dispuesta a hacer más excepciones que la que había hecho con Página/12.

Dos o tres días después de esa publicación, el fotógrafo Dani Yako, a quien conozco desde hace años, me envió dos mensajes por WhatsApp. El primero tenía un link a esa nota de Página/12, que yo ya había leído. El segundo era una pregunta: «¿Leíste esto de mi amiga Silvia?».

El 18 de noviembre de 2013, en el Juicio ESMA, Causa Unificada, Silvia Labayru declaró: «Las mujeres éramos su botín de guerra. Nuestros cuerpos fueron considerados como botín de guerra. Eso es algo bastante habitual, por no decir muy habitual, en la violencia sexual. Y utilizar o considerar a las mujeres como parte del botín es un clásico en todas las historias represivas de las guerras [...]. En esto no fue una excepción».

Canta Bob Dylan: «¿Cuántas veces puede un hombre volver la cabeza / y fingir no ver lo que ve?». Estaba todo dicho. Solo había que saber —o querer— escuchar.

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En la terraza, Dani Yako dice en voz baja, un ceceo dulce que contrasta con el tono asertivo en el que habla (aunque el contenido de sus frases es siempre el de una duda amable: «A vos no te gusta el jazz, ¿no?»), que en el Colegio leían los clásicos en latín, que cursaban seis años de esa lengua, dos de griego, seis de francés. —Y ahora no me acuerdo de nada, apenas puedo hablar en español. Alguien menciona la frase latina:

—Ego puto in horto meo.

Silvia Luz Fernández dice:

—Con el tiempo, eso va a ser todo lo que nos vamos a acordar del latín.

Dejó de fumar el día anterior (ha dejado de fumar decenas de veces) y mastica chicles de nicotina a cada rato. Tiene una carcajada ronca, rulos cortos, blancos o platinados, una dicción precisa en la que engarza frases irónicas con las que, generalmente, se ataca a sí misma. Está sentada junto a Dani Yako. Al otro lado, Débora Kantor, el pelo corto, un estilo sencillo que contrasta con la cabellera trabajada en grandes ondas de Alba Corral. Siguen Laura Marino, la mujer de Yako, y Julia, la hija de ambos, que escuchan mucho, hablan poco y permanecen en el extremo de la mesa como si fuera plantas frescas, algo profundamente silvestre. Luego, Hugo Dvoskin, la pareja de Silva Labayru, y, junto a Hugo Dvoskin, ella. Silvia Labayru. Lalabayru. Silvia. Silvina. Y el nombre de su peligro: Mora.

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Un día de diciembre de 2022, corriendo por el campo, recuerdo que yo, de niña, tenía una yegua alazana, mansa pero altiva. Se llamaba Mora, Morita. Le pongo un mensaje de WhatsApp mencionando el hecho. Responde escueta: «Ja. Morita». La verdad, pienso después, es una sincronía bastante idiota.

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El predio de la ESMA ocupa diecisiete hectáreas. Desde el 24 de marzo de 2004, y por decreto del entonces presidente Néstor Kirchner, ya no lleva el nombre de Escuela de Mecánica de la Armada y es el Espacio Memoria y Derechos Humanos. Muchos le dicen «la ex-ESMA». Todas las personas entrevistadas para este libro la siguen llamando como entonces: «Vamos a la ESMA», «Nos encontramos en la ESMA», «Me llamaron desde la ESMA». Funcionan allí, en diversos edificios, el Museo Sitio de Memoria ESMA, el Archivo Nacional de la Memoria, la Casa por la Identidad, el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, el Espacio Cultural Nuestros Hijos, el Museo Malvinas, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Equipo Argentino de Antropología Forense, entre otras cosas. Está casi al final de la avenida del Libertador —una vía amplia con construcciones elegantes en las que vive parte de cierta aristocracia criolla tradicional—, a pocas cuadras del límite entre la ciudad y la zona norte del conurbano bonaerense.

Desde 1976, el centro clandestino de detención instalado allí operó en el Casino de Oficiales, el edificio del predio que se encuentra más cercano a la línea que separa la capital del conurbano. Su función era la de hospedar a oficiales y profesores visitantes, y no la perdió durante la dictadura: el primer y segundo pisos continuaron como albergue mientras en el sótano se llevaba a cabo la tortura, se obligaba a los prisioneros a falsificar documentos y procesar información, y en el tercer piso, conocido como Capucha (los detenidos permanecían la mayor parte del tiempo con capuchas y grilletes), estaban los cubículos —camarotes— donde se encerraba a los secuestrados, sobre todo militantes de Montoneros aunque no solo: también se secuestró, en menor medida, a miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y otros grupos de izquierda, y se torturó y asesinó a jubilados, adolescentes, monjas o gente cuyo nombre figuraba en una agenda equivocada. El proceso podía tener variantes, pero era más o menos así: se producía el secuestro —en la calle, en las casas—, se procedía a trasladar al secuestrado al sótano, se lo torturaba de inmediato para obtener información (de manera tal que, por ejemplo, se lograra capturar a quienes tuvieran una cita próxima con esa persona). Los secuestrados recibían un número del 1 al 999. Hubo muchos números 1 y muchos 999. El plantel se renovaba: cada miércoles se seleccionaba a un grupo de personas, se las anestesiaba con pentotal y se las arrojaba al Río de la Plata o al mar desde un avión (el dispositivo se conoce como «vuelos de la muerte»). Había otros métodos: un balazo. Entonces se realizaba un «asadito»: se quemaba el cuerpo en el parque que hay detrás.

Si bien fue uno de los cientos de centros clandestinos por los que pasaron miles de personas, en su inmensa mayoría desaparecidas, no era similar a ninguno.

«Como todos los centros clandestinos de detención de la dictadura», escribe Claudia Feld en el libro ESMA, firmado por ella y por Marina Franco, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2022, «la Escuela de Mecánica de la Armada implementó un sistema de destrucción física y psíquica [...]. Para la mayor parte de las personas secuestradas allí, este circuito fue corto y terminante: sufrieron feroces torturas, fueron inmovilizadas y aisladas en “Capucha” o “Capuchita”, hasta que poco después se las asesinó mediante los “vuelos de la muerte” o con otros métodos. Sin embargo, un grupo minoritario pero significativo de secuestrados y secuestradas fue mantenido con vida, y su cautiverio se prolongó durante meses, incluso años. En ese tiempo, fueron obligados a realizar diversos trabajos bajo amenaza de muerte, en un régimen que se conoció como “proceso de recuperación” [...]. La etapa más activa de este “proceso de recuperación” se produjo cuando el centro clandestino fue conducido por Jorge Acosta, entre fines de 1976 y los primeros meses de 1979.»

Cada persona incorporada a ese proceso estaba a cargo de un militar responsable que, en ocasiones, era el mismo que había procedido a la tortura. Si se consideraba que el proceso de recuperación estaba dando resultados, el prisionero empezaba a realizar algunas salidas. Por ejemplo, podía permanecer unos días en casa de sus familiares. A las mujeres secuestradas se las obligaba a vestir «de manera femenina» como demostración de que estaban dispuestas a dejar atrás la vida unisex de la militancia —todas esas camisas y pantalones de jean tan poco sexis—, y se las sacaba a cenar o a la boîte de moda, Mau Mau, propiedad de un hombre del jet set llamado José Lata Liste.

De todas maneras, nada garantizaba nada.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser puesta en libertad y enviada a otro país.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser obligada a trabajar en dependencias del Estado como la Cancillería o el Ministerio de Bienestar Social y permanecer en un régimen de libertad vigilada hasta, incluso, el comienzo de la democracia.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación y ser ejecutada.

Los motivos por los cuales el destino era uno u otro son oscuros, y terminan en el mismo callejón: no se sabe. La arbitrariedad garantiza un pavor perfecto: infinito.

El libro de Claudia Feld y Marina Franco consigna algunas particularidades de este centro clandestino: se encontraba en el corazón de Buenos Aires, a metros de la cancha de River, en un barrio residencial de mucho movimiento; estaba bajo el poder directo del almirante Massera, uno de los tres miembros de la Junta Militar que había tomado el poder; se mantuvo activo, a diferencia de los demás, durante toda la dictadura; se realizaba allí una producción permanente de documentos falsos, informes políticos o notas de prensa que se obligaba a confeccionar a los secuestrados; fue el epicentro de casos que tuvieron repercusión internacional, como el secuestro de dos monjas francesas, de tres Madres de Plaza de Mayo y —por equivocación en el operativo: buscaban a una persona parecida— el asesinato de la adolescente sueca Dagmar Hagelin; no hubo otro centro clandestino donde se implementara el proceso de recuperación (concebido por Acosta); nacieron más de treinta bebés que, en su mayoría, fueron separados de sus madres y entregados a represores que los criaron como hijos propios.

En el tercer piso de ese lugar, sobre una mesa, Silvia Labayru parió un bebé, uno de los pocos que fue entregado a su familia de origen.

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«No entiendo por qué te interesa Silvia Labayru. ¿Qué tiene de singular?», dice una persona que me da información y me recomienda lecturas relacionadas con el tema: «No sé qué le ves».

Hay una pregunta que hacen siempre: «¿Por qué elige las historias, con qué criterio?». Quizás con el peor de todos. Una abstrusa y soberbia necesidad de complicarse la vida y, al final, vencer. O no.

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Fotografía de Esther Vargas (Flickr).

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La primera en llegar a casa de Dani Yako esa noche fue Silvia Luz Fernández, que tomó el colectivo de la línea 12 demasiado temprano, previendo que iba a demorar, pero el colectivo hizo el trayecto muy rápido. Luego llegaron Débora Kantor, Silvia Labayru y Hugo Dvoskin. Los tres permanecieron un rato tocando timbre sin que nadie les abriera (Yako olvidó decirles que lo llamaran por teléfono en vez de tocar el timbre, que no se escucha desde la terraza: a buena parte de los que forman este grupo parece unirlos una tendencia al despiste). Silvia Labayru portaba un cuenco con ensalada de papas preparada en su casa. Había llegado pocos días antes desde Recife, Brasil, donde Hugo Dvoskin, su pareja, psicoanalista, había participado en un congreso de lacanianos. Él usaba una chomba celeste fuerte y tenía el aspecto de siempre: recién salido de la ducha, fresco y dispuesto a subir un volcán. Ella llevaba un vestido azul oscuro, corto y vaporoso, de tela evanescente. La última en llegar fue Alba Corral. Alba Corral y Silvia Luz Fernández no viven en la Argentina sino en Madrid y París, respectivamente. Todos los demás, en Buenos Aires. Aunque decir exactamente dónde vive ahora Silvia Labayru podría costar un poco más de trabajo.

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Dani Yako, fotógrafo, argentino, exiliado en España desde 1976, retornado a la Argentina en 1983.

Silvia Luz Fernández, psiquiatra, argentina, exiliada en Francia desde 1979. Continúa allí.

Alba Corral, empresaria, argentina, exiliada en España desde 1977. Continúa allí.

Débora Kantor, licenciada en Ciencias de la Educación, argentina.

Hugo Dvoskin, psicoanalista, argentino.

Silvia Labayru, estudiante de Medicina, Historia, Psicología, brevemente de Sociología, argentina, exiliada en España desde junio de 1978, actualmente fluctuando entre Madrid y Buenos Aires. Si se le pregunta dónde vive, a veces responde: «En el limbo».

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Esa noche se habla de todo. De si es mejor la carne de la carnicería Don Julio —no vale la pena el precio exorbitante, dice alguien—, la del supermercado Jumbo o la del supermercado COTO. De fotografía. De vacunas. De un médico que le diagnosticó a Dani Yako una leucemia que no tenía. De un flebólogo al que Débora Kantor consultó por unas venas y le dijo que, si su preocupación era estética, mejor se operara las ojeras. De licencias de conducir. De películas y series. Nadie menciona la palabra secuestro. Nadie menciona la palabra desaparecido. Nadie menciona la palabra exilio.

Dani, Débora, Alba, Silvia Luz, Hugo y Silvia fueron al mismo colegio secundario, el Nacional Buenos Aires, un establecimiento público de exigencia salvaje con un examen de ingreso para el cual los aspirantes se preparan con un año de antelación. Han egresado de él personas que fueron, después, presidentes, diputados, senadores, jueces, premio Nobel. Su prestigio es tal que lo llaman, simplemente, el Colegio. Como si no hubiera otro. Todas las cosas empezaron ahí.

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Cada 14 de marzo, durante años, Silvia Labayru festejó con su padre, Jorge Labayru, mayor de la Fuerza Aérea y piloto civil de Aerolíneas Argentinas, el día en que se produjo la llamada que le salvó la vida. El 14 de marzo de 1977 él levantó el auricular del teléfono de su casa, un piso 12 sobre la avenida del Libertador desde el que se ven el hipódromo de Buenos Aires y la costa uruguaya, escuchó la voz de un hombre que dijo: «Llamo para hablarle de su hija», y respondió con un grito: «¡Montoneros hijos de puta! ¡Ustedes son los responsables morales de la muerte de mi hija! ¡Los voy a cagar a tiros!». O algo así. Para entonces, Jorge Labayru llevaba tres meses creyendo que su hija estaba muerta.

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Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan.

El himno viajó en el tiempo, como viajaron todos ellos, hasta hoy.

Cuando la cena en la terraza termina, Silvia Labayru y yo bajamos y buscamos un taxi para regresar a casa. Nos conocemos desde hace un año y seis meses. Vivimos cerca, así que es usual que, al terminar lo que estemos haciendo, regresemos juntas. La calle está desierta, es domingo, casi no pasan autos. A lo lejos, se ve la luz roja de un taxi libre. Hago señas. Dice: «¿Eso no es un semáforo?». Le digo: «Un semáforo que se mueve». El taxi se acerca, se detiene. Hugo se ha ido antes —atiende el consultorio desde temprano—, y le dejó dinero para pagar el transporte. Ella no reconoció los billetes —hay reales brasileños mezclados con pesos argentinos, un dinero que todavía no entiende; la economía local la confunde y en ocasiones dice: «No me hables en pesos, dime en euros»—, y como no tenía el bolso a mano se los guardó en el soutien. Subo primero al auto, porque bajo después, y damos indicaciones: vamos a tal y tal sitio, nos detenemos primero en tal. Ella lleva el cuenco de la ensalada de papas, ya vacío, dentro de una bolsa, sobre la falda. Le pregunto por Toitoy, su perro de nueve años y medio que está muriendo en Madrid, en casa de su sobrina. «Usualmente, esos perros viven ocho años, pero Toitoy estaba como una rosa. Las fotos que me mandan, los ojitos...», dice, con una pena que no le he oído casi nunca desde mayo de 2021, cuando hablé por primera vez con ella en el balcón de un departamento de la calle Gurruchaga en el que ya no vive. Toitoy tiene una falla renal irreparable, no puede hacerse a la idea de que no lo verá más. El taxi se detiene a dos cuadras de su casa, que está en la calle Costa Rica. Nos despedimos hasta el día siguiente, cuando volveremos a encontrarnos. El taxista, un tipo joven con la cara tatuada, arranca de nuevo y me pregunta: «¿Tu amiga de dónde es?». Le respondo: «Es argentina, pero vive en España desde hace muchos años». No voy a explicarle a un desconocido que ella está desde 2019 en Buenos Aires, con intermitencias, porque se reencontró con el hombre que fue su primer novio importante. «Ah, como hablaba raro no sabía. A esta 26 hora anda todo el mundo copeteado, en pedo». Tomo nota de que no sabe qué relación me une a la mujer que viajaba conmigo y, aun así, me dice que creyó que ella —por su forma de hablar, mezclando el «tú» con el «vos», marcando en ocasiones las ces y las zetas como una española pero en ocasiones no— estaba borracha. Le respondo con más información que la que he entregado a nadie en estos meses: «Es argentina pero tuvo que exiliarse en España en los años setenta». Me dice: «Ah, ¿en los setenta?». Pausa. «Seguro que el marido era peronista o estaba metido en algo.» Siento una hostilidad retorcida. Le digo: «¿Por qué el marido?». Y aunque sé que tengo que frenar, sigo: «Era ella. Era montonera». Me arrepiento del comienzo de la frase, que parece acusatoria: «Era ella». Me mira por el espejo y me dice: «Ah. ¿Montonera?». Y se queda callado. Entonces, después de unos segundos de silencio, me pregunta si vivo por ahí, si estoy casada, si no me da miedo andar sola de noche, subirme a cualquier taxi. Busco en el bolso las llaves de casa, las empuño como me indicó mi padre: una asomando entre los dedos, directo al ojo en caso de agresión. Me digo que soy idiota. Jamás podría hacer eso y, si lo hiciera, me rompería la mano. Pienso en ella ahora, caminando hacia su casa, el dinero metido en el soutien, flotante y rápida en su vestido azul volado, llevando el cuenco de la ensalada de papas. Me doy cuenta de que dije la palabra montonera con altanería, como si quisiera golpear al tipo con un secreto del que soy poseedora. «¿Cómo te llamás?», pregunta. Lo miro por el espejo. No le contesto. Pienso en lo que me ha dicho ella tantas veces: cuando cuenta su historia —apenas el bosquejo: secuestrada un año y medio en un centro clandestino, parto sobre una mesa—, la persona a quien se la cuenta empieza a narrar su propia experiencia de peligro menor: el día en que, por una infracción, terminó en una comisaría; el día en que, durante una marcha por reclamos salariales, resultó perseguida un par de cuadras por las fuerzas del orden («Cuento mi historia y dicen: “Ah, qué difícil debe haber sido, porque a mí también me pasó, bla, bla”, y yo me quedo escuchando su traumática experiencia del día en que los persiguió un policía con una cachiporra»). La necesidad de inventarse un poco de heroísmo para competir. O el regodeo en el dramita propio para no escuchar el drama ajeno. Que fue alto. Que fue mucho.

(El taxista, por supuesto, me deja en la puerta de mi casa y se va.)

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—Yo de política argentina no quiero opinar porque a la política argentina no la entiendo.

Es lo primero que dice el 4 de mayo de 2021 a las dos y media de la tarde en el balcón de un departamento del piso 15 sobre la calle Gurruchaga, barrio de Palermo. El sitio es alquilado y vive allí desde 2019 con Hugo Dvoskin, que tiene su consultorio cinco pisos más arriba. Llegó a Buenos Aires el 7 de junio de ese año, siguiendo la invitación que él le hizo —quedarse ocho días juntos, sin atenuantes, en esta casa—, y ya no se fue (aunque regresa a España de manera regular). Estoy allí porque Dani Yako la llamó, le dijo que yo estaba interesada en su historia, y ella respondió de inmediato: «Que me llame». Convinimos este encuentro solo para conocernos, pero en esa primera conversación informal se establecen las condiciones de trabajo. Ella: «¿Puedo leer lo que escribas antes de que se publique?». Yo: «No». Ella: «¿Entonces puedo grabar las conversaciones que tengamos?». Yo: «Sí».

Usa un pantalón negro chupín, las mismas sandalias de taco chino con suela de yute que le vi en la foto del diario, un suéter liviano, gris, cruzado por delante, y una estrella de David de oro pendiendo de una cadena corta y fina (que no se quitará nunca). Como es plena pandemia de covid-19, y por disposición del gobierno solo se puede circular hasta las ocho de la noche, nos encontramos temprano. Aunque estamos al aire libre usamos barbijo. Lo usaremos por mucho tiempo. Ella ha entrado al programa experimental de un laboratorio alemán que prueba la vacuna Curevac (que no funcionará), pero yo aún (como la mayor parte de los habitantes del planeta) no estoy vacunada. A lo largo de dos horas, contará el bosquejo (adolescencia en el Colegio, militancia en Montoneros, secuestro, tortura, parto, entrega de la hija a los abuelos, exilio en España, repudio por parte de otros sobrevivientes y organismos de derechos humanos), con el mismo tono sereno y racional que utilizará después, a lo largo de un año y siete meses, cuando dé detalles. Solo en dos ocasiones, una en el otoño de 2022 durante un encuentro en mi casa, y otra en el verano de ese año, en un audio de WhatsApp, tendrá la voz estrangulada: por la angustia, primero; por la pena, después. La primera vez que eso ocurre es cuando habla de la posibilidad de que su pareja con Hugo Dvoskin no funcione. La segunda, cuando anuncia la enfermedad de su perro Toitoy. Ese tono imperturbable —del que es consciente— hará que a menudo exprese su preocupación por parecer demasiado fría: «A veces me da temor no poder expresarte lo que pasó, porque tengo esta manera tan fría de contarlo». Nunca grabará las conversaciones. Pedirá algunos resguardos en relación a la intimidad de sus hijos —Vera, David—, de sus nietos —Duncan, de nueve, Ewan, de doce—, o de terceros, esto último en casos de afectos antiguos a los que no quiere incomodar. Por todo lo demás, dirá: «Lo que digas de mí me la suda». Quizás porque ya dijeron de ella tantas cosas.

Y así empieza la historia.

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Un pasado incendiario. Un presente que pendula entre paseos en bicicleta, administración de propiedades en España, viajes —a ciudades como Tandil, a pueblos de Córdoba, a la costa argentina, a Boston, Madrid, Nueva York, a países como Polonia, Brasil, Francia y Austria—, cenas con amigos, cafés con amigos, almuerzos con amigos, visitas al geriátrico en el que vive su padre, despertares al alba tan temprano, el trabajo gestionando publicidad para revistas de ingeniería, el trabajo para Panoplia —la distribuidora de libros que era propiedad de su marido, fallecido en 2018— y el vínculo con un hombre, con este hombre, con Hugo Dvoskin, a quien le hizo enorme daño allá en la adolescencia, a quien envió un telegrama clamando socorro recién salida de la ESMA, a quien escribió cartas de amor rendido sin recibir jamás una respuesta.

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Le pregunto por la tortura con mucha más facilidad con la que le pregunto por las violaciones, porque preguntar por las violaciones puede confundirse con morbo pero la escena de la tortura es sagrada: en ella hay puro sufrimiento. Varias veces, a lo largo de meses, y aunque indagué sobre el asunto, me dirá que nadie, nunca, le preguntó por la tortura excepto una persona: Hugo. Un día le digo: «¿Ni siquiera yo?». Me dice: «Ni siquiera tú». Entonces entiendo: ella quiere decir que nadie a quien ella haya temido o tema perder, que nadie a quien considere incondicional, le ha preguntado. Excepto Hugo.

Este adelanto del libro La llamada, de Leila Guerriero, se publica con autorización de Anagrama.

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La llamada

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Leila Guerriero explora una historia cruenta de la dictadura, en el que Labayru fue denunciante, en este adelanto del libro La llamada, publicado por Anagrama.

Empieza con un cántico en latín, en una terraza.

Hay viento la noche del 27 de noviembre de 2022 en Buenos Aires. La terraza corona un edificio de dos plantas que retiene una firme autoconciencia de su belleza con esa altanería refinada de las construcciones antiguas. Se llega a ella después de atravesar un corredor extenso cubierto de paneles de vidrio ensombrecidos por el hollín —un detalle que aporta humanidad, un defecto necesario— y subir una escalera, una ascensión virtuosa de mármol blanco. Inserta en el centro de la manzana, la terraza parece una balsa rústica rodeada por olas de edificios más altos. Todo luce atacado por una sequedad armónica, un ascetismo de diseño (lo que no es extraño puesto que dos de las personas que viven aquí son arquitectas): cañas indias, enredaderas, bancos largos, sillas plegables de lona, una banqueta con almohadones blancos. La mesa, de madera cruda, está debajo de una tela de media sombra que se agita con lo que fue primero brisa y ahora es un viento fresco que despeja el calor ingobernable del fin de la primavera austral. En la parrilla se cocinan a fuego lento morcillas, pollo, lomo. Cada tanto, uno de los dueños de casa, el fotógrafo Dani Yako, se acerca hasta allí para controlar la cocción. Está, como siempre, vestido de negro: chomba Lacoste, jeans. Hace algunos años tenía un bigote aparatoso. Ahora lleva barba corta, los mismos anteojos de marcos gruesos. Al volver a la mesa le basta con escuchar dos o tres palabras para reinsertarse en la conversación. Es normal: conoce a casi todas las personas que están allí desde 1969, cuando tenía trece años.

—Me dijeron que en la presentación del libro estuvo la Royo —dice Yako.

—¡Cómo no nos avisaste! —dice Débora.

—Yo no la vi —dice Silvia Luz.

Alba dice, algo indiferente:

—Yo tampoco.

No dicen nada ni Laura ni Julia, la mujer y la hija de Yako —las arquitectas, que ya deben haber escuchado hablar de la Royo en otras cenas como esta—, ni Silvia ni Hugo.

—Bueno, me dijeron que estaba, yo no la vi —dice Yako, fingiendo ofuscación infantil, encogiéndose de hombros.

La presentación a la que alude es la de su último libro de fotos, Exilio, que reúne imágenes tomadas desde 1976 y hasta 1983, la mayor parte de ellas en España, en las que se ve a casi todas las personas que están en la terraza (y a otras que no están aquí). La presentación se hizo en una librería del barrio de Palermo llamada Los Libros del Pasaje el jueves 3 de noviembre de 2022, pocas semanas atrás. Royo es la profesora de latín del colegio secundario al que fueron todos ellos, que rondan la misma edad: sesenta y cinco años.

—Me hubiera gustado verla —dice Débora.

Entonces, como si el apellido Royo hubiera sido una clave, alguien —quizás Débora— entona la frase en latín: «Ut queant laxis / resonare fibris». Y Silvia Luz se suma: «Mira gestorum / famuli tuorum». Y Silvia: «Solve polluti / labii reatum». Y todos llegan al final —«Sancte Ioannes»— mientras golpean la superficie de la mesa con suavidad civilizada para que las botellas y los platos y las copas no terminen en el piso, siguiendo el compás de ese himno que cantaban en años en los que nada había sucedido, en los que todo estaba empezando, una bacteria larvada dentro de una matriz que iba a romperse en pedazos.

UT queant laxis

REsonare fibris

MIra gestorum

FAmuli tuorum

SOLve polluti,

LAbii reatum

Sancte Ioannes.

La traducción sería: «Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan». Es el «Himno a san Juan Bautista», escrito por Pablo el Diácono en el siglo VIII. Sus versos comienzan con las notas musicales: re, mi, fa, sol. «Ut» es la forma antigua utilizada para la nota do.

—¡«Ut» —grita Débora— es do!

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La primera vez que la vi fue en la foto de un periódico. Aunque estaba sentada sobre lo que parecía una tapa de cemento en mitad de un jardín frondoso, se notaba que era alta. El pelo rubio, por debajo de los hombros, enmarcaba un rostro sofisticado, esa clase de belleza felina que da, a algunas personas, el aspecto de una pieza delicada un poco salvaje. Usaba el flequillo insolente que solían usar muchachas de otra época. Le calzaba ese sustantivo: muchacha. Aparentaba muchos años menos de los que se deducían del artículo: sesenta y cuatro. Vestía una prenda de mangas largas color azul, jeans ajustados, sandalias de taco chino con suela de yute. Era delgada, con una voluptuosidad natural. Estaba allí ostentando el desparpajo de quien se ha sentado en el piso muchas veces sin perder el tipo. Miraba hacia arriba. La foto trasuntaba un clima a la vez fértil y amenazador, sumergida en una luz acuática que le daba la cualidad de un sueño (ella se arrepintió de haberse fotografiado allí, en ese jardín demasiado identificable, porque alguno de «estos tipos» podía ubicarla y hacerle pasar «un susto, un mal rato»). Llamaban la atención las manos grandes, compactas, rudas, una música muy fuerte para el resto del conjunto, más sutil. No se le veían los ojos, pero son azules. El título de la nota, firmada por Mariana Carbajal y publicada el 27 de marzo de 2021 en el diario argentino Página/12, decía: «El secuestro de Silvia Labayrú. La llegada a la ESMA y el parto en cautiverio». Tenía un error, y era el acento: su apellido es Labayru, no Labayrú. Pero el día en que leí la nota —edición en papel, era domingo— yo no sabía quién era esa mujer, ni estaba interesada en la ortografía de un texto en el que ella empezaba diciendo: «El 29 de diciembre de 1976, con 20 años, embarazada de cinco meses, me llevaron [...] a la ESMA [...] al sótano, donde torturaban en una salita [...], en un lugar famoso que llamaban “La avenida de la felicidad”. Ahí fui interrogada, torturada durante un tiempo. [...] me tuvieron catorce días [escuchando] día y noche sin parar los alaridos de los compañeros que pasaban por las otras salas de tortura». La periodista aclaraba que la evocación pertenecía a «Silvia Labayrú, ex integrante de Montoneros, sobreviviente de ese centro clandestino de detención», la ESMA, donde había permanecido secuestrada un año y medio.

La ESMA es la Escuela de Mecánica de la Armada, un sitio de instrucción militar donde, desde el golpe de Estado que se produjo el 24 de marzo de 1976 en la Argentina, funcionó un centro clandestino de detención, el más grande de los casi setecientos que hubo en el país. Entre 1976 y 1983, cuando la dictadura terminó, fueron secuestradas, torturadas y asesinadas allí, por los llamados Grupos de Tareas, unas cinco mil personas. Sobrevivieron menos de doscientas. El número total de desaparecidos durante la dictadura es de treinta mil.

Montoneros fue un grupo de extracción peronista, surgido en los setenta que, a mediados de esa década, se militarizó, formando el Ejército Montonero, y pasó a la clandestinidad.

Silvia Labayru militaba allí, y desde los dieciocho años integró el sector de Inteligencia de la capital cuyo responsable máximo era el escritor argentino Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre, abatido en la calle por un Grupo de Tareas de la ESMA el 25 de marzo de 1977, que continúa desaparecido.

El artículo de Página/12 estaba enfocado en el hecho de que ella, junto con Mabel Lucrecia Luisa Zanta y María Rosa Paredes, había sido denunciante en el primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos en ese centro clandestino. La denuncia se había hecho en 2014. El juicio había comenzado en octubre de 2020 y se esperaba sentencia para agosto de 2021, cinco meses después de publicada la nota. Aunque Labayru había dado su testimonio acerca de lo acontecido ante la ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) en 1979, ante la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) en 1984, y en diversos juicios contra represores de la ESMA, y de esos testimonios podía desprenderse que había pasado por algún tipo de abuso, nunca había dado detalles ni se los habían pedido porque, hasta 2010, la violencia sexual formaba parte del rubro «torturas y tormentos», un combo inespecífico en el que se incluían la picana eléctrica, el submarino seco, el simulacro de fusilamiento, los golpes. Recién ese año la violación se transformó en un delito autónomo: algo que podía juzgarse per se. Una década más tarde, Labayru y las otras dos mujeres —a quienes no conoce— testimoniaron en ese juicio. Ella acusaba a dos miembros de la Armada: Alberto Eduardo «Gato» González, como su violador, y Jorge Eduardo «el Tigre» Acosta, al frente del centro clandestino en aquellos años, como el instigador de esas violaciones. Ambos tenían ya varias condenas a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad.

Cuando se publicó el artículo, Silvia Labayru llevaba cuatro décadas sin hablar con periodistas —su hija Vera y su hijo David estaban entrenados para negarla cuando llamaban por teléfono pidiendo entrevistarla— y, aunque yo no lo sabía, no estaba dispuesta a hacer más excepciones que la que había hecho con Página/12.

Dos o tres días después de esa publicación, el fotógrafo Dani Yako, a quien conozco desde hace años, me envió dos mensajes por WhatsApp. El primero tenía un link a esa nota de Página/12, que yo ya había leído. El segundo era una pregunta: «¿Leíste esto de mi amiga Silvia?».

El 18 de noviembre de 2013, en el Juicio ESMA, Causa Unificada, Silvia Labayru declaró: «Las mujeres éramos su botín de guerra. Nuestros cuerpos fueron considerados como botín de guerra. Eso es algo bastante habitual, por no decir muy habitual, en la violencia sexual. Y utilizar o considerar a las mujeres como parte del botín es un clásico en todas las historias represivas de las guerras [...]. En esto no fue una excepción».

Canta Bob Dylan: «¿Cuántas veces puede un hombre volver la cabeza / y fingir no ver lo que ve?». Estaba todo dicho. Solo había que saber —o querer— escuchar.

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En la terraza, Dani Yako dice en voz baja, un ceceo dulce que contrasta con el tono asertivo en el que habla (aunque el contenido de sus frases es siempre el de una duda amable: «A vos no te gusta el jazz, ¿no?»), que en el Colegio leían los clásicos en latín, que cursaban seis años de esa lengua, dos de griego, seis de francés. —Y ahora no me acuerdo de nada, apenas puedo hablar en español. Alguien menciona la frase latina:

—Ego puto in horto meo.

Silvia Luz Fernández dice:

—Con el tiempo, eso va a ser todo lo que nos vamos a acordar del latín.

Dejó de fumar el día anterior (ha dejado de fumar decenas de veces) y mastica chicles de nicotina a cada rato. Tiene una carcajada ronca, rulos cortos, blancos o platinados, una dicción precisa en la que engarza frases irónicas con las que, generalmente, se ataca a sí misma. Está sentada junto a Dani Yako. Al otro lado, Débora Kantor, el pelo corto, un estilo sencillo que contrasta con la cabellera trabajada en grandes ondas de Alba Corral. Siguen Laura Marino, la mujer de Yako, y Julia, la hija de ambos, que escuchan mucho, hablan poco y permanecen en el extremo de la mesa como si fuera plantas frescas, algo profundamente silvestre. Luego, Hugo Dvoskin, la pareja de Silva Labayru, y, junto a Hugo Dvoskin, ella. Silvia Labayru. Lalabayru. Silvia. Silvina. Y el nombre de su peligro: Mora.

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Un día de diciembre de 2022, corriendo por el campo, recuerdo que yo, de niña, tenía una yegua alazana, mansa pero altiva. Se llamaba Mora, Morita. Le pongo un mensaje de WhatsApp mencionando el hecho. Responde escueta: «Ja. Morita». La verdad, pienso después, es una sincronía bastante idiota.

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El predio de la ESMA ocupa diecisiete hectáreas. Desde el 24 de marzo de 2004, y por decreto del entonces presidente Néstor Kirchner, ya no lleva el nombre de Escuela de Mecánica de la Armada y es el Espacio Memoria y Derechos Humanos. Muchos le dicen «la ex-ESMA». Todas las personas entrevistadas para este libro la siguen llamando como entonces: «Vamos a la ESMA», «Nos encontramos en la ESMA», «Me llamaron desde la ESMA». Funcionan allí, en diversos edificios, el Museo Sitio de Memoria ESMA, el Archivo Nacional de la Memoria, la Casa por la Identidad, el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, el Espacio Cultural Nuestros Hijos, el Museo Malvinas, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Equipo Argentino de Antropología Forense, entre otras cosas. Está casi al final de la avenida del Libertador —una vía amplia con construcciones elegantes en las que vive parte de cierta aristocracia criolla tradicional—, a pocas cuadras del límite entre la ciudad y la zona norte del conurbano bonaerense.

Desde 1976, el centro clandestino de detención instalado allí operó en el Casino de Oficiales, el edificio del predio que se encuentra más cercano a la línea que separa la capital del conurbano. Su función era la de hospedar a oficiales y profesores visitantes, y no la perdió durante la dictadura: el primer y segundo pisos continuaron como albergue mientras en el sótano se llevaba a cabo la tortura, se obligaba a los prisioneros a falsificar documentos y procesar información, y en el tercer piso, conocido como Capucha (los detenidos permanecían la mayor parte del tiempo con capuchas y grilletes), estaban los cubículos —camarotes— donde se encerraba a los secuestrados, sobre todo militantes de Montoneros aunque no solo: también se secuestró, en menor medida, a miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y otros grupos de izquierda, y se torturó y asesinó a jubilados, adolescentes, monjas o gente cuyo nombre figuraba en una agenda equivocada. El proceso podía tener variantes, pero era más o menos así: se producía el secuestro —en la calle, en las casas—, se procedía a trasladar al secuestrado al sótano, se lo torturaba de inmediato para obtener información (de manera tal que, por ejemplo, se lograra capturar a quienes tuvieran una cita próxima con esa persona). Los secuestrados recibían un número del 1 al 999. Hubo muchos números 1 y muchos 999. El plantel se renovaba: cada miércoles se seleccionaba a un grupo de personas, se las anestesiaba con pentotal y se las arrojaba al Río de la Plata o al mar desde un avión (el dispositivo se conoce como «vuelos de la muerte»). Había otros métodos: un balazo. Entonces se realizaba un «asadito»: se quemaba el cuerpo en el parque que hay detrás.

Si bien fue uno de los cientos de centros clandestinos por los que pasaron miles de personas, en su inmensa mayoría desaparecidas, no era similar a ninguno.

«Como todos los centros clandestinos de detención de la dictadura», escribe Claudia Feld en el libro ESMA, firmado por ella y por Marina Franco, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2022, «la Escuela de Mecánica de la Armada implementó un sistema de destrucción física y psíquica [...]. Para la mayor parte de las personas secuestradas allí, este circuito fue corto y terminante: sufrieron feroces torturas, fueron inmovilizadas y aisladas en “Capucha” o “Capuchita”, hasta que poco después se las asesinó mediante los “vuelos de la muerte” o con otros métodos. Sin embargo, un grupo minoritario pero significativo de secuestrados y secuestradas fue mantenido con vida, y su cautiverio se prolongó durante meses, incluso años. En ese tiempo, fueron obligados a realizar diversos trabajos bajo amenaza de muerte, en un régimen que se conoció como “proceso de recuperación” [...]. La etapa más activa de este “proceso de recuperación” se produjo cuando el centro clandestino fue conducido por Jorge Acosta, entre fines de 1976 y los primeros meses de 1979.»

Cada persona incorporada a ese proceso estaba a cargo de un militar responsable que, en ocasiones, era el mismo que había procedido a la tortura. Si se consideraba que el proceso de recuperación estaba dando resultados, el prisionero empezaba a realizar algunas salidas. Por ejemplo, podía permanecer unos días en casa de sus familiares. A las mujeres secuestradas se las obligaba a vestir «de manera femenina» como demostración de que estaban dispuestas a dejar atrás la vida unisex de la militancia —todas esas camisas y pantalones de jean tan poco sexis—, y se las sacaba a cenar o a la boîte de moda, Mau Mau, propiedad de un hombre del jet set llamado José Lata Liste.

De todas maneras, nada garantizaba nada.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser puesta en libertad y enviada a otro país.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser obligada a trabajar en dependencias del Estado como la Cancillería o el Ministerio de Bienestar Social y permanecer en un régimen de libertad vigilada hasta, incluso, el comienzo de la democracia.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación y ser ejecutada.

Los motivos por los cuales el destino era uno u otro son oscuros, y terminan en el mismo callejón: no se sabe. La arbitrariedad garantiza un pavor perfecto: infinito.

El libro de Claudia Feld y Marina Franco consigna algunas particularidades de este centro clandestino: se encontraba en el corazón de Buenos Aires, a metros de la cancha de River, en un barrio residencial de mucho movimiento; estaba bajo el poder directo del almirante Massera, uno de los tres miembros de la Junta Militar que había tomado el poder; se mantuvo activo, a diferencia de los demás, durante toda la dictadura; se realizaba allí una producción permanente de documentos falsos, informes políticos o notas de prensa que se obligaba a confeccionar a los secuestrados; fue el epicentro de casos que tuvieron repercusión internacional, como el secuestro de dos monjas francesas, de tres Madres de Plaza de Mayo y —por equivocación en el operativo: buscaban a una persona parecida— el asesinato de la adolescente sueca Dagmar Hagelin; no hubo otro centro clandestino donde se implementara el proceso de recuperación (concebido por Acosta); nacieron más de treinta bebés que, en su mayoría, fueron separados de sus madres y entregados a represores que los criaron como hijos propios.

En el tercer piso de ese lugar, sobre una mesa, Silvia Labayru parió un bebé, uno de los pocos que fue entregado a su familia de origen.

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«No entiendo por qué te interesa Silvia Labayru. ¿Qué tiene de singular?», dice una persona que me da información y me recomienda lecturas relacionadas con el tema: «No sé qué le ves».

Hay una pregunta que hacen siempre: «¿Por qué elige las historias, con qué criterio?». Quizás con el peor de todos. Una abstrusa y soberbia necesidad de complicarse la vida y, al final, vencer. O no.

Te recomendamos el ensayo "La radicalidad de no hacer nada".

Fotografía de Esther Vargas (Flickr).

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La primera en llegar a casa de Dani Yako esa noche fue Silvia Luz Fernández, que tomó el colectivo de la línea 12 demasiado temprano, previendo que iba a demorar, pero el colectivo hizo el trayecto muy rápido. Luego llegaron Débora Kantor, Silvia Labayru y Hugo Dvoskin. Los tres permanecieron un rato tocando timbre sin que nadie les abriera (Yako olvidó decirles que lo llamaran por teléfono en vez de tocar el timbre, que no se escucha desde la terraza: a buena parte de los que forman este grupo parece unirlos una tendencia al despiste). Silvia Labayru portaba un cuenco con ensalada de papas preparada en su casa. Había llegado pocos días antes desde Recife, Brasil, donde Hugo Dvoskin, su pareja, psicoanalista, había participado en un congreso de lacanianos. Él usaba una chomba celeste fuerte y tenía el aspecto de siempre: recién salido de la ducha, fresco y dispuesto a subir un volcán. Ella llevaba un vestido azul oscuro, corto y vaporoso, de tela evanescente. La última en llegar fue Alba Corral. Alba Corral y Silvia Luz Fernández no viven en la Argentina sino en Madrid y París, respectivamente. Todos los demás, en Buenos Aires. Aunque decir exactamente dónde vive ahora Silvia Labayru podría costar un poco más de trabajo.

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Dani Yako, fotógrafo, argentino, exiliado en España desde 1976, retornado a la Argentina en 1983.

Silvia Luz Fernández, psiquiatra, argentina, exiliada en Francia desde 1979. Continúa allí.

Alba Corral, empresaria, argentina, exiliada en España desde 1977. Continúa allí.

Débora Kantor, licenciada en Ciencias de la Educación, argentina.

Hugo Dvoskin, psicoanalista, argentino.

Silvia Labayru, estudiante de Medicina, Historia, Psicología, brevemente de Sociología, argentina, exiliada en España desde junio de 1978, actualmente fluctuando entre Madrid y Buenos Aires. Si se le pregunta dónde vive, a veces responde: «En el limbo».

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Esa noche se habla de todo. De si es mejor la carne de la carnicería Don Julio —no vale la pena el precio exorbitante, dice alguien—, la del supermercado Jumbo o la del supermercado COTO. De fotografía. De vacunas. De un médico que le diagnosticó a Dani Yako una leucemia que no tenía. De un flebólogo al que Débora Kantor consultó por unas venas y le dijo que, si su preocupación era estética, mejor se operara las ojeras. De licencias de conducir. De películas y series. Nadie menciona la palabra secuestro. Nadie menciona la palabra desaparecido. Nadie menciona la palabra exilio.

Dani, Débora, Alba, Silvia Luz, Hugo y Silvia fueron al mismo colegio secundario, el Nacional Buenos Aires, un establecimiento público de exigencia salvaje con un examen de ingreso para el cual los aspirantes se preparan con un año de antelación. Han egresado de él personas que fueron, después, presidentes, diputados, senadores, jueces, premio Nobel. Su prestigio es tal que lo llaman, simplemente, el Colegio. Como si no hubiera otro. Todas las cosas empezaron ahí.

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Cada 14 de marzo, durante años, Silvia Labayru festejó con su padre, Jorge Labayru, mayor de la Fuerza Aérea y piloto civil de Aerolíneas Argentinas, el día en que se produjo la llamada que le salvó la vida. El 14 de marzo de 1977 él levantó el auricular del teléfono de su casa, un piso 12 sobre la avenida del Libertador desde el que se ven el hipódromo de Buenos Aires y la costa uruguaya, escuchó la voz de un hombre que dijo: «Llamo para hablarle de su hija», y respondió con un grito: «¡Montoneros hijos de puta! ¡Ustedes son los responsables morales de la muerte de mi hija! ¡Los voy a cagar a tiros!». O algo así. Para entonces, Jorge Labayru llevaba tres meses creyendo que su hija estaba muerta.

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Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan.

El himno viajó en el tiempo, como viajaron todos ellos, hasta hoy.

Cuando la cena en la terraza termina, Silvia Labayru y yo bajamos y buscamos un taxi para regresar a casa. Nos conocemos desde hace un año y seis meses. Vivimos cerca, así que es usual que, al terminar lo que estemos haciendo, regresemos juntas. La calle está desierta, es domingo, casi no pasan autos. A lo lejos, se ve la luz roja de un taxi libre. Hago señas. Dice: «¿Eso no es un semáforo?». Le digo: «Un semáforo que se mueve». El taxi se acerca, se detiene. Hugo se ha ido antes —atiende el consultorio desde temprano—, y le dejó dinero para pagar el transporte. Ella no reconoció los billetes —hay reales brasileños mezclados con pesos argentinos, un dinero que todavía no entiende; la economía local la confunde y en ocasiones dice: «No me hables en pesos, dime en euros»—, y como no tenía el bolso a mano se los guardó en el soutien. Subo primero al auto, porque bajo después, y damos indicaciones: vamos a tal y tal sitio, nos detenemos primero en tal. Ella lleva el cuenco de la ensalada de papas, ya vacío, dentro de una bolsa, sobre la falda. Le pregunto por Toitoy, su perro de nueve años y medio que está muriendo en Madrid, en casa de su sobrina. «Usualmente, esos perros viven ocho años, pero Toitoy estaba como una rosa. Las fotos que me mandan, los ojitos...», dice, con una pena que no le he oído casi nunca desde mayo de 2021, cuando hablé por primera vez con ella en el balcón de un departamento de la calle Gurruchaga en el que ya no vive. Toitoy tiene una falla renal irreparable, no puede hacerse a la idea de que no lo verá más. El taxi se detiene a dos cuadras de su casa, que está en la calle Costa Rica. Nos despedimos hasta el día siguiente, cuando volveremos a encontrarnos. El taxista, un tipo joven con la cara tatuada, arranca de nuevo y me pregunta: «¿Tu amiga de dónde es?». Le respondo: «Es argentina, pero vive en España desde hace muchos años». No voy a explicarle a un desconocido que ella está desde 2019 en Buenos Aires, con intermitencias, porque se reencontró con el hombre que fue su primer novio importante. «Ah, como hablaba raro no sabía. A esta 26 hora anda todo el mundo copeteado, en pedo». Tomo nota de que no sabe qué relación me une a la mujer que viajaba conmigo y, aun así, me dice que creyó que ella —por su forma de hablar, mezclando el «tú» con el «vos», marcando en ocasiones las ces y las zetas como una española pero en ocasiones no— estaba borracha. Le respondo con más información que la que he entregado a nadie en estos meses: «Es argentina pero tuvo que exiliarse en España en los años setenta». Me dice: «Ah, ¿en los setenta?». Pausa. «Seguro que el marido era peronista o estaba metido en algo.» Siento una hostilidad retorcida. Le digo: «¿Por qué el marido?». Y aunque sé que tengo que frenar, sigo: «Era ella. Era montonera». Me arrepiento del comienzo de la frase, que parece acusatoria: «Era ella». Me mira por el espejo y me dice: «Ah. ¿Montonera?». Y se queda callado. Entonces, después de unos segundos de silencio, me pregunta si vivo por ahí, si estoy casada, si no me da miedo andar sola de noche, subirme a cualquier taxi. Busco en el bolso las llaves de casa, las empuño como me indicó mi padre: una asomando entre los dedos, directo al ojo en caso de agresión. Me digo que soy idiota. Jamás podría hacer eso y, si lo hiciera, me rompería la mano. Pienso en ella ahora, caminando hacia su casa, el dinero metido en el soutien, flotante y rápida en su vestido azul volado, llevando el cuenco de la ensalada de papas. Me doy cuenta de que dije la palabra montonera con altanería, como si quisiera golpear al tipo con un secreto del que soy poseedora. «¿Cómo te llamás?», pregunta. Lo miro por el espejo. No le contesto. Pienso en lo que me ha dicho ella tantas veces: cuando cuenta su historia —apenas el bosquejo: secuestrada un año y medio en un centro clandestino, parto sobre una mesa—, la persona a quien se la cuenta empieza a narrar su propia experiencia de peligro menor: el día en que, por una infracción, terminó en una comisaría; el día en que, durante una marcha por reclamos salariales, resultó perseguida un par de cuadras por las fuerzas del orden («Cuento mi historia y dicen: “Ah, qué difícil debe haber sido, porque a mí también me pasó, bla, bla”, y yo me quedo escuchando su traumática experiencia del día en que los persiguió un policía con una cachiporra»). La necesidad de inventarse un poco de heroísmo para competir. O el regodeo en el dramita propio para no escuchar el drama ajeno. Que fue alto. Que fue mucho.

(El taxista, por supuesto, me deja en la puerta de mi casa y se va.)

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—Yo de política argentina no quiero opinar porque a la política argentina no la entiendo.

Es lo primero que dice el 4 de mayo de 2021 a las dos y media de la tarde en el balcón de un departamento del piso 15 sobre la calle Gurruchaga, barrio de Palermo. El sitio es alquilado y vive allí desde 2019 con Hugo Dvoskin, que tiene su consultorio cinco pisos más arriba. Llegó a Buenos Aires el 7 de junio de ese año, siguiendo la invitación que él le hizo —quedarse ocho días juntos, sin atenuantes, en esta casa—, y ya no se fue (aunque regresa a España de manera regular). Estoy allí porque Dani Yako la llamó, le dijo que yo estaba interesada en su historia, y ella respondió de inmediato: «Que me llame». Convinimos este encuentro solo para conocernos, pero en esa primera conversación informal se establecen las condiciones de trabajo. Ella: «¿Puedo leer lo que escribas antes de que se publique?». Yo: «No». Ella: «¿Entonces puedo grabar las conversaciones que tengamos?». Yo: «Sí».

Usa un pantalón negro chupín, las mismas sandalias de taco chino con suela de yute que le vi en la foto del diario, un suéter liviano, gris, cruzado por delante, y una estrella de David de oro pendiendo de una cadena corta y fina (que no se quitará nunca). Como es plena pandemia de covid-19, y por disposición del gobierno solo se puede circular hasta las ocho de la noche, nos encontramos temprano. Aunque estamos al aire libre usamos barbijo. Lo usaremos por mucho tiempo. Ella ha entrado al programa experimental de un laboratorio alemán que prueba la vacuna Curevac (que no funcionará), pero yo aún (como la mayor parte de los habitantes del planeta) no estoy vacunada. A lo largo de dos horas, contará el bosquejo (adolescencia en el Colegio, militancia en Montoneros, secuestro, tortura, parto, entrega de la hija a los abuelos, exilio en España, repudio por parte de otros sobrevivientes y organismos de derechos humanos), con el mismo tono sereno y racional que utilizará después, a lo largo de un año y siete meses, cuando dé detalles. Solo en dos ocasiones, una en el otoño de 2022 durante un encuentro en mi casa, y otra en el verano de ese año, en un audio de WhatsApp, tendrá la voz estrangulada: por la angustia, primero; por la pena, después. La primera vez que eso ocurre es cuando habla de la posibilidad de que su pareja con Hugo Dvoskin no funcione. La segunda, cuando anuncia la enfermedad de su perro Toitoy. Ese tono imperturbable —del que es consciente— hará que a menudo exprese su preocupación por parecer demasiado fría: «A veces me da temor no poder expresarte lo que pasó, porque tengo esta manera tan fría de contarlo». Nunca grabará las conversaciones. Pedirá algunos resguardos en relación a la intimidad de sus hijos —Vera, David—, de sus nietos —Duncan, de nueve, Ewan, de doce—, o de terceros, esto último en casos de afectos antiguos a los que no quiere incomodar. Por todo lo demás, dirá: «Lo que digas de mí me la suda». Quizás porque ya dijeron de ella tantas cosas.

Y así empieza la historia.

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Un pasado incendiario. Un presente que pendula entre paseos en bicicleta, administración de propiedades en España, viajes —a ciudades como Tandil, a pueblos de Córdoba, a la costa argentina, a Boston, Madrid, Nueva York, a países como Polonia, Brasil, Francia y Austria—, cenas con amigos, cafés con amigos, almuerzos con amigos, visitas al geriátrico en el que vive su padre, despertares al alba tan temprano, el trabajo gestionando publicidad para revistas de ingeniería, el trabajo para Panoplia —la distribuidora de libros que era propiedad de su marido, fallecido en 2018— y el vínculo con un hombre, con este hombre, con Hugo Dvoskin, a quien le hizo enorme daño allá en la adolescencia, a quien envió un telegrama clamando socorro recién salida de la ESMA, a quien escribió cartas de amor rendido sin recibir jamás una respuesta.

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Le pregunto por la tortura con mucha más facilidad con la que le pregunto por las violaciones, porque preguntar por las violaciones puede confundirse con morbo pero la escena de la tortura es sagrada: en ella hay puro sufrimiento. Varias veces, a lo largo de meses, y aunque indagué sobre el asunto, me dirá que nadie, nunca, le preguntó por la tortura excepto una persona: Hugo. Un día le digo: «¿Ni siquiera yo?». Me dice: «Ni siquiera tú». Entonces entiendo: ella quiere decir que nadie a quien ella haya temido o tema perder, que nadie a quien considere incondicional, le ha preguntado. Excepto Hugo.

Este adelanto del libro La llamada, de Leila Guerriero, se publica con autorización de Anagrama.

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La llamada

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Leila Guerriero explora una historia cruenta de la dictadura, en el que Labayru fue denunciante, en este adelanto del libro La llamada, publicado por Anagrama.

Empieza con un cántico en latín, en una terraza.

Hay viento la noche del 27 de noviembre de 2022 en Buenos Aires. La terraza corona un edificio de dos plantas que retiene una firme autoconciencia de su belleza con esa altanería refinada de las construcciones antiguas. Se llega a ella después de atravesar un corredor extenso cubierto de paneles de vidrio ensombrecidos por el hollín —un detalle que aporta humanidad, un defecto necesario— y subir una escalera, una ascensión virtuosa de mármol blanco. Inserta en el centro de la manzana, la terraza parece una balsa rústica rodeada por olas de edificios más altos. Todo luce atacado por una sequedad armónica, un ascetismo de diseño (lo que no es extraño puesto que dos de las personas que viven aquí son arquitectas): cañas indias, enredaderas, bancos largos, sillas plegables de lona, una banqueta con almohadones blancos. La mesa, de madera cruda, está debajo de una tela de media sombra que se agita con lo que fue primero brisa y ahora es un viento fresco que despeja el calor ingobernable del fin de la primavera austral. En la parrilla se cocinan a fuego lento morcillas, pollo, lomo. Cada tanto, uno de los dueños de casa, el fotógrafo Dani Yako, se acerca hasta allí para controlar la cocción. Está, como siempre, vestido de negro: chomba Lacoste, jeans. Hace algunos años tenía un bigote aparatoso. Ahora lleva barba corta, los mismos anteojos de marcos gruesos. Al volver a la mesa le basta con escuchar dos o tres palabras para reinsertarse en la conversación. Es normal: conoce a casi todas las personas que están allí desde 1969, cuando tenía trece años.

—Me dijeron que en la presentación del libro estuvo la Royo —dice Yako.

—¡Cómo no nos avisaste! —dice Débora.

—Yo no la vi —dice Silvia Luz.

Alba dice, algo indiferente:

—Yo tampoco.

No dicen nada ni Laura ni Julia, la mujer y la hija de Yako —las arquitectas, que ya deben haber escuchado hablar de la Royo en otras cenas como esta—, ni Silvia ni Hugo.

—Bueno, me dijeron que estaba, yo no la vi —dice Yako, fingiendo ofuscación infantil, encogiéndose de hombros.

La presentación a la que alude es la de su último libro de fotos, Exilio, que reúne imágenes tomadas desde 1976 y hasta 1983, la mayor parte de ellas en España, en las que se ve a casi todas las personas que están en la terraza (y a otras que no están aquí). La presentación se hizo en una librería del barrio de Palermo llamada Los Libros del Pasaje el jueves 3 de noviembre de 2022, pocas semanas atrás. Royo es la profesora de latín del colegio secundario al que fueron todos ellos, que rondan la misma edad: sesenta y cinco años.

—Me hubiera gustado verla —dice Débora.

Entonces, como si el apellido Royo hubiera sido una clave, alguien —quizás Débora— entona la frase en latín: «Ut queant laxis / resonare fibris». Y Silvia Luz se suma: «Mira gestorum / famuli tuorum». Y Silvia: «Solve polluti / labii reatum». Y todos llegan al final —«Sancte Ioannes»— mientras golpean la superficie de la mesa con suavidad civilizada para que las botellas y los platos y las copas no terminen en el piso, siguiendo el compás de ese himno que cantaban en años en los que nada había sucedido, en los que todo estaba empezando, una bacteria larvada dentro de una matriz que iba a romperse en pedazos.

UT queant laxis

REsonare fibris

MIra gestorum

FAmuli tuorum

SOLve polluti,

LAbii reatum

Sancte Ioannes.

La traducción sería: «Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan». Es el «Himno a san Juan Bautista», escrito por Pablo el Diácono en el siglo VIII. Sus versos comienzan con las notas musicales: re, mi, fa, sol. «Ut» es la forma antigua utilizada para la nota do.

—¡«Ut» —grita Débora— es do!

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La primera vez que la vi fue en la foto de un periódico. Aunque estaba sentada sobre lo que parecía una tapa de cemento en mitad de un jardín frondoso, se notaba que era alta. El pelo rubio, por debajo de los hombros, enmarcaba un rostro sofisticado, esa clase de belleza felina que da, a algunas personas, el aspecto de una pieza delicada un poco salvaje. Usaba el flequillo insolente que solían usar muchachas de otra época. Le calzaba ese sustantivo: muchacha. Aparentaba muchos años menos de los que se deducían del artículo: sesenta y cuatro. Vestía una prenda de mangas largas color azul, jeans ajustados, sandalias de taco chino con suela de yute. Era delgada, con una voluptuosidad natural. Estaba allí ostentando el desparpajo de quien se ha sentado en el piso muchas veces sin perder el tipo. Miraba hacia arriba. La foto trasuntaba un clima a la vez fértil y amenazador, sumergida en una luz acuática que le daba la cualidad de un sueño (ella se arrepintió de haberse fotografiado allí, en ese jardín demasiado identificable, porque alguno de «estos tipos» podía ubicarla y hacerle pasar «un susto, un mal rato»). Llamaban la atención las manos grandes, compactas, rudas, una música muy fuerte para el resto del conjunto, más sutil. No se le veían los ojos, pero son azules. El título de la nota, firmada por Mariana Carbajal y publicada el 27 de marzo de 2021 en el diario argentino Página/12, decía: «El secuestro de Silvia Labayrú. La llegada a la ESMA y el parto en cautiverio». Tenía un error, y era el acento: su apellido es Labayru, no Labayrú. Pero el día en que leí la nota —edición en papel, era domingo— yo no sabía quién era esa mujer, ni estaba interesada en la ortografía de un texto en el que ella empezaba diciendo: «El 29 de diciembre de 1976, con 20 años, embarazada de cinco meses, me llevaron [...] a la ESMA [...] al sótano, donde torturaban en una salita [...], en un lugar famoso que llamaban “La avenida de la felicidad”. Ahí fui interrogada, torturada durante un tiempo. [...] me tuvieron catorce días [escuchando] día y noche sin parar los alaridos de los compañeros que pasaban por las otras salas de tortura». La periodista aclaraba que la evocación pertenecía a «Silvia Labayrú, ex integrante de Montoneros, sobreviviente de ese centro clandestino de detención», la ESMA, donde había permanecido secuestrada un año y medio.

La ESMA es la Escuela de Mecánica de la Armada, un sitio de instrucción militar donde, desde el golpe de Estado que se produjo el 24 de marzo de 1976 en la Argentina, funcionó un centro clandestino de detención, el más grande de los casi setecientos que hubo en el país. Entre 1976 y 1983, cuando la dictadura terminó, fueron secuestradas, torturadas y asesinadas allí, por los llamados Grupos de Tareas, unas cinco mil personas. Sobrevivieron menos de doscientas. El número total de desaparecidos durante la dictadura es de treinta mil.

Montoneros fue un grupo de extracción peronista, surgido en los setenta que, a mediados de esa década, se militarizó, formando el Ejército Montonero, y pasó a la clandestinidad.

Silvia Labayru militaba allí, y desde los dieciocho años integró el sector de Inteligencia de la capital cuyo responsable máximo era el escritor argentino Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre, abatido en la calle por un Grupo de Tareas de la ESMA el 25 de marzo de 1977, que continúa desaparecido.

El artículo de Página/12 estaba enfocado en el hecho de que ella, junto con Mabel Lucrecia Luisa Zanta y María Rosa Paredes, había sido denunciante en el primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos en ese centro clandestino. La denuncia se había hecho en 2014. El juicio había comenzado en octubre de 2020 y se esperaba sentencia para agosto de 2021, cinco meses después de publicada la nota. Aunque Labayru había dado su testimonio acerca de lo acontecido ante la ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) en 1979, ante la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) en 1984, y en diversos juicios contra represores de la ESMA, y de esos testimonios podía desprenderse que había pasado por algún tipo de abuso, nunca había dado detalles ni se los habían pedido porque, hasta 2010, la violencia sexual formaba parte del rubro «torturas y tormentos», un combo inespecífico en el que se incluían la picana eléctrica, el submarino seco, el simulacro de fusilamiento, los golpes. Recién ese año la violación se transformó en un delito autónomo: algo que podía juzgarse per se. Una década más tarde, Labayru y las otras dos mujeres —a quienes no conoce— testimoniaron en ese juicio. Ella acusaba a dos miembros de la Armada: Alberto Eduardo «Gato» González, como su violador, y Jorge Eduardo «el Tigre» Acosta, al frente del centro clandestino en aquellos años, como el instigador de esas violaciones. Ambos tenían ya varias condenas a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad.

Cuando se publicó el artículo, Silvia Labayru llevaba cuatro décadas sin hablar con periodistas —su hija Vera y su hijo David estaban entrenados para negarla cuando llamaban por teléfono pidiendo entrevistarla— y, aunque yo no lo sabía, no estaba dispuesta a hacer más excepciones que la que había hecho con Página/12.

Dos o tres días después de esa publicación, el fotógrafo Dani Yako, a quien conozco desde hace años, me envió dos mensajes por WhatsApp. El primero tenía un link a esa nota de Página/12, que yo ya había leído. El segundo era una pregunta: «¿Leíste esto de mi amiga Silvia?».

El 18 de noviembre de 2013, en el Juicio ESMA, Causa Unificada, Silvia Labayru declaró: «Las mujeres éramos su botín de guerra. Nuestros cuerpos fueron considerados como botín de guerra. Eso es algo bastante habitual, por no decir muy habitual, en la violencia sexual. Y utilizar o considerar a las mujeres como parte del botín es un clásico en todas las historias represivas de las guerras [...]. En esto no fue una excepción».

Canta Bob Dylan: «¿Cuántas veces puede un hombre volver la cabeza / y fingir no ver lo que ve?». Estaba todo dicho. Solo había que saber —o querer— escuchar.

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En la terraza, Dani Yako dice en voz baja, un ceceo dulce que contrasta con el tono asertivo en el que habla (aunque el contenido de sus frases es siempre el de una duda amable: «A vos no te gusta el jazz, ¿no?»), que en el Colegio leían los clásicos en latín, que cursaban seis años de esa lengua, dos de griego, seis de francés. —Y ahora no me acuerdo de nada, apenas puedo hablar en español. Alguien menciona la frase latina:

—Ego puto in horto meo.

Silvia Luz Fernández dice:

—Con el tiempo, eso va a ser todo lo que nos vamos a acordar del latín.

Dejó de fumar el día anterior (ha dejado de fumar decenas de veces) y mastica chicles de nicotina a cada rato. Tiene una carcajada ronca, rulos cortos, blancos o platinados, una dicción precisa en la que engarza frases irónicas con las que, generalmente, se ataca a sí misma. Está sentada junto a Dani Yako. Al otro lado, Débora Kantor, el pelo corto, un estilo sencillo que contrasta con la cabellera trabajada en grandes ondas de Alba Corral. Siguen Laura Marino, la mujer de Yako, y Julia, la hija de ambos, que escuchan mucho, hablan poco y permanecen en el extremo de la mesa como si fuera plantas frescas, algo profundamente silvestre. Luego, Hugo Dvoskin, la pareja de Silva Labayru, y, junto a Hugo Dvoskin, ella. Silvia Labayru. Lalabayru. Silvia. Silvina. Y el nombre de su peligro: Mora.

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Un día de diciembre de 2022, corriendo por el campo, recuerdo que yo, de niña, tenía una yegua alazana, mansa pero altiva. Se llamaba Mora, Morita. Le pongo un mensaje de WhatsApp mencionando el hecho. Responde escueta: «Ja. Morita». La verdad, pienso después, es una sincronía bastante idiota.

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El predio de la ESMA ocupa diecisiete hectáreas. Desde el 24 de marzo de 2004, y por decreto del entonces presidente Néstor Kirchner, ya no lleva el nombre de Escuela de Mecánica de la Armada y es el Espacio Memoria y Derechos Humanos. Muchos le dicen «la ex-ESMA». Todas las personas entrevistadas para este libro la siguen llamando como entonces: «Vamos a la ESMA», «Nos encontramos en la ESMA», «Me llamaron desde la ESMA». Funcionan allí, en diversos edificios, el Museo Sitio de Memoria ESMA, el Archivo Nacional de la Memoria, la Casa por la Identidad, el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, el Espacio Cultural Nuestros Hijos, el Museo Malvinas, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Equipo Argentino de Antropología Forense, entre otras cosas. Está casi al final de la avenida del Libertador —una vía amplia con construcciones elegantes en las que vive parte de cierta aristocracia criolla tradicional—, a pocas cuadras del límite entre la ciudad y la zona norte del conurbano bonaerense.

Desde 1976, el centro clandestino de detención instalado allí operó en el Casino de Oficiales, el edificio del predio que se encuentra más cercano a la línea que separa la capital del conurbano. Su función era la de hospedar a oficiales y profesores visitantes, y no la perdió durante la dictadura: el primer y segundo pisos continuaron como albergue mientras en el sótano se llevaba a cabo la tortura, se obligaba a los prisioneros a falsificar documentos y procesar información, y en el tercer piso, conocido como Capucha (los detenidos permanecían la mayor parte del tiempo con capuchas y grilletes), estaban los cubículos —camarotes— donde se encerraba a los secuestrados, sobre todo militantes de Montoneros aunque no solo: también se secuestró, en menor medida, a miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y otros grupos de izquierda, y se torturó y asesinó a jubilados, adolescentes, monjas o gente cuyo nombre figuraba en una agenda equivocada. El proceso podía tener variantes, pero era más o menos así: se producía el secuestro —en la calle, en las casas—, se procedía a trasladar al secuestrado al sótano, se lo torturaba de inmediato para obtener información (de manera tal que, por ejemplo, se lograra capturar a quienes tuvieran una cita próxima con esa persona). Los secuestrados recibían un número del 1 al 999. Hubo muchos números 1 y muchos 999. El plantel se renovaba: cada miércoles se seleccionaba a un grupo de personas, se las anestesiaba con pentotal y se las arrojaba al Río de la Plata o al mar desde un avión (el dispositivo se conoce como «vuelos de la muerte»). Había otros métodos: un balazo. Entonces se realizaba un «asadito»: se quemaba el cuerpo en el parque que hay detrás.

Si bien fue uno de los cientos de centros clandestinos por los que pasaron miles de personas, en su inmensa mayoría desaparecidas, no era similar a ninguno.

«Como todos los centros clandestinos de detención de la dictadura», escribe Claudia Feld en el libro ESMA, firmado por ella y por Marina Franco, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2022, «la Escuela de Mecánica de la Armada implementó un sistema de destrucción física y psíquica [...]. Para la mayor parte de las personas secuestradas allí, este circuito fue corto y terminante: sufrieron feroces torturas, fueron inmovilizadas y aisladas en “Capucha” o “Capuchita”, hasta que poco después se las asesinó mediante los “vuelos de la muerte” o con otros métodos. Sin embargo, un grupo minoritario pero significativo de secuestrados y secuestradas fue mantenido con vida, y su cautiverio se prolongó durante meses, incluso años. En ese tiempo, fueron obligados a realizar diversos trabajos bajo amenaza de muerte, en un régimen que se conoció como “proceso de recuperación” [...]. La etapa más activa de este “proceso de recuperación” se produjo cuando el centro clandestino fue conducido por Jorge Acosta, entre fines de 1976 y los primeros meses de 1979.»

Cada persona incorporada a ese proceso estaba a cargo de un militar responsable que, en ocasiones, era el mismo que había procedido a la tortura. Si se consideraba que el proceso de recuperación estaba dando resultados, el prisionero empezaba a realizar algunas salidas. Por ejemplo, podía permanecer unos días en casa de sus familiares. A las mujeres secuestradas se las obligaba a vestir «de manera femenina» como demostración de que estaban dispuestas a dejar atrás la vida unisex de la militancia —todas esas camisas y pantalones de jean tan poco sexis—, y se las sacaba a cenar o a la boîte de moda, Mau Mau, propiedad de un hombre del jet set llamado José Lata Liste.

De todas maneras, nada garantizaba nada.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser puesta en libertad y enviada a otro país.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser obligada a trabajar en dependencias del Estado como la Cancillería o el Ministerio de Bienestar Social y permanecer en un régimen de libertad vigilada hasta, incluso, el comienzo de la democracia.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación y ser ejecutada.

Los motivos por los cuales el destino era uno u otro son oscuros, y terminan en el mismo callejón: no se sabe. La arbitrariedad garantiza un pavor perfecto: infinito.

El libro de Claudia Feld y Marina Franco consigna algunas particularidades de este centro clandestino: se encontraba en el corazón de Buenos Aires, a metros de la cancha de River, en un barrio residencial de mucho movimiento; estaba bajo el poder directo del almirante Massera, uno de los tres miembros de la Junta Militar que había tomado el poder; se mantuvo activo, a diferencia de los demás, durante toda la dictadura; se realizaba allí una producción permanente de documentos falsos, informes políticos o notas de prensa que se obligaba a confeccionar a los secuestrados; fue el epicentro de casos que tuvieron repercusión internacional, como el secuestro de dos monjas francesas, de tres Madres de Plaza de Mayo y —por equivocación en el operativo: buscaban a una persona parecida— el asesinato de la adolescente sueca Dagmar Hagelin; no hubo otro centro clandestino donde se implementara el proceso de recuperación (concebido por Acosta); nacieron más de treinta bebés que, en su mayoría, fueron separados de sus madres y entregados a represores que los criaron como hijos propios.

En el tercer piso de ese lugar, sobre una mesa, Silvia Labayru parió un bebé, uno de los pocos que fue entregado a su familia de origen.

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«No entiendo por qué te interesa Silvia Labayru. ¿Qué tiene de singular?», dice una persona que me da información y me recomienda lecturas relacionadas con el tema: «No sé qué le ves».

Hay una pregunta que hacen siempre: «¿Por qué elige las historias, con qué criterio?». Quizás con el peor de todos. Una abstrusa y soberbia necesidad de complicarse la vida y, al final, vencer. O no.

Te recomendamos el ensayo "La radicalidad de no hacer nada".

Fotografía de Esther Vargas (Flickr).

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La primera en llegar a casa de Dani Yako esa noche fue Silvia Luz Fernández, que tomó el colectivo de la línea 12 demasiado temprano, previendo que iba a demorar, pero el colectivo hizo el trayecto muy rápido. Luego llegaron Débora Kantor, Silvia Labayru y Hugo Dvoskin. Los tres permanecieron un rato tocando timbre sin que nadie les abriera (Yako olvidó decirles que lo llamaran por teléfono en vez de tocar el timbre, que no se escucha desde la terraza: a buena parte de los que forman este grupo parece unirlos una tendencia al despiste). Silvia Labayru portaba un cuenco con ensalada de papas preparada en su casa. Había llegado pocos días antes desde Recife, Brasil, donde Hugo Dvoskin, su pareja, psicoanalista, había participado en un congreso de lacanianos. Él usaba una chomba celeste fuerte y tenía el aspecto de siempre: recién salido de la ducha, fresco y dispuesto a subir un volcán. Ella llevaba un vestido azul oscuro, corto y vaporoso, de tela evanescente. La última en llegar fue Alba Corral. Alba Corral y Silvia Luz Fernández no viven en la Argentina sino en Madrid y París, respectivamente. Todos los demás, en Buenos Aires. Aunque decir exactamente dónde vive ahora Silvia Labayru podría costar un poco más de trabajo.

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Dani Yako, fotógrafo, argentino, exiliado en España desde 1976, retornado a la Argentina en 1983.

Silvia Luz Fernández, psiquiatra, argentina, exiliada en Francia desde 1979. Continúa allí.

Alba Corral, empresaria, argentina, exiliada en España desde 1977. Continúa allí.

Débora Kantor, licenciada en Ciencias de la Educación, argentina.

Hugo Dvoskin, psicoanalista, argentino.

Silvia Labayru, estudiante de Medicina, Historia, Psicología, brevemente de Sociología, argentina, exiliada en España desde junio de 1978, actualmente fluctuando entre Madrid y Buenos Aires. Si se le pregunta dónde vive, a veces responde: «En el limbo».

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Esa noche se habla de todo. De si es mejor la carne de la carnicería Don Julio —no vale la pena el precio exorbitante, dice alguien—, la del supermercado Jumbo o la del supermercado COTO. De fotografía. De vacunas. De un médico que le diagnosticó a Dani Yako una leucemia que no tenía. De un flebólogo al que Débora Kantor consultó por unas venas y le dijo que, si su preocupación era estética, mejor se operara las ojeras. De licencias de conducir. De películas y series. Nadie menciona la palabra secuestro. Nadie menciona la palabra desaparecido. Nadie menciona la palabra exilio.

Dani, Débora, Alba, Silvia Luz, Hugo y Silvia fueron al mismo colegio secundario, el Nacional Buenos Aires, un establecimiento público de exigencia salvaje con un examen de ingreso para el cual los aspirantes se preparan con un año de antelación. Han egresado de él personas que fueron, después, presidentes, diputados, senadores, jueces, premio Nobel. Su prestigio es tal que lo llaman, simplemente, el Colegio. Como si no hubiera otro. Todas las cosas empezaron ahí.

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Cada 14 de marzo, durante años, Silvia Labayru festejó con su padre, Jorge Labayru, mayor de la Fuerza Aérea y piloto civil de Aerolíneas Argentinas, el día en que se produjo la llamada que le salvó la vida. El 14 de marzo de 1977 él levantó el auricular del teléfono de su casa, un piso 12 sobre la avenida del Libertador desde el que se ven el hipódromo de Buenos Aires y la costa uruguaya, escuchó la voz de un hombre que dijo: «Llamo para hablarle de su hija», y respondió con un grito: «¡Montoneros hijos de puta! ¡Ustedes son los responsables morales de la muerte de mi hija! ¡Los voy a cagar a tiros!». O algo así. Para entonces, Jorge Labayru llevaba tres meses creyendo que su hija estaba muerta.

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Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan.

El himno viajó en el tiempo, como viajaron todos ellos, hasta hoy.

Cuando la cena en la terraza termina, Silvia Labayru y yo bajamos y buscamos un taxi para regresar a casa. Nos conocemos desde hace un año y seis meses. Vivimos cerca, así que es usual que, al terminar lo que estemos haciendo, regresemos juntas. La calle está desierta, es domingo, casi no pasan autos. A lo lejos, se ve la luz roja de un taxi libre. Hago señas. Dice: «¿Eso no es un semáforo?». Le digo: «Un semáforo que se mueve». El taxi se acerca, se detiene. Hugo se ha ido antes —atiende el consultorio desde temprano—, y le dejó dinero para pagar el transporte. Ella no reconoció los billetes —hay reales brasileños mezclados con pesos argentinos, un dinero que todavía no entiende; la economía local la confunde y en ocasiones dice: «No me hables en pesos, dime en euros»—, y como no tenía el bolso a mano se los guardó en el soutien. Subo primero al auto, porque bajo después, y damos indicaciones: vamos a tal y tal sitio, nos detenemos primero en tal. Ella lleva el cuenco de la ensalada de papas, ya vacío, dentro de una bolsa, sobre la falda. Le pregunto por Toitoy, su perro de nueve años y medio que está muriendo en Madrid, en casa de su sobrina. «Usualmente, esos perros viven ocho años, pero Toitoy estaba como una rosa. Las fotos que me mandan, los ojitos...», dice, con una pena que no le he oído casi nunca desde mayo de 2021, cuando hablé por primera vez con ella en el balcón de un departamento de la calle Gurruchaga en el que ya no vive. Toitoy tiene una falla renal irreparable, no puede hacerse a la idea de que no lo verá más. El taxi se detiene a dos cuadras de su casa, que está en la calle Costa Rica. Nos despedimos hasta el día siguiente, cuando volveremos a encontrarnos. El taxista, un tipo joven con la cara tatuada, arranca de nuevo y me pregunta: «¿Tu amiga de dónde es?». Le respondo: «Es argentina, pero vive en España desde hace muchos años». No voy a explicarle a un desconocido que ella está desde 2019 en Buenos Aires, con intermitencias, porque se reencontró con el hombre que fue su primer novio importante. «Ah, como hablaba raro no sabía. A esta 26 hora anda todo el mundo copeteado, en pedo». Tomo nota de que no sabe qué relación me une a la mujer que viajaba conmigo y, aun así, me dice que creyó que ella —por su forma de hablar, mezclando el «tú» con el «vos», marcando en ocasiones las ces y las zetas como una española pero en ocasiones no— estaba borracha. Le respondo con más información que la que he entregado a nadie en estos meses: «Es argentina pero tuvo que exiliarse en España en los años setenta». Me dice: «Ah, ¿en los setenta?». Pausa. «Seguro que el marido era peronista o estaba metido en algo.» Siento una hostilidad retorcida. Le digo: «¿Por qué el marido?». Y aunque sé que tengo que frenar, sigo: «Era ella. Era montonera». Me arrepiento del comienzo de la frase, que parece acusatoria: «Era ella». Me mira por el espejo y me dice: «Ah. ¿Montonera?». Y se queda callado. Entonces, después de unos segundos de silencio, me pregunta si vivo por ahí, si estoy casada, si no me da miedo andar sola de noche, subirme a cualquier taxi. Busco en el bolso las llaves de casa, las empuño como me indicó mi padre: una asomando entre los dedos, directo al ojo en caso de agresión. Me digo que soy idiota. Jamás podría hacer eso y, si lo hiciera, me rompería la mano. Pienso en ella ahora, caminando hacia su casa, el dinero metido en el soutien, flotante y rápida en su vestido azul volado, llevando el cuenco de la ensalada de papas. Me doy cuenta de que dije la palabra montonera con altanería, como si quisiera golpear al tipo con un secreto del que soy poseedora. «¿Cómo te llamás?», pregunta. Lo miro por el espejo. No le contesto. Pienso en lo que me ha dicho ella tantas veces: cuando cuenta su historia —apenas el bosquejo: secuestrada un año y medio en un centro clandestino, parto sobre una mesa—, la persona a quien se la cuenta empieza a narrar su propia experiencia de peligro menor: el día en que, por una infracción, terminó en una comisaría; el día en que, durante una marcha por reclamos salariales, resultó perseguida un par de cuadras por las fuerzas del orden («Cuento mi historia y dicen: “Ah, qué difícil debe haber sido, porque a mí también me pasó, bla, bla”, y yo me quedo escuchando su traumática experiencia del día en que los persiguió un policía con una cachiporra»). La necesidad de inventarse un poco de heroísmo para competir. O el regodeo en el dramita propio para no escuchar el drama ajeno. Que fue alto. Que fue mucho.

(El taxista, por supuesto, me deja en la puerta de mi casa y se va.)

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—Yo de política argentina no quiero opinar porque a la política argentina no la entiendo.

Es lo primero que dice el 4 de mayo de 2021 a las dos y media de la tarde en el balcón de un departamento del piso 15 sobre la calle Gurruchaga, barrio de Palermo. El sitio es alquilado y vive allí desde 2019 con Hugo Dvoskin, que tiene su consultorio cinco pisos más arriba. Llegó a Buenos Aires el 7 de junio de ese año, siguiendo la invitación que él le hizo —quedarse ocho días juntos, sin atenuantes, en esta casa—, y ya no se fue (aunque regresa a España de manera regular). Estoy allí porque Dani Yako la llamó, le dijo que yo estaba interesada en su historia, y ella respondió de inmediato: «Que me llame». Convinimos este encuentro solo para conocernos, pero en esa primera conversación informal se establecen las condiciones de trabajo. Ella: «¿Puedo leer lo que escribas antes de que se publique?». Yo: «No». Ella: «¿Entonces puedo grabar las conversaciones que tengamos?». Yo: «Sí».

Usa un pantalón negro chupín, las mismas sandalias de taco chino con suela de yute que le vi en la foto del diario, un suéter liviano, gris, cruzado por delante, y una estrella de David de oro pendiendo de una cadena corta y fina (que no se quitará nunca). Como es plena pandemia de covid-19, y por disposición del gobierno solo se puede circular hasta las ocho de la noche, nos encontramos temprano. Aunque estamos al aire libre usamos barbijo. Lo usaremos por mucho tiempo. Ella ha entrado al programa experimental de un laboratorio alemán que prueba la vacuna Curevac (que no funcionará), pero yo aún (como la mayor parte de los habitantes del planeta) no estoy vacunada. A lo largo de dos horas, contará el bosquejo (adolescencia en el Colegio, militancia en Montoneros, secuestro, tortura, parto, entrega de la hija a los abuelos, exilio en España, repudio por parte de otros sobrevivientes y organismos de derechos humanos), con el mismo tono sereno y racional que utilizará después, a lo largo de un año y siete meses, cuando dé detalles. Solo en dos ocasiones, una en el otoño de 2022 durante un encuentro en mi casa, y otra en el verano de ese año, en un audio de WhatsApp, tendrá la voz estrangulada: por la angustia, primero; por la pena, después. La primera vez que eso ocurre es cuando habla de la posibilidad de que su pareja con Hugo Dvoskin no funcione. La segunda, cuando anuncia la enfermedad de su perro Toitoy. Ese tono imperturbable —del que es consciente— hará que a menudo exprese su preocupación por parecer demasiado fría: «A veces me da temor no poder expresarte lo que pasó, porque tengo esta manera tan fría de contarlo». Nunca grabará las conversaciones. Pedirá algunos resguardos en relación a la intimidad de sus hijos —Vera, David—, de sus nietos —Duncan, de nueve, Ewan, de doce—, o de terceros, esto último en casos de afectos antiguos a los que no quiere incomodar. Por todo lo demás, dirá: «Lo que digas de mí me la suda». Quizás porque ya dijeron de ella tantas cosas.

Y así empieza la historia.

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Un pasado incendiario. Un presente que pendula entre paseos en bicicleta, administración de propiedades en España, viajes —a ciudades como Tandil, a pueblos de Córdoba, a la costa argentina, a Boston, Madrid, Nueva York, a países como Polonia, Brasil, Francia y Austria—, cenas con amigos, cafés con amigos, almuerzos con amigos, visitas al geriátrico en el que vive su padre, despertares al alba tan temprano, el trabajo gestionando publicidad para revistas de ingeniería, el trabajo para Panoplia —la distribuidora de libros que era propiedad de su marido, fallecido en 2018— y el vínculo con un hombre, con este hombre, con Hugo Dvoskin, a quien le hizo enorme daño allá en la adolescencia, a quien envió un telegrama clamando socorro recién salida de la ESMA, a quien escribió cartas de amor rendido sin recibir jamás una respuesta.

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Le pregunto por la tortura con mucha más facilidad con la que le pregunto por las violaciones, porque preguntar por las violaciones puede confundirse con morbo pero la escena de la tortura es sagrada: en ella hay puro sufrimiento. Varias veces, a lo largo de meses, y aunque indagué sobre el asunto, me dirá que nadie, nunca, le preguntó por la tortura excepto una persona: Hugo. Un día le digo: «¿Ni siquiera yo?». Me dice: «Ni siquiera tú». Entonces entiendo: ella quiere decir que nadie a quien ella haya temido o tema perder, que nadie a quien considere incondicional, le ha preguntado. Excepto Hugo.

Este adelanto del libro La llamada, de Leila Guerriero, se publica con autorización de Anagrama.

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La llamada

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Leila Guerriero explora una historia cruenta de la dictadura, en el que Labayru fue denunciante, en este adelanto del libro La llamada, publicado por Anagrama.

Empieza con un cántico en latín, en una terraza.

Hay viento la noche del 27 de noviembre de 2022 en Buenos Aires. La terraza corona un edificio de dos plantas que retiene una firme autoconciencia de su belleza con esa altanería refinada de las construcciones antiguas. Se llega a ella después de atravesar un corredor extenso cubierto de paneles de vidrio ensombrecidos por el hollín —un detalle que aporta humanidad, un defecto necesario— y subir una escalera, una ascensión virtuosa de mármol blanco. Inserta en el centro de la manzana, la terraza parece una balsa rústica rodeada por olas de edificios más altos. Todo luce atacado por una sequedad armónica, un ascetismo de diseño (lo que no es extraño puesto que dos de las personas que viven aquí son arquitectas): cañas indias, enredaderas, bancos largos, sillas plegables de lona, una banqueta con almohadones blancos. La mesa, de madera cruda, está debajo de una tela de media sombra que se agita con lo que fue primero brisa y ahora es un viento fresco que despeja el calor ingobernable del fin de la primavera austral. En la parrilla se cocinan a fuego lento morcillas, pollo, lomo. Cada tanto, uno de los dueños de casa, el fotógrafo Dani Yako, se acerca hasta allí para controlar la cocción. Está, como siempre, vestido de negro: chomba Lacoste, jeans. Hace algunos años tenía un bigote aparatoso. Ahora lleva barba corta, los mismos anteojos de marcos gruesos. Al volver a la mesa le basta con escuchar dos o tres palabras para reinsertarse en la conversación. Es normal: conoce a casi todas las personas que están allí desde 1969, cuando tenía trece años.

—Me dijeron que en la presentación del libro estuvo la Royo —dice Yako.

—¡Cómo no nos avisaste! —dice Débora.

—Yo no la vi —dice Silvia Luz.

Alba dice, algo indiferente:

—Yo tampoco.

No dicen nada ni Laura ni Julia, la mujer y la hija de Yako —las arquitectas, que ya deben haber escuchado hablar de la Royo en otras cenas como esta—, ni Silvia ni Hugo.

—Bueno, me dijeron que estaba, yo no la vi —dice Yako, fingiendo ofuscación infantil, encogiéndose de hombros.

La presentación a la que alude es la de su último libro de fotos, Exilio, que reúne imágenes tomadas desde 1976 y hasta 1983, la mayor parte de ellas en España, en las que se ve a casi todas las personas que están en la terraza (y a otras que no están aquí). La presentación se hizo en una librería del barrio de Palermo llamada Los Libros del Pasaje el jueves 3 de noviembre de 2022, pocas semanas atrás. Royo es la profesora de latín del colegio secundario al que fueron todos ellos, que rondan la misma edad: sesenta y cinco años.

—Me hubiera gustado verla —dice Débora.

Entonces, como si el apellido Royo hubiera sido una clave, alguien —quizás Débora— entona la frase en latín: «Ut queant laxis / resonare fibris». Y Silvia Luz se suma: «Mira gestorum / famuli tuorum». Y Silvia: «Solve polluti / labii reatum». Y todos llegan al final —«Sancte Ioannes»— mientras golpean la superficie de la mesa con suavidad civilizada para que las botellas y los platos y las copas no terminen en el piso, siguiendo el compás de ese himno que cantaban en años en los que nada había sucedido, en los que todo estaba empezando, una bacteria larvada dentro de una matriz que iba a romperse en pedazos.

UT queant laxis

REsonare fibris

MIra gestorum

FAmuli tuorum

SOLve polluti,

LAbii reatum

Sancte Ioannes.

La traducción sería: «Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan». Es el «Himno a san Juan Bautista», escrito por Pablo el Diácono en el siglo VIII. Sus versos comienzan con las notas musicales: re, mi, fa, sol. «Ut» es la forma antigua utilizada para la nota do.

—¡«Ut» —grita Débora— es do!

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La primera vez que la vi fue en la foto de un periódico. Aunque estaba sentada sobre lo que parecía una tapa de cemento en mitad de un jardín frondoso, se notaba que era alta. El pelo rubio, por debajo de los hombros, enmarcaba un rostro sofisticado, esa clase de belleza felina que da, a algunas personas, el aspecto de una pieza delicada un poco salvaje. Usaba el flequillo insolente que solían usar muchachas de otra época. Le calzaba ese sustantivo: muchacha. Aparentaba muchos años menos de los que se deducían del artículo: sesenta y cuatro. Vestía una prenda de mangas largas color azul, jeans ajustados, sandalias de taco chino con suela de yute. Era delgada, con una voluptuosidad natural. Estaba allí ostentando el desparpajo de quien se ha sentado en el piso muchas veces sin perder el tipo. Miraba hacia arriba. La foto trasuntaba un clima a la vez fértil y amenazador, sumergida en una luz acuática que le daba la cualidad de un sueño (ella se arrepintió de haberse fotografiado allí, en ese jardín demasiado identificable, porque alguno de «estos tipos» podía ubicarla y hacerle pasar «un susto, un mal rato»). Llamaban la atención las manos grandes, compactas, rudas, una música muy fuerte para el resto del conjunto, más sutil. No se le veían los ojos, pero son azules. El título de la nota, firmada por Mariana Carbajal y publicada el 27 de marzo de 2021 en el diario argentino Página/12, decía: «El secuestro de Silvia Labayrú. La llegada a la ESMA y el parto en cautiverio». Tenía un error, y era el acento: su apellido es Labayru, no Labayrú. Pero el día en que leí la nota —edición en papel, era domingo— yo no sabía quién era esa mujer, ni estaba interesada en la ortografía de un texto en el que ella empezaba diciendo: «El 29 de diciembre de 1976, con 20 años, embarazada de cinco meses, me llevaron [...] a la ESMA [...] al sótano, donde torturaban en una salita [...], en un lugar famoso que llamaban “La avenida de la felicidad”. Ahí fui interrogada, torturada durante un tiempo. [...] me tuvieron catorce días [escuchando] día y noche sin parar los alaridos de los compañeros que pasaban por las otras salas de tortura». La periodista aclaraba que la evocación pertenecía a «Silvia Labayrú, ex integrante de Montoneros, sobreviviente de ese centro clandestino de detención», la ESMA, donde había permanecido secuestrada un año y medio.

La ESMA es la Escuela de Mecánica de la Armada, un sitio de instrucción militar donde, desde el golpe de Estado que se produjo el 24 de marzo de 1976 en la Argentina, funcionó un centro clandestino de detención, el más grande de los casi setecientos que hubo en el país. Entre 1976 y 1983, cuando la dictadura terminó, fueron secuestradas, torturadas y asesinadas allí, por los llamados Grupos de Tareas, unas cinco mil personas. Sobrevivieron menos de doscientas. El número total de desaparecidos durante la dictadura es de treinta mil.

Montoneros fue un grupo de extracción peronista, surgido en los setenta que, a mediados de esa década, se militarizó, formando el Ejército Montonero, y pasó a la clandestinidad.

Silvia Labayru militaba allí, y desde los dieciocho años integró el sector de Inteligencia de la capital cuyo responsable máximo era el escritor argentino Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre, abatido en la calle por un Grupo de Tareas de la ESMA el 25 de marzo de 1977, que continúa desaparecido.

El artículo de Página/12 estaba enfocado en el hecho de que ella, junto con Mabel Lucrecia Luisa Zanta y María Rosa Paredes, había sido denunciante en el primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos en ese centro clandestino. La denuncia se había hecho en 2014. El juicio había comenzado en octubre de 2020 y se esperaba sentencia para agosto de 2021, cinco meses después de publicada la nota. Aunque Labayru había dado su testimonio acerca de lo acontecido ante la ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) en 1979, ante la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) en 1984, y en diversos juicios contra represores de la ESMA, y de esos testimonios podía desprenderse que había pasado por algún tipo de abuso, nunca había dado detalles ni se los habían pedido porque, hasta 2010, la violencia sexual formaba parte del rubro «torturas y tormentos», un combo inespecífico en el que se incluían la picana eléctrica, el submarino seco, el simulacro de fusilamiento, los golpes. Recién ese año la violación se transformó en un delito autónomo: algo que podía juzgarse per se. Una década más tarde, Labayru y las otras dos mujeres —a quienes no conoce— testimoniaron en ese juicio. Ella acusaba a dos miembros de la Armada: Alberto Eduardo «Gato» González, como su violador, y Jorge Eduardo «el Tigre» Acosta, al frente del centro clandestino en aquellos años, como el instigador de esas violaciones. Ambos tenían ya varias condenas a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad.

Cuando se publicó el artículo, Silvia Labayru llevaba cuatro décadas sin hablar con periodistas —su hija Vera y su hijo David estaban entrenados para negarla cuando llamaban por teléfono pidiendo entrevistarla— y, aunque yo no lo sabía, no estaba dispuesta a hacer más excepciones que la que había hecho con Página/12.

Dos o tres días después de esa publicación, el fotógrafo Dani Yako, a quien conozco desde hace años, me envió dos mensajes por WhatsApp. El primero tenía un link a esa nota de Página/12, que yo ya había leído. El segundo era una pregunta: «¿Leíste esto de mi amiga Silvia?».

El 18 de noviembre de 2013, en el Juicio ESMA, Causa Unificada, Silvia Labayru declaró: «Las mujeres éramos su botín de guerra. Nuestros cuerpos fueron considerados como botín de guerra. Eso es algo bastante habitual, por no decir muy habitual, en la violencia sexual. Y utilizar o considerar a las mujeres como parte del botín es un clásico en todas las historias represivas de las guerras [...]. En esto no fue una excepción».

Canta Bob Dylan: «¿Cuántas veces puede un hombre volver la cabeza / y fingir no ver lo que ve?». Estaba todo dicho. Solo había que saber —o querer— escuchar.

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En la terraza, Dani Yako dice en voz baja, un ceceo dulce que contrasta con el tono asertivo en el que habla (aunque el contenido de sus frases es siempre el de una duda amable: «A vos no te gusta el jazz, ¿no?»), que en el Colegio leían los clásicos en latín, que cursaban seis años de esa lengua, dos de griego, seis de francés. —Y ahora no me acuerdo de nada, apenas puedo hablar en español. Alguien menciona la frase latina:

—Ego puto in horto meo.

Silvia Luz Fernández dice:

—Con el tiempo, eso va a ser todo lo que nos vamos a acordar del latín.

Dejó de fumar el día anterior (ha dejado de fumar decenas de veces) y mastica chicles de nicotina a cada rato. Tiene una carcajada ronca, rulos cortos, blancos o platinados, una dicción precisa en la que engarza frases irónicas con las que, generalmente, se ataca a sí misma. Está sentada junto a Dani Yako. Al otro lado, Débora Kantor, el pelo corto, un estilo sencillo que contrasta con la cabellera trabajada en grandes ondas de Alba Corral. Siguen Laura Marino, la mujer de Yako, y Julia, la hija de ambos, que escuchan mucho, hablan poco y permanecen en el extremo de la mesa como si fuera plantas frescas, algo profundamente silvestre. Luego, Hugo Dvoskin, la pareja de Silva Labayru, y, junto a Hugo Dvoskin, ella. Silvia Labayru. Lalabayru. Silvia. Silvina. Y el nombre de su peligro: Mora.

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Un día de diciembre de 2022, corriendo por el campo, recuerdo que yo, de niña, tenía una yegua alazana, mansa pero altiva. Se llamaba Mora, Morita. Le pongo un mensaje de WhatsApp mencionando el hecho. Responde escueta: «Ja. Morita». La verdad, pienso después, es una sincronía bastante idiota.

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El predio de la ESMA ocupa diecisiete hectáreas. Desde el 24 de marzo de 2004, y por decreto del entonces presidente Néstor Kirchner, ya no lleva el nombre de Escuela de Mecánica de la Armada y es el Espacio Memoria y Derechos Humanos. Muchos le dicen «la ex-ESMA». Todas las personas entrevistadas para este libro la siguen llamando como entonces: «Vamos a la ESMA», «Nos encontramos en la ESMA», «Me llamaron desde la ESMA». Funcionan allí, en diversos edificios, el Museo Sitio de Memoria ESMA, el Archivo Nacional de la Memoria, la Casa por la Identidad, el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, el Espacio Cultural Nuestros Hijos, el Museo Malvinas, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Equipo Argentino de Antropología Forense, entre otras cosas. Está casi al final de la avenida del Libertador —una vía amplia con construcciones elegantes en las que vive parte de cierta aristocracia criolla tradicional—, a pocas cuadras del límite entre la ciudad y la zona norte del conurbano bonaerense.

Desde 1976, el centro clandestino de detención instalado allí operó en el Casino de Oficiales, el edificio del predio que se encuentra más cercano a la línea que separa la capital del conurbano. Su función era la de hospedar a oficiales y profesores visitantes, y no la perdió durante la dictadura: el primer y segundo pisos continuaron como albergue mientras en el sótano se llevaba a cabo la tortura, se obligaba a los prisioneros a falsificar documentos y procesar información, y en el tercer piso, conocido como Capucha (los detenidos permanecían la mayor parte del tiempo con capuchas y grilletes), estaban los cubículos —camarotes— donde se encerraba a los secuestrados, sobre todo militantes de Montoneros aunque no solo: también se secuestró, en menor medida, a miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y otros grupos de izquierda, y se torturó y asesinó a jubilados, adolescentes, monjas o gente cuyo nombre figuraba en una agenda equivocada. El proceso podía tener variantes, pero era más o menos así: se producía el secuestro —en la calle, en las casas—, se procedía a trasladar al secuestrado al sótano, se lo torturaba de inmediato para obtener información (de manera tal que, por ejemplo, se lograra capturar a quienes tuvieran una cita próxima con esa persona). Los secuestrados recibían un número del 1 al 999. Hubo muchos números 1 y muchos 999. El plantel se renovaba: cada miércoles se seleccionaba a un grupo de personas, se las anestesiaba con pentotal y se las arrojaba al Río de la Plata o al mar desde un avión (el dispositivo se conoce como «vuelos de la muerte»). Había otros métodos: un balazo. Entonces se realizaba un «asadito»: se quemaba el cuerpo en el parque que hay detrás.

Si bien fue uno de los cientos de centros clandestinos por los que pasaron miles de personas, en su inmensa mayoría desaparecidas, no era similar a ninguno.

«Como todos los centros clandestinos de detención de la dictadura», escribe Claudia Feld en el libro ESMA, firmado por ella y por Marina Franco, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2022, «la Escuela de Mecánica de la Armada implementó un sistema de destrucción física y psíquica [...]. Para la mayor parte de las personas secuestradas allí, este circuito fue corto y terminante: sufrieron feroces torturas, fueron inmovilizadas y aisladas en “Capucha” o “Capuchita”, hasta que poco después se las asesinó mediante los “vuelos de la muerte” o con otros métodos. Sin embargo, un grupo minoritario pero significativo de secuestrados y secuestradas fue mantenido con vida, y su cautiverio se prolongó durante meses, incluso años. En ese tiempo, fueron obligados a realizar diversos trabajos bajo amenaza de muerte, en un régimen que se conoció como “proceso de recuperación” [...]. La etapa más activa de este “proceso de recuperación” se produjo cuando el centro clandestino fue conducido por Jorge Acosta, entre fines de 1976 y los primeros meses de 1979.»

Cada persona incorporada a ese proceso estaba a cargo de un militar responsable que, en ocasiones, era el mismo que había procedido a la tortura. Si se consideraba que el proceso de recuperación estaba dando resultados, el prisionero empezaba a realizar algunas salidas. Por ejemplo, podía permanecer unos días en casa de sus familiares. A las mujeres secuestradas se las obligaba a vestir «de manera femenina» como demostración de que estaban dispuestas a dejar atrás la vida unisex de la militancia —todas esas camisas y pantalones de jean tan poco sexis—, y se las sacaba a cenar o a la boîte de moda, Mau Mau, propiedad de un hombre del jet set llamado José Lata Liste.

De todas maneras, nada garantizaba nada.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser puesta en libertad y enviada a otro país.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser obligada a trabajar en dependencias del Estado como la Cancillería o el Ministerio de Bienestar Social y permanecer en un régimen de libertad vigilada hasta, incluso, el comienzo de la democracia.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación y ser ejecutada.

Los motivos por los cuales el destino era uno u otro son oscuros, y terminan en el mismo callejón: no se sabe. La arbitrariedad garantiza un pavor perfecto: infinito.

El libro de Claudia Feld y Marina Franco consigna algunas particularidades de este centro clandestino: se encontraba en el corazón de Buenos Aires, a metros de la cancha de River, en un barrio residencial de mucho movimiento; estaba bajo el poder directo del almirante Massera, uno de los tres miembros de la Junta Militar que había tomado el poder; se mantuvo activo, a diferencia de los demás, durante toda la dictadura; se realizaba allí una producción permanente de documentos falsos, informes políticos o notas de prensa que se obligaba a confeccionar a los secuestrados; fue el epicentro de casos que tuvieron repercusión internacional, como el secuestro de dos monjas francesas, de tres Madres de Plaza de Mayo y —por equivocación en el operativo: buscaban a una persona parecida— el asesinato de la adolescente sueca Dagmar Hagelin; no hubo otro centro clandestino donde se implementara el proceso de recuperación (concebido por Acosta); nacieron más de treinta bebés que, en su mayoría, fueron separados de sus madres y entregados a represores que los criaron como hijos propios.

En el tercer piso de ese lugar, sobre una mesa, Silvia Labayru parió un bebé, uno de los pocos que fue entregado a su familia de origen.

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«No entiendo por qué te interesa Silvia Labayru. ¿Qué tiene de singular?», dice una persona que me da información y me recomienda lecturas relacionadas con el tema: «No sé qué le ves».

Hay una pregunta que hacen siempre: «¿Por qué elige las historias, con qué criterio?». Quizás con el peor de todos. Una abstrusa y soberbia necesidad de complicarse la vida y, al final, vencer. O no.

Te recomendamos el ensayo "La radicalidad de no hacer nada".

Fotografía de Esther Vargas (Flickr).

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La primera en llegar a casa de Dani Yako esa noche fue Silvia Luz Fernández, que tomó el colectivo de la línea 12 demasiado temprano, previendo que iba a demorar, pero el colectivo hizo el trayecto muy rápido. Luego llegaron Débora Kantor, Silvia Labayru y Hugo Dvoskin. Los tres permanecieron un rato tocando timbre sin que nadie les abriera (Yako olvidó decirles que lo llamaran por teléfono en vez de tocar el timbre, que no se escucha desde la terraza: a buena parte de los que forman este grupo parece unirlos una tendencia al despiste). Silvia Labayru portaba un cuenco con ensalada de papas preparada en su casa. Había llegado pocos días antes desde Recife, Brasil, donde Hugo Dvoskin, su pareja, psicoanalista, había participado en un congreso de lacanianos. Él usaba una chomba celeste fuerte y tenía el aspecto de siempre: recién salido de la ducha, fresco y dispuesto a subir un volcán. Ella llevaba un vestido azul oscuro, corto y vaporoso, de tela evanescente. La última en llegar fue Alba Corral. Alba Corral y Silvia Luz Fernández no viven en la Argentina sino en Madrid y París, respectivamente. Todos los demás, en Buenos Aires. Aunque decir exactamente dónde vive ahora Silvia Labayru podría costar un poco más de trabajo.

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Dani Yako, fotógrafo, argentino, exiliado en España desde 1976, retornado a la Argentina en 1983.

Silvia Luz Fernández, psiquiatra, argentina, exiliada en Francia desde 1979. Continúa allí.

Alba Corral, empresaria, argentina, exiliada en España desde 1977. Continúa allí.

Débora Kantor, licenciada en Ciencias de la Educación, argentina.

Hugo Dvoskin, psicoanalista, argentino.

Silvia Labayru, estudiante de Medicina, Historia, Psicología, brevemente de Sociología, argentina, exiliada en España desde junio de 1978, actualmente fluctuando entre Madrid y Buenos Aires. Si se le pregunta dónde vive, a veces responde: «En el limbo».

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Esa noche se habla de todo. De si es mejor la carne de la carnicería Don Julio —no vale la pena el precio exorbitante, dice alguien—, la del supermercado Jumbo o la del supermercado COTO. De fotografía. De vacunas. De un médico que le diagnosticó a Dani Yako una leucemia que no tenía. De un flebólogo al que Débora Kantor consultó por unas venas y le dijo que, si su preocupación era estética, mejor se operara las ojeras. De licencias de conducir. De películas y series. Nadie menciona la palabra secuestro. Nadie menciona la palabra desaparecido. Nadie menciona la palabra exilio.

Dani, Débora, Alba, Silvia Luz, Hugo y Silvia fueron al mismo colegio secundario, el Nacional Buenos Aires, un establecimiento público de exigencia salvaje con un examen de ingreso para el cual los aspirantes se preparan con un año de antelación. Han egresado de él personas que fueron, después, presidentes, diputados, senadores, jueces, premio Nobel. Su prestigio es tal que lo llaman, simplemente, el Colegio. Como si no hubiera otro. Todas las cosas empezaron ahí.

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Cada 14 de marzo, durante años, Silvia Labayru festejó con su padre, Jorge Labayru, mayor de la Fuerza Aérea y piloto civil de Aerolíneas Argentinas, el día en que se produjo la llamada que le salvó la vida. El 14 de marzo de 1977 él levantó el auricular del teléfono de su casa, un piso 12 sobre la avenida del Libertador desde el que se ven el hipódromo de Buenos Aires y la costa uruguaya, escuchó la voz de un hombre que dijo: «Llamo para hablarle de su hija», y respondió con un grito: «¡Montoneros hijos de puta! ¡Ustedes son los responsables morales de la muerte de mi hija! ¡Los voy a cagar a tiros!». O algo así. Para entonces, Jorge Labayru llevaba tres meses creyendo que su hija estaba muerta.

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Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan.

El himno viajó en el tiempo, como viajaron todos ellos, hasta hoy.

Cuando la cena en la terraza termina, Silvia Labayru y yo bajamos y buscamos un taxi para regresar a casa. Nos conocemos desde hace un año y seis meses. Vivimos cerca, así que es usual que, al terminar lo que estemos haciendo, regresemos juntas. La calle está desierta, es domingo, casi no pasan autos. A lo lejos, se ve la luz roja de un taxi libre. Hago señas. Dice: «¿Eso no es un semáforo?». Le digo: «Un semáforo que se mueve». El taxi se acerca, se detiene. Hugo se ha ido antes —atiende el consultorio desde temprano—, y le dejó dinero para pagar el transporte. Ella no reconoció los billetes —hay reales brasileños mezclados con pesos argentinos, un dinero que todavía no entiende; la economía local la confunde y en ocasiones dice: «No me hables en pesos, dime en euros»—, y como no tenía el bolso a mano se los guardó en el soutien. Subo primero al auto, porque bajo después, y damos indicaciones: vamos a tal y tal sitio, nos detenemos primero en tal. Ella lleva el cuenco de la ensalada de papas, ya vacío, dentro de una bolsa, sobre la falda. Le pregunto por Toitoy, su perro de nueve años y medio que está muriendo en Madrid, en casa de su sobrina. «Usualmente, esos perros viven ocho años, pero Toitoy estaba como una rosa. Las fotos que me mandan, los ojitos...», dice, con una pena que no le he oído casi nunca desde mayo de 2021, cuando hablé por primera vez con ella en el balcón de un departamento de la calle Gurruchaga en el que ya no vive. Toitoy tiene una falla renal irreparable, no puede hacerse a la idea de que no lo verá más. El taxi se detiene a dos cuadras de su casa, que está en la calle Costa Rica. Nos despedimos hasta el día siguiente, cuando volveremos a encontrarnos. El taxista, un tipo joven con la cara tatuada, arranca de nuevo y me pregunta: «¿Tu amiga de dónde es?». Le respondo: «Es argentina, pero vive en España desde hace muchos años». No voy a explicarle a un desconocido que ella está desde 2019 en Buenos Aires, con intermitencias, porque se reencontró con el hombre que fue su primer novio importante. «Ah, como hablaba raro no sabía. A esta 26 hora anda todo el mundo copeteado, en pedo». Tomo nota de que no sabe qué relación me une a la mujer que viajaba conmigo y, aun así, me dice que creyó que ella —por su forma de hablar, mezclando el «tú» con el «vos», marcando en ocasiones las ces y las zetas como una española pero en ocasiones no— estaba borracha. Le respondo con más información que la que he entregado a nadie en estos meses: «Es argentina pero tuvo que exiliarse en España en los años setenta». Me dice: «Ah, ¿en los setenta?». Pausa. «Seguro que el marido era peronista o estaba metido en algo.» Siento una hostilidad retorcida. Le digo: «¿Por qué el marido?». Y aunque sé que tengo que frenar, sigo: «Era ella. Era montonera». Me arrepiento del comienzo de la frase, que parece acusatoria: «Era ella». Me mira por el espejo y me dice: «Ah. ¿Montonera?». Y se queda callado. Entonces, después de unos segundos de silencio, me pregunta si vivo por ahí, si estoy casada, si no me da miedo andar sola de noche, subirme a cualquier taxi. Busco en el bolso las llaves de casa, las empuño como me indicó mi padre: una asomando entre los dedos, directo al ojo en caso de agresión. Me digo que soy idiota. Jamás podría hacer eso y, si lo hiciera, me rompería la mano. Pienso en ella ahora, caminando hacia su casa, el dinero metido en el soutien, flotante y rápida en su vestido azul volado, llevando el cuenco de la ensalada de papas. Me doy cuenta de que dije la palabra montonera con altanería, como si quisiera golpear al tipo con un secreto del que soy poseedora. «¿Cómo te llamás?», pregunta. Lo miro por el espejo. No le contesto. Pienso en lo que me ha dicho ella tantas veces: cuando cuenta su historia —apenas el bosquejo: secuestrada un año y medio en un centro clandestino, parto sobre una mesa—, la persona a quien se la cuenta empieza a narrar su propia experiencia de peligro menor: el día en que, por una infracción, terminó en una comisaría; el día en que, durante una marcha por reclamos salariales, resultó perseguida un par de cuadras por las fuerzas del orden («Cuento mi historia y dicen: “Ah, qué difícil debe haber sido, porque a mí también me pasó, bla, bla”, y yo me quedo escuchando su traumática experiencia del día en que los persiguió un policía con una cachiporra»). La necesidad de inventarse un poco de heroísmo para competir. O el regodeo en el dramita propio para no escuchar el drama ajeno. Que fue alto. Que fue mucho.

(El taxista, por supuesto, me deja en la puerta de mi casa y se va.)

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—Yo de política argentina no quiero opinar porque a la política argentina no la entiendo.

Es lo primero que dice el 4 de mayo de 2021 a las dos y media de la tarde en el balcón de un departamento del piso 15 sobre la calle Gurruchaga, barrio de Palermo. El sitio es alquilado y vive allí desde 2019 con Hugo Dvoskin, que tiene su consultorio cinco pisos más arriba. Llegó a Buenos Aires el 7 de junio de ese año, siguiendo la invitación que él le hizo —quedarse ocho días juntos, sin atenuantes, en esta casa—, y ya no se fue (aunque regresa a España de manera regular). Estoy allí porque Dani Yako la llamó, le dijo que yo estaba interesada en su historia, y ella respondió de inmediato: «Que me llame». Convinimos este encuentro solo para conocernos, pero en esa primera conversación informal se establecen las condiciones de trabajo. Ella: «¿Puedo leer lo que escribas antes de que se publique?». Yo: «No». Ella: «¿Entonces puedo grabar las conversaciones que tengamos?». Yo: «Sí».

Usa un pantalón negro chupín, las mismas sandalias de taco chino con suela de yute que le vi en la foto del diario, un suéter liviano, gris, cruzado por delante, y una estrella de David de oro pendiendo de una cadena corta y fina (que no se quitará nunca). Como es plena pandemia de covid-19, y por disposición del gobierno solo se puede circular hasta las ocho de la noche, nos encontramos temprano. Aunque estamos al aire libre usamos barbijo. Lo usaremos por mucho tiempo. Ella ha entrado al programa experimental de un laboratorio alemán que prueba la vacuna Curevac (que no funcionará), pero yo aún (como la mayor parte de los habitantes del planeta) no estoy vacunada. A lo largo de dos horas, contará el bosquejo (adolescencia en el Colegio, militancia en Montoneros, secuestro, tortura, parto, entrega de la hija a los abuelos, exilio en España, repudio por parte de otros sobrevivientes y organismos de derechos humanos), con el mismo tono sereno y racional que utilizará después, a lo largo de un año y siete meses, cuando dé detalles. Solo en dos ocasiones, una en el otoño de 2022 durante un encuentro en mi casa, y otra en el verano de ese año, en un audio de WhatsApp, tendrá la voz estrangulada: por la angustia, primero; por la pena, después. La primera vez que eso ocurre es cuando habla de la posibilidad de que su pareja con Hugo Dvoskin no funcione. La segunda, cuando anuncia la enfermedad de su perro Toitoy. Ese tono imperturbable —del que es consciente— hará que a menudo exprese su preocupación por parecer demasiado fría: «A veces me da temor no poder expresarte lo que pasó, porque tengo esta manera tan fría de contarlo». Nunca grabará las conversaciones. Pedirá algunos resguardos en relación a la intimidad de sus hijos —Vera, David—, de sus nietos —Duncan, de nueve, Ewan, de doce—, o de terceros, esto último en casos de afectos antiguos a los que no quiere incomodar. Por todo lo demás, dirá: «Lo que digas de mí me la suda». Quizás porque ya dijeron de ella tantas cosas.

Y así empieza la historia.

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Un pasado incendiario. Un presente que pendula entre paseos en bicicleta, administración de propiedades en España, viajes —a ciudades como Tandil, a pueblos de Córdoba, a la costa argentina, a Boston, Madrid, Nueva York, a países como Polonia, Brasil, Francia y Austria—, cenas con amigos, cafés con amigos, almuerzos con amigos, visitas al geriátrico en el que vive su padre, despertares al alba tan temprano, el trabajo gestionando publicidad para revistas de ingeniería, el trabajo para Panoplia —la distribuidora de libros que era propiedad de su marido, fallecido en 2018— y el vínculo con un hombre, con este hombre, con Hugo Dvoskin, a quien le hizo enorme daño allá en la adolescencia, a quien envió un telegrama clamando socorro recién salida de la ESMA, a quien escribió cartas de amor rendido sin recibir jamás una respuesta.

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Le pregunto por la tortura con mucha más facilidad con la que le pregunto por las violaciones, porque preguntar por las violaciones puede confundirse con morbo pero la escena de la tortura es sagrada: en ella hay puro sufrimiento. Varias veces, a lo largo de meses, y aunque indagué sobre el asunto, me dirá que nadie, nunca, le preguntó por la tortura excepto una persona: Hugo. Un día le digo: «¿Ni siquiera yo?». Me dice: «Ni siquiera tú». Entonces entiendo: ella quiere decir que nadie a quien ella haya temido o tema perder, que nadie a quien considere incondicional, le ha preguntado. Excepto Hugo.

Este adelanto del libro La llamada, de Leila Guerriero, se publica con autorización de Anagrama.

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La llamada

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Leila Guerriero explora una historia cruenta de la dictadura, en el que Labayru fue denunciante, en este adelanto del libro La llamada, publicado por Anagrama.

Empieza con un cántico en latín, en una terraza.

Hay viento la noche del 27 de noviembre de 2022 en Buenos Aires. La terraza corona un edificio de dos plantas que retiene una firme autoconciencia de su belleza con esa altanería refinada de las construcciones antiguas. Se llega a ella después de atravesar un corredor extenso cubierto de paneles de vidrio ensombrecidos por el hollín —un detalle que aporta humanidad, un defecto necesario— y subir una escalera, una ascensión virtuosa de mármol blanco. Inserta en el centro de la manzana, la terraza parece una balsa rústica rodeada por olas de edificios más altos. Todo luce atacado por una sequedad armónica, un ascetismo de diseño (lo que no es extraño puesto que dos de las personas que viven aquí son arquitectas): cañas indias, enredaderas, bancos largos, sillas plegables de lona, una banqueta con almohadones blancos. La mesa, de madera cruda, está debajo de una tela de media sombra que se agita con lo que fue primero brisa y ahora es un viento fresco que despeja el calor ingobernable del fin de la primavera austral. En la parrilla se cocinan a fuego lento morcillas, pollo, lomo. Cada tanto, uno de los dueños de casa, el fotógrafo Dani Yako, se acerca hasta allí para controlar la cocción. Está, como siempre, vestido de negro: chomba Lacoste, jeans. Hace algunos años tenía un bigote aparatoso. Ahora lleva barba corta, los mismos anteojos de marcos gruesos. Al volver a la mesa le basta con escuchar dos o tres palabras para reinsertarse en la conversación. Es normal: conoce a casi todas las personas que están allí desde 1969, cuando tenía trece años.

—Me dijeron que en la presentación del libro estuvo la Royo —dice Yako.

—¡Cómo no nos avisaste! —dice Débora.

—Yo no la vi —dice Silvia Luz.

Alba dice, algo indiferente:

—Yo tampoco.

No dicen nada ni Laura ni Julia, la mujer y la hija de Yako —las arquitectas, que ya deben haber escuchado hablar de la Royo en otras cenas como esta—, ni Silvia ni Hugo.

—Bueno, me dijeron que estaba, yo no la vi —dice Yako, fingiendo ofuscación infantil, encogiéndose de hombros.

La presentación a la que alude es la de su último libro de fotos, Exilio, que reúne imágenes tomadas desde 1976 y hasta 1983, la mayor parte de ellas en España, en las que se ve a casi todas las personas que están en la terraza (y a otras que no están aquí). La presentación se hizo en una librería del barrio de Palermo llamada Los Libros del Pasaje el jueves 3 de noviembre de 2022, pocas semanas atrás. Royo es la profesora de latín del colegio secundario al que fueron todos ellos, que rondan la misma edad: sesenta y cinco años.

—Me hubiera gustado verla —dice Débora.

Entonces, como si el apellido Royo hubiera sido una clave, alguien —quizás Débora— entona la frase en latín: «Ut queant laxis / resonare fibris». Y Silvia Luz se suma: «Mira gestorum / famuli tuorum». Y Silvia: «Solve polluti / labii reatum». Y todos llegan al final —«Sancte Ioannes»— mientras golpean la superficie de la mesa con suavidad civilizada para que las botellas y los platos y las copas no terminen en el piso, siguiendo el compás de ese himno que cantaban en años en los que nada había sucedido, en los que todo estaba empezando, una bacteria larvada dentro de una matriz que iba a romperse en pedazos.

UT queant laxis

REsonare fibris

MIra gestorum

FAmuli tuorum

SOLve polluti,

LAbii reatum

Sancte Ioannes.

La traducción sería: «Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan». Es el «Himno a san Juan Bautista», escrito por Pablo el Diácono en el siglo VIII. Sus versos comienzan con las notas musicales: re, mi, fa, sol. «Ut» es la forma antigua utilizada para la nota do.

—¡«Ut» —grita Débora— es do!

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La primera vez que la vi fue en la foto de un periódico. Aunque estaba sentada sobre lo que parecía una tapa de cemento en mitad de un jardín frondoso, se notaba que era alta. El pelo rubio, por debajo de los hombros, enmarcaba un rostro sofisticado, esa clase de belleza felina que da, a algunas personas, el aspecto de una pieza delicada un poco salvaje. Usaba el flequillo insolente que solían usar muchachas de otra época. Le calzaba ese sustantivo: muchacha. Aparentaba muchos años menos de los que se deducían del artículo: sesenta y cuatro. Vestía una prenda de mangas largas color azul, jeans ajustados, sandalias de taco chino con suela de yute. Era delgada, con una voluptuosidad natural. Estaba allí ostentando el desparpajo de quien se ha sentado en el piso muchas veces sin perder el tipo. Miraba hacia arriba. La foto trasuntaba un clima a la vez fértil y amenazador, sumergida en una luz acuática que le daba la cualidad de un sueño (ella se arrepintió de haberse fotografiado allí, en ese jardín demasiado identificable, porque alguno de «estos tipos» podía ubicarla y hacerle pasar «un susto, un mal rato»). Llamaban la atención las manos grandes, compactas, rudas, una música muy fuerte para el resto del conjunto, más sutil. No se le veían los ojos, pero son azules. El título de la nota, firmada por Mariana Carbajal y publicada el 27 de marzo de 2021 en el diario argentino Página/12, decía: «El secuestro de Silvia Labayrú. La llegada a la ESMA y el parto en cautiverio». Tenía un error, y era el acento: su apellido es Labayru, no Labayrú. Pero el día en que leí la nota —edición en papel, era domingo— yo no sabía quién era esa mujer, ni estaba interesada en la ortografía de un texto en el que ella empezaba diciendo: «El 29 de diciembre de 1976, con 20 años, embarazada de cinco meses, me llevaron [...] a la ESMA [...] al sótano, donde torturaban en una salita [...], en un lugar famoso que llamaban “La avenida de la felicidad”. Ahí fui interrogada, torturada durante un tiempo. [...] me tuvieron catorce días [escuchando] día y noche sin parar los alaridos de los compañeros que pasaban por las otras salas de tortura». La periodista aclaraba que la evocación pertenecía a «Silvia Labayrú, ex integrante de Montoneros, sobreviviente de ese centro clandestino de detención», la ESMA, donde había permanecido secuestrada un año y medio.

La ESMA es la Escuela de Mecánica de la Armada, un sitio de instrucción militar donde, desde el golpe de Estado que se produjo el 24 de marzo de 1976 en la Argentina, funcionó un centro clandestino de detención, el más grande de los casi setecientos que hubo en el país. Entre 1976 y 1983, cuando la dictadura terminó, fueron secuestradas, torturadas y asesinadas allí, por los llamados Grupos de Tareas, unas cinco mil personas. Sobrevivieron menos de doscientas. El número total de desaparecidos durante la dictadura es de treinta mil.

Montoneros fue un grupo de extracción peronista, surgido en los setenta que, a mediados de esa década, se militarizó, formando el Ejército Montonero, y pasó a la clandestinidad.

Silvia Labayru militaba allí, y desde los dieciocho años integró el sector de Inteligencia de la capital cuyo responsable máximo era el escritor argentino Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre, abatido en la calle por un Grupo de Tareas de la ESMA el 25 de marzo de 1977, que continúa desaparecido.

El artículo de Página/12 estaba enfocado en el hecho de que ella, junto con Mabel Lucrecia Luisa Zanta y María Rosa Paredes, había sido denunciante en el primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos en ese centro clandestino. La denuncia se había hecho en 2014. El juicio había comenzado en octubre de 2020 y se esperaba sentencia para agosto de 2021, cinco meses después de publicada la nota. Aunque Labayru había dado su testimonio acerca de lo acontecido ante la ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) en 1979, ante la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) en 1984, y en diversos juicios contra represores de la ESMA, y de esos testimonios podía desprenderse que había pasado por algún tipo de abuso, nunca había dado detalles ni se los habían pedido porque, hasta 2010, la violencia sexual formaba parte del rubro «torturas y tormentos», un combo inespecífico en el que se incluían la picana eléctrica, el submarino seco, el simulacro de fusilamiento, los golpes. Recién ese año la violación se transformó en un delito autónomo: algo que podía juzgarse per se. Una década más tarde, Labayru y las otras dos mujeres —a quienes no conoce— testimoniaron en ese juicio. Ella acusaba a dos miembros de la Armada: Alberto Eduardo «Gato» González, como su violador, y Jorge Eduardo «el Tigre» Acosta, al frente del centro clandestino en aquellos años, como el instigador de esas violaciones. Ambos tenían ya varias condenas a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad.

Cuando se publicó el artículo, Silvia Labayru llevaba cuatro décadas sin hablar con periodistas —su hija Vera y su hijo David estaban entrenados para negarla cuando llamaban por teléfono pidiendo entrevistarla— y, aunque yo no lo sabía, no estaba dispuesta a hacer más excepciones que la que había hecho con Página/12.

Dos o tres días después de esa publicación, el fotógrafo Dani Yako, a quien conozco desde hace años, me envió dos mensajes por WhatsApp. El primero tenía un link a esa nota de Página/12, que yo ya había leído. El segundo era una pregunta: «¿Leíste esto de mi amiga Silvia?».

El 18 de noviembre de 2013, en el Juicio ESMA, Causa Unificada, Silvia Labayru declaró: «Las mujeres éramos su botín de guerra. Nuestros cuerpos fueron considerados como botín de guerra. Eso es algo bastante habitual, por no decir muy habitual, en la violencia sexual. Y utilizar o considerar a las mujeres como parte del botín es un clásico en todas las historias represivas de las guerras [...]. En esto no fue una excepción».

Canta Bob Dylan: «¿Cuántas veces puede un hombre volver la cabeza / y fingir no ver lo que ve?». Estaba todo dicho. Solo había que saber —o querer— escuchar.

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En la terraza, Dani Yako dice en voz baja, un ceceo dulce que contrasta con el tono asertivo en el que habla (aunque el contenido de sus frases es siempre el de una duda amable: «A vos no te gusta el jazz, ¿no?»), que en el Colegio leían los clásicos en latín, que cursaban seis años de esa lengua, dos de griego, seis de francés. —Y ahora no me acuerdo de nada, apenas puedo hablar en español. Alguien menciona la frase latina:

—Ego puto in horto meo.

Silvia Luz Fernández dice:

—Con el tiempo, eso va a ser todo lo que nos vamos a acordar del latín.

Dejó de fumar el día anterior (ha dejado de fumar decenas de veces) y mastica chicles de nicotina a cada rato. Tiene una carcajada ronca, rulos cortos, blancos o platinados, una dicción precisa en la que engarza frases irónicas con las que, generalmente, se ataca a sí misma. Está sentada junto a Dani Yako. Al otro lado, Débora Kantor, el pelo corto, un estilo sencillo que contrasta con la cabellera trabajada en grandes ondas de Alba Corral. Siguen Laura Marino, la mujer de Yako, y Julia, la hija de ambos, que escuchan mucho, hablan poco y permanecen en el extremo de la mesa como si fuera plantas frescas, algo profundamente silvestre. Luego, Hugo Dvoskin, la pareja de Silva Labayru, y, junto a Hugo Dvoskin, ella. Silvia Labayru. Lalabayru. Silvia. Silvina. Y el nombre de su peligro: Mora.

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Un día de diciembre de 2022, corriendo por el campo, recuerdo que yo, de niña, tenía una yegua alazana, mansa pero altiva. Se llamaba Mora, Morita. Le pongo un mensaje de WhatsApp mencionando el hecho. Responde escueta: «Ja. Morita». La verdad, pienso después, es una sincronía bastante idiota.

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El predio de la ESMA ocupa diecisiete hectáreas. Desde el 24 de marzo de 2004, y por decreto del entonces presidente Néstor Kirchner, ya no lleva el nombre de Escuela de Mecánica de la Armada y es el Espacio Memoria y Derechos Humanos. Muchos le dicen «la ex-ESMA». Todas las personas entrevistadas para este libro la siguen llamando como entonces: «Vamos a la ESMA», «Nos encontramos en la ESMA», «Me llamaron desde la ESMA». Funcionan allí, en diversos edificios, el Museo Sitio de Memoria ESMA, el Archivo Nacional de la Memoria, la Casa por la Identidad, el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, el Espacio Cultural Nuestros Hijos, el Museo Malvinas, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Equipo Argentino de Antropología Forense, entre otras cosas. Está casi al final de la avenida del Libertador —una vía amplia con construcciones elegantes en las que vive parte de cierta aristocracia criolla tradicional—, a pocas cuadras del límite entre la ciudad y la zona norte del conurbano bonaerense.

Desde 1976, el centro clandestino de detención instalado allí operó en el Casino de Oficiales, el edificio del predio que se encuentra más cercano a la línea que separa la capital del conurbano. Su función era la de hospedar a oficiales y profesores visitantes, y no la perdió durante la dictadura: el primer y segundo pisos continuaron como albergue mientras en el sótano se llevaba a cabo la tortura, se obligaba a los prisioneros a falsificar documentos y procesar información, y en el tercer piso, conocido como Capucha (los detenidos permanecían la mayor parte del tiempo con capuchas y grilletes), estaban los cubículos —camarotes— donde se encerraba a los secuestrados, sobre todo militantes de Montoneros aunque no solo: también se secuestró, en menor medida, a miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y otros grupos de izquierda, y se torturó y asesinó a jubilados, adolescentes, monjas o gente cuyo nombre figuraba en una agenda equivocada. El proceso podía tener variantes, pero era más o menos así: se producía el secuestro —en la calle, en las casas—, se procedía a trasladar al secuestrado al sótano, se lo torturaba de inmediato para obtener información (de manera tal que, por ejemplo, se lograra capturar a quienes tuvieran una cita próxima con esa persona). Los secuestrados recibían un número del 1 al 999. Hubo muchos números 1 y muchos 999. El plantel se renovaba: cada miércoles se seleccionaba a un grupo de personas, se las anestesiaba con pentotal y se las arrojaba al Río de la Plata o al mar desde un avión (el dispositivo se conoce como «vuelos de la muerte»). Había otros métodos: un balazo. Entonces se realizaba un «asadito»: se quemaba el cuerpo en el parque que hay detrás.

Si bien fue uno de los cientos de centros clandestinos por los que pasaron miles de personas, en su inmensa mayoría desaparecidas, no era similar a ninguno.

«Como todos los centros clandestinos de detención de la dictadura», escribe Claudia Feld en el libro ESMA, firmado por ella y por Marina Franco, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2022, «la Escuela de Mecánica de la Armada implementó un sistema de destrucción física y psíquica [...]. Para la mayor parte de las personas secuestradas allí, este circuito fue corto y terminante: sufrieron feroces torturas, fueron inmovilizadas y aisladas en “Capucha” o “Capuchita”, hasta que poco después se las asesinó mediante los “vuelos de la muerte” o con otros métodos. Sin embargo, un grupo minoritario pero significativo de secuestrados y secuestradas fue mantenido con vida, y su cautiverio se prolongó durante meses, incluso años. En ese tiempo, fueron obligados a realizar diversos trabajos bajo amenaza de muerte, en un régimen que se conoció como “proceso de recuperación” [...]. La etapa más activa de este “proceso de recuperación” se produjo cuando el centro clandestino fue conducido por Jorge Acosta, entre fines de 1976 y los primeros meses de 1979.»

Cada persona incorporada a ese proceso estaba a cargo de un militar responsable que, en ocasiones, era el mismo que había procedido a la tortura. Si se consideraba que el proceso de recuperación estaba dando resultados, el prisionero empezaba a realizar algunas salidas. Por ejemplo, podía permanecer unos días en casa de sus familiares. A las mujeres secuestradas se las obligaba a vestir «de manera femenina» como demostración de que estaban dispuestas a dejar atrás la vida unisex de la militancia —todas esas camisas y pantalones de jean tan poco sexis—, y se las sacaba a cenar o a la boîte de moda, Mau Mau, propiedad de un hombre del jet set llamado José Lata Liste.

De todas maneras, nada garantizaba nada.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser puesta en libertad y enviada a otro país.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser obligada a trabajar en dependencias del Estado como la Cancillería o el Ministerio de Bienestar Social y permanecer en un régimen de libertad vigilada hasta, incluso, el comienzo de la democracia.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación y ser ejecutada.

Los motivos por los cuales el destino era uno u otro son oscuros, y terminan en el mismo callejón: no se sabe. La arbitrariedad garantiza un pavor perfecto: infinito.

El libro de Claudia Feld y Marina Franco consigna algunas particularidades de este centro clandestino: se encontraba en el corazón de Buenos Aires, a metros de la cancha de River, en un barrio residencial de mucho movimiento; estaba bajo el poder directo del almirante Massera, uno de los tres miembros de la Junta Militar que había tomado el poder; se mantuvo activo, a diferencia de los demás, durante toda la dictadura; se realizaba allí una producción permanente de documentos falsos, informes políticos o notas de prensa que se obligaba a confeccionar a los secuestrados; fue el epicentro de casos que tuvieron repercusión internacional, como el secuestro de dos monjas francesas, de tres Madres de Plaza de Mayo y —por equivocación en el operativo: buscaban a una persona parecida— el asesinato de la adolescente sueca Dagmar Hagelin; no hubo otro centro clandestino donde se implementara el proceso de recuperación (concebido por Acosta); nacieron más de treinta bebés que, en su mayoría, fueron separados de sus madres y entregados a represores que los criaron como hijos propios.

En el tercer piso de ese lugar, sobre una mesa, Silvia Labayru parió un bebé, uno de los pocos que fue entregado a su familia de origen.

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«No entiendo por qué te interesa Silvia Labayru. ¿Qué tiene de singular?», dice una persona que me da información y me recomienda lecturas relacionadas con el tema: «No sé qué le ves».

Hay una pregunta que hacen siempre: «¿Por qué elige las historias, con qué criterio?». Quizás con el peor de todos. Una abstrusa y soberbia necesidad de complicarse la vida y, al final, vencer. O no.

Te recomendamos el ensayo "La radicalidad de no hacer nada".

Fotografía de Esther Vargas (Flickr).

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La primera en llegar a casa de Dani Yako esa noche fue Silvia Luz Fernández, que tomó el colectivo de la línea 12 demasiado temprano, previendo que iba a demorar, pero el colectivo hizo el trayecto muy rápido. Luego llegaron Débora Kantor, Silvia Labayru y Hugo Dvoskin. Los tres permanecieron un rato tocando timbre sin que nadie les abriera (Yako olvidó decirles que lo llamaran por teléfono en vez de tocar el timbre, que no se escucha desde la terraza: a buena parte de los que forman este grupo parece unirlos una tendencia al despiste). Silvia Labayru portaba un cuenco con ensalada de papas preparada en su casa. Había llegado pocos días antes desde Recife, Brasil, donde Hugo Dvoskin, su pareja, psicoanalista, había participado en un congreso de lacanianos. Él usaba una chomba celeste fuerte y tenía el aspecto de siempre: recién salido de la ducha, fresco y dispuesto a subir un volcán. Ella llevaba un vestido azul oscuro, corto y vaporoso, de tela evanescente. La última en llegar fue Alba Corral. Alba Corral y Silvia Luz Fernández no viven en la Argentina sino en Madrid y París, respectivamente. Todos los demás, en Buenos Aires. Aunque decir exactamente dónde vive ahora Silvia Labayru podría costar un poco más de trabajo.

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Dani Yako, fotógrafo, argentino, exiliado en España desde 1976, retornado a la Argentina en 1983.

Silvia Luz Fernández, psiquiatra, argentina, exiliada en Francia desde 1979. Continúa allí.

Alba Corral, empresaria, argentina, exiliada en España desde 1977. Continúa allí.

Débora Kantor, licenciada en Ciencias de la Educación, argentina.

Hugo Dvoskin, psicoanalista, argentino.

Silvia Labayru, estudiante de Medicina, Historia, Psicología, brevemente de Sociología, argentina, exiliada en España desde junio de 1978, actualmente fluctuando entre Madrid y Buenos Aires. Si se le pregunta dónde vive, a veces responde: «En el limbo».

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Esa noche se habla de todo. De si es mejor la carne de la carnicería Don Julio —no vale la pena el precio exorbitante, dice alguien—, la del supermercado Jumbo o la del supermercado COTO. De fotografía. De vacunas. De un médico que le diagnosticó a Dani Yako una leucemia que no tenía. De un flebólogo al que Débora Kantor consultó por unas venas y le dijo que, si su preocupación era estética, mejor se operara las ojeras. De licencias de conducir. De películas y series. Nadie menciona la palabra secuestro. Nadie menciona la palabra desaparecido. Nadie menciona la palabra exilio.

Dani, Débora, Alba, Silvia Luz, Hugo y Silvia fueron al mismo colegio secundario, el Nacional Buenos Aires, un establecimiento público de exigencia salvaje con un examen de ingreso para el cual los aspirantes se preparan con un año de antelación. Han egresado de él personas que fueron, después, presidentes, diputados, senadores, jueces, premio Nobel. Su prestigio es tal que lo llaman, simplemente, el Colegio. Como si no hubiera otro. Todas las cosas empezaron ahí.

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Cada 14 de marzo, durante años, Silvia Labayru festejó con su padre, Jorge Labayru, mayor de la Fuerza Aérea y piloto civil de Aerolíneas Argentinas, el día en que se produjo la llamada que le salvó la vida. El 14 de marzo de 1977 él levantó el auricular del teléfono de su casa, un piso 12 sobre la avenida del Libertador desde el que se ven el hipódromo de Buenos Aires y la costa uruguaya, escuchó la voz de un hombre que dijo: «Llamo para hablarle de su hija», y respondió con un grito: «¡Montoneros hijos de puta! ¡Ustedes son los responsables morales de la muerte de mi hija! ¡Los voy a cagar a tiros!». O algo así. Para entonces, Jorge Labayru llevaba tres meses creyendo que su hija estaba muerta.

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Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan.

El himno viajó en el tiempo, como viajaron todos ellos, hasta hoy.

Cuando la cena en la terraza termina, Silvia Labayru y yo bajamos y buscamos un taxi para regresar a casa. Nos conocemos desde hace un año y seis meses. Vivimos cerca, así que es usual que, al terminar lo que estemos haciendo, regresemos juntas. La calle está desierta, es domingo, casi no pasan autos. A lo lejos, se ve la luz roja de un taxi libre. Hago señas. Dice: «¿Eso no es un semáforo?». Le digo: «Un semáforo que se mueve». El taxi se acerca, se detiene. Hugo se ha ido antes —atiende el consultorio desde temprano—, y le dejó dinero para pagar el transporte. Ella no reconoció los billetes —hay reales brasileños mezclados con pesos argentinos, un dinero que todavía no entiende; la economía local la confunde y en ocasiones dice: «No me hables en pesos, dime en euros»—, y como no tenía el bolso a mano se los guardó en el soutien. Subo primero al auto, porque bajo después, y damos indicaciones: vamos a tal y tal sitio, nos detenemos primero en tal. Ella lleva el cuenco de la ensalada de papas, ya vacío, dentro de una bolsa, sobre la falda. Le pregunto por Toitoy, su perro de nueve años y medio que está muriendo en Madrid, en casa de su sobrina. «Usualmente, esos perros viven ocho años, pero Toitoy estaba como una rosa. Las fotos que me mandan, los ojitos...», dice, con una pena que no le he oído casi nunca desde mayo de 2021, cuando hablé por primera vez con ella en el balcón de un departamento de la calle Gurruchaga en el que ya no vive. Toitoy tiene una falla renal irreparable, no puede hacerse a la idea de que no lo verá más. El taxi se detiene a dos cuadras de su casa, que está en la calle Costa Rica. Nos despedimos hasta el día siguiente, cuando volveremos a encontrarnos. El taxista, un tipo joven con la cara tatuada, arranca de nuevo y me pregunta: «¿Tu amiga de dónde es?». Le respondo: «Es argentina, pero vive en España desde hace muchos años». No voy a explicarle a un desconocido que ella está desde 2019 en Buenos Aires, con intermitencias, porque se reencontró con el hombre que fue su primer novio importante. «Ah, como hablaba raro no sabía. A esta 26 hora anda todo el mundo copeteado, en pedo». Tomo nota de que no sabe qué relación me une a la mujer que viajaba conmigo y, aun así, me dice que creyó que ella —por su forma de hablar, mezclando el «tú» con el «vos», marcando en ocasiones las ces y las zetas como una española pero en ocasiones no— estaba borracha. Le respondo con más información que la que he entregado a nadie en estos meses: «Es argentina pero tuvo que exiliarse en España en los años setenta». Me dice: «Ah, ¿en los setenta?». Pausa. «Seguro que el marido era peronista o estaba metido en algo.» Siento una hostilidad retorcida. Le digo: «¿Por qué el marido?». Y aunque sé que tengo que frenar, sigo: «Era ella. Era montonera». Me arrepiento del comienzo de la frase, que parece acusatoria: «Era ella». Me mira por el espejo y me dice: «Ah. ¿Montonera?». Y se queda callado. Entonces, después de unos segundos de silencio, me pregunta si vivo por ahí, si estoy casada, si no me da miedo andar sola de noche, subirme a cualquier taxi. Busco en el bolso las llaves de casa, las empuño como me indicó mi padre: una asomando entre los dedos, directo al ojo en caso de agresión. Me digo que soy idiota. Jamás podría hacer eso y, si lo hiciera, me rompería la mano. Pienso en ella ahora, caminando hacia su casa, el dinero metido en el soutien, flotante y rápida en su vestido azul volado, llevando el cuenco de la ensalada de papas. Me doy cuenta de que dije la palabra montonera con altanería, como si quisiera golpear al tipo con un secreto del que soy poseedora. «¿Cómo te llamás?», pregunta. Lo miro por el espejo. No le contesto. Pienso en lo que me ha dicho ella tantas veces: cuando cuenta su historia —apenas el bosquejo: secuestrada un año y medio en un centro clandestino, parto sobre una mesa—, la persona a quien se la cuenta empieza a narrar su propia experiencia de peligro menor: el día en que, por una infracción, terminó en una comisaría; el día en que, durante una marcha por reclamos salariales, resultó perseguida un par de cuadras por las fuerzas del orden («Cuento mi historia y dicen: “Ah, qué difícil debe haber sido, porque a mí también me pasó, bla, bla”, y yo me quedo escuchando su traumática experiencia del día en que los persiguió un policía con una cachiporra»). La necesidad de inventarse un poco de heroísmo para competir. O el regodeo en el dramita propio para no escuchar el drama ajeno. Que fue alto. Que fue mucho.

(El taxista, por supuesto, me deja en la puerta de mi casa y se va.)

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—Yo de política argentina no quiero opinar porque a la política argentina no la entiendo.

Es lo primero que dice el 4 de mayo de 2021 a las dos y media de la tarde en el balcón de un departamento del piso 15 sobre la calle Gurruchaga, barrio de Palermo. El sitio es alquilado y vive allí desde 2019 con Hugo Dvoskin, que tiene su consultorio cinco pisos más arriba. Llegó a Buenos Aires el 7 de junio de ese año, siguiendo la invitación que él le hizo —quedarse ocho días juntos, sin atenuantes, en esta casa—, y ya no se fue (aunque regresa a España de manera regular). Estoy allí porque Dani Yako la llamó, le dijo que yo estaba interesada en su historia, y ella respondió de inmediato: «Que me llame». Convinimos este encuentro solo para conocernos, pero en esa primera conversación informal se establecen las condiciones de trabajo. Ella: «¿Puedo leer lo que escribas antes de que se publique?». Yo: «No». Ella: «¿Entonces puedo grabar las conversaciones que tengamos?». Yo: «Sí».

Usa un pantalón negro chupín, las mismas sandalias de taco chino con suela de yute que le vi en la foto del diario, un suéter liviano, gris, cruzado por delante, y una estrella de David de oro pendiendo de una cadena corta y fina (que no se quitará nunca). Como es plena pandemia de covid-19, y por disposición del gobierno solo se puede circular hasta las ocho de la noche, nos encontramos temprano. Aunque estamos al aire libre usamos barbijo. Lo usaremos por mucho tiempo. Ella ha entrado al programa experimental de un laboratorio alemán que prueba la vacuna Curevac (que no funcionará), pero yo aún (como la mayor parte de los habitantes del planeta) no estoy vacunada. A lo largo de dos horas, contará el bosquejo (adolescencia en el Colegio, militancia en Montoneros, secuestro, tortura, parto, entrega de la hija a los abuelos, exilio en España, repudio por parte de otros sobrevivientes y organismos de derechos humanos), con el mismo tono sereno y racional que utilizará después, a lo largo de un año y siete meses, cuando dé detalles. Solo en dos ocasiones, una en el otoño de 2022 durante un encuentro en mi casa, y otra en el verano de ese año, en un audio de WhatsApp, tendrá la voz estrangulada: por la angustia, primero; por la pena, después. La primera vez que eso ocurre es cuando habla de la posibilidad de que su pareja con Hugo Dvoskin no funcione. La segunda, cuando anuncia la enfermedad de su perro Toitoy. Ese tono imperturbable —del que es consciente— hará que a menudo exprese su preocupación por parecer demasiado fría: «A veces me da temor no poder expresarte lo que pasó, porque tengo esta manera tan fría de contarlo». Nunca grabará las conversaciones. Pedirá algunos resguardos en relación a la intimidad de sus hijos —Vera, David—, de sus nietos —Duncan, de nueve, Ewan, de doce—, o de terceros, esto último en casos de afectos antiguos a los que no quiere incomodar. Por todo lo demás, dirá: «Lo que digas de mí me la suda». Quizás porque ya dijeron de ella tantas cosas.

Y así empieza la historia.

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Un pasado incendiario. Un presente que pendula entre paseos en bicicleta, administración de propiedades en España, viajes —a ciudades como Tandil, a pueblos de Córdoba, a la costa argentina, a Boston, Madrid, Nueva York, a países como Polonia, Brasil, Francia y Austria—, cenas con amigos, cafés con amigos, almuerzos con amigos, visitas al geriátrico en el que vive su padre, despertares al alba tan temprano, el trabajo gestionando publicidad para revistas de ingeniería, el trabajo para Panoplia —la distribuidora de libros que era propiedad de su marido, fallecido en 2018— y el vínculo con un hombre, con este hombre, con Hugo Dvoskin, a quien le hizo enorme daño allá en la adolescencia, a quien envió un telegrama clamando socorro recién salida de la ESMA, a quien escribió cartas de amor rendido sin recibir jamás una respuesta.

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Le pregunto por la tortura con mucha más facilidad con la que le pregunto por las violaciones, porque preguntar por las violaciones puede confundirse con morbo pero la escena de la tortura es sagrada: en ella hay puro sufrimiento. Varias veces, a lo largo de meses, y aunque indagué sobre el asunto, me dirá que nadie, nunca, le preguntó por la tortura excepto una persona: Hugo. Un día le digo: «¿Ni siquiera yo?». Me dice: «Ni siquiera tú». Entonces entiendo: ella quiere decir que nadie a quien ella haya temido o tema perder, que nadie a quien considere incondicional, le ha preguntado. Excepto Hugo.

Este adelanto del libro La llamada, de Leila Guerriero, se publica con autorización de Anagrama.

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La llamada

La llamada

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Leila Guerriero explora una historia cruenta de la dictadura, en el que Labayru fue denunciante, en este adelanto del libro La llamada, publicado por Anagrama.

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Traducción de

Empieza con un cántico en latín, en una terraza.

Hay viento la noche del 27 de noviembre de 2022 en Buenos Aires. La terraza corona un edificio de dos plantas que retiene una firme autoconciencia de su belleza con esa altanería refinada de las construcciones antiguas. Se llega a ella después de atravesar un corredor extenso cubierto de paneles de vidrio ensombrecidos por el hollín —un detalle que aporta humanidad, un defecto necesario— y subir una escalera, una ascensión virtuosa de mármol blanco. Inserta en el centro de la manzana, la terraza parece una balsa rústica rodeada por olas de edificios más altos. Todo luce atacado por una sequedad armónica, un ascetismo de diseño (lo que no es extraño puesto que dos de las personas que viven aquí son arquitectas): cañas indias, enredaderas, bancos largos, sillas plegables de lona, una banqueta con almohadones blancos. La mesa, de madera cruda, está debajo de una tela de media sombra que se agita con lo que fue primero brisa y ahora es un viento fresco que despeja el calor ingobernable del fin de la primavera austral. En la parrilla se cocinan a fuego lento morcillas, pollo, lomo. Cada tanto, uno de los dueños de casa, el fotógrafo Dani Yako, se acerca hasta allí para controlar la cocción. Está, como siempre, vestido de negro: chomba Lacoste, jeans. Hace algunos años tenía un bigote aparatoso. Ahora lleva barba corta, los mismos anteojos de marcos gruesos. Al volver a la mesa le basta con escuchar dos o tres palabras para reinsertarse en la conversación. Es normal: conoce a casi todas las personas que están allí desde 1969, cuando tenía trece años.

—Me dijeron que en la presentación del libro estuvo la Royo —dice Yako.

—¡Cómo no nos avisaste! —dice Débora.

—Yo no la vi —dice Silvia Luz.

Alba dice, algo indiferente:

—Yo tampoco.

No dicen nada ni Laura ni Julia, la mujer y la hija de Yako —las arquitectas, que ya deben haber escuchado hablar de la Royo en otras cenas como esta—, ni Silvia ni Hugo.

—Bueno, me dijeron que estaba, yo no la vi —dice Yako, fingiendo ofuscación infantil, encogiéndose de hombros.

La presentación a la que alude es la de su último libro de fotos, Exilio, que reúne imágenes tomadas desde 1976 y hasta 1983, la mayor parte de ellas en España, en las que se ve a casi todas las personas que están en la terraza (y a otras que no están aquí). La presentación se hizo en una librería del barrio de Palermo llamada Los Libros del Pasaje el jueves 3 de noviembre de 2022, pocas semanas atrás. Royo es la profesora de latín del colegio secundario al que fueron todos ellos, que rondan la misma edad: sesenta y cinco años.

—Me hubiera gustado verla —dice Débora.

Entonces, como si el apellido Royo hubiera sido una clave, alguien —quizás Débora— entona la frase en latín: «Ut queant laxis / resonare fibris». Y Silvia Luz se suma: «Mira gestorum / famuli tuorum». Y Silvia: «Solve polluti / labii reatum». Y todos llegan al final —«Sancte Ioannes»— mientras golpean la superficie de la mesa con suavidad civilizada para que las botellas y los platos y las copas no terminen en el piso, siguiendo el compás de ese himno que cantaban en años en los que nada había sucedido, en los que todo estaba empezando, una bacteria larvada dentro de una matriz que iba a romperse en pedazos.

UT queant laxis

REsonare fibris

MIra gestorum

FAmuli tuorum

SOLve polluti,

LAbii reatum

Sancte Ioannes.

La traducción sería: «Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan». Es el «Himno a san Juan Bautista», escrito por Pablo el Diácono en el siglo VIII. Sus versos comienzan con las notas musicales: re, mi, fa, sol. «Ut» es la forma antigua utilizada para la nota do.

—¡«Ut» —grita Débora— es do!

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La primera vez que la vi fue en la foto de un periódico. Aunque estaba sentada sobre lo que parecía una tapa de cemento en mitad de un jardín frondoso, se notaba que era alta. El pelo rubio, por debajo de los hombros, enmarcaba un rostro sofisticado, esa clase de belleza felina que da, a algunas personas, el aspecto de una pieza delicada un poco salvaje. Usaba el flequillo insolente que solían usar muchachas de otra época. Le calzaba ese sustantivo: muchacha. Aparentaba muchos años menos de los que se deducían del artículo: sesenta y cuatro. Vestía una prenda de mangas largas color azul, jeans ajustados, sandalias de taco chino con suela de yute. Era delgada, con una voluptuosidad natural. Estaba allí ostentando el desparpajo de quien se ha sentado en el piso muchas veces sin perder el tipo. Miraba hacia arriba. La foto trasuntaba un clima a la vez fértil y amenazador, sumergida en una luz acuática que le daba la cualidad de un sueño (ella se arrepintió de haberse fotografiado allí, en ese jardín demasiado identificable, porque alguno de «estos tipos» podía ubicarla y hacerle pasar «un susto, un mal rato»). Llamaban la atención las manos grandes, compactas, rudas, una música muy fuerte para el resto del conjunto, más sutil. No se le veían los ojos, pero son azules. El título de la nota, firmada por Mariana Carbajal y publicada el 27 de marzo de 2021 en el diario argentino Página/12, decía: «El secuestro de Silvia Labayrú. La llegada a la ESMA y el parto en cautiverio». Tenía un error, y era el acento: su apellido es Labayru, no Labayrú. Pero el día en que leí la nota —edición en papel, era domingo— yo no sabía quién era esa mujer, ni estaba interesada en la ortografía de un texto en el que ella empezaba diciendo: «El 29 de diciembre de 1976, con 20 años, embarazada de cinco meses, me llevaron [...] a la ESMA [...] al sótano, donde torturaban en una salita [...], en un lugar famoso que llamaban “La avenida de la felicidad”. Ahí fui interrogada, torturada durante un tiempo. [...] me tuvieron catorce días [escuchando] día y noche sin parar los alaridos de los compañeros que pasaban por las otras salas de tortura». La periodista aclaraba que la evocación pertenecía a «Silvia Labayrú, ex integrante de Montoneros, sobreviviente de ese centro clandestino de detención», la ESMA, donde había permanecido secuestrada un año y medio.

La ESMA es la Escuela de Mecánica de la Armada, un sitio de instrucción militar donde, desde el golpe de Estado que se produjo el 24 de marzo de 1976 en la Argentina, funcionó un centro clandestino de detención, el más grande de los casi setecientos que hubo en el país. Entre 1976 y 1983, cuando la dictadura terminó, fueron secuestradas, torturadas y asesinadas allí, por los llamados Grupos de Tareas, unas cinco mil personas. Sobrevivieron menos de doscientas. El número total de desaparecidos durante la dictadura es de treinta mil.

Montoneros fue un grupo de extracción peronista, surgido en los setenta que, a mediados de esa década, se militarizó, formando el Ejército Montonero, y pasó a la clandestinidad.

Silvia Labayru militaba allí, y desde los dieciocho años integró el sector de Inteligencia de la capital cuyo responsable máximo era el escritor argentino Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre, abatido en la calle por un Grupo de Tareas de la ESMA el 25 de marzo de 1977, que continúa desaparecido.

El artículo de Página/12 estaba enfocado en el hecho de que ella, junto con Mabel Lucrecia Luisa Zanta y María Rosa Paredes, había sido denunciante en el primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos en ese centro clandestino. La denuncia se había hecho en 2014. El juicio había comenzado en octubre de 2020 y se esperaba sentencia para agosto de 2021, cinco meses después de publicada la nota. Aunque Labayru había dado su testimonio acerca de lo acontecido ante la ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) en 1979, ante la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) en 1984, y en diversos juicios contra represores de la ESMA, y de esos testimonios podía desprenderse que había pasado por algún tipo de abuso, nunca había dado detalles ni se los habían pedido porque, hasta 2010, la violencia sexual formaba parte del rubro «torturas y tormentos», un combo inespecífico en el que se incluían la picana eléctrica, el submarino seco, el simulacro de fusilamiento, los golpes. Recién ese año la violación se transformó en un delito autónomo: algo que podía juzgarse per se. Una década más tarde, Labayru y las otras dos mujeres —a quienes no conoce— testimoniaron en ese juicio. Ella acusaba a dos miembros de la Armada: Alberto Eduardo «Gato» González, como su violador, y Jorge Eduardo «el Tigre» Acosta, al frente del centro clandestino en aquellos años, como el instigador de esas violaciones. Ambos tenían ya varias condenas a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad.

Cuando se publicó el artículo, Silvia Labayru llevaba cuatro décadas sin hablar con periodistas —su hija Vera y su hijo David estaban entrenados para negarla cuando llamaban por teléfono pidiendo entrevistarla— y, aunque yo no lo sabía, no estaba dispuesta a hacer más excepciones que la que había hecho con Página/12.

Dos o tres días después de esa publicación, el fotógrafo Dani Yako, a quien conozco desde hace años, me envió dos mensajes por WhatsApp. El primero tenía un link a esa nota de Página/12, que yo ya había leído. El segundo era una pregunta: «¿Leíste esto de mi amiga Silvia?».

El 18 de noviembre de 2013, en el Juicio ESMA, Causa Unificada, Silvia Labayru declaró: «Las mujeres éramos su botín de guerra. Nuestros cuerpos fueron considerados como botín de guerra. Eso es algo bastante habitual, por no decir muy habitual, en la violencia sexual. Y utilizar o considerar a las mujeres como parte del botín es un clásico en todas las historias represivas de las guerras [...]. En esto no fue una excepción».

Canta Bob Dylan: «¿Cuántas veces puede un hombre volver la cabeza / y fingir no ver lo que ve?». Estaba todo dicho. Solo había que saber —o querer— escuchar.

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En la terraza, Dani Yako dice en voz baja, un ceceo dulce que contrasta con el tono asertivo en el que habla (aunque el contenido de sus frases es siempre el de una duda amable: «A vos no te gusta el jazz, ¿no?»), que en el Colegio leían los clásicos en latín, que cursaban seis años de esa lengua, dos de griego, seis de francés. —Y ahora no me acuerdo de nada, apenas puedo hablar en español. Alguien menciona la frase latina:

—Ego puto in horto meo.

Silvia Luz Fernández dice:

—Con el tiempo, eso va a ser todo lo que nos vamos a acordar del latín.

Dejó de fumar el día anterior (ha dejado de fumar decenas de veces) y mastica chicles de nicotina a cada rato. Tiene una carcajada ronca, rulos cortos, blancos o platinados, una dicción precisa en la que engarza frases irónicas con las que, generalmente, se ataca a sí misma. Está sentada junto a Dani Yako. Al otro lado, Débora Kantor, el pelo corto, un estilo sencillo que contrasta con la cabellera trabajada en grandes ondas de Alba Corral. Siguen Laura Marino, la mujer de Yako, y Julia, la hija de ambos, que escuchan mucho, hablan poco y permanecen en el extremo de la mesa como si fuera plantas frescas, algo profundamente silvestre. Luego, Hugo Dvoskin, la pareja de Silva Labayru, y, junto a Hugo Dvoskin, ella. Silvia Labayru. Lalabayru. Silvia. Silvina. Y el nombre de su peligro: Mora.

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Un día de diciembre de 2022, corriendo por el campo, recuerdo que yo, de niña, tenía una yegua alazana, mansa pero altiva. Se llamaba Mora, Morita. Le pongo un mensaje de WhatsApp mencionando el hecho. Responde escueta: «Ja. Morita». La verdad, pienso después, es una sincronía bastante idiota.

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El predio de la ESMA ocupa diecisiete hectáreas. Desde el 24 de marzo de 2004, y por decreto del entonces presidente Néstor Kirchner, ya no lleva el nombre de Escuela de Mecánica de la Armada y es el Espacio Memoria y Derechos Humanos. Muchos le dicen «la ex-ESMA». Todas las personas entrevistadas para este libro la siguen llamando como entonces: «Vamos a la ESMA», «Nos encontramos en la ESMA», «Me llamaron desde la ESMA». Funcionan allí, en diversos edificios, el Museo Sitio de Memoria ESMA, el Archivo Nacional de la Memoria, la Casa por la Identidad, el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, el Espacio Cultural Nuestros Hijos, el Museo Malvinas, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Equipo Argentino de Antropología Forense, entre otras cosas. Está casi al final de la avenida del Libertador —una vía amplia con construcciones elegantes en las que vive parte de cierta aristocracia criolla tradicional—, a pocas cuadras del límite entre la ciudad y la zona norte del conurbano bonaerense.

Desde 1976, el centro clandestino de detención instalado allí operó en el Casino de Oficiales, el edificio del predio que se encuentra más cercano a la línea que separa la capital del conurbano. Su función era la de hospedar a oficiales y profesores visitantes, y no la perdió durante la dictadura: el primer y segundo pisos continuaron como albergue mientras en el sótano se llevaba a cabo la tortura, se obligaba a los prisioneros a falsificar documentos y procesar información, y en el tercer piso, conocido como Capucha (los detenidos permanecían la mayor parte del tiempo con capuchas y grilletes), estaban los cubículos —camarotes— donde se encerraba a los secuestrados, sobre todo militantes de Montoneros aunque no solo: también se secuestró, en menor medida, a miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y otros grupos de izquierda, y se torturó y asesinó a jubilados, adolescentes, monjas o gente cuyo nombre figuraba en una agenda equivocada. El proceso podía tener variantes, pero era más o menos así: se producía el secuestro —en la calle, en las casas—, se procedía a trasladar al secuestrado al sótano, se lo torturaba de inmediato para obtener información (de manera tal que, por ejemplo, se lograra capturar a quienes tuvieran una cita próxima con esa persona). Los secuestrados recibían un número del 1 al 999. Hubo muchos números 1 y muchos 999. El plantel se renovaba: cada miércoles se seleccionaba a un grupo de personas, se las anestesiaba con pentotal y se las arrojaba al Río de la Plata o al mar desde un avión (el dispositivo se conoce como «vuelos de la muerte»). Había otros métodos: un balazo. Entonces se realizaba un «asadito»: se quemaba el cuerpo en el parque que hay detrás.

Si bien fue uno de los cientos de centros clandestinos por los que pasaron miles de personas, en su inmensa mayoría desaparecidas, no era similar a ninguno.

«Como todos los centros clandestinos de detención de la dictadura», escribe Claudia Feld en el libro ESMA, firmado por ella y por Marina Franco, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2022, «la Escuela de Mecánica de la Armada implementó un sistema de destrucción física y psíquica [...]. Para la mayor parte de las personas secuestradas allí, este circuito fue corto y terminante: sufrieron feroces torturas, fueron inmovilizadas y aisladas en “Capucha” o “Capuchita”, hasta que poco después se las asesinó mediante los “vuelos de la muerte” o con otros métodos. Sin embargo, un grupo minoritario pero significativo de secuestrados y secuestradas fue mantenido con vida, y su cautiverio se prolongó durante meses, incluso años. En ese tiempo, fueron obligados a realizar diversos trabajos bajo amenaza de muerte, en un régimen que se conoció como “proceso de recuperación” [...]. La etapa más activa de este “proceso de recuperación” se produjo cuando el centro clandestino fue conducido por Jorge Acosta, entre fines de 1976 y los primeros meses de 1979.»

Cada persona incorporada a ese proceso estaba a cargo de un militar responsable que, en ocasiones, era el mismo que había procedido a la tortura. Si se consideraba que el proceso de recuperación estaba dando resultados, el prisionero empezaba a realizar algunas salidas. Por ejemplo, podía permanecer unos días en casa de sus familiares. A las mujeres secuestradas se las obligaba a vestir «de manera femenina» como demostración de que estaban dispuestas a dejar atrás la vida unisex de la militancia —todas esas camisas y pantalones de jean tan poco sexis—, y se las sacaba a cenar o a la boîte de moda, Mau Mau, propiedad de un hombre del jet set llamado José Lata Liste.

De todas maneras, nada garantizaba nada.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser puesta en libertad y enviada a otro país.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser obligada a trabajar en dependencias del Estado como la Cancillería o el Ministerio de Bienestar Social y permanecer en un régimen de libertad vigilada hasta, incluso, el comienzo de la democracia.

Una persona podía entrar en proceso de recuperación y ser ejecutada.

Los motivos por los cuales el destino era uno u otro son oscuros, y terminan en el mismo callejón: no se sabe. La arbitrariedad garantiza un pavor perfecto: infinito.

El libro de Claudia Feld y Marina Franco consigna algunas particularidades de este centro clandestino: se encontraba en el corazón de Buenos Aires, a metros de la cancha de River, en un barrio residencial de mucho movimiento; estaba bajo el poder directo del almirante Massera, uno de los tres miembros de la Junta Militar que había tomado el poder; se mantuvo activo, a diferencia de los demás, durante toda la dictadura; se realizaba allí una producción permanente de documentos falsos, informes políticos o notas de prensa que se obligaba a confeccionar a los secuestrados; fue el epicentro de casos que tuvieron repercusión internacional, como el secuestro de dos monjas francesas, de tres Madres de Plaza de Mayo y —por equivocación en el operativo: buscaban a una persona parecida— el asesinato de la adolescente sueca Dagmar Hagelin; no hubo otro centro clandestino donde se implementara el proceso de recuperación (concebido por Acosta); nacieron más de treinta bebés que, en su mayoría, fueron separados de sus madres y entregados a represores que los criaron como hijos propios.

En el tercer piso de ese lugar, sobre una mesa, Silvia Labayru parió un bebé, uno de los pocos que fue entregado a su familia de origen.

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«No entiendo por qué te interesa Silvia Labayru. ¿Qué tiene de singular?», dice una persona que me da información y me recomienda lecturas relacionadas con el tema: «No sé qué le ves».

Hay una pregunta que hacen siempre: «¿Por qué elige las historias, con qué criterio?». Quizás con el peor de todos. Una abstrusa y soberbia necesidad de complicarse la vida y, al final, vencer. O no.

Te recomendamos el ensayo "La radicalidad de no hacer nada".

Fotografía de Esther Vargas (Flickr).

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La primera en llegar a casa de Dani Yako esa noche fue Silvia Luz Fernández, que tomó el colectivo de la línea 12 demasiado temprano, previendo que iba a demorar, pero el colectivo hizo el trayecto muy rápido. Luego llegaron Débora Kantor, Silvia Labayru y Hugo Dvoskin. Los tres permanecieron un rato tocando timbre sin que nadie les abriera (Yako olvidó decirles que lo llamaran por teléfono en vez de tocar el timbre, que no se escucha desde la terraza: a buena parte de los que forman este grupo parece unirlos una tendencia al despiste). Silvia Labayru portaba un cuenco con ensalada de papas preparada en su casa. Había llegado pocos días antes desde Recife, Brasil, donde Hugo Dvoskin, su pareja, psicoanalista, había participado en un congreso de lacanianos. Él usaba una chomba celeste fuerte y tenía el aspecto de siempre: recién salido de la ducha, fresco y dispuesto a subir un volcán. Ella llevaba un vestido azul oscuro, corto y vaporoso, de tela evanescente. La última en llegar fue Alba Corral. Alba Corral y Silvia Luz Fernández no viven en la Argentina sino en Madrid y París, respectivamente. Todos los demás, en Buenos Aires. Aunque decir exactamente dónde vive ahora Silvia Labayru podría costar un poco más de trabajo.

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Dani Yako, fotógrafo, argentino, exiliado en España desde 1976, retornado a la Argentina en 1983.

Silvia Luz Fernández, psiquiatra, argentina, exiliada en Francia desde 1979. Continúa allí.

Alba Corral, empresaria, argentina, exiliada en España desde 1977. Continúa allí.

Débora Kantor, licenciada en Ciencias de la Educación, argentina.

Hugo Dvoskin, psicoanalista, argentino.

Silvia Labayru, estudiante de Medicina, Historia, Psicología, brevemente de Sociología, argentina, exiliada en España desde junio de 1978, actualmente fluctuando entre Madrid y Buenos Aires. Si se le pregunta dónde vive, a veces responde: «En el limbo».

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Esa noche se habla de todo. De si es mejor la carne de la carnicería Don Julio —no vale la pena el precio exorbitante, dice alguien—, la del supermercado Jumbo o la del supermercado COTO. De fotografía. De vacunas. De un médico que le diagnosticó a Dani Yako una leucemia que no tenía. De un flebólogo al que Débora Kantor consultó por unas venas y le dijo que, si su preocupación era estética, mejor se operara las ojeras. De licencias de conducir. De películas y series. Nadie menciona la palabra secuestro. Nadie menciona la palabra desaparecido. Nadie menciona la palabra exilio.

Dani, Débora, Alba, Silvia Luz, Hugo y Silvia fueron al mismo colegio secundario, el Nacional Buenos Aires, un establecimiento público de exigencia salvaje con un examen de ingreso para el cual los aspirantes se preparan con un año de antelación. Han egresado de él personas que fueron, después, presidentes, diputados, senadores, jueces, premio Nobel. Su prestigio es tal que lo llaman, simplemente, el Colegio. Como si no hubiera otro. Todas las cosas empezaron ahí.

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Cada 14 de marzo, durante años, Silvia Labayru festejó con su padre, Jorge Labayru, mayor de la Fuerza Aérea y piloto civil de Aerolíneas Argentinas, el día en que se produjo la llamada que le salvó la vida. El 14 de marzo de 1977 él levantó el auricular del teléfono de su casa, un piso 12 sobre la avenida del Libertador desde el que se ven el hipódromo de Buenos Aires y la costa uruguaya, escuchó la voz de un hombre que dijo: «Llamo para hablarle de su hija», y respondió con un grito: «¡Montoneros hijos de puta! ¡Ustedes son los responsables morales de la muerte de mi hija! ¡Los voy a cagar a tiros!». O algo así. Para entonces, Jorge Labayru llevaba tres meses creyendo que su hija estaba muerta.

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Para que puedan / exaltar a pleno pulmón / las maravillas / estos siervos tuyos / perdona la falta / de nuestros labios impuros / san Juan.

El himno viajó en el tiempo, como viajaron todos ellos, hasta hoy.

Cuando la cena en la terraza termina, Silvia Labayru y yo bajamos y buscamos un taxi para regresar a casa. Nos conocemos desde hace un año y seis meses. Vivimos cerca, así que es usual que, al terminar lo que estemos haciendo, regresemos juntas. La calle está desierta, es domingo, casi no pasan autos. A lo lejos, se ve la luz roja de un taxi libre. Hago señas. Dice: «¿Eso no es un semáforo?». Le digo: «Un semáforo que se mueve». El taxi se acerca, se detiene. Hugo se ha ido antes —atiende el consultorio desde temprano—, y le dejó dinero para pagar el transporte. Ella no reconoció los billetes —hay reales brasileños mezclados con pesos argentinos, un dinero que todavía no entiende; la economía local la confunde y en ocasiones dice: «No me hables en pesos, dime en euros»—, y como no tenía el bolso a mano se los guardó en el soutien. Subo primero al auto, porque bajo después, y damos indicaciones: vamos a tal y tal sitio, nos detenemos primero en tal. Ella lleva el cuenco de la ensalada de papas, ya vacío, dentro de una bolsa, sobre la falda. Le pregunto por Toitoy, su perro de nueve años y medio que está muriendo en Madrid, en casa de su sobrina. «Usualmente, esos perros viven ocho años, pero Toitoy estaba como una rosa. Las fotos que me mandan, los ojitos...», dice, con una pena que no le he oído casi nunca desde mayo de 2021, cuando hablé por primera vez con ella en el balcón de un departamento de la calle Gurruchaga en el que ya no vive. Toitoy tiene una falla renal irreparable, no puede hacerse a la idea de que no lo verá más. El taxi se detiene a dos cuadras de su casa, que está en la calle Costa Rica. Nos despedimos hasta el día siguiente, cuando volveremos a encontrarnos. El taxista, un tipo joven con la cara tatuada, arranca de nuevo y me pregunta: «¿Tu amiga de dónde es?». Le respondo: «Es argentina, pero vive en España desde hace muchos años». No voy a explicarle a un desconocido que ella está desde 2019 en Buenos Aires, con intermitencias, porque se reencontró con el hombre que fue su primer novio importante. «Ah, como hablaba raro no sabía. A esta 26 hora anda todo el mundo copeteado, en pedo». Tomo nota de que no sabe qué relación me une a la mujer que viajaba conmigo y, aun así, me dice que creyó que ella —por su forma de hablar, mezclando el «tú» con el «vos», marcando en ocasiones las ces y las zetas como una española pero en ocasiones no— estaba borracha. Le respondo con más información que la que he entregado a nadie en estos meses: «Es argentina pero tuvo que exiliarse en España en los años setenta». Me dice: «Ah, ¿en los setenta?». Pausa. «Seguro que el marido era peronista o estaba metido en algo.» Siento una hostilidad retorcida. Le digo: «¿Por qué el marido?». Y aunque sé que tengo que frenar, sigo: «Era ella. Era montonera». Me arrepiento del comienzo de la frase, que parece acusatoria: «Era ella». Me mira por el espejo y me dice: «Ah. ¿Montonera?». Y se queda callado. Entonces, después de unos segundos de silencio, me pregunta si vivo por ahí, si estoy casada, si no me da miedo andar sola de noche, subirme a cualquier taxi. Busco en el bolso las llaves de casa, las empuño como me indicó mi padre: una asomando entre los dedos, directo al ojo en caso de agresión. Me digo que soy idiota. Jamás podría hacer eso y, si lo hiciera, me rompería la mano. Pienso en ella ahora, caminando hacia su casa, el dinero metido en el soutien, flotante y rápida en su vestido azul volado, llevando el cuenco de la ensalada de papas. Me doy cuenta de que dije la palabra montonera con altanería, como si quisiera golpear al tipo con un secreto del que soy poseedora. «¿Cómo te llamás?», pregunta. Lo miro por el espejo. No le contesto. Pienso en lo que me ha dicho ella tantas veces: cuando cuenta su historia —apenas el bosquejo: secuestrada un año y medio en un centro clandestino, parto sobre una mesa—, la persona a quien se la cuenta empieza a narrar su propia experiencia de peligro menor: el día en que, por una infracción, terminó en una comisaría; el día en que, durante una marcha por reclamos salariales, resultó perseguida un par de cuadras por las fuerzas del orden («Cuento mi historia y dicen: “Ah, qué difícil debe haber sido, porque a mí también me pasó, bla, bla”, y yo me quedo escuchando su traumática experiencia del día en que los persiguió un policía con una cachiporra»). La necesidad de inventarse un poco de heroísmo para competir. O el regodeo en el dramita propio para no escuchar el drama ajeno. Que fue alto. Que fue mucho.

(El taxista, por supuesto, me deja en la puerta de mi casa y se va.)

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—Yo de política argentina no quiero opinar porque a la política argentina no la entiendo.

Es lo primero que dice el 4 de mayo de 2021 a las dos y media de la tarde en el balcón de un departamento del piso 15 sobre la calle Gurruchaga, barrio de Palermo. El sitio es alquilado y vive allí desde 2019 con Hugo Dvoskin, que tiene su consultorio cinco pisos más arriba. Llegó a Buenos Aires el 7 de junio de ese año, siguiendo la invitación que él le hizo —quedarse ocho días juntos, sin atenuantes, en esta casa—, y ya no se fue (aunque regresa a España de manera regular). Estoy allí porque Dani Yako la llamó, le dijo que yo estaba interesada en su historia, y ella respondió de inmediato: «Que me llame». Convinimos este encuentro solo para conocernos, pero en esa primera conversación informal se establecen las condiciones de trabajo. Ella: «¿Puedo leer lo que escribas antes de que se publique?». Yo: «No». Ella: «¿Entonces puedo grabar las conversaciones que tengamos?». Yo: «Sí».

Usa un pantalón negro chupín, las mismas sandalias de taco chino con suela de yute que le vi en la foto del diario, un suéter liviano, gris, cruzado por delante, y una estrella de David de oro pendiendo de una cadena corta y fina (que no se quitará nunca). Como es plena pandemia de covid-19, y por disposición del gobierno solo se puede circular hasta las ocho de la noche, nos encontramos temprano. Aunque estamos al aire libre usamos barbijo. Lo usaremos por mucho tiempo. Ella ha entrado al programa experimental de un laboratorio alemán que prueba la vacuna Curevac (que no funcionará), pero yo aún (como la mayor parte de los habitantes del planeta) no estoy vacunada. A lo largo de dos horas, contará el bosquejo (adolescencia en el Colegio, militancia en Montoneros, secuestro, tortura, parto, entrega de la hija a los abuelos, exilio en España, repudio por parte de otros sobrevivientes y organismos de derechos humanos), con el mismo tono sereno y racional que utilizará después, a lo largo de un año y siete meses, cuando dé detalles. Solo en dos ocasiones, una en el otoño de 2022 durante un encuentro en mi casa, y otra en el verano de ese año, en un audio de WhatsApp, tendrá la voz estrangulada: por la angustia, primero; por la pena, después. La primera vez que eso ocurre es cuando habla de la posibilidad de que su pareja con Hugo Dvoskin no funcione. La segunda, cuando anuncia la enfermedad de su perro Toitoy. Ese tono imperturbable —del que es consciente— hará que a menudo exprese su preocupación por parecer demasiado fría: «A veces me da temor no poder expresarte lo que pasó, porque tengo esta manera tan fría de contarlo». Nunca grabará las conversaciones. Pedirá algunos resguardos en relación a la intimidad de sus hijos —Vera, David—, de sus nietos —Duncan, de nueve, Ewan, de doce—, o de terceros, esto último en casos de afectos antiguos a los que no quiere incomodar. Por todo lo demás, dirá: «Lo que digas de mí me la suda». Quizás porque ya dijeron de ella tantas cosas.

Y así empieza la historia.

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Un pasado incendiario. Un presente que pendula entre paseos en bicicleta, administración de propiedades en España, viajes —a ciudades como Tandil, a pueblos de Córdoba, a la costa argentina, a Boston, Madrid, Nueva York, a países como Polonia, Brasil, Francia y Austria—, cenas con amigos, cafés con amigos, almuerzos con amigos, visitas al geriátrico en el que vive su padre, despertares al alba tan temprano, el trabajo gestionando publicidad para revistas de ingeniería, el trabajo para Panoplia —la distribuidora de libros que era propiedad de su marido, fallecido en 2018— y el vínculo con un hombre, con este hombre, con Hugo Dvoskin, a quien le hizo enorme daño allá en la adolescencia, a quien envió un telegrama clamando socorro recién salida de la ESMA, a quien escribió cartas de amor rendido sin recibir jamás una respuesta.

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Le pregunto por la tortura con mucha más facilidad con la que le pregunto por las violaciones, porque preguntar por las violaciones puede confundirse con morbo pero la escena de la tortura es sagrada: en ella hay puro sufrimiento. Varias veces, a lo largo de meses, y aunque indagué sobre el asunto, me dirá que nadie, nunca, le preguntó por la tortura excepto una persona: Hugo. Un día le digo: «¿Ni siquiera yo?». Me dice: «Ni siquiera tú». Entonces entiendo: ella quiere decir que nadie a quien ella haya temido o tema perder, que nadie a quien considere incondicional, le ha preguntado. Excepto Hugo.

Este adelanto del libro La llamada, de Leila Guerriero, se publica con autorización de Anagrama.

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