Son ya varias las ocasiones en que el presidente López Obrador se refiere a los abogados para colocarlos en los marcos de sus críticas simplificadas. Aparentemente, han actuado en contextos muy específicos, relacionados con la obstaculización de sus proyectos. Así fue, por ejemplo, con las suspensiones de las obras de los dos aeropuertos metropolitanos del Valle de México o con la continuación de los tramos del Tren Maya. En mi propio caso, fue por lo que el presidente consideró como asesorías a grupos y personas, para él, inaceptables prácticamente por definición.
Visto así, podría parecer que las respuestas de López Obrador a los abogados son de naturaleza reactiva, que se limita a enfrentar a aquellos practicantes que se imponen jurídicamente a sus designios. Más allá de si eso nos agrada o no, e incluso de si podemos considerarlo adecuado, el problema podría quedar comprendido en el modo belicoso de hacer política que al presidente le gusta. El mensaje que de sus acciones puede extraerse es algo como “no se me enfrenten porque si lo hacen, los descalifico y si puedo, los ridiculizo en mis charlas mañaneras”. Avanzando por esta línea, el presidente podría decir que “sobre advertencia no hay engaño”. Y ya hecha, cada quien debería atenerse a ella y decidir en qué condición quiere estar frente al poder político de López Obrador.
Con todo y que esta lectura es correcta –como saben los que han sido objeto de señalamientos particulares–, hay otra posibilidad interpretativa, una que no involucra a los abogados que específicamente actúan contra sus proyectos, sino al gremio en general, a la actividad misma de la abogacía. Para ilustrarlo, me valgo de dos ejemplos.
En su obra Enrique VI, William Shakespeare presenta una situación relacionada con lo que quiero mostrar. Jack Cade es un artesano que decide rebelarse contra la Corona e instaurar en él mismo una nueva monarquía, alegando su linaje. Dice que ya no habrá dinero porque todos comerán, beberán y vestirán a sus expensas. Compartiendo el entusiasmo, su socio, un tal Dick, propone que lo primero que deben hacer es matar a todos los abogados. Responde el propio Cade: “No, eso lo haré yo. ¿No es lamentable acaso que se haga pergamino de la piel de un cordero inocente? ¿Y que el pergamino, una vez escrito, arruine a un hombre? Algunos dicen que la abeja pica, pero yo digo: es la cera de la abeja. Sólo una vez sellé una cosa y nunca he vuelto a ser dueño de mí mismo”. El diálogo se interrumpe por la llegada del notario de Chatham; de inmediato, se le identifica como un monstruo porque sabe leer, escribir y firmar con su nombre, y se le impone el castigo de la horca, “con la pluma y el tintero alrededor del cuello”.
Cade expresa su confianza exclusiva en la gente del pueblo; a los “esclavos con traje de seda” no tiene por qué escucharlos y manifiesta su desconfianza ante quienes hablan francés, por ser la lengua de los enemigos. Los acontecimientos se aceleran con la liberación de presos y el ataque a las personas y sus bienes, hasta que el rey Enrique recibe un mensaje: “La muerte de sir Humphrey y su hermano les dan ánimo y coraje para continuar: a todos los eruditos, abogados, caballeros y cortesanos los llaman falsos y rapaces, y se proponen matarlos”. Cade se declara voz del Parlamento y ordena liquidar a todos los estudiantes de Derecho.
Este fragmento del drama muestra varios elementos interesantes: el levantamiento popular, las falsas promesas, los sueños de grandeza de un personaje que se cree superior pero, sobre todo, el inteligente apunte sociológico sobre el papel de los abogados en la Inglaterra de entonces. Lo que llevó a Jack Cade a la ruina fue –o él cree que fue– la formalización jurídica de un acto. ¿Esa aseveración es estrictamente individual o, por el contrario, alude a una situación generalizada? En otras palabras, ¿Shakespeare quiso mostrar lo que hizo un abogado o lo que se les atribuye como conjunto profesional?
En su magnifico libro Los juristas del horror, Ingo Müller describe diversas acciones llevadas a cabo durante el nazismo respecto al derecho. Cuenta lo que hicieron los jueces, magistrados, legisladores, funcionarios y académicos para lograr la más completa imposición de las ideas y los contenidos normativos del movimiento encabezado por Hitler. El libro contiene la explicación de los modos con los que se legitimó el trato a los judíos, extranjeros, enfermos mentales y, en general, a todos los colectivos de los que la historiografía ha dado cuenta.
Müller registra un episodio menos conocido, relacionado con lo que llama la “expurgación” de los abogados. Comienza con las maneras en que los abogados judíos (alrededor del 22% de los practicantes de la profesión) fueron expulsados por razones raciales. En esos casos –más allá de lo discriminatorio de las acciones–, podría considerarse que hubo una mera aplicación de las reglas raciales. Sin embargo, el régimen nazi también determinó que los abogados alemanes debían cumplir con una función distinta a la que hacían durante el régimen liberal. En palabras de uno de los impulsores de esa idea: “[E]l juez, el abogado, el fiscal y el abogado defensor deberían ser camaradas en el frente jurídico […], que luchen juntos para preservar el derecho […]. Así como el nuevo proceso ya no representa un conflicto entre los intereses de un individuo y los del Estado, ahora las partes procesales deberían considerar que sus tareas ya no los oponen sino que constituyen un esfuerzo imbuido de un espíritu de mutua confianza”.
A partir de este nuevo ethos, los abogados que habían defendido a comunistas y socialistas fueron excluidos del ejercicio profesional. A la vez, se creó el Tribunal Disciplinario del Reich para determinar si sus conductas eran adecuadas. En palabras de Müller: “[D]espués de que se interpretó que el deber de los abogados implicaba que debían ser, particularmente, seguidores del Führer, los tribunales interpretaron que cualquier apariencia de distanciamiento con el régimen de Hitler era una violación a la norma”.
No hubo, en principio, amenazas de muerte, pero se construyeron diversos elementos institucionales para forzar que la práctica del derecho se hiciera a la manera nacionalsocialista. Dicho de otro modo, que en su actuar los abogados se avinieran a los mandatos del partido y de su líder –representados en la forma mítica del Reich o de su personificación humana, el Führer–, y no a los intereses de quienes los contrataban para ser defendidos –posiblemente, bajo sospechas de gran egoísmo o, de plano, de boicot al proyecto nacional.
A diferencia de los abogados de la ficción shakespeariana, a los de la Alemania nazi efectivamente se les sancionó y privó de sus derechos. Una cosa es amenazar de muerte y matar; otra, muy distinta, es disciplinar a quienes ejercen una actividad para que la realicen en un sentido muy específico. Sin embargo, los dos ejemplos obligan a formular una pregunta más: ¿Por qué razón Jack Cade y Hitler necesitaban suprimir o controlar a los abogados?
Antes de responder, quiero enfatizar que las amenazas no se hicieron en contra de una persona o de un grupo de personas identificables; se hicieron en contra de todos los profesionales del gremio. Esto permite pensar que el supuesto peligro no se atribuía a ciertos sujetos, sino a la abogacía misma o, lo que es igual, a la función que ejercía.
Aquí es donde me parece que está el meollo que actualmente tenemos en México. Lo que preocupa a los personajes ficcionales e históricos que he mencionado, y a los que están ahora en condiciones semejantes, es lo que hacen los abogados en tanto tales. Con independencia de que la actividad se realice por abogados capaces o torpes, buenos o malos, decentes o corruptos, aprovechados o generosos, lo cierto es que hay un hacer propio de todos ellos. No estoy escribiendo una apología de todos los miembros de la profesión, únicamente estoy señalando que, más allá de lo reprobable o admirable de los comportamientos individuales, hay algo que caracteriza su ejercicio.
Me refiero a la intermediación que los abogados hacen entre los particulares a quienes representan y los órganos del Estado que deben resolver los conflictos suscitados por los intereses de cada parte. Un abogado toma el interés de una persona –su cliente– y le da la forma jurídica del litigio, lo coloca en los tribunales a fin de obtener una resolución judicial que le permita el reconocimiento y el goce de ese interés en la forma de un derecho legítimo.
Por lo tanto, el ejercicio profesional de la abogacía sirve como un medio para lograr el control de los actos de autoridad que puedan afectar a los particulares. No lo hace de un modo estruendoso ni electorero, sino de un modo acotado, silencioso y discreto, pero altamente efectivo en al menos dos sentidos: el reconocimiento del derecho de una persona y el desconocimiento de las posibilidades jurídicas de otro.
Si el “otro” es el Estado, se comprende fácilmente que los abogados representen una amenaza efectiva a los designios de la sublevación popular de Jack Cade, a la preeminencia de la nación alemana de Hitler o a las aspiraciones de cualquiera que considere que su persona encarna las posibilidades de un pueblo. La función de mediación de los abogados es molesta –pienso que puede ser hasta irritante–, porque rompe, finalmente, las pretensiones de unanimidad que suelen perseguir personajes y movimientos como los descritos. Ante la pretensión de ser el todo o representar al todo, hacer valer un derecho o una idea distinta resulta una disrupción. Muestra que alguien no está de acuerdo. Que alguien piensa distinto y quiere otra cosa. Y ese alguien tiene voz gracias a un abogado que, por buenas o malas razones personales, está dispuesto a servir de agente para hacer valer ese interés.
A Cade le resultaba incómodo que los abogados le marcaran límites y trataran de formalizar jurídicamente la realidad en un sentido distinto al que él pretendía. Hitler necesitaba que los abogados fueran medios activos y disciplinados para el desarrollo de su proyecto. ¿Por qué López Obrador ataca a los abogados mexicanos?, ¿qué hay detrás de esos señalamientos que los involucran no sólo a ellos sino, más bien, a la función que realizan?