Tiempo de lectura: 4 minutosNunca me ha gustado el fútbol americano, pero eso no importa: las elecciones presidenciales en Estados Unidos se han convertido en algo así como mi Súper Tazón electoral. Sigo el desempeño de los candidatos desde las primarias de cada partido, me pongo al tanto de sus fortalezas y debilidades, consumo con voracidad la cobertura que hacen algunos periodistas y medios estadounidenses (entre mis predilectos están Ron Brownstein en The Atlantic, Clare Malone en FiveThirtyEight y Nate Cohn en The Upshot, un blog de The New York Times). Planeo con semanas de anticipación el día de la jornada electoral y conforme se va acercando dejo de prestar atención a casi cualquier otra cosa. Ese primer martes de noviembre cada cuatro años me vuelvo, la verdad, insufrible. Como los fanáticos del fútbol americano durante el Súper Tazón, mi entusiasmo es tal que no quiero perderme ni los comerciales.
Sucede, además, que la democracia presidencial estadounidense es rarísima: no es una votación nacional en la que gana el candidato que obtiene más votos, sino 51 elecciones estatales que se llevan a cabo al mismo tiempo y en las que el triunfo se lo lleva quien consiga la mayoría de los asientos en un colegio electoral. Dicho colegio está compuesto por 538 asientos, la suma del número de legisladores que hay en el Congreso (100 senadores, dos por cada estado, y 435 representantes distribuidos proporcionalmente según el tamaño de la población de cada uno) y tres adicionales que se eligen por la capital, D.C. Salvo por Maine y Nebraska, todos los estados asignan la totalidad de sus respectivos asientos al candidato presidencial que obtiene más votos en su territorio (un sistema que en el argot politológico se conoce como winner takes all). El resultado, por lo tanto, no se anuncia de golpe sino por goteo, conforme van cerrando los centros de votación de cada estado en un país que tiene seis husos horarios (cuando en Nueva York ya son las 11 de la noche, en Honolulu apenas son las 6 de la tarde). El suspenso, en consecuencia, se prolonga por varias horas.
Pero la competencia no es igual de reñida en todos los estados. En la mayoría, de hecho, las encuestas ya perfilan con relativa confianza al probable ganador. En California, Nueva York o Illinois, por ejemplo, ya se da por descontado que ganará Biden; en Tennessee, Alabama y Kentucky, Trump. Y así, mientras los demócratas tienen prácticamente asegurados 216 lugares en el colegio electoral, los republicanos tienen 125. Los 197 restantes se concentran en los siguientes estados (en orden de importancia por el número de asientos que les corresponden en el colegio electoral): Texas (38), Florida (29) Pennsylvania (20), Ohio (18), Georgia (16), Michigan (16), Carolina del Norte (15), Arizona (11), Wisconsin (10), Minnesota (10), Nevada (6), Iowa (6), el segundo distrito de Nebraska (1) y el segundo distrito de Maine (1). Biden parece ir al frente en al menos nueve de los catorce. Con que lograra una combinación que suponga sumar poco más de una cuarta parte (54) de los 197 asientos en disputa, la presidencia sería suya.
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En general, este año los modelos estadísticos ubican a los demócratas en una posición más cómoda que en 2016. Según FiveThirtyEight, a estas alturas Biden tiene un 90% de probabilidad de ganar, mientras que Clinton tenía 71%. El pronóstico de Real Clear Politics sobre el Colegio Electoral en 2016 fue de 272 asientos para el partido demócrata y 266 el republicano; su pronóstico ahora es 335 contra 203, respectivamente. Sí, ya sé, las encuestas fallaron en 2016. ¿Por qué? La Asociación Estadounidense de Investigación en Opinión Pública (AAPOR, por sus siglas en inglés) ha concluido que por tres causas principales. Una, que durante los últimos días de la campaña hubo un viraje importante a favor de Trump en las preferencias de los votantes en estados como Wisconsin, Florida y Pennsylvania, que no alcanzó a verse reflejado en los sondeos finales. Dos, que las personas con altos niveles de escolaridad, quienes tienden a votar más por los demócratas que por los republicanos, suelen estar sobrerrepresentadas en las encuestas y muchas de ellas, sobre todo a nivel estatal, no ajustaron sus ponderaciones para corregir dicho sesgo, por lo que terminaron sobreestimando el apoyo a Clinton. Y tres, que hubo más electores de Trump que de Clinton que no revelaron bien su intención de voto o que fueron mal registrados. ¿Puede volver a suceder algo parecido? Es poco probable. Las encuestadoras han ajustado sus metodologías, la distancia que separa a Biden de Trump es mayor que la de Clinton y el comportamiento de las preferencias en esta ocasión luce mucho más estable que hace cuatro años. Trump, encima, ya no tiene el factor de la novedad a su favor. Al contrario, la gestión de la pandemia y su impacto económico le pasarán factura. La traumática experiencia de 2016 induce a la cautela, pero la evidencia disponible apunta a que este 2020 será diferente.
Una diferencia poco tranquilizadora, sin embargo, son los indicios de que Trump podría tratar de desconocer el resultado y litigarlo hasta la Suprema Corte de Justicia, donde el reciente nombramiento de la nueva ministra Amy Connet Barret ha decantado la correlación de fuerzas muy a favor del bloque conservador. ¿Todos los ministros de dicha persuasión apoyarían semejante lance? No es seguro. Además, la naturaleza descentralizada del sistema electoral estadounidense no facilita la posibilidad de llegar a ese punto, pues está diseñado para que las impugnaciones se resuelvan conforme a las leyes y las supremas cortes de cada estado. La verdad, con todo, es que tampoco constituye un obstáculo infranqueable. Tal vez el fantasma que merodea en torno a este ciclo electoral no es tanto el de 2016 como el de 2000, cuando la Suprema Corte resolvió la disputa por el caso de Florida y terminó entregándole la presidencia a George W. Bush. Al Gore, el candidato derrotado, agachó la cabeza y admitió la legitimidad de la Suprema Corte para emitir ese fallo. Nada garantiza que los demócratas lo harían de nuevo, la presión social para pelear en las calles contra una reelección de Trump decidida por los jueces y no por los votantes sería durísima. En fin, el escenario de una severa crisis constitucional es tan incierto como grave.
Mejor no adelantar vísperas. Este martes, por lo pronto, yo tendré los ojos bien puestos en diez estados de tres regiones: Florida, Georgia y Carolina del Norte en el sureste; Pennsylvania, Ohio, Michigan, Wisconsin y Iowa en el medio oeste; Texas y Arizona en el suroeste. Cómo y cuánto voten los hispanos, los afroamericanos, las mujeres de los suburbios y los blancos sin estudios universitarios en dichos estados definirá de qué lado se inclina la balanza no solo en cuanto al próximo presidente sino para el futuro de la democracia en Estados Unidos. Un resultado muy holgado –a favor de Biden, se entiende– será invencible; pero uno más estrecho le abriría espacio a un desesperado Hail Mary trumpista de pronóstico reservado.
@carlosbravoreg