Comienzo con una pregunta aparentemente simple: ¿alguno de ustedes ha imaginado que es por el derecho como se constituye socialmente una persona? Mediante normas y prácticas jurídicas es como cada uno de nosotros sabemos que somos padres, hijos, funcionarios y tantas otras posiciones que a diario desempeñamos. Lo que el derecho hace, y no siempre evidente, es dar vida a los sujetos que participarán en el mundo jurídico y más allá a fin de tener existencia social. La personificación llevada a cabo por el derecho es una constante de su historia. Suele comenzar nombrando —sociedad, indígena, mujer, banco, etc.—, para después asignar los atributos constitutivos, sus formas de desplegarlos y las consecuencias que sus actuares u omisiones traerán aparejadas.
Por más obvio que parezca, no todas las sociedades han constituido a las mismas personas. En el pasado y más allá de lo que hoy nos pueda significar la expresión, era común hablar de “imbéciles” o “estúpidos” no como una forma de insulto —que también lo era—, sino como un calificativo que servía para identificar a quien era considerado débil o incapaz mental. El sujeto “imbécil” estaba personificado de esa manera, lo que generaba efectos jurídicos y sociales. Conforme a usos que hoy nos resultan inaceptables, podía ser tratado de ciertas maneras no solo en términos jurídicos —no disponibilidad de sus propios bienes o no posibilidad de decidir—, también en las formas de trato social, comúnmente ligadas con el desprecio o la distancia.
Al personificar a alguien mediante normas generales, las posibilidades normativas del sujeto quedaban fijadas de modo intrínseco. A la mujer, por ejemplo, se le consideró durante siglos como una mera extensión del hombre. Primero de su padre y luego de su marido y, en algunas comunidades, incluso de los hijos varones en caso de viudez. En esos tiempos, la sola mención de la persona “mujer” implicaba la condición disminuida, no como mera evocación sino como una realidad constante. Por ejemplo: el no poder vender un bien heredado de sus padres sin los consentimientos indicados, o el no poderse casar sin los permisos requeridos.
Además, la personificación suele traer consigo las consecuencias de los acatamientos y los desconocimientos. Jurídicamente, negociar con un esclavo y no con su dueño implicaba la nulidad de la operación y, tal vez como medio coactivo para evitar tales operaciones, la pérdida de la cosa o de la libertad. Pero más allá de la consecuencia jurídica, la negociación ilícita solía implicar el desprecio social indeterminado y constante, expresado en la forma de ser “amigo de esclavos” u otra semejante que denotara el repudio hacia la persona —nueva personificación— por su actuar.
Una de las ventajas de comenzar hablando en términos históricos de la personificación, es que existen vestigios en la literatura, el cine o las actuales prácticas sociales, que nos permiten comprender de buena manera lo que aconteció y, en mis ejemplos, lo repudiable de las situaciones entonces vividas. Hablar de mujeres o esclavos para recordar las odiosas prácticas a las que estuvieron sometidas, nos hace comprender el significado de las personificaciones correspondientes. Con estas referencias, paso a considerar lo que actualmente sucede. Las situaciones que, por estarse desplegando ante nuestros ojos cotidianamente, no son menos asequibles.
Si damos una mirada rápida sobre lo que suele llamarse el orden jurídico actual de cualquier país, encontraremos un amplísimo despliegue de personas. Identificaremos compradores, vendedores, padres o madres de familia, hijos, jueces, sentenciados, presos, discapacitados, ancianos, niños, sociedades anónimas, bancos, la Ciudad de México, el ayuntamiento de Tepoztlán, la Federación Mexicana de Futbol o la de Judo, entre otras muchas posibilidades. ¿Qué es lo común a todas ellas? Que el orden jurídico les concede existencia para ser sujetos de derechos, obligaciones o facultades o, lo que aquí es igual, para participar en la creación o aplicación de normas jurídicas. El lector atento se preguntará cómo es posible que sea persona un niño o una asociación, si resulta evidente que ni uno ni otra pueden actuar por sí mismos como tales. El hecho de que se les considere personas no conlleva que tengan que actuar por sí mismos, pues para eso se prevé la existencia de representantes —otra persona—, que expresen lo conducente para el menor de edad o el conjunto de accionistas para nuestro ejemplo.
Si comparamos esta lista resultante de cernir el orden jurídico actual bajo el criterio «persona» con el de, por ejemplo, un reino medieval o un régimen de corte soviético, los resultados serán completamente distintos. Para comenzar con lo obvio, no habría ni reyes ni soviets, no habría señores feudales ni camaradas. Lo que habría son, si no todas, una buena parte de las formas por las que los individuos de nuestro tiempo tratamos de, o tenemos que, expresarnos de manera respetuosa.
Hoy imbécil o estúpido son formas de insulto, pero no categorías jurídicas. El cambio no se produjo prohibiendo la expresión, sino elaborando jurídicamente de una manera completamente distinta a la persona que, por decirlo así, tiene una específica condición psicosocial. La personificación que ahora se hace, busca destacar las posibilidades del individuo y no sus limitaciones. Actualmente hablamos de personas con discapacidad o de personas con capacidades diferentes, no como mero ejercicio de denominación, sino como manera de expresar la nueva personificación que el derecho asigna a este conjunto de personas. Con base en esa misma manera de constituir sujetos, el uso de expresiones que no reflejen el entendimiento o la aceptación de la nueva persona, acarrean consecuencias sociales, más allá de las estrictamente jurídicas.
Las personificaciones del derecho tienen características relevantes. Respecto un mismo individuo pueden recaer varias de ellas simultáneamente, permanecer, desaparecer modificarse, estar en potencia o actualizarse. Un individuo puede ser menor de edad, estudiante, miembro de un club deportivo, comprador y beneficiario de un sistema de aseguramiento médico. Con el pasar de los años, puede ser padre, empleado y propietario, sin perder ninguna de las calidades que tuvo en su infancia o, por el contrario, haber perdido algunas de ellas. Más allá de las situaciones concretas que la vida le depare a cada cual, lo relevante es que la composición del individuo en tanto persona, es la suma de las muchas personificaciones que el derecho contempla para ser adquiridas o rechazadas.
Hasta ahora he hablado de la persona y de las personificaciones como si fueran elementos dados en los órdenes jurídicos y sociales. Sin embargo, su construcción, mantenimiento o rechazo, en modo alguno tienen un carácter natural. Por el contrario, suelen ser elaboraciones muy complejas que se insertan en las normas jurídicas —o salen de ellas— mediante procesos que, con independencia de su institucionalización, están significados por la violencia que conlleva todo ejercicio de dominación. Empecemos, nuevamente, por lo obvio.
Hasta no hace mucho tiempo, los hijos eran considerados —jurídica y socialmente— como meras extensiones de sus padres. Sujetos que, con base en prácticas sociales o religiosas, les debían obediencia absoluta y estaban destinados a subordinar buena parte de sus decisiones e intereses. La personificación de los niños y las niñas —o de los incapaces— estaba constituida de manera débil, tanto que era común llamarlas personitas. Con motivo de los cambios en el derecho internacional y en varias constituciones del mundo, a los menores de edad se les reconoce un “interés superior”. Con ello, el que sus condiciones de vida no estén determinadas sin más por sus padres. Este cambio implica, además del evidente proceso de autonomización, la construcción de una imagen del menor de edad con capacidades para tomar un número mayor de decisiones. Lo que en el fondo de este ejemplo existe, es la nueva personificación del menor de edad. La determinación de que quien no ha cumplido dieciocho años tiene posibilidades propias de decisión.
Los cambios que vengo señalando no son privativos de los individuos en sí mismo considerados. Desde luego es verdad que en el pasado existieron formas de organización que daban lugar a personas jurídicas distintas a las de sus integrantes. Las corporaciones medievales o las compañías de exploración del imperio británico son ejemplos bien conocidos de ello. Sin embargo, en lo que quiero llamar la atención es en el hecho de que ahora existen formas de personificación con las que se están tratando de resolver problemas actuales.
Mi ejemplo favorito en este sentido es la sentencia dictada por una corte en la India que le asignó el carácter de persona a la cordillera del Himalaya y a todos los recursos y servicios naturales con ellas relacionados —ríos, bosques, pastizales, etc—. Entiendo que, desde cierta óptica, tal decisión puede estimarse extravagante o incluso metafísica. Tal vez la mera expresión más radical de alguna de las corrientes naturalistas que existen en nuestros días. Sin embargo, el asunto puede ser visto de manera distinta. Lo que la corte india hizo fue personificar un conjunto de bienes y servicios para que, de esa manera, darles existencia jurídica y permitir, finalmente, que un representante vele por su conservación y cuidado. A contracorriente de la idea prevaleciente de los parques o zonas naturales resguardadas por un omnipotente gobierno, los jueces de aquel país echaron mano de las viejas fórmulas del common law para resolver un problema presente.
La función personificadora del derecho es esencial para el actuar de la sociedad. Mediante ella, se constituyen las entidades que determinan la totalidad de sus posibilidades de comportamiento. Saber a quién se le asignará qué facultad o derecho, quién la va a determinar, a quién se le va a imputar una responsabilidad, a quién se va a proteger. Sin esos elementos, la positividad misma del derecho, su origen y fin en las conductas humanas, serían imposibles. Adicionalmente, las marcas jurídicas constituyen una realidad social. Si no en todo, sí en mucho nos guiamos cotidianamente por lo que el derecho nos indica lo que cada quien es o, si se quiere, nos muestra quién es qué. Con ello señala nuestros límites y posibilidades en el gran juego social en el que diariamente participamos, querámoslo o no.