Liberar al hijo del Chapo Guzmán fue la decisión correcta

Liberar al hijo del Chapo Guzmán fue la decisión correcta

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Victimizar inocentes es más nocivo para la sociedad que el no detener a los infractores.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Decir que “el Estado fracasó en Sinaloa” es correcto, pero no como la histeria colectiva del momento lo presenta. No es acertado decir que el poderío de los grupos de la delincuencia organizada es inédito, y por ello, responsabilidad del actual gobierno federal; que hechos como lo ocurrido en Culiacán no tienen precedente y atacar la decisión presidencial de liberar al imputado, cuya detención detonó la crisis. Es decir, cargar la responsabilidad del origen, evolución y “derrota” a Andrés Manuel López Obrador.

Los tres supuestos están equivocados.

En primer lugar, es bien sabido que el crecimiento exponencial de poder, la riqueza, la impunidad y el poder de fuego del cártel de Sinaloa no es algo que haya comenzado con la presidencia del López Obrador. De hecho, se ha demostrado hasta el hartazgo, que fue durante la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012) que este grupo llegó a ser dominante, y que en su mandato las relaciones entre el cártel de Sinaloa y el gobierno federal llegaron a ser tan estrechas que Genaro García Luna (entonces Secretario de Seguridad Pública federal) en realidad se encargaba de combatir a los enemigos del cártel utilizando para ello las fuerzas del Estado. La dinámica se mantuvo al menos hasta la ruptura que tuvo el grupo de Joaquín Guzmán Loera con el grupo de los hermanos Beltrán por la aprehensión de Alfredo Beltrán (alias “El mochomo”). Así pues, el control que ejerce el cártel de Sinaloa en un vasto territorio es una podredumbre viene de mucho tiempo atrás. (Para una revisión del modo en que ocurrió este proceso ver el libro de Anabel Hernández Los señores del narco).

En segundo lugar, lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada. Es decir, no es un episodio inédito: no olvidemos el terror que sembraron los grupos de la delincuencia organizada en San Fernando, Tamaulipas en marzo del 2011, tragedia en la que al menos 300 hombres, mujeres y niños fueron secuestrados, torturados y asesinados por los Zetas ante la omisión total -absoluta- de los tres órdenes de gobierno (para más sobre el tema ver de Diego Osorno el libro La guerra de los Zetas); ahí está también el desgobierno absoluto, los abusos y el horror que provocaron el estallido de las autodefensas en Michoacán para hacer frente a los grupos delincuenciales de los Caballeros Templarios y la Familia Michoacana en tierra caliente en 2014 (ver mi artículo “Las autodefensas que no son” Rebelión. Ene,2014); y ahí está también derribo del helicóptero de la Secretaría de la Defensa Nacional en mayo del 2015 en Jalisco, acción que además se acompañó de narcobloqueos simultáneos en 39 puntos de la zona metropolitana y en una veintena de municipios aledaños, con enfrentamientos e incendios con un saldo de 19 heridos y 17 detenidos (ver “El narco demuestra su poderío”, Proceso, May. 1, 2015). Entonces, lo ocurrido en Culiacán no es un evento aislado, ni algo que no haya ocurrido antes.

[caption id="attachment_241471" align="aligncenter" width="620"]

violencia en culiacán

Lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada.[/caption]

En tercer lugar. Hasta donde se ha liberado información, se ha confirmado que los enfrentamientos tuvieron lugar debido a la aprehensión de uno de los hijos de Joaquín Guzmán Loera, Ovidio Guzmán. Tras su detención, el cártel de Sinaloa provocó bloqueos, balaceras e incendios para presionar y finalmente conseguir la liberación del detenido. El presidente López Obrador explicó que efectivamente se detuvo al hijo del Chapo y que posteriormente se decidió liberarlo porque: “estaban en riesgo muchos ciudadanos, muchas personas, muchos seres humanos. Y se decidió proteger la vida de las personas y yo estuve de acuerdo con eso porque no se trata de masacres, eso ya terminó”. Y tiene razón. Uno de los pilares que fundamentan la reforma al sistema de justicia penal del 2008, es que es más nocivo para la sociedad victimizar inocentes que el no detener a los infractores. De ahí que cambió la prioridad del sistema de justicia penal poniendo, en primer lugar, la protección de las víctimas, y después, el castigo de los responsables. ¿Por qué? porque solía ocurrir que se detenía a un infractor y la víctima quedaba olvidada para el estado (y a lo que con frecuencia se sumaba el agravio de que el “infractor” detenido, en realidad no era tal, sino que era tan sólo un chivo expiatorio). Tomando esto como antecedente, la decisión de las autoridades de liberar a Ovidio Guzmán para salvar vidas fue correcta: al imputado se le puede perseguir después -si así lo determina un juez- pero no se puede recuperar la vida perdida de un inocente. La decisión tomada por el gabinete de seguridad y respaldada por el presidente, no sólo fue correcta sino que fue también compatible con los principios sobre los que se fundó la reforma al sistema de justicia: proteger al inocente/víctima primero, y después, perseguir a los responsables.

Finalmente es importante destacar las palabras de López Obrador cuando justificó la liberación del detenido “… no se trata de masacres, eso ya se terminó”. La política de hacer un uso extensivo de la violencia tiene mucha simpatía en aquellos que quieren “soluciones” inmediatas y sin consideración de la ley, los derechos humanos, la presunción de inocencia o cualquier otro concepto moderno de civilidad jurídica y penal que nos haya ayudado a salir de la Edad Media. El problema es que no funciona. Sí, el Estado fracaso en Sinaloa, pero ese fracaso no es nuevo, sino que lleva ya muchos años: es un fracaso histórico al que hay que atender, y para esa tarea vale recordar una verdad que sólo ignoran los ingenuos o los irresponsables: la violencia produce violencia y nada más. A la delincuencia organizada -como al terrorismo- se le combate, en primer lugar, con sistemas de inteligencia y policiacos, no con mecanismos militares. Esto lo señalo para dejar en claro una cosa: el incremento en la violencia estatal no se traduce en la llegada de la paz. De hecho, ocurre lo contrario, tal y como la historia lo ha demostrado una y otra vez en todo el mundo, de Sri Lanka con el exterminio de los Tigres Tamiles, a Colombia con la mal llamada política de Seguridad Democrática de Álvaro Uribe, pasando por el México de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.

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Decir que “el Estado fracasó en Sinaloa” es correcto, pero no como la histeria colectiva del momento lo presenta. No es acertado decir que el poderío de los grupos de la delincuencia organizada es inédito, y por ello, responsabilidad del actual gobierno federal; que hechos como lo ocurrido en Culiacán no tienen precedente y atacar la decisión presidencial de liberar al imputado, cuya detención detonó la crisis. Es decir, cargar la responsabilidad del origen, evolución y “derrota” a Andrés Manuel López Obrador.

Los tres supuestos están equivocados.

En primer lugar, es bien sabido que el crecimiento exponencial de poder, la riqueza, la impunidad y el poder de fuego del cártel de Sinaloa no es algo que haya comenzado con la presidencia del López Obrador. De hecho, se ha demostrado hasta el hartazgo, que fue durante la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012) que este grupo llegó a ser dominante, y que en su mandato las relaciones entre el cártel de Sinaloa y el gobierno federal llegaron a ser tan estrechas que Genaro García Luna (entonces Secretario de Seguridad Pública federal) en realidad se encargaba de combatir a los enemigos del cártel utilizando para ello las fuerzas del Estado. La dinámica se mantuvo al menos hasta la ruptura que tuvo el grupo de Joaquín Guzmán Loera con el grupo de los hermanos Beltrán por la aprehensión de Alfredo Beltrán (alias “El mochomo”). Así pues, el control que ejerce el cártel de Sinaloa en un vasto territorio es una podredumbre viene de mucho tiempo atrás. (Para una revisión del modo en que ocurrió este proceso ver el libro de Anabel Hernández Los señores del narco).

En segundo lugar, lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada. Es decir, no es un episodio inédito: no olvidemos el terror que sembraron los grupos de la delincuencia organizada en San Fernando, Tamaulipas en marzo del 2011, tragedia en la que al menos 300 hombres, mujeres y niños fueron secuestrados, torturados y asesinados por los Zetas ante la omisión total -absoluta- de los tres órdenes de gobierno (para más sobre el tema ver de Diego Osorno el libro La guerra de los Zetas); ahí está también el desgobierno absoluto, los abusos y el horror que provocaron el estallido de las autodefensas en Michoacán para hacer frente a los grupos delincuenciales de los Caballeros Templarios y la Familia Michoacana en tierra caliente en 2014 (ver mi artículo “Las autodefensas que no son” Rebelión. Ene,2014); y ahí está también derribo del helicóptero de la Secretaría de la Defensa Nacional en mayo del 2015 en Jalisco, acción que además se acompañó de narcobloqueos simultáneos en 39 puntos de la zona metropolitana y en una veintena de municipios aledaños, con enfrentamientos e incendios con un saldo de 19 heridos y 17 detenidos (ver “El narco demuestra su poderío”, Proceso, May. 1, 2015). Entonces, lo ocurrido en Culiacán no es un evento aislado, ni algo que no haya ocurrido antes.

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violencia en culiacán

Lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada.[/caption]

En tercer lugar. Hasta donde se ha liberado información, se ha confirmado que los enfrentamientos tuvieron lugar debido a la aprehensión de uno de los hijos de Joaquín Guzmán Loera, Ovidio Guzmán. Tras su detención, el cártel de Sinaloa provocó bloqueos, balaceras e incendios para presionar y finalmente conseguir la liberación del detenido. El presidente López Obrador explicó que efectivamente se detuvo al hijo del Chapo y que posteriormente se decidió liberarlo porque: “estaban en riesgo muchos ciudadanos, muchas personas, muchos seres humanos. Y se decidió proteger la vida de las personas y yo estuve de acuerdo con eso porque no se trata de masacres, eso ya terminó”. Y tiene razón. Uno de los pilares que fundamentan la reforma al sistema de justicia penal del 2008, es que es más nocivo para la sociedad victimizar inocentes que el no detener a los infractores. De ahí que cambió la prioridad del sistema de justicia penal poniendo, en primer lugar, la protección de las víctimas, y después, el castigo de los responsables. ¿Por qué? porque solía ocurrir que se detenía a un infractor y la víctima quedaba olvidada para el estado (y a lo que con frecuencia se sumaba el agravio de que el “infractor” detenido, en realidad no era tal, sino que era tan sólo un chivo expiatorio). Tomando esto como antecedente, la decisión de las autoridades de liberar a Ovidio Guzmán para salvar vidas fue correcta: al imputado se le puede perseguir después -si así lo determina un juez- pero no se puede recuperar la vida perdida de un inocente. La decisión tomada por el gabinete de seguridad y respaldada por el presidente, no sólo fue correcta sino que fue también compatible con los principios sobre los que se fundó la reforma al sistema de justicia: proteger al inocente/víctima primero, y después, perseguir a los responsables.

Finalmente es importante destacar las palabras de López Obrador cuando justificó la liberación del detenido “… no se trata de masacres, eso ya se terminó”. La política de hacer un uso extensivo de la violencia tiene mucha simpatía en aquellos que quieren “soluciones” inmediatas y sin consideración de la ley, los derechos humanos, la presunción de inocencia o cualquier otro concepto moderno de civilidad jurídica y penal que nos haya ayudado a salir de la Edad Media. El problema es que no funciona. Sí, el Estado fracaso en Sinaloa, pero ese fracaso no es nuevo, sino que lleva ya muchos años: es un fracaso histórico al que hay que atender, y para esa tarea vale recordar una verdad que sólo ignoran los ingenuos o los irresponsables: la violencia produce violencia y nada más. A la delincuencia organizada -como al terrorismo- se le combate, en primer lugar, con sistemas de inteligencia y policiacos, no con mecanismos militares. Esto lo señalo para dejar en claro una cosa: el incremento en la violencia estatal no se traduce en la llegada de la paz. De hecho, ocurre lo contrario, tal y como la historia lo ha demostrado una y otra vez en todo el mundo, de Sri Lanka con el exterminio de los Tigres Tamiles, a Colombia con la mal llamada política de Seguridad Democrática de Álvaro Uribe, pasando por el México de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.

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Victimizar inocentes es más nocivo para la sociedad que el no detener a los infractores.

Decir que “el Estado fracasó en Sinaloa” es correcto, pero no como la histeria colectiva del momento lo presenta. No es acertado decir que el poderío de los grupos de la delincuencia organizada es inédito, y por ello, responsabilidad del actual gobierno federal; que hechos como lo ocurrido en Culiacán no tienen precedente y atacar la decisión presidencial de liberar al imputado, cuya detención detonó la crisis. Es decir, cargar la responsabilidad del origen, evolución y “derrota” a Andrés Manuel López Obrador.

Los tres supuestos están equivocados.

En primer lugar, es bien sabido que el crecimiento exponencial de poder, la riqueza, la impunidad y el poder de fuego del cártel de Sinaloa no es algo que haya comenzado con la presidencia del López Obrador. De hecho, se ha demostrado hasta el hartazgo, que fue durante la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012) que este grupo llegó a ser dominante, y que en su mandato las relaciones entre el cártel de Sinaloa y el gobierno federal llegaron a ser tan estrechas que Genaro García Luna (entonces Secretario de Seguridad Pública federal) en realidad se encargaba de combatir a los enemigos del cártel utilizando para ello las fuerzas del Estado. La dinámica se mantuvo al menos hasta la ruptura que tuvo el grupo de Joaquín Guzmán Loera con el grupo de los hermanos Beltrán por la aprehensión de Alfredo Beltrán (alias “El mochomo”). Así pues, el control que ejerce el cártel de Sinaloa en un vasto territorio es una podredumbre viene de mucho tiempo atrás. (Para una revisión del modo en que ocurrió este proceso ver el libro de Anabel Hernández Los señores del narco).

En segundo lugar, lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada. Es decir, no es un episodio inédito: no olvidemos el terror que sembraron los grupos de la delincuencia organizada en San Fernando, Tamaulipas en marzo del 2011, tragedia en la que al menos 300 hombres, mujeres y niños fueron secuestrados, torturados y asesinados por los Zetas ante la omisión total -absoluta- de los tres órdenes de gobierno (para más sobre el tema ver de Diego Osorno el libro La guerra de los Zetas); ahí está también el desgobierno absoluto, los abusos y el horror que provocaron el estallido de las autodefensas en Michoacán para hacer frente a los grupos delincuenciales de los Caballeros Templarios y la Familia Michoacana en tierra caliente en 2014 (ver mi artículo “Las autodefensas que no son” Rebelión. Ene,2014); y ahí está también derribo del helicóptero de la Secretaría de la Defensa Nacional en mayo del 2015 en Jalisco, acción que además se acompañó de narcobloqueos simultáneos en 39 puntos de la zona metropolitana y en una veintena de municipios aledaños, con enfrentamientos e incendios con un saldo de 19 heridos y 17 detenidos (ver “El narco demuestra su poderío”, Proceso, May. 1, 2015). Entonces, lo ocurrido en Culiacán no es un evento aislado, ni algo que no haya ocurrido antes.

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Lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada.[/caption]

En tercer lugar. Hasta donde se ha liberado información, se ha confirmado que los enfrentamientos tuvieron lugar debido a la aprehensión de uno de los hijos de Joaquín Guzmán Loera, Ovidio Guzmán. Tras su detención, el cártel de Sinaloa provocó bloqueos, balaceras e incendios para presionar y finalmente conseguir la liberación del detenido. El presidente López Obrador explicó que efectivamente se detuvo al hijo del Chapo y que posteriormente se decidió liberarlo porque: “estaban en riesgo muchos ciudadanos, muchas personas, muchos seres humanos. Y se decidió proteger la vida de las personas y yo estuve de acuerdo con eso porque no se trata de masacres, eso ya terminó”. Y tiene razón. Uno de los pilares que fundamentan la reforma al sistema de justicia penal del 2008, es que es más nocivo para la sociedad victimizar inocentes que el no detener a los infractores. De ahí que cambió la prioridad del sistema de justicia penal poniendo, en primer lugar, la protección de las víctimas, y después, el castigo de los responsables. ¿Por qué? porque solía ocurrir que se detenía a un infractor y la víctima quedaba olvidada para el estado (y a lo que con frecuencia se sumaba el agravio de que el “infractor” detenido, en realidad no era tal, sino que era tan sólo un chivo expiatorio). Tomando esto como antecedente, la decisión de las autoridades de liberar a Ovidio Guzmán para salvar vidas fue correcta: al imputado se le puede perseguir después -si así lo determina un juez- pero no se puede recuperar la vida perdida de un inocente. La decisión tomada por el gabinete de seguridad y respaldada por el presidente, no sólo fue correcta sino que fue también compatible con los principios sobre los que se fundó la reforma al sistema de justicia: proteger al inocente/víctima primero, y después, perseguir a los responsables.

Finalmente es importante destacar las palabras de López Obrador cuando justificó la liberación del detenido “… no se trata de masacres, eso ya se terminó”. La política de hacer un uso extensivo de la violencia tiene mucha simpatía en aquellos que quieren “soluciones” inmediatas y sin consideración de la ley, los derechos humanos, la presunción de inocencia o cualquier otro concepto moderno de civilidad jurídica y penal que nos haya ayudado a salir de la Edad Media. El problema es que no funciona. Sí, el Estado fracaso en Sinaloa, pero ese fracaso no es nuevo, sino que lleva ya muchos años: es un fracaso histórico al que hay que atender, y para esa tarea vale recordar una verdad que sólo ignoran los ingenuos o los irresponsables: la violencia produce violencia y nada más. A la delincuencia organizada -como al terrorismo- se le combate, en primer lugar, con sistemas de inteligencia y policiacos, no con mecanismos militares. Esto lo señalo para dejar en claro una cosa: el incremento en la violencia estatal no se traduce en la llegada de la paz. De hecho, ocurre lo contrario, tal y como la historia lo ha demostrado una y otra vez en todo el mundo, de Sri Lanka con el exterminio de los Tigres Tamiles, a Colombia con la mal llamada política de Seguridad Democrática de Álvaro Uribe, pasando por el México de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.

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Victimizar inocentes es más nocivo para la sociedad que el no detener a los infractores.

Decir que “el Estado fracasó en Sinaloa” es correcto, pero no como la histeria colectiva del momento lo presenta. No es acertado decir que el poderío de los grupos de la delincuencia organizada es inédito, y por ello, responsabilidad del actual gobierno federal; que hechos como lo ocurrido en Culiacán no tienen precedente y atacar la decisión presidencial de liberar al imputado, cuya detención detonó la crisis. Es decir, cargar la responsabilidad del origen, evolución y “derrota” a Andrés Manuel López Obrador.

Los tres supuestos están equivocados.

En primer lugar, es bien sabido que el crecimiento exponencial de poder, la riqueza, la impunidad y el poder de fuego del cártel de Sinaloa no es algo que haya comenzado con la presidencia del López Obrador. De hecho, se ha demostrado hasta el hartazgo, que fue durante la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012) que este grupo llegó a ser dominante, y que en su mandato las relaciones entre el cártel de Sinaloa y el gobierno federal llegaron a ser tan estrechas que Genaro García Luna (entonces Secretario de Seguridad Pública federal) en realidad se encargaba de combatir a los enemigos del cártel utilizando para ello las fuerzas del Estado. La dinámica se mantuvo al menos hasta la ruptura que tuvo el grupo de Joaquín Guzmán Loera con el grupo de los hermanos Beltrán por la aprehensión de Alfredo Beltrán (alias “El mochomo”). Así pues, el control que ejerce el cártel de Sinaloa en un vasto territorio es una podredumbre viene de mucho tiempo atrás. (Para una revisión del modo en que ocurrió este proceso ver el libro de Anabel Hernández Los señores del narco).

En segundo lugar, lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada. Es decir, no es un episodio inédito: no olvidemos el terror que sembraron los grupos de la delincuencia organizada en San Fernando, Tamaulipas en marzo del 2011, tragedia en la que al menos 300 hombres, mujeres y niños fueron secuestrados, torturados y asesinados por los Zetas ante la omisión total -absoluta- de los tres órdenes de gobierno (para más sobre el tema ver de Diego Osorno el libro La guerra de los Zetas); ahí está también el desgobierno absoluto, los abusos y el horror que provocaron el estallido de las autodefensas en Michoacán para hacer frente a los grupos delincuenciales de los Caballeros Templarios y la Familia Michoacana en tierra caliente en 2014 (ver mi artículo “Las autodefensas que no son” Rebelión. Ene,2014); y ahí está también derribo del helicóptero de la Secretaría de la Defensa Nacional en mayo del 2015 en Jalisco, acción que además se acompañó de narcobloqueos simultáneos en 39 puntos de la zona metropolitana y en una veintena de municipios aledaños, con enfrentamientos e incendios con un saldo de 19 heridos y 17 detenidos (ver “El narco demuestra su poderío”, Proceso, May. 1, 2015). Entonces, lo ocurrido en Culiacán no es un evento aislado, ni algo que no haya ocurrido antes.

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Lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada.[/caption]

En tercer lugar. Hasta donde se ha liberado información, se ha confirmado que los enfrentamientos tuvieron lugar debido a la aprehensión de uno de los hijos de Joaquín Guzmán Loera, Ovidio Guzmán. Tras su detención, el cártel de Sinaloa provocó bloqueos, balaceras e incendios para presionar y finalmente conseguir la liberación del detenido. El presidente López Obrador explicó que efectivamente se detuvo al hijo del Chapo y que posteriormente se decidió liberarlo porque: “estaban en riesgo muchos ciudadanos, muchas personas, muchos seres humanos. Y se decidió proteger la vida de las personas y yo estuve de acuerdo con eso porque no se trata de masacres, eso ya terminó”. Y tiene razón. Uno de los pilares que fundamentan la reforma al sistema de justicia penal del 2008, es que es más nocivo para la sociedad victimizar inocentes que el no detener a los infractores. De ahí que cambió la prioridad del sistema de justicia penal poniendo, en primer lugar, la protección de las víctimas, y después, el castigo de los responsables. ¿Por qué? porque solía ocurrir que se detenía a un infractor y la víctima quedaba olvidada para el estado (y a lo que con frecuencia se sumaba el agravio de que el “infractor” detenido, en realidad no era tal, sino que era tan sólo un chivo expiatorio). Tomando esto como antecedente, la decisión de las autoridades de liberar a Ovidio Guzmán para salvar vidas fue correcta: al imputado se le puede perseguir después -si así lo determina un juez- pero no se puede recuperar la vida perdida de un inocente. La decisión tomada por el gabinete de seguridad y respaldada por el presidente, no sólo fue correcta sino que fue también compatible con los principios sobre los que se fundó la reforma al sistema de justicia: proteger al inocente/víctima primero, y después, perseguir a los responsables.

Finalmente es importante destacar las palabras de López Obrador cuando justificó la liberación del detenido “… no se trata de masacres, eso ya se terminó”. La política de hacer un uso extensivo de la violencia tiene mucha simpatía en aquellos que quieren “soluciones” inmediatas y sin consideración de la ley, los derechos humanos, la presunción de inocencia o cualquier otro concepto moderno de civilidad jurídica y penal que nos haya ayudado a salir de la Edad Media. El problema es que no funciona. Sí, el Estado fracaso en Sinaloa, pero ese fracaso no es nuevo, sino que lleva ya muchos años: es un fracaso histórico al que hay que atender, y para esa tarea vale recordar una verdad que sólo ignoran los ingenuos o los irresponsables: la violencia produce violencia y nada más. A la delincuencia organizada -como al terrorismo- se le combate, en primer lugar, con sistemas de inteligencia y policiacos, no con mecanismos militares. Esto lo señalo para dejar en claro una cosa: el incremento en la violencia estatal no se traduce en la llegada de la paz. De hecho, ocurre lo contrario, tal y como la historia lo ha demostrado una y otra vez en todo el mundo, de Sri Lanka con el exterminio de los Tigres Tamiles, a Colombia con la mal llamada política de Seguridad Democrática de Álvaro Uribe, pasando por el México de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.

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Decir que “el Estado fracasó en Sinaloa” es correcto, pero no como la histeria colectiva del momento lo presenta. No es acertado decir que el poderío de los grupos de la delincuencia organizada es inédito, y por ello, responsabilidad del actual gobierno federal; que hechos como lo ocurrido en Culiacán no tienen precedente y atacar la decisión presidencial de liberar al imputado, cuya detención detonó la crisis. Es decir, cargar la responsabilidad del origen, evolución y “derrota” a Andrés Manuel López Obrador.

Los tres supuestos están equivocados.

En primer lugar, es bien sabido que el crecimiento exponencial de poder, la riqueza, la impunidad y el poder de fuego del cártel de Sinaloa no es algo que haya comenzado con la presidencia del López Obrador. De hecho, se ha demostrado hasta el hartazgo, que fue durante la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012) que este grupo llegó a ser dominante, y que en su mandato las relaciones entre el cártel de Sinaloa y el gobierno federal llegaron a ser tan estrechas que Genaro García Luna (entonces Secretario de Seguridad Pública federal) en realidad se encargaba de combatir a los enemigos del cártel utilizando para ello las fuerzas del Estado. La dinámica se mantuvo al menos hasta la ruptura que tuvo el grupo de Joaquín Guzmán Loera con el grupo de los hermanos Beltrán por la aprehensión de Alfredo Beltrán (alias “El mochomo”). Así pues, el control que ejerce el cártel de Sinaloa en un vasto territorio es una podredumbre viene de mucho tiempo atrás. (Para una revisión del modo en que ocurrió este proceso ver el libro de Anabel Hernández Los señores del narco).

En segundo lugar, lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada. Es decir, no es un episodio inédito: no olvidemos el terror que sembraron los grupos de la delincuencia organizada en San Fernando, Tamaulipas en marzo del 2011, tragedia en la que al menos 300 hombres, mujeres y niños fueron secuestrados, torturados y asesinados por los Zetas ante la omisión total -absoluta- de los tres órdenes de gobierno (para más sobre el tema ver de Diego Osorno el libro La guerra de los Zetas); ahí está también el desgobierno absoluto, los abusos y el horror que provocaron el estallido de las autodefensas en Michoacán para hacer frente a los grupos delincuenciales de los Caballeros Templarios y la Familia Michoacana en tierra caliente en 2014 (ver mi artículo “Las autodefensas que no son” Rebelión. Ene,2014); y ahí está también derribo del helicóptero de la Secretaría de la Defensa Nacional en mayo del 2015 en Jalisco, acción que además se acompañó de narcobloqueos simultáneos en 39 puntos de la zona metropolitana y en una veintena de municipios aledaños, con enfrentamientos e incendios con un saldo de 19 heridos y 17 detenidos (ver “El narco demuestra su poderío”, Proceso, May. 1, 2015). Entonces, lo ocurrido en Culiacán no es un evento aislado, ni algo que no haya ocurrido antes.

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Finalmente es importante destacar las palabras de López Obrador cuando justificó la liberación del detenido “… no se trata de masacres, eso ya se terminó”. La política de hacer un uso extensivo de la violencia tiene mucha simpatía en aquellos que quieren “soluciones” inmediatas y sin consideración de la ley, los derechos humanos, la presunción de inocencia o cualquier otro concepto moderno de civilidad jurídica y penal que nos haya ayudado a salir de la Edad Media. El problema es que no funciona. Sí, el Estado fracaso en Sinaloa, pero ese fracaso no es nuevo, sino que lleva ya muchos años: es un fracaso histórico al que hay que atender, y para esa tarea vale recordar una verdad que sólo ignoran los ingenuos o los irresponsables: la violencia produce violencia y nada más. A la delincuencia organizada -como al terrorismo- se le combate, en primer lugar, con sistemas de inteligencia y policiacos, no con mecanismos militares. Esto lo señalo para dejar en claro una cosa: el incremento en la violencia estatal no se traduce en la llegada de la paz. De hecho, ocurre lo contrario, tal y como la historia lo ha demostrado una y otra vez en todo el mundo, de Sri Lanka con el exterminio de los Tigres Tamiles, a Colombia con la mal llamada política de Seguridad Democrática de Álvaro Uribe, pasando por el México de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.

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Victimizar inocentes es más nocivo para la sociedad que el no detener a los infractores.

Decir que “el Estado fracasó en Sinaloa” es correcto, pero no como la histeria colectiva del momento lo presenta. No es acertado decir que el poderío de los grupos de la delincuencia organizada es inédito, y por ello, responsabilidad del actual gobierno federal; que hechos como lo ocurrido en Culiacán no tienen precedente y atacar la decisión presidencial de liberar al imputado, cuya detención detonó la crisis. Es decir, cargar la responsabilidad del origen, evolución y “derrota” a Andrés Manuel López Obrador.

Los tres supuestos están equivocados.

En primer lugar, es bien sabido que el crecimiento exponencial de poder, la riqueza, la impunidad y el poder de fuego del cártel de Sinaloa no es algo que haya comenzado con la presidencia del López Obrador. De hecho, se ha demostrado hasta el hartazgo, que fue durante la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012) que este grupo llegó a ser dominante, y que en su mandato las relaciones entre el cártel de Sinaloa y el gobierno federal llegaron a ser tan estrechas que Genaro García Luna (entonces Secretario de Seguridad Pública federal) en realidad se encargaba de combatir a los enemigos del cártel utilizando para ello las fuerzas del Estado. La dinámica se mantuvo al menos hasta la ruptura que tuvo el grupo de Joaquín Guzmán Loera con el grupo de los hermanos Beltrán por la aprehensión de Alfredo Beltrán (alias “El mochomo”). Así pues, el control que ejerce el cártel de Sinaloa en un vasto territorio es una podredumbre viene de mucho tiempo atrás. (Para una revisión del modo en que ocurrió este proceso ver el libro de Anabel Hernández Los señores del narco).

En segundo lugar, lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada. Es decir, no es un episodio inédito: no olvidemos el terror que sembraron los grupos de la delincuencia organizada en San Fernando, Tamaulipas en marzo del 2011, tragedia en la que al menos 300 hombres, mujeres y niños fueron secuestrados, torturados y asesinados por los Zetas ante la omisión total -absoluta- de los tres órdenes de gobierno (para más sobre el tema ver de Diego Osorno el libro La guerra de los Zetas); ahí está también el desgobierno absoluto, los abusos y el horror que provocaron el estallido de las autodefensas en Michoacán para hacer frente a los grupos delincuenciales de los Caballeros Templarios y la Familia Michoacana en tierra caliente en 2014 (ver mi artículo “Las autodefensas que no son” Rebelión. Ene,2014); y ahí está también derribo del helicóptero de la Secretaría de la Defensa Nacional en mayo del 2015 en Jalisco, acción que además se acompañó de narcobloqueos simultáneos en 39 puntos de la zona metropolitana y en una veintena de municipios aledaños, con enfrentamientos e incendios con un saldo de 19 heridos y 17 detenidos (ver “El narco demuestra su poderío”, Proceso, May. 1, 2015). Entonces, lo ocurrido en Culiacán no es un evento aislado, ni algo que no haya ocurrido antes.

[caption id="attachment_241471" align="aligncenter" width="620"]

violencia en culiacán

Lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada.[/caption]

En tercer lugar. Hasta donde se ha liberado información, se ha confirmado que los enfrentamientos tuvieron lugar debido a la aprehensión de uno de los hijos de Joaquín Guzmán Loera, Ovidio Guzmán. Tras su detención, el cártel de Sinaloa provocó bloqueos, balaceras e incendios para presionar y finalmente conseguir la liberación del detenido. El presidente López Obrador explicó que efectivamente se detuvo al hijo del Chapo y que posteriormente se decidió liberarlo porque: “estaban en riesgo muchos ciudadanos, muchas personas, muchos seres humanos. Y se decidió proteger la vida de las personas y yo estuve de acuerdo con eso porque no se trata de masacres, eso ya terminó”. Y tiene razón. Uno de los pilares que fundamentan la reforma al sistema de justicia penal del 2008, es que es más nocivo para la sociedad victimizar inocentes que el no detener a los infractores. De ahí que cambió la prioridad del sistema de justicia penal poniendo, en primer lugar, la protección de las víctimas, y después, el castigo de los responsables. ¿Por qué? porque solía ocurrir que se detenía a un infractor y la víctima quedaba olvidada para el estado (y a lo que con frecuencia se sumaba el agravio de que el “infractor” detenido, en realidad no era tal, sino que era tan sólo un chivo expiatorio). Tomando esto como antecedente, la decisión de las autoridades de liberar a Ovidio Guzmán para salvar vidas fue correcta: al imputado se le puede perseguir después -si así lo determina un juez- pero no se puede recuperar la vida perdida de un inocente. La decisión tomada por el gabinete de seguridad y respaldada por el presidente, no sólo fue correcta sino que fue también compatible con los principios sobre los que se fundó la reforma al sistema de justicia: proteger al inocente/víctima primero, y después, perseguir a los responsables.

Finalmente es importante destacar las palabras de López Obrador cuando justificó la liberación del detenido “… no se trata de masacres, eso ya se terminó”. La política de hacer un uso extensivo de la violencia tiene mucha simpatía en aquellos que quieren “soluciones” inmediatas y sin consideración de la ley, los derechos humanos, la presunción de inocencia o cualquier otro concepto moderno de civilidad jurídica y penal que nos haya ayudado a salir de la Edad Media. El problema es que no funciona. Sí, el Estado fracaso en Sinaloa, pero ese fracaso no es nuevo, sino que lleva ya muchos años: es un fracaso histórico al que hay que atender, y para esa tarea vale recordar una verdad que sólo ignoran los ingenuos o los irresponsables: la violencia produce violencia y nada más. A la delincuencia organizada -como al terrorismo- se le combate, en primer lugar, con sistemas de inteligencia y policiacos, no con mecanismos militares. Esto lo señalo para dejar en claro una cosa: el incremento en la violencia estatal no se traduce en la llegada de la paz. De hecho, ocurre lo contrario, tal y como la historia lo ha demostrado una y otra vez en todo el mundo, de Sri Lanka con el exterminio de los Tigres Tamiles, a Colombia con la mal llamada política de Seguridad Democrática de Álvaro Uribe, pasando por el México de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.

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Realización de
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Traducción de

Victimizar inocentes es más nocivo para la sociedad que el no detener a los infractores.

Decir que “el Estado fracasó en Sinaloa” es correcto, pero no como la histeria colectiva del momento lo presenta. No es acertado decir que el poderío de los grupos de la delincuencia organizada es inédito, y por ello, responsabilidad del actual gobierno federal; que hechos como lo ocurrido en Culiacán no tienen precedente y atacar la decisión presidencial de liberar al imputado, cuya detención detonó la crisis. Es decir, cargar la responsabilidad del origen, evolución y “derrota” a Andrés Manuel López Obrador.

Los tres supuestos están equivocados.

En primer lugar, es bien sabido que el crecimiento exponencial de poder, la riqueza, la impunidad y el poder de fuego del cártel de Sinaloa no es algo que haya comenzado con la presidencia del López Obrador. De hecho, se ha demostrado hasta el hartazgo, que fue durante la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012) que este grupo llegó a ser dominante, y que en su mandato las relaciones entre el cártel de Sinaloa y el gobierno federal llegaron a ser tan estrechas que Genaro García Luna (entonces Secretario de Seguridad Pública federal) en realidad se encargaba de combatir a los enemigos del cártel utilizando para ello las fuerzas del Estado. La dinámica se mantuvo al menos hasta la ruptura que tuvo el grupo de Joaquín Guzmán Loera con el grupo de los hermanos Beltrán por la aprehensión de Alfredo Beltrán (alias “El mochomo”). Así pues, el control que ejerce el cártel de Sinaloa en un vasto territorio es una podredumbre viene de mucho tiempo atrás. (Para una revisión del modo en que ocurrió este proceso ver el libro de Anabel Hernández Los señores del narco).

En segundo lugar, lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada. Es decir, no es un episodio inédito: no olvidemos el terror que sembraron los grupos de la delincuencia organizada en San Fernando, Tamaulipas en marzo del 2011, tragedia en la que al menos 300 hombres, mujeres y niños fueron secuestrados, torturados y asesinados por los Zetas ante la omisión total -absoluta- de los tres órdenes de gobierno (para más sobre el tema ver de Diego Osorno el libro La guerra de los Zetas); ahí está también el desgobierno absoluto, los abusos y el horror que provocaron el estallido de las autodefensas en Michoacán para hacer frente a los grupos delincuenciales de los Caballeros Templarios y la Familia Michoacana en tierra caliente en 2014 (ver mi artículo “Las autodefensas que no son” Rebelión. Ene,2014); y ahí está también derribo del helicóptero de la Secretaría de la Defensa Nacional en mayo del 2015 en Jalisco, acción que además se acompañó de narcobloqueos simultáneos en 39 puntos de la zona metropolitana y en una veintena de municipios aledaños, con enfrentamientos e incendios con un saldo de 19 heridos y 17 detenidos (ver “El narco demuestra su poderío”, Proceso, May. 1, 2015). Entonces, lo ocurrido en Culiacán no es un evento aislado, ni algo que no haya ocurrido antes.

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Lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada.[/caption]

En tercer lugar. Hasta donde se ha liberado información, se ha confirmado que los enfrentamientos tuvieron lugar debido a la aprehensión de uno de los hijos de Joaquín Guzmán Loera, Ovidio Guzmán. Tras su detención, el cártel de Sinaloa provocó bloqueos, balaceras e incendios para presionar y finalmente conseguir la liberación del detenido. El presidente López Obrador explicó que efectivamente se detuvo al hijo del Chapo y que posteriormente se decidió liberarlo porque: “estaban en riesgo muchos ciudadanos, muchas personas, muchos seres humanos. Y se decidió proteger la vida de las personas y yo estuve de acuerdo con eso porque no se trata de masacres, eso ya terminó”. Y tiene razón. Uno de los pilares que fundamentan la reforma al sistema de justicia penal del 2008, es que es más nocivo para la sociedad victimizar inocentes que el no detener a los infractores. De ahí que cambió la prioridad del sistema de justicia penal poniendo, en primer lugar, la protección de las víctimas, y después, el castigo de los responsables. ¿Por qué? porque solía ocurrir que se detenía a un infractor y la víctima quedaba olvidada para el estado (y a lo que con frecuencia se sumaba el agravio de que el “infractor” detenido, en realidad no era tal, sino que era tan sólo un chivo expiatorio). Tomando esto como antecedente, la decisión de las autoridades de liberar a Ovidio Guzmán para salvar vidas fue correcta: al imputado se le puede perseguir después -si así lo determina un juez- pero no se puede recuperar la vida perdida de un inocente. La decisión tomada por el gabinete de seguridad y respaldada por el presidente, no sólo fue correcta sino que fue también compatible con los principios sobre los que se fundó la reforma al sistema de justicia: proteger al inocente/víctima primero, y después, perseguir a los responsables.

Finalmente es importante destacar las palabras de López Obrador cuando justificó la liberación del detenido “… no se trata de masacres, eso ya se terminó”. La política de hacer un uso extensivo de la violencia tiene mucha simpatía en aquellos que quieren “soluciones” inmediatas y sin consideración de la ley, los derechos humanos, la presunción de inocencia o cualquier otro concepto moderno de civilidad jurídica y penal que nos haya ayudado a salir de la Edad Media. El problema es que no funciona. Sí, el Estado fracaso en Sinaloa, pero ese fracaso no es nuevo, sino que lleva ya muchos años: es un fracaso histórico al que hay que atender, y para esa tarea vale recordar una verdad que sólo ignoran los ingenuos o los irresponsables: la violencia produce violencia y nada más. A la delincuencia organizada -como al terrorismo- se le combate, en primer lugar, con sistemas de inteligencia y policiacos, no con mecanismos militares. Esto lo señalo para dejar en claro una cosa: el incremento en la violencia estatal no se traduce en la llegada de la paz. De hecho, ocurre lo contrario, tal y como la historia lo ha demostrado una y otra vez en todo el mundo, de Sri Lanka con el exterminio de los Tigres Tamiles, a Colombia con la mal llamada política de Seguridad Democrática de Álvaro Uribe, pasando por el México de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.

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Decir que “el Estado fracasó en Sinaloa” es correcto, pero no como la histeria colectiva del momento lo presenta. No es acertado decir que el poderío de los grupos de la delincuencia organizada es inédito, y por ello, responsabilidad del actual gobierno federal; que hechos como lo ocurrido en Culiacán no tienen precedente y atacar la decisión presidencial de liberar al imputado, cuya detención detonó la crisis. Es decir, cargar la responsabilidad del origen, evolución y “derrota” a Andrés Manuel López Obrador.

Los tres supuestos están equivocados.

En primer lugar, es bien sabido que el crecimiento exponencial de poder, la riqueza, la impunidad y el poder de fuego del cártel de Sinaloa no es algo que haya comenzado con la presidencia del López Obrador. De hecho, se ha demostrado hasta el hartazgo, que fue durante la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012) que este grupo llegó a ser dominante, y que en su mandato las relaciones entre el cártel de Sinaloa y el gobierno federal llegaron a ser tan estrechas que Genaro García Luna (entonces Secretario de Seguridad Pública federal) en realidad se encargaba de combatir a los enemigos del cártel utilizando para ello las fuerzas del Estado. La dinámica se mantuvo al menos hasta la ruptura que tuvo el grupo de Joaquín Guzmán Loera con el grupo de los hermanos Beltrán por la aprehensión de Alfredo Beltrán (alias “El mochomo”). Así pues, el control que ejerce el cártel de Sinaloa en un vasto territorio es una podredumbre viene de mucho tiempo atrás. (Para una revisión del modo en que ocurrió este proceso ver el libro de Anabel Hernández Los señores del narco).

En segundo lugar, lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada. Es decir, no es un episodio inédito: no olvidemos el terror que sembraron los grupos de la delincuencia organizada en San Fernando, Tamaulipas en marzo del 2011, tragedia en la que al menos 300 hombres, mujeres y niños fueron secuestrados, torturados y asesinados por los Zetas ante la omisión total -absoluta- de los tres órdenes de gobierno (para más sobre el tema ver de Diego Osorno el libro La guerra de los Zetas); ahí está también el desgobierno absoluto, los abusos y el horror que provocaron el estallido de las autodefensas en Michoacán para hacer frente a los grupos delincuenciales de los Caballeros Templarios y la Familia Michoacana en tierra caliente en 2014 (ver mi artículo “Las autodefensas que no son” Rebelión. Ene,2014); y ahí está también derribo del helicóptero de la Secretaría de la Defensa Nacional en mayo del 2015 en Jalisco, acción que además se acompañó de narcobloqueos simultáneos en 39 puntos de la zona metropolitana y en una veintena de municipios aledaños, con enfrentamientos e incendios con un saldo de 19 heridos y 17 detenidos (ver “El narco demuestra su poderío”, Proceso, May. 1, 2015). Entonces, lo ocurrido en Culiacán no es un evento aislado, ni algo que no haya ocurrido antes.

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Lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada.[/caption]

En tercer lugar. Hasta donde se ha liberado información, se ha confirmado que los enfrentamientos tuvieron lugar debido a la aprehensión de uno de los hijos de Joaquín Guzmán Loera, Ovidio Guzmán. Tras su detención, el cártel de Sinaloa provocó bloqueos, balaceras e incendios para presionar y finalmente conseguir la liberación del detenido. El presidente López Obrador explicó que efectivamente se detuvo al hijo del Chapo y que posteriormente se decidió liberarlo porque: “estaban en riesgo muchos ciudadanos, muchas personas, muchos seres humanos. Y se decidió proteger la vida de las personas y yo estuve de acuerdo con eso porque no se trata de masacres, eso ya terminó”. Y tiene razón. Uno de los pilares que fundamentan la reforma al sistema de justicia penal del 2008, es que es más nocivo para la sociedad victimizar inocentes que el no detener a los infractores. De ahí que cambió la prioridad del sistema de justicia penal poniendo, en primer lugar, la protección de las víctimas, y después, el castigo de los responsables. ¿Por qué? porque solía ocurrir que se detenía a un infractor y la víctima quedaba olvidada para el estado (y a lo que con frecuencia se sumaba el agravio de que el “infractor” detenido, en realidad no era tal, sino que era tan sólo un chivo expiatorio). Tomando esto como antecedente, la decisión de las autoridades de liberar a Ovidio Guzmán para salvar vidas fue correcta: al imputado se le puede perseguir después -si así lo determina un juez- pero no se puede recuperar la vida perdida de un inocente. La decisión tomada por el gabinete de seguridad y respaldada por el presidente, no sólo fue correcta sino que fue también compatible con los principios sobre los que se fundó la reforma al sistema de justicia: proteger al inocente/víctima primero, y después, perseguir a los responsables.

Finalmente es importante destacar las palabras de López Obrador cuando justificó la liberación del detenido “… no se trata de masacres, eso ya se terminó”. La política de hacer un uso extensivo de la violencia tiene mucha simpatía en aquellos que quieren “soluciones” inmediatas y sin consideración de la ley, los derechos humanos, la presunción de inocencia o cualquier otro concepto moderno de civilidad jurídica y penal que nos haya ayudado a salir de la Edad Media. El problema es que no funciona. Sí, el Estado fracaso en Sinaloa, pero ese fracaso no es nuevo, sino que lleva ya muchos años: es un fracaso histórico al que hay que atender, y para esa tarea vale recordar una verdad que sólo ignoran los ingenuos o los irresponsables: la violencia produce violencia y nada más. A la delincuencia organizada -como al terrorismo- se le combate, en primer lugar, con sistemas de inteligencia y policiacos, no con mecanismos militares. Esto lo señalo para dejar en claro una cosa: el incremento en la violencia estatal no se traduce en la llegada de la paz. De hecho, ocurre lo contrario, tal y como la historia lo ha demostrado una y otra vez en todo el mundo, de Sri Lanka con el exterminio de los Tigres Tamiles, a Colombia con la mal llamada política de Seguridad Democrática de Álvaro Uribe, pasando por el México de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.

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Decir que “el Estado fracasó en Sinaloa” es correcto, pero no como la histeria colectiva del momento lo presenta. No es acertado decir que el poderío de los grupos de la delincuencia organizada es inédito, y por ello, responsabilidad del actual gobierno federal; que hechos como lo ocurrido en Culiacán no tienen precedente y atacar la decisión presidencial de liberar al imputado, cuya detención detonó la crisis. Es decir, cargar la responsabilidad del origen, evolución y “derrota” a Andrés Manuel López Obrador.

Los tres supuestos están equivocados.

En primer lugar, es bien sabido que el crecimiento exponencial de poder, la riqueza, la impunidad y el poder de fuego del cártel de Sinaloa no es algo que haya comenzado con la presidencia del López Obrador. De hecho, se ha demostrado hasta el hartazgo, que fue durante la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012) que este grupo llegó a ser dominante, y que en su mandato las relaciones entre el cártel de Sinaloa y el gobierno federal llegaron a ser tan estrechas que Genaro García Luna (entonces Secretario de Seguridad Pública federal) en realidad se encargaba de combatir a los enemigos del cártel utilizando para ello las fuerzas del Estado. La dinámica se mantuvo al menos hasta la ruptura que tuvo el grupo de Joaquín Guzmán Loera con el grupo de los hermanos Beltrán por la aprehensión de Alfredo Beltrán (alias “El mochomo”). Así pues, el control que ejerce el cártel de Sinaloa en un vasto territorio es una podredumbre viene de mucho tiempo atrás. (Para una revisión del modo en que ocurrió este proceso ver el libro de Anabel Hernández Los señores del narco).

En segundo lugar, lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada. Es decir, no es un episodio inédito: no olvidemos el terror que sembraron los grupos de la delincuencia organizada en San Fernando, Tamaulipas en marzo del 2011, tragedia en la que al menos 300 hombres, mujeres y niños fueron secuestrados, torturados y asesinados por los Zetas ante la omisión total -absoluta- de los tres órdenes de gobierno (para más sobre el tema ver de Diego Osorno el libro La guerra de los Zetas); ahí está también el desgobierno absoluto, los abusos y el horror que provocaron el estallido de las autodefensas en Michoacán para hacer frente a los grupos delincuenciales de los Caballeros Templarios y la Familia Michoacana en tierra caliente en 2014 (ver mi artículo “Las autodefensas que no son” Rebelión. Ene,2014); y ahí está también derribo del helicóptero de la Secretaría de la Defensa Nacional en mayo del 2015 en Jalisco, acción que además se acompañó de narcobloqueos simultáneos en 39 puntos de la zona metropolitana y en una veintena de municipios aledaños, con enfrentamientos e incendios con un saldo de 19 heridos y 17 detenidos (ver “El narco demuestra su poderío”, Proceso, May. 1, 2015). Entonces, lo ocurrido en Culiacán no es un evento aislado, ni algo que no haya ocurrido antes.

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Lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada.[/caption]

En tercer lugar. Hasta donde se ha liberado información, se ha confirmado que los enfrentamientos tuvieron lugar debido a la aprehensión de uno de los hijos de Joaquín Guzmán Loera, Ovidio Guzmán. Tras su detención, el cártel de Sinaloa provocó bloqueos, balaceras e incendios para presionar y finalmente conseguir la liberación del detenido. El presidente López Obrador explicó que efectivamente se detuvo al hijo del Chapo y que posteriormente se decidió liberarlo porque: “estaban en riesgo muchos ciudadanos, muchas personas, muchos seres humanos. Y se decidió proteger la vida de las personas y yo estuve de acuerdo con eso porque no se trata de masacres, eso ya terminó”. Y tiene razón. Uno de los pilares que fundamentan la reforma al sistema de justicia penal del 2008, es que es más nocivo para la sociedad victimizar inocentes que el no detener a los infractores. De ahí que cambió la prioridad del sistema de justicia penal poniendo, en primer lugar, la protección de las víctimas, y después, el castigo de los responsables. ¿Por qué? porque solía ocurrir que se detenía a un infractor y la víctima quedaba olvidada para el estado (y a lo que con frecuencia se sumaba el agravio de que el “infractor” detenido, en realidad no era tal, sino que era tan sólo un chivo expiatorio). Tomando esto como antecedente, la decisión de las autoridades de liberar a Ovidio Guzmán para salvar vidas fue correcta: al imputado se le puede perseguir después -si así lo determina un juez- pero no se puede recuperar la vida perdida de un inocente. La decisión tomada por el gabinete de seguridad y respaldada por el presidente, no sólo fue correcta sino que fue también compatible con los principios sobre los que se fundó la reforma al sistema de justicia: proteger al inocente/víctima primero, y después, perseguir a los responsables.

Finalmente es importante destacar las palabras de López Obrador cuando justificó la liberación del detenido “… no se trata de masacres, eso ya se terminó”. La política de hacer un uso extensivo de la violencia tiene mucha simpatía en aquellos que quieren “soluciones” inmediatas y sin consideración de la ley, los derechos humanos, la presunción de inocencia o cualquier otro concepto moderno de civilidad jurídica y penal que nos haya ayudado a salir de la Edad Media. El problema es que no funciona. Sí, el Estado fracaso en Sinaloa, pero ese fracaso no es nuevo, sino que lleva ya muchos años: es un fracaso histórico al que hay que atender, y para esa tarea vale recordar una verdad que sólo ignoran los ingenuos o los irresponsables: la violencia produce violencia y nada más. A la delincuencia organizada -como al terrorismo- se le combate, en primer lugar, con sistemas de inteligencia y policiacos, no con mecanismos militares. Esto lo señalo para dejar en claro una cosa: el incremento en la violencia estatal no se traduce en la llegada de la paz. De hecho, ocurre lo contrario, tal y como la historia lo ha demostrado una y otra vez en todo el mundo, de Sri Lanka con el exterminio de los Tigres Tamiles, a Colombia con la mal llamada política de Seguridad Democrática de Álvaro Uribe, pasando por el México de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.

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Decir que “el Estado fracasó en Sinaloa” es correcto, pero no como la histeria colectiva del momento lo presenta. No es acertado decir que el poderío de los grupos de la delincuencia organizada es inédito, y por ello, responsabilidad del actual gobierno federal; que hechos como lo ocurrido en Culiacán no tienen precedente y atacar la decisión presidencial de liberar al imputado, cuya detención detonó la crisis. Es decir, cargar la responsabilidad del origen, evolución y “derrota” a Andrés Manuel López Obrador.

Los tres supuestos están equivocados.

En primer lugar, es bien sabido que el crecimiento exponencial de poder, la riqueza, la impunidad y el poder de fuego del cártel de Sinaloa no es algo que haya comenzado con la presidencia del López Obrador. De hecho, se ha demostrado hasta el hartazgo, que fue durante la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012) que este grupo llegó a ser dominante, y que en su mandato las relaciones entre el cártel de Sinaloa y el gobierno federal llegaron a ser tan estrechas que Genaro García Luna (entonces Secretario de Seguridad Pública federal) en realidad se encargaba de combatir a los enemigos del cártel utilizando para ello las fuerzas del Estado. La dinámica se mantuvo al menos hasta la ruptura que tuvo el grupo de Joaquín Guzmán Loera con el grupo de los hermanos Beltrán por la aprehensión de Alfredo Beltrán (alias “El mochomo”). Así pues, el control que ejerce el cártel de Sinaloa en un vasto territorio es una podredumbre viene de mucho tiempo atrás. (Para una revisión del modo en que ocurrió este proceso ver el libro de Anabel Hernández Los señores del narco).

En segundo lugar, lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada. Es decir, no es un episodio inédito: no olvidemos el terror que sembraron los grupos de la delincuencia organizada en San Fernando, Tamaulipas en marzo del 2011, tragedia en la que al menos 300 hombres, mujeres y niños fueron secuestrados, torturados y asesinados por los Zetas ante la omisión total -absoluta- de los tres órdenes de gobierno (para más sobre el tema ver de Diego Osorno el libro La guerra de los Zetas); ahí está también el desgobierno absoluto, los abusos y el horror que provocaron el estallido de las autodefensas en Michoacán para hacer frente a los grupos delincuenciales de los Caballeros Templarios y la Familia Michoacana en tierra caliente en 2014 (ver mi artículo “Las autodefensas que no son” Rebelión. Ene,2014); y ahí está también derribo del helicóptero de la Secretaría de la Defensa Nacional en mayo del 2015 en Jalisco, acción que además se acompañó de narcobloqueos simultáneos en 39 puntos de la zona metropolitana y en una veintena de municipios aledaños, con enfrentamientos e incendios con un saldo de 19 heridos y 17 detenidos (ver “El narco demuestra su poderío”, Proceso, May. 1, 2015). Entonces, lo ocurrido en Culiacán no es un evento aislado, ni algo que no haya ocurrido antes.

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En tercer lugar. Hasta donde se ha liberado información, se ha confirmado que los enfrentamientos tuvieron lugar debido a la aprehensión de uno de los hijos de Joaquín Guzmán Loera, Ovidio Guzmán. Tras su detención, el cártel de Sinaloa provocó bloqueos, balaceras e incendios para presionar y finalmente conseguir la liberación del detenido. El presidente López Obrador explicó que efectivamente se detuvo al hijo del Chapo y que posteriormente se decidió liberarlo porque: “estaban en riesgo muchos ciudadanos, muchas personas, muchos seres humanos. Y se decidió proteger la vida de las personas y yo estuve de acuerdo con eso porque no se trata de masacres, eso ya terminó”. Y tiene razón. Uno de los pilares que fundamentan la reforma al sistema de justicia penal del 2008, es que es más nocivo para la sociedad victimizar inocentes que el no detener a los infractores. De ahí que cambió la prioridad del sistema de justicia penal poniendo, en primer lugar, la protección de las víctimas, y después, el castigo de los responsables. ¿Por qué? porque solía ocurrir que se detenía a un infractor y la víctima quedaba olvidada para el estado (y a lo que con frecuencia se sumaba el agravio de que el “infractor” detenido, en realidad no era tal, sino que era tan sólo un chivo expiatorio). Tomando esto como antecedente, la decisión de las autoridades de liberar a Ovidio Guzmán para salvar vidas fue correcta: al imputado se le puede perseguir después -si así lo determina un juez- pero no se puede recuperar la vida perdida de un inocente. La decisión tomada por el gabinete de seguridad y respaldada por el presidente, no sólo fue correcta sino que fue también compatible con los principios sobre los que se fundó la reforma al sistema de justicia: proteger al inocente/víctima primero, y después, perseguir a los responsables.

Finalmente es importante destacar las palabras de López Obrador cuando justificó la liberación del detenido “… no se trata de masacres, eso ya se terminó”. La política de hacer un uso extensivo de la violencia tiene mucha simpatía en aquellos que quieren “soluciones” inmediatas y sin consideración de la ley, los derechos humanos, la presunción de inocencia o cualquier otro concepto moderno de civilidad jurídica y penal que nos haya ayudado a salir de la Edad Media. El problema es que no funciona. Sí, el Estado fracaso en Sinaloa, pero ese fracaso no es nuevo, sino que lleva ya muchos años: es un fracaso histórico al que hay que atender, y para esa tarea vale recordar una verdad que sólo ignoran los ingenuos o los irresponsables: la violencia produce violencia y nada más. A la delincuencia organizada -como al terrorismo- se le combate, en primer lugar, con sistemas de inteligencia y policiacos, no con mecanismos militares. Esto lo señalo para dejar en claro una cosa: el incremento en la violencia estatal no se traduce en la llegada de la paz. De hecho, ocurre lo contrario, tal y como la historia lo ha demostrado una y otra vez en todo el mundo, de Sri Lanka con el exterminio de los Tigres Tamiles, a Colombia con la mal llamada política de Seguridad Democrática de Álvaro Uribe, pasando por el México de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.

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Victimizar inocentes es más nocivo para la sociedad que el no detener a los infractores.

Decir que “el Estado fracasó en Sinaloa” es correcto, pero no como la histeria colectiva del momento lo presenta. No es acertado decir que el poderío de los grupos de la delincuencia organizada es inédito, y por ello, responsabilidad del actual gobierno federal; que hechos como lo ocurrido en Culiacán no tienen precedente y atacar la decisión presidencial de liberar al imputado, cuya detención detonó la crisis. Es decir, cargar la responsabilidad del origen, evolución y “derrota” a Andrés Manuel López Obrador.

Los tres supuestos están equivocados.

En primer lugar, es bien sabido que el crecimiento exponencial de poder, la riqueza, la impunidad y el poder de fuego del cártel de Sinaloa no es algo que haya comenzado con la presidencia del López Obrador. De hecho, se ha demostrado hasta el hartazgo, que fue durante la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012) que este grupo llegó a ser dominante, y que en su mandato las relaciones entre el cártel de Sinaloa y el gobierno federal llegaron a ser tan estrechas que Genaro García Luna (entonces Secretario de Seguridad Pública federal) en realidad se encargaba de combatir a los enemigos del cártel utilizando para ello las fuerzas del Estado. La dinámica se mantuvo al menos hasta la ruptura que tuvo el grupo de Joaquín Guzmán Loera con el grupo de los hermanos Beltrán por la aprehensión de Alfredo Beltrán (alias “El mochomo”). Así pues, el control que ejerce el cártel de Sinaloa en un vasto territorio es una podredumbre viene de mucho tiempo atrás. (Para una revisión del modo en que ocurrió este proceso ver el libro de Anabel Hernández Los señores del narco).

En segundo lugar, lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada. Es decir, no es un episodio inédito: no olvidemos el terror que sembraron los grupos de la delincuencia organizada en San Fernando, Tamaulipas en marzo del 2011, tragedia en la que al menos 300 hombres, mujeres y niños fueron secuestrados, torturados y asesinados por los Zetas ante la omisión total -absoluta- de los tres órdenes de gobierno (para más sobre el tema ver de Diego Osorno el libro La guerra de los Zetas); ahí está también el desgobierno absoluto, los abusos y el horror que provocaron el estallido de las autodefensas en Michoacán para hacer frente a los grupos delincuenciales de los Caballeros Templarios y la Familia Michoacana en tierra caliente en 2014 (ver mi artículo “Las autodefensas que no son” Rebelión. Ene,2014); y ahí está también derribo del helicóptero de la Secretaría de la Defensa Nacional en mayo del 2015 en Jalisco, acción que además se acompañó de narcobloqueos simultáneos en 39 puntos de la zona metropolitana y en una veintena de municipios aledaños, con enfrentamientos e incendios con un saldo de 19 heridos y 17 detenidos (ver “El narco demuestra su poderío”, Proceso, May. 1, 2015). Entonces, lo ocurrido en Culiacán no es un evento aislado, ni algo que no haya ocurrido antes.

[caption id="attachment_241471" align="aligncenter" width="620"]

violencia en culiacán

Lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada.[/caption]

En tercer lugar. Hasta donde se ha liberado información, se ha confirmado que los enfrentamientos tuvieron lugar debido a la aprehensión de uno de los hijos de Joaquín Guzmán Loera, Ovidio Guzmán. Tras su detención, el cártel de Sinaloa provocó bloqueos, balaceras e incendios para presionar y finalmente conseguir la liberación del detenido. El presidente López Obrador explicó que efectivamente se detuvo al hijo del Chapo y que posteriormente se decidió liberarlo porque: “estaban en riesgo muchos ciudadanos, muchas personas, muchos seres humanos. Y se decidió proteger la vida de las personas y yo estuve de acuerdo con eso porque no se trata de masacres, eso ya terminó”. Y tiene razón. Uno de los pilares que fundamentan la reforma al sistema de justicia penal del 2008, es que es más nocivo para la sociedad victimizar inocentes que el no detener a los infractores. De ahí que cambió la prioridad del sistema de justicia penal poniendo, en primer lugar, la protección de las víctimas, y después, el castigo de los responsables. ¿Por qué? porque solía ocurrir que se detenía a un infractor y la víctima quedaba olvidada para el estado (y a lo que con frecuencia se sumaba el agravio de que el “infractor” detenido, en realidad no era tal, sino que era tan sólo un chivo expiatorio). Tomando esto como antecedente, la decisión de las autoridades de liberar a Ovidio Guzmán para salvar vidas fue correcta: al imputado se le puede perseguir después -si así lo determina un juez- pero no se puede recuperar la vida perdida de un inocente. La decisión tomada por el gabinete de seguridad y respaldada por el presidente, no sólo fue correcta sino que fue también compatible con los principios sobre los que se fundó la reforma al sistema de justicia: proteger al inocente/víctima primero, y después, perseguir a los responsables.

Finalmente es importante destacar las palabras de López Obrador cuando justificó la liberación del detenido “… no se trata de masacres, eso ya se terminó”. La política de hacer un uso extensivo de la violencia tiene mucha simpatía en aquellos que quieren “soluciones” inmediatas y sin consideración de la ley, los derechos humanos, la presunción de inocencia o cualquier otro concepto moderno de civilidad jurídica y penal que nos haya ayudado a salir de la Edad Media. El problema es que no funciona. Sí, el Estado fracaso en Sinaloa, pero ese fracaso no es nuevo, sino que lleva ya muchos años: es un fracaso histórico al que hay que atender, y para esa tarea vale recordar una verdad que sólo ignoran los ingenuos o los irresponsables: la violencia produce violencia y nada más. A la delincuencia organizada -como al terrorismo- se le combate, en primer lugar, con sistemas de inteligencia y policiacos, no con mecanismos militares. Esto lo señalo para dejar en claro una cosa: el incremento en la violencia estatal no se traduce en la llegada de la paz. De hecho, ocurre lo contrario, tal y como la historia lo ha demostrado una y otra vez en todo el mundo, de Sri Lanka con el exterminio de los Tigres Tamiles, a Colombia con la mal llamada política de Seguridad Democrática de Álvaro Uribe, pasando por el México de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.

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Liberar al hijo del Chapo Guzmán fue la decisión correcta

Liberar al hijo del Chapo Guzmán fue la decisión correcta

18
.
10
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19
2019
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
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Victimizar inocentes es más nocivo para la sociedad que el no detener a los infractores.

Decir que “el Estado fracasó en Sinaloa” es correcto, pero no como la histeria colectiva del momento lo presenta. No es acertado decir que el poderío de los grupos de la delincuencia organizada es inédito, y por ello, responsabilidad del actual gobierno federal; que hechos como lo ocurrido en Culiacán no tienen precedente y atacar la decisión presidencial de liberar al imputado, cuya detención detonó la crisis. Es decir, cargar la responsabilidad del origen, evolución y “derrota” a Andrés Manuel López Obrador.

Los tres supuestos están equivocados.

En primer lugar, es bien sabido que el crecimiento exponencial de poder, la riqueza, la impunidad y el poder de fuego del cártel de Sinaloa no es algo que haya comenzado con la presidencia del López Obrador. De hecho, se ha demostrado hasta el hartazgo, que fue durante la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012) que este grupo llegó a ser dominante, y que en su mandato las relaciones entre el cártel de Sinaloa y el gobierno federal llegaron a ser tan estrechas que Genaro García Luna (entonces Secretario de Seguridad Pública federal) en realidad se encargaba de combatir a los enemigos del cártel utilizando para ello las fuerzas del Estado. La dinámica se mantuvo al menos hasta la ruptura que tuvo el grupo de Joaquín Guzmán Loera con el grupo de los hermanos Beltrán por la aprehensión de Alfredo Beltrán (alias “El mochomo”). Así pues, el control que ejerce el cártel de Sinaloa en un vasto territorio es una podredumbre viene de mucho tiempo atrás. (Para una revisión del modo en que ocurrió este proceso ver el libro de Anabel Hernández Los señores del narco).

En segundo lugar, lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada. Es decir, no es un episodio inédito: no olvidemos el terror que sembraron los grupos de la delincuencia organizada en San Fernando, Tamaulipas en marzo del 2011, tragedia en la que al menos 300 hombres, mujeres y niños fueron secuestrados, torturados y asesinados por los Zetas ante la omisión total -absoluta- de los tres órdenes de gobierno (para más sobre el tema ver de Diego Osorno el libro La guerra de los Zetas); ahí está también el desgobierno absoluto, los abusos y el horror que provocaron el estallido de las autodefensas en Michoacán para hacer frente a los grupos delincuenciales de los Caballeros Templarios y la Familia Michoacana en tierra caliente en 2014 (ver mi artículo “Las autodefensas que no son” Rebelión. Ene,2014); y ahí está también derribo del helicóptero de la Secretaría de la Defensa Nacional en mayo del 2015 en Jalisco, acción que además se acompañó de narcobloqueos simultáneos en 39 puntos de la zona metropolitana y en una veintena de municipios aledaños, con enfrentamientos e incendios con un saldo de 19 heridos y 17 detenidos (ver “El narco demuestra su poderío”, Proceso, May. 1, 2015). Entonces, lo ocurrido en Culiacán no es un evento aislado, ni algo que no haya ocurrido antes.

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Lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada.[/caption]

En tercer lugar. Hasta donde se ha liberado información, se ha confirmado que los enfrentamientos tuvieron lugar debido a la aprehensión de uno de los hijos de Joaquín Guzmán Loera, Ovidio Guzmán. Tras su detención, el cártel de Sinaloa provocó bloqueos, balaceras e incendios para presionar y finalmente conseguir la liberación del detenido. El presidente López Obrador explicó que efectivamente se detuvo al hijo del Chapo y que posteriormente se decidió liberarlo porque: “estaban en riesgo muchos ciudadanos, muchas personas, muchos seres humanos. Y se decidió proteger la vida de las personas y yo estuve de acuerdo con eso porque no se trata de masacres, eso ya terminó”. Y tiene razón. Uno de los pilares que fundamentan la reforma al sistema de justicia penal del 2008, es que es más nocivo para la sociedad victimizar inocentes que el no detener a los infractores. De ahí que cambió la prioridad del sistema de justicia penal poniendo, en primer lugar, la protección de las víctimas, y después, el castigo de los responsables. ¿Por qué? porque solía ocurrir que se detenía a un infractor y la víctima quedaba olvidada para el estado (y a lo que con frecuencia se sumaba el agravio de que el “infractor” detenido, en realidad no era tal, sino que era tan sólo un chivo expiatorio). Tomando esto como antecedente, la decisión de las autoridades de liberar a Ovidio Guzmán para salvar vidas fue correcta: al imputado se le puede perseguir después -si así lo determina un juez- pero no se puede recuperar la vida perdida de un inocente. La decisión tomada por el gabinete de seguridad y respaldada por el presidente, no sólo fue correcta sino que fue también compatible con los principios sobre los que se fundó la reforma al sistema de justicia: proteger al inocente/víctima primero, y después, perseguir a los responsables.

Finalmente es importante destacar las palabras de López Obrador cuando justificó la liberación del detenido “… no se trata de masacres, eso ya se terminó”. La política de hacer un uso extensivo de la violencia tiene mucha simpatía en aquellos que quieren “soluciones” inmediatas y sin consideración de la ley, los derechos humanos, la presunción de inocencia o cualquier otro concepto moderno de civilidad jurídica y penal que nos haya ayudado a salir de la Edad Media. El problema es que no funciona. Sí, el Estado fracaso en Sinaloa, pero ese fracaso no es nuevo, sino que lleva ya muchos años: es un fracaso histórico al que hay que atender, y para esa tarea vale recordar una verdad que sólo ignoran los ingenuos o los irresponsables: la violencia produce violencia y nada más. A la delincuencia organizada -como al terrorismo- se le combate, en primer lugar, con sistemas de inteligencia y policiacos, no con mecanismos militares. Esto lo señalo para dejar en claro una cosa: el incremento en la violencia estatal no se traduce en la llegada de la paz. De hecho, ocurre lo contrario, tal y como la historia lo ha demostrado una y otra vez en todo el mundo, de Sri Lanka con el exterminio de los Tigres Tamiles, a Colombia con la mal llamada política de Seguridad Democrática de Álvaro Uribe, pasando por el México de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.

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Decir que “el Estado fracasó en Sinaloa” es correcto, pero no como la histeria colectiva del momento lo presenta. No es acertado decir que el poderío de los grupos de la delincuencia organizada es inédito, y por ello, responsabilidad del actual gobierno federal; que hechos como lo ocurrido en Culiacán no tienen precedente y atacar la decisión presidencial de liberar al imputado, cuya detención detonó la crisis. Es decir, cargar la responsabilidad del origen, evolución y “derrota” a Andrés Manuel López Obrador.

Los tres supuestos están equivocados.

En primer lugar, es bien sabido que el crecimiento exponencial de poder, la riqueza, la impunidad y el poder de fuego del cártel de Sinaloa no es algo que haya comenzado con la presidencia del López Obrador. De hecho, se ha demostrado hasta el hartazgo, que fue durante la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012) que este grupo llegó a ser dominante, y que en su mandato las relaciones entre el cártel de Sinaloa y el gobierno federal llegaron a ser tan estrechas que Genaro García Luna (entonces Secretario de Seguridad Pública federal) en realidad se encargaba de combatir a los enemigos del cártel utilizando para ello las fuerzas del Estado. La dinámica se mantuvo al menos hasta la ruptura que tuvo el grupo de Joaquín Guzmán Loera con el grupo de los hermanos Beltrán por la aprehensión de Alfredo Beltrán (alias “El mochomo”). Así pues, el control que ejerce el cártel de Sinaloa en un vasto territorio es una podredumbre viene de mucho tiempo atrás. (Para una revisión del modo en que ocurrió este proceso ver el libro de Anabel Hernández Los señores del narco).

En segundo lugar, lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada. Es decir, no es un episodio inédito: no olvidemos el terror que sembraron los grupos de la delincuencia organizada en San Fernando, Tamaulipas en marzo del 2011, tragedia en la que al menos 300 hombres, mujeres y niños fueron secuestrados, torturados y asesinados por los Zetas ante la omisión total -absoluta- de los tres órdenes de gobierno (para más sobre el tema ver de Diego Osorno el libro La guerra de los Zetas); ahí está también el desgobierno absoluto, los abusos y el horror que provocaron el estallido de las autodefensas en Michoacán para hacer frente a los grupos delincuenciales de los Caballeros Templarios y la Familia Michoacana en tierra caliente en 2014 (ver mi artículo “Las autodefensas que no son” Rebelión. Ene,2014); y ahí está también derribo del helicóptero de la Secretaría de la Defensa Nacional en mayo del 2015 en Jalisco, acción que además se acompañó de narcobloqueos simultáneos en 39 puntos de la zona metropolitana y en una veintena de municipios aledaños, con enfrentamientos e incendios con un saldo de 19 heridos y 17 detenidos (ver “El narco demuestra su poderío”, Proceso, May. 1, 2015). Entonces, lo ocurrido en Culiacán no es un evento aislado, ni algo que no haya ocurrido antes.

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Lo ocurrido en Culiacán es un eslabón más de una cadena de acciones de la delincuencia organizada.[/caption]

En tercer lugar. Hasta donde se ha liberado información, se ha confirmado que los enfrentamientos tuvieron lugar debido a la aprehensión de uno de los hijos de Joaquín Guzmán Loera, Ovidio Guzmán. Tras su detención, el cártel de Sinaloa provocó bloqueos, balaceras e incendios para presionar y finalmente conseguir la liberación del detenido. El presidente López Obrador explicó que efectivamente se detuvo al hijo del Chapo y que posteriormente se decidió liberarlo porque: “estaban en riesgo muchos ciudadanos, muchas personas, muchos seres humanos. Y se decidió proteger la vida de las personas y yo estuve de acuerdo con eso porque no se trata de masacres, eso ya terminó”. Y tiene razón. Uno de los pilares que fundamentan la reforma al sistema de justicia penal del 2008, es que es más nocivo para la sociedad victimizar inocentes que el no detener a los infractores. De ahí que cambió la prioridad del sistema de justicia penal poniendo, en primer lugar, la protección de las víctimas, y después, el castigo de los responsables. ¿Por qué? porque solía ocurrir que se detenía a un infractor y la víctima quedaba olvidada para el estado (y a lo que con frecuencia se sumaba el agravio de que el “infractor” detenido, en realidad no era tal, sino que era tan sólo un chivo expiatorio). Tomando esto como antecedente, la decisión de las autoridades de liberar a Ovidio Guzmán para salvar vidas fue correcta: al imputado se le puede perseguir después -si así lo determina un juez- pero no se puede recuperar la vida perdida de un inocente. La decisión tomada por el gabinete de seguridad y respaldada por el presidente, no sólo fue correcta sino que fue también compatible con los principios sobre los que se fundó la reforma al sistema de justicia: proteger al inocente/víctima primero, y después, perseguir a los responsables.

Finalmente es importante destacar las palabras de López Obrador cuando justificó la liberación del detenido “… no se trata de masacres, eso ya se terminó”. La política de hacer un uso extensivo de la violencia tiene mucha simpatía en aquellos que quieren “soluciones” inmediatas y sin consideración de la ley, los derechos humanos, la presunción de inocencia o cualquier otro concepto moderno de civilidad jurídica y penal que nos haya ayudado a salir de la Edad Media. El problema es que no funciona. Sí, el Estado fracaso en Sinaloa, pero ese fracaso no es nuevo, sino que lleva ya muchos años: es un fracaso histórico al que hay que atender, y para esa tarea vale recordar una verdad que sólo ignoran los ingenuos o los irresponsables: la violencia produce violencia y nada más. A la delincuencia organizada -como al terrorismo- se le combate, en primer lugar, con sistemas de inteligencia y policiacos, no con mecanismos militares. Esto lo señalo para dejar en claro una cosa: el incremento en la violencia estatal no se traduce en la llegada de la paz. De hecho, ocurre lo contrario, tal y como la historia lo ha demostrado una y otra vez en todo el mundo, de Sri Lanka con el exterminio de los Tigres Tamiles, a Colombia con la mal llamada política de Seguridad Democrática de Álvaro Uribe, pasando por el México de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.

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