El pueblo en rebeldía
Daniela Rea
Fotografía de Felipe Luna Espinosa
En Guerrero, el sistema de justicia comunitario, al margen del gobierno, lleva más de una década de existir. Pero con la violencia generada en
los últimos años por el crimen organizado han surgido grupos de autodefensa, los cuales se enfrentan no sólo a los delincuentes, sino al
desprestigio mediático, a ser absorbidos por el gobierno y, sobre todo, a su propia ambigüedad.
La cancha de basquetbol es hoy un tribunal popular. Hombres encapuchados con escopetas y rifles al hombro custodian las esquinas, al centro una mesa guarda lugar para las autoridades de los poblados, los invitados de honor. La plancha de cemento la ocupan unas quinientas personas ansiosas, no tanto por el calor que los hace sudar a chorros, como por el inicio del desfile: hoy conocerán el rostro de quienes, dicen, han matado, secuestrado, extorsionado y violado a los habitantes de la zona en los últimos meses.
Alrededor de la cancha los niños corretean por aquí y por allá, los estudiantes recién salidos de la escuela se acercan curiosos, el casi centenar de medios de comunicación nacionales e internacionales peleamos por un lugar en el minúsculo cuadro destinado para nosotros y, en el otro extremo, las señoras cocinan un caldo rojo y grasiento en grandes cazos sobre las fogatas improvisadas al aire libre. Porque hoy, a esta fiesta, todos están invitados.
Es el último día de enero y estamos en El Mezón, una comunidad indígena del municipio de Ayutla, en la Costa Chica de Guerrero. Llegar aquí desde la ciudad de México nos llevó unas seis horas en automóvil y, a media carretera, otros tantos retenes militares, de policías federales, de guardias civiles encapuchadas, hasta uno de niños que piden dinero para tapar los baches del camino y otro de la reina de la primavera que, vestida con su amplio traje de holanes, también pide cooperación para su fiesta.
Bajo el techo de lámina el público hierve como el caldo de res que cocinan las mujeres. Un hombre se presenta como comandante Guerrero, da la bienvenida e invita a dos supuestas víctimas del crimen a dar su testimonio. Lo hacen bajo la capucha, para proteger su identidad. El primero es un comandante quien dice que los criminales lo agarraron en venganza por haber detenido a uno de los malos; el segundo es un comisario de Rancho Nuevo quien asegura haber sido secuestrado por no querer pagar extorsión a los delincuentes.
Entonces sí, comienza el desfile.
CONTINUAR LEYENDOUno a uno, los cuarenta y nueve hombres y cinco mujeres, custodiados por campesinos armados, son exhibidos ante el tribunal popular: el extorsionador, el asesino, el descuartizador, el violador de mujeres, las halconas, el fumador de mariguana…, casi todos entre los veinte y cincuenta años, apenas con estudios de secundaria. Los detenidos son acusados de participar en la banda de el Cholo, un delincuente de Acapulco venido a menos y refugiado en las entrañas del estado. Desde el otro extremo, encerrados en un corral, los familiares de los detenidos miran la escena sin poder intervenir en ella.
Casi todos los habitantes de la región recuerdan que «el narco» llegó tres años atrás. Sigiloso. Se adentró en los caminos como un murmullo, casi a rastras. Luego, salió al paso por los matorrales, las veredas y las esquinas. De pronto ya estaba al acecho de las escuelas, hospitales y mercados. El crimen organizado subió a las comunidades indígenas como resultado del «efecto cucaracha» de los fallidos operativos militares y federales emprendidos durante la administración de Felipe Calderón. Sintiéndose a salvo por el desprecio de los gobiernos a los pueblos indígenas, actuaron libremente. Secuestraron, extorsionaron, mataron.
La madrugada del 6 de enero un centenar de campesinos encapuchados se levantó en armas para detener a los delincuentes que tenían asolada la región. Lo hicieron ellos porque el gobierno no intervenía, pese a las denuncias. Lo hicieron bajo la batuta de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG), un grupo formado dos años atrás por los hermanos Bruno y Cirino Plácido, con más intereses políticos que de autonomía indígena, para conseguir recursos y apoyos del gobierno. Según dijeron, se atrincheraron esa madrugada porque, en la víspera, el comisario de Rancho Nuevo fue secuestrado.
Atestiguo el tribunal popular que se desarrolla en la cancha de basquetbol de El Mezón y trato de entender cuál es la diferencia entre esta escena y la exhibición de los detenidos como criminales realizada por el gobierno antes de iniciar su proceso judicial. Pienso en la línea que divide este juicio sumario y los linchamientos ocurridos en otras partes del país. Quienes están aquí, bajo las capuchas o sentados como espectadores son campesinos, maestros, comerciantes, amas de casa y estudiantes erigidos como policías y jueces, orillados por el fracaso del Estado en darles seguridad. ¿Es la desesperación o es la venganza lo que los lanzó a esta batalla justiciera? Desde el público algunas voces se alzan unísonas cuando presentan a los supuestos descuartizadores. «Cueeellooo», gritan, otros piden cárcel y castigo.
Los caminos que puede tomar esta cruzada están minados de riesgos.
En esta escena hay una historia oculta que se irá revelando como si los vigilantes se quitaran poco a poco la capucha del rostro. La historia de cómo el gobierno busca desarticular cualquier movimiento social disidente y encaminarlo al clientelismo político. No comenzó el 6 de enero con el levantamiento de las autodefensas, sino décadas atrás cuando las comunidades indígenas se alzaron contra la miseria y el hostigamiento gubernamental en la zona.
Los pueblos de Ayutla, este municipio guerrerense donde nos encontramos, han padecido el estigma de ser cuna de movimientos guerrilleros como el Ejército Popular Revolucionario (EPR) y el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI), que surgieron en los años noventa. En 1998 cuando Ángel Aguirre, el actual gobernador, era gobernador interino, once campesinos fueron masacrados por militares con ametralladoras y granadas, por la supuesta simpatía con el ERPI. El nombre con el que esta masacre quedó grabada en la historia es el mismo de la comunidad donde ocurrió, El Charco. Los asesinados habían terminado una asamblea y dormían en una escuela primaria cuando los sorprendió la muerte. Desde entonces, la ocupación militar en la zona se recrudeció y la estrategia contrainsurgente tuvo distintos matices de ataque.
Además de las ejecuciones extrajudiciales, en 1998, catorce indígenas de El Camalote fueron esterilizados contra su voluntad y bajo engaños por personal de salud. En 2002, las indígenas Inés Fernández y Valentina Rosendo, integrantes de la Organización del Pueblo Indígena Me’phaa, fueron violadas por soldados de manera tumultuaria, pero a diferencia del resto de víctimas de acoso en la zona, ellas no guardaron silencio y exigieron justicia hasta que, en 2010, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al gobierno mexicano por las violaciones y por haber obstruido la justicia.
En sus conclusiones, reconoció una estrategia de ataque sistemático a los pueblos indígenas que luchan por su autonomía y contra la militarización. En 2008, la organización Tlachinollan documentaría doscientos un casos de denuncias penales contra líderes de la región y al menos una treintena de asesinatos en las últimas dos décadas, con la intención de desarticularlos. Por esos ataques, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos pidió medidas cautelares para proteger de las agresiones a líderes y simpatizantes.
Una de las organizaciones más sólidas que ha trabajado por los derechos indígenas en la zona es la policía comunitaria, nacida hace casi veinte años en la Montaña de Guerrero.
Desde que los hombres y las mujeres de estas tierras abrieron los ojos habían vivido sometidos a la violencia criminal que robaba, violaba mujeres y mataba. Cansados de la complicidad del gobierno con los delincuentes, decidieron montar su propia guardia y vigilar su territorio. Los vecinos cooperaron con animales o cosecha para comprar escopetas y pistolas, escogieron a los hombres más capaces y respetados y los nombraron sus guardianes. Era 1995. Tiempo después, cuando los delincuentes detenidos y entregados al gobierno eran soltados a cambio de unos pesos, crearon un sistema de justicia basado en la reeducación y conformaron la organización Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC).
Desde que se creó el sistema de justicia comunitario, ha extendido sus dominios a ciento siete comunidades tlapanecas, mixtecas, amuzgas y mestizas en trece municipios, casi todos concentrados en la región de la Montaña y la Costa Chica, a un par de horas de Ayutla. En su página de internet dicen sumar casi novecientos policías comunitarios y proteger a cerca de cien mil habitantes. Durante los primeros años, el gobierno estatal encarceló a los comunitarios acusándolos de secuestrar o privar de la libertad a las personas detenidas, en un intento por quebrar a la organización, según acusó la misma CRAC. En 2011, a propuesta de un diputado indígena, se creó la ley estatal 701 que reconoce al sistema comunitario y le autoriza vigilar y procurar justicia.
A finales de 2011, la CRAC-policía comunitaria enfrentó su primer caso de crimen organizado. Entonces, con dieciséis años de edad, la organización se había enfocado en tratar los delitos comunes como robo, abigeato, homicidio y violaciones. Aunque, el crimen organizado acechaba a través de extorsiones y venta de droga, los pueblos habían decidido no perseguirlos fuera de sus territorios, sino detenerlos cuando se los encontraran dentro de las comunidades. Su lógica era, y se mantiene hasta ahora, no involucrarse en una guerra ajena, lanzada por el presidente Felipe Calderón para enfrentar a pobres contra pobres.
Esa tarde del 14 de octubre encontraron dos camionetas en caminos vigilados por la policía comunitaria con seiscientos kilos de mariguana. Por el caso fueron apresadas cinco personas: cuatro indígenas de la región a bordo de los automóviles y un trailero cuarentón del Distrito Federal, a quien detuvieron el día siguiente. Gabriel Orozco, el chofer del tráiler, dijo que estaba ahí por cuestiones de trabajo, se había perdido y su camioneta estaba descompuesta. Según la policía comunitaria, también preguntó si habían encontrado a los indígenas con la droga y esta duda les bastó para considerarlo su cómplice.
Casi un mes después de su captura se realizó una asamblea comunitaria en el poblado de Santa Cruz del Rincón. Esa mañana los detenidos fueron presentados esposados ante los habitantes. Gabriel era el único de los cinco que calzaba zapatos y vestía ropa en buen estado. Frente a ellos, los policías comunitarios colocaron uno a uno los treinta y tres paquetes de droga del tamaño de un costal y, una vez presentada la evidencia, la quemaron en una gran fogata en medio del follaje verde y exuberante de la región.
Luego comenzó el debate para decidir si los juzgaban bajo el sistema de usos y costumbres o los entregaban al gobierno, representado por el secretario de Seguridad Pública del estado, quien presenciaba la escena vestido con una fresca guayabera de lino blanco. Hablaron los comisarios, ancianos, maestros, hasta el sacerdote y el funcionario, y finalmente decidieron mantenerlos, pues no confiaban en las autoridades.
Ese día, Gabriel fue el único de los detenidos que tomó la palabra. Lo recuerdo vestido con una gran chamarra de futbol americano pidiendo que lo vieran como a un hermano, como a un hombre que se equivocó.
Cuando la violencia del crimen organizado se extendió a la región de Ayutla, las comunidades de la zona levantaron la mano para sumarse al sistema de seguridad de la CRAC-policía comunitaria, que durante casi dos décadas había demostrado la disminución de delitos comunes y la participación colectiva de los pueblos.
Eran mediados de 2012. Los hermanos Plácido, líderes de la UPOEG, vieron en esta coyuntura la oportunidad para retomar el liderazgo en la CRAC-policía comunitaria, cuya fundación habían compartido con otras organizaciones, pero de la cual se habían alejado en los últimos años por buscar una cercanía con el poder gubernamental.
Bruno Plácido fue director de la Policía Municipal de San Luis Acatlán, con el presidente Genaro Vázquez Solís, hijo del ex guerrillero (quien al dejar el cargo fue sancionado por no comprobar el uso de los recursos públicos), en 2011 fundó la UPOEG y en 2012 fracasó en su intento de ser diputado plurinominal por el PRD.
Sin haber sido nombrados coordinadores de la CRAC-policía comunitaria en Ayutla, los líderes de la UPOEG usaron el nombre de la organización y realizaron acciones prohibidas por el reglamento, como detener a supuestos narcos en territorios no comunitarios, lo cual desató conflictos entre ambos grupos.
Con ese choque como antecedente, la madrugada del 6 de enero de 2013, los habitantes de las comunidades de Ayutla, bajo el mando de la UPOEG, hicieron su aparición pública. Centenas de hombres encapuchados y armados con escopetas, pistolas, machetes y palos montaron retenes con cuerdas y costales rellenos de arena en las entradas de los poblados de ese municipio, revisaron los automóviles y pidieron identificación para cotejarla con una lista de los criminales más buscados, elaborada por ellos. Confusamente dijeron que eran policía comunitaria.
Dos días después del levantamiento de los encapuchados, el gobernador Ángel Aguirre reconoció el valor de los grupos de autodefensa, se reunió con ellos y acordó entregarles apoyos económicos y fortalecer la seguridad con presencia policiaca y del ejército.
A inicios de 2012 platiqué con Cirino Plácido sobre la CRAC-policía comunitaria. Como uno de los fundadores, me dijo que la organización pasaba por una crisis y debía reestructurarse. En aquella ocasión fue claro al advertir los riesgos de tener cercanía con el gobierno.
«No queremos ser estructura de una casa que se está cayendo, queremos una estructura propia de los pueblos. Solamente nosotros vamos a lograr cambiar las cosas, pero no siendo el Estado. Imagínate, no le puedes tirar piedra estando dentro, se te cae el techo encima».
Un año después estaba sentado a la mesa, en las negociaciones con el gobernador. Lo busqué de nuevo para preguntarle qué le hizo cambiar drásticamente de opinión.
«Estamos haciendo juego con el gobierno por conveniencia, necesitamos obra. Queremos recurso para sembrar semillas, no nos vamos a pelear con él. Tampoco somos tontos, así como el gobierno nos papacha, nos puede meter cuchillo en la costilla y no nos vamos a dejar», dijo sin mayor empacho.
—Pero les puede cobrar ese apoyo, Cirino.
—No nos espanta ni nos interesa, no va a pasar nada porque ya tenemos poder.
El acuerdo para traer al ejército entre los líderes de la UPOEG y el gobierno tocó fibras sensibles en las organizaciones que tradicionalmente habían luchado contra la militarización. La CRAC-policía comunitaria respondió el 13 de enero con un comunicado en el que deslizó la acusación de que la UPOEG era un grupo paramilitar.
«Lo que se busca es desestabilizar a toda la región en la que opera la CRAC-policía comunitaria, dar pretextos al gobierno para que se instalen en nuestros territorios cuarteles de la policía estatal, federal, ejército o marina a fin de poder militarizar nuestras regiones, dar legalidad a prácticas paramilitares, y con todo ello obstaculizar el crecimiento y el trabajo organizativo de las verdaderas organizaciones del pueblo».
Unas líneas más abajo señalaba como objeto del deseo los terrenos comunales, cuyas entrañas albergan agua y minerales.
El gobernador Aguirre había trazado camino y sobre él andaba: meter en la «legalidad» el entusiasmo de los pueblos. Así, convocó a los líderes de ambas organizaciones a formar la Comisión para la Armonía y Desarrollo de los Pueblos Indígenas y además les prometió camionetas, uniformes, dinero y armas a cambio de aceptar un decreto que crea el Cuerpo de la Policía Comunitaria de Guerrero, con el cual busca convertir a los grupos de autodefensa y policía comunitaria en policía auxiliar de las fuerzas de seguridad del Estado. En pocas palabras, acusó la CRAC, ese decreto derogaría la ley estatal 701 y los reduciría a empleados del gobierno, echando por tierra la autonomía ganada.
Un par de semanas después del tribunal popular realizado por los grupos de autodefensa en El Mezón, voy a Ayutla acompañada por Felipe, el fotógrafo, para ver qué había pasado con el conflicto entre la UPOEG y la policía comunitaria. La tensión era latente, pero no todos los campesinos encapuchados bajo la batuta de la UPOEG tenían claridad de lo que ocurría.
Esta noche, los guardias custodian la entrada de Ayutla, alguno porta una R-15 y el resto armas rústicas, hasta machetes. Su trinchera está ubicada afuera de una mueblería, frente a la Bodega Aurrera. El frío se cuela por los huaraches y harapos de los vigilantes, quienes intentan amainarlo con una fogata. El fornido Valeriano Gutiérrez sostiene la escopeta al hombro, tan vieja que más parece un palo para matar tlacuaches. Al calor de las llamas se retira la capucha del rostro y un gesto amable sorprende bajo ésta.
«Íbamos a convertirnos en sus arrendatarios, sus esclavos, y el gobierno no iba a resolver nada…, claro que nos da miedo estar aquí, pero lo aguantamos para defender nuestra dignidad. ¿Qué es la dignidad? O sea no vivir con temor, tener libertad para vivir».
Bajo las capuchas congregadas alrededor del fuego hay hombres de apenas dieciséis años, otros cerca de los setenta. Todos habitantes de comunidades aledañas, marcados por la miseria. Don Argelio, uno de los más viejos, abandonó su parcela para sumarse al movimiento. Este campesino nunca fue a la escuela.
«Mi papá me decía que no se comían las letras, se comía trabajando y desde siempre trabajé. Ya queremos beneficio de los que hacen pedazo a la gente, nosotros estamos puestos como para tres años de lucha, si la aguantamos pues Dios sabe y si no aguantamos pues también Dios sabe».
A la fogata llegan unas mujeres cargando con dificultad dos cubetas de plástico llenas de café, cajas de galletas y una bolsa grande con bolillos un poco duros. Algunas son jóvenes, otras abuelitas que se dicen gustosas de colaborar con la lucha. Los campesinos se acercan tímidos, toman un vaso de café y remojan las galletas.
La plática fluye, nos dicen que hace unos meses era imposible estar en la calle a estas horas por el temor a que los malos llegaran y secuestraran a alguien o desataran una balacera; nos cuentan que pedían extorsiones a los ruteros, maestros o comerciantes del mercado, que secuestraban a niños de las escuelas para pedir rescate desde trescientos hasta cinco mil pesos, que las jovencitas recibían llamadas en su celular para citarlas en hoteles de paso bajo la advertencia de llegar o ver muerta a su familia. Estos relatos se suman a los que habíamos escuchado en el camino, como el de Chavita, un rutero que estuvo a punto de morir asesinado cuando él y su pasaje se encontraron en un fuego cruzado entre policías municipales y narcos, quienes al sentirse acorralados comenzaron a disparar a los pasajeros y mataron a tres. O el de Salvador, otro rutero a quien detuvieron dos hombres armados y le exigieron pagar mil pesos de cuota a cambio de «su seguridad». O el de Eréndira, quien nos contó que en tres ocasiones, durante sus guardias como enfermera del hospital general de Ayutla, hombres armados irrumpieron en la sala de urgencias con sicarios heridos o trabajadoras sexuales golpeadas. Con el cañón de la pistola encajado en su cabeza, le decían que si no los salvaba, ella también moriría.
La plática con los hombres alrededor de la fogata se interrumpe cuando Gonzalo Torres, uno de los líderes de la UPOEG, los llama para darles cátedra. Minutos antes, don Gonzalo nos había comentado su preocupación porque la prensa presentara el levantamiento como un acto contra el gobernador, a quien consideraban amigo. Desde su perspectiva, Aguirre no era responsable de la violencia en la zona, pues así recibió al estado.
Una treintena de campesinos rodean a Gonzalo con sus machetes, palos y escopetas. El hombre, un mestizo robusto de rostro desabrido, los felicita por ese despertar del espíritu comunitario, los motiva a no ceder ni un centímetro en la lucha, les dice que, gracias a ellos, los pueblos ahora están a salvo pues corrieron a los malos. Su lenguaje enamora, «el miedo lo mandamos a volar y ya va llegando a la luna». Y desde el cielo profundo, la luna llena ilumina a los encapuchados.
La escena se antoja bella, romántica. No lo es.
Las manos de los campesinos se comienzan a alzar inquietas. Le cuestionan las negociaciones entre los líderes de la UPOEG y el gobernador, así como la llegada del ejército, de la cual se enteraron el mero día que aparecieron los soldados a instalarse junto a sus retenes.
«¿Por qué los líderes negociaron con gobierno que lleguen militares y federales? ¿por qué compañeros de la cabecera municipal no se levantan? Toda la chinga para los campesinos, estamos cuidando su casa y dejamos solas nuestras comunidades, estamos puestos para que nos maten ¿y nuestra familia qué va a hacer? No estamos trabajando nuestra tierra, que los ricos se rifen como nosotros», lanzan uno a uno los encapuchados.
Gonzalo trata de calmar los ánimos. René, otro de los líderes, interviene. «Pónganse a pensar qué van a pedir, que se viene un caudal de apoyos», aconseja a los campesinos.
Hay un interés político en que el levantamiento haya ocurrido en la cabecera municipal de Ayutla: la visibilidad obligó al gobierno a poner atención, les mandó fuerzas armadas y hasta les prometió recursos para su desarrollo.
Días después de visitar la trinchera en Ayutla volvemos a la comunidad El Mezón, donde el grupo de autodefensas realizó el tribunal popular y encarceló a los cincuenta y cuatro prisioneros.
Recorremos veinte minutos desde la cabecera municipal y pasamos un retén, otro retén. En el segundo, los vigilantes piden nuestras identificaciones y al presentarnos como reporteros nos obligan a bajar de la pasajera, que sigue su camino a la comunidad.
«No pueden pasar por órdenes de los jefes. Está prohibido entrar a la comunidad, por seguridad de los pueblos», nos advierte uno de los vigías.
Nos quedamos ahí, bajo un árbol que se extendía exuberante sobre el camino, platicando con los atrincherados. Nos cuentan de su vida pobre como campesinos, de su molestia con la prensa que los acusa de estar fuera de la ley y hacer justicia por su propia mano y de su desacuerdo con los líderes por haber negociado la entrega de delincuentes.
«¿Cómo, si no creemos en gobierno porque engaña, le entregan delincuentes?», arremete uno de ellos. Finalmente las presiones del gobernador Ángel Aguirre y las promesas de darles equipamiento pesaron más sobre los líderes que el voto de las comunidades, y entregaron a un grupo de los cincuenta y cuatro detenidos. Días después, al resto. Del total, veinticinco serían liberados por las autodefensas, pues tenían delitos menores, y veintinueve entregados al gobierno estatal. Ya bajo el sistema de justicia oficial, los acusados comenzaron a tramitar amparos para buscar su libertad argumentando detención ilegal.
Agotada la plática con los vigías en el retén, insistimos en entrar. Si la constitución reconoce su autonomía, también nuestro derecho a transitar libres por el territorio nacional. Pero en este país que se muere de miedo, los derechos van quedando rezagados por una promesa de seguridad, no sólo de los grupos de autodefensa, sino del gobierno mismo. Aquí cerraron el paso a algunas comunidades, establecieron toque de queda temporal, cerraron escuelas durante los primeros días del levantamiento por miedo a venganzas de los criminales y se cobró quinientos pesos a quien no quiso salir a defender al pueblo. Pero el país entero ha padecido violencia por las fuerzas armadas, detenciones y arraigos indiscriminados y se ha desangrado en más de setenta mil asesinatos. ¿Cuántos derechos estamos dispuestos a ceder por esa anhelada seguridad? Y si llega esa paz, ¿podremos presumir el triunfo a costa de la vida mutilada?
Los responsables del retén nos exigen un permiso para entrar. «¿Algo así como la visa gringa para cruzar al otro lado?», preguntamos. Originarios de pueblos migrantes ríen con el comentario y nos mandan con uno de los líderes, quien finalmente nos invita.
A medias.
Nos frena en el primer árbol del poblado donde descansan varios integrantes del movimiento. Desde lejos vemos el transcurrir cotidiano de la gente en el mercado, instalado en la cancha de basquetbol donde semanas antes fueron presentados los detenidos.
A mitad de la plática el líder que nos permitió la entrada nos llama por separado. Es un tipo de lentes oscuros y pecho erguido con más facha de guarura que de campesino.
—Ahora sí vamos a hablar en serio, a calzón quitado, pues. Ustedes con esto van a ganar dinero y nosotros nos quedamos aquí, queremos que nos cooperen para unas despensas para los compañeros.
¿Qué no habíamos hablado en serio a lo largo de la mañana?, su propuesta nos extraña. Le decimos que no podemos darles dinero, y se pone bravo. Acusa a la prensa de lucrar con la pobreza indígena y abusar de su confianza, nosotros cuestionamos los patrones relacionados al poder político que sentimos de su parte. Su petición nos suena a una vil «mordida», pues.
Ahí se atora la charla. Nos prohíben hablar con los campesinos armados, aunque ellos quieren relatar su vida de pobreza. Y nos piden irnos de la comunidad en la próxima rutera, donde los pasajeros manifiestan su simpatía por el levantamiento armado que, dicen, les ha traído seguridad.
Los siguientes días a la visita de la comunidad El Mezón comenzaron a brotar inconformidades con las decisiones de los líderes y confusión con el objetivo del levantamiento. En Tepintepec, un pueblo de apenas trescientos habitantes a unos treinta minutos de Ayutla, el comisario nos contó que los líderes de la UPOEG le habían exigido enviar a cuarenta hombres armados para el levantamiento del 6 de enero y como el pueblo no quiso acudir por falta de armas, amenazaron con detenerlo. Además del temor a ser preso, le extrañaba que el levantamiento se haya presentado como algo espontáneo por el secuestro del comisario de Rancho Nuevo, que ocurrió el 5 de enero, cuando a él le pidieron colaborar desde el 25 de diciembre. En Mecatepec, un poblado ubicado a treinta minutos de la cabecera municipal de Tecoanapa, la asamblea se deslindó de la UPOEG al sentirse usada. Según el comisario Alfredo Nava, los líderes le entregaron una lista de los más buscados para que las defensas del pueblo los pudieran detener en los retenes, aunque no les dijeron el delito. Ellos detuvieron a uno, lo entregaron y a las pocas horas fue liberado.
«No nos avisaron ni dijeron por qué. Tenemos miedo de que ahora ése venga a vengarse del pueblo».
Una vez fuera del territorio de las autodefensas, nos dirigimos a la zona protegida por la CRAC-policía comunitaria. En el auditorio de la comunidad de Jolotichán, a un par de horas de Ayutla, se lleva a cabo una asamblea para decidir cómo resolver el conflicto con la UPOEG.
La discusión lleva horas y decidimos dar una vuelta por el pueblo. Vamos a la comisaría y a un costado encontramos la cárcel del poblado. Entre los rostros que se asoman por los barrotes hay uno que parece conocido. Lo reconozco. Es Gabriel Orozco, el trailero defeño detenido por el caso de los seiscientos kilos de mariguana un año y cuatro meses atrás.
Está más delgado y avejentado que el día de su presentación en la asamblea aquel día de noviembre, cuando quemaron la mariguana. Tiene ojos tristes que de repente se abren como en estado de alerta permanente, y dejan a uno en el umbral de la confianza y la ansiedad.
Gabriel se ve tranquilo. Está encerrado en un cuarto tan pequeño que los detenidos se turnan para dormir en petates, comen en el suelo los guisos preparados por mujeres de la comunidad y si uno se acerca demasiado en seguida siente náuseas por el olor a orines viejos. Su rutina consiste en levantarse a las siete de la mañana, tomar café y tortillas, salir a hacer trabajo comunitario, comer y volver al encierro. El domingo es su «día libre» y por las mañanas puede salir al río o a caminar al monte, siempre custodiado por los guardias. Al atardecer recibe las pláticas de reeducación.
A diferencia de los otros detenidos con quienes comparte cárcel, acusados de violación, homicidio y robo, Gabriel no escupe contra la CRAC-policía comunitaria ni acusa de malos tratos, golpes, tortura o secuestro. Agradece que todos los días le den de comer y aunque sean frijoles y tortillas una vez al día, ve en ese gesto la generosidad de la miseria. Cuando lo amarran con mecate de pies y manos para que no escapara, los dispensa porque no tienen educación. Cuando lo hacen caminar descalzo sobre piedras, entiende que es porque se portó mal.
Ávido de platicar nos comparte su mayor descubrimiento estos meses: la justicia comunitaria.
«Aquí [la justicia] es a la usanza, a los usos y costumbres. Su cultura no tiene lápiz, no tiene hoja, se hace nada más mentalmente porque siempre se ha hecho así. El sistema de usos y costumbres se ve fácil, pero no. Muchos dicen que estamos locos. ¿Quién está loco, el que te cuida y no le pagan o nosotros que no nos escapamos?», dice, y me imagino la tentación de huir de ahí, una cárcel rústica, vigilada con un candado y por un par de hombres armados con escopeta, quienes ocuparían su lugar en la prisión si él llegase a escapar.
El sistema comunitario de seguridad y justicia es complejo. Ha sido causa de debates por el equilibrio entre el derecho comunitario y el derecho individual, porque al ponderar el derecho de los pueblos puede violentar el debido proceso y derechos del acusado. Aquí no hay abogados, ni jueces ni pruebas periciales, son las familias y vecinos quienes abogan o acusan a los detenidos; los juicios están anclados en la confianza y a que el pueblo conoce al pueblo, los policías y autoridades de justicia son elegidos en asamblea por su buena reputación y su trabajo es voluntario. Aquí no hay castigo, entendido como la pérdida de la libertad, sino reeducación que consiste en reparar el daño con trabajos en las comunidades y pláticas con los sabios del pueblo para hacer conciencia. Para los críticos, esa labor comunitaria es un eufemismo del trabajo forzado. El tiempo de detención se determina en asamblea y la liberación del preso se da según su conducta y compromiso con no volver a «hacer el mal».
Gabriel asume el lenguaje de la Comunitaria y se dice reeducado. Durante sus años como trailero se hizo adicto a la piedra y asegura que en este tiempo detenido ha dejado el vicio. Su esposa respalda los cambios en él. Antes de ser detenido se había alejado de la familia a quien alguna vez dijo: «Ya los mantuve muchos años, ya se van a la chingada». En esos días era normal que se fuera y no diera noticias durante quince, veinte días.
«El ser humano siempre desea mejorar, evolucionar, somos evolutivos. Me dolió el golpe, la levantada está pesada y es ahí cuando empiezas a darle sentido a tu vida…, si quieres. Si no, te caes, y te caes y te caes, hasta que ya no te levantas», dice Gabriel. Sus palabras me recuerdan a los efectos del Síndrome de Estocolmo, aquella empatía que generan víctimas de privación de la libertad con quien ha sido su captor.
—¿Cómo es aquí la justicia, Gabriel?
—Por decir, en la civilización tu robas una gallina y llegas al Ministerio Público y pagas la multa y estás treinta y seis horas detenido y se arregló el problema. Aquí no se robó una gallina, aquí se hizo el delito que fue tomar lo ajeno, faltar el respeto a la otra persona. Eso se paga porque no debes robar ni hoy, ni mañana ni nunca y estás aquí tres, seis meses hasta que te compongas. Yo aprendí el respeto, el respeto sencillo. Te puedo decir que te respeto y te falto al respeto, ¿entiendes? Me costó un año tres meses entender…, para mí era fácil no respetar. Al momento que llegué yo relinchaba por la falta del vicio. Les decía que eran indios patas rajadas y me ponían a caminar sin zapatos y sin huaraches. Fui valorando, fui regresando para atrás para ver todo el camino como es. Es difícil aprender.
Es difícil aprender.
Gabriel y su familia se resignaron a vivir en esta realidad aparte, hasta entonces desconocida. Desde el inicio les advirtieron: aquí ni traigan abogado ni dinero, eso no funciona, la esposa reconoce que no le han pedido dinero a cambio de liberarlo. En Derechos Humanos del estado les dijeron lo mismo, no pueden meter mano. Así descubrieron los usos y costumbres.
A uno que robó una bocina le amarraron la bocina al lomo y lo hicieron caminar por el pueblo para tener vergüenza; una mamá llevó a su hijo borracho y pidió que lo castigaran por quince días, hasta firmó un acta donde autorizaba su detención por seis meses si volvía a tomar; un hombre no quiso hacer su servicio de policía porque su religión se lo impedía, y en asamblea se votó que si no participaba, debía irse de la comunidad.
Gabriel no tiene certeza de su caso. La discusión de su libertad ha sido pospuesta al menos en cuatro ocasiones porque en las asambleas siempre hay cosas más importantes que discutir, como los problemas internos, el déficit de policías comunitarios para mantener el sistema, la necesidad de apoyos económicos para los voluntarios, las presiones del gobierno para desarticularlos.
Para defenderlo, su familia entregó cartas de recomendación del trabajo, de los vecinos, las cartas de buena conducta de los comisarios en las treinta y cinco comunidades donde ha estado este año y cuatro meses. Incluso una carta de un grupo AA donde Gabriel continuaría su reeducación (o rehabilitación) en caso de ser liberado. Y nada. No han podido ver el expediente. Si es que hay expediente.
«No se vale que no den certeza, que los tengan ahí olvidados, que no investiguen las pruebas a su favor. Nos preocupa que no hay un sistema que aplique la ley», lamenta su mujer extraviada en los terrenos de la justicia, pues con la comunitaria entendió que la ley no puede estar por encima del pueblo, pero en la ordinaria aprendió que el pueblo tampoco puede estar encima de la ley.
Desde el centro del país, Guerrero se miraba convulso.
Cada día una nueva comunidad se sumaba a las autodefensas y el gobernador Aguirre era acusado de tener al estado en la ingobernabilidad. Las televisoras nacionales mostraban una historia confusa: grupos de autodefensa y policía comunitaria eran vistos como la misma cosa, un grupo de salvajes que hace justicia por su propia mano. Para atizar la confusión, a mediados de febrero, el ejército montó a las televisoras nacionales en convoys y las llevó a las comunidades indígenas de Guerrero a destruir sembradíos de mariguana y amapola. En los hogares y la tribunas políticas, la historia era ridículamente reducida a indígenas encapuchados que se levantan en armas contra los narcotraficantes, pero siembran droga en sus tierras.
En ese lapso, los grupos de autodefensa brotaron como hongos en distintas regiones del país: al menos treinta y seis grupos de autodefensa ciudadana han surgido en ocho estados, según documentaron diarios nacionales: veinte en Guerrero, cuatro en Michoacán, tres en Morelos, dos en Oaxaca, dos en Veracruz, dos en Chihuahua, dos en el Estado de México y uno en Jalisco. Algunos han sido vinculados con partidos políticos de oposición, como el caso de Oaxaca, otros con grupos del crimen organizado como en Tierra Caliente, Michoacán, que mereció una denuncia penal por parte del gobierno local y detuvo a una veintena de civiles armados por el robo de patrullas de policías municipales y el uso de armas como AK-47.
Diputados, senadores y hasta la Comisión Nacional de Derechos Humanos le entraron a la discusión y acusaron a los grupos de inconstitucionalidad y de estar a un paso del paramilitarismo.
La Constitución otorga al Estado el atributo exclusivo de utilizar la violencia para garantizar la seguridad de los ciudadanos y administrar la justicia. Quienes están aquí, me dijo Pedro Salazar Ugarte, académico del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), retaron ese designio por un doble fracaso del Estado: cumplir con su obligación de dar seguridad y asegurar vías democráticas para exigirla.
La cuerda está tensa. Como constitucionalista Salazar Ugarte reprobó el uso de la fuerza por particulares, al mismo tiempo reconoció difícil no sentir empatía con quienes deciden tomar el control del espacio donde viven.
«Si el Estado no es capaz de brindar seguridad, es difícil no sentir empatía con quienes deciden tomar el control del espacio donde viven. Lo que pasa es que en los terrenos de la violencia es muy fácil resbalar, porque es muy fácil que los grupos ciudadanos se conviertan en otra cosa. Por eso mi empatía es con los principios del constitucionalismo, es el único terreno en el que en verdad todos somos iguales y tenemos la misma certeza de las consecuencias de nuestros actos», me respondió una tarde que le pregunté su opinión sobre los grupos de autodefensas surgidos en distintos estados del país.
La cuerda está tensa.
¿Es legal o no es legal que las comunidades se levanten en armas para garantizar su seguridad, ante el fracaso del Estado? Salazar Ugarte me recodó el designio de la Constitución: nadie puede ejercer la violencia privada, pues ésta es atributo exclusivo del Estado para garantizar la seguridad. Sin embargo, explicó que la misma Constitución reconoce «con cierta ambigüedad» algunos regímenes especiales reservados a la potestad y a la autoridad de ciertas entidades comunitarias que, entre otras cosas, tienen el derecho de procurar y salvaguardad la seguridad de sus territorios.
Para él, en esa ambigüedad se coloca el conflicto entre la existencia de los grupos de autodefensas y la CRAC-policía comunitaria.
«Existe una serie de principios, que responden al paradigma del Estado democrático, que valen para todos y existen algunas disposiciones constitucionales, no del todo claras, que reservan ciertas esferas de autonomía en materia de seguridad a las comunidades indígenas». Pero incluso en estas esferas de autonomía, aclaró, se debe garantizar el respeto a los derechos del individuo.
En los discursos políticos, que se daban en el centro del país, no había distinción entre las autodefensas y las comunitarias.
Pero sí la hay.
Francisco López Bárcenas, abogado y autor del libro Autonomía y derechos indígenas en México, advirtió en una entrevista con el portal Sinembargo.com que mientras las policías comunitarias se guían por procesos de selección en asambleas, rinden cuentas y forman parte de una estructura comunitaria con el objetivo no sólo de dar seguridad, sino de proteger el territorio, los grupos de autodefensas se autoerigen como tal y no están sometidos a controles populares, con el riesgo de ser cooptados por el gobierno y derivar en una lógica paramilitar.
Consulté a Abel Barrera, un antropólogo que dirige la organización de derechos humanos Tlachinollan con base en la Montaña de Guerrero, para entender el punto donde se enredan las historias de las autodefensas, la policía comunitaria y la intervención del gobierno.
Con la autoridad que le da el haber caminado durante años junto a los pueblos indígenas de la región, desde las terracerías y veredas hasta los tribunales internacionales, me explicó que hay una intención política escondida tras los recientes levantamientos de campesinos encapuchados. Para Barrera, este momento crítico está siendo utilizado por el gobierno para desarticular o controlar los movimientos sociales disidentes y encaminarlos al clientelismo político: se trata de generar confusión e igualar a los grupos de policías comunitarios y de autodefensas para disolverlos bajo la promesa de la legalidad. Cavar la tumba a los derechos conquistados, como es el sistema de seguridad y justicia creado hace dieciocho años.
«Quieren meter en cintura a los pueblos indígenas que ejercen su derecho a la libre autodeterminación en sus territorios», me dijo.
El 20 de febrero, mes y medio después del levantamiento, Adolfo Sánchez fue asesinado en la comunidad El Refugio. Era la tercera víctima de los grupos de autodefensa desde que se atrincheraron, además de los dos turistas de la ciudad de México heridos con arma de fuego por no detenerse en un retén. Las razones de su muerte fueron poco claras, como los casos anteriores del taxista de Atliaca, y un joven de Tixtla. La única verdad conocida sobre esos tres homicidios era la de Bruno Plácido, líder de la UPOEG, quien aseguró que se trataba de delincuentes ultimados al intentar escapar.
El Refugio está a treinta minutos de Ayutla. En el trayecto pasamos por tres retenes donde nos piden identificarnos. La casa donde vivía Adolfo Sánchez está sobre una pequeña loma, alejada del resto de la comunidad. Para llegar a ella hay que pasar dos rejas, la del solar y la de la casa, una colorida construcción con dos cuartos amplios. Hermelinda Hernández, su madre, abre la puerta para recibir a una vecina que le lleva una cubeta llena de buganvilias recién cortadas del corral. Adolfo había muerto dos días atrás y en el ambiente vibra una densa mezcla de dolor, miedo y rabia. La esposa, con el rostro marcado por días de llanto y desvelo, apenas se acerca a la reja y nos pide retirarnos. Están molestos por lo publicado en la prensa local y no les interesa hablar con nadie. La esposa se refería a las declaraciones de Bruno Plácido, quien dijo que cinco delincuentes se dieron a la fuga por el monte, que Adolfo intentó disparar un R-15, pero se le encasquilló y el grupo de autodefensas lo mató. Los otros, al huir, dejaron tiradas bolsas con mariguana, seis armas largas y cortas, varias máscaras de plástico, celulares y ocho mil pesos en efectivo.
Insistimos en escuchar la versión de la familia, conocer de su voz quién era Adolfo y saber si alguna autoridad del gobierno de Ángel Aguirre había ido a investigar el asesinato.
«Nadie del gobierno ha venido aquí, sólo los del otro gobierno que lo mataron», dice su mujer resistiendo las lágrimas. Apenas en la mañana habíamos leído en El Sur, de Acapulco, una declaración del secretario de gobierno estatal, quien decía que ya se había iniciado una averiguación previa y hasta se estaba investigando el caso. Lo cierto es que a dos días de la muerte, ninguna autoridad había llegado para escuchar la versión de la familia. Adolfo, como los otros dos asesinados por los grupos de autodefensa, murió señalado. Se le arrancó el derecho de tener un juicio justo.
Poco a poco, la esposa, la mamá y el hijo tejen un relato estremecedor. La mañana del asesinato unos doscientos encapuchados llegaron, rodearon la casa, entraron a la fuerza echando bala a las puertas, hicieron destrozos y le pusieron el cañón de la pistola en la cara para que entregara a su esposo, a su hijo lo golpearon y le dejaron moretones en el hombro y…
El relato no puede continuar porque diez hombres encapuchados con las armas empuñadas se acercan a lo lejos, descendiendo desde la colina. Las mujeres se desatan en histeria pues creen que volverán a irrumpir en su casa y nos transmiten el miedo.
«Venimos por esos dos», gritan desde la entrada del solar. Se refieren a nosotros.
Salimos y sin bajar la guardia nos piden identificarnos. Al ver que somos reporteros nos llevan escoltados hasta la comisaría. El lugar es un cuarto al pie de la carretera con dos prisiones del tamaño de un clóset dentro, los hombres armados entran y cierran la puerta tras ellos. El comisario nos advierte que está prohibido el paso a la prensa y manda regañar a los responsables de los retenes por dejarnos entrar. «Lo que pasó ya salió en la prensa, no vamos a decir nada, se trata de problemas internos», dice. Nos hacen abrir las mochilas y enseñar lo que llevamos dentro: ropa, un par de libros, computadora, cámara fotográfica. Nos advierten que podrían encerrarnos por desobedecer el mandato del pueblo.
Mientras hablan pienso en las palabras que dijo la viuda de Adolfo sobre el gobierno oficial y el gobierno verdadero. ¿Cómo saber quién es quién en medio de esta confusión, de este ‘vacío de Estado’?, ¿a quién recurrir, en quién confiar, de quién protegerse? La ausencia del Estado, palpable en los crímenes, en la toma de territorios por autodefensas, en los asesinatos «justicieros» y en la falta de investigación de esos crímenes genera una especie de esquizofrenia y desamparo en los habitantes. Estamos en medio de dos frentes, donde no queda claro quién es el enemigo y quién el defensor, donde los cimientos del Estado, el ente que protege a los ciudadanos de los ciudadanos, se colapsan por su propia incapacidad.
Las autodefensas deciden no encerrarnos, quizá para evitar críticas en la prensa por retenernos, y nos suben a una camioneta escoltada para sacarnos de la comunidad.
En el camino, el hombre armado de la UPOEG a cargo de vigilarnos alardea que van a acabar con todos los delincuentes con la ley seca.
—¿Cuál es la ley seca? —preguntamos.
—Si corre, mátalo. En seco. Y si lo detienes, también.
La camioneta frena en los límites de El Refugio y ahí nos dejan. Nos encontramos ante otro retén de encapuchados, campesinos pobres, vestidos con ropas desgastadas y huaraches. Están asoleados, hambrientos. La gente que pasa por ahí los saluda agradecida porque gracias a ellos sienten seguridad.
Mientras esperamos una rutera que nos lleve de vuelta a Ayutla, trato de hacer un balance sobre lo ocurrido en estas comunidades que sólo conocemos por encabezar las listas de pobreza nacional, por las masacres y violaciones militares o porque un día decidieron encapucharse y salir a proteger sus territorios.
¿Qué defienden estos hombres, campesinos casi todos, tan pobres que no tienen más para despojarlos, tan solos que habitan el olvido, tan nadie que con o sin capucha para nosotros son lo mismo?
Recuerdo las respuestas que varios policías comunitarios y campesinos encapuchados nos dijeron a lo largo de nuestro viaje:
«Los problemas del pueblo, crimen, secuestro, robo, asalto. La tala, cuidar los bosques, el venado, la iguana que ya se está acabando. La educación, que los maestros cumplan realmente porque se echan puente y nomás vienen tres días con los niños. Las mineras, que no se metan a explotar nuestras tierras. De los doctores, que hagan su trabajo porque dicen que nos enfermamos porque somos como cochinos».
Recuerdo la lucha histórica mantenida contra la miseria y el hostigamiento. Recuerdo a Valeriano, ese campesino que al calor de la fogata se quitó la capucha y, más allá de los conflictos entre liderazgos de las organizaciones, habló de la dignidad. Y pienso que lo que estos campesinos encapuchados o comunitarios buscan defender es eso. Su dignidad. //
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