El alquimista: ¿quién creó la cooperativa de cartoneros más grande de América Latina?
Cintia Kemelmajer, Diego Fernández Romeral
Fotografía de Javier Heinzmann
La palabra “cartonero” en Argentina tiene una carga de insulto: llaman así a los recicladores informales que buscan y sacan materiales de la basura para subsistir. En veinte años el reciclaje pasó de ser casi un delito a convertirse en una industria pujante. Sergio Sánchez fue un hombre clave para su impulso: le hizo frente al hostigamiento de la policía y el gobierno, se convirtió en líder social y les consiguió seguridad social, jubilación y un sueldo fijo a los cartoneros afiliados.
Sergio Sánchez está a punto de ser atropellado por uno de los tractores que empujan la basura. Su cuerpo queda inmóvil, suspendido. Las manos en los bolsillos de la campera. El rostro redondo y opaco, los ojos negros impasibles, iluminados por el cigarrillo que cuelga de su labio inferior. El tractor frena en seco. Se desparraman algunas botellas de vidrio y plásticos amontonados en la pala mecánica. Levantada sobre sus ruedas traseras, la máquina gira hacia un costado y rodea el cuerpo macizo, de panza abultada, piernas cortas y robustas, que tiene enfrente. Sigue su camino hacia el fondo del inmenso galpón en donde se apelmazan, uno arriba del otro, los fardos de basura. Sergio Sánchez mantiene su trayectoria inalterable. Como un planeta que apenas percibe, en las capas más lejanas de su atmósfera, el roce de un asteroide perdido.
—¡Voy a cagar a pedos a todos por los barbijos! —dice.
La voz es grave, rasposa, esforzada. Las palabras salen como pegadas entre sí.
Son las siete de la tarde y acaba de llegar en una vieja camioneta Peugeot Partner de vidrios polarizados para controlar el tercer y último turno en esta planta de reciclaje que se ubica en Parque Patricios, un barrio popular al sur de la Ciudad de Buenos Aires. Es una de las cuatro plantas que funcionan bajo la tutela de Sergio Sánchez, que procesan dos mil toneladas de basura al mes: un cuarto de lo que produce la ciudad entera.
—Cuando termine el quilombo, arrancamos.
El galpón ocupa casi media manzana. Ahí trabajan más de setenta hombres y mujeres que, ahora, después de unos gritos de Sánchez, llevan el barbijo puesto. Tienen buzos grises con franjas fosforescentes y la palabra “recuperador” en la espalda. A un costado está el ingreso para camiones. Entran marcha atrás, casi rozando las paredes, uno tras otro. Bocinas. Gritos. Pitidos. Cumbia. Reguetón. Una doble puerta se abre en los laterales de las cajas de carga. Bolsas de arpillera repletas de cartón, plástico, papel y vidrio salen eyectadas. Se levantan montañas de material reciclable que los tractores vuelcan en una cinta transportadora. Llega hasta un entrepiso. Lo clasifican. Lo guardan en contenedores. Al día siguiente, lo enfardan para la venta.
—Empezamos desde lo más abajo que se puede. Éramos cinco y no teníamos predio, plata, nada. Nos hacían competir contra empresas privadas que te ponían veinte camiones en la calle cada una y nosotros, ni una carretilla. Empecé a pelearme con la policía, con los funcionarios: me metían preso, me sacaban lo que juntaba.
Ahora sólo quedan dos personas barriendo el piso de asfalto. Sánchez está inclinado frente a una mesa de madera repleta de hojas, lapiceras, facturas, cuadernos, mates, termos, planillas, sobre una silla con rueditas que tiene el respaldo arrancado.
—Yo lo crié a esto. Todo fue inventado prácticamente por nosotros.
“Esto”, lo que inventaron, fue la primera cooperativa de recicladores de Argentina, El Amanecer de los Cartoneros, fundada en 2007, y que hoy, con más de cuatro mil miembros, es la más grande de Latinoamérica. Luego fue la Asociación Mutual Senderos, la primera obra social para recicladores del país, que se creó en 2013 e incorporó a vendedores ambulantes, artesanos, microemprendedores y obreros de fábricas recuperadas (aquellas que quebraron y pasaron a manos de sus trabajadores). Luego fue la Federación Argentina de Carreros, Cartoneros y Recicladores (FACCyR), creada en 2015, que nuclea a más de cien cooperativas de recicladores de todo el país, en las que trabajan más de veinte mil hombres y mujeres. Todos esos espacios los dirigió —y dirige— Sergio Sánchez.
—Antes estabas todo el día juntando material reciclable y no ganabas nada. Éramos no reconocidos. Y lo que se hizo fue con la lucha, para darnos una dignificación. Costó mucho que el Estado entendiera que somos los cuidadores del medio ambiente.
Como presidente de la cooperativa, la Asociación y la Federación, Sánchez buscó desde un salario fijo para los recicladores hasta uniformes, predios para el reciclaje, camiones y guarderías para sus hijos. Con estos fines, incluso se encadenó al Congreso de la Nación y al Ministerio de Ambiente y Espacio Público de la Ciudad de Buenos Aires; hizo una huelga de hambre adentro de una carpa montada en el Obelisco; y cortó innumerables veces, en protesta, los puentes que funcionan como accesos a la ciudad. El expresidente Mauricio Macri aseguró: “Éste es un negocio millonario y los cartoneros tienen una actitud delictiva, porque se roban la basura”. Ante la falta de respuesta a sus reclamos, Sergio Sánchez llegó a decir: “Estoy dispuesto a darle vuelta a la ciudad”.
—Yo, si hoy tengo un problema y necesito que cien, doscientos cartoneros vengan, en menos de una hora los tengo. ¿Por qué? Porque me hice respetar. Hay algo que… —mete la mano en el bolsillo de la campera, saca su teléfono celular y atiende—. Sí… sí… estoy al tanto. Yo me hago responsable.
Deja el teléfono sobre la mesa. Dice que está con un “caso”. Que hoy le alquiló una piecita de hotel a un matrimonio que vive en la calle. Que tienen dos hijos. Que uno de ellos necesita un trasplante de riñón. Que les dejó comida.
—Yo ahora me dedico a salvar vidas. Si tu historia me llega al corazón, yo te la soluciono.
El teléfono celular vibra de nuevo, lo mira y lo deja en la mesa.
—Muchos que se acercan a mí, no sé… no soy ningún santo. Pero los que se acercan, ¿cómo decirte…? El que está al lado mío está cerquita de Dios.
***
Una noche de invierno de 2001, en medio de la devastadora crisis económica que asolaba a la Argentina, Sergio Sánchez salió con un cochecito de bebé a juntar basura. Hacía pocas semanas que lo habían echado de su trabajo como chofer en una empresa de fletes. Sin aviso previo, sin indemnización. El país se derrumbaba y el índice de desocupación superaba el 20% de la población. Él era uno más de los siete millones de desocupados. En Villa Fiorito, un suburbio de Buenos Aires donde vivía junto a su familia, los vecinos repetían: “El que cartonea, sobrevive”. Salió una noche y se dedicó a juntar papel blanco. Entre las páginas de una guía de teléfonos encontró billetes escondidos. Compró dos cubiertas de moto y se armó un carro. Decenas de miles como él salían a las calles.
Sergio Sánchez caminaba doscientas cuadras cada noche: abría bolsas de basura, separaba el material que servía y las cerraba otra vez. Vendía lo que juntaba en un galpón de Villa Fiorito, donde se hacía acopio de papel y cartón. El dueño ponía el precio. Era un trabajo con el que al menos podían subsistir. Su mujer y sus dos hijas mayores, de quince y diecisiete años, salieron con él. Comenzaban en Abasto, un barrio céntrico y comercial, a las seis de la tarde. Terminaban en Barrio Norte, la zona más lujosa y adinerada de la ciudad, pasadas las dos de la madrugada.
Aprendieron que había fechas clave, como las fiestas de fin de año, en las que se tiraba mucha comida en buen estado. Que la palabra “cartonero”, cuando se la gritaban, llevaba la carga de un insulto. Que la ropa que encontraban se vendía los domingos en las ferias. Que algunas personas les dejaban vidrios rotos adentro de las bolsas para que se cortaran y no volvieran a esa zona. Que no era tan difícil reparar los electrodomésticos descartados y tener una heladera, una plancha, un televisor. Que si frecuentaban las mismas casas y edificios, generaban confianza.
Una tarde lo interceptó la encargada de un edificio: “Tomá, es para tu hija”, le dijo la mujer. Era un vestidito blanco. En la cuadra siguiente, la dueña de una tintorería le dio unos zapatitos. El empleado de una panadería, una torta para la celebración. A todos les había contado que no podía bautizar a una de sus hijas.
Trece años después, Francisco, el más pequeño de sus hijos, sería bautizado en una ceremonia íntima en la capilla de Santa Marta, Ciudad del Vaticano, por el papa Francisco.
***
—Hay muchas cosas de mi vida que recuerdo, muchas otras que no. Yo nací en 1964, en Mar del Plata. El 3 de marzo nací. Vivíamos en una torre grande cerca del centro. La torre Pepsi, le decían. De ahí, mi madre, pobrecita… vivíamos en el piso dieciocho y le tirábamos las tapas de las ollas por el balcón. Tengo dos hermanos más grandes. Los dos fallecieron… Si empiezo a contar… ahí viví hasta los seis años y nos vinimos a Buenos Aires, donde viví como hasta los once o doce años. Mis padres se separan; termino en un colegio pupilo muy lejos, después en otro… me echaban. Era muy rebelde, qué sé yo: un día me colgué de la pollera de la maestra y le arranqué la pollera. De ahí salí como a los quince años. Me junté con una mujer, tuve mi primer hijo. Me he mudado de un lado a otro. Me buscaba la vida. Hice un poco de desastre en mi vida, hice cosas malas. Siempre trabajé. Cuando tenía veinte años vendía libros y estampillas con mi papá en un parque. Eso me sirvió mucho después, porque encontraba un libro en la calle y ya sabía si era una novela, psicología, para estudio, cuánto podía salir. Falleció mi papá, no me acuerdo bien cuándo. Él tenía creo que cuarenta años. Yo tenía veintipico. Murió de un paro cardiorrespiratorio. Me hice cargo de mis dos hermanos. Me cayó un poco mal, porque tuve que bancar todo: vendí mi televisor para enterrar a mi papá. Después muere mi hermano de VIH; después mi otro hermano, que tuve la desgracia de que me lo mató la policía. Quedó sólo mi madre. Ella trabajaba para una obra social de la Armada. Yo tendría treinta años… no sé bien cuándo termina. ¿Sabés qué pasa? Tengo la cabeza muy quemada. Yo hablo con cien, ciento cincuenta personas por día. Doscientas llamadas por teléfono. Fueron pasando los años, fui teniendo vidas, matrimonios, hijos… tengo un montón de hijos: debo tener más de doce. Algunos trabajan conmigo, son cartoneros. Sólo tengo dos hijas en Uruguay que… son las únicas a las que no veo. Fui trabajando, fui perdiendo cosas. Antes de salir yo a cartonear fueron pasando muchísimas cosas, es muy largo. No es una historia que me acuerdo bien.
***
La fila se extiende por toda la cuadra y dobla la esquina: más de mil personas que esperan su turno para comer. Ancianos que sostienen un tupper entre sus manos, mujeres que llevan bebés a upa, hombres con camperones deportivos. Llegan hasta un portón de chapa negro que está abierto y da a una playa de estacionamiento. El aire está impregnado de olor a verduras cocidas. Una mujer con uniforme de recicladora —el buzo gris, las franjas fosforescentes— reparte porciones de guiso de arroz. A su lado hay una olla inmensa sobre un pupitre de escuela.
—Ponele más pollo —le dice Sergio Sánchez y va a recorrer la fila.
Es un mediodía frío y ventoso en Constitución, un barrio sórdido de la Ciudad de Buenos Aires. Pasó una semana desde la primera entrevista. Detrás del portón de chapa funcionan la FACCyR y la sede de la Asociación Mutual Senderos.
—Ahora tenemos ambulancias, servicio en la calle; llevamos médicos a donde necesitamos —explica Sergio Sánchez caminando junto a la fila—. Después yo, en todos mis predios, doy de comer a la gente en situación de calle. Tengo más de veinte comedores como éste.
Lleva el pelo canoso rapado, anteojos de sol imitación de Ray-Ban, la cara afeitada al ras. Tiene una mancha marrón y alargada, como una extensa lágrima, que se derrama sobre su mejilla derecha. Un cigarrillo entre los labios. El barbijo colgando debajo del mentón.
—Hay mucha necesidad acá: nadie va a hacer una cola de una hora si no tiene hambre. Yo le cambio la vida a cien personas por mes, si me escuchan y me hacen caso. Me toca este trabajo. Soy como un padre para ellos. También algunos se aprovechan de lo bueno que soy y te pagan mal. Vos das y no tienen la voluntad de devolver nada.
Se detiene a hablar con un senegalés altísimo al que está ayudando con una documentación y luego con un adolescente que atraviesa una adicción al “paco” —una droga pesada y de bajo costo hecha a base de cocaína— al que le está buscando un trabajo.
—Yo dedico mucho tiempo a esto. No sé cómo no me dio un ACV [accidente cerebrovascular] todavía. Me saco un problema y me entran veinte.
—¿Pudiste sostener todo durante la pandemia?
—Yo al covid lo tuve… acá, acá y acá —dice y se señala el pecho, la espalda y los costados del cuerpo—. Y nada. No me pasó nada… Prefiero fumar a usar barbijo. Y mirá que yo no hablo con una, hablo con doscientas personas por día. Pero nunca dejé de trabajar.
Lunes, miércoles y viernes, desde las siete de la mañana hasta las seis de la tarde, organiza la comida para miles de personas en la sede de la Mutual. Martes y jueves, en el mismo horario, coordina la llegada de la mercadería y la distribuye en los comedores. Lunes, miércoles y viernes, desde las siete de la tarde hasta la medianoche, supervisa el último turno de alguna de las cuatro plantas de reciclaje de la cooperativa. Martes y jueves, desde las siete de la tarde hasta la medianoche, reparte viandas para personas en situación de calle en la ciudad. Los horarios pueden alternarse, superponerse, mezclarse. Una sola cosa se mantiene inalterable: sale de su casa en Monte Grande, una localidad ubicada a veintiocho kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, a las seis de la mañana y nunca vuelve antes de las doce de la noche.
—Yo tengo todos los riesgos de salud habidos y por haber: hipertenso, diabético e insulinodependiente, problemas respiratorios… Pero desde mi casa no lo podría hacer. Desde el susto tampoco lo podría hacer. Estoy todos los días en la calle. Mi consigna es “Nunca un teléfono apagado”. Vos me llamás el sábado a las cinco de la mañana y te voy a atender, un domingo a las dos de la mañana y te voy a atender. Si me tengo que ir a tu casa a las dos de la mañana, me voy.
—Y tu familia, ¿cómo lo vive?
—Hoy sí es verdad que descuido parte de mi familia. Mi trabajo me llevó a perder dos matrimonios. Mi señora actual es cartonera, pero por ahí pretende otra cosa que no es lo que va a salir de mí. Porque soy un tipo loco: me gusta lo que hago, soy feliz con lo que hago, no me importa si no duermo. Si vos me das a elegir entre mi trabajo y mi señora, qué es más importante… elijo mi trabajo.
***
En Villa Fiorito, Sergio Sánchez, su esposa y sus dos hijas subían el carro en la caja de un camión y pagaban para llevarlo y traerlo del barrio a la ciudad. Cuando llegaban al Puente de la Noria —que, montado sobre el Riachuelo, conecta el sur de la Provincia de Buenos Aires y la Ciudad de Buenos Aires— la policía los obligaba a pagar una “coima” para dejarlos pasar. En las zonas donde buscaban materiales reciclables, otra “coima” para que no les incautaran el carro, al igual que a miles de cartoneros.
En esas noches paraban a comer en una plaza de la ciudad donde un grupo de militantes políticos les preparaba comida caliente. Pertenecían al Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), una organización de corte progresista y territorial creada por un grupo de estudiantes de Derecho. Esos militantes les repetían, mientras comían, que tenían que organizarse y formar una cooperativa para conseguir derechos laborales.
—Sergio era de los pocos que creían fuertemente en el sentido de la organización —recuerda por teléfono Juan Grabois, abogado, líder del MTE y padrino de Francisco, el hijo más pequeño de Sergio Sánchez—. Los cartoneros se iban agrupando de forma incipiente frente al hostigamiento de la policía y el gobierno, que protegían los intereses de las empresas privadas de recolección. Y él se convirtió en alguien fundamental. Era el líder en todos los conflictos. Tenía una característica muy difícil de encontrar: siempre anteponía el objetivo común a la presión de las personas cercanas, sus amigos, su propia familia. Generaba la certeza de que sus objetivos eran nobles. Un líder se hace por las ideas, por el corazón o por el estómago. Y Sergio tenía las tres cosas.
Para fines de 2004 los cartoneros hacían marchas hacia la Casa de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y el Congreso de la Nación, cortaban rutas y puentes, reclamaban que la policía dejara de perseguirlos. Cuando alguno era detenido o le incautaban el carro, se manifestaban de forma masiva en la puerta de la comisaría hasta que lo liberaban.
—En ese momento las leyes iban en contra de todos los principios de una gestión de residuos con cuidado ambiental —explica el antropólogo social Pablo Schamber, investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) de Argentina y autor de De los desechos a las mercancías. Una etnografía de los cartoneros (Editorial sb, 2008) y “Proceso de integración de los cartoneros de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires” (WIEGO, 2012), entre otros—. El gobierno les pagaba a las empresas recolectoras, que eran las únicas autorizadas para manipular la basura de la calle, en función del peso que lograran descargar en los centros donde se enterraba o se incineraba. Es decir, por un lado, no había ningún interés en la recuperación de esos materiales y, por otro, los cartoneros, al recolectar material de la basura, representaban una amenaza para las ganancias de las empresas. La policía llegaba incluso a quitarle el material reciclable a un cartonero de su carro y pasarlo a los camiones de las empresas recolectoras.
Los cartoneros eran el primer eslabón de un mercado informal que se expandía desenfrenadamente: el material que encontraban y clasificaban se vendía en los galpones de acopio y pasaba a la incipiente industria del reciclado. Las empresas recolectoras de residuos sostenían que ese mercado —que ya generaba más de doscientos millones de dólares al año en la Ciudad de Buenos Aires— funcionaba con basura que les pertenecía. Llegaron a denunciar a los cartoneros en la Justicia por “competencia desleal”. En ese contexto, el entonces diputado —futuro presidente de Argentina— Mauricio Macri había asegurado: “Es tan delito robar la basura como robarle a un señor en la esquina”. Sergio Sánchez, convertido en el principal referente de los cartoneros, estaba convencido de que la única forma de ganar esa batalla era conseguir una ley que contemplara su trabajo en las calles: porque era un trabajo.
***
En la puerta de la sede de Constitución unas pocas personas terminan de comer su porción de guiso, sentadas en la vereda. Detrás del portón, un estacionamiento se despliega en forma de ele. En la entrada hay una pequeña virgen dentro de un altar vidriado. Luego, una hilera de autos y carros de recolección de residuos, entre los que sobresale una ambulancia. Hace algunos años la cooperativa consiguió una serie de créditos a largo plazo y con un interés muy bajo para los recicladores. La mayoría compró materiales para terminar de construir sus casas; otros compraron motos, autos. Sergio Sánchez se compró esa ambulancia.
—Tengo mi hobby, que por ahí muchos no lo entienden, pero que es ayudar a la gente que fallece. Voy con la ambulancia, retiro el cuerpo del hospital, lo armo. Así se ahorran muchísima plata las familias. Lo pongo de la forma que cada familia quiere. Lo querés vestido, te lo doy vestido. Yo te entrego un muñeco. Me tocaron criaturas, muy chicas, donde por ahí les hicieron una autopsia y los dejaban mal. En un año habré enterrado a doscientas personas. Con eso me siento contento, me gusta lo que hago. No me interesan el fútbol, la televisión, no voy a pescar.
—¿Cómo descubriste que te gustaba hacer eso?
—Yo me compré una ambulancia porque era con lo que podíamos entrar a los lugares donde menos tenían. Con el tiempo me hice amigo de una gente de una empresa fúnebre. Así empezó. Esto lo hice con pandemia, que tiene más recaudos. Sin pandemia, no me cambia. Mi hija era chiquita y venía conmigo. Ahora la hice hacer un curso de tanatopraxia, que es cómo se embalsama a alguien, te hace durar un cuerpo. Tengo mi forma de hacerlo, lo hago bien, con mucha responsabilidad. Para hacer esto, la mente tuya se hace muy fría, porque si no, el dolor te opacaría tu cerebro. Igual por ahí veo una película y se me caen las lágrimas, pero veo a alguien que está descuartizado en el piso y no me inmuto. En eso es que me hice frío.
—¿Podemos hablar con tu hija?
—Dejame que lo vea. Eso lo arreglamos. Me llaman en unos días por eso.
A los costados del estacionamiento hay dos edificios de paredes blancas en los que funcionan oficinas, consultorios de salud y cocinas. A Sergio Sánchez lo intercepta un hombre que le pregunta qué más deben cargar en una camioneta que va repleta de paquetes de fideos, botellas de aceite y salsas de tomate. Al fondo, un grupo de mujeres separa residuos de un contenedor y otras limpian las ollas del almuerzo.
—A Sergio nadie le creía. “Este viejo está reloco”, decíamos —cuenta una de ellas—. Él paraba los camiones y nos decía: “Te van a llevar gratis, no vas a viajar colgado arriba del camión, no te vas a mojar más, te van a cuidar a tus hijos en una guardería”. Nosotros en ese momento pagábamos para trabajar. ¿Quién le iba a creer que el gobierno nos iba a dar todo eso?
Su nombre es Ani Alfonso. Es una mujer rubia, de rostro cuadrado, cejas finas y labios gruesos. Se hizo cartonera en 2001, al igual que Sergio Sánchez, y hoy coordina los predios de reciclaje, los comedores y las guarderías para niños que dependen de la cooperativa.
—Sergio es una persona que todo lo que piensa, no sé por qué, se logra —dice y agarra una lapicera que hay sobre la mesa—. Él te asegura: “Esta lapicera puede ser más grande”, por darte un ejemplo, y la lapicera crece. Logra lo imposible y si no, se acerca a eso. Era una locura lo que él decía que iba a pasar. Y bueno, salió verdad.
Sergio Sánchez se acerca con una taza de café con leche en la mano que va tomando de a sorbos. Un bigote marrón le queda impregnado sobre el labio.
—Ella ahora es el cerebro que está detrás de todo esto. Yo le voy dejando paso a los más jóvenes —dice—. Yo me tuve que correr un poco. Necesito el tiempo para otra cosa. Es algo que aprendí de esa persona que se llamaba Jorge Bergoglio. Te tenés que meter en la vida de quien vas a ayudar para saber cómo lo vas a ayudar. Eso te lleva mucho tiempo.
En medio del conflicto con la policía, los cartoneros encontraron el apoyo del entonces arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio —que el 13 de marzo de 2013 se convertiría en el papa Francisco—. Él se reunía con los cartoneros en la Plaza Constitución, a pocas cuadras de la actual sede de la Mutual Senderos. Allí bautizaba a sus hijos y bendecía sus carros.
—Él hacía las misas cartoneras —recuerda Sánchez—. Eso fue muy fuerte. Nosotros queríamos darle dignidad a un trabajo que no lo haría todo el mundo. Porque una clase media no entraría a un basural a juntar material para que no se entierre. Yo tengo muchas lluvias en el cuerpo, tengo mucho sol en el cuerpo. Mucho tiempo fui denigrado, mal mirado. No quería más insultos… Mirá, yo acá en uno de mis comedores, el año pasado saqué las mesas, metí todas las camas y puse a toda la gente de la calle. Puse treinta camas y tuve a la gente durmiendo durante la temporada de frío.
A partir de cualquiera de los temas sobre los que habla, Sergio Sánchez busca un camino —a veces directo, otras veces con giros bruscos— para referirse a los logros o conquistas que consiguió el movimiento de cartoneros. Salvo en contadas excepciones, siempre usa la primera persona del singular.
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A mediados de 2005, el conflicto entre la policía y los cartoneros había alcanzado su punto más alto. La violencia que se desataba cada noche en las calles era feroz. En ese escenario, los cartoneros encontraron un aliado imprevisto. El crecimiento global del movimiento Basura Cero —una alianza internacional compuesta por más de ochocientas ONG que funcionaban en más de noventa países— aceleraba las políticas públicas en torno al reciclaje de residuos. Se producían por año casi dos mil millones de toneladas de basura, de las cuales menos del 10% se reciclaba. La contaminación que generaba el entierro de esa basura —principalmente, plástico— presagiaba un inminente colapso planetario. Las demandas de los cartoneros se cruzaban con la agenda de la militancia ambiental.
—Juntando cartones, plásticos, empezamos a aprender a hablar de cambio climático. ¿Cómo un cartonero podía estar hablando del cambio climático? —recuerda Sánchez—. Pero sí, nosotros lo que hacíamos era cuidar el medio ambiente, recuperar miles de toneladas de basura que no se entierran y quedan miles de años ahí abajo. Nosotros teníamos el conocimiento de qué materiales se podían reciclar, cómo se juntaban, cómo se separaba la basura. Éramos ambientalistas no desde una computadora, sino desde la calle.
La Ley 1854 de la Ciudad de Buenos Aires, conocida como Ley de Basura Cero, fue sancionada el 24 de noviembre de 2005. Confeccionada por cartoneros y ambientalistas y movilizada por organizaciones como Greenpeace, imponía como meta para 2020 la “prohibición de enterrar residuos reciclables”. El punto más álgido, en el que se dirimía la disputa entre cartoneros y empresas de recolección de residuos, aparecía en el artículo 43: los recuperadores urbanos “tendrán garantizada la prioridad e inclusión en el proceso de recolección y transporte de residuos sólidos urbanos secos y en las actividades de los centros de selección”.
En 2007, cuando la ley entró en vigencia, se conformó la cooperativa El Amanecer de los Cartoneros, con Sergio Sánchez como presidente. Catorce años después, nuclea a más de cuatro mil recicladores, casi un cuarto del total de recicladores formales de Argentina, donde la FACCyR estima que hay alrededor de veinte mil. Se convirtió, además, en el principal modelo para la inclusión de recicladores informales en toda Latinoamérica.
—Ninguna otra experiencia alcanza mínimamente a la de Buenos Aires: ni lo que sucede en países referentes como Brasil, Ecuador, Colombia o Sudáfrica —asegura el investigador y antropólogo social Pablo Schamber—. Aquí las cooperativas consiguieron tener a su exclusivo cargo el servicio de recolección y reciclaje de residuos secos en un territorio de doscientos kilómetros cuadrados, donde viven tres millones de personas. El Amanecer de los Cartoneros se convirtió en el ejemplo más grande y claro de cómo podían funcionar las cosas.
Quienes hoy trabajan dentro de la cooperativa reciben obra social, jubilación, guardería para sus hijos (donde hay clases de taekwondo, computación, música sinfónica), un sueldo fijo mensual por la recolección de doscientos dólares y un extra por la cantidad de material que entregan. Se les asigna un conjunto de manzanas de la ciudad. Llevan credenciales, uniformes y un bolsón etiquetado con su nombre. De lunes a viernes retiran el material reciclable de la puerta de casas, edificios y los llamados “grandes generadores”: supermercados, hoteles, restaurantes.Un camión de la cooperativa los lleva hasta la planta; un colectivo, hasta sus casas. Cada bolsón se pesa: la cantidad de kilos queda registrada en una planilla y en una aplicación para teléfonos móviles. El material reciclable se vende a la industria y vuelve al inicio de su ciclo: se convierte en botellas, baldes, escobillones, ropa, ladrillos, llantas de bicicleta, tuberías, resmas de papel, latas de conserva.
En menos de veinte años, desde que Sergio Sánchez salió por primera vez a juntar cartones con un carro junto a miles de cartoneros que buscaban sustento en la basura, el reciclaje pasó de ser casi un delito a convertirse en una industria pujante en todo el mundo. Se calcula que hoy emplea a más de un millón y medio de personas y se tratan seiscientos millones de toneladas de materias reciclables cada año, que cubren el 40% de las necesidades globales de materias primas, según datos del Bureau of International Recycling, la mayor asociación global del ámbito del reciclaje. La facturación anual en todo el mundo es de más de doscientos mil millones de dólares, el equivalente al PIB que en 2019 registraron Portugal, Grecia o Perú.
***
—Tuve muchas vidas. Tuve vidas paralelas: sé lo que es vivir con dos mujeres al mismo tiempo. Sé también lo que es pasar una etapa complicada que me hizo así. Yo llegué a todos los fondos. En su momento usurpaba casas para vivir. Caí y pequé en la droga hace muchos años. Conozco todas las drogas, todas las usé… Empecé como un juego y hoy puedo dar cátedra de eso. Salí solo. Incluso he aportado mucho trabajo en una granja de rehabilitación, donde podés aportar vivencias. Se puede salir y entrar cuando uno quiere. La adicción te tiene que respetar a vos, no vos a ella. Hoy, no sé por qué, Dios me tocó y me cambió la historia, la vida. Sé que si vos no tenés nada y das, al rato aparece alguien que no te esperás y volvés a tener. También estuve muy bien. Por eso aprendí que no hay que escupir para arriba. Sé lo que es tener ropa cara, un restaurante caro. Sé lo que es tener un traje Christian Dior, un Rolex Presidente en la mano, un Dupont de oro; sé lo que es todo eso. No fui un nene bueno. Sé un montón de cosas que quedaron en el tiempo. Caí preso. Me hice tatuajes. En el brazo izquierdo me hice esta Virgen, que me la hice sin ojos para que no viera dónde estaba yo y lo que pasaba en esa cárcel, donde me caí, me golpeé, volví a salir de abajo de nuevo. Hoy tengo una posición más o menos estable. Mi casa no dice nada. Compré un terreno sin papeles de propiedad. Tampoco quisiera vivir de otra forma. No soy una persona ambiciosa. Cierro los ojos y trabajo… y a veces no mirás las consecuencias.
“El cartonero que estuvo más cerca del papa que los líderes del mundo”, titulaba Infobae. “El cartonero argentino que llegó invitado por la Iglesia”, anunciaba Clarín.“El cartonero en la asunción del papa”, publicaba el diario Perfil. El 19 de marzo de 2013, Jorge Bergoglio se convertía en papa de la Iglesia Católica en la Ciudad del Vaticano y Sergio Sánchez escalaba a las primeras planas de los medios de comunicación en Argentina. Viajó a la asunción como miembro de la comitiva oficial del país y cuando llegó al aeropuerto de Roma, los policías lo sometieron a un interrogatorio, lo revisaron y le sacaron una placa de tórax para ver si llevaba droga escondida. Logró pasar con la carta de invitación que el propio Bergoglio le había enviado. En la plaza de San Pedro, durante la ceremonia, las cámaras del mundo lo mostraron vestido con el uniforme de trabajo —pantalón y campera rompevientos azules, rayas fluorescentes—, sentado en primera fila junto a reyes y mandatarios.
—Fue como la película Expreso de medianoche para llegar. Después, ahí, fui un tipo muy importante —dice Sánchez—. Imaginate que todos los presidentes estaban sentados por el medio y yo estaba al lado de él.
Luego de ese viaje y como presidente de la cooperativa viajó por el mundo. Fue invitado a países como Brasil, Sudáfrica, Paraguay, Chile y Nicaragua para contar la experiencia de los cartoneros en Argentina.
—En Sudáfrica estuve quince días. Ahí veías que los que trabajaban de la basura vivían en los basurales. Nosotros logramos tener cincuenta camiones nuevos, cero kilómetro, cincuenta colectivos, predios. Para ellos eso era abismal. Están a años luz de lo que tenemos acá. En París los chiffonniers, los cartoneros de allá, se inspiraron en nosotros. Los conocí cuando viajé a Roma.
En 2015 estuvo en Colombia, en una reunión del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), a la que lo invitaron para que expusiera el caso de los cartoneros como una de las soluciones al cambio climático. Llevaba una remera con la inscripción: “BID, tus créditos no sacan a nadie de la pobreza”. Ese mismo año se convirtió en presidente de la FACCyR, un espacio que nuclea a todas las cooperativas del país y funciona dentro de la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular (UTEP), un sindicato que reúne a más de medio millón de hombres y mujeres que están fuera del mercado formal de trabajo.
—Sergio es el principal dirigente proveniente de los sectores populares en todos esos espacios —dice Juan Grabois—. Creo que llegó a donde llegó porque salió de un lugar oscuro y tuvo una transformación fuerte. Tiene una dimensión espiritual lo que le pasó.
En octubre de 2015 Sergio Sánchez viajó nuevamente al Vaticano, invitado por el papa Francisco con la propuesta de bautizar a su hijo, Francisco. Una vez más aparecía en las principales noticias de los medios de comunicación, aunque ahora había alcanzado un nuevo estatus: era el cartonero “amigo del papa”. La foto mostraba a Sergio Sánchez, su pareja y Juan Grabois, padrino de Francisco, sonriendo, y al papa alzando al bebé.
—Lo del bautismo no tuvo que ver con una situación familiar. Fue parte del vínculo de militancia. Sergio es un símbolo de la importancia que le da el papa Francisco a los pobres que se organizan —dice Grabois—. Sergio tiene algo muy cristiano, que es que le resuelve los problemas a gente que lo trata muy mal. Y ese mecanismo siempre lo lastima. Porque él es sensible a la crítica. Después de las discusiones internas, por ejemplo, se queda muy mal. A él le ha pasado mucho eso: la gente que no puede obtener de él lo que quiere, lo ataca. Y él, frente a la crítica, trata de dar más. Creo que eso lo fue cansando mucho.
Luego del bautismo de su hijo, Sergio Sánchez organizó las comitivas de la Juventud Cartonera para acompañar al papa en sus viajes por Latinoamérica: fueron a Brasil, Chile y Bolivia. Hasta Temuco, Chile, donde el papa encabezó la Misa por el Progreso de los Pueblos, Sánchez llegó en su propia ambulancia.
***
—Hola, Sergio, llamamos para hablar con tu hija.
—Sí, probá ahora en cinco minutos, que está por acá. Le aviso y te atiende.
Cinco minutos después, la llamada se repite.
—No, ahora no puede —dice—. Vemos en otro momento.
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El 19 de febrero de 2017 se estrenó en Argentina una serie de ficción llamada Cartoneros. La historia, contada en trece capítulos, comienza en vísperas de la crisis de 2001, cuando al Chino (interpretado por el actor argentino Luis Luque) lo echan de la empresa de fletes en la que trabajaba. Como venganza, intenta robarla. Lo descubren, lo golpean y lo arrojan a un basural. Un amigo le enseña el oficio de recolectar y vender papel para el reciclaje. Con los años se convierte en el líder de los cartoneros, se enfrenta al dueño de la empresa que maneja la recolección de basura, conmueve con un discurso sensible al Concejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires y logra que el Estado los reconozca como trabajadores formales. La serie está inspirada en la vida de Sergio Sánchez, a quien entrevistaron para el proyecto y puso una sola condición: le pidió a la productora que comprara dos freezers, una heladera y un televisor para uno de los comedores de El Amanecer de los Cartoneros. Hoy la serie figura entre la oferta de contenidos de la plataforma Amazon Prime.
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Son las siete de la tarde de un martes de junio y Sergio Sánchez sube a un Peugeot 307 que tiene las puertas abolladas. Se sienta en el asiento del acompañante, baja la ventanilla y prende un cigarrillo. En el camino no deja de dar indicaciones al conductor: “doblá acá”, “cuidado con el colectivo”, “bajá el freno de mano, que te lo está marcando la luz del tablero”. Se dirige al Congreso de la Nación: frente a sus puertas, la cooperativa sirve comida a las personas en situación de calle.
En abril de 2019, muy cerca de esa zona céntrica, el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires instaló una serie de “contenedores inteligentes” sobre la avenida más emblemática de la ciudad, la avenida Corrientes, donde se agrupan librerías, bares y restaurantes populares y también, los principales teatros. Esos contenedores sólo podían abrirse con tarjetas magnéticas que el gobierno de la capital entregaba a comerciantes y encargados de edificios para “evitar el acceso a la basura a personas no autorizadas”, según explicaba el entonces ministro de Ambiente del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Eduardo Macchiavelli, quien además aseguraba, en alusión a los cartoneros que buscaban comida en los contenedores: “No es la solución a la pobreza dejar la basura en la calle para que la gente vaya y se sirva”. Pocos días después, Sergio Sánchez encabezó una marcha de recicladores hacia el Obelisco en contra de la medida. Los reprimieron con palos y gases lacrimógenos en un violento operativo policial.
—Esos contenedores eran anticartoneros y los terminaron sacando. Ganamos esa pelea —dice Sergio Sánchez—. Era una persecución del cartonero independiente, el que no está dentro de una cooperativa, pero recorre las calles buscando sustento. No todo el mundo quiere estar organizado. Muchos todavía quieren ser libres; muchos otros quieren entrar al sistema, pero no hay más cupos. Es el gran problema. Debe de haber más de cien mil independientes en el país y hay que conseguir que entren.
Durante el viaje en auto, que dura poco más de quince minutos, Sánchez recibe tres llamadas: un hombre al que le insiste para que se hisope, otro al que le da la dirección de un hotel y su esposa, a quien le dice que no tiene idea de a qué hora llegará a casa.
—¿Podemos hablar con ella?
—Pasa que mi casa es un quilombo. Ahora me tengo que volver a mudar —dice—. Los vecinos del barrio ya me encontraron y se me aparecen a las dos de la mañana. Todo el mundo que tiene problemas va a mi casa, es como una bolsa de trabajo. Ahí no se puede.
El Peugeot 307 se detiene frente al Congreso. Detrás frena una camioneta blanca que lleva una Virgen en el techo. Bajan tres hombres y apoyan varias ollas sobre un pupitre. Sirven fideos con tuco en bandejas de plástico y las separan junto con una mandarina. Se arma una fila de más de cien personas. Sánchez la recorre a gritos.
—¡El que tenga problemas con los papeles me viene a ver a Constitución!
—¿Por qué no trajiste banana? —le dice una mujer anciana que está en la fila. Lleva una capelina recubierta por una bolsa de plástico, una bufanda de colores y un camperón negro que le queda grande—. ¿Sabés el olor que me deja la mandarina en la mano?
—¿Qué quiere, abuela? —le responde él.
—¿Por qué no me traés un sanguchito de pollo empanizado?
Sergio Sánchez se acerca hasta el baúl de la camioneta blanca y vuelve con una bandeja de plástico con medallones de pollo. Se ríe y dice: “Ahora se arma el quilombo”. La fila se rompe y se arma otra, detrás de la camioneta. La gente va y viene entre las dos filas.
—Esto no es nada: cuando traemos milanesa con ensalada es una locura —dice—. Cuando llueve lo hacemos desde arriba de la camioneta. Hubo muy pocas veces que no vinimos. Pasa que a veces tenés que lidiar con gente que llega tomada, que están muy cascoteados y se piensan que somos el Estado o sus sirvientes y esas cosas te obligan a decir: “Como castigo, hoy no vamos”, a pesar de que sabés que perjudicás a un montón de gente, que es la que todos los días quiere venir. Pero no te vas a dejar basurear; no tanto por mí, a mí me tienen respeto, pero por las compañeras.
—Sánchez, no hay con qué pagarle a usted —le dice un hombre corpulento que se lleva dos bandejas con medallones—. La comida, la atención, todo.
Sánchez lo saluda bajando apenas la cabeza y le tiende un atado de cigarrillos para que se lleve algunos.
—¿Viste? Acá todos saben mi nombre —dice—. No quiero ganarme el Cielo, porque yo no sé si van a mandarme para arriba o para abajo. Pero algún día, que muchos se ríen, pondrán mi nombre en algún lado. Sé que soy una persona importante, no sólo para el sector de familia, sino para un mundo que todo mundo desconoce.
Cintia Kemelmajer
(Mar del Plata, 1984). Es licenciada en Periodismo y Comunicación Social por la Universidad Nacional de La Plata y maestra en Escritura Creativa por la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Fue becaria de la Fundación Gabo. Trabajó en las redacciones de los diarios Hoy y Diagonales, de La Plata. Como periodista freelance, colabora con las revistas Gatopardo, Brando, Cerdos & Peces, Lento, Anfibia, Ñ y La Agenda y los diarios Clarín, Perfil, El Día y Página 12. Forma parte del área de Comunicación del Conicet, el mayor organismo científico de Argentina. Da clases de Redacción Periodística en la Escuela de Comunicación ETER.
Diego Fernández Romeral
(Buenos Aires, 1984). Periodista. Colaborador permanente en el diario argentino Página 12 y en los suplementos Radar y NO. Desarrolla investigaciones periodísticas y escribe guiones para las productoras audiovisuales DL-Cine y Planta Alta. Colabora en las revistas Orsai, Brando, Cerdos & Peces y tch. Fue becario de la Fundación Gabo. En 2017 fue finalista del 5.⁰ Premio Nuevas Plumas, de la Universidad de Guadalajara. Cursó la licenciatura en Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires. Publicó cuentos en diversas antologías y está trabajando en su primera novela.
Javier Heinzmann
(Buenos Aires, 1977). Fotoperiodista. Estudió Bellas Artes en Buenos Aires y después se especializó en fotoperiodismo documental. Ingresó a la Asociación de Reporteros Gráficos y antes de terminar la carrera ya estaba trabajando en un diario nacional. Se volcó a la vida freelance colaborando en medios como Brando, Rolling Stone, Rumbos, 7 Días y Página 12. Ha publicado en Etiqueta Negra (Perú), Gatopardo (México), Metropolis (Japón), Stern (Alemania), Daily Mail y The Sunday Times (Reino Unido), Global Post (Estados Unidos) y Amnesty International, entre otros. Es corresponsal para Getty Images Assignment en la región
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