Son las nueve de la noche en Vernon, una pequeñísima ciudad industrial en el condado de Los Ángeles formada por fábricas y bodegas donde cien mil personas trabajan durante el día. Cuando cae el sol la ciudad se vacía, y a esta hora sólo quedan ahí las ciento doce personas que oficialmente viven en ella. Atrás de una de las bodegas, sobre un terreno cubierto de concreto, un fotógrafo, su iluminador y dos asistentes esperan resistiendo un viento helado inusual para el verano angelino.
De detrás de un auto, aún acomodándose el vestido, sale la modelo lista para posar. Como si nunca hubiera estado en un camerino de Hollywood y no tuviera un rol en una de las series de televisión más polémicas de Estados Unidos; como si no hubiera ganado un Oso de Plata en el Festival de Cine de Berlín o tuviera en su haber una nominación al Oscar, Catalina Sandino Moreno se acaba de cambiar de vestuario en el auto, en un oscuro estacionamiento vacío de una zona industrial. Tirita de frío pero camina decidida; se detiene, voltea a la cámara, el viento hace volar su vestido y se oye el primer “click”.
Catalina Sandino podría ser una de tantas. Así se lo dijo su agente cuando anunció que se venía a vivir a Los Ángeles: te vas a convertir en una más, ahí todos son actores. Alguien podría haberlo pensado hace unos minutos, cuando posaba para el fotógrafo parada sobre una avenida y los jornaleros que viajaban en sus camionetas hacían sonar la bocina y le gritaban piropos, como ocurre con cientos de modelos latinas que todos los días realizan sesiones de foto en Los Ángeles. Pero Catalina tiene algo más que la simple belleza latina: tiene en los ojos la certeza de quien nunca pierde el piso, de que sabe quién es. Catalina, la estrella de cine, la actriz de televisión gringa, es, como me lo dirá alguien más adelante, una chica que se cree normal.
Como ocurre con muchas actrices, actores, modelos, cantantes y algún aspirante a financiero, el sueño de Catalina Sandino era vivir en Nueva York. Le atraía la urbe, desde luego, pero más le atraía estudiar actuación en la urbe. Nacida en Bogotá, Cata, como le llaman cariñosamente, pasó la infancia y la adolescencia imaginando el futuro, ahorrando dinero y haciendo el plan con el apoyo de sus padres para dar el gran salto; pero cuando se acercaba el momento de iniciar el papeleo en septiembre de 2001, cambió el curso de las cosas para Estados Unidos y también para la vida de Catalina: dos aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas y con ellas se derrumbó su ilusión de estudiar en Nueva York. La joven, entonces de veinte años de edad, insistía en que no había problema; el padre dijo que de ninguna manera y, llegado el momento de elegir universidad, Catalina se quedó en Bogotá.
Al final se sobrepuso a la tristeza y terminó gustándole la carrera que estudiaba en la Universidad Javeriana de Bogotá; pero para compensar un poco la decepción, convenció a los padres de que le siguieran pagando las clases de actuación que tomaba los sábados desde los quince años en la Academia Charlot.
Uno de esos días, ya entrado 2003, llegó un director estadounidense diciendo que buscaba jovencitas para ser protagonistas de una producción de Hollywood.
—Que te digan que un gringo está buscando niñas en Colombia para hacer una película, te hace pensar: “Bueno, éste qué quiere”. Pero un amigo me dijo: “Vamos”, y fuimos de pura curiosidad. Yo le dije a mi mamá que había ido a la audición, que me había ido bien, y al otro día me llamaron, que me querían ver de nuevo.
El gringo era Joshua Marston y la producción, financiada por la cadena HBO, era María llena eres de gracia. Dos años después, Catalina desfilaba por la alfombra roja del Teatro Kodak luciendo un elegante vestido blanco y llevando bajo el brazo la nominación al Oscar como mejor actriz.
MARÍA VA A NUEVA YORK
María es una joven colombiana que, atrapada entre una dinámica familiar disfuncional, una relación de pareja a la cual no le ve futuro, y nulas perspectivas de trabajo, accede a convertirse en “mula”, una traficante de droga. María, el gesto desesperanzado —los ojos melancólicos de Catalina—, empieza a tragar, uno a uno, pequeños globos rellenos de cocaína: sesenta y dos. Los coloca hasta atrás de la boca, intenta que desciendan por la garganta; arcadas de un reflejo vomitivo la sacuden, se le llenan los ojos de lágrimas; intenta una vez más con éxito. Se sube a un avión con el estómago lleno de polvo blanco. El avión desciende. María llega a Nueva York.
—Llegué por primera vez con Yenny Vega, la actriz que la hace de Blanca —recuerda Catalina con un brillito en la mirada—. Nos recogió Josh, el director, pasamos el Holland Tunnel y nosotras: “Ay, qué túnel tan largo”. Todo era nuevo para mí, 42nd Street, “¡ay, qué emoción, qué es esta cosa tan increíble!” Esta película me llevó a Nueva York de la mejor manera. El director me ayudó muchísimo, el crew se convirtió en mi familia y, como todos vivían ahí, pues me quedé yo también.
La llegada de Catalina a Nueva York materializó el futuro que había soñado desde niña. María no sólo le dio eso, sino a quienes serían sus mejores amigos por la siguiente década, durante la cual vivió en esta ciudad, e incluso su relación con David Elwell, el técnico de iluminación y audio en cine y televisión con quien contrajo matrimonio en 2006.
—Creo que la amistad surgió porque ambos éramos vírgenes —me dijo riendo al teléfono Marston cuando hablamos sobre su selección de Catalina para el rol de María—. Era la primera vez que yo dirigía una película y era la primera vez que ella hacía cine. Cuando la vi me impresionó su actitud extremadamente honesta, tenía una combinación que es difícil de encontrar: como tomó clases de actuación, tenía el entrenamiento formal, pero nada de los malos hábitos de los actores. Tiene una capacidad de improvisación extraordinaria, y a pesar de su falta de experiencia, el equipo de producción quedó complacido. Entendieron lo excepcional que es.
La afinidad profesional entre Marston y Catalina fue casi automática, posiblemente porque él tampoco contaba con un historial fílmico tradicional. Nacido en California, trabajó como periodista primero para la revista Life, desde París, y después para la cadena de televisión ABC News cubriendo la Guerra del Golfo. Dio clases de inglés durante un año en Praga, regresó a Estados Unidos para graduarse de una maestría en Ciencia Política en Chicago, y después estudió cine en Nueva York. Cuando hizo su primer corto contaba con treintaiún años.
Marston recuerda de manera especial una de las escenas más importantes de la película: aquella en la que una mentira de Catalina es descubierta por quien le está dando alojamiento una vez que llega a Nueva York, y que el director describe como el momento más duro del filme. Por alguna razón, la escena, que involucraba una situación dramática y a varios personajes dentro de un pequeño apartamento, no estaba funcionando para Catalina. Después de una serie de tomas, de que productor y director hablaran con ella por separado, de tratar de resolver la incomodidad que sentía la actriz con la situación, se dieron por vencidos y se disponían a levantar el equipo, cuando Catalina corrió hacia Marston: había reescrito la escena de un modo que a ella le resultaba verosímil, con el cual se sentía cómoda. La escena se realizó en dos tomas.
—Cata no sabe esto, pero cuando la escena quedó lista, el productor y yo nos dimos un high five— dice Marston con ternura—. Cuando hizo la escena entendió algo como actriz; no fue sólo la escena, fue el proceso; se sentía orgullosa. Para mí es importante haberla visto convertirse en una profesional en esto, enfrentar obstáculos y retos; creo que es también un poco por eso que siempre he sentido la responsabilidad de estar disponible para ella.
Aunque ha pasado una década desde que dio vida a María, la película sigue acompañando a Catalina. Durante nuestra primera conversación una tarde de julio, la actriz no puede evitar regresar a la descripción de su personaje, al manejo de las situaciones en el filme, una y otra vez.
—Es una película de algo muy social, muy político, que siempre está ahí y que no es divertido para la gente —dice al hablar de los riesgos tomados tanto por el director como por quienes se sumaron a su equipo—. Por lo general nadie quiere saber cómo llega la droga a Estados Unidos. Yo tuve la oportunidad de ver en muchas partes de este país a gente que se vomitaba y se desmayaba cuando yo me aviento la otra pepa después de que se sale —dice refiriéndose a la escena en la que María traga globos con cocaína para luego expulsarlos en el interior de un baño—. Como que las personas no entendían que eso es lo que inhalan; qué asco pensar que el polvo que se meten en la nariz viene de ahí.
Estamos sentadas en Newsroom, uno de los sitios de moda de West Hollywood, el barrio en cuyos restaurantes y cafecitos tradicionalmente se dan cita los actores, los modelos, los guionistas que están terminando su próximo gran manuscrito, y donde los meseros son todo lo anterior pero actúan el rol de meseros para poder pagar la renta. Catalina se ve linda. Lleva un sombrerito de paja con un listón negro sobre el pelo rizado con rayitos rubio-rojizos. Una línea negra enmarca los ojazos expresivos de pestañas largas. Aunque evidentemente se encuentra relajada, en general sonríe poco; hace pausas largas antes de empezar a responder.
—Yo creo que María enseñó una realidad que antes de esto no importaba; simplemente tenían el polvo ahí, lo huelen, pero no se daban cuenta de todo lo que una persona tiene que hacer para traer esto: todas las muertes, la violencia, toda la porquería que hay detrás de esa línea de coca, de esa línea de heroína que se están metiendo. Y ahí creo que cambió mi vida, más que con el Oscar; a partir de ese papel siempre estoy en busca de que la gente sienta algo, que la gente aprenda algo.
Si María cambió la vida de Catalina, fueron las nominaciones las que cambiaron su carrera. Entre el Oso de Plata de Berlín y la nominación al Oscar en 2005, la joven colombiana de pronto se vio envuelta en la vorágine de entrevistas, enlaces televisivos, preguntas impertinentes y portadas de diarios y revistas que, sorprendentemente, perfilaban a través de las charlas con sus conocidos a una chica de naturaleza introvertida que debía hacer un esfuerzo para socializar. Catalina lo confirma casi con orgullo.
—Yo soy muy mala socialmente, pero me gusta la improvisación; así que cuando me meto en el papel de tratar de conectar con alguien, conecto. Por ejemplo, me pones en una fiesta y generalmente me da pena hablarle a la gente, pero me concentro en interpretar a alguien que se relaciona con la gente. Creo que todo mi teatro empezó por pena.
ALEIDA, CATALINA, CHE
Para quienes se mueven en el mundo del periodismo, el nombre de Jon Lee Anderson representa una corriente que ha modificado la forma de presentar personajes históricos y de la vida política en el mundo. El estadounidense Anderson es uno de los periodistas con mayor dominio de los asuntos latinoamericanos y la cobertura de zonas en conflicto, y parte de su experiencia está plasmada en una de la biografías más completas que se han realizado sobre el revolucionario Ernesto Guevara, el Che, publicada en 1997. Para este fin, Anderson convivió durante tres años con Aleida, la viuda del Che, y el resto de su familia.
La poderosa historia llegó a la pantalla grande en 2008, cuando el director Steven Soderbergh decidió hacer una película en dos partes sobre la vida de Guevara, bajo el nombre de Che (con subtítulos “El argentino” para Parte Uno, y “Guerrilla” para Parte Dos). El reparto incluía a Benicio del Toro como Ernesto Guevara, Demián Bichir como Fidel Castro, y a Catalina Sandino como Aleida March de Guevara.
—El Che es un monstruo y una deidad —dice Catalina de manera pausada cuando habla de esta película. La presencia de su personaje en el filme muestra a una Aleida pequeña, más bien discreta, pero de persistencia contumaz—. Hacer esta película fue para mí un lujo, y un honor poder interpretar a Aleida. Antes de hacer el papel viajé a Cuba para pedirle permiso para hacer el personaje; le pregunté hasta el más pequeño detalle, del tipo “¿te comes las uñas?” Terminó dándome acceso a un archivo que ella guarda.
Casi al inicio de nuestra conversación esta tarde, apareció un aspecto de la personalidad de Cata que regresa en varias ocasiones: insiste en que no le gustan los papeles de mujer abnegada, sumisa, a la sombra de un hombre. Cuando empezamos a hablar de Aleida, casi lee mi pensamiento sobre el rol de la mujer del Che, y se apresta a dar una aclaración no pedida.
—Aleida no fue sólo la mujer del Che, fue una persona indispensable para el movimiento guerrillero. Era su compañera y tenían una relación especial, pero sabían que era importante lo que estaban haciendo: cambiar un gobierno para dárselo a los Castro; cambiar un país dos personas, sólo con sus cabezas. Aleida y el Che, por ejemplo, no se daban besos delante de la gente. Ella nunca disparó, pero siempre cargaba con un arma personal por seguridad de él.
Catalina podrá no ser sumisa, pero me parece una romántica.
—Fue ella quien convenció a Aleida para hacer ese papel —me dice por teléfono Anderson unas semanas más tarde, cuando le pregunto sobre la experiencia de compartir el set con Catalina. Me sorprende el tono que utiliza al hablar de ella, con un genuino respeto por la personalidad honesta, franca, que identifica en su persona. Encuentro de pronto que esta es una constante: durante nuestra charla previa, el director Joshua Marston utilizó un tono similar.
—A mí me cayó bien. Me parecía una actriz bien sincera, entregada al papel. Se acercó a él con bastante humildad y en términos de personalidad, lo cual me atrajo mucho —agrega Anderson—. No he estado mucho en el ámbito del cine, pero he conocido a quienes tienen más pose. No es el caso de Cata. Me pareció muy colombiana, me gustó mucho. Y me parecía que estaba bien elegida físicamente, sobre todo en esa parte de [la Sierra de] Escambray, antes del triunfo, cuando se conocieron. El de ellos fue un romance bastante contenido, adecuado a las circunstancias en las que se dio; más perfilado hacia un romance futuro que uno ahí, como tal.
Cuando al finalizar Che le avisaron que el elenco iba a la presentación de la película en el festival de Cannes, Catalina empezó a imaginar qué tipo de preguntas le haría la prensa. Ya había tenido un acercamiento cuando, siendo colombiana, había accedido a representar a una chica involucrada en el tráfico de drogas —sobre este asunto, su respuesta es contundente: María presenta por primera vez la perspectiva del eslabón más débil de este círculo, en algún sentido una víctima; no del gran capo traficante—. Ahora, en pleno 2008 y con un presidente Álvaro Uribe encabezando una política de seguridad orientada a desmantelar a las FARC, le parecía ver a los periodistas cuestionándola: “Usted, como colombiana, ¿cómo es que acepta hacer el papel de una guerillera?”
—Yo no me meto en el conflicto político porque no soy politóloga —me dice tajante. Decidió que si alguien podía ayudarle a capotear una posible eventualidad era Anderson. La respuesta de Jon Lee fue: “Tú responde lo que quieras responder sobre el personaje, como mamá, como esposa, como mujer”. Y así lo hizo.
—Aleida, el personaje real, es una señora de carácter muy fuerte, guapetona y práctica, y creo que Catalina logró esta síntesis muy bien —dice Anderson—. Era una chica provinciana, no habanera, metropolitana o sofisticada, pero una mujer de los años cincuenta aguerrida, de la generación esa. Hoy en día sigue siendo una mujer bastante campechana, eso era atractivo para el Che: que fuera valiente, arrojada, que realizara tareas que le podrían haber implicado una muerte fea si la hubiesen agarrado los batistianos en su rol de correo.
Le comento a Anderson que me sorprende un poco que teniendo papeles que podrían ser tan políticos, Catalina evade entrar en el tema. Jon Lee guarda silencio unos segundos y me asegura que lo que pasa es que, al menos en el caso de Aleida, no se trata de una persona política.
Aleida se hizo política porque tenía que serlo en el momento en el que, voluntaria de la guerrilla, se convierte en pareja de uno de los hombres paradigmáticos de la Revolución Cubana. Es una mujer normal, que se enamora del Che y por un momento sale de la existencia ordinaria que llevó antes, para regresar a ella cuando enviuda.
—Una chica “mula” también es un papel, pero no necesariamente tiene que ser político; lo mismo pasa con Aleida. Aunque tú y yo podríamos darle un tinte político a ese tipo de rol, la relación de ella es con el Che; una gente ordinaria en una circunstancia extraordinaria. Él era extraordinario, los demás no; fueron llevados por una coyuntura. Los vemos con ojos políticos porque tocan temas y fibras políticas, pero no tienen que serlo necesariamente.
Así que la política está en los ojos del que mira. Y en la mirada de Catalina, ese filtro no existe.
Una última imagen que comparte un Jon Lee sorprendentemente tierno refuerza esa percepción general sobre la personalidad de Cata.
—Cuando fuimos a Cannes la acompañé a la premier y ella, de manera muy amable, muy buena gente, me dio su codo para llevarla por la alfombra roja a la entrada y a la salida. De otra forma yo habría estado solitario, yo no era parte del grupo de actores. Cata me hizo la noche. Ella es bastante normal, es genial, y es nerviosa, porque por más actriz que sea, conserva los nervios de ayer al aparecer ante el público. He conocido a grandes actores que sí, lo tienen totalmente asumido, pero Catalina conserva la naturalidad de una chica que se cree normal.
UN SOLDADO QUE NO TEME A NADA
Cata sólo bebe agua. En un área de la ciudad en la que la naturalidad se demuestra con jugos de vegetales repletos de antioxidantes y ensaladas con ingredientes orgánicos, esta chica pide un vaso con agua y nada más. En un momento de nuestra conversación sube un pie al asiento de la silla y se sostiene la rodilla con las manos. Viste jeans, zapatos de piso, una blusa anaranjada y lleva un maquillaje ligerito. Parece más joven de lo que es.
Después de una década en Nueva York, Catalina llegó a vivir a Los Ángeles hace un año, justo cuando recibió los documentos de su ciudadanía estadounidense. En otras ocasiones, cuando he conversado con actores latinoamericanos que adquieren la doble ciudadanía, el tema se toca sólo de pasadita porque el estatus migratorio tiene tintes de tabú; sin embargo, Cata no muestra empacho en hablar de lo que significa para ella tener un pasaporte emitido por Estados Unidos.
—Ha sido una manera de facilitarme la vida —dice sin meterse en rollos de identidad o lealtad a la patria—. Viajar con un pasaporte colombiano suele ser un problema: los países te piden visa, trámites; incluso en el Departamento de Policía de Nueva York me han tomado mis huellas digitales. Es doloroso; entiendo lo que está pasando, pero eso no es por algo que yo hice, es por el estigma de mi país; hay una guerra interna sin solución y por eso estoy estigmatizada. La doble ciudadanía es eso, simplemente facilitarme la vida.
Le pido que abunde sobre el asunto del estigma y la guerra sin solución; se niega a hacerlo. Me dice no sentirse con autoridad: uno sabe más de su país mientras más vive en él; ella lleva una década fuera, y ahora está aquí.
Mientras conversamos justamente de esta ciudad, de Los Ángeles, me da la impresión de que Catalina aún no termina de encontrarle el sabor. Habla de Nueva York primero con pasión y luego con nostalgia, y al llegar al tema de su nueva urbe se queja un poco de los autos, de la excesiva formalidad de los eventos a los que asiste y de la dificultad de reunirse con otras personas. Lo que sí sabe es que éste era el paso siguiente. Durante los últimos años se dedicó al teatro en Broadway, donde dice que le fue bien, pero tuvo que pagar una cuota en términos de tiempo libre para la vida familiar y personal. Otras películas vinieron estos años, como Fast Food Nation, El amor en los tiempos de cólera, A stranger in paradise, y Medeas, recientemente presentada en el Festival Internacional de Cine de Morelia.
—Es muy raw, es my baby —me dice con mucha emoción, volteando a ver hacia los autos que pasan por la avenida Robertson, sobre el proyecto que aborda los conflictos personales de individuos atrapados en una dinámica familiar rígida—. Fue trabajar con un grupo de gente que amaba la idea de esta película. Es un proyecto que me gusta mucho.
En ésas estaba Catalina, cuando llegó The Bridge, la serie de la cadena FX que ha dado un vuelco a los programas de investigación policiaca de la televisión estadounidense. Dos policías —una mujer estadounidense interpretada por Diane Kruger, y un hombre mexicano al que da vida Demián Bichir— están a cargo de la investigación de una serie de homicidios con rastro binacional en la frontera entre El Paso, Texas, y Ciudad Juárez, Chihuahua. Catalina interpreta a Alma, la esposa del agente Marco Ruiz a cargo de Bichir. La serie estrenó exitosamente este 2013.
—Nunca había hecho televisión, pero esta historia me convenció; es una historia actual, real, y me gustan de ella varias cosas. Me gusta que hablemos en español; hay siempre esta cosa de que a los latinos nos ponen a hablar inglés, y escuchar a estos personajes utilizar el español de manera natural en una serie en inglés resulta muy interesante. Me preocupaba un poco que me pidieran hacer a la mujer abnegada; a mí me interesa que los personajes tengan algo de verdad, no que sean sólo aseadoras o recogeplatos. Pero hablé con mi agente, me mostró el guión y bueno… vienen cosas interesantes para el personaje. Hay ciertas historias que merecen ser contadas.
Un obstáculo que enfrentó Catalina durante las grabaciones fue el manejo del acento para no sonar colombiana, sino mexicana, como lo requiere el personaje. Catalina ya había conocido a Bichir cuando filmaron Che, de manera que se sintió en confianza para pedirle su apoyo en la pronunciación. Y ahí la lleva.
—Me hubiera gustado que Fidel y Aleida tuvieran escenas juntos en las películas de Soderbergh, pero ahora he podido disfrutarla en la serie. Es una artista dedicada y cada toma que hacemos me sorprende con algo nuevo. Cuando compartes escena con un actor de alto nivel, tu propio nivel actoral sube de manera automática. Eso me pasa con Cata.
A pesar de no haber estado juntos a cuadro en Che, cuando empezaron a grabar The Bridge Bichir recordaba a una Catalina que llegaba al campamento de entrenamiento que el equipo tuvo en la ciudad de Monterey, California, antes del rodaje de la película sobre Guevara. Arrancaban a las cinco de la mañana el entrenamiento sobre tácticas de guerrillas, tiro al blanco con armamento real, caminatas interminables. La actriz siempre estuvo a la par de todos.
—Catalina es un verdadero soldado en más de un sentido —afirma Bichir.
Esta soldado llena de contradicciones, que no habla mucho de su vida personal, que admite ser medio hipocondriaca —apenas llegó a Los Ángeles identificó el hospital más cercano a su casa, el conocido Cedars-Sinai—, que se llena de orgullo cuando habla de su rol como jurado en la naciente organización Iberocine, tiene un secreto que, asegura, le ha dado la fuerza para salir al mundo.
—Vengo de un matriarcado. Soy una feminista total, lo veo con mi madre, con mis cuatro tías, crecí entre eso. Son mujeres profesionales, son buenos ejemplos, con hijos, con carrera, con posibilidad de hacer las dos cosas, de hacer lo que quieran sin tener miedo a nada. Hoy estoy aquí, pero de pronto me muevo a otro lado, a Berlín, por ejemplo, que tiene una sociedad más relajada. De pronto en diez años aprendo alemán. De pronto decido producir. Creo que por naturaleza podemos hacer lo que nos propongamos; cuando uno quiere, nada se interpone. Simplemente, do your best. \\