Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

Muchos académicos de la historia y de la economía pondrían, con gusto, a arder en las llamas del infierno su obra. Pero tres generaciones de lectores lo vienen colocando en los altares desde que publicó Las venas abiertas de América Latina en 1971. Este perfil es un recorrido por la biografía de uno de los grandes cronistas uruguayos.

Tiempo de lectura: 33 minutos

Eduardo Germán María Hughes Galeano recibió al nacer más nombres de los que necesitaba.

Era el 3 de septiembre de 1940. Un año antes Carlos Quijano, su padre periodístico, había fundado el semanario Marcha y Juan Carlos Onetti, su padre literario, había publicado El pozo, punto de origen de la novela moderna en América Latina. Dos intentos de mostrar el hueso de un país envuelto en el celofán del optimismo. El niño de los muchos nombres nació y crecerá en un Uruguay que se arrullaba a sí mismo con el eslogan de la “Suiza de América”. Como si fuese un injerto europeo en el continente americano. Una enorme oficina, pública y laica, donde sus empleados se casaban por iglesia con mujeres que podían votar, pero que puertas adentro casi no tenían voz. Una despreocupada factoría ganadera que vendía su carne enlatada a los campos de batalla del mundo entero y que pronto volvería a ganar la Copa del mundo de futbol. La prosperidad, como los triunfos, parecía que iba a durar para siempre. Marcha y El pozo serían dos cachetazos para despertar al anestesiado. Galeano se los agradecerá durante toda su vida.

A los 14 años, dejando atrás una infancia en la que no quería ser otra cosa que santo o futbolista, publicó su primer dibujo en la prensa socialista y acortó su nombre para firmarlo Giús. A los 19 quiso acortar su vida con un intento de suicidio. Emergió del coma hospitalario llamándose Eduardo Galeano. Esa crisis existencial, que nunca llegó a explicar por completo, le dio el combustible para dirigir toda su energía hacia la realidad del periodismo y el deseo de la literatura.

A los 20 ya era secretario de redacción del semanario Marcha, donde escribía la flor y nata de la intelectualidad de izquierda; a los 24 director del diario Época; a los 27 había entrevistado al Che Guevara; a los 31 había escrito Las venas abiertas de América Latina; a los 34 había cruzado a Buenos Aires y fundado Crisis, su proyecto más logrado en el oficio que mejor dominaba.

Pero todavía no era él mismo.

El Eduardo Galeano que sus lectores buscan y reconocen nació en un asado en una quinta de las afueras de Buenos Aires cuando su documento de identidad decía que tenía 36 años y ya había escrito el libro que más se asocia con su nombre.

En esa reunión de periodistas de la revista Crisis comprendió que tendría que partir al exilio. La represión de la dictadura argentina se estaba ensañando con esa voz independiente y cada día se conocía un nuevo nombre que se había sumado a la lista de presos o desaparecidos. En ese mismo asado conoció a Helena Villagra, que sería su mujer durante el resto de su vida. “Una mujer así debería estar prohibida”, dice que pensó al verla por primera vez. Dos hechos simultáneos y en apariencia contradictorios, el destierro y ese amor, que darían forma al estilo, el tono y las ideas que le caracterizarán en los siguientes cuarenta años.

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